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domingo, 14 de febrero de 2010

EL TULIPAN NEGRO - 1ª parte



Alejandro Dumas

El tulipán negro

I

UN PUEBLO AGRADECIDO

El 20 de agosto de 1672, la ciudad de La Haya, tan animada, tan blanca, tan coquetona que se diría que todos los días son domingo, la ciudad de La Haya con su parque umbroso, con sus grandes árboles inclinados sobre sus casas góticas, con los extensos espejos de sus canales en los que se reflejan sus campanarios de cúpu­las casi orientales; la ciudad de La Haya, la capital de las siete Provincias Unidas, llenaba todas sus calles con una oleada negra y roja de ciudadanos apresurados, jadean­tes, inquietos, que corrían, cuchillo al cinto, mosquete al hombro o garrote en mano, hacia la Buytenhoff, for­midable prisión de la que aún se conservan hoy día las ventanas enrejadas y donde, desde la acusación de ase­sinato formulada contra él por el cirujano Tyckelaer, languidecía Corneille de Witt, hermano del ex gran pen­sionario de Holanda.

Si la historia de ese tiempo, y sobre todo de este año en medio del cual comenzamos nuestro relato, no estu­viera ligada de una forma indisoluble a los dos nombres que acabamos de citar, las pocas líneas explicativas que siguen podrían parecer un episodio; pero anticipamos enseguida al lector, a ese viejo amigo a quien prometemos siempre el placer en nuestra primera página, y con el cual cumplimos bien que mal en las páginas siguien­tes; anticipamos, decimos, a nuestro lector, que esta explicación es tan indispensable a la claridad de nuestra historia como al entendimiento del gran acontecimien­to político en la cual se enmarca.

Corneille o Cornelius de Witt, Ruart de Pulten, es decir, inspector de diques de este país, ex burgomaestre de Dordrecht, su ciudad natal, y diputado por los Esta­dos de Holanda, tenía cuarenta y nueve años cuando el pueblo holandés, cansado de la república, tal como la entendía Jean de Witt, gran pensionario de Holanda, se encariñó, con un amor violento, del estatuderato que el edicto perpetuo impuesto por Jean de Witt en las Pro­vincias Unidas había abolido en Holanda para siempre jamás.

Si raro resulta que, en sus evoluciones caprichosas, la imaginación pública no vea a un hombre detrás de un príncipe, así detrás de la república el pueblo veía a las dos figuras severas de los hermanos De Witt, aquellos romanos de Holanda, desdeñosos de halagar el gusto nacional, y amigos inflexibles de una libertad sin licen­cia y de una prosperidad sin redundancias, de la misma manera que detrás del estatuderato veía la frente incli­nada, grave y reflexiva del joven Guillermo de Orange, al que sus contemporáneos bautizaron con el nombre de El Taciturno, adoptado para la posteridad.

Los dos De Witt trataban con miramiento a Luis XIV, del que sentían crecer el ascendiente moral sobre toda Europa, y del que acababan de sentir el ascendiente ma­terial sobre Holanda por el éxito de aquella campaña maravillosa del Rin, ilustrada por ese héroe de romance que se llamaba conde De Guiche, y cantada por Boileau, campaña que en tres meses acababa de abatir el poderío de las Provincias Unidas.

Luis XIV era desde hacía tiempo enemigo de los holandeses, que le insultaban y ridiculizaban cuanto podían, casi siempre, en verdad, por boca de los france­ses refugiados en Holanda. El orgullo nacional hacía de él el Mitrídates de la república. Existía, pues, contra los De Witt la doble animadversión que resulta de una enérgica resistencia seguida por un poder luchando con­tra el gusto de la nación, y de la fatiga natural a todos los pueblos vencidos, cuando esperan que otro jefe pueda salvarlos de la ruina y de la vergüenza.

Ese otro jefe, dispuesto a aparecer, dispuesto a me­dirse contra Luis XIV, por gigantesca que pareciera ser su fortuna futura, era Guillermo, príncipe de Orange, hijo de Guillermo II, y nieto, por parte de Henriette Stuart, del rey Carlos I de Inglaterra, ese niño tacitur­no, del que ya hemos dicho que se veía aparecer su som­bra detrás del estatuderato.

Ese joven tenía veintidós años en 1672. Jean de Witt había sido su preceptor y lo había educado con el fin de hacer de este antiguo príncipe un buen ciudadano. En su amor por la patria que lo había llevado por encima del amor por su alumno, por un edicto perpetuo, le había quitado la esperanza del estatuderato. Pero Dios se había reído de esta pretensión de los hombres, que hacen y deshacen las potencias de la Tierra sin consultar con el Rey del cielo; y por el capricho de los holandeses y el terror que inspiraba Luis XIV, acababa de cambiar la política del gran pensionario y de abolir el edicto per­petuo restableciendo el estatuderato en Guillermo de Orange, sobre el que tenía sus designios, ocultos todavía en las misteriosas profundidades del porvenir.

El gran pensionario se inclinó ante la voluntad de sus conciudadanos; pero Corneille de Witt fue más re­calcitrante, y a pesar de las amenazas de muerte de la plebe orangista que le sitiaba en su casa de Dordrecht, rehusó firmar el acta que restablecía el estatuderato.

Bajo las súplicas de su llorosa mujer, firmó al fin, añadiendo solamente a su nombre estas dos letras: V. C. (Vi coactus), lo que quería decir: «Obligado por la fuerza.»

Por un verdadero milagro, aquel día escapó a los golpes de sus enemigos.

En cuanto a Jean de Witt, su adhesión, más rápida y más fácil a la voluntad de sus conciudadanos apenas le fue más provechosa. Pocos días después resultó víc­tima de una tentativa de asesinato. Cosido a cuchilladas, poco faltó para que muriera de sus heridas.

No era aquello lo que necesitaban los orangistas. La vida de los dos hermanos era un eterno obstáculo para sus proyectos; cambiaron, pues, momentáneamente, de táctica, libres, en un momentó dado, para coronar la segunda con la primera, a intentaron consumar, con ayuda de la calumnia, lo que no habían podido ejecutar con el puñal.

Resulta bastante raro que, en un momento dado, se encuentre, bajo la mano de Dios, un gran hombre para ejecutar una gran acción, y por eso, cuando se produce por casualidad esta combinación providencial, la Histo­ria registra en el mismo instante el nombre de ese hom­bre elegido, y lo recomienda a la posteridad.

Pero cuando el diablo se mezcla en los asuntos hu­manos para arruinar una existencia o trastornar un Im­perio, es muy extraño que no se halle inmediatamente a su alcance algún miserable al que no hay más que so­plarle una palabra al oído para que se ponga seguida­mente a la tarea.

Ese miserable, que en esta circunstancia se encontró dispuesto para ser el agente del espíritu malvado, se lla­maba, como creemos haber dicho ya, Tyckelaer, y era cirujano de profesión.

Declaró que Corneille de Witt, desesperado, como había demostrado además por su apostilla, de la dero­gación del edicto perpetuo, a inflamado de odio contra Guillermo de Orange, había encargado a un asesino que librase a la república del nuevo estatúder, y que ese ase­sino era él, Tyckelaer, quien, atormentado por los re­mordimientos ante la sola idea de la acción que se le pedía, había preferido revelar el crimen que cometerlo.

Pueden imaginarse la explosión que se originó entre los orangistas ante la noticia de este complot. El procu­rador fiscal hizo arrestar a Corneille en su casa, el 16 de agosto de 1672; el Ruart de Pulten, el noble hermano de Jean de Witt, sufrió en una sala de la Buytenhoff la tor­tura preparatoria destinada a arrancarle, como a los más viles criminales, la confesión de su pretendido complot contra Guillermo.

Pero Corneille tenía no solamente un gran talento, sino también un gran corazón. Pertenecía a la gran fa­milia de mártires que, teniendo la fe política, como sus antepasados tenían la fe religiosa, sonríen en los tormen­tos, y, durante la tortura, recitó con voz firme y espa­ciando los versos según su metro, la primera estrofa de Justum et tenacem de Horacio, no confesó nada, y ago­tó no solamente la fuerza sino también el fanatismo de sus verdugos.

No por ello los jueces exoneraron menos a Tycke­laer de toda acusación, ni dejaron de pronunciar contra Corneille una sentencia que le degradaba de todos sus cargos y dignidades, condenándole a las costas del jui­cio y desterrándole a perpetuidad del territorio de la república.

Ya era algo para la satisfacción del pueblo, a los in­tereses del cual se había dedicado constantemente Cor­neille de Witt, ese arresto realizado no solamente con­tra un inocente, sino también contra un gran ciudadano. Sin embargo, como se verá, esto no fue bastante.

Los atenienses, que han dejado una hermosa reputa­ción de ingratitud, cedían en este punto ante los holan­deses. Aquéllos se contentaron con desterrar a Arístides.

Jean de Witt, a los primeros rumores‑de la acusación formulada contra su hermano, había dimitido de su car­go de gran pensionario. Así era dignamente recompen­sado por su devoción al país. Se llevaba a su vida privada sus disgustos y sus heridas, únicos beneficios que con­siguen en general las personas honradas culpables de laborar por su patria olvidándose de ellas mismas.

Durante este tiempo, Guillermo de Orange espera­ba, no sin apresurar los acontecimientos por todos los medios en su poder, a que el pueblo del que era ídolo le construyera con los cuerpos de los dos hermanos los dos peldaños que le hacían falta para alcanzar la silla del estatuderato.

Ahora bien, el 29 de agosto de 1672, como hemos dicho al comenzar este capítulo, toda la ciudad corría hacia la Buytenhoff para asistir a la salida de Corneille de Witt de la prisión, partiendo para el exilio, y ver qué señales había dejado la tortura sobre el cuerpo de ese hombre que conocía tan bien a Horacio.

Apresurémonos a añadir que toda aquella multitud que se dirigía hacia la Buytenhoff no acudía solamente con esta inocente intención de asistir a un espectáculo, sino que muchos, en sus filas, tenían que representar un papel, o más bien completar un trabajo que creían ha­bía sido mal realizado.

Nos referimos al trabajo del verdugo.

Había otros, en verdad, que acudían con intenciones menos hostiles. Para ellos se trataba solamente de ese espectáculo, siempre atrayente para la multitud, con el que se halaga el instintivo orgullo de ver arrastrándose por el polvo al que ha estado mucho tiempo de pie.

Ese Corneille de Witt, ese hombre sin miedo, se decían, ¿no estaba encerrado, debilitado por la tortura? ¿No iban a verlo, pálido, sangrante, avergonzado? ¿No era un hermoso triunfo para esta burguesía, más envi­diosa todavía que el pueblo, y del que todo buen ciuda­dano de La Haya debía tomar parte?

Y además, se decían los agitadores orangistas hábil­mente mezclados en aquel gentío al que esperaban ma­nejar como un instrumento decisivo y contundente a la vez, ¿no se encontrará, desde la Buytenhoff a la puerta de la ciudad, una ocasión para lanzar un poco de barro, incluso algunas piedras, a ese Ruart de Pulten, que no solamente no ha dado el estatuderato al príncipe de Orange más que vi coactus, sino que todavía ha queri­do hacerlo asesinar?

Sin contar, añadían los feroces enemigos de Francia, que, si se hacían las cosas bien y se mostraban valientes en La Haya, no dejarían siquiera partir para el exilio a Corneille de Witt, quien, una vez libre, tramaría todas sus intrigas con Francia y viviría del oro del marqués de Louvois con su perverso hermano Jean.

En semejantes disposiciones, como es de prever, los espectadores corren más que caminan. Por ello, los ha­bitantes de La Haya corrían tan deprisa hacia la Buyten­hoff.

En medio de los que más se apresuraban, lo hacía, con rabia en el corazón y sin proyectos en la mente, el honrado Tyckelaer, jaleado por los orangistas como un héroe de probidad, de honor nacional y de caridad cris­tiana.

Este valiente facineroso contaba, embelleciéndolas con todas las flores de su alma y todos los recursos de su imaginación, las tentativas que Corneille de Witt había hecho contra su virtud, las sumas que le había prometido y la infernal maquinación preparada de an­temano para allanarle a él, a Tyckelaer, todas las dificul­tades del asesinato.

Y cada frase de su discurso, ávidamente recogida por el populacho, levantaba rugidos de entusiástico amor por el príncipe Guillermo, y alaridos de ciega ira contra los hermanos De Witt.

El populacho se dedicaba a maldecir a aquellos inicuos jueces que con el arresto dejaban escapar sano y salvo a un abominable criminal como era ese malvado Corneille.

Y algunos instigadores repetían en voz baja:

‑¡Va a partir! ¡Se nos va a escapar!

A lo que otros respondían:

‑Un barco le espera en Schweningen, un barco francés. Tyckelaer lo ha visto.

‑¡Valiente Tyckelaer! ¡Honrado Tyckelaer! ‑gri­taba la muchedumbre a coro.

‑Sin contar ‑decía una voz‑ con que durante esta huida de Corneille, Jean, que no es menos traidor que su hermano, se salvará también.

‑Y los dos bribones se comerán en Francia nues­tro dinero, el dinero de nuestros barcos, de nuestros arsenales, de nuestras fábricas vendidas a Luis XIV.

‑¡Impidámosles partir! ‑gritaba la voz de un pa­triota más avanzado que los otros.

‑¡A la prisión! ¡A la prisión! ‑repetía el coro.

Y con estos gritos, los ciudadanos corrían más, los mosquetes se cargaban, las hachas relucían y los ojos brillaban.

Sin embargo, no se había cometido todavía ningu­na violencia, y la línea de jinetes que guardaba los acce­sos a la Buytenhoff permanecía fría, impasible, silencio­sa, más amenazadora por su flema que toda aquella horda burguesa lo era por sus gritos, su agitación y sus amenazas; inmóvil bajo la mirada de su jefe, capitán de caballería de La Haya, el cual sostenía la espada fuera de su vaina, pero baja y con la punta en el ángulo de su estribo.

Esta tropa, único escudo que defendía la prisión, contenía, con su actitud, no solamente a las masas po­pulares desordenadas y ardientes, sino también al des­tacamento de la guardia burguesa que, colocada enfrente a la Buytenhoff para mantener el orden, juntamente con la tropa, daba el ejemplo a los perturbadores con sus gritos sedicentes:

‑¡Viva Orange! ¡Abajo los traidores!

La presencia de Tilly y de sus jinetes era, ciertamen­te, un freno saludable para todos aquellos soldados bur­gueses; mas, poco después, se exaltaron con sus propios gritos y como no comprendían que se puede tener va­lor sin gritar, imputaron a la timidez el silencio de los jinetes y dieron un paso hacia la prisión arrastrando tras de sí a toda la turba popular.

Pero entonces, el conde De Tilly avanzó solo ante ellos, levantando únicamente su espada a la vez que fruncía las cejas.

‑¡Eh, señores de la guardia burguesa! ‑les incre­pó‑. ¿Por qué camináis, y qué deseáis?

Los burgueses agitaron sus mosquetes repitiendo:

‑¡Viva Orange! ¡Muerte a los traidores!

‑¡Viva Orange, sea! ‑dijo el señor De Tilly‑. Aunque yo prefiero los rostros alegres a los desagrada­bles. ¡Muerte a los traidores! Si así lo queréis y mientras no lo queráis más que con gritos, gritad tanto como gustéis: ¡Muerte a los traidores! Pero en cuanto a matar­los efectivamente, estoy aquí para impedirlo, y lo impe­diré ‑y volviéndose hacia sus soldados, gritó‑: ¡Arri­ba las armas, soldados!

Los soldados de De Tilly obedecieron al mandato con una tranquila precisión que hizo retroceder in­mediatamente a los burgueses y al pueblo, no sin una confusión que hizo sonreír con desdén al oficial de ca­ballería.

‑¡Vaya, vaya!‑exclamó con ese tono burlón de los que pertenecen a la carrera de las armas‑. Tranquili­zaos, burgueses; mis soldados no se batirán, mas por vuestra parte no deis un paso hacia la prisión.

‑¿Sabéis, señor oficial, que nosotros tenemos mos­quetes? ‑replicó furioso el comandante de los burgueses.

‑Ya lo veo, pardiez, que tenéis mosquetes ‑dijo De Tilly‑. Me los estáis pasando por delante de los ojos; pero observad también por vuestra parte que no­sotros tenemos pistolas, que la pistola alcanza admira­blemente a cincuenta pasos, y que vos no estáis más que a veinticinco.

‑¡Muerte a los traidores! ‑gritó la compañía de los burgueses exasperada.

‑¡Bah! Siempre decís lo mismo ‑gruñó el ofi­cial‑. ¡Resulta fatigante!

Y recuperó su puesto a la cabeza de la tropa mien­tras el tumulto iba en aumento alrededor de la Buyten­hoff.

Y, sin embargo, el pueblo enardecido no sabía que en el mismo momento en que rastreaba la sangre de una de sus víctimas, la otra, como si tuviera prisa por ade­lantarse a su suerte, pasaba a cien pasos de la plaza por detrás de los grupos y de los jinetes, dirigiéndose a la Buytenhoff.

En efecto, Jean de Witt acababa de descender de la carroza con un criado y atravesaba tranquilamente a pie el patio principal que precede a la prisión.

Llamó al portero, al que además conocía, diciendo:

‑Buenos días, Gryphus, vengo a buscar a mi her­mano Corneille de Witt para llevármelo fuera de la ciu­dad, condenado, como tú sabes, al destierro.

Y el portero, especie de oso dedicado a abrir y ce­rrar la puerta de la prisión, lo había saludado y deja­do entrar en el edificio, cuyas puertas se habían cerrado tras él.

A diez pasos de allí, se había encontrado con una bella joven de diecisiete o dieciocho años, vestida de frisona, que le había hecho una encantadora reverencia; y él le había dicho pasándole la mano por la barbilla:

‑Buenos días, buena y hermosa Rosa, ¿cómo está mi hermano?

‑¡Oh, Mynheer Jean! ‑había respondido la jo­ven‑. No es por el daño que le han causado por lo que temo por él: el mal que le han hecho ya ha pasado.

‑¿Qué temes entonces, bella niña?

‑Temo el daño que le quieren causar Mynheer Jean.

‑¡Ah, sí! ‑dijo De Witt‑. El pueblo, ¿verdad?

‑¿Lo oís?

‑Está, en efecto, muy alborotado; pero cuando nos vea, como nunca le hemos hecho más que bien, tal vez se calme.

‑Ésta no es, desgraciadamente, una razón ‑mur­muró la joven alejándose para obedecer una señal impe­rativa que le había hecho su padre.

‑No, hija mía, no; lo que dices es verdad ‑luego, continuando su camino, murmuró‑: He aquí una chi­quilla que probablemente no sabe leer y que por consi­guiente no ha leído nada, y que acaba de resumir la his­toria del mundo en una sola palabra.

Y, siempre tan tranquilo, pero más melancólico que al entrar, el ex gran pensionario siguió caminando hacia la celda de su hermano.

II

LOS DOS HERMANOS

Como había dicho la bella Rosa en una duda llena de presentimientos, mientras Jean de Witt subía la esca­lera de piedra que conducía a la prisión de su hermano Corneille, los burgueses hacían cuanto podían por ale­jar la tropa de De Tilly que les molestaba.

Lo cual, visto por el pueblo, que apreciaba las bue­nas intenciones de su milicia, se desgañitaba gritando:

‑¡Vivan los burgueses!

En cuanto al señor De Tilly, tan prudente como fir­me, parlamentaba con aquella compañía burguesa ante las pistolas dispuestas de su escuadrón, explicándoles de la mejor manera posible que la consigna dada por los Estados le ordenaba guardar con tres compañías de sol­dados la plaza de la prisión y sus alrededores.

‑¿Por qué esa orden? ¿Por qué guardar la prisión? ‑gritaban los orangistas.

‑¡Ah! ‑respondió el señor De Tilly‑. Me pre­guntáis algo que no puedo contestar. Me han dicho: «Guardad»; y guardo. Vosotros, que sois casi militares, señores, debéis saber que una consigna no se discute.

‑¡Pero os han dado esta orden para que los traido­res puedan salir de la ciudad!

‑Podría ser, ya que los traidores han sido conde­nados al destierro ‑respondió De Tilly.

‑Pero ¿quién ha dado esta orden?

‑¡Los Estados, pardiez!

‑Los Estados nos traicionan.

‑En cuanto a eso, yo no sé nada.

‑Y vos mismo nos traicionáis.

‑¿Yo?

‑Sí, vos.

‑¡Ah, ya! Entendámonos, señores burgueses; ¿a quién traicionaría? ¡A los Estados! Yo no puedo traicio­narlos, ya que siendo su soldado, ejecuto fielmente su consigna.

Y en esto, como el conde tenía tanta razón que re­sultaba imposible discutir su respuesta, redoblaron los clamores y amenazas; clamores y amenazas espantosas, a las que el conde respondía con toda la educación po­sible.

‑Pero, señores burgueses, por favor, desarmad los mosquetes; puede dispararse uno por accidente, y si el tiro hiere a uno de mis jinetes, os derribaremos doscien­tos hombres por tierra, lo que lamentaríamos mucho; pero vosotros mucho más, ya que eso no entra en vues­tras intenciones ni en las mías.

‑Si tal hicierais ‑gritaron los burgueses‑, a nues­tra vez abriríamos fuego sobre vosotros.

‑Sí, pero aunque al hacer fuego sobre nosotros nos matarais a todos desde el primero al último, aquéllos a quienes nosotros hubiéramos matado, no estarían por ello menos muertos.

‑Cedednos, pues, la plaza, y ejecutaréis un acto de buen ciudadano.

‑En primer lugar, yo no soy un ciudadano ‑dijo De Tilly‑, soy un oficial, lo cual es muy diferente; y además, no soy holandés, sino francés, lo cual es más diferente todavía. No conozco, pues, más que a los Estados que me pagan; traedme de parte de los Estados la orden de ceder la plaza y daré media vuelta al instante, contando con que me aburro enormemente aquí.

‑¡Sí, sí! ‑gritaron cien voces que se multiplicaron al instante por quinientas más‑. ¡Vamos al Ayun­tamiento! ¡Vamos a buscar a los diputados! Vamos, vamos!

‑Eso es ‑murmuró De Tilly mirando alejarse a los más furiosos‑. Id a buscar una cobardía al Ayuntamien­to y veamos si os la conceden; id, amigos míos, id.

El digno oficial contaba con el honor de los magis­trados, los cuales a su vez contaban con su honor de soldado.

‑Estará bien, capitán ‑dijo al oído del conde su primer teniente‑, que los diputados rehúsen a esos energúmenos lo que les pidan; pero que nos enviaran a nosotros algún refuerzo, no nos haría ningún mal, creo yo.

Mientras tanto, Jean de Witt, al que hemos dejado subiendo la escalera de piedra después de su conversa­ción con el carcelero Gryphus y su hija Rosa, había lle­gado a la puerta de la celda donde yacía sobre un col­chón su hermano Corneille, al que el fiscal había hecho aplicar, como hemos dicho, la tortura preparatoria.

La sentencia del destierro había hecho inútil la apli­cación de la tortura extraordinaria.

Corneille, echado sobre su lecho, con las muñecas dislocadas y los dedos rotos, no habiendo confesado nada de un crimen que no había cometido, acabó por respirar al fin, después de tres días de sufrimientos, al saber que los jueces de los que esperaba la muerte, ha­bían tenido a bien no condenarlo más que al destierro.

Cuerpo enérgico, alma invencible, hubiera decep­cionado a sus enemigos si éstos hubiesen podido, en las profundidades sombrías de la celda de la Buytenhoff, ver brillar sobre su pálido rostro la sonrisa del mártir que olvida el fango de la Tierra después de haber entre­visto los maravillosos esplendores del Cielo.

El Ruart había recuperado todas sus fuerzas, más por el poder de su voluntad que por una asistencia real, y calculaba cuánto tiempo todavía le retendrían en pri­sión las formalidades de la justicia.

Precisamente en aquel momento los clamores de la milicia burguesa mezclados a los del pueblo, se elevaban contra los dos hermanos y amenazaban al capitán De Tilly, que les servía de escudo. Este alboroto, que venía a romperse como una marea ascendente al pie de las murallas de la prisión, llegó hasta el prisionero.

Mas, por amenazante que fuera ese rumor, Cornei­lle despreció informarse ni se tomó el trabajo de levan­tarse para mirar por la ventana estrecha y enrejada que dejaba entrar la luz y los murmullos de fuera.

Estaba tan embotado por la continuidad de su mal, que ese mal se había convertido casi en una costumbre. Finalmente, sentía con tanta delicia a su alma y a su razón tan cerca de desprenderse de los estorbos corpo­rales, que le parecía ya que esta alma y esta razón esca­padas a la materia, planeaban por encima de ella como flota por encima de un hogar casi apagado la llama que lo abandona para subir al cielo.

Pensaba también en su hermano.

Probablemente, era que su proximidad, por los mis­terios desconocidos que el magnetismo ha descubierto después, se hacía sentir también. En el mismo momen­to en que Jean se hallaba tan presente en el pensamien­to de Corneille, que casi murmuraba su nombre, la puerta se abrió; Jean entró, y con paso apresurado se acercó al lecho de su hermano, el cual tendió sus brazos martirizados y sus manos envueltas en vendas hacia aquel glorioso hermano al que había conseguido sobre­pasar, no por los servicios prestados al país, sino por el odio que le profesaban los holandeses.

Jean besó tiernamente a su hermano en la frente y depositó suavemente sobre el colchón sus manos en­fermas.

‑Corneille, mi pobre hermano ‑dijo‑, sufrís mucho, ¿verdad?

‑No sufro ya, hermano mío, porque os veo.

‑¡Oh, mi pobre, querido Corneille! Entonces, en su defecto, soy yo el que sufre por veros así, os lo ase­guro.

‑Por eso he pensado más en vos que en mí mismo, y mientras me torturaban, no pensé en lamentarme más que una vez para decir: «¡Pobre hermano!» Pero ya que estáis aquí, olvidémoslo todo. Venís a buscarme, ¿verdad?

