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martes, 26 de mayo de 2009

LA AVENTURA DEL ASESINO METALICO

LA AVENTURA DEL ASESINO METALICO
Fred Saberhagen

...

Tenía la forma de un hombre, y el cerebro de un demonio electrónico.
El y las máquinas como él eran las mejores imitaciones de hombres y mujeres que los berserkers, también máquinas asesinas, eran capaces de imaginar y construir. Aun así, podían ser descubiertos como obvios fraudes cuando eran inspeccionados de cerca por cualquier humano.
—¿Sólo registramos veintinueve? —preguntó lacónicamente el supervisor de Defensa. Atado a su silla de combate, observaba atentamente el espacio a través de la pantalla de información semitransparente, frente a él. La mole cercana de la Tierra estaba acorazada por el castaño oscuro de los campos de fuerza defensivos, volviendo invisibles los colores normales del terreno del agua y del aire.
—Sólo veintinueve. —La respuesta llegó al puente de la nave insignia en medio de un agudo chisporroteo de estática. La voz roturada continuó—. Y estamos bastante seguros ahora de que al principio había treinta.
—Entonces, ¿dónde está el otro?
No hubo respuesta.

Todas las fuerzas defensivas de la Tierra estaban aún en alerta total, a pesar de que el ataque había sido minúsculo, no más que un intento de infiltración, y parecía haber sido repelido por completo. Los berserkers, remanentes de una antigua guerra interestelar, eran mortales enemigos de todo lo viviente y el mayor peligro para la humanidad que el universo había exhibido hasta el momento.
Una pequeña turbulencia saltó sobre la superficie parda de la Tierra, lanzándose en un curso que la llevaría a unos pocos cientos de kilómetros del aparato del supervisor. Se trataba de la Estación de Energía Uno, un agujero negro domesticado. En tiempos de paz los miles de millones de consumidores, ávidos de energía de todo el planeta tomaban de ella la mitad de la fuerza que necesitaban. La Estación Uno era visible al ojo desnudo sólo como una leve distorsión flotante del fondo de estrellas.
Estaba llegando otro informe.
—Buscamos en el espacio al androide berserker faltante, supervisor.
—Más les vale hacerlo.
—El aparato enemigo infiltrado almacenaba contenedores para treinta androides, como lo muestra el análisis de los restos que hizo la computadora. Tenemos que asumir que todos los contenedores estaban llenos.
En el tono del supervisor se leían la vida y la muerte.
—¿Hay alguna posibilidad de que la unidad faltante se haya colado hacia la superficie?
—Negativo, Supervisor. —Hubo una pequeña pausa—. Al menos sabemos que no alcanzó la superficie en nuestra época.
—¿Nuestra época? ¿Qué quiere decir eso, charlatán? ¿Cómo podría...? Ah.
El agujero negro pasó como un rayo. No estaba realmente domesticado, aunque esa era una palabra tranquilizadora, y los humanos la aplicaban con frecuencia. Habían logrado ponerle algo así como un arnés, eso era todo.
—Supóngase —y, dada la ubicación de la escaramuza, la suposición no era arriesgada— que el androide berserker número treinta hubiera sido propulsado, por algún accidente del combate, directamente hacia la Estación Uno. Podría haber entrado con facilidad en al agujero negro. De acuerdo con las últimas teorías, cabía imaginar que podría haber sobrevivido para reemerger intacto en el universo real, proyectado fuera del agujero como su propia imagen tangible en una erupción de radiación de partículas virtuales.

