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viernes, 30 de julio de 2010

La muerte del borracho --- Charles Dickens


La muerte del borracho

Charles Dickens




Nos atrevemos a asegurar que apenas hay nadie que tenga la costumbre de pasearse por los barrios más populosos de Londres y no pueda recordar entre sus "conocidos de vista", como decimos con frase familiar, a al­gún ser de aspecto desastroso y ruin, cayen­do cada vez más por grados casi impercep­tibles en la abyección y que, por lo andrajo­so y mísero de sus trazas, no provoque una fuerte y penosa impresión a aquel con quien se cruza. ¿Existe por ventura, alguien, mez­clado con la sociedad o que por sus ocupa­ciones tenga que mezclarse de vez en cuan­do, que no pueda recordar los tiempos en los cuales algún desdichado cubierto de ha­rapos y cohombre, que ahora va arrastrán­dose con toda la escualidez del sufrimiento y la pobreza, había sido un respetable co­merciante, o un oficinista, o un hombre de vida próspera, con buenas perspectivas y medios decentes? ¿No puede alguno de nuestros lectores recordar entre la lista de sus conocidos de algún día, a algún hombre caído y envilecido, que perece sobre el pa­vimento, en hambrienta miseria y de quien todo el mundo se aparta fríamente y que se defiende a sí mismo de la inanición nadie sabe cómo? ¡Dios mío! Demasiados fre­cuentes son, por desgracia, tales casos, que reconocen una causa -la embriaguez- esa avidez por el lento y seguro veneno que triunfa de toda consideración; que deja a un lado todo: mujer, hijos, amigos, felicidad y salud, y precipita locamente a sus víctimas en la decadencia y la muerte.

Varios de estos hombres han sido empuja­dos por el infortunio o la miseria hacia el vi­cio que los ha degradado: la ruina de sus es­peranzas, la muerte de algún ser querido, la tristeza que consume paulatinamente, pero que no mata, los ha aturdido, y presentan el lamentable aspecto de los locos, muriendo lentamente por sus propias manos. Pero la mayor parte se ha sumergido consciente­mente en aquel golfo donde el hombre que entra ya no sale más, sino que cae cada vez más hondo, hasta que ya no hay esperanzas de salvación.

Uno de estos hombres estaba una vez sen­tado junto al lecho donde su mujer se moría; tenía a sus hijos arrodillados a su alrededor, mientras que, por lo bajo, mezclaba sus so­llozos con inocentes plegarias. La habita­ción era pobre y destartalada, y bastaba una ligera ojeada para convencerse de que aque­lla forma pálida que iba perdiendo la luz de la vida era víctima del dolor, la necesidad y las ansiosas preocupaciones que habían apesadumbrado su corazón un año tras otro. Una mujer más anciana, con el rostro cu­bierto de lágrimas, sostenía la cabeza de la moribunda, que era su hija. Pero no era ha­cia ella a quien la agonizante dirigía su páli­do rostro. No era a su mano, que aquellos fríos y temblorosos dedos apretaban: oprimían el brazo de su esposo. Los ojos a pun­to de ser cegados por la muerte, se posaban en su faz, y el hombre se estremeció ante su mirada. Su traje estaba sucio y roto, su ros­tro congestionado y sus ojos sanguinolentos. Había sido reclamado desde alguna infame orgía, al lecho de dolor y muerte.

Una luz velada, a un costado de la cama, proyectaba una débil claridad sobre el gru­po y a su alrededor, dejando el resto de la habitación en tinieblas. El silencio de la no­che reinaba fuera de la casa y la quietud de la muerte dominaba en el ambiente. Un re­loj pendía de la pared, en un repostero; su cansino tictac era lo único que rompía aquel profundo silencio, de una manera solemne, ya que todos aquellos que lo oían sabían que antes de dar otra hora, aquella pobre mujer habría muerto.

Es cosa terrible esperar la llegada de la muerte, saber que se ha desvanecido toda esperanza y que no hay salvación. Y estar sentado contando las horas temerosas de una larga noche, larga, larga..., como sólo saben los que velan a los enfermos. Hiela la sangre oír los secretos más caros al corazón -los secretos guardados largos años-, y que ahora confiesa el desesperado e incons­ciente ser que tenemos delante; y saber que toda la ciencia de este mundo no sirve de nada para arrebatar a aquel ser querido a la muerte. Muchos relatos han sido hechos por los moribundos; relatos de culpa y de cri­men, tan espantosos, que los circunstantes han huido del lecho del enfermo con horror y espanto, a no ser que les haya herido la lo­cura por lo que oyeron; y más de un desgra­ciado ha muerto solo, delirando sobre cosas que harían retroceder al más osado.