‑Sí.

‑Estoy curado; ayudadme a levantar, hermano mío, y veréis cómo camino bien.

‑No tendréis que caminar mucho tiempo, herma­no mío, porque tengo mi carroza en el vivero, detrás de los jinetes de De Tilly.

‑¿Los jinetes de De Tilly? ¿Por qué están en el vivero?

‑¡Ah! Es que se supone ‑dijo el ex gran pensio­nario con esa sonrisa de fisonomía triste que le era ha­bitual‑ que las gentes de La Haya desearán vernos partir, y se teme algún tumulto.

‑¿Un tumulto? ‑repitió Corneille clavando su mirada en su turbado hermano‑. ¿Un tumulto?

‑Sí, Corneille.

‑Entonces, esto es lo que oía hace un momento ‑dijo el prisionero como hablándose a sí mismo. Lue­go, volviéndose hacia su hermano‑: Hay mucha gen­te en la Buytenhoff, ¿no es verdad? ‑pregunté.

‑Sí, hermano mío.

‑Pero entonces, para venir aquí...

‑¿Y bien?

‑¿Cómo os han dejado pasar?

‑Sabéis bien que no somos muy queridos, Cornei­lle ‑explicó el ex gran pensionario con melancólica amargura‑. He venido por las calles apartadas.

‑¿Os habéis ocultado, Jean?

‑Tenía el deseo de llegar hasta vos sin pérdida de tiempo, y he hecho lo que se hace en política y en el mar cuando se tiene el viento de cara: he bordeado.

En ese momento, el ruido ascendió más furioso de la plaza a la prisión. De Tilly dialogaba con la guardia burguesa.

‑¡Oh! ¡Oh! ‑exclamó Corneille‑. Sois realmente un gran piloto, Jean; pero no sé si sacaréis a vuestro hermano de la Buytenhoff, con esta marejada y con las rompientes populares, tan felizmente como condujisteis la flota de Tromp a Amberes, en medio de los bajos fondos del Escalda.

‑Con la ayuda de Dios, Corneille, trataremos de hacerlo, por lo menos ‑respondió Jean‑. Mas, prime­ro, una palabra.

‑Decid.

Los clamores ascendieron de nuevo.

‑¡Oh! ¡Oh! ‑continuó Corneille‑. ¡Qué encole­rizada está esa gente! ¿Es contra vos? ¿Es en contra mía?

‑Creo que es contra los dos, Corneille. Os decía, pues, hermano mío, que lo que los orangistas nos repro­chan en medio de sus burdas calumnias, es el haber ne­gociado con Francia.

‑Sí, nos lo reprochan.

‑¡Los necios!

‑Pero si esas negociaciones hubieran tenido éxito, nos habrían evitado las derrotas de Rees, de Orsay, de Veel y de Rhemberg; les hubieran impedido el paso del Rin, y Holanda podría creerse todavía invencible en medio de sus pantanos y de sus canales.

‑Todo eso es verdad, hermano mío, pero lo que es una verdad más absoluta todavía es que si se hallara en este momento nuestra correspondencia con el señor De Louvois, por buen piloto que yo fuera, no podría salvar el frágil esquife que va a llevar a los De Witt y su for­tuna fuera de Holanda. Esta correspondencia, que pro­baría a esas honradas gentes cuánto amo a mi país y qué sacrificios ofrecía realizar personalmente por su liber­tad, por su gloria, nos perdería ante los orangistas, nues­tros vencedores. Así pues, querido Corneille, me gusta­ría saber que la habéis quemado antes de abandonar Dordrecht para venir a buscarme a La Haya.

‑Hermano mío ‑respondió Corneille‑, vuestra correspondencia con el señor De Louvois prueba que vos habéis sido en los últimos tiempos el más grande, el más generoso y el más hábil ciudadano de las siete Pro­vincias Unidas. Amo la gloria de mi país; amo sobre todo vuestra gloria, hermano mío, y me he guardado mucho de quemar esa correspondencia.

‑Entonces estamos perdidos para esta vida terrenal ‑comentó tranquilamente el ex gran pensionario acer­cándose a la ventana.

‑No, muy al contrario, Jean, y obtendremos a la vez la salvación del cuerpo y la resurrección de la popu­laridad.

‑¿Qué habéis hecho, pues, con esas cartas?

‑Se las he confiado a Cornelius van Baerle, mi ahi­jado, al que vos conocéis y que vive en Dordrecht.

‑¡Oh! ¡Pobre muchacho, ese querido a inocente niño! ¡A ese erudito que, cosa rara, sabe tantas cosas y no piensa más que en las flores que saludan a Dios, y en Dios que hace nacer las flores, le habéis encomenda­do ese depósito mortal! Pero ¡ese pobre, querido Cor­nelius, está perdido, hermano mío!

‑¿Perdido?

‑Sí, porque o será fuerte o será débil. Si es fuerte, porque por inaudito que sea to que nos suceda; porque, aunque sepultado en Dordrecht, aunque distraído, ¡éste es el milagro!, un día a otro sabrá lo que nos pasa, si es fuerte, se alabará de nosotros; si es débil, tendrá miedo de nuestra intimidad; si es fuerte, gritará el secreto; si es débil, se lo dejará coger. En uno a otro caso, Corneille, está perdido y nosotros también. Así pues, hermano mío, huyamos deprisa, si todavía estamos a tiempo.

Corneille se incorporó de su lecho y, cogió la mano de su hermano, que se estremeció al contacto de las vendas.

‑¿Acaso no conozco a mi ahijado? ‑dijo‑. ¿Es que no he aprendido a leer cada pensamiento en la ca­beza de Van Baerle, cada sentimiento en su alma? ¿Me preguntas si es débil, si es fuerte? No es ni lo uno ni lo otro, ¡pero no importa lo que sea! Lo importante es que guardará el secreto, teniendo en cuenta que ese secreto, ni siquiera lo conoce.

Jean se volvió sorprendido.

‑¡Oh! ‑continuó Corneille con su dulce sonrisa‑. El Ruart de Pulten es un político educado en la escuela de Jean; os repito, hermano mío, Van Baerle ignora la natu­raleza y el valor del depósito que le he confiado.

‑¡Deprisa, entonces! ‑exclamó Jean‑. Todavía estamos a tiempo, démosle la orden de quemar el legajo.

‑¿Con quién le damos esa orden?

‑Con mi criado Craeke, que debía acompañarnos a caballo y que ha entrado conmigo en la prisión para ayudaros a descender la escalera.

‑Reflexionad antes de quemar esos títulos glorio­sos, Jean.

‑Pienso que antes que nada, mi valiente Corneille, es preciso que los hermanos De Witt salven su vida para salvar su renombre. Muertos nosotros, ¿quién nos de­fenderá, Corneille? ¿Quién nos comprenderá tan solo?

‑¿Creéis, pues, que nos matarían si encontraran esos papeles?

Jean, sin contestar a su hermano, extendió la mano hacia la ventana, por la que ascendían en aquel momen­to explosiones de clamores feroces.

‑Sí, sí ‑dijo Corneille‑, ya oigo esos clamores; pero ¿qué dicen?

Jean abrió la ventana.

‑¡Muerte a los traidores! ‑aullaba el populacho.

‑¿Oís ahora, Corneille?

‑¡Y los traidores, somos nosotros! ‑exclamó el prisionero levantando los ojos al cielo y encogiéndose de hombros.

‑Somos nosotros ‑repitió Jean de Witt.

‑¿Dónde está Craeke?

‑Al otro lado de esta puerta, imagino.

‑Hacedle entrar, entonces.

Jean abrió la puerta; el fiel servidor esperaba, en efecto, ante el umbral.

‑Venid, Craeke, y retened bien to que mi herma­no va a deciros.

‑Oh, no, no basta con decirlo, Jean, es preciso que lo escriba, desgraciadamente.

‑¿Y por qué?

‑Porque Van Baerle no entregará ese depósito ni lo quemará sin una orden precisa.

‑Pero ¿podéis escribir, mi querido hermano? ‑preguntó Jean, ante el aspecto de aquellas pobres ma­nos quemadas y martirizadas.

‑¡Oh! ¡Si tuviera pluma y tinta, ya veríais!‑dijo Corneille.

‑Aquí hay un lápiz, por lo menos.

‑¿Tenéis papel? Porque aquí no me han dejado nada.

‑Esta Biblia. Arrancad la primera hoja.

‑Bien.

‑Pero vuestra escritura ¿sera legible?

‑¡Adelante! ‑dijo Corneille mirando a su hermano‑. Estos dedos que han resistido las mechas del ver­dugo, esta voluntad que ha dominado al dolor, van a unirse en un común esfuerzo y, estad tranquilo, herma­no mío, las líneas serán trazadas sin un solo temblor.

Y en efecto, Corneille cogió el lápiz y escribió.

Entonces pudo verse aparecer bajo las blancas ven­das unas gotas de sangre que la presión de los dedos sobre el lápiz dejaba escapar de las carnes abiertas.

El sudor perlaba la frente del ex gran pensionario.

Corneille escribió:

20 de agosto de 1672

Querido ahijado:

Quema el depósito que te he confiado, quémalo sin mirarlo, sin abrirlo, a fin de que continúe desconocido para ti. Los secretos del género que éste contiene ma­tan a los depositarios. Quémalo, y habrás salvado a Jean y a Corneille.

Adiós, y quiéreme.

CORNEILLE DE WITT.

Jean, con lágrimas en los ojos, enjugó una gota de aquella noble sangre que había manchado la hoja, la en­tregó a Craeke con una última recomendación y se vol­vió hacia Corneille, a quien el sufrimiento le había hecho palidecer más, y que parecía próximo a desvanecerse.

‑Ahora ‑explicó‑, cuando ese valiente Craeke deje oír su antigun silbato de contramaestre, es que se hallará fuera de los grupos del otro lado del vivero... Entonces, partiremos a nuestra vez.

No habían transcurrido cinco minutos, cuando un largo y vigoroso silbido rasgó con su retumbo marino las bóvedas de follaje negro de los olmos y dominó los clamores de la Buytenhoff.

Jean levantó los brazos al cielo para dar las gracias.

‑Y ahora ‑dijo‑ partamos, Corneille.

III

EL DISCIPULO DE JEAN DE WITT

Mientras los aullidos de la muchedumbre reunida en la Buytenhoff, subiendo siempre más espantosos hacia los dos hermanos, determinaban a Jean de Witt a apre­surar la salida de su hermano Corneille, una comisión de burgueses se había dirigido, como hemos dicho, al Ayuntamiento, para pedir la retirada del cuerpo de ca­ballería de De Tilly.

No estaba muy lejos la Buytenhoff de la Hoog­straet; así vemos a un extraño que, desde el momento en que aquella escena había comenzado seguía los detalles con curiosidad, dirigirse con los otros, o más bien de­trás de los otros, hacia el Ayuntamiento, para conocer la nueva de lo que iba a suceder.

Este extraño era un hombre muy joven, de unos veintidós o veintitrés años apenas, sin vigor aparente. Ocultaba, porque sin duda tenía sus razones para no ser reconocido, su rostro pálido y alargado bajo un fino pañuelo de tela de Frisia, con el cual no cesaba de enju­garse la frente húmeda de sudor o sus labios ardientes.

Con la mirada fija como un pájaro de presa, la na­riz aquilina y larga, la boca fina y recta, abierta o más bien hendida como los labios de una herida, este hombre hubiera ofrecido a Lavater, si Lavater hubiese vivi­do en aquella época, un sujeto de estudios fisiológicos que al principio no habrían hablado mucho en su favor.

Entre el rostro de un conquistador y el de un pira­ta, decían los antiguos, ¿qué diferencia se hallará? La que se encuentra entre el águila y el buitre.

La serenidad o la inquietud.

Así, aquella fisonomía lívida, ese cuerpo delgado y miserable, ese paso inquieto con el que iba de la Buyten­hoff a la Hoogstraet siguiendo a todo aquel pueblo au­llante, constituía el tipo y la imagen de un amo suspicaz o de un ladrón inquieto; y un policía habría ciertamen­te optado por esta última creencia, a causa del cuidado que ponía en ocultarse.

Por otra parte, vestía sencillamente y sin armas apa­rentes; su brazo delgado pero nervioso, su mano seca pero blanca, fina, aristocrática, se apoyaba no en un brazo, sino en el hombro de un oficial que, con el puño en la espada, había, hasta el momento en que su compa­ñero se puso en camino y lo arrastrara con él, contem­plado todas las escenas de la Buytenhoff con un interés fácil de comprender.

Llegado a la plaza de la Hoogstraet, el hombre del rostro pálido empujó al otro bajo el resguardo de una contraventana abierta y fijó los ojos en el balcón del Ayuntamiento.

A los frenéticos gritos del pueblo, la ventana de la Hoogstraet se abrió y un hombre avanzó para dialogar con el gentío.

‑¿Quién aparece en el balcón? ‑preguntó el joven al oficial, señalándole solamente con el ojo al orador, que parecía muy emocionado y que se sostenía en la ba­laustrada más bien que se inclinaba sobre ella.

‑Es el diputado Bowelt ‑explicó el oficial.

‑¿Qué tal hombre es ese diputado Bowelt? ¿Le conocéis?

‑Es un hombre valiente, según creo al menos, monseñor.

El joven, al oír esta apreciación del carácter de Bowelt hecha por el oficial, dejó escapar un movimiento de desagrado tan extraño, un descontento tan visible, que el oficial lo notó y se apresuró a añadir:

‑Por lo menos, así se dice, monseñor. En cuanto a mí, no puedo afirmar nada, no conociendo personal­mente al señor de Bowelt.

‑Hombre valiente ‑repitió el que era llamado monseñor‑. ¿Es un hombre valiente, queréis decir, o un valiente hombre?

‑¡Ah!, monseñor me perdonará; no me atrevería a establecer esta distinción frente a un hombre que, repito a Vuestra Alteza, no conozco más que de vista.

‑Al grano ‑murmuró el joven‑, esperemos, y vamos a ver.

El oficial inclinó la cabeza en señal de asentimiento y se calló.

‑Si ese Bowelt es un hombre valiente ‑continuo Su Alteza‑, recibirá de mal grado la petición que estos enfurecidos vienen a hacerle.

Y el movimiento nervioso de su mano, que se agi­taba a su pesar sobre el hombro de su compañero, como hubieran hecho los dedos de un instrumentista sobre las teclas de un piano, traicionaba su ardiente impaciencia, tan mal disfrazada en ciertos momentos, y sobre todo en esta ocasión, bajo el aspecto glacial y sombrío del rostro.

Se oyó entonces al jefe de la comisión burguesa in­terpelar al diputado para hacerle decir dónde se hallaban los otros diputados, sus colegas.

‑Señores ‑repitió por segunda vez De Bowelt‑, os digo que en este momento estoy solo con el señor D'Asperen, y no puedo tomar una decision por mí mismo.

‑¡La orden! ¡La orden! ‑gritaron varios millares de gargantas.

El señor De Bowelt hablaba, pero no se oían sus palabras y solamente se le veía agitar sus brazos en ges­tos múltiples y desesperados.

Pero viendo que no podía hacerse entender, se vol­vió hacia la ventana abierta y llamó al señor D'Asperen.

D'Asperen apareció a su vez en el balcón, donde fue saludado con gritos más enérgicos todavía que los que habían acogido, diez minutos antes al señor De Bowelt.

Emprendió también la difícil tarea de dialogar con la multitud, pero ésta prefirió forzar la guardia de los Estados, que por otra parte no opuso ninguna resisten­cia al pueblo soberano, a oír el discurso del señor D'As­peren.

‑Vamos ‑dijo fríamente el joven mientras el pue­blo se introducía por la puerta principal de la Hoog­straet‑ parece que la deliberación tendrá lugar en el in­terior, coronel. Vamos a oírla.

‑¡Ah, monseñor, monseñor! ¡Tened cuidado!

‑¿A qué?

‑Entre esos diputados, hay muchos que han teni­do relaciones con vos, y basta con que uno solo reco­nozca a Vuestra Alteza.

‑Sí, para que se me acuse de ser el instigador de todo esto. Tienes razón ‑dijo el joven, cuyas mejillas enrojecieron un instante lamentando haber demostrado tanta precipitación en sus deseos‑. Sí, tienes razón; quedémonos aquí. Desde aquí les veremos volver con o sin la autorización y juzgaremos así si el señor De Bowelt es un hombre valiente o un valiente hombre, que es lo que tengo que saber.

‑Pero ‑observó el oficial mirando con asombro al que daba el título de monseñor‑ Vuestra Alteza no supondrá por un solo instante, imagino, que los dipu­tados ordenen alejarse a los jinetes de De Tilly, ¿verdad?

‑¿Por qué? ‑preguntó fríamente el joven.

‑Porque si lo ordenaran, esto significaría simple­mente firmar la sentencia de muerte de los señores Cor­neille y Jean de Witt.

‑Ya veremos ‑respondió fríamente Su Alteza‑. Sólo Dios puede saber lo que pasa en el corazón de los hombres.

El oficial miró a hurtadillas el rostro impasible de su compañero, y palideció.

Este oficial era a la vez un hombre valiente y un valiente hombre.

Desde el lugar donde permanecían, Su Alteza y su compañero oían los rumores y los pisoteos del pueblo en las escaleras del Ayuntamiento.

Luego se oyó crecer ese ruido y extenderse sobre la plaza por las ventanas abiertas de aquella sala en cuyo balcón habían aparecido De Bowe1t y D'Asperen, los cuales habían entrado al interior, ante el temor sin duda, de que empujándolos, el pueblo no les hiciera saltar por encima de la balaustrada.

Después se vieron unas sombras arremolinadas y tumultuosas pasar por delante de aquellas ventanas.

La sala de las deliberaciones se llenaba de revoltosos.

De repente, cesó el ruido; luego más de repente to­davía, redobló en intensidad y alcanzó tal grado de ex­plosión que el viejo edificio tembló hasta los cimientos.

Después, finalmente, el torrente volvió a rodar por las galerías y las escaleras hasta la puerta, bajo cuya bóveda se le vio desembocar como una tromba.

En cabeza del primer grupo, volaba, más que corría, un hombre horrorosamente desfigurado por la alegría.

Era el cirujano Tyckelaer.

‑¡La tenemos! ¡La tenemos! ‑gritó agitando un papel en el aire.

‑¡Tienen la orden! ‑murmuró el oficial estupe­facto.

‑¡Y bien! Ya me he fijado ‑dijo tranquilamente Su Alteza‑. No sabíais, mi querido coronel, si el señor De Bowelt era un hombre valiente o un valiente hom­bre. No es ni lo uno ni lo otro.

Luego, mientras seguía con la mirada, sin pestañear, a toda aquella muchedumbre que corría delante de él, ordenó:

‑Ahora venid a la Buytenhoff, coronel; creo que vamos a ver un extraño espectáculo.

El oficial se inclinó y siguió a su amo sin responder.

El gentío era inmenso en la plaza y en los accesos a la prisión. Pero los jinetes de De Tilly lo contenían siempre con la misma fortuna y sobre todo con la mis­ma firmeza.

Pronto oyó el conde el rumor creciente originado por el flujo de hombres que se aproximaba, de los que percibió enseguida las primeras oleadas avanzando con la rapidez de una catarata que se precipita.

Al mismo tiempo, vio el papel que flotaba en el aire, por encima de las manos crispadas y de las armas res­plandecientes.

‑¡Eh! ‑exclamó levantándose sobre sus estribos y tocando a su teniente con el pomo de la espada‑. Creo que los miserables han conseguido su orden.

‑¡Cobardes bribones! ‑gritó el teniente.

Era en efecto la orden, que la compañía de burgue­ses recibió con rugidos de alegría.

Enseguida se puso en movimiento y marchó con las armas bajas y lanzando grandes gritos al encuentro de los jinetes del conde De Tilly.

Pero el conde no era hombre que les dejara aproxi­marsé más de lo conveniente.

‑¡Alto! ‑gritó‑. ¡Alto! Y separaos del pecho de mis caballos, o cargo contra vosotros.

‑¡Aquí está la orden! ‑respondieron cien voces insolentes.

La cogió con estupor, lanzó por encima una ojeada rápida, y en voz alta dijo:

‑Los que han firmado esta orden son los verdade­ros verdugos del señor Corneille de Witt. En cuanto a mí, no quisiera por mis dos manos haber escrito una sola letra de esta infame orden ‑y rechazando con el pomo de su espada al hombre que quería cogérsela, añadió‑: Un momento. Un escrito como éste es de importancia, y se guarda.

Plegó el papel y lo metió con cuidado en el bolsillo de su casaca.

Luego, volviéndose hacia su tropa, gritó:

‑¡Jinetes de De Tilly, desfilad por la derecha!

Luego, a media voz, y no obstante de forma que sus palabras no se perdieran para todo el mundo, dijo:

‑Y ahora, asesinos, realizad vuestro trabajo.

Un grito furioso compuesto de todos los odios se­dientos y de todas las alegrías feroces que reinaban en la Buytenhoff, acogió esta partida.

Los jinetes desfilaron lentamente.

El conde se quedó atrás, haciendo frente hasta el último momento al populacho enloquecido que ganaba terreno a medida que lo perdía el caballo del capitán.

Como se ve, Jean de Witt no había exagerado el peligro cuando, ayudando a su hermano a levantarse, le apre­miaba a salir.

Corneille descendió, pues, apoyado en el brazo del ex gran pensionario, la escalera que conducía al patio.

Al pie de la escalera halló a la bella Rosa toda tem­blorosa.

‑¡Oh, Mynheer Jean! ‑exclamó‑. ¡Qué des­gracia!

‑¿Qué ocurre, hija mía? ‑preguntó De Witt.

‑Dicen que han ido a buscar a la Hoogstraet la orden que debe alejar a los jinetes del conde De Tilly.

‑¡Oh! ¡Oh! ‑exclamó Jean‑. En efecto, hija mía, si los jinetes se van, la posición es mala para nosotros.

‑Si me atreviera a daros un consejo... ‑aventuró la joven temblando.

‑Dalo, hija mía. ¿Qué habría de asombroso que Dios me hablara por tu boca?

‑¡Pues bien! Mynheer Jean, yo no saldría por la calle. Mayor.

‑¿Y por qué, ya que los jinetes de De Tilly perma­necen en su puesto?

‑Sí, pero mientras no sea revocada, la orden es de quedarse delante de la prisión.

‑Sin duda.

‑¿Tenéis una orden para que os acompañen hasta las afueras de la ciudad?

‑No.

‑¡Pues bien! Desde el momento en que hayáis so­brepasado a los primeros jinetes caeréis en manos del pueblo.

‑Pero ¿y la guardia burguesa?

‑¡Oh! La guardia burguesa es la más enfurecida.

‑¿Qué hacer, entonces?

‑En vuestro lugar, Mynheer Jean ‑continuó tími­damente la joven‑, saldría por la poterna. Da a una calle desierta, porque todo el mundo está en la calle Mayor, esperando en la entrada principal, y desde allí alcanzaría la puerta de la ciudad por la que queráis salir.

‑Pero mi hermano no podrá caminar ‑objetó Jean.

‑Lo intentaré ‑respondió Corneille con una ex­presión sublime de firmeza.

‑Pero ¿no tenéis vuestro coche? ‑preguntó la joven.

‑El coche está en el umbral de la gran puerta.

‑No ‑replicó la joven‑. Pensé que vuestro cochero sería un hombre fiel y le dije que fuera a espera­ros en la poterna.

Los dos hermanos se miraron con ternura, y su doble mirada, llevando toda la expresión de su recono­cimiento, se concentró sobre la joven.

‑Ahora ‑dijo el ex gran pensionario‑ queda por saber si Gryphus querrá abrirnos esa puerta.

‑¡Oh, no! ‑exclamó Rosa‑. No querrá.

‑¡Y bien! ¿Entonces?

‑Entonces, yo he previsto su negativa y, hace un momento, mientras él conversaba por la ventana de la cár­cel con un jinete de De Tilly, cogí la llave del manojo.

‑¿Y la tienes?

‑Aquí está, Mynheer Jean.

‑Hija mía ‑dijo Corneille‑, no tengo nada que ofrecerte a cambio del servicio que me rindes, excepto la Biblia que hallarás en mi celda: éste es el último regalo de un hombre honrado; espero que te traiga la felicidad.

‑Gracias, Mynheer Corneille, no me abandonará jamás ‑respondió la joven.

Luego para sí misma y suspirando, añadió:

‑¡Qué desgracia que no sepa leer!

‑Los clamores se están redoblando, hija mía ‑lijo Jean‑. Creo que no hay un instante que perder.

‑Venid, pues ‑invitó la bella frisona, y por un pasillo interior condujo a los dos hermanos al lado opuesto de la prisión.

Siempre guiados por Rosa, descendieron una esca­lera de una docena de peldaños, atravesaron un peque­ño patio de murallas almenadas y, habiendo abierto la puerta cimbrada, se hallaron al otro lado de la prisión en la calle desierta, frente al coche que les esperaba con el estribo bajado.

‑¡Eh! Deprisa, deprisa, mis amos, ¿los oís? ‑gri­tó el cochero asustado.

Pero después de haber hecho subir a Corneille el primero, el ex gran pensionario se volvió hacia la joven.

‑Adiós, hija mía –dijo-. Todo lo que pudiéra­mos decirte expresaría sólo muy pobremente nuestro reconocimiento. Te recomendaremos a Dios, que recor­dará que acabas de salvar la vida de dos hombres, como espero.

Rosa cogió la mano que le tendía el ex gran pensio­nario y la besó respetuosamente.

‑Marchaos ‑apremió‑, marchaos; se diría que están hundiendo la puerta.

Jean de Witt subió precipitadamente al coche, tomó asiento al lado de su hermano, y cerró el capotillo, gri­tando:

‑¡A la Tol‑Hek!