La teoría indicaba que en tal caso la reemergencia debía producirse antes de la penetración. El supervisor distribuyó órdenes vigorosamente. En el acto sus computadoras en el mundo de abajo, el Conglomerado de Defensa de la Tierra, tomaron el problema, dándole la máxima prioridad. ¿Qué podía hacerle a la Tierra un androide berserker? Probablemente no mucho. Pero para el supervisor, y para los que trabajaban en él, la defensa era una tarea sagrada. El templo de la seguridad de la Tierra había sido horriblemente profanado.
A las máquinas les llevó once minutos producir las primeras respuestas.
—El número treinta entró en el agujero negro, señor. Ni nosotros ni el enemigo podríamos haber previsto ese resultado, pero...
—¿Qué probabilidades hay de que el androide emergiera intacto?
—Por el ángulo peculiar en el que entró, aproximadamente sesenta y nueve por ciento.
—¡Tan alta!
—Y hay un cuarenta y nueve por ciento de probabilidades de que alcance la superficie de la Tierra en condiciones funcionales, en algún punto de nuestro pasado. Sin embargo, las computadoras nos tranquilizan. Como el artefacto del enemigo debe haber sido programado para algún ataque sutil a nuestra sociedad actual, no es probable que pueda hacer mucho daño en el tiempo y lugar en que...
—Verdaderamente su cráneo tiene un vacío de nivel intergaláctico. Yo le voy a decir a usted y a las computadoras cuando sea posible sentir el mínimo de tranquilidad. Mientras tanto consígame más cifras.
Las siguientes palabras desde la superficie del planeta llegaron veinte minutos más tarde.
—Hay una probabilidad del noventa y dos por ciento de que el aterrizaje del androide en la Tierra, si eso ocurrió, haya sido en área de cien kilómetros a cincuenta y un grados, once minutos latitud norte, cero grados, siete minutos longitud oeste.
—¿Y la época?
—Noventa y ocho por ciento de probabilidades para el 1ro. de enero, 1880, Era Cristiana, con un error posible de diez años más o menos.
Una masa de tierra, una gran isla cubierta de nubes apareció en la pantalla del televisor.
—¿Curso de acción recomendado? Le llevó una hora y media al conglomerado DT responder a eso.
Los primeros dos voluntarios perecieron en pruebas de despegue antes de que el método pudiera ser perfeccionado lo suficiente como para ofrecer un margen razonable de supervivencia. Cuando el tercer hombre estuvo listo, fue citado justo antes del despegue, para una última reunión privada con el supervisor.

El supervisor lo miró de arriba abajo, considerando su traje exótico, su extraño peinado, y todo lo demás. No preguntó si el voluntario estaba listo, sino que comenzó abruptamente: —Ha sido confirmado recién que, ya sea que gane o pierda allá, nunca podrá regresar a su propia época.
—Sí, señor. Ya había pensado que la situación sería esa.
—Muy bien. —El supervisor consultó los datos desparramados frente a él—. Todavía no estamos seguros acerca de cómo estará armado el enemigo. Algo sutil, sin duda, apropiado para un saboteador en la Tierra de nuestros días. Además, por supuesto, de la fuerza física y rapidez sobrehumanas con que cuenta un enemigo como ése debe considerar los rayos mentales interruptores o disruptores; ambos podrían dañar a cualquier sociedad humana. Están las bombas patrón, diseñadas para anular nuestras computadoras de defensa alimentándolas con información aleatoria. Siempre hay posibilidades de armas biológicas. ¿Tiene su equipo médico camuflado? Sí, ya veo. Y por supuesto siempre está el riesgo de algo nuevo.
—Sí, señor. —El voluntario parecía tan preparado como podría estarlo cualquiera. El supervisor se le acercó, abriendo los brazos para un saludo ritual de despedida.

Pestañeó para escurrir la lluvia londinense. Sacó su reloj de pesado tic tac como si estuviera controlando la hora, y se paró en la vereda frente al teatro como si estuviera esperando a un amigo. El instrumento en su mano pulsó una vibración extra, silenciosa, además del tic tac, y esta señal especial había tomado ahora un carácter que significaba que la máquina enemiga estaba muy cerca. Probablemente en un radio de cincuenta metros.
Un afiche en el frente del teatro decía:

EL AUTOMATA JUGADOR
DE AJEDREZ MEJORADO
MARAVILLA DE LA EPOCA
BAJO NUEVA DIRECCION

—El verdadero problema, señor —proclamaba un hombre de sombrero de copa cerca de ahí, conversando con otro—, no es si se puede hacer una máquina para ganar al ajedrez, sino si es posible hacerla simplemente para jugar.
—No, ese no es el verdadero problema, señor —pensó el agente del futuro—, pero considérese afortunado por poder creerlo.
Compró un boleto y entró, tomando asiento. Cuando se había reunido un auditorio considerable, hubo una breve conferencia a cargo de un hombre bajo en traje de etiqueta, que tenía algo de ave de rapiña, y a la vez cierto aire medroso, a pesar de su volubilidad y el humor ensayado de su charla.
Finalmente apareció el propio jugador de ajedrez. Era una caja con aspecto de escritorio con una figura sentada detrás. El conjunto en su totalidad se desplazaba sobre unas ruedas por el escenario, empujado por varios asistentes. La figura era la de un hombre enorme vestido como un turco. Resultaba obvio que se trataba de un maniquí o de algún tipo de muñeco; se balanceaba ligeramente con el movimiento del escritorio rodante, al que estaba fijada la silla. Ahora el agente podía sentir la vibración excitada de su reloj sin meter siquiera la mano en el bolsillo.
El ave de rapiña dijo otro chiste, desplegó una sonrisa siniestra, y entonces eligió a uno de los varios jugadores de ajedrez del auditorio que levantaron las manos —el agente no estaba entre ellos— para desafiar al autómata. El retador subió al escenario, donde las piezas estaban siendo colocadas sobre un tablero sujeto al escritorio rodante, mientras las puertas del frente del escritorio eran abiertas para mostrar que adentro no había otra cosa que maquinaria.
El agente notó que no había velas sobre el escritorio, como las que hubiera en el del jugador de ajedrez de Maelzel unas pocas décadas atrás. El autómata de Maelzel había sido un fraude astuto, por supuesto. Se habían usado velas sobre la caja para disimular el olor a cera quemada de la vela que necesitaba el hombre ingeniosamente escondido adentro entre los falsos engranajes. En la época en que había llegado el agente todavía era muy temprano, lo sabía, para la luz eléctrica, por lo menos para la clase que hubiera sido útil para un humano escondido de ese modo. Añádase el hecho de que al oponente de este jugador de ajedrez se le permitía sentarse mucho más cerca de lo que jamás estuvo del de Maelzel, y se podría hacer una deducción bastante segura sobre que no había ningún ser humano escondido en la caja o en la figura sobre el escenario.
Por lo tanto...
El agente podía hacerle un disparo limpio en ese momento, si se paraba entre el auditorio. ¿Pero debía dispararle a la figura o a la caja? Y no podía estar seguro sobre cómo iba armado. ¿Y quién lo detendría si lo intentaba y fallaba? Estaba seguro de que el enemigo ya había aprendido lo suficiente como para sobrevivir en el Londres del siglo diecinueve. Probablemente ya había matado, para corroborar sus designios. "Bajo nueva dirección" inclusive.
No, ahora que había localizado a su enemigo debía planear concienzudamente y trabajar con paciencia. Sumido en sus pensamientos, dejó el teatro entre la multitud y empezó a caminar hacia las habitaciones que acababa de comenzar a compartir en Baker Street. Una dificultad menor en el lanzamiento hacia el agujero negro le había costado parte del equipo, incluyendo una buena cantidad de su dinero falsificado. Todavía no había tenido tiempo en la profesión que había adoptado para obtener buenos ingresos; así que por el momento pasaba por ciertas estrecheces financieras.
Debía planear. Supongamos, ahora, que abordaba al hombrecito asustado, al de traje de etiqueta. A la sazón éste ya debería haber empezado a descubrir la clase de tigre que estaba montando. El agente podría abordarlo disfrazado de...
Un súbito golpeteo comenzó en el bolsillo del reloj del agente. Era una señal bastante diferente de cualquiera generada previamente por su falso reloj. Significaba que el enemigo se las había arreglado para detectar su detector; de hecho estaba conectado y rastreándolo.
El sudor se mezcló con la llovizna en la cara del agente cuando empezó a correr. Debía haberlo descubierto en el teatro, aunque probablemente sin lograr distinguirlo entre la multitud. Esquivando coches de alquiler, carros y un ómnibus dio la vuelta por Oxford Street hacia Baker Street y disminuyó la marcha hasta transformarla en una rápida caminata para cubrir la corta distancia restante. No podía deshacerse del reloj indicador porque hubiera sido incapaz de rastrear al enemigo sin él. Pero tampoco se atrevía a llevarlo encima.
Cuando el agente irrumpió en la sala, su compañero de cuarto alzó la vista, con su habitual, casi superficial, sonrisa, e interrumpió el trabajo apacible de sacar libros de un canasto y ponerlos en los estantes.
—Perdón —comenzó el agente con una mezcla de alivio y urgencia—; surgió algo bastante importante, y hay dos diligencias que debo llevar a cabo en el acto. ¿Podría imponerle una a usted?