Ninguno de estos relatos tenían que oírse al lado del lecho ante el cual unos niños se arrodillaban. Sus sollozos y llanto medio ahogados rompían el silencio de la misera­ble habitación. Y cuando, al final, la mano de la madre se aflojó y, mirando sucesiva­mente a los hijos y al padre, intentó en vano hablar cayendo hacia atrás, sobre la almo­hada, todo quedó tan silencioso que parecía que se había sumergido en un profundo sue­ño. Se inclinaron sobre ella; la llamaron por su nombre, suavemente al principio, y luego en los tonos agudos y profundos de la de­sesperación, sin que la pobre mujer pronun­ciase una palabra. Auscultaron su pecho; pero no se percibió ningún ruido. Buscaron su corazón; pero ni el más débil latido fue perceptible. ¡El corazón se había roto, y ella había muerto!

El marido se desplomó sobre una silla al lado del lecho y cruzó sus manos sobre la frente, que le ardía. Miró a sus hijos, pero cuando sus ojos llorosos se encontraban con los suyos, desfallecía bajo las miradas. Nin­guna palabra de consuelo llegaba a sus oí­dos, ninguna mirada amable se fijaba en su rostro. Todos se apartaban de él y le evita­ban; y cuando, al fin, salió de la habitación, nadie le acompañó ni intentó consolar al viudo.

Ya habían pasado aquellos tiempos en que algún amigo le habría acompañado en su aflicción y algún pésame sincero le hubiera consolado en su dolor. ¿Dónde estaban aho­ra? Uno por uno, amigos, conocidos, sus más remotas relaciones habían abandonado al borracho. Sólo su mujer se le había mos­trado siempre fiel, lo mismo en la dicha que en la desgracia, en la enfermedad y la po­breza. ¿Y cómo le había correspondido él? Lo arrancaron de la taberna para llevarle a su lecho de muerte sólo por el tiempo justo de verla morir.

Salió bruscamente de su casa y anduvo de prisa por las calles. Remordimientos, miedo, vergüenza, todo se confundía en su mente. Perturbado por la bebida e impactado con la escena que acababa de contemplar, volvió a entrar en la taberna que hacía poco había abandonado. Una copa sucedió a otra. Su sangre se exaltó y la cabeza empezó a darle vueltas. ¡Muerta! Todos tenemos que morir; pero, ¿por qué ahora ella? Era demasiado

buena para él; sus amistades lo decían a me­nudo. ¡Malditos sean! ¿Acaso no la habían abandonado y dejado llorando en su casa? Bien... Estaba muerta y quizá era feliz. Mejor que así hubiese sucedido. Otro vaso... y otro... ¡Viva! La vida era alegre mientras du­raba, y él quería disfrutar de ella lo más po­sible.

Pasó el tiempo; los cuatro niños que ella le dejó se hicieron mayores. El padre continua­ba siendo el mismo, aunque más pobre y más harapiento, con aire más disoluto, pero siempre idéntico, firme e irremediable bo­rracho. Los muchachos, que vivían en esta­do casi salvaje, le habían abandonado. Sólo quedaba la hija, que trabajaba rudamente y que, con amenazas o golpes, le proporcio­naba a veces algo para la taberna. De ma­nera que él seguía su mismo camino habi­tual y se divertía de lo lindo.

Una noche, a eso de las diez, y como la muchacha hubiera estado enferma algunos días y sólo tuviese escaso dinero para beber, dirigió sus pasos hacia su casa, pensando que si quería que ella estuviese en disposi­ción de proporcionarle dinero era preciso que la enviase al médico de la parroquia o, en todo caso, se enterase de qué la aqueja­ba, cosa que hasta entonces no había hecho. Era una noche húmeda de diciembre, sopla­ba un viento frío y penetrante, y caía la llu­via pesadamente. Mendigó unos cuantos medios peniques a un transeúnte y después de haber comprado un panecillo, ya que le interesaba conservarle la vida a su hija, si­guió adelante tan de prisa como el viento y la lluvia se lo permitían.

A espaldas del Fleet Street, entre ella y la ribera del río, hay una serie de patios pe­queños y estrechos, que forman parte de Whitefriars: a uno de estos dirigió sus pasos.