La Tol‑Hek era la verja que cerraba la puerta que conducía al pequeño puerto de Schweningen, en el cual un pequeño buque esperaba a los dos hermanos.

El coche partió al galope de dos vigorosos caballos flamencos y se llevó a los fugitivos.

Rosa los siguió con la mirada hasta que hubieron doblado la esquina de la calle.

Después entró para cerrar la puerta a su espalda y echó la llave a un pozo.

Aquel ruido que había hecho presentir a Rosa que el pueblo hundía la puerta, procedía en efecto del pue­blo que, después de hacer evacuar la plaza de la prisión, se lanzaba contra la entrada de la misma.

Por sólida que fuera, y aunque el carcelero Gryphus, hay que rendirle esta justicia, se rehusaba obstinadamente a abrirla, veíase a las claras que la puerta no resistiría mucho tiempo y Gryphus, muy pálido, se preguntaba si no sería mejor abrir cuando sintió que le tiraban suavemente del vestido.

Se volvió y vio a Rosa.

‑¿Oyes a esos furiosos? ‑dijo.

‑Les oigo tan bien, padre mío, que en vuestro lugar. ..

‑Abrirías, ¿verdad?

‑No, les dejaría hundir la puerta.

‑Pero van a matarme.

‑Sí, si os ven.

‑¿Cómo quieres tú que no me vean?

‑Escondeos.

‑¿Dónde?

‑En el calabozo secreto.

‑Pero ¿y tú, hija mía?

‑Yo, padre mío, descenderé con vos. Cerraremos la puerta tras nosotros y, cuando abandonen la prisión, ¡pues bien!, saldremos de nuestro escondite.

‑Tienes razón, pardiez ‑exclamó Gryphus‑. Resulta asombroso ‑añadió‑ cuánto juicio hay en esta pequeña cabeza.

Pronto, la puerta se estremeció con gran alegría del populacho.

‑Venid, venid, padre mío ‑apremió Rosa abrien­do una pequeña trampilla.

‑Pero ¿y nuestros prisioneros? ‑preguntó Gry­phus. ,

‑Dios velará por ellos, padre mío ‑contestó la joven‑. Permitidme velar por vos.

Gryphus siguió a su hija, y la trampilla cayó sobre sus cabezas, justo en el momento en que la puerta rota daba paso al populacho.

Por lo demás, este calabozo al que Rosa hacía des­cender a su pádre y que llamaban el calabozo secreto, ofrecía a los dos personajes, a los que nos vemos forza­dos a abandonar por unos instantes, un refugio seguro, al no ser conocido más que por las autoridades, que a voces encerraban en él a algunos de aquellos reos de los cuales se temía alguna revuelta o algún rapto.

El pueblo se precipitó en la prisión gritando:

‑¡Muerte a los traidores! ¡A la horca Corneille de Witt! ¡A muerte! ¡A muerte!

IV

LOS ASESINOS

El joven, siempre protegido por su gran sombrero, siempre apoyándose en el brazo del oficial, siempre enjugando su frente y sus labios con su pañuelo, inmó­vil, desde un rincón de la Buytenhoff, perdido en la sombra de un saledizo de una tienda cerrada, contem­plaba el espectáculo que le ofrecía aquel populacho fu­rioso, que parecía aproximarse a su desenlace.

‑¡Oh! ‑le dijo al oficial‑. Creo que teníais razón, Van Deken, y que la orden que los señores diputados han firmado es la verdadera sentencia de muerte del señor Corneille. ¿Oís a esa gente? ¡Decididamente, se­ñor coronel, quieren mucho a los señores De Witt!

‑En verdad ‑replicó el oficial‑ yo nunca he oído clamores parecidos.

‑Es de suponer que han hallado la celda de nues­tro hombre. ¡Ah! Observad aquella ventana. ¿No es la del aposento donde ha sido encerrado el señor Cor­neille?

En efecto, un hombre agarraba con ambas manos y sacudía violentamente el enrejado que cerraba la ventana del calabozo de Corneille, y que éste acababa de aban­donar no hacía más de diez minutos.

‑¡Eh! ¡Eh! ‑gritaba aquel hombre‑. ¡No está aquí!

‑¿Cómo que no está? ‑preguntaron desde la ca­lle los que, llegados los últimos, no podían entrar de tan llena como estaba la prisión.

‑¡No! ¡No! ‑repetía el hombre, furioso‑. No está, debe de haber huido.

‑¿Qué dice ese hombre? ‑preguntó palideciendo Su Alteza.

‑¡Oh, monseñor! Anuncia una noticia que sería muy afortunada si fuese verdad.

‑Sí, sin duda, sería una afortunada noticia si fuese verdad ‑asintió el joven‑. Desgraciadamente, no pue­de serlo. .

‑Sin embargo, mirad... ‑señaló el oficial.

En efecto, otros rostros furiosos, gesticulando de cólera, se asomaban a las ventanas gritando:

‑¡Salvado! ¡Evadido! Lo han dejado escapar.

Y el pueblo que quedaba en la calle, repetía con es­pantosas imprecaciones:

‑¡Salvados! ¡Evadidos! ¡Corramos tras ellos, per­sigámosles!

‑Monseñor, parece que el señor Corneille de Witt se ha salvado realmente ‑observó el oficial.

‑Sí, de la prisión, tal vez ‑respondió aquél‑, pero no de la ciudad; veréis, Van Deken, cómo el pobre hombre hallará cerrada la puerta que él cree encontrar abierta.

‑¿Ha sido dada la orden de cerrar las puertas de la ciudad, monseñor?

‑No, no lo creo, ¿quién habría dado esa orden?

‑¡Pues bien! ¿Qué os hace suponer...?

‑Existen fatalidades ‑respondió negligentemente Su Alteza‑ y los más grandes hombres han caído a veces víctimas de estas fatalidades.

Ante esas palabras, el oficial sintió correr un temblor por su cuerpo, porque comprendió que, de una forma o de otra, el prisionero estaba perdido.

En aquel momento, los rugidos de la muchedum­bre estallaban como un trueno, porque quedaba bien demostrado que Corneille de Witt no estaba ya en la prisión.

En efecto, Corneille y Jean, después de haber pasa­do el vivero, rodaban por la gran calle que conduce a la Tol‑Hek, mientras recomendaban al cochero que retar­dara la andadura de sus caballos para que el paso de su carroza no despertara ninguna sospecha.

Pero llegado a la mitad de esta calle, cuando vio a lo lejos la verja, cuando sintió que dejaba tras él la prisión y la muerte y que tenía delante la vida y la libertad, el cochero olvidó toda precaución y puso la carroza al galope.

De repente, se detuvo.

‑¿Qué ocurre? ‑preguntó Jean sacando la cabeza por la portezuela.

‑¡Oh, mis amos! ‑exclamó el cochero‑. Es que...

El terror sofocaba la voz del animoso hombre.

‑Vamos, acaba ‑dijó el ex gran pensionario.

‑Es que la verja está cerrada.

‑¿Cómo que la verja está cerrada? No es costum­bre cerrar la verja durante el día.

‑Pues, vedlo vos mismo.

Jean de Witt se inclinó fuera del coche y vio que, en efecto, la verja estaba cerrada.

‑Sigue adelante ‑ordenó Jean‑. Llevo la orden de conmutación encima; el portero abrirá.

El vehículo reemprendió su carrera, pero era eviden­te que el cochero no azuzaba ya a sus caballos con la misma confianza.

Porque, al sacar su cabeza por la portezuela, Jean de Witt había sido visto y reconocido por un cervecero que, con retraso respecto a sus compañeros, cerraba su puerta a toda prisa, para reunirse con ellos en la Buy­tenhoff.

Lanzó un grito de sorpresa, y siguió en pos de otros dos hombres que corrían delante de él.

Al cabo de cien pasos se les unió y les habló; los tres hombres se detuvieron, mirando alejarse el coche, pero todavía no muy seguros de lo que en él se encerraba.

El coche, durante ese tiempo, llegaba a la Tol‑Hek.

‑¡Abrid! ‑gritó el cochero.

‑Abrir ‑replicó el portero apareciendo en el um­bral de su casa‑. Abrir, ¿y con qué quieres que abra?

‑¡Con la llave, pardiez! ‑exclamó el cochero.

‑Con la llave, sí; mas para ello sería preciso tenerla.

‑¿Cómo? ¿No tenéis la llave de la puerta? ‑pre­guntó el cochero.

‑No.

‑¿Qué habéis hecho de ella, pues?

‑¡Cáspita! Me la han quitado.

‑¿Quién?

‑Alguien que probablemente desea que nadie sal­ga de la ciudad.

‑Amigo mío ‑dijo el ex gran pensionario, sacan­do la cabeza del coche y arriesgando el todo por el todo‑, amigo mío, es por mí, Jean de Witt y por mi hermano Corneille, a quien llevo al exilio.

‑¡Oh, señor De Witt! Estoy desesperado ‑contes­tó el portero precipitándose hacia el coche‑, mas por mi honor que me han quitado la llave.

‑¿Cuándo?

‑Esta mañana.

‑¿Quién?

‑Un joven de veintidós años, pálido y delgado.

‑¿Y por qué se la habéis entregado?

‑Porque traía una orden debidamente firmada y sellada.

‑¿De quién?

‑De los señores del Ayuntamiento.

Vaya ‑comentó tranquilamente Corneille‑, pa­rece que decididamente estamos perdidos.

‑¿Sabes si se ha tomado la misma precaución en todas partes?

‑No lo sé.

‑Vamos ‑dijo Jean al cochero‑. Dios ordena al hombre que haga todo to que pueda por conservar su vida; llégate a otra puerta.

Luego, mientras el cochero hacia girar el carruaje, saludó al portero:

‑Gracias por tu buena voluntad, amigo mío. La intención se considera como el hecho; tú tenías la inten­ción de salvarnos y, a los ojos del Señor, es como si lo hubieras conseguido.

‑¡Ah! ‑exclamó el portero‑. ¿Veis ese grupo allá abajo?

‑Crúzalo al galope ‑ordenó Jean al cochero‑ y toma la calle de la izquierda: es nuestra única espe­ranza.

El grupo del que hablaba Jean había tenido por nú­cleo los tres hombres a los que vimos seguir con los ojos al coche, y que desde entonces y mientras Jean parla­mentaba con el portero; se había engrosado con siete u ocho nuevos individuos.

Aquellos recién llegados tenían evidentemente in­tenciones hostiles con respecto a la carroza.

Así, viendo a los caballos venir hacia ellos a galope tendido, se cruzaron en la calle agitando sus brazos, armados de garrotes y gritando:

‑¡Deteneos! ¡Deteneos!

Por su parte, el cochero se inclinó hacia ellos y los fustigó con el látigo.

El coche y los hombres chocaron al fin.

Los hermanos De Witt no podían ver nada, encerra­dos como estaban en el coche. Pero sintieron encabritarse a los caballos, y luego experimentaron una viólenta sacudida. Hubo un momento de vacilación y de temblor en el coche que arrancó de nuevo, pasando sobre algo redondo y flexible que podía ser el cuerpo de un hom­bre derribado, y se alejó en medio de blasfemias.

‑¡Oh! ‑exclamó Corneille‑. Temo que hayamos causado alguna desgracia.

‑¡Al galope! ¡Al galope! ‑gritó Jean.

Mas, a pesar de esta orden, el cochero.se detuvo de repente.

‑¿Y bien? ‑preguntó Jean.

‑Mirad ‑dijo el cochero.

Jean miró.

Todo el populacho de la Buytenhoff aparecía en la extremidad de la calle que debía seguir el coche, y avan­zaba aullante y rápida como un huracán.

‑Deténte y sálvate tú ‑ordenó Jean al cochero‑. Es inútil ir más lejos; estamos perdidos.

‑¡Aquí están! ¡Aquí están! ‑gritaron conjunta­mente quinientas voces.

‑¡Sí, aquí están los traidores! ¡Los asesinos! ¡Los criminales! ‑respondieron a los que venían por delante del coche, los que corrían detrás de él, llevando en sus brazos el cuerpo magullado de uno de sus compañeros, que habiendo querido saltar a la brida de los caballos, había sido derribado por ellos.

Era sobre aquel por quien los dos hermanos habían sentido pasar el coche.

El cochero se detuvo; mas a pesar de las instancias que le hizo su amo, no quiso ponerse a salvo.

En un instante, la carroza se halló cogida entre dos fuegos: los que corrían a su alcance y los que venían por delante.

Por un momento, el coche dominó a toda aquella muchedumbre agitada como una isla flotante.

Mas de pronto, la isla flotante se detuvo. Un herrero acababa de matar, de un mazazo, a uno de los caba­llos, que cayó entre las varas del tiro.

En ese momento se entreabrió el postigo de una ventana y se pudo ver los ojos sombríos del joven, de rostro lívido, clavándose sobre el espectáculo que se adivinaba.

Tras él apareció el rostro del oficial, casi tan pálido como el de aquél.

‑¡Oh, Dios mío! ¡Dios mío, monseñor! ¿Qué va a suceder? ‑murmuró el oficial.

‑Algo terrible, evidentemente ‑respondió el joven.

‑¡Oh! Ved, monseñor, sacan al ex gran pensiona­rio del coche, le golpean, le desgarran.

‑En verdad, es preciso que esas gentes estén anima­das por una violenta indignación ‑comentó el joven con el mismo tono impasible que había conservado has­ta entonces.

‑Y ahora sacan a su vez a Corneille de la carroza, a un Corneille ya roto, mutilado por la tortura. ¡Oh! Mirad, mirad.

‑Sí, en efecto, es realmente Corneille.

El oficial lanzó un débil gemido y volvió la cabeza.

Es que en el último escalón del estribo, incluso an­tes de que hubiera tocado el suelo, el Ruart acababa de recibir un golpe con una barra de hierro, que le quebró la cabeza.

Se levantó sin embargo, mas para caer enseguida.

Luego, unos hombres, cogiéndole por los pies, lo arrojaron al gentío, en medio del cual se pudo seguir el rastro sangriento que trazaba en él y que se cerraba por detrás con grandes gritos de alegría.

El joven palideció más ‑todavía, lo que se hubiera creído imposible, y sus ojos se velaron un instante bajo sus párpados.

El oficial vio ese movimiento de piedad, el primero que su severo compañero había dejado escapar y que­riendo aprovecharse de este enternecimiento, dijo:

‑Venid, venid, monseñor, porque van a asesinar también al ex gran pensionario.

Pero el joven ya había abierto los ojos.

‑¡En verdad! ‑comentó‑. Este pueblo es impla­cable. No resulta bueno traicionarlo.

‑Monseñor ‑dijo el oficial‑, ¿es que no se podría salvar a ese pobre hombre, que ha educado a Vuestra Alteza? Si hay algún medio, decidlo, y estaré dispuesto a perder ahí la vida...

Guillermo de Orange, porque era él, plegó su frente de una forma siniestra, apagó el relámpago de sombrío furor que centelleaba bajo sus párpados y respondió:

‑Coronel Van Deken, id, os lo ruego, a buscar a mis tropas, con el fin de que tomen las armas por lo que pueda ocurrir.

‑Pero... dejaré entonces a monseñor solo aquí, frente a esos asesinos...

‑No os inquietéis por mí más de lo que yo mismo me inquieto ‑contestó bruscamente el príncipe‑. Partid.

El oficial partió con una rapidez que testimoniaba menos su obediencia que el alivio de no asistir al horro­roso asesinato del segundo de los hermanos.

No había aún cerrado la puerta de la habitación, cuando Jean, quien con un supremo esfuerzo había al­canzado la escalinata de una casa situada frente a aqué­lla donde estaba oculto su discípulo, se tambaleó bajo las acometidas del populacho.

‑Mi hermano, ¿dónde está mi hermano? ‑im­ploró.

Uno de aquellos enfurecidos le arrancó el sombre­ro de un puñetazo.

Otro, que acababa de destripar a Corneille, le mos­tró la sangre que tenía sus manos, y corrió para no perder la ocasión de hacer otro tanto con el ex gran pensio­nario, mientras arrastraban a la horca lo que quedaba del muerto.

Jean lanzó un gemido lastimero y se tapó los ojos con las manos.

‑¡Ah! Cierras los ojos ‑dijo uno de los soldados de la guardia burguesa‑. ¡Pues bien, yo te los voy a reventar!

Y le lanzó al rostro una lanzada con la pica.

‑¡Mi hermano! ‑clamó De Witt intentando ver to que había sido de Corneille, a través de la oleada de sangre que le cegaba‑. ¡Mi hermano!

‑¡Ve a reunirte con él! ‑aulló otro asesino apli­cándole su mosquete en la sien y soltando el gatillo.

Pero el disparo no salió.

Entonces, el asesino invirtió su arma, y cogiéndola con las dos manos por el cañón, asestó a Jean de Witt un culatazo.

Jean de Witt vaciló y cayó a sus pies.

Pero enseguida, volviéndose a levantar con un su­premo esfuerzo, gritó con voz tan lastimera que el jo­ven cerró la contraventana ante él.

‑¡Mi hermano!

Por otra parte, quedaba poca cosa que ver, porque un tercer asesino le disparó a Jean de Witt a bocaja­rro un pistoletazo que le hizo saltar el cráneo.

Jean de Witt cayó para no levantarse más.

Entonces, cada uno de aquellos miserables, enarde­cido por esta caída, quiso descargar su arma sobre el cadáver. Cada uno quiso darle un golpe con la maza, con la espada o con el cuchillo; cada uno quiso obtener su gota de sangre, arrancar su jirón del traje.

Luego, cuando ambos fueron bien martirizados, bien desgarrados, bien despojados, el populacho los arrastró desnudos y sangrantes a una horca, donde los aficionados a verdugo les colgaron por los pies.

Tras éstos acudieron los más cobardes, que no ha­biéndose atrevido a golpear la carne viviente, cortaron en tiras la carne muerta, y luego se fueron a vender por la ciudad los pedazos de Jean y de Corneille a diez sous [L1] el trozo.

No podríamos decir si a través de la abertura casi imperceptible del postigo el joven vio el final de aquella terrible escena, pero lo cierto es que en el mismo momen­to en que colgaban a los dos mártires en la horca, él atra­vesaba la muchedumbre, que se hallaba demasiado ocu­pada con la alegre tarea que realizaba para ocuparse de su presencia, y llegaba a la Tol‑Hek, siempre cerrada.

‑¡Ah, señor! ‑exclamó el portero‑. ¿Me traéis la llave?

‑Sí, amigo mío, aquí está ‑respondió el joven.

‑¡Oh! Es una gran desgracia que no me hayáis traí­do esta llave solamente media hora antes ‑dijo el por­tero suspirando.

‑¿Y por qué? ‑preguntó el joven.

‑Porque hubiese podido abrir a los señores De Witt. Mientras que, habiendo encontrado la puerta ce­rrada, se han visto obligados a volver atrás. Han caído en manos de los que les perseguían.

‑¡La puerta! ¡La puerta! ‑exclamó una voz que parecía pertenecer a un hombre con prisas.

El príncipe se volvió y reconoció al coronel Van Deken.

‑¿Sois vos, coronel? ‑dijo‑. ¿No habéis salido todavía de La Haya? Esto es cumplir tardíamente mi orden.

‑Monseñor ‑respondió el coronel‑, ésta es la tercera puerta ante la que me presento. Las otras dos las he hallado cerradas.

‑¡Pues bien! Este valiente nos abrirá ésta. Abrid, amigo mío ‑ordenó el príncipe al portero que se había quedado pasmado ante el título de monseñor que acaba­ba de darle el coronel Van Deken a aquel joven tan pá­lido al que había tratado tan familiarmente.

Así, para reparar su falta, se apresuró a abrir la Tol­Hek, que giró chirriando sobre sus goznes.

‑¿Monseñor quiere mi caballo? ‑preguntó el co­ronel a Guillermo.

‑Gracias, coronel, tengo una montura que me es­pera a unos pasos de aquí.

Y cogiendo un silbato de oro de su bolsillo, sacó de este instrumento, que en aquella época servía para lla­mar a los criados, un sonido agudo y prolongado, al cual acudió un escudero a caballo, llevando una segun­da montura de la brida.

Guillermo saltó sobre el caballo sin utilizar los es­tribos, y picando espuelas tomó el camino de Leiden.

Cuando estuvo en él, se volvió.

El coronel le seguía a un largo de caballo.

El príncipe le hizo señal de que se pusiera a su lado.

‑¿Sabéis ‑dijo sin detenerse‑ que aquellos bribo­nes han matado también al señor Jean de Witt al igual que acababan de matar a Corneille?

‑¡Ah, monseñor! ‑exclamó tristemente el coro­nel‑. Preferiría por vos que todavía quedasen esas dos dificultades a franquear para ser de hecho el estatúder de Holanda.

‑Evidentemente, hubiese sido mejor ‑dijo el jo­ven‑ que lo que acaba de suceder no hubiera ocurrido. Pero en fin, lo hecho hecho está, y nosotros no tenemos la culpa. Apresurémonos, coronel, para llegar a Alphen antes que el mensaje que seguramente los Estados van a enviarme al campamento.

El coronel se inclinó, dejó pasar a su príncipe delan­te, y tomó a continuación el lugar que tenía antes de que él le dirigiera la palabra.

‑¡Ah! Me gustaría ‑murmuró siniestramente Guillermo de Orange frunciendo las cejas, apretando sus labios y hundiendo sus espuelas en el vientre de su caballo‑, me gustaría ver la cara que pondrá Luis el Sol, cuando sepa de qué forma acaban de tratar a sus buenos amigos los señores De Witt. ¡Oh! Sol, sol, como me llamo Guillermo el Taciturno; ¡sol, guarda tus rayos!

Y galopó sobre su buen caballo ese joven príncipe, el encarnizado rival del gran rey, ese estatúder tan poco firme todavía la víspera en su nuevo poderío, pero al que los burgueses de La Haya acababan de ponerle un estribo con los cadáveres de Jean y Corneille, dos nobles príncipes tanto delante de los hombres como ante Dios.

V

EL AFICIONADO A LOS TULIPANES Y SU VECINO

Entretanto, mientras los burgueses de La Haya tro­ceaban los cadáveres de Jean y de Corneille, mientras Guillermo de Orange, después de haberse asegurado de que sus dos antagonistas estaban bien muertos, galopaba por el camino de Leiden seguido del coronel Van De­ken, al que hallaba demasiado compasivo para continuar otorgándole la confianza con que le había honrado hasta entonces, Craeke, el fiel servidor, montado por su par­te en un buen caballo, y muy lejos de imaginarse los terribles sucesos que habían acontecido desde su parti­da, galopó sobre las calzadas bordeadas de árboles hasta que estuvo fuera de la ciudad y de los pueblos vecinos.

Una vez en seguridad, para no despertar sospechas, dejó su caballo en una cuadra y continuó tranquilamen­te su viaje en barcos que por etapas le condujeran a Dordrecht pasando con habilidad por los caminos más cortos de esos brazos sinuosos del río los cuales estre­chan bajo sus caricias húmedas aquellas islas encantado­ras bordeadas de sauces, juncos y hierbas floridas, en las que ramoneaban indolentemente los gordos rebaños reluciendo al sol.

Craeke reconoció desde lejos a Dordrecht, la ciudad alegre, al pie de su colina sembrada de molinos. Vio las bellas casas rojas con líneas blancas, bañando en el agua sus pies de ladrillos, y dejando flotar por los balcones abiertos sobre el río sus tapices de seda salpicados de flores de oro, maravillas de India y China, y al lado de aquellos tapices, esos grandes sedales, trampas perma­nentes para coger las voraces anguilas atraídas ante las viviendas por los desperdicios cotidianos que las coci­nas lanzan al agua por sus ventanas.

Craeke, desde el puente de la barca, a través de to­dos aquellos molinos de aspas giratorias, percibía en el declive de la colina la casa blanca y rosa, final de su misión. Los caballetes del tejado se perdían en el folla­je amarillento de una cortina de álamos, destacando sobre el fondo sombrío que le proporcionaba un bos­que de olmos gigantescos. Se hallaba situada de tal modo que el sol, cayendo sobre ella como en un embu­do, venía a secar, templar a incluso fecundar las últimas neblinas que la barrera de vegetación no podía impedir al viento del río que llevara cada mañana y cada noche.

Desembarcado en medio del tumulto ordinario de la ciudad, Craeke se dirigió enseguida hacia la casa de la que vamos a ofrecer a nuestros lectores una indispensa­ble descripción.

Blanca, limpia, reluciente, más propiamente lavada, más cuidadosamente encerada en los lugares ocultos que lo estaba en los sitios visibles, aquella casa encerraba un feliz mortal.

Este feliz mortal, rara avis, como dice Juvenal, era el doctor Van Baerle, ahijado de Corneille. Habitaba en la casa que acabamos de describir, desde su infancia; porque aquélla era la casa natal de su padre y de su abuelo, antiguos mercaderes nobles de la noble ciudad de Dordrecht.

El señor Van Baerle, el padre, había amasado en el comercio de las Indias de tres a cuatrocientos mil flori­nes que Van Baerle, hijo, había hallado completamente nuevos, en 1668, a la muerte de sus buenos y queridos padres, aunque aquellos florines estuvieran graba­dos con las milésimas de 1640 unos, y 1610 otros; lo que probaba que había florines del padre Van Baerle y flo­rines del abuelo Van Baerle esos cuatrocientos mil florines, apresurémonos a decirlo, no eran más que el efectivo, el dinero de bolsillo de Cornelius van Baerle, el héroe de esta historia ya que sus propiedades en la provincia le proporcionaban unos intereses de alrededor de los diez mil florines.

Cuando el digno ciudadano que era el padre de Cornelius pasó a mejor vida, tres meses después de los funerales de su mujer, que parecía haber partido la pri­mera para hacerle más fácil el camino de la muerte, como le había hecho más fácil el camino de la vida, dí­jole a su hijo abrazándole por última vez:

‑Bebe, come y gasta si quieres vivir en realidad, porque no es vivir el trabajar todo el día en una silla de madera o en un sillón de cuero, en un laboratorio o en un almacén. Morirás a tu vez y, si no tienes la dicha de tener un hijo, se extinguirá nuestro nombre, y mis flo­rines se asombrarán al hallarse con un amo desconoci­do, esos florines nuevos que nadie ha pesado nunca más que mi padre, yo y el fundidor. Sobre todo, no imites a tu padrino, Corneille de Witt, que se ha lanzado a la política, la más ingrata de las carreras y que seguramente acabará mal.