La breve diligencia propia del agente no lo llevó más allá de la vereda de enfrente. Ahí, en la puerta de Camden House se ocultó encogiéndose, tratando de respirar silenciosamente. No se había movido cuando, tres minutos más tarde, se aproximó desde la dirección de Oxford Street, una figura alta que, de acuerdo con las sospechas del agente, no era humana. Llevaba el sombrero calado, y la parte inferior de la cara envuelta en vendajes. Se detuvo cruzando la calle, pareció consultar su propio reloj de bolsillo y luego se dio vuelta para tocar la campanilla de la puerta de la casa. Si el agente hubiera estado absolutamente seguro de que se trataba de su presa, le hubiera disparado por la espalda. Pero sin el reloj, habría tenido que acercarse para tener una razonable certeza.
Luego de consultar con la casera, la figura fue admitida. El agente esperó dos minutos. Entonces aspiró profundamente, juntó coraje, y lo siguió.
La cosa parada junto a la ventana giró en su dirección, cuando entró a la sala, y ahora él estaba seguro de lo que era aquello. Los ojos sobre la cara vendada no eran los ojos del turco, pero tampoco eran humanos.
La faja blanca apagaba la voz ronca.
—¿Usted es el doctor?
—Ah, usted busca a mi compañero de cuarto. —El agente echó una mirada descuidada sobre el escritorio donde estaban desparramados algunos papeles que llevaban el nombre de su compañero—. No está en este momento, como puede ver, pero espero que vuelva pronto. Supongo que usted es un paciente.
La cosa dijo, con su voz falsa:
—Me lo recomendaron. Parece que el doctor y yo compartimos un cierto origen común. Por lo tanto la casera fue muy amable permitiéndome esperarlo aquí. Supongo que mi presencia no será inconveniente.
—En lo más mínimo. Por favor tome asiento, ¿señor...?
Cualquier fuera el nombre que el berserker le haya dado, el agente nunca lo supo. Abajo sonó la campanilla, suspendiendo la conversación. Oyó a la sirvienta contestar a la puerta, y un momento más tarde los rápidos pasos de su compañero de cuarto en la escalera. La máquina mortal tomó un objeto pequeño del bolsillo y se corrió un paso para tener una visión clara de la puerta.
Dándole la espalda al enemigo, como con el propósito casual de saludar al hombre que estaba por entrar, el agente sacó disimuladamente de su bolsillo una pipa de brezo bastante funcional, diseñada para cumplir también otra función. Entonces giró la cabeza y disparó la pipa hacia el berseker por debajo de su propia axila.
Para un ser humano, el enemigo era pavorosamente rápido, y para un berseker el androide era miserablemente lento y torpe, ya que había sido diseñado primordialmente para la imitación, no para la pelea. Las armas dispararon simultáneamente.
Las explosiones destrozaron y destruyeron al enemigo, ráfagas poderosas como para hacerlo pedazos, pero drásticamente limitadas en espacio, autoamortiguadas y casi silenciosas.
El agente también fue alcanzado. Tambaleando, se dio cuenta, con su último pensamiento claro, de qué arma había esgrimido el enemigo. Era el rayo mental disruptor. Entonces por un momento no pudo pensar en absoluto. Tenía una vaga conciencia de estar agachado sobre una rodilla y adivinaba a su compañero de habitación, que acababa de entrar, mirándolo aturdido, a un paso de la puerta.
Finalmente el agente pudo moverse otra vez, y guardó la pipa tembloroso. El cuerpo destrozado del enemigo ya estaba casi vaporizado. Debía haber sido construido para autodestruirse cuando fuera seriamente dañado, para que la humanidad nunca pudiera conocer sus secretos. Ya no era más que un cúmulo de neblina pesada, alejándose en lentos remolinos por la ventana apenas abierta para mezclarse con la bruma londinense.
El hombre que todavía estaba parado cerca de la puerta había estirado una mano para afirmarse contra la pared. —El joyero... no tenía su reloj —murmuró atontado.
Vencí, pensó el agente lentamente. Fue un pensamiento sin alegría porque con él llegó la lenta percepción del precio de su éxito. Tres cuartos de su intelecto, al menos, habían desaparecido, con el patrón superior de las conexiones de sus células cerebrales hundido en la disociación. No. No disociado. El rayo mental disruptor debía haber reimpuesto el patrón de sus neuronas en algún lugar más alejado de su trayectoria... ahí, detrás de esos ojos grises con su nueva mirada penetrante.
—Obviamente, lo de enviarme a buscar su reloj fue un ardid. —La voz del compañero de cuarto era súbitamente más vigorosa, más segura que antes—. También, noto que su escritorio ha sido forzado, por alguien que pensaba que era el mío. —El tono se suavizó un poco—. Vamos, hombre, no tengo nada en contra suya. Su secreto, si es honorable, estará a salvo. Pero está claro que usted no es lo que representaba ser.
El agente se levantó, tirando de su pelo color arena, tratando desesperadamente de pensar.
—¿Cómo... cómo lo sabe?
—¡Elemental! —exclamó el hombre alto.

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