Los vericuetos por donde se metió podían, en cuanto a suciedad y miseria, competir con el rincón más oscuro del antiguo san­tuario en sus aspectos más inmundos y ham­pones de todas las épocas. Las casas, de una altura de dos a cuatro pisos, tenían el sello indeleble que una larga exposición a la in­temperie, la niebla y el moho pueden causar a un edificio construido con los más despa­rejos y groseros materiales. Las ventanas te­nían en vez de cristales, papeles, y, por cor­tinas, los más estrafalarios trapos; las puertas se salían de sus quicios; se veían muchos pa­los y alambres para tender la ropa, y voces de borrachos y ruido de discusiones salían de cada casa.

La solitaria lámpara en el centro del patio estaba apagada, fuese por la violencia del viento o por obra de algún habitante que te­nía buenas razones para oponerse a que su vivienda llamase demasiado la atención; y la única luz que caía sobre el roto y desigual pavimento procedía de unas miserables ve­las que aquí y allá lanzaban pálidos deste­llos, en casa de aquellos potentados que po­dían permitirse tanto lujo. Una cloaca corría por el centro del pasadizo, cuyo desagrada­ble olor era más intenso a causa de la lluvia; y a medida que el viento silbaba a través de las viejas casas, las puertas y postigos cru­jían sobre sus quicios y las ventanas batían con tal violencia que a cada momento pare­cía que amenazasen con destruirlo todo.

El hombre que hemos seguido hasta esta madriguera caminaba en la oscuridad, tro­pezando a veces con la cloaca o con otros afluentes producidos por la lluvia, y que acarreaban toda suerte de desperdicios. La puerta, o mejor dicho, lo que quedaba de ella, estaba abierta de par en par, por la con­veniencia de los numerosos vecinos; y por ella el hombre emprendió la ascensión de la vieja y estropeada escalera, hacia la buhar­dilla.

Sólo le faltaban para llegar uno o dos es­calones cuando la puerta se abrió, y una muchacha, cuyo aspecto demacrado y míse­ro sólo corrían parejos con la vela que su mano intentaba ocultar, asomó ansiosamen­te la cabeza:

-¿Eres tú, padre?

-¿Quién tenía que ser entonces? -repli­có el hombre con mal humor-. ¿Por qué tiemblas? Poco he podido beber hoy, porque donde no hay dinero, no hay bebida, y don­de no hay trabajo, no hay dinero. ¿Qué de­monios te pasa?

-No me encuentro bien, padre, no me encuentro bien -respondió ella, estallando en lágrimas.

-¡Ah! -replicó el hombre en el tono de una persona que se ve obligada a tener que reconocer algo muy desagradable-. Tienes que ponerte mejor, porque tienes que ganar dinero. Anda al médico de la parroquia y que te dé alguna medicina. Para eso le pa­gan, ¡maldito sea!... ¿Por qué te plantas así en la puerta? Déjame entrar.

-Padre -murmuró la muchacha-, Gui­llermo ha vuelto.

-¿Quién? -exclamó el hombre con un sobresalto.

-¡Calla! -replicó ella-. Guillermo; mi hermano Guillermo.

-¿Y qué se le ofrece? -dijo el hombre haciendo un esfuerzo para contenerse-. ¿Dinero? ¿Comida? ¿Bebida? Ha llamado a una mala puerta, si es así. Dame la vela, ton­ta, ¡no te voy a pegar!

Y le arrancó la vela de la mano y entró en la habitación.

Sentado en una vieja caja, con la cabeza apoyada en las palmas de las manos y los ojos fijos en un miserable fuego que ardía en el suelo, estaba un joven de unos veintidós años, míseramente vestido con una chaque­ta y unos pantalones viejos y ordinarios. Tu­vo un sobresalto cuando su padre entró.

-Cierra la puerta, María -dijo el joven precipitadamente-. Cierra la puerta. Parece como si no me conocieses, padre. Tiempo ha que me echaste de casa; también lo ha­brás tenido para olvidarme.

-¿Qué necesitas ahora? -dijo el padre, sentándose en un taburete al otro lado del fuego-. ¿Qué necesitas aquí ahora?

-Ocultarme -replicó el hijo-. Estoy en

un mal momento; eso es todo. Si me en­cuentran voy a bailar en el cabo de una cuerda. Y es seguro que me hallarán a me­nos que me esconda aquí.

-¿Quiere decir que has robado o matado? -dijo el padre.

-Sí; eso es -replicó el hijo-. ¿Te asom­bra eso, padre? -miró fijamente a los ojos del hombre, pero este los esquivó, bajando la vista al suelo.