Luego, el digno señor Van Baerle murió, dejando completamente desolado a su hijo Cornelius, el cual amaba muy pocó los florines y mucho a su padre.

Cornelius se quedó, pues, solo en la gran casa.

En vano su padrino Corneille le ofreció un empleo en los servicios públicos; en vano quiso hacerle gustar de la gloria cúando Cornelius, por obedecer a su padrino, se embarcó con De Ruyter en el navío Les Sept Pro­vinces, que mandaba a los ciento treinta y nueve barcos con los cuales el ilustre almirante iba a liquidar solo las fortunas de Francia y de Inglaterra reunidas. Cuando, conducido por el piloto Léger, llegó al alcance de mos­quete del navío Le Prince, sobre el que se hallaba el duque de York, hermano del rey de Inglaterra, el ataque de De Ruyter, su jefe, fue realizado tan brusca y hábil­mente que, sintiendo su barco a punto de ser destruido, el duque de York no tuvo tiempo más que para retirarse a bordo del Saint‑Michel; cuando vio al Saint‑Michel, roto, triturado bajo las balas holandesas, salirse de la línea; cuando vio saltar un navío, Le Comte de Sanwick, y perecer en las olas o en el fuego a cuatrocientos ma­rineros; cuando vio que al final de todo aquello, después de ser destrozados veinte barcos, muertos tres mil hom­bres, heridos cinco mil, nada se había decidido ni a fa­vor ni en contra, que cada uno se atribuía la victoria, que había que comenzar de nuevo, y que solamente un nombre más, la batalla de Southwood‑Bay, se había añadido al catálogo de las batallas; cuando hubo calcu­lado el tiempo que pierde tapándose los ojos y los oídos un hombre que quiere reflexionar incluso cuando sus semejantes se cañonean entre sí, Cornelius dijo adiós a De Ruyter, al Ruart de Pulten y a la gloria, besó las rodillas del gran pensionario, por el que sentía una pro­funda veneración, y regresó a su casa de Dordrecht, rico por su descanso adquirido, por sus veintiocho años, por una salud de hierro, por una vista aguda y más que por sus cuatrocientos mil florines de capital y sus diez mil florines de renta, por la convicción de que un hom­bre ha recibido siempre del cielo mucho para ser feliz, bastante para no serlo.

En consecuencia, y para labrarse una felicidad a su modo, Cornelius se puso a estudiar las plantas y los insectos, recogió y clasificó toda la flora de las islas, pinchó a toda la entomología de su provincia, sobre la que compuso un tratado manuscrito con dibujos reali­zados por su mano, y finalmente, no sabiendo ya qué hacer con su tiempo y, sobre todo, con su dinero, que iba aumentando de una forma espantosa, escogió entre todas las locuras de su país y de su época una de las más elegantes y de las más costosas.

Se dedicó al cultivo de los tulipanes.

Aquél era el momento, como se sabe, en que los fla­mencos y los portugueses, explotando a cual más este género de horticultura, habían llegado a divinizar el tulipán y a hacer de esta flor venida de Oriente lo que jamás naturalista alguno se había atrevido a hacer con la raza humana, por miedo de dar celos a Dios.

Muy pronto, desde Dordrecht a Mons, no se habló más que de los tulipanes de Mynheer [L2] Van Baerle; y sus parterres, sus fosos, sus cámaras de secado, sus cuader­nos de bulbos fueron visitados como antiguamente lo fueron las galerías y las bibliotecas de Alejandría por los ilustres viajeros romanos.

Van Baerle comenzó por gastar sus rentas del año en establecer su colección, luego mermó sus florines nue­vos en perfeccionarla; así, su trabajo fue recompensado con un magnífico resultado: halló cinco especies dife­rentes a las que llamó la Jeanne, por el nombre de su madre, la Baerle, por el nombre de su padre, la Cornei­lle, por el nombre de su padrino... los otros nombres no los sabemos, pero los aficionados podrán seguramente encontrarlos en los catálogos de la época.

En 1672, al comienzo del año, Corneille de Witt vino a Dordrecht para vivir tres meses en su antigua casa familiar; porque se sabe que no solamente Corneille había nacido en Dordrecht, sino que la familia de los De Witt era originaria de esta ciudad.

Corneille comenzaba entonces, como decía Guiller­mo de Orange, a gozar de la más perfecta impopulari­dad. Sin embargo, para sus conciudadanos, los buenos habitantes de Dordrecht, no era todavía un facineroso a prender, y aquéllos, poco satisfechos de su republica­nismo algo demasiado puro, pero orgullosos de su va­lor personal, quisieron ofrecerle el vino de la ciudad cuando llegó.

Después de haber dado las gracias a sus conciudada­nos, Corneille fue a ver su vieja casa paterna, y ordenó algunas reparaciones antes de que madame De Witt, su mujer, viniera a ella para instalarse con sus hijos.

Luego, el Ruart se dirigió a la casa de su ahijado, que tal vez era el único en Dordrecht que ignoraba todavía la presencia del Ruart en su ciudad natal.

Tanto como Corneille de Witt había levantado los odios manejando esas semillas nocivas que se llaman las pasiones políticas, otro tanto había amasado Van Baer­le simpatías olvidando completamente el cultivo de la política, absorbido como estaba en el cultivo de los tu­lipanes.

Por eso, Van Baerle era querido por sus criados y por sus obreros; por eso no podía suponer que existiera en el mundo un hombre que quisiera mal a otro hombre.

Y sin embargo, digámoslo para vergüenza de la Humanidad, Cornelius van Baerle tenía, sin saberlo, un enemigo mucho más feroz, mucho más encarnizado, mucho más irreconciliable, de los que hasta entonces habían contado el Ruart y su hermano entre los oran­gistas más hostiles a esta admirable fraternidad que, sin nube durante la vida, acababa de prolongarse por el sa­crificio más allá de la muerte.

En el momento en que Cornelius comenzó a entre­garse a los tulipanes, arrojó en ellos sus rentas del año y los florines de su padre. Había en Dordrecht y vivien­do puerta a puerta con él, un burgués llamado Isaac Boxtel, el cual, desde el día en que había alcanzado la edad del conocimiento seguía la misma pendiente y se pasmaba al solo enunciado de la palabra tulban, que, como asegura el f loriste français, es decir, el historiador más erudito de esta flor, es la primera palabra que, en la lengua de Chingulais, ha servido para designar esa obra muestra de la creación que se llama tulipán.

Boxtel no tenía la suerte de ser rico como Van Baer­le. Había conseguido, pues, con gran trabajo, a fuerza de cuidados y de paciencia, un jardín adecuado para el cultivo en su casa de Dordrecht; había preparado el te­rreno según las prescripciones requeridas y dado a sus bancales precisamente tanto calor y frescor como la far­macopea de los jardineros autoriza.

Con la casi veinteava parte de un grado, Isaac sabía la temperatura de sus parterres. Conocía el peso del viento y lo tamizaba de forma que lo acomodaba al balanceo de los tallos de sus flores. Así, sus productos comenzaban a gustar. Eran bellos, incluso poco comu­nes. Varios aficionados habían venido a visitar los tuli­panes de Boxtel. Por último, Boxtel había lanzado al mundo de los Limé y de los Tournefort un tulipán con su nombre. Aquel tulipán viajó, atravesó Francia, entró en España, penetró hasta Portugal, y el rey don Alfon­so VI que, expulsado de Lisboa, se había retirado a la isla de Terceira, donde se divertía, como el gran Cond, regando claveles, sino cultivando tulipanes, dijo: «No está mal», contemplando el susodicho Boxtel.

De pronto, como continuación a todos los estudios a que se había dedicado, y habiendo invadido a Corne­lius van Baerle la pasión por los tulipanes, decidió éste modificar su casa de Dordrecht que, como hemos dicho, era vecina a la de Boxtel a hizo elevar un piso a cierto edificio de su patio, el cual, al alzarse, robó medio gra­do de calor y, en cambio, produjo medio grado de frío al jardín de Boxtel, sin contar con que cortó el viento y trastornó todos los cálculos y toda la economía hortí­cola de su vecino.

Después de todo, esa desgracia no era nada a los ojos del vecino Boxtel. Van Baerle no era más que un pintor, es decir, una especie de loco que intenta repro­ducir sobre la tela, desfigurándolas, las maravillas de la Naturaleza. El pintor hacía levantar un piso a su taller para tener mejor luz, lo que entraba en su derecho. El señor Van Baerle era pintor como el señor Boxtel era florista‑tulipanero; quería sol para sus cuadros, y le robaba medio grado a los tulipanes del señor Boxtel.

La ley estaba de parte del señor Van Baerle. Bene sit.

Por otra parte, Boxtel había descubierto que dema­siado sol perjudicaba al tulipán, y que esta flor crece mejor y más coloreada con el tibio sol de la mañana o de la tarde que con el ardiente sol del mediodía.

Tuvo, pues, casi que agradecer a Cornelius van Baerle el haberle proporcionado gratis un parasol.

Tal vez no fuera esto enteramente verdad, y lo que decía Boxtel respecto a su vecino Van Baerle no fuese la total expresión de su pensamiento. Sin embargo, las grandes almas hallan en la filosofía asombrosos recur­sos en medio de las grandes catástrofes.

Pero desgraciadamente, ¡qué fue de este infortuna­do Boxtel, cuando vio los vidrios del nuevo piso edifi­cado llenarse de cebollas, de bulbos, de tulipanes en plena tierra, de tulipanes en botes, en fin de todo lo que concierne a la profesión de un monómano tulipanero!

Había paquetes de etiquetas, casilleros, cajas con compartimientos y los enrejados de hierro destinados a cerrar esos casilleros para renovarles el aire sin permi­tir el acceso a las ratas, a los lirones, a los turones [L3] y a los ratones, curiosos aficionados a los tulipanes de dos mil francos la cebolla.

Boxtel quedó muy impresionado cuando vio todo aquel material, pero todavía no comprendía la extensión de su desgracia. Se sabía que Van Baerle era amigo de todo lo que alegraba la vista. Estudiaba a fondo la Na­turaleza para sus cuadros, acabados como los de Gérard Dow, su maestro, y los de Miéris, su amigo. ¡No era posible que teniendo que pintar el interior de un tulipa­nero, hubiera reunido en su nuevo taller todos los acce­sorios de la decoración!

Sin embargo, aunque tranquilizado por esta engaño­sa idea, Boxtel no pudo resistir la ardiente curiosidad que le devoraba. Llegada la noche, aplicó una escala contra el muro medianero y, mirando la casa de su ve­cino Baerle, se convenció de que la tierra de un enorme cuadrado, poblado hacía poco de plantas diferentes, había sido removido, dispuesto en platabandas de man­tillo mezclado con lodo de río, combinación esencial­mente simpática a los tulipanes, todo rodeado con un borde de césped para impedir los desmoronamientos. Además, al sol naciente, al sol poniente, sombra dis­puesta para tamizar el sol del mediodía; agua en abun­dancia y al alcance, exposición al sur suroeste, en fin, condiciones completas, no solamente para el éxito, sino para el progreso. Sin ningún género de duda, Van Baerle se había convertido en un tulipanero.

Boxtel se representó inmediatamente a ese sabio de cuatrocientos mil florines de capital y diez mil de yen­ta, empleando sus recursos morales y físicos en el cul­tivo de los tulipanes al por mayor. Entrevió su éxito en un vago pero cercano porvenir, y concibió, por adelan­tado, tal dolor por ese éxito, que sus manos se relajaron, las rodillas se debilitaron, y cayó desesperado al pie de su escala.

Así pues, no era por tulipanes pintados, sino por tulipanes reales por lo que Van Baerle le robaba medio grado de calor. Así pues, Van Baerle iba a tener la más admirable de las exposiciones solares y, además, una vasta habitación donde conservar sus cebollas y sus bulbos: habitación alumbrada, aireada, ventilada, rique­za prohibida a Boxtel, que se había visto obligado a dedicar a ese use su dormitorio y que, para no perjudi­car con la influencia de los espíritus animales a sus bul­bos y sus tubérculos, se resignaba a acostarse en el gra­nero.

Así, puerta a puerta, pared por pared, Boxtel iba a tener un rival, un emulador, un vencedor tal vez, y ese rival, en lugar de ser cualquier oscuro jardinero, desco­nocido, ¡era el ahijado del amo Corneille de Witt, es decir, una celebridad!

Boxtel, como se ve, tenía un espíritu menos fuerte que el de Porus, que se consolaba por haber sido ven­cido por Alejandro justamente a causa de la celebridad de su vencedor.

En efecto, ¡qué sucedería si alguna vez Van Baerle hallaba un tulipán nuevo y lo llamaba el Jean de Witt, después de haber llamado a uno el Corneille! Era como para ahogarse de rabia.

Así, en su envidiosa prevención, Boxtel, profeta de la desgracia para sí mismo, adivinaba lo que iba a su­ceder.

Hecho este descubrimiento, Boxtel pasó la más exe­crable noche que imaginarse pueda.

VI

EL ODIO DE UN TULIPANERO

A partir de aquel momento, en lugar de una preocu­pación, Boxtel tuvo un temor. Lo que da vigor y noble­za a los esfuerzos del cuerpo y del espíritu, el cultivo de una idea favorita, lo perdió Boxtel rumiando todo el daño que iba a causarle la acción del vecino.

Van Baerle, como pueden imaginarse, desde el mo­mento en que aplicó a esa idea la perfecta inteligencia con que la Naturaleza le había dotado, consiguió obte­ner los más bellos tulipanes.

Mejor que los que se hallaban en Haarlem y en Lei­den, ciudades que ofrecen los mejores terrenos y los climas más sanos, Cornelius consiguió variar los colo­res, modelar las formas, multiplicar las especies.

Pertenecía a aquella escuela ingeniosa y sencilla que tomó por divisa, desde el siglo XVII, este aforismo desa­rrollado en 1653 por uno de sus adeptos:

«Despreciar las flores es ofender a Dios.»

Premisa con la que la escuela tulipanera, la más ex­clusivista, enunció en 1653 el siguiente silogismo:

«Despreciar las flores es ofender a Dios.»

«Cuanto más bella es la flor, más al despreciarla se ofende a Dios.»

«El tulipán es la más bella de todas las flores.»

«Por to tanto, quien desprecia al tulipán ofende des­mesuradamente a Dios.»

Razonamiento con ayuda del cual, según se ve con mala voluntad, los cuatro o cinco mil tulipaneros de Holanda, de Francia y de Portugal, no hablemos ya de los de Ceilán, de India y China, hubieran puesto al Universo fuera de la ley, y declarados cismáticos, heré­ticos y dignos de muerte a varios centenares de millo­nes de hombres indiferentes al tulipán.

No cabe la menor duda que, por una causa semejan­te, Boxtel, aunque enemigo mortal de Van Baerle, hu­biera marchado bajo la misma bandera que aquél.

Así pues, Van Baerle obtuvo numerosos éxitos que le dieron cierta fama, y Boxtel desapareció para siempre de la lista de los tulipaneros notables de Holanda, y la tulipanería de Dordrecht fue representada por Corne­lius van Baerle, el modesto e inofensivo sabio.

Así, de la más humilde rama, el injerto hizo brotar los vástagos más orgullosos, como el escaramujo de cuatro pétalos incoloros dio origen a la rosa gigantesca y perfumada. Así las casas reales han nacido a veces en la choza de un leñador o en la cabaña de un pescador.

Van Baerle, entregado por entero a sus trabajos de semillero, de plantador, de cosechero, mimado por toda la tulipanería de Europa, ni siquiera sospechó que a su lado hubiera un desgraciado destronado, y que él era el usurpador. Continuó sus experimentos, y por consi­guiente sus victorias, y en dos años cubrió sus planta­bandas de especies tan maravillosas que puede decirse que nadie, excepto tal vez Shakespeare y Rubens, había creado tanto después de Dios.

Con tal motivo, era preciso ver a Boxtel durante ese tiempo para darse uno una idea de un condenado olvi­dado por Dante. Mientras Van Baerle escarbaba, abona­ba, humedecía sus platabandas, mientras arrodillado sobre los taludes de césped, analizaba cada nervio del tulipán en floración y meditaba sobre las modificacio­nes que se podían hacer, las combinaciones de color que podían ensayarse, Boxtel, oculto tras un pequeño sico­moro que había plantado a lo largo del muro y que le hacía de pantalla, seguía, con los ojos dilatados, la boca espumante, cada paso, cada gesto de su vecino, y, cuan­do creía verle alegre, cuando sorprendía una sonrisa en sus labios, un destello de felicidad en sus ojos, entonces le enviaba tantas maldiciones, tantas furiosas amenazas, que no puede concebirse cómo esos alientos emponzo­ñados de envidia y de cólera no se filtraban en los tallos de las flores para llevarles los principios de decadencia y los gérmenes de muerte.

Una vez el mal adueñado de un alma humana, hace en ella tan rápidos progresos, que pronto Boxtel no se conformó con ver a Van Baerle, y quiso ver también sus flores: en el fondo era un artista, y la obra de arte de un rival tan calificado le atenazaba y corroía el corazón.

Compró un telescopio con ayuda del cual, tan bien como al mismo rival, pudo seguir cada evolución de la flor, desde el momento en que saca, el primer año, su pálida yema fuera de la tierra, hasta que, después de ha­ber cumplido su período de cinco años, redondea su no­ble y gracioso cilindro sobre el que aparece el incierto matiz de su color y se desarrollan los pétalos de la flor, que solamente entonces revela los tesoros secretos de su cáliz.

¡Oh, cuántas veces el desgraciado celoso, inclinado sobre su escala, percibió en las platabandas de Van Baer­le tulipanes que le cegaban por su belleza, le sofocaban por su perfección!

Entonces, después del período de admiración que no podía vencer, sufría la fiebre de la envidia, ese mal que roe el pecho y que transforma el corazón en una miríada de pequeñas serpientes que se devoran la una a la otra, fuente infame de horribles dolores.

Cuántas voces en medio de sus torturas, de las que ninguna descripción podría dar una idea, Boxtel estuvo tentado de saltar por la noche al jardín, destrozar las plantas, devorar las cebollas con los dientes, y sacrificar a su cólera al mismo propietario si se atrevía a defender sus tulipanes.

¡Pero matar un tulipán, a los ojos de un verdadero horticultor, es un crimen tan espantoso!

Matar a un hombre, puede ser excusable.

Sin embargo, gracias a los progresos que realizaba todos los días Van Baerle en la ciencia que parecía adi­vinar por instinto, Boxtel llegó a tal paroxismo de furor que pensó tirar piedras y palos en los parterres de tuli­panes de su vecino.

Pero como reflexionó que al día siguiente, a la vis­ta del destrozo, Van Baerle se informaría, que se com­probaría entonces que la calle estaba lejana, que las pie­dras y los palos no caen del cielo en el siglo XVII como en los tiempos de los amalecitas, que el autor del crimen, aunque hubiera operado por la noche, sería descubier­to y no solamente castigado por la ley, sino también deshonrado para siempre a los ojos de la Europa tulipa­nera, Boxtel aguzó el odio por la astucia y resolvió emplear un medio que no le comprometiera.

Una noche, ató dos gatos, cada uno por una pata trasera con un bramante de tres metros de longitud, y los lanzó desde to alto del muro, en medio de la plata­banda maestra, de la platabanda magnífica, de la pla­tabanda real, que no solamente contenía el Corneille de Witt, sino también el Babançonne, blanco de leche, púr­pura y rojo; el Marbrée, de Rotre, gris amarillo, rojo y encarnado brillante; y el Merveille, de Haarlem; el tu­lipán Colombin obscur y Colombin clair terni.

Los asustados animales, cayendo de lo alto al pie del muro, rodaron primero sobre la platabanda, intentando huir cada uno por su lado, hasta que el hilo que los retenía juntos quedó tenso; pero entonces, sintiendo la imposibilidad de ir más lejos, vagaron inciertos con es­pantosos maullidos, segando con su cuerda las flores en medio de las cuales se debatieron hasta que, por último, después de un cuarto de hora de lucha encarnizada, habiendo conseguido romper el hilo que los unía, de­saparecieron.

Boxtel, oculto detrás de su sicomoro, no veía nada a causa de la oscuridad de la noche; pero a juzgar por los maullidos rabiosos de los dos gatos, lo suponía todo, y su corazón, aliviado de la hiel, se hinchaba de alegría.

El deseo de asegurarse del destrozo cometido era tan grande en el corazón de Boxtel, que se quedó hasta el alba para juzgar por sus propios ojos del estado en que la lucha de los dos gatos por la libertad había deja­do las platabandas de su vecino.

Estaba helado por la neblina de la madrugada, pero no sentía el frío: la esperanza de su venganza le mante­nía caliente.

El dolor de su rival iba a pagarle todas sus penas.

A los primeros rayos del sol, la puerta de la casa blanca se abrió, apareció Van Baerle y se acercó a sus platabandas, sonriendo como un hombre que ha pasa­do la noche en su lecho, teniendo buenos sueños.

De repente, percibió los surcos y los montículos en aquel terreno la víspera más liso que un espejo; ensegui­da, percibió las filas simétricas de sus tulipanes, desor­denadas como quedan las picas de un batallón en medio del cual hubiera caído una bomba.

Acudió muy pálido.

Boxtel se estremecía de alegría. Quince o veinte tu­lipanes yacían desgarrados, destrozados, los unos cur­vados, los otros completamente rotos y ya descoloridos; la savia corría de sus heridas; la savia, esa sangre preciosa que Van Baerle hubiera querido rescatar al precio de la suya.

Pero, ¡oh sorpresa!, ¡oh alegría de Van Baerle!, ¡oh dolor inexpresable de Boxtel! Ninguno de los cuatro tulipanes amenazados por el atentado de aquél había sido alcanzado. Alzaban orgullosamente sus nobles ca­bezas por encima de los cadáveres de sus compañeros. Esto era bastante para consolar a Van Baerle, bastante para hacer reventar de disgusto al asesino, que se arran­caba los cabellos a la vista de su crimen cometido inú­tilmente.

Van Baerle, mientras deploraba la desgracia que acababa de golpearle, desgracia que, por lo demás, por la providencia de Dios, era menos grande de to que hu­biera podido ser, no pudo adivinar la causa de la misma. Se informó solamente y supo que toda la noche había sido turbada por maullidos terribles. Por lo demás, re­conoció el paso de los gatos por el rastro dejado por sus garras, por el pelo que había en el campo de batalla y en el cual las gotas indiferentes del rocío temblaban como lo hacían al lado, sobre las hojas de una flor rota, y para evitar que desgracia semejante se reprodujera en el por­venir, ordenó que un muchacho jardinero se acostara todas las noches en el jardín, en una caseta, al lado de las platabandas.

Boxtel oyó dar la orden. Vio alzarse la caseta en el mismo día, y muy feliz por no haber sido considerado como sospechoso del estropicio y más animado que nunca contra el feliz horticultor, esperó mejores oca­siones.

Fue hacia aquella época cuando la sociedad tulipa­nera de Haarlem propuso un premio para el descubri­miento, no nos atrevemos a decir para la fabricación, del gran tulipán negro y sin mácula, problema no resuelto y considerado como insoluble, si se considera que en aquella época ni siquiera existía la especie de color par­do en la Naturaleza.

Lo que hacía decir a todos, que los fundadores del premio hubieran podido ofrecer dos millones en lugar de las cien mil libras, dado que la cosa resultaba impo­sible.

El mundo tulipanero, sin embargo, no se quedó menos emocionado por la posibilidad de su realización.

Algunos aficionados acogieron la idea, pero sin creer en su aplicación; tal es el poder imaginativo de los horticultores que, aun considerando su especulación como fallida por adelantado, no pensaron al principio más que en este gran tulipán negro reputado quiméri­camente como el cisne negro de Horacio, y como el mirlo blanco de la tradición francesa.

Van Baerle fue uno de los tulipaneros que acogieron la idea; Boxtel fue de los que pensaron en la especula­ción. Desde el momento en que Van Baerle tuvo incrus­tada esta tarea en su perspicaz é ingeniosa cabeza, comenzó lentamente las siembras y las operaciones ne­cesarias para llevar del rojo al pardo, y del pardo al marrón oscuro, los tulipanes que había cultivado hasta entonces.

A partir del año siguiente, obtuvo especies de un pardo perfecto, y Boxtel los percibió en su platabanda, cuando él no había encontrado todavía más que el cas­taño claro.

Tal vez resultaría interesante explicar a los lectores las bellas teorías que tienden a demostrar que el tulipán toma sus colores de los elementos; tal vez nos agrada­ría establecer que nada es imposible para el horticultor que pone a contribución, con su paciencia y su genio, el fuego del sol, el candor del agua, los jugos de la tierra y los soplos del aire. Pero éste no es un tratado del tuli­pán en general; es la historia de un tulipán en particu­lar lo que hemos resuelto escribir; nos ceñiremos a él por atrayentes que sean los incentivos del sujeto yuxta­puesto al que nos proponemos.

Boxtel, una vez más vencido por la superioridad de su enemigo, se aburrió del cultivo y, medio loco, se dedicó por entero a la observación.

La casa de su rival era una claraboya. jardín abier­to al sol, cuartos vidriados penetrables a la vista, casille­ros, armarios, botes y etiquetas en los cuales el telesco­pio se sumergía fácilmente; Boxtel dejó pudrirse las cebollas en sus camas, secar los capullos en sus cajas, morir los tulipanes en sus platabandas, y, desde enton­ces, concentrando su vida en su vista, no se ocupó más que de lo que ocurría en casa de Van Baerle: respiró por el tallo de sus tulipanes, apagó su sed con el agua que les echaban, y se sació con la tierra blanda y fina que espol­voreaba el vecino sobre sus queridas cebollas. Pero lo más curioso del trabajo no se operaba en el jardín.

Sonaba una hora, la una de la noche, y Van Baerle subía a su laboratorio, en el cuarto vidriado donde el telescopio de Boxtel penetraba también, y allí, cuando las luces del sabio sucediendo a los rayos del día ilumi­naban paredes y ventanas, Boxtel veía funcionar el ge­nio inventivo de su rival.

Le contemplaba escoger sus granos, regándolos con sustancias destinadas a modificarlos o a colorearlos. Lo adivinaba, cuando calentando algunos de aquellos gra­nos, humedeciéndolos luego, combinándolos después con otros en una especie de injerto, operación minucio­sa y maravillosamente realizada, encerraba en las tinie­blas los que debían dar el color negro, exponía al sol o a la lámpara los que debían dar el color rojo, miraba en el eterno reflejo del agua los que debían proporcionar el color blanco, cándida representación hermética del ele­mento húmedo.

Esta magia inocente, fruto del sueño infantil y del genio viril conjuntamente, ese trabajo paciente, eterno, del que Boxtel se reconocía incapaz, vertía en el telesco­pio del envidioso toda su vida, todo su pensamiento, toda su esperanza.

¡Cosa extraña! Tanto interés y el amor propio del arte no había apagado en Isaac la feroz envidia, la sed de venganza. Algunas veces, teniendo a Van Baerle bajo su telescopio, se hacía la ilusión que lo apuntaba con un mosquete infalible, y buscaba con el dedo el gatillo para soltar el disparo que debía matarlo; pero ya es tiempo de que volvamos de aquella época de los trabajos de uno y del espionaje del otro a la visita que Corneille de Witt, Ruart de Pulten, acababa de hacer a su ciudad natal.

VII

EL HOMBRE FELIZ ENTABLA

CONOCIMIENTO CON LA DESGRACIA

Corneille después de haber atendido los asuntos de su familia, llegó a casa de su ahijado, Cornelius van Baerle, en el mes de enero del año de gracia de 1672.

Caía la noche.

Corneille, aunque poco dado a la horticultura, y me­nos todavía a las artes, visitó toda la casa, desde el taller hasta el invernadero; desde los cuadros hasta los tulipanes. Agradeció a su sobrino el haberle dejado en buen lugar sobre el puente de la nave almirante Les Sept Provinces durante la batalla de Southwood‑Bay, y el haber dádo su nombre a un magnífico tulipán, y todo ello con la compla­cencia y la afabilidad que pudiera tener un padre hacia su hijo; y mientras inspeccionaba así los tesoros de Van Baer­le, la muchedumbre se estacionaba con curiosidad, inclu­so con respeto, delante de la puerta del hombre feliz.

Todo este ruido despertó la atención de Boxtel, que cenaba cerca de su fuego.

Se informó de lo que ocurría, lo supo y trepó a su laboratorio.

Y allí, a pesar del frío, se instaló, con el ojo eri el telescopio.

Este telescopio no le era ya de gran utilidad desde el otoño de 1671. Los tulipanes, frioleros como verdade­ros hijos de Oriente, no se cultivan en la tierra en invier­no. Necesitan el interior de la casa, el lecho mullido de los cajones y las dulces caricias de la estufa. Así, Corne­lius se pasaba todo el invierno en su laboratorio, en medio de sus libros y de sus cuadros. Raramente iba a la habitación de las cebollas si no era para dejar entrar allí algunos rayos de sol, que sorprendía en el cielo, y a los que forzaba, abriendo una trampilla vidriada, a caer de buen o mal grado en su casa.

La noche de la que hablamos, después de que Cor­neille y Cornelius hubieron visitado juntos los aparta­mentos, seguidos de algunos criados, aquél le confió en voz baja a Van Baerle:

‑Hijo mío, alejad a vuestras gentes y procurad que nos quedemos unos momentos a solas y sin oídos indis­cretos.

Cornelius se inclinó en señal de obediencia.

‑Señor‑preguntó luego en voz alta‑, ¿os agrada­ría visitar ahora mi secadero de tulipanes?, os agradará.

¿El secadero? Ese pandemónium de la tulipanería, ese tabernáculo, ese sanctasanctórum estaba, como Del­fos antiguamente, prohibido para los no iniciados.

Jamás criado alguno había puesto allí un pie audaz, como hubiera dicho el gran Racine, que florecía por aquella época. Cornelius no dejaba penetrar en él más que la escoba inofensiva de una vieja sirvienta frisona, su nodriza, la cual, desde que Cornelius se dedicaba al cultivo de los tulipanes, no se atrevía a poner cebollas en los guisos, por temor a mondar y condimentar el «co­razón de su niño».

Así, a la sola palabra «secadero», los criados que lle­vaban las antorchas se apartaron respetuosamente. Cor­nelius cogió las velas de manos del primero y precedió a su padrino en la habitación.

Añadamos a lo que acabamos de decir que el seca­dero era aquel mismo cuarto vidriado sobre el que Box­tel asestaba incesantemente su telescopio.

El envidioso estaba más que nunca en su lugar.

Vio primero iluminarse las paredes y las vidrieras.

Luego aparecieron dos sombras.

Una de ellas, grande, majestuosa, severa, se sentó al lado de la mesa donde Cornelius había depositado las velas.

En esta sombra, Boxtel reconoció el pálido rostro de Corneille de Witt, cuyos largos cabellos negros separa­dos en la frente caían sobre sus hombros.

El Ruart de Pulten, después de haber dicho a Cor­nelius algunas palabras de las que el envidioso no pudo comprender el sentido por el movimiento de los labios, sacó de su pecho y le tendió un paquete blanco cuida­dosamente sellado, paquete que Boxtel, por la forma con que Cornelius lo cogió y lo depositó en un arma­rio, supuso eran papeles de la mayor importancia.

Pensó en principio que aquel precioso paquete en­cerraba algunos bulbos recién llegados de Bengala o de Ceilán, pero enseguida recordó que Corneille apenas cultivaba tulipanes y no se ocupaba casi más que del hombre, mala planta, mucho menos agradable de ver y sobre todo mucho más difícil de hacerla florecer.

Entonces le vino la idea de que ese paquete conte­nía pura y simplemente papeles y que estos papeles se referían a la política.

Mas ¿por qué entregar unos papeles que se relacio­naban con la política a Cornelius, que no solamente era, sino que se alababa de ser enteramente extraño a aque­lla ciencia, por otra parte más oscura, a su parecer, que la química, la astronomía a incluso que la alquimia?

Aquél era sin duda un depósito que Corneille, ya amenazado por la impopularidad con la que comenzaban a honrarle sus compatriotas, entregaba a su ahijado Van Baerle, y la cosa era tanto más hábil por parte del Ruart por cuanto no sería en la casa de Cornelius, extraño a toda intriga, donde irían a perseguir este depósito.

Por otra parte; si el paquete hubiera contenido bul­bos, otra hubiera sido la reacción de su vecino: Corne­lius no lo habría guardado, y en el mismo instante ha­bría apreciado, como estudiante aficionado el valor de los regalos que recibía.

Por el contrario, Cornelius había recibido respetuo­samente el depósito de manos del Ruart, y, siempre res­petuosamente, lo había metido en un cajón, empujándo­lo hasta el fondo, primero, seguramente para que no fuera visto, luego, para que no ocupara un espacio de­masiado grande al lugar reservado a sus cebollas.

Una vez el paquete en el cajón, Corneille de Witt se puso de pie, estrechó las manos de su ahijado y se en­caminó hacia la puerta.

Cornelius agarró vivamente las velas y se adelantó para pasar el primero y alumbrar convenientemente.

Entonces la luz se extinguió insensiblemente en el cuarto vidriado para reaparecer en la escalera, luego en el vestíbulo y por último en la calle, todavía llena de gente que quería ver al Ruart subir a su carroza.

El envidioso no se había equivocado en sus suposi­ciones. El depósito entregado por el Ruart a su ahijado y cuidadosamente encerrado por éste, era la correspon­dencia de Jean con el señor De Louvois.

Sólo que era confiado, como le había dicho Cornei­lle a su hermano, sin que Corneille hubiese dejado su­poner en lo más mínimo a su ahijado la importancia política que tenía.

La única recomendación que le hizo era la de no entregar este depósito más que a él, o con una palabra de él, a cualquiera que fuera que viniera a reclamarlo.

Y Cornelius, como hemos visto, había encerrado el depósito en el armario de los bulbos raros.

Luego, una vez partido el Ruart y los ruidos y las luces extinguidas, nuestro hombre no había pensado más en ese paquete, en el que por el contrario pensaba mucho Boxtel que, parecido a un piloto hábil, veía en él la nube lejana a imperceptible que crece al avanzar y encierra la tormenta.

Y ahora, ya tenemos todos los jalones de nuestra historia plantados en esta fértil tierra que se extiende de Dordrecht a La Haya. Los seguirá el que quiera, en el porvenir de los capítulos siguientes; en cuanto a noso­tros, hemos sostenido nuestra palabra, probando que jamás ni Corneille ni Jean de Witt habían tenido tan feroces enemigos en toda Holanda como el que tenía Van Baerle en su vecino, Mynheer Isaac Boxtel.

Sin embargo, floreciendo en su ignorancia, el tulipa­nero había seguido su camino hacia el fin propuesto por la sociedad de Haarlem: había pasado del tulipán pardo al tulipán café tostado; y volviendo a él, ese mismo día en que ocurría en La Haya el gran suceso que hemos narrado, vamos a hallarle hacia la una de la tarde sacan­do de su platabanda las cebollas, infructuosas todavía de una siembra. de tulipanes café tostado, tulipanes cuya floración malograda hasta entonces estaba fijada para la primavera del año 1673, y que no podían por menos que dar el gran tulipán negro pedido por la sociedad de Haarlem.

El 20 de agosto de 1672, a la una de la tarde, Cor­nelius estaba pues en su secadero, con los pies sobre la barra de la mesa y los codos sobre el tapete, contem­plando con delicia tres bulbos que acababa de separar de su cebolla: bulbos puros, perfectos, intactos, principios inapreciables de uno de los más maravillosos productos de la ciencia y de la Naturaleza, en esta combinación cuyo éxito debía ennoblecer para siempre el nombre de Cornelius van Baerle.

«Hallaré el gran tulipán negro ‑decía para sí Cornelius mientras separaba sus bulbos‑. Ganaré los cien mil florines de premio ofrecidos. Los distribuiré a los pobres de Dordrecht; de esta forma, el odio que todo rico inspira en las guerras civiles se apaciguará, y yo podré, sin temer nada de los republicanos o de los oran­gistas, continuar teniendo mis platabandas en magnífi­co estado. No temeré tampoco que un día de alboroto, los tenderos de Dordrecht y los marineros del puerto vengan a arrancar mis cebollas para alimentar a sus fa­milias, como me han amenazado por lo bajo a veces, cuando recuerdan que he comprado una cebolla a dos o trescientos florines. Esto está resuelto, daré pues a los pobres los cien mil florines del premio de Haarlem.

»Aunque... »

Y a este «aunque», Cornelius van Baerle hizo una pausa y suspiró.

«Aunque ‑continuó pensando‑ hubiera sido real­mente un hermoso destino el de los cien mil florines aplicados al engrandecimiento de mi parterre o incluso a un viaje al Oriente, patria de bellas flores.

»Mas, ¡por desgracia!, no hay que pensar en todo eso; ¡mosquetes, banderas, tambores y proclamaciones, es lo que domina la situación en este momento!»

Van Baerle levantó los ojos al cielo y lanzó otro suspiro.

Luego, volviendo la mirada hacia sus cebollas, que en su espíritu pasaban muy por delante de aquellos mosquetes, de aquellas banderas, de aquellos tambores y de aquellas proclamaciones, cosas todas ellas propias solamente para turbar el espíritu de un hombre honra­do, se dijo:

«He aquí, mientras tanto, unos bulbos bien bonitos. ¡Qué lisos son, qué bien hechos están, cómo tienen ese aire melancólico que promete el negro de ébano a mi tulipán! Sobre su piel, los nervios de circulación ni si­quiera aparecen a simple vista. ¡Oh! Evidentemente, ni una mancha estropeará la ropa de luto de la flor que me deberá su existencia.

»¿Cómo se llamará esta hija de mis desvelos, de mi trabajo, de mi pensamiento? Tulipa nigra Barloensis.

»Sí, Barloensis; bonito nombre. Toda la Europa tu­lipanera, es decir, toda la Europa inteligente se estreme­cerá cuando este rumor corra como el viento por los cuatro puntos cardinales del globo.

»¡Ha sido hallado el gran tulipán negro! ¿Su nom­bre, preguntarán los aficionados? Tulipa nigra Barloen­sis. ¿Por qué Barloensis? A causa de su inventor Van Baerle, se responderá. ¿Quién es ese Van Baerle? El que ha hallado cinco especies nuevas: la Jeanne, la Jean de Witt, la Corneille, etcétera. Pues bien, ésta es mi ambi­ción. No costará nunca lágrimas a nadie. Y se hablará todavíá de la Tulipa nigra Barloensis cuando tal vez mi padrino, ese sublime político, no sea ya conocido más que por el tulipán al que le di su nombre.»

¡Los admirables bulbos...!

«Cuando mi tulipán haya florecido ‑continuó pen­sando Cornelius‑, quiero, si la tranquilidad ha vuelto a Holanda, dar solamente a los pobres cincuenta mil flo­rines; a fin de cuentas, ya es mucho para un hombre que no debe absolutamente nada. Luego, con los otros cin­cuenta mil, realizaré experimentos. Con esos cincuenta mil florines, quiero llegar a perfumar el tulipán. ¡Oh! Si llegara a dar al tulipán el olor de la rosa o del clavel, o incluso un olor completamente nuevo, lo cual aún sería mejor; si devolviera a este rey de las flores ese perfume natural genérico que ha perdido al pasar de su trono de Oriente a su trono europeo, el que debe de tener en India, en Goa, en Bombay, en Madrás, y sobre todo en aquella isla donde antiguamente, según me aseguran, es­tuvo el paraíso terrenal y que se llama Ceilán. ¡Ah! ¡Qué gloria! Preferiría, digo, preferiría ser entonces Cornelius van Baerle que Alejandro, César o Maximiliano.»

¡Los admirables bulbos...!

Y Cornelius se deleitaba en su contemplación, ab­sorbiéndose en los más dulces sueños.

De repente, la campanilla de su cuarto sonó más fuerte que de costumbre.

Cornelius se sobresaltó, extendió la mano sobre sus bulbos y se volvió.

‑¿Quién va? ‑preguntó.

‑Señor ‑respondió el servidor‑, es un mensaje­ró de La Haya.

‑Un mensajero de La Haya... ¿Qué quiere?

‑Señor, es Craeke.

‑¿Craeke, el criado de confianza del señor Jean de Witt? ¡Bueno! Que espere.

‑No puedo esperar ‑dijo una voz en el corredor.

Y al mismo tiempo, forzando la consigna, Craeke se precipitó en el secadero.

Esta aparición casi violenta era una infracción tal a las costumbres establecidas en la casa de Cornelius van Baerle, que éste, al percibir a Craeke que se precipitaba en el secadero, hizo con la mano, que cubría los bulbos, un movimiento casi convulsivo, que envió rodando a dos de las preciosas cebollas, una bajo una mesa vecina a la gran mesa, y la otra a la chimenea.

‑¡Al diablo! ‑exclamó Cornelius precipitándose en persecución de sus bulbos‑. ¿Qué ocurre, Craeke?

‑Ocurre, señor ‑contestó Craeke, depositando el papel sobre la gran mesa donde seguía la tercera cebo­lla‑, ocurre que se os invita a leer este papel sin perder un solo instante.

Y Craeke, que había creído notar en las calles de Dordrecht los síntomas de un tumulto parecido al que acababa de dejar en La Haya, huyó sin volver la cabeza.

‑¡Está bien! ¡Está bien, mi querido Craeke! ‑dijo Cornelius, extendiendo el brazo bajo la mesa para recu­perar la preciosa cebolla‑. Se leerá tu papel.

Luego, recogiendo el bulbo, que colocó en el hue­co de su mano para examinarlo, pensó:

«¡Bueno! Éste está intacto. ¡Vaya con el diablo de Craeke! ¡Entrar así en mi secadero! Veamos el otro, ahora.»

Y sin soltar la cebolla fugitiva, Van Baerle avanzó hacia la chimenea, y de rodillas, con la punta de los de­dos, se puso a palpar las cenizas que afortunadamente estaban frías.

A1 cabo de un instante, sintió el segundo bulbo.

«Bueno. Aquí está.»

Y contemplándolo con una atención casi paternal dijo en voz alta:

‑Intacto como el primero.

En el mismo instante, y cuando Cornelius, todavía de rodillas, examinaba el segundo bulbo, la puerta del secadero fue sacudida rudamente y se abrió de tal for­ma a continuación que sintió subir a sus mejillas, a sus orejas, la llama de esta mala consejera que se llama có­lera.

‑¿Qué más hay? ‑preguntó‑. ¿Se han vuelto lo­cos todos los de ahí dentro?

‑¡Señor! ¡Señor! ‑exclamó un criado precipitán­dose en el secadero con el rostro más pálido y el aspecto más asustado aún del que tenía Craeke momentos antes.

‑¿Y bien? ‑preguntó Cornelius, presagiando una desgracia ante esta doble infracción de todas las reglas.

‑¡Ah, señor! ¡Huid, huid deprisa! ‑gritó el criado.

‑Huir, ¿y por qué?

‑Señor, la casa está llena de guardias de los Estados.

‑¿Qué quieren?

‑Os buscan.

‑¿Para qué?

‑Para arrestaros.

‑¿Para arrestarme, a mí?

‑Sí, señor, vienen precedidos de un magistrado.

‑¿Qué significa esto? ‑preguntó Van Baerle apre­tando sus dos bulbos en la mano y dirigiendo su mira­da asombrada hacia la escalera en la que se oía gran tu­multo.

‑¡Suben, suben! ‑gritó el servidor.

‑¡Oh! Mi querido niño, mi digno amo ‑exclamó la nodriza entrando a su vez en el secadero‑. ¡Recoged vuestro oro, vuestras joyas, y huid, huid!

‑Mas, ¿por dónde quieres que huya, nodriza? ‑preguntó Van Baerle.

‑Saltad por la ventana.

‑Siete metros.

‑Caeréis sobre dos metros de tierra blanda.

‑Sí, pero caeré sobre mis tulipanes.

‑No importa, saltad.

Cornelius cogió el tercer bulbo, se acercó a la ven­tana, la abrió, pero ante el destrozo que iba a ocasionar en sus platabandas, mucho más todavía que a la vista de la distancia que tenía que franquear, resolvió:

Jamás.

Y dio un paso hacia atrás.

En este momento se veía apuntar a través de los barrotes de la barandilla de la escalera las alabardas de los soldados.

La nodriza alzó los brazas al cielo.

En cuanto a Cornelius van Baerle, hay que decirlo en elogio, no del hombre, sino del tulipanero, su única preocupación fue para sus inestimables bulbos.

Buscó con los ojos un papel donde envolverlos, percibió la hoja de la Biblia depositada por Craeke so­bre el secadero, la cogió sin acordarse, tan grande era su turbación, de dónde procedía aquella hoja, envolvió en ella sus tres bulbos, los ocultó en su pecho y esperó.

Los soldados, precedidos por el magistrádo, entra­ron en el mismo instante.

‑¿Sois vos el doctor Cornelius van Baerle? ‑preguntó el magistrado, aunque reconoció perfectamente al joven; pero en esto, se ajustaba a las reglas de la justi­cia, lo que daba, como se ve, una gravedad a la interro­gación.

‑Lo soy, maese Van Spennen ‑respondió Corne­lius saludando graciosamente al juez‑, y vos lo sabéis bien.

‑Entonces, entregadnos los papeles sediciosos que ocultáis en vuestra casa.

‑¿Papeles sediciosos? ‑exclamó Cornelius com­pletamente aturdido por el apóstrofe.

‑¡Oh! No os hagáis el sorprendido.

‑Os juro, maese Van Spennen ‑replicó Corne­lius‑, que ignoro completamente lo que vos queréis decir.

‑Entonces, voy a explicároslo, doctor ‑dijo el juez‑. Entregadnos los papeles que el traidor Cornei­lle de Witt depositó en vuestra casa en el mes de enero último.

Un relámpago cruzó por la mente de Cornelius.

‑¡Oh! ¡Oh! ‑exclamó Van Spennen‑. Ahora comenzáis a recordar, ¿verdad?

‑Sin duda; pero vos habláis de papeles sediciosos, y yo no poseo ningún papel de ese género.

‑¡Ah! ¿Lo negáis?

‑Naturalmente.

El magistrado se volvió para abarcar de una ojeada todo el cuarto.

‑¿Cuál es la habitación de vuestra casa que se lla­ma el secadero? ‑preguntó.

Justamente ésta en la que nos hallamos, maese Van Spennen.

El magistrado miró de reojo una pequeña nota co­locada en la primera fila de sus papeles.

‑Está bien ‑dijo como un hombre que está con­vencido.

Luego, volviéndose hacia Cornelius, preguntó:

‑¿Queréis entregarme esos papeles?

~Pero no puedo, maese Van Spennen. Esos pape­les no son míos: me los han entregado a título de depó­sito, y un depósito es sagrado.

Doctor Cornelius ‑dijo el juez‑, en nombre de los Estados, os ordeno abrir aquel cajón y entregar­me los papeles que están allí encerrados. No me obli­guéis a usar la violencia.

Y con el dedo el magistrado señalaba justo el tercer cajón de un cofre‑armario situado al lado de la chi­menea.

Era en aquel tercer cajón, en efecto, donde se halla­ban los papeles entregados por el Ruart de Pulten a su ahijado, prueba de la que la policía había sido perfecta­mente informada.

‑¡Ah! ¿No queréis? ‑dijo Van Spennen, viendo que Cornelius permanecía inmóvil de estupefacción‑. Pues voy a abrir yo mismo.

Y abriendo el cajón en toda su longitud, el magistra­do puso al descubierto primeramente una veintena de cebollas, alineadas y etiquetadas con cuidado, luego el paquete de papeles que seguían en el mismo estado exactamente como había sido entregado a su ahijado por el desgraciado Corneille de Witt.

El magistrado rompió los sellos, desgarró el sobre, lanzó una ávida mirada sobre las primeras hojas que apa­recieron ante sus ojos, y exclamó con una voz terrible:

‑¡Ah! ¡La justicia no había, pues, recibido un fal­so aviso!

‑‑¡Cómo! ‑dijo Cornelius‑. ¿Qué es esto?

‑¡Ah! No os hagáis más el ignorante, señor Van Baerle ‑respondió el magistrado‑, y seguidme.

‑¡Cómo! ¡Que os siga! ‑exclamó el doctor.

‑Sí, porque en nombre de los Estados, yo os arresto.

No se arrestaba todavía en nombre de Guillermo de Orange. No hacía bastante tiempo que era estatúder para esto.

‑¡Arrestarme! ‑exclamó Cornelius‑. Pero ¿qué he hecho entonces?

‑Esto no me compete, doctor, os explicaréis ante vuestros jueces.

‑¿Dónde?

‑En La Haya.

Cornelius, estupefacto, abrazó a su nodriza, que perdió el conocimiento, dio la mano a sus servidores; que se deshacían en lágrimas, y siguió al magistrado, el cual lo encerró en un coche como un prisionero de Es­tado, y lo hizo conducir al galope a La Haya.

VIII

UNA DESAPARICION

Lo que acababa de suceder era, como se supone, la obra diabólica de Mynheer Isaac Boxtel. Recordamos que con la ayuda de su telescopio, no había perdido un solo detalle de aquella entrevista de Corneille de Witt con su ahijado.

Recordamos que no había oído nada, pero que lo había visto todo.

Recordamos que había adivinado la importancia de los papeles confiados por el Ruart de Pulten a su ahija­do, viendo a éste encerrar cuidadosamente el paquete a él entregado en el cajón donde guardaba las cebollas más preciosas.

Resultaba, pues, que cuando Boxtel, que seguía la política con mucha más atención que su vecino Corne­lius, supo que Corneille de Witt había sido arrestado como culpable de alta traición hacia los Estados, pensó que, por su parte, no tendría probablemente más que decir una palabra para hacer arrestar también al ahijado.

Sin embargo, por feliz que se sintiera el corazón de Boxtel, tembló al principio ante la idea de denunciar a un hombre, máxime porque aquella denuncia podia conducirle al patíbulo.

Pero lo terrible de las malas ideas, es que, poco a poco, los malos espíritus se familiarizan con ellas. Por otra parte, Mynheer Isaac Boxtel se envalentonaba con este sofisma:

«Corneille de Witt es un mal ciudadano, ya que es acusado de alta traición y arrestado.»

«Yo soy un buen ciudadano, ya que no soy acusa­do absolutamente de nada y soy libre como el aire.»

«Ahora bien, si Corneille de Witt es un mal ciuda­dano, lo cual es cosa cierta, ya que es acusado de alta traición y arrestado, su cómplice, Cornelius van Baer­le, no es menos mal ciudadano que él.»

«Así pues, como soy un buen ciudadano, y es deber de los buenos ciudadanos denunciar a los malos ciuda­danos, es deber mío, Isaac Boxtel, denunciar a Corne­lius van Baerle.»

Pero este razonamiento no hubiera tal vez, por es­pecioso que fuera, adquirido un imperio completo so­bre Boxtel, y quizá el envidioso no hubiese cedido al simple deseo de venganza que le roía el corazón, si al unísono del demonio de la envidia no hubiera surgi­do el demonio de la codicia.

Boxtel no ignoraba hasta qué punto había llegado Van Baerle en su búsqueda del gran tulipán negro.

Por modesto que fuera Cornelius, no había podido ocultar a sus más íntimos que tenía la casi certeza de ganar en el año de gracia de 1673 el premio de cien mil florines instituido por la Sociedad Hortícola de Haarlem.

Y esta casi certeza de Cornelius van Baerle hacía consumir en fiebre a Isaac Boxtel.

Si Cornelius era arrestado, esto ocasionaría eviden­temente un gran trastorno en la casa. En la noche que siguiera al arresto, nadie pensaría en vigilar los tulipanes del jardín.

Y en aquella noche, Boxtel saltaría el muro, y como sabía dónde encontrar la cebolla que debía dar el gran tulipán negro, se la llevaría; en lugar de florecer en la casa de Cornelius, el tulipán negro florecería en la suya, y él sería quien consiguiera el premio de los cien mil florines, en vez de Cornelius, sin contar con ese honor supremo de llamar a la nueva flor Tulipa nigra Boxtellensis.

Resultado que satisfacía no solamente su venganza, sino su codicia.

Despierto, no pensaba más que en el gran tulipán negro; dormido, no soñaba más que con él.

Por último, el 19 de agosto, hacia las dos de la tar­de, la tentación fue tan fuerte que Mynheer Isaac no pudo resistirla más tiempo.

En consecuencia, envió una denuncia anónima, la cual reemplazaba la autenticidad por la precisión, y la echó al correo.

Jamás papel venenoso deslizado en los buzones de Venecia produjo un más rápido y terrible efecto.

Aquella misma noche, el principal magistrado reci­bió la comunicación; en el mismo instante convocó a sus colegas para la mañana siguiente. Al día siguiente por la mañana estaban reunidos, habían decidido el arresto y entregado la orden, a fin de que fuera ejecutada, a maese Van Spennen, que la había desempeñado, como hemos visto, con el deber de un digno holandés, arrestando a Cornelius van Baerle en el preciso momento en que los orangistas de La Haya asaban los despojos de los cadá­veres de Corneille y de Jean de Witt.

Pero, sea por vergüenza o por debilidad ante el cri­men, Isaac Boxtel no había tenido el valor de asestar aquel día su telescopio, ni sobre el jardín, ni sobre el taller, ni sobre el secadero.

Sabía muy bien to que iba a pasar en la casa del po­bre Cornelius para tener necesidad de mirar en ella. Incluso no se levantó cuando su único criado que envi­diaba la suerte de los criados de Cornelius no menos amargamente que Boxtel envidiaba la suerte del amo, entró en su habitación. Boxtel le dijo:

‑Hoy no me levantaré; estoy enfermo.

Hacia las nueve, oyó un gran ruido en la calle y tem­bló ante lo que significaba; en ese momento estaba más pálido que un verdadero enfermo, más tembloroso que un verdadero febril.

Entró su criado y Boxtel se ocultó bajo la sábana.

‑¡Ah, señor! ‑exclamó el criado, no sin imaginar­se que iba, aun deplorando la desgracia ocurrida a Van Baerle, a anunciar una buena noticia a su amo‑. ¡Ah, señor! ¿No sabéis lo que pasa en este momento?

‑¿Cómo quieres tú que lo sepa? ‑respondió Box­tel con voz casi ininteligible.

‑¡Pues bien! En este momento, mi señor Boxtel, están arrestando a vuestro vecino el doctor Cornelius van Baerle, como culpable de alta traición a los Estados.

‑¡Bah! ‑murmuró Boxtel con voz débil‑. ¡No es posible!

‑¡Cáspita! Esto es lo que se dice, por lo menos; por otra parte, acabo de ver entrar en su casa al juez Van Spennen y a los arqueros.

‑¡Ah! Si los has visto ‑dijo Boxtel‑ es otra cosa.

‑En todo caso, voy a informarme ‑anunció el criado‑ y estad tranquilo, os mantendré al corriente.

Boxtel se contentó con aprobar con un signo el celo de su criado.

Éste salió y volvió a entrar quince minutos después.

‑¡Oh, señor! Todo lo que os he contado ‑dijo­- es la pura verdad.

‑¿Cómo?

‑Han arrestado al señor Van Baerle; lo han meti­do en un coche y acaban de expedirlo a La Haya.

‑¡A La Haya!

‑Sí, donde, si lo que dicen es verdad, no hará buen tiempo para él.

‑¿Y qué dicen? ‑preguntó Boxtel.

‑¡Cáspita, señor! Se dice, pero no es muy seguro, que los burgueses deben de estar a esta hora asesinan­do a los señores Corneille y Jean de Witt.

‑¡Oh! ‑murmuró o más bien.hipó Boxtel cerran­do los ojos para no ver la terrible imagen que se ofrecía sin duda a su mirada.

«¡Cáspita! ‑exclamó para sí el criado al salir‑. Es preciso que Mynheer Isaac Boxtel esté muy enfermó para no haber saltado del lecho ante semejante noticia.»

En efecto, Isaac Boxtel estaba muy enfermo; enfer­mo como un hombre que acaba de asesinar a otro.

Pero él había asesinado a ese hombre con una doble finalidad; la primera estaba cumplida, faltaba cumplir la segunda.

Llegó la noche. La noche que esperaba Boxtel.

Se levantó del lecho y poco después se subía al sico­moro.

Había calculado bien: nadie pensaba en guardar el jardín; casa y criados estaban trastornados.

Oyó sonar sucesivamente las diez, las once y media­noche.

A la medianoche, con el corazón brincándole, las manos temblorosas y el rostro lívido, descendió del ár­bol, cogió una escalera, la aplicó contra el muro, subió hasta el penúltimo escalón y escuchó.

Todo estaba tranquilo. Ni un ruido turbaba el silen­cio de la noche.

Una sola luz brillaba en toda la casa.

La de la nodriza.

Ese silencio y esta oscuridad enardecieron a Boxtel.

Pasó una pierna por encima del muro, deteniéndo­se un momento sobre el remate; luego, bien seguro de que no había.nada que temer, pasó la escalera de su jar­dín al de Cornelius y descendió.

Después, como sabía exactamente el lugar donde se hallaban enterrados los bulbos del futuro tulipán negro, corrió en su dirección, siguiendo sin embargo los sen­deros para no ser traicionado por la huella de sus pasos, y, llegado al sitio preciso, con una alegría salvaje, hun­dió sus manos en la tierra blanda.

No encontró nada y creyó haberse equivocado.

Mientras tanto, el sudor perlaba su frente.

Buscó al lado: nada.

Buscó a la derecha, a la izquierda: nada.

Buscó por delante y por detrás: nada.

Le faltó poco para volverse loco, cuando se dio cuenta por último que la tierra estaba removida ya desde aquella misma mañana.

En efecto, mientras Boxtel se hallaba en el lecho, Cornelius había descendido a su jardín desenterrando la cebolla, y como hemos visto, la había dividido en tres bulbos.

Boxtel no podía decidirse a abandonar el lugar. Había revuelto con sus manos más de tres metros cua­drados.

Finalmente, ya no le quedó ninguna duda de su dés­gracia.

Ebrio de cólera, alcanzó la escalera, pasó la pierna por encima del muro, alzó la escalera, tirándola a su jar­dín y saltó tras ella.

De repente, le embargó una última esperanza.

Que los bulbos estuvieran en el secadero.

Sólo se trataba de penetrar en el secadero como ha­bía penetrado en eljardín.

Allí los encontraría.

Por lo demás, la tarea no era mucho más difícil.

Las vidrieras del secadero se alzaban como las de un invernadero.

Cornelius van Baerle las había abierto aquella mis­ma mañana y a nadie se le había ocurrido cerrarlas.

Todo consistía en procurarse una escalera bastante larga, una escalera de seis metros en lugar de cuatro.

Boxtel había observado que en la calle donde vivía había una casa en reparación; a lo largo de aquella casa habían levantado una escalera gigantesca.

Esa escalera era la que necesitaba Boxtel, si los obre­ros no se la habían llevado.

Corrió a la casa; la escalera estaba allí.

La cogió y se la llevó con gran trabajo a su jardín; con más trabajo todavía, la apoyó contra el muro que dividía su casa de la de su vecino Cornelius van Baerle.

La escalera alcanzaba de justeza las celosías.

Boxtel se metió una linterna sorda encendida en su bolsillo, subió por la escalera y penetró en el secadero.

Llegado a ese tabernáculo, se detuvo, apoyándose contra la mesa; las piernas le flaqueaban y su corazón latía hasta ahogarle.

Allí, era todavía peor que en el jardín: se diría que el aire del campo quitaba a la propiedad lo que tenía de respetable; el que salta por encima de un seto o escala un muro, se detiene ante la puerta o la ventana de una ha­bitación.

En el jardín, Boxtel no era más que un merodeador; en la habitación, era un ladrón.

Sin embargo, recobró el valor: no había llegado has­ta allí para regresar a su casa con las manos vacías.

Y se puso a buscar, a abrir y cerrar todos los cajo­nes, a incluso el cajón privilegiado donde había estado el depósito que acababa de ser tan fatal a Cornelius; encontró, como en un jardín, etiquetadas las plantas, la Joannis, la Witt, el tulipán marrón, el tulipán café tos­tado, pero del tulipán negro o más bien de los bulbos donde estaba todavía dormido y oculto en los limbos de la floración, no había ninguna señal.

Y, sin embargo, en el registro de las simientes y de los bulbos llevado por partida doble por Van Baerle con más cuidado y exactitud que el registro comercial de las primeras firmas de Amsterdam, Boxtel leyó estas líneas:

Hoy, 20 de agosto de 1672, he desenterrado la cebo­lla del gran tulipán negro que he separado en tres bul­bos perfectos.

‑¡Esos bulbos! ¡Esos bulbos! ‑aulló Boxtel devas­tando todo el secadero‑. ¿Dónde ha podido ocultarlos?

Luego, de repente, golpeándose la frente hasta aplas­tarse el cerebro, exclamó en voz alta:

‑¡Oh! ¡Miserable de mí! ¡Ah, tres veces perdido Boxtel! ¿Es que alguien se separa de sus bulbos, es que alguien los abandona en Dordrecht cuando se parte para La Haya, es que alguien puede vivir sin esos bulbos, cuando esos bulbos son los del gran tulipán negro? ¡Habrá tenido tiempo de cogerlos, el muy infame! ¡Los tiene encima, se los ha llevado a La Haya!

Fue como un relámpago que mostrara a Boxtel el abismo de un crimen inútil.

Cayó fulminado sobre aquella misma mesa, en aquel mismo lugar donde, unas horas antes, el infortunado Baerle había admirado tan largo rato y tan deliciosa­mente los bulbos del tulipán negro.

«¡Pues bien! Después de todo ‑se dijo el envidio­so, levantando su lívida cabeza‑, si él los tiene, sólo puede guardarlos mientras esté vivo, y...»

El resto de su horrible pensamiento se absorbió en una espantosa sonrisa.

«Los bulbos están en La Haya ‑pensó‑. No es, pues, en Dordrecht donde he de vivir.

»¡A La Haya a por los bulbos! ¡A La Haya!»

Y Boxtel, sin prestar atención a las inmensas rique­zas que abandonaba, preocupado por aquella otra ines­timable riqueza, salió por la celosía, se dejó deslizar a lo largo de la escalera, llevó el instrumento de robo adon­de to había cogido, y, parecido a un animal de presa, entró rugiendo en su casa.

IX

LA HABITACIÓN FAMILIAR

Era alrededor de la medianoche cuando el pobre Van Baerle fue encarcelado en la prisión de la Buyten­hoff.

Lo que previera Rosa había sucedido. Al hallar la celda de Corneille vacía, la cólera del pueblo había sido grande, y si padre Gryphus se hubiera encontrado al alcance de aquellos furiosos habría pagado evidente­mente por su prisionero.

Pero aquella cólera se había saciado largamente en los dos hermanos, que habían sido alcanzados por los asesinos, gracias a la precaución tomada por Guillermo, el hombre de las precauciones, de hacer cerrar las puer­tas de la ciudad.

Había llegado, pues, el momento en que la prisión se había vaciado y donde el silencio había sucedido al espantosó tronar de aullidos que rodaba por las esca­leras.

Rosa había aprovechado aquel momento para salir de su escondrijo y había hecho salir a su padre.

La prisión estaba completamente desierta; ¿para qué quedarse en la prisión cuando se degollaba en la Tol‑Hek?

Gryphus salió todo tembloroso detrás de la valien­te Rosa. Fueron a cerrar bien que mal la gran puerta, y decimos bien que mal, porque estaba medio desvencija­da. Se veía que el torrente de una poderosa cólera había pasado por allí.

Hacia las cuatro, se oyó volver el ruido, pero ese ruido no tenía nada de inquietante para Gryphus y su hija. Ese ruido era el de los cadáveres que arrastraban y que venían a ocupar el lugar acostumbrado de las ejecu­ciones.

Rosa se ocultó una vez más, para no ver el horrible espectáculo.

A medianoche llamaron a la puerta de la Buyten­hoff, o más bien a la barricada que la reemplazaba.

Traían a Cornelius van Baerle.

‑Ahijado de Corneille de Witt ‑murmuró Gry­phus con su sonrisa de carcelero tras leer en la tarjeta de registro la calidad del prisionero‑. Ah, joven, aquí tenemos justamente la habitación familiar; os la va­mos a dar.

Y encantado por el chiste que acababa de hacer, el feroz orangista cogió su farol y las llaves para conducir a Cornelius a la celda que aquella misma mañana había abandonado Corneille de Witt para ir al exilio tal como lo entienden en tiempo de revolución esos grandes moralistas que dicen como un axioma de alta política:

‑Solamente los muertos no vuelven.

Gryphus se preparó, pues, para conducir al ahijado a la celda de su padrino.

Por el camino que tenía que recorrer para llegar a esa habitación, el desesperado florista no oyó nada más que el ladrido de un perro, ni vio nada más que el ros­tro de una joven.

El perro salió de su caseta excavada en el muro sacu­diendo una gruesa cadena, y olfateó a Cornelius a fin de reconocerlo en el momento en que le ordenaran devorarlo.

La joven, cuando el prisionero hizo gemir la baran­dilla de la escalera bajo su mano entorpecida, entreabrió el postigo de la habitación en la que vivía en el hueco de esa misma escalera. Y con la lámpara en la mano dere­cha, alumbró al mismo tiempo su encantador rostro rosado enmarcado por una admirable cabellera rubia de espesas guedejas, mientras con la izquierda cruzaba so­bre el pecho su blanco camisón, porque había sido des­pertada de su primer sueño por la inesperada llegada de Cornelius.

Aquel era realmente un hermoso cuadro para pintar y en todo digno del maestro Rembrandt: esa espiral negra de la escalera iluminada por el farol rojizo de Gryphus, con la sombría figura del carcelero en lo alto, la melancólica figura de Cornelius que se inclinaba so­bre la barandilla para mirar; por debajo de él, encuadra­do por el postigo luminoso, el suave rostro de Rosa, y su gesto púdico un poco inútil tal vez por la posición elevada de Cornelius, colocado sobre aquellos escalones desde donde su mirada acariciaba vaga y tristemente los hombros blancos y redondos de la joven.

Y, abajo, completamente en la sombra, en ese lugar de la escalera donde la oscuridad hace desaparecer los detalles, los ojos de carbunclo del moloso[L4] , sacudiendo su cadena de eslabones a la cual la doble luz de la lám­para de Rosa y del farol de Gryphus venía a agregarle unas brillantes lentejuelas.

Pero lo que el sublime maestro no habría podido plasmar en su cuadro, era la expresión dolorosa que apa­reció en el rostro de Rosa cuando vió a aquel hermoso joven, pálido, subir la escalera lentamente y pudo aplicar­le esas siniestras palabras pronunciadas por su padre:

‑Tendréis la habitación familiar.

Esta visión duró un momento, mucho más corto del que hemos empleado en describirla. Luego, Gryphus continuó su camino, Cornelius se vio obligado a seguir­le, y cinco minutos después entraba en el calabozo que resulta inútil describir, porque el lector ya lo conoce.

Gryphus, después de haber mostrado con el dedo al prisionero el lecho sobre el que tanto había sufrido el mártir que en aquella misma jornada había rendido su alma a Dios, recogió su farol y salió.

En cuanto a Cornelius, una vez solo, se arrojó so­bre el lecho, pero no se durmió. No cesó de fijar su mirada en la estrecha ventana enrejada que tomaba su día de la Buytenhoff; de esta forma vio blanquear más allá de los árboles ese primer rayo de luz que el cielo deja caer sobre la tierra como un blanco manto.

Aquí y allá, durante la noche, algunos rápidos caba­llos habían galopado por la Buytenhoff; los pasos pesa­dos de las patrullas habían golpeado los pequeños guija­rros redondos de la plaza, y las mechas de los arcabuces, encendiéndose al viento del oeste, habían lanzado hasta los vidrios de la prisión intermitentes destellos.

Pero cuando el naciente día argentó la techumbre acaballada de las casas, Cornelius, impaciente por saber si algo vivía a su alrededor, se acercó a la ventana y pa­seó circularmente una triste mirada.

En el extremo de la plaza, se alzaba una masa ne­gruzca teñida de azul oscuro por las brumas matinales, destacando sobre las pálidas casas su silueta irregular.

Cornelius reconoció el patíbulo.

De este patíbulo colgaban dos informes pingajos que no eran más que unos esqueletos todavía sangrantes.

El buen pueblo de La Haya había despedazado las carnes de sus víctimas, pero las había traído fielmente al patíbulo para dar pretexto a una doble inscripción tra­zada sobre una enorme pancarta.

Y sobre aquella pancarta, con sus ojos de veintiocho años, Cornelius consiguió leer las líneas trazadas con el grueso pincel de algún embadurnador de rótulos:

Aquí cuelgan: el gran criminal llamado Jean de Witt, y el pequeño bribón Corneille de Witt, su hermano, dos enemigos del pueblo, pero grandes amigos del rey de Francia.

Cornelius lanzó un grito de horror, y en un trans­porte de terror delirante golpeó la puerta con pies y manos, tan rudamente y tan precipitadamente que Gryphus acudió furioso, con su manojo de enormes lla­ves en la mano.

Abrió la puerta profiriendo horribles imprecaciones contra el prisionero que le importunaba en horas en las que no se acostumbraba a importunar.

‑¡Encima esto! Otro De Witt furioso ‑exclamó‑. ¡Pero estos De Witt tienen el diablo en el cuerpo!

‑Señor, señor‑dijo Cornelius agarrando al carce­lero por el brazo y arrastrándole hacia la ventana‑ ‑ . Señor, ¿qué he leído allá abajo?

‑¿Dónde?

‑En aquella pancarta.

Y temblando, pálido y jadeante, le señaló, en el fon­do de la plaza, el patíbulo coronado por la cínica ins­cripción.

Gryphus se echó a reír.

‑¡Ah, eso! ‑respondió‑. Sí, la habéis leído... ¡Pues bien, mi querido señor!, ahí es donde se llega cuando se mantienen relaciones con los enemigos del señor príncipe de Orange.

‑¡Los señores De Witt han sido asesinados! ‑murmuró Cornelius, el sudor bañándole la frente y dejándose caer sobre el colchón, los brazos colgando, los ojos cerrados.

‑Los señores De Witt han sufrido la justicia del pueblo ‑replicó Gryphus‑. ¿Llamáis a eso asesinato? Yo digo mejor, ejecutados.

Y, viendo que el prisionero no sólo se había calma­do, sino que permanecía postrado, salió de la celda, ti­rando de la puerta con violencia, y haciendo correr los cerrojos con ruido.

Volviendo en sí, Cornelius se halló solo y recono­ció el aposento en el que se encontraba, la «habitación familiar, como la había llamado Gryphus, como el paso fatal que había de conducirle a una triste muerte.

Y como era un filósofo, como era sobre todo un cristiano, comenzó por rogar por el alma de su padrino, luego por la del ex gran pensionario; después, por últi­mo, se resignó él mismo a todos los males que Dios quisiera enviarle.

Luego, después de haber descendido del cielo a la tierra, de haber entrado de la tierra a su calabozo, de haberse asegurado bien de que en el calabozo estaba solo, sacó de su pecho los tres bulbos del tulipán negro y los ocultó detrás de la piedra de arenisca sobre la que se colocaba el cántaro tradicional, en el rincón más os­curo de la celda.

¡Inútil labor de tantos años! ¡Destrucción de tan dulces esperanzas! ¡Su descubrimiento iba pues a de­sembocar en la nada como él en la muerte... ! En esta prisión, sin una brizna de hierba, sin un átomo de tie­rra; sin un rayo de sol.

Ante ese pensamiento, Cornelius entró en una som­bría desesperanza de la que no salió más que por una circunstancia extraordinaria.

¿Cuál fue esa circunstancia?

Esto es to que nos reservamos para explicar en el capítulo siguiente.

X

LA HIJA DEL CARCELERO

Aquella misma tarde, cuando traía la pitanza del prisionero, Gryphus, al abrir la puerta de la prisión, resbaló en el húmedo enlosado y trastabilló intentando sostenerse. Pero, apoyando la mano en falso, se rompió el brazo por encima de la muñeca.

Cornelius hizo un movimiento hacia el carcelero.

‑No es nada ‑dijo Gryphus no dándose cuenta de la gravedad del accidente‑. No os mováis.

Y quiso levantarse apoyándose sobre su brazo, pero el hueso se le dobló; solamente entonces sintió Gry­phus el dolor y lanzó un grito.

Comprendió que tenía el brazo roto, y este hombre tan duro para los demás cayó desmayado sobre el um­bral de la puerta, donde se quedó inerte y frío, pareci­do a un muerto.

Durante ese tiempo, la puerta de la prisión había permanecido abierta, y Cornelius se hallaba casi libre.

Pero no se le ocurrió la idea de aprovecharse de este accidente; había visto la forma en que el brazo se había doblado y el ruido que había hecho; sabía que existía fractura y dolor; no pensó en otra cosa que en socorrer al herido, por mal intencionado que le hubiera parecido en la única entrevista que había tenido con él. Al ruido que Gryphus hizo al caer, al gemido que había dejado escapar, se oyó un paso precipitado en la escalera, y a la aparición que siguió inmediatamente al rumor de ese paso, Cornelius profirió un pequeño gri­to al que respondió el grito agudo de una joven.

La que había respondido al grito lanzado por Cor­nelius era la bella frisona, que viendo a su padre tendi­do en el suelo y al prisionero inclinado sobre él, creyó al principio que Gryphus, cuya brutalidad conocía, ha­bía caído a continuación de una lucha sostenida entre aquél y su padre.

Cornelius comprendió lo que ocurría en el corazón de la joven en el mismo momento en que la sospecha entraba en la mente de aquélla.

Pero traída por la primera ojeada a la verdad, y aver­gonzada por lo que había llegado a pensar, levantó ha­cia el joven sus bellos ojos húmedos, diciendo:

‑Perdón y gracias, señor. Perdón por lo que había pensado, y gracias por lo que vos hacéis.

Cornelius enrojeció.

‑No hago más que cumplir con mi deber de cris­tiano ‑contestó‑, al socorrer a mi semejante.

‑Sí, y al socorrerlo esta tarde, habéis olvidado las injurias que os dirigió esta mañana. Señor, esto es más que humanidad, es más que cristianismo.

Cornelius alzó la mirada hacia la bella niña, comple­tamente asombrado por haber oído salir de la boca de una hija del pueblo una palabra a la vez tan noble y tan compasiva.

Pero no tuvo tiempo de testimoniarle su sorpresa. Gryphus, recobrado de su desmayo, abrió los ojos, y su acostumbrada brutalidad le volvió con la vida:

‑¡Ah! Ved lo que ocurre ‑dijo‑. Se da uno pri­sa en traer la cena, me caigo al apresurarme, al caer me rompo el brazo, y vos me dejáis aquí sobre los ladrillos.

‑Silencio, padre mío ‑intervino Rosa‑. Sois injusto con este joven, al que he hallado ocupado en socorreros.

‑¡Él! ‑exclamó Gryphus con aire de duda.

‑Es verdad, señor, y estoy dispuesto a socorre­ros más.

‑¿Vos? ‑dijo Gryphus‑. ¿Sois, pues, médico?

‑Ésa es mi carrera primitiva ‑contestó el prisionero.

‑¿De forma que podríais componerme el brazo?

‑Perfectamente.

‑¿Y qué necesitáis para ello, veamos?

‑Dos cuñas de madera y unas tiras de tela.

‑Ya oyes, Rosa ‑comentó Gryphus‑. El prisio­nero va a arreglarme el brazo; esto es una economía; vamos, ayúdame a levantarme, parezco de plomo.

Rosa presentó su hombro al herido; éste rodeó el cuello de la joven con su brazo intacto, y haciendo un esfuerzo, se puso de pie, mientras Cornelius, para aho­rrarle camino, empujaba hacia él un sillón.

Gryphus se sentó y luego, volviéndose hacia su hija dijo:

‑¡Y bien! ¿No has oído? Ve a buscar lo que se te pide.

Rosa descendió y regresó un instante después con dos duelas de barril y una gran venda de tela.

Cornelius había empleado aquel tiempo en guitar la chaqueta al carcelero y en subirle las mangas.

‑¿Esto es to que deseáis, señor? ‑preguntó Rosa.

‑Sí, señorita ‑asintió Cornelius posando los ojos sobre los objetos traídos‑. Sí, eso es. Ahora, acercad esta mesa mientras sostengo el brazo de vuestro padre.

Rosa empujó la mesa. Cornelius colocó el brazo roto encima, a fin de que se hallara plano, y con una habilidad perfecta, reajustó la fractura, adaptó la cuña y apretó las vendas.

Con el último alfiler, el carcelero se desmayó por segunda vez.

‑Id a buscar vinagre, señorita ‑pidió Cornelius‑, le frotaremos las sienes y volverá en sí.

Pero en lugar de cumplir la prescripción que le ha­bía hecho, Rosa, después de asegurarse de que su padre se hallaba realmente sin conocimiento, avanzó hacia Cornelius.

‑Señor ‑dijo‑, servicio por servicio.

‑¿Es decir, mi bella niña? ‑preguntó Cornelius.

‑Es decir, señor, que el juez que debe interrogaros mañana ha venido a informarse hoy de la celda en la que os hallábais; que le han dicho que ocupábais la del señor Corneille de Witt, y que a esa respuesta, se ha reído de una forma tan siniestra que me hace creer que no os espera nada bueno.

‑Pero ‑preguntó Cornelius‑, ¿qué pueden ha­cerme?

‑¿Véis desde aquí ese patíbulo?

‑Pero yo no soy culpable en absoluto ‑replicó Cornelius.

‑¿Lo eran ellos, los que están allá abajo, colgados, mutilados, desgarrados?

‑Es verdad ‑dijo Cornelius entristeciéndose.

‑Por otra parte ‑continuo Rosa‑ la opinion pú­blica quiere que seáis culpable. Pero en fin, culpable o no, vuestro proceso comenzará mañana, pasado maña­na seréis condenado: las cosas van deprisa en los tiem­pos que corren.

‑¡Y bien! ¿Qué opináis de todo esto, señorita?

‑Opino que yo estoy sola, que soy débil, que mi padre está desmayado, que el perro tiene el bozal pues­to, que nada, por consiguiente, os impide salvaros. Sal­vaos, pues, esto es lo que opino.

‑¿Qué decís?

‑Digo que no he podido salvar a los señores Corneille y Jean de Witt, por desgracia, y que me gustaría salvaros a vos. Solo que, actuad deprisa, mirad cómo respira ya mi padre, dentro de un minuto tal vez abrirá los ojos, y entonces será ya demasiado tarde. ¿Dudáis?

En efecto, Cornelius permanecía inmóvil, contem­plando a Rosa, pero como si la mirara sin oírla.

‑¿No comprendéis? ‑insistió la joven impaciente.

‑Sí, claro que comprendo ‑contestó Cornelius‑. Pero...

‑¿Pero... ?

‑Rehúso. Os acusarían.

‑¿Qué importa? ‑dijo Rosa ruborizándose.

‑Gracias, niña ‑replicó Cornelius‑, pero me quedo.

‑¡Os quedáis! ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡No habéis comprendido, pues, que seréis condenado... condena­do a muerte, ejecutado sobre un patíbulo y tal vez ase­sinado, destrozado como han asesinado y destrozado al señor Jean y al señor Corneille! En nombre del cielo, no os ocupéis de mí y huid de esta celda en que os halláis. Tened cuidado, trae la desgracia a los De Witt.

‑¡Eh! ‑exclamó el carcelero despertándose‑. ¿Quién habla de esos bribones, de esos miserables, de esos criminales De Witt?

‑No os importa, buen hombre ‑dijo Cornelius con su dulce sonrisa‑. Lo peor que hay para las frac­turas es calentarse la sangre ‑luego, por lo bajo, dijo a Rosa‑: Niña mía, yo soy inocente, esperaré a mis jue­ces con la tranquilidad y la calma de un inocente.

‑Silencio ‑advirtió Rosa.

‑Silencio, ¿y por qué?

‑Es preciso que mi padre no sospeche que hemos conversado.

‑¿Qué mal habría?

‑¿Qué mal habría...? Me impediría volver aquí para siempre ‑explicó la joven.

Cornelius recibió esta inocente confidencia con una sonrisa, le parecía que un poco de felicidad lucía en su infortunio.

‑¡Y bien! ¿Qué masculláis los dos ahí? ‑dijo Gryphus levantándose y sosteniendo su brazo derecho con el brazo izquierdo.

‑Nada ‑respoñdió Rosa‑. El señor me prescri­be el régimen que habéis de seguir.

‑¡El régimen que debo seguir! ¡El régimen que debo seguir! ¡Vos también, vos también tenéis uno que seguir, bonita!

‑¿Cuál, padre mío?

‑No venir a la celda de los prisioneros, o, al menos, salir lo más aprisa posible; ¡caminad, pues, delante de mí, y ligerita!

Rosa y Cornelius intercambiaron una mirada.

La de Rosa quería decir:

«Ya veis.»

La de Cornelius significaba:

«¡Que sea lo que el Señor quiera!»

XI

EL TESTAMENTO DE CORNELIUS

VAN BAERLE

Rosa no se había equivocado. Los jueces acudieron al día siguiente a la Buytenhoff, a interrogaron a Cor­nelius van Baerle. Por to demás, el interrogatorio no fue muy largo; estaba comprobado que Cornelius había guardado en su casa aquella correspondencia fatal de los De Witt con Francia.

No lo negó en absoluto.

Solamente existía, a los ojos de los jueces, la duda de que aquella correspondencia le hubiera sido entregada por su padrino, Corneille de Witt.

Pero como, después de la muerte de los dos márti­res, Cornelius van Baerle no tenía nada que ocultar, no solamente no negó que el depósito le había sido confia­do por Corneille en persona, sino que todavía contó cómo, de qué forma y en qué circunstancias le había sido confiado.

Esta confidencia implicaba al ahijado en el crimen de su padrino.

Existía complicidad patente entre Corneille y Cor­nelius.

Cornelius no se limitó a esta confesión: dijo toda la verdad con respecto a sus simpatías, sus costumbres y sus familiaridades. Explicó su indiferencia en políticas, su amor por el estudio, por las artes, por las ciencias y por las flores. Contó que nunca, desde el día en que Corneille había venido a Dordrecht y le había confiado aquel depósito, lo había tocado ni incluso mirado.

Se le objetó que a ese respecto era imposible que dijera la verdad, ya que los papeles estaban encerrados justamente en un armario donde cada día se hundían las manos y los ojos.

Cornelius respondió que eso era verdad, pero que él no metía la mano en el cajón más que para asegurarse de que sus cebollas estaban bien secas; y que solamente dirigía la mirada a él para asegurarse de si sus cebollas comenzaban a germinar.

Se le objetó que su pretendida indiferencia con res­pecto a ese depósito no podía sostenerse razonablemen­te, porque resultaba imposible que habiendo recibido semejantes documentos de mano de su padrino, no conociera su importancia.

A lo que él respondió que su padrino Corneille le amaba mucho y, sobre todo, que era un hombre dema­siado prudente como para haberle dicho nada acerca del contenido de aquellos papeles, ya que esta confidencia no hubiera servido más que para atormentar al deposi­tario.

Se le objetó que si el señor De Witt hubiera actua­do de esa forma, habría añadido al paquete en caso de accidente, un certificado constatando que su ahijado era completamente extraño a esa correspondencia, o bien, durante su proceso, le habría escrito alguna carta que pudiese servir para su justificación.

Cornelius respondió que probablemente su padrino no había pensado que su depósito corriera ningún pe­ligro, oculto como estaba en un armario que era consi­derado tan sagrado como el Arca por toda la casa Van Baerle; que por consiguiente había juzgado el certifica­do inútil; que, en cuanto a una carta, tenía algún recuer­do de que un momento antes de su arresto, y cuando estaba absorto en la contemplación de una cebolla de las más raras, el servidor del señor Jean de Witt había en­trado en el secadero y le había entregado un papel; pero que de todo aquello no le había quedado más que un recuerdo parecido al que se tiene de una visión, que el sirviente había desaparecido, y que en cuanto al papel, tal vez se encontraría si se le buscaba bien.

En cuanto a Craeke, era imposible hallarlo, tenien­do en cuenta que había abandonado Holanda.

Y en lo tocante al papel, era tan poco probable que se encontrara, que no se tomaron el trabajo de buscarlo.

El mismo Cornelius no insistió mucho sobre ese punto, ya que, suponiendo que aquel papel se hallara, podía no tener ninguna relación con la correspondencia que constituía el cuerpo del delito.

Los jueces parecieron querer empujar a Cornelius a defenderse mejor de lo que lo hacía; utilizaron frente a él aquella benigna paciencia que denota o bien a un magistrado interesado por el acusado, o bien a un ven­cedor que abate a su adversario, y que, siendo comple­tamente dueño de él, no tiene necesidad de oprimirlo para perderlo.

Cornelius no aceptó en absoluto esta hipócrita pro­tección, y en la última respuesta que profirió con la nobleza de un mártir y la calma de un justo, dijo:

‑Me preguntáis, señores, cosas a las que no tengo nada que responder, sino la exacta verdad. Ahora bien, la exacta verdad es ésta. El paquete entró en mi casa por el camino que he explicado; protesto delante de Dios que ignoraba y que ignoro todavía su contenido; que solamente en el día de mi arresto supe que ese depósi­to era la correspondencia del ex gran pensionario con el marqués de Louvois. Protesto, finalmente, que ignoro cómo ha podido saberse que ese paquete estaba en mi casa, y sobre todo cómo puedo ser culpable por haber recogido lo que me traía mi ilustre y desgraciado pa­drino.

Éste fue todo el alegato de Cornelius. Los jueces deliberaron.

Consideraron:

Que todo brote de disención civil es funesto por cuanto resucita la guerra que a todos interesa extinguir.

Uno de ellos, y era un hombre que pasaba por un profundo observador, estableció que ese joven tan fle­mático en apariencia, debía de ser muy peligroso en realidad, supuesto que debía ocultar bajo su manto de hielo que le servía de envoltura un ardiente deseo de vengar a los señores De Witt, sus allegados.

Otro hizo observar que el amor a los tulipanes se alía perfectamente con la política, y que está histórica­mente probado que varios hombres de los más peligro­sos han trabajado en un jardín ni más ni menos como si fuera su oficio, aunque en el fondo estuvieran ocupados realmente en otra cosa. Ejemplo, Tarquino el Viejo, que cultivaba adormideras en Cumas, y el gran Condé, que regaba sus claveles en la fortaleza de Vicennes, y ello en el momento en que el primero meditaba su re­greso a Roma y el segundo su salida de la prisión.

El juez concluyó con este dilema:

O Cornelius van Baerle quiere mucho a los tulipa­nes o quiere mucho a la política; en uno a otro caso, nos ha mentido: en primer lugar porque está probado que se ocupaba de la política y ello por las cartas que se han hallado en su casa; a continuación porque se ha proba­do que se ocupaba de los tulipanes. Los bulbos que es­tán allí dan fe de ello. Finalmente, y aquí está la enor­midad; ya que Cornelius van Baerle se ocupaba a la vez de los tulipanes y de la política, el acusado era, pues, de una naturaleza híbrida, de una organización anfibia, trabajando con igual ardor la política y el tulipán, lo que le otorgaría todos los caracteres de la especie de hom­bres más peligrosos para la tranquilidad pública, y una cierta o más bien, una completa analogía con los gran­des cerebros de los que Tarquino el Viejo y el señor De Condé proporcionaban hace un momento un ejemplo.

El resultado de todos esos razonamientos fue que el príncipe estatúder de Holanda sentiría, sin duda alguna, un agradecimiento infinito hacia la magistratura de La Haya por simplificarle la administración de las Siete Provincias, al destruir hasta el menor germen de cons­piración contra su autoridad.

Este argumento privó sobre todos los otros, y para destruir eficazmente el germen de las conspiraciones, fue pronunciada por unanimidad la pena de muerte contra Cornelius van Baerle, culpable y convicto de haber participado, bajo las inocentes apariencias de un aficionado a los tulipanes, en las detestables intrigas y en los abominables complots de los señores De Witt con­tra la nacionalidad holandesa, y en sus secretas relacio­nes con el enemigo francés.

La sentencia llevaba subsidiariamente que el susodi­cho Cornelius van Baerle sería sacado de la prisión de la Buytenhoff para ser conducido al cadalso erigido en la plaza del mismo nombre, donde el ejecutor de las condenas le cortaría la cabeza.

Como esta deliberación había sido formal, había durado una media hora, y durante esta media hora, el prisionero había sido reintegrado a su prisión.

Fue allí donde el escribano de los Estados vino a leerle el fallo.

Maese Gryphus estaba retenido en su lecho por la fiebre que le causaba la fractura de su brazo. Sus llaves habían pasado a las manos de uno de sus criados su­pernumerarios, y detrás de ese criado, que había intro­ducido al escribano, Rosa, la bella frisona, había venido a colocarse en el rincón de la puerta, con un pañuelo so­bre la boca para ahogar sus suspiros y sus sollozos.

Cornelius escuchó la sentencia con un rostro más asombrado que triste.

Leída la sentencia, el escribano le preguntó si tenía algo que objetar.

‑Por mi fe, no ‑respondió‑. Confieso solamen­te que entre todos los motivos de muerte que un hom­bre precavido puede prever para evitarlos, no hubiese sospechado jamás éste.

Tras esta respuesta, el escribano saludó a Cornelius van Baerle con toda la consideración que ese tipo de funcionarios conceden a los grandes criminales de todo género.

‑A propósito, señor escribano ‑dijo Cornelius, cuando aquél se disponía a salir‑. ¿Para qué día es la cosa, si me hacéis el favor?

‑Pues, para hoy ‑respondió el escribano, un poco molesto por la sangre fría del condenado.

Un sollozo estalló detrás de la puerta.

Cornelius se inclinó para ver quién había dejado escapar aquel sollozo, pero Rosa, adivinando el movi­miento, se había echado hacia atrás.

‑Y ‑añadió Cornelius‑, ¿a qué hora es la eje­cución?

‑Al mediodía, señor.

‑¡Diablo! ‑exclamó Cornelius‑. Me parece que he oído dar las diez hace menos de veinte minutos. No tengo tiempo que perder.

‑Para reconciliaros con Dios, sí, señor ‑dijo el escribano inclinándose hasta el suelo‑, y podéis solici­tar al ministro de vuestra preferencia.

Diciendo estas palabras, salió andando hacia atrás, y el carcelero suplente iba a seguirle, cerrando la puerta de Cornelius cuando un brazo blanco y tembloroso se in­terpuso entre ese hombre y la pesada puerta.

Cornelius no vio más que el casco de oro con ore­jeras de puntillas blancas, tocado de las bellas frisonas; no oyó más que un murmullo al oído del carcelero; pero éste entregó sus pesadas llaves a la blanca mano que se le tendía y, descendiendo unos escalones, se sentó en medio de la escalera, guardada así en lo alto por él, y abajo por el perro.

El casco de oro dio media vuelta, y Cornelius reco­noció el rostro surcado de lágrimas y los grandes ojos azules anegados de la bella Rosa.

La joven avanzó hacia Cornelius apoyando sus dos manos sobre su desgarrado pecho.

‑¡Oh, señor, señor! ‑exclamó.

Y no acabó.

‑Mi bella niña ‑replicó Cornelius emocionado‑, ¿qué deseáis de mí? De ahora en adelante no tengo ya ningún poder sobre nada, os lo advierto.

‑Señor, vengo a reclamar de vos una gracia ‑dijo Rosa tendiendo sus manos mitad hacia Cornelius, mi­tad hacia el cielo.

‑No lloréis así, Rosa ‑advirtió el prisionero‑, porque vuestras lágrimas me enternecen mucho más que mi próxima muerte. Y, vos lo sabéis, cuanto más ino­cente es el prisionero, con más calma debe morir a in­cluso con alegría, ya que muere mártir. Vamos, no llo­réis más y decidme vuestro deseo, mi bella Rosa.

La joven se dejó caer de rodillas.

‑Perdonad a mi padre ‑pidió.

‑¡A vuestro padre! ‑exclamó Cornelius asom­brado.

‑Sí, ¡ha sido tan duro con vos! Pero es así por na­turaleza, es así con todos, y no es a vos particularmen­te a quien ha tratado con brutalidad.

‑Ha sido castigado, querida Rosa, incluso más que castigado por el accidente que le sobrevino, y yo le per­dono.

‑¡Gracias! ‑contestó Rosa‑. Y ahora, decidme, ¿puedo hacer a mi vez algo por vos?

‑Podéis secar vuestros bellos ojos, querida niña ‑respondió Cornelius con su dulce sonrisa.

‑Pero por vos... por vos...

‑El que no dispone más que de una hora para vi­vir, es un gran sibarita si tiene necesidad de alguna cosa, querida Rosa.

‑¿Ese ministro que os han ofrecido?

‑He adorado a Dios toda mi vida, Rosa. Le he adorado en sus obras, bendecido en su voluntad. Dios no puede tener nada contra mí. No os pediré, pues, un mimstro. El último pensamiento que me ocupa, Rosa, se relaciona con la glorificación de Dios. Ayudadme, que­rida, os lo ruego, en el cumplimiento de este último pensamiento.

‑¡Ah, señor Cornelius, hablad, hablad! ‑exclamó la joven inundada en lágrimas.

‑Dadme vuestra bella mano, y prometedme no reíros, niña mía.

‑¡Reír! ‑exclamó Rosa desesperada‑. ¡Reír en este momento! Pero entonces ¿vos no me habéis mira­do, señor Cornelius?

‑Os he mirado, Rosa, con los ojos del cuerpo y los ojos del alma. Jamás mujer más bella, jamás alma más pura se había ofrecido a mí; y si no os miro más a par­tir de este momento, perdonadme, es porque, dispues­to a salir de la vida, prefiero no tener nada que echar de menos en ella.

Rosa se sobresaltó. Cuando el prisionero decía es­tas palabras, sonaban las once en la torre de la Buyten­hoff.

Cornelius comprendió.

‑Sí, sí, apresurémonos ‑dijo‑. Tenéis razón, Rosa.

Entonces, sacando de su pecho, donde lo había ocultado de nuevo cuando pasó el temor de ser registra­do, el papel que envolvía los tres bulbos, explicó:

‑Mi bella amiga, he amado mucho las flores. Era en los tiempos en que ignoraba se pudiera amar otra cosa. ¡Oh! No os ruboricéis, no interpretéis mal, Rosa, aun­que os hiciera una declaración de amor, esto, pobre niña, no tendría ninguna consecuencia; abajo, en la Buyten­hoff, hay un cierto acero que dentro de sesenta minutos dará cuenta de mi temeridad. Así pues, decía que amaba las flores, y había hallado, por lo menos así lo creo, el se­creto del gran tulipán negro que se creía imposible, y que es, lo sepáis o no, el objeto de un premio de cien mil flo­rines propuesto por la Sociedad Hortícola de Haarlem. Esos cien mil florines, y Dios sabe que no me lamento por ellos, esos cien mil florines los tengo aquí en este papel; están ganados con los tres bulbos que encierra, y que podéis coger, Rosa, porque os los doy.

‑¡Señor Cornelius!

‑¡Oh! Podéis cogerlos, Rosa, no causáis ningún mal a nadie, niña mía. Estoy solo en el mundo; mi pa­dre y mi madre han muerto; no he tenido nunca herma­na ni hermano; no he pensado nunca en enamorarme de nadie, y si alguien se ha enamorado de mí, no lo he sa­bido jamás. Por otra parte, ya podéis ver, Rosa, que estoy abandonado, ya que en esta hora solamente vos estáis en mi calabozo, consolándome y socorriéndome.

‑Pero, señor, cien mil florines...

‑¡Ah! Seamos formales, querida niña ‑dijo Cor­nelius‑. Cien mil florines serán una hermosa dote a vuestra belleza; obtendréis los cien mil florines porque estoy seguro de mis bulbos. Los tendréis pues, querida Rosa, y no os pido a cambio más que la promesa de casaros con un muchacho valiente, joven, al que vos améis y que os ame tanto a vos como yo amaba las flo­res. No me interrumpáis, Rosa, que no dispongo más que de unos minutos...

La pobre chica se ahogaba bajo sus sollozos.

Cornelius le cogió la mano.

‑Escuchadme ‑continuó‑, así es cómo procede­réis. Coged tierra en mi jardín de Dordrecht. Pedid a Butruysheim, mi jardinero, tierra de mi platabanda nú­mero 6; plantad en ella y en una caja profunda esos tres bulbos, que florecerán en el próximo mayo, es decir, dentro de siete meses, y cuando veáis la flor en su tallo, pasad las noches protegiéndola del viento, los días sal­vándola del sol. Florecerá negra, estoy seguro. Enton­ces haced llamar al presidente de la Sociedad Hortícola de Haarlem. Hará constatar por el congreso el color de la flor, y os entregará los cien mil florines.

Rosa lanzó un gran suspiro.

‑Ahora ‑continuó Cornelius enjugando una temblorosa lágrima en el borde de su párpado y que era causada más bien por este maravilloso tullpán negro que no debía ver nunca‑ no deseo ya nada, sino que el tuli­pán se llame Rosa Barloensis, es decir, que recuerde al mismo tiempo vuestro nombre y el mío, y como no sa­biendo latín, podríais olvidar seguramente esta palabra, procuradme un lápiz y un papel para que os la escriba.

Rosa estalló en sollozos y le tendió un libro encua­dernado en piel, que llevaba las iniciales C. W.

‑¿Qué es esto? ‑preguntó el prisionero.

‑¡Ay! ‑respondió Rosa‑, es la Biblia de vuestro pobre padrino, Corneille de Witt. De ella tomó la fuerza para sufrir la tortura y oír sin palidecer su sentencia. La hallé en esta habitación después de la muerte del már­tir, y la he guardado como una reliquia; hoy os la traía, porque me parecía que había en este libro una fuerza verdaderamente divina. No habéis tenido necesidad de esta fuerza que Dios ya había puesto en vos. ¡Dios sea loado! Escrlbid encima lo que debéis escribir, señor Cornelius, y aunque tengo la desgracia de no saber leer, lo que escribáis será cumplido.

Cornelius cogió la Biblia y la besó respetuosamente. ‑¿Con qué escribiré? ‑preguntó.

‑Hay un lápiz en la Biblia ‑contestó Rosa‑. Es­taba ahí y to he conservado.

Era el lápiz que Jean de Witt había prestado a su hermano y que éste no había pensado en devolverle.

Cornelius lo cogió, y en la segunda página ‑por­que, como se recuerda, la primera había sido arranca­da‑, próximo a morir a su vez como su padrino, escri­bió con una mano no menos firme:

Este 23 de agosto de 1672, a punto de rendir, aun­que inocente, mi alma a Dios sobre un cadalso, lego a Rosa Gryphus el único bien que me queda de todos mis bienes en este mundo, ya que los otros han sido confis­cados; lego, digo, a Rosa Gryphus, tres bulbos que, en mi convicción profunda, deben dar en el mes de mayo próximo el gran tulipán negro, objeto del premio de clen mil florines ofrecido por la Sociedad de Haarlem, de­seando que ella cobre esos cien mil florines en mi lugar y como mi única heredera, con la sola condición de ca­sarse con un hombre joven de aproximadamente mi edad, que la ame y a quien ella ame, y de dar al gran tu­lipán negro que creará una nueva especie el nombre de Rosa Barloensis, es decir, su nombre y el mío reunidos.

¡Dios me halle en gracia y a ella en salud!

CORNELIUS VAN BAERLE.

Luego, devolviendo la Biblia a Rosa:

‑Leed ‑dijo.

‑Ya os he dicho ‑respondió la joven‑ que, por desgracia, no sé leer.

Entonces Cornelius leyó a Rosa el testamento que acababa de hacer.

Los sollozos de la pobre niña se redoblaron.

‑¿Aceptáis mis condiciones? ‑preguntó el prisionero sonriendo con melancolía y besando la punta de los dedos temblorosos de la bella frisona.

‑¡Oh! No sabría, señor ‑balbuceó ella.

‑No sabríais, niña mía, y ¿por qué?

‑Porque hay una condición que no podría man­tener.

‑¿Cuál? Creo, sin embargo, haber hecho lo conve­niente para nuestro tratado de alianza.

‑¿Me dais vos los cien mil florines a título de dote?

‑Sí.

‑¿Y para casarme con el hombre que ame?

‑Sin duda.

‑¡Pues bien!, señor, ese dinero no puede ser para mí. No amaré jamás a nadie y no me casaré.

Y después de estas palabras penosamente pronun­ciadas, Rosa dobló las rodillas y estuvo a punto de des­mayarse de dolor.

Cornelius, asustado al verla tan pálida y desfalleci­da, iba a cogerla en sus brazos, cuando un paso pesado, seguido de otros ruidos siniestros, sonó en las escaleras acompañado por los ladridos del perro.

‑¡Vienen a buscaros! ‑exclamó Rosa retorciéndo­se las manos‑. ¡Dios mío! ¡Dios mío! Señor, ¿no tenéis nada más que decirme?

Y cayó de rodillas, con la cabeza hundida en sus brazos, y completamente sofocada por los sollozos y las lágrimas.

‑Tengo que deciros que guardéis celosamente vuestros tres bulbos y los cuidéis según las prescripcio­nes que os he dado, y por mi amor. Adiós, Rosa.

‑¡Oh, sí! ‑murmuró ésta, sin levantar la cabeza‑. ¡Oh, sí! Haré todo lo que vos habéis dicho. Excepto ca­sarme ‑añadió por lo bajo‑. Porque esto, ¡oh!, esto, lo juro, es para mí una cosa imposible.

Y hundió en su seno palpitante el querido tesoro de Cornelius.

Este ruido que habían oído Cornelius y Rosa, era el que hacía el carcelero que volvía a buscar al condenado, seguido del ejecutor, de los soldados destinados a la guardia del paníbulo, y de los curiosos habituales de la prisión.

Cornelius, sin debilidad, pero sin fanfarronería, los recibió como amigos más que como perseguidores y se dejó imponer las condiciones que quisieron aquellos hombres para la ejecución de su oficio.

Luego, de una ojeada lanzada sobre la plaza por su pequeña ventana enrejada, percibió el patíbulo, y a vein­te pasos del patíbulo, la horca, de la cual habían sido descolgadas por orden del estatúder, las reliquias ultra­jadas de los dos hermanos De Witt.

Cuando se dispuso a descender para seguir a los guardias, Cornelius buscó con los ojos la mirada ange­lica de Rosa; pero no vio detrás de las espadas y las ala­bardas más que un cuerpo tendido al lado de un banco de madera y un rostro lívido medio velado por unos largos cabellos.

Pero al caer inanimada, Rosa, para seguir obedecien­do a su amigo, había apoyado su mano sobre su corpi­ño de terciopelo, a incluso en el olvido de toda vida, continuaba recogiendo instintivamente el precioso de­pósito que le había confiado Cornelius.

Y al abandonar el calabozo, el joven pudo entrever en los dedos crispados de Rosa la hoja amarillenta de aquella Biblia sobre la que Corneille de Witt había es­crito tan penosa y dolorosamente aquellas líneas que, si Cornelius las hubiese leído, habrían salvado infalible­mente a un hombre y a un tulipán.

XII

LA EJECUCIÔN

Cornelius no tenía que dar más de trescientos pasos fuera de la prisión para llegar al pie del patíbulo.

Al final de la escalera, el perro lo miró pasar tran­quilamente; Cornelius creyó incluso observar en los ojos del moloso una cierta expresión de dulzura que lin­daba con la compasión.

Tal vez el perro conociera a los condenados y no mordiera más que a los que salían libres.

Se comprende que cuanto más corto fuera el trayec­to de la puerta de la prisión al pie del patíbulo, más lle­no estuviera de curiosos.

Eran aquellos mismos que, mal apagada la sed de sangre de la que habían bebido ya tres días antes, espe­raban una nueva víctima.

Así, apenas apareció Cornelius, un aullido inmenso se prolongó por la calle, se extendió por toda la super­ficie de la plaza, y se alejó en diferentes direcciones, por las calles que conducían al patíbulo, y que la muche­dumbre llenaba.

De este modo, el patíbulo parecía una isla que estu­viera batida por el oleaje de cuatro o cinco tumultuosos ríos.

En medio de aquellas amenazas, de esos aullidos y de estas vociferaciones, para no oírlas, sin duda, Corne­lius se había absorbido en sí mismo.

¿En qué pensaba ese justo que iba a morir?

No era ni en sus enemigos, ni en sus jueces, ni en sus verdugos.

Era en los bellos tulipanes que vería desde lo alto del cielo, bien en Ceilán, bien en Bengala, bien más lejos, cuando sentado con todos los inocentes a la derecha de Dios, pudiera contemplar con piedad esta tierra donde habían degollado a los señores Jean y Corneille de Witt por haber pensado demasiado en la política, y donde iban a degollar al señor Cornelius van Baerle por haber pensado demasiado en los tulipanes.

«Cuestión de un golpe de espada ‑decía el filóso­fo‑, y mi bello sueño comenzará.»

Solamente quedaba por saber si como al señor De Chalais, al señor De Thou, y otras gentes mal ajusticia­das, el verdugo no le reservaba más de un golpe, es de­cir, más de un martirio, al pobre tulipanero.

No por ello Van Baerle subió menos resueltamente los escalones del patíbulo.

Subió orgullosamente, porque lo estaba, de ser el amigo de aquel ilustre Jean y el ahijado de aquel noble Corneille que los bellacos, reunidos para verle, habían despedazado y quemado tres días antes y colgado en aquel mismo lugar.

Se arrodilló, rezó su oración, y observó no sin expe­rimenter una viva alegría que al posar su cabeza sobre el tajo y manteniendo sus ojos abiertos, vería hasta el últi­mo momento la ventana enrejada de la Buytenhoff.

Por fin llegó la hora de hacer ese terrible movimien­to: Cornelius posó su mentón sobre el bloque húmedo y frío. Pero en ese momento, a su pesar, sus ojos se ce­rraron para sostener más resueltamente el horrible alud que iba a caer sobre su cabeza y a engullir su vida.

Un destello brilló sobre el piso del patíbulo; el ver­dugo levantaba su espada.

Van Baerle dijo adiós al gran tulipán negro, seguro de despertarse diciendo buenos días a Dios en un mun­do hecho de otra luz y de otro color.

Tres veces sintió pasar por su cuello tembloroso el viento frío de la espada.

Pero ¡oh, sorpresa!

No sintió ni dolor ni conmoción.

No vio ningún cambio de matiz.

Luego, de repente, sin saber por quién, Van Baerle se sintió levantado por unas manos bastante dulces y se encontró pronto sobre sus pies, un poco vacilante.

Volvió a abrir los ojos.

Alguien leía algo a su lado, sobre un gran pergami­no sellado con un gran timbre de cera roja.

Y el mismo sol, amarillo y pálido como conviene a un sol holandés, lucía en el cielo; y la misma ventana enrejada le miraba desde to alto de la Buytenhoff; y los mismos bellacos, ya no aullantes sino pasmados, le con­templaban desde abajo, en la plaza.

A fuerza de abrir los ojos, de mirar, de escuchar, Van Baerle comenzó a comprender esto:

Que monseñor Guillermo, príncipe de Orange, te­mía sin duda que las diecisiete libras de sangre que Van Baerle, con unas onzas más tenía en el cuerpo, no hicie­ran desbordar la copa de la justicia celeste; que había sentido piedad por su carácter y sus apariencias de ino­cencia.

En consecuencia, Su Alteza le había otorgado la gracia de la vida... Por eso la espada que se había alza­do con aquel reflejo siniestro había volteado tres veces alrededor de su cabeza cómo el pájaro fúnebre alrede­dor de la de Turnus, pero no se había abatido sobre ella y había dejado intactas sus vértebras.

Por eso era que no había sentido ni dolor ni conmoción. Por eso, que el sol continuaba riendo en el medio­cre azul, cierto, aunque muy soportable de las bóvedas celestés.

Cornelius, que había esperado a Dios y al panora­ma tulípido del Universo, quedó realmente un poco decepcionado; pero se consoló haciendo jugar con cier­to bienestar los resortes inteligentes de esa parte del cuerpo que los griegos llamaban trachelos y que noso­tros denominamos modestamente cuello.

Y luego Cornelius esperó que la gracia sería comple­ta, y que se le iba a devolver la libertad y sus plataban­das de Dordrecht.

Pero en eso se equivocó, porque como decía por aquel tiempo madame De Sévigné, había un post scrip­tum en la carta, y lo más importante de esta carta esta­ba encerrado en el post scriptum.

Por ese post scriptum, Guillermo, estatúder de Holanda, condenaba a Cornelius van Baerle a prisión perpetua.

No era demasiado culpable para la muerte, pero sí lo era para la libertad.

Cornelius escuchó, pues, el post scriptum, y luego, después de la primera contrariedad producida por la decepción que aquél aportaba, pensó:

«¡Bah! No se ha perdido todo. La reclusión perpe­tua tiene algo de bueno. Está Rosa en la reclusión per­petua. Están también mis tres bulbos del tulipán negro.»

Pero Cornelius olvidaba que las Siete Provincias pueden tener siete prisiones, una por provincia, y que el pan del prisionero es menos caro en cualquier parte que en La Haya, que es una capital.

Su Alteza Guillermo, que no tenía, al parecer, los medios para alimentar a Van Baerle en La Haya, lo en­viaba a cumplir su prisión perpetua a la fortaleza de Loevestein, muy cerca de Dordrecht y, sin embargo, por desgracia, muy lejos.

Porque Loevestein, dicen los geógrafos, está situa­da en la punta de la isla que forman, frente a Gorcum, el Waal y el Mosa.

Van Baerle sabía bastante historia de su país para no ignorar que el célebre Grotius había sido encerrado en ese castillo después de la muerte de Barneveldt, y que los Estados, en su generosidad hacia el célebre publicis­ta, jurisconsulto, historiador, poeta y teólogo; le habían concedido la suma de veinticuatro sous en Holanda por día para su alimentación.

«A mí, que estoy muy lejos de valer lo que Grotius ‑se dijo Van Baerle‑, me asignarán doce sous con gran trabajo, y viviré muy mal, pero en fin, viviré.»

Luego, de repente, golpeado por un terrible recuer­do, exclamó en voz alta:

‑¡Ah! ¡Ese país es húmedo y nuboso! ¡Y el terreno es malo para los tulipanes! Y además, Rosa, Rosa que no estará en Loevestein ‑murmuró ya en tono menor, dejando caer sobre el pecho la cabeza a la que tan poco había faltado para que cayera más abajo.

XIII

LO QUE OCURRÍA DURANTE ESE TIEMPO

EN EL ALMA DE UN ESPECTADOR

Mientras Cornelius reflexionaba sobre su suerte, una carroza se había aproximado al patiíbulo.

Aquella carroza era para el prisionero. Se le invitó a subir a ella; obedeció.

Su última mirada fue para la Buytenhoff. Esperaba ver en la ventana el rostro consolado de Rosa, pero la carroza estaba enganchada a buenos caballos que se llevaron ense­guida a Van Baerle del seno de las aclamaciones que voci­feraba aquella multitud en honor del muy magnánimo es­tatúder, con una cierta mezcla de invectivas dirigidas a los De Witt y a su ahijado salvado de la muerte.

Lo cual hacía decir a los espectadores:

‑Ha sido una suerte que nos hayamos apresurado a hacer justicia con aquel gran criminal de Jean y el muy bribón de Corneille, pues de no haber obrado así, la clemencia de Su Alteza nos los hubiera quitado como acaba de quitarnos a ése.

Entre todos aquellos espectadores que la ejecución de Van Baerle había atraído a la Buytenhoff, y a los que el giro de los acontecimientos había contrariado un poco, el que más era, evidentemente, cierto burgués vestido adecuadamente y que, desde la mañana, había empleado tan bien los pies y las manos, que había llega­do a no estar separado del patíbulo más que por la fila de soldados que rodeaban el instrumento de suplicio.

Muchos se habían mostrado ávidos de ver correr la sangre pérfida del culpable Cornelius; pero nadie había puesto en la expresión de este funesto deseo el encarni­zamiento que había empleado el burgués en cuestión.

Los más furiosos habían acudido a la Buytenhoff al rayar el día para obtener un buen puesto; pero él, ade­lantándose a los más furiosos, había pasado la noche en el umbral de la prisión, y de la prisión había llegado a la primera fila, como hemos dicho, unguibus et rostro, acariciando a los unos y golpeando a los otros.

Y cuando el verdugo había conducido a su conde­nado al patíbulo, el burgués, subido a un mojón de la fuente para mejor ver y ser visto mejor, había hecho al verdugo un gesto que significaba:

«Está convenido, ¿verdad?»

Gesto al que el verdugo había respondido con otro que quería decir:

«Estad tranquilo.»

¿Quién era, pues, ese burgués que parecía estar tan a bien con el verdugo, y qué quería decir ese intercam­bio de gestos?

Nada más natural; aquel burgués era Mynheer Isaac Boxtel que desde el arresto de Cornelius había venido, como hemos visto, a La Haya para tratar de apropiarse de los tres bulbos del tulipán negro.

Boxtel había intentado primero inclinar a Gryphus hacia sus intereses, pero éste tenía algo de bulldog por la fidelidad, la desconfianza y la vigilancia de sus presas. En consecuencia, había tomado a contrapelo el odio de Box­tel, al que había considerado como un ferviente amigo que se interesaba por cosas indiferentes para preparar seguramente algún medio de evasión del prisionero.

Así, a las primeras proposiciones que Boxtel le ha­bía hecho, para sustraer los bulbos que Cornelius van Baerle debía de ocultar, si no en su pecho, al menos en algún rincón de su calabozo, Gryphus sólo había res­pondido con una expulsión acompañada de las caricias del perro de la escalera.

Boxtel no se había descorazonado por un fondillo de los pantalones dejado en los dientes del moloso. Había vuelto a la carga.

Al estar Gryphus en su lecho, febril y con el brazo roto, Boxtel se había vuelto hacia Rosa, ofreciendo a la joven, a cambio de los tres bulbos, un tocado de oro puro. A lo que la noble joven, aunque ignorando toda­vía el valor del robo que se le proponía y por el que le ofrecían pagar tan bien, había enviado al tentador al verdugo, no solamente el último juez, sino también el último y macabro heredero del condenado a muerte.

El envío hizo nacer una idea en la mente de Boxtel.

Entretanto, el fallo se había pronunciado, fallo expe­ditivo, como se vio. Isaac se detuvo en consecuencia en la idea que le había sugerido Rosa; fue a buscar al verdugo.

Isaac no se imaginaba que Cornelius no muriera con sus tulipanes sobre el corazón.

En efecto, Boxtel no podía adivinar dos cosas:

Rosa, es decir, el amor.

Guillermo, es decir, la clemencia.

Menos Rosa y Guillermo, los cálculos del envidio­so eran exactos.

Menos Guillermo, Cornelius moriría.

Menos Rosa, Cornelius moriría, con sus bulbos so­bre el corazón.

Mynheer Boxtel fue, pues, a buscar al verdugo, se presentó a él como un gran amigo del condenado, y menos las joyas de oro y el dinero que dejaba al ejecu­tor, compró todos los espolios del futuro muerto por la suma un poco exorbitante de cien florines.

Pero ¿qué eran cien florines para un hombre casi seguro de adquirir por esa suma el premio de la Socie­dad de Haarlem?

Aquello era dinero invertido al mil por uno, lo que resulta, hay que convenir en ello, una bonita imposición.

La tarea del verdugo, por su parte, era casi nula para ganarse sus cien florines. Sólo debía, acabada la ejecu­ción, dejar a Mynheer Boxtel subir al patibulo con sus criados para recoger los restos inanimados de su amigo.

Lo que, por lo demás, estaba en uso entre los fieles cuando uno de sus maestros moría públicamente en la Buytenhoff.

Un fanático como Cornelius podía muy bien tener otro fanático que diera cien florines por sus reliquias.

Así pues, el verdugo aceptó la proposición. No ha­bía puesto más que una condición: que sería pagado por adelantado.

Boxtel, como las gentes que entran en las barracas de feria, podía no quedar contento y por consiguiente no querer pagar al salir.

Boxtel pagó por adelantado y esperó.

Juzguemos después de esto si Boxtel estaba emocio­nado, si vigilaba a los guardias y al carcelero, si los movimientos de Van Baerle le inquietaban: cómo se colocaría éste sobre el tajo, cómo caería; si al caer no aplastaría en su caída los inestimables bulbos; ¿habría tenido cuidado al menos de encerrarlos en una caja de oro, por ejemplo, ya que el oro era el más duro de to­dos los metales?

No intentaremos describir el efecto producido en este digno mortal por la detención producida en la eje­cución de la sentencia. ¿Para qué perdía el tiempo el verdugo haciendo brillar su espada por encima de la cabeza de Cornelius, en lugar de abatir aquella cabeza? Pero cuando vio al carcelero coger la mano del conde­nado, levantarlo mientras sacaba de su bolsillo un pergamino; cuando oyó la lectura pública de la gracia con­cedida por el estatúder, Boxtel no fue ya un hombre. La rabia del tigre, de la hiena y de la serpiente estalló en sus ojos, en su grito, en su gesto; si se hubiera hallado al alcance de Van Baerle, se habría lanzado sobre él y lo habría asesinado.

Así pues, Cornelius viviría, Cornelius iría a Loeve­stein; y se llevaría sus bulbos a la prisión, y tal vez encon­traría un jardín donde hacer florecer el tulipán negro.

Existen ciertas catástrofes que la pluma de un pobre escritor no puede describir, viéndose obligado a dejar suelta la imaginación de sus lectores en toda la simpli­cidad del hecho.

Boxtel, pasmado, cayó de su mojón sobre algunos orangistas descontentos como él del giro que acababa de tomar el asunto, los cuales, creyendo que los gritos lan­zados por Mynheer Isaac, lo eran de alegría, le colma­ron de puñetazos, que, ciertamente, no hubieran sido mejor dados por el bando contrario.

Pero ¿qué podían añadir algunos puñetazos al dolor que sentía Boxtel?

Quiso entonces correr hacia la carroza que se lleva­ba a Cornelius con sus bulbos. Pero en su apresuramien­to, no vio un adoquín que sobresalía, tropezó, perdió su centro de gravedad, rodó diez pasos y sólo se levantó enloquecido, magullado, cuando todo el fangoso popu­lacho de La Haya hubo pasado por encima de su cuerpo.

Dentro de estas circunstancias, Boxtel, que se halla­ba en vena de desgracias, lo fue también por sus ropas desgarradas, su espalda martirizada y sus manos arañadas.

Podría creerse que esto ya era bastante para Boxtel.

Nos equivocaríamos.

Boxtel, puesto en pie, se arrancó cuantos cabellos pudo, y los lanzó en holocausto a esa divinidad feroz e insensible que se llama Envidia.

XIV

LOS PALOMOS DE DORDRECHT

Constituía ya ciertamente un gran honor para Cor­nelius van Baerle el ser encerrado justamente en aque­lla misma prisión que había recibido al sabio Grotius.

Pero una vez llegado a la prisión, le esperaba un honor mucho más grande. Ocurrió que la celda ocupada por el ilustre amigo de Barneveldt estaba vacante en Loevestein cuando la clemencia del príncipe Guillermo de Orange envió allí al tulipanero Cornelius van Baerle.

Esa celda tenía realmente una mala reputación en el castillo desde que, gracias a la imaginación de su mujer, Grotius había huido en el famoso baúl de libros que se habían olvidado de registrar.

Por otro lado, el que le dieran aquella celda por alo­jamiento, le pareció de muy buen augurio a Van Baerle, porque nunca, según su punto de vista, un carcelero hu­biera debido hacer habitar a un segundo palomo la jaula de donde un primero había volado tan fácilmente.

La celda es histórica. No perderemos, pues, nuestro tiempo consignando aquí los detalles, salvo un hueco que había sido practicado por madame Grotius. Era una cel­da de prisión como las otras, más alta tal vez; así, por la ventana enrejada, se disponía de una encantadora vista.

Por otra parte, el interés de nuestra historia no re­side en un cierto número de descripciones de interiores. Para Van Baerle, la vida era otra cosa que un aparato respiratorio, El pobre prisionero amaba más allá de su máquina neumática dos cosas de las que sólo el pensa­miento, este libre viajero, podía en lo sucesivo conse­guirle la posesión artificial:

Una flor y una mujer, la una y la otra perdidas para siempre para él.

¡Por fortuna, el bueno de Van Baerle se equivocaba! Dios, que en el momento en que caminaba hacia el pa­tíbulo, le había mirado con la sonrisa de un padre, le reservaba en el seno mismo de su prisión, en la celda de Grotius, la existencia más venturosa que jamás tulipane­ro alguno hubiera podido vivir.

Una mañana, desde su ventana, mientras aspiraba el aire fresco que subía del Waal y admiraba en la lejanía, tras un bosque de chimeneas, los molinos de Dordrecht, su patria, vio una bandada de palomos que venían des­de ese punto del horizonte a posarse, agitándose al sol, sobre los remates agudos de Loevestein.

«Estos palomos ‑se dijo Van Baerle‑ vienen de Dordrecht, y por consiguiente deben de regresar allí.» Alguien que fijara un mensaje en el ala de uno de esos palomos tendría la oportunidad de comunicar sus noti­cias a Dordrecht, donde alguien debía llorarlo.

«Ese alguien ‑añadió Van Baerle para sí después de un momento de meditación‑ sere yo.»

Se es paciente cuando se tienen veintiocho años y se está condenado a prisión perpetua, es decir, a algo como veintidós o veintitrés mil días de prisión.

Van Baerle, siempre pensando en sus tres bulbos, porque este pensamiento latía siempre en el fondo de su pecho, confeccionó una trampa para palomos. Intentó capturar esos volátiles con todos los recursos de su ha­cienda, dieciocho sous de Holanda por día ‑doce sous de Francia‑ y al cabo de un mes de infructuosas ten­tativas, cazó una hembra.

Tardó otros dos meses para capturar un macho; lue­go los encerró juntos, y hacia principios del año 1673, habiendo obtenido unos huevos, soltó a la hembra que, confiando en el macho que los cubría en su lugar, se dirigió alegremente hacia Dordrecht con su mensaje bajo el ala.

Regresó por la noche.

Había conservado el mensaje.

Lo guardó así quince días, con gran decepción de Van Baerle al principio y luego con gran desesperación.

Al decimosexto día, por fin, regresó de vacío.

Ahora bien, Van Baerle dirigía esa nota a su nodri­za, la vieja frisona, y suplicaba a las almas caritativas que la hallaran, que la entregaran con la mayor seguridad y rapidez posible.

En esta carta, dirigida a su nodriza, había una pe­queña nota destinada a Rosa.

Dios, que transporta con su aliento las simientes de alhelíes a las murallas de los viejos castillos y las hace florecer con un poco de lluvia, permitió que la nodriza de Van Baerle recibiera aquella carta.

Sucedió así:

Dejando Dordrecht por La Haya y La Haya por Gorcum, Mynheer Isaac Boxtel había abandonado no solamente su casa, a su criado, su observatorio, su teles­copio, sino también sus palomos.

El criado, al que había dejado sin dinero, comenzó por comerse los pocos ahorros que tenía y a continua­ción se puso a comerse los palomos.

Viendo lo cual, los palomos emigraron del tejado de Isaac Boxtel al tejado de Cornelius van Baerle.

La nodriza poseía un bondadoso corazón y tenía necesidad de amar algo. Sintió una buena amistad por los palomos que habían acudido demandándole hospitalidad, y cuando el criado de Isaac reclamó para comér­selos a los doce o quince últimos como se había comi­do los doce o quince primeros, le ofreció rescatarlos mediante seis sous de Holanda el ejemplar.

Esto era el doble de lo que valían los palomos; así pues, el criado lo aceptó con gran alegría.

La nodriza pasó a ser entonces la legítima propieta­ria de los palomos del envidioso.

Estos palomos estaban mezclados con aquellos que en sus peregrinaciones visitaban La Haya, Loevestein y Rotterdam, yendo a buscar sin duda trigo de otra natu­raleza, cañamones de otro gusto.

El azar, o más bien Dios, Dios al que vemos en el fondo de todas las cosas, había hecho que Cornelius van Baerle cazara precisamente uno de aquellos palomos.

Resulta de ello que si el envidioso no hubiera aban­donado Dordrecht para seguir a su rival a La Haya pri­mero, luego a Gorcum o a Loevestein, como se verá, no estando separadas las dos localidades más que por la union del Waal y del Mosa, hubiera sido en sus manos y no en las de la nodriza donde habría caído la nota escrita por Van Baerle, de suerte que el pobre prisione­ro, como el cuervo del remendón romano, habría per­dido su tiempo y su trabajo, y en lugar de tener que contar los variados sucesos que, semejantes a un tapiz de mil colores van a desarrollarse bajo nuestra pluma, no hubiéramos tenido que describir más que una serie de días pálidos, tristes y sombríos como el manto de la noche.

La nota cayó, pues, en manos de la nodriza de Van Baerle.

De este modo, hacia los primeros días de febrero, cuando las primeras horas de la noche descendían del cielo dejando tras ellas las estrellas nacientes, Cornelius oyó en la escalera de la torrecilla una voz que le hizo estremecer.

Se llevó la mano al corazón y escuchó.

Aquélla era la voz dulce y armoniosa de Rosa.

Confesémoslo, Cornelius no hubiera quedado tan aturdido por la sorpresa, tan loco de alegría como lo hubiese estado sin la historia del palomo. El palomo le había traído la esperanza bajo su ala vacía a cambio de su carta, y como conocía a Rosa esperaba tener cada día, si le habían entregado la nota, noticias de su amor y de sus bulbos.

Se levantó, aguzando el oído, inclinando el cuerpo hacia la puerta.

Sí, aquéllos eran realmente los acentos que tan dul­cemente le habían emocionado en La Haya.

Pero ahora, Rosa, que había realizado el viaje de La Haya a Loevestein; Rosa, que había conseguido, Corne­lius no sabía cómo, penetrar en la prisión, ¿lograría lle­gar felizmente hasta el prisionero?

Mientras Cornelius, a ese respecto, amontonaba pensamiento sobre pensamiento, deseos sobre inquietu­des, el postigo colocado en la puerta de su celda se abrió, y Rosa, resplandeciente de alegría, de compostu­ra, bella sobre todo por la pena que había empalideci­do sus mejillas desde hacía cinco meses, pegó su rostro al enrejado de Cornelius diciéndole:

‑¡Oh, señor! Señor, aquí estoy.

Cornelius extendió el brazo, miró al cielo y lanzó un grito de alegría.

‑¡Oh! ¡Rosa, Rosa! ‑exclamó.

‑¡Silencio! Hablemos bajo, mi padre me sigue ‑advirtió la joven.

‑¿Vuestro padre?

‑Sí, está en el patio, al pie de la escalera, recibe las instrucciones del gobernador, va a subir.

‑¿Las instrucciones del gobernador...?

‑Escuchadme, voy a tratar de decíroslo todo en dos palabras: El estatúder tiene una casa de campo a una legua de Leiden, una gran lechería no es otra cosa: mi tía, su nodriza, es la que lleva la dirección de todos los animales que están encerrados en esa granja. Cuando recibí vuestra carta no pude leerla, por desgracia, pero cuando vuestra nodriza me la leyó, corrí a casa de mi tía; allí me quedé hasta que el príncipe vino a la lechería, y cuando vino, le pedí que mi padre cambiara sus funcio­nes de primer portallaves de la prisión de La Haya por las funciones de carcelero de la fortaleza de Loevestein. No se imaginaba mi propósito; de haberlo sabido, tal vez hubiera rehusado; por el contrario, lo concedió.

‑De forma que estáis aquí.

‑Como véis.

‑¿De forma que os veré todos los días?

‑Lo más a menudo que pueda.

‑¡Oh, Rosa! ¡Mi bella madona Rosa! ‑dijo Cor­nelius‑. ¿Me amáis, pues, un poco?

‑Un poco... ‑contestó ella‑. ¡Oh! No sois bas­tante exigente, señor Cornelius.

Cornelius le tendió apasionadamente las manos, pero sólo sus dedos pudieron tocarse a través del enre­jado.

‑¡Aquí está mi padre! ‑exclamó la joven.

Y Rosa abandonó vivamente la puerta y se lanzó hacia el viejo Gryphus que apareció en lo alto de la escalera.

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