-¿Dónde están tus hermanos? -preguntó luego de larga pausa.

-Donde no pueden estorbarte -replicó su hijo-. Juan se ha ido a América y Enri­que murió.

-¡Muerto! -exclamó el padre estreme­ciéndose.

-¡Muerto, sí! -replicó el joven-. Murió en mis brazos, de un balazo, como un perro. Se lo disparó el jefe de una mesa de juego. Cayó para atrás y su sangre me salpicó las manos. Corría como agua de su costado. Se sentía débil, se le nubló la vista, pero pudo arrastrarse por la hierba y se arrodilló, ro­gando a Dios que si tenía a su madre en el cielo, El escuchase sus ruegos en favor de su hijo menor. "Yo era su favorito, Will -di­jo-, y me alegra pensar que cuando ella se estaba muriendo, yo, que no era más que un niño y que sentía que se me rompía el cora­zón, me arrodillé a los pies de su cama y di gracias a Dios por haberme hecho tan bue­no para con ella, pues nunca hice yo brotar lágrima alguna de sus ojos. ¡Oh, Dios! ¿Por qué se llevaron a ella y padre se quedó?". Es­tas fueron sus palabras antes de morir -dijo el joven-. Escúchalas como gustes. Tú le pegaste en la cara, en un acceso de borra­chera, la mañana que nosotros huimos; ¡y aquí está el final de todo!

La muchacha lloraba, y el padre, hundien­do la cabeza entre sus manos y apoyando los codos sobre sus rodillas, la balanceaba de un lado a otro.

-Si me agarran -continuó el joven- me llevarán ante el jurado y me ahorcarán por

homicidio. No me pueden seguir las huellas hasta aquí si tú me ayudas, padre. Tú, si quieres, me puedes entregar a la justicia; pe­ro, si no lo haces, me quedaré aquí hasta que pueda escaparme al extranjero.

Durante dos días, los tres permanecieron encerrados en la habitación destartalada, atreviéndose apenas a moverse. A la tercera noche la muchacha se hallaba mucho peor que nunca, y los pocos mendrugos que te­nían se habían concluido. Era, pues, indis­pensable que alguien hiciese algo. Y como ella no podía salir por sí sola, salió el padre. Era ya casi noche cerrada.

En la parroquia le dieron una medicina pa­ra la hija y una pequeña ayuda monetaria. A la vuelta ganó seis peniques guardando un caballo. Y regresó a su casa con medios su­ficientes para sobrevivir dos o tres días.

Pasó por delante de una taberna. Titubeó un instante pero volvió atrás, dudó otra vez y, al fin, entró. Dos hombres, de quien no se había dado cuenta, estaban al acecho de él. Ya se disponían a abandonar todo, deses­perados de dar con la pista, cuando aquellos titubeos llamaron su atención; y al verle en­trar en la taberna le siguieron:

-Beberá conmigo, maestro -dijo uno de ellos, ofreciéndole una copa de whisky.

-Y también conmigo -erijo el otro, va­ciando su copa y volviéndola a llenar.

El hombre pensó en sus hijos hambrientos y en los peligros que corría Guillermo. Pero esto no significaba nada para el borracho: bebió, y la razón le abandonó.

-Hace una noche húmeda, Warden -murmuró uno de ellos a su oído, en el momento en que él se disponía a marcharse después de haberse gastado la mitad de su dinero del que, quizá, dependiera la vida de su hija.

-La noche más apropiada para que nues­tros amigos puedan esconderse, maestro Warden -observó el otro.

-Siéntese -dijo el que había hablado primero, llevándoselo a un rincón-. Nos hemos preocupado mucho por el mucha­cho. Hemos venido ex profeso para decirle que todo está a punto; pero que no podemos dar con él, ya que no sabemos dónde está metido, puesto que no nos dio sus señas, co­sa que no tiene nada de particular porque él mismo, cuando vino a Londres, no sabía concretamente a dónde dirigirse.

-No; ciertamente -respondió el padre.

Los dos hombres cambiaron una mirada.

-Hay un barco en el muelle que zarpa a medianoche, cuando la marea esté alta-re­sumió el primero-, y lo llevaremos a él. Su pasaje está tomado a nombre de otro, y, lo que es mejor, pagado. Ha sido una buena suerte encontrarle a usted.

-Grande -dijo el segundo.

-Una grandísima suerte -profirió el pri­mero, haciendo un guiño a su compañero.

-Otra copa, maestro. ¡De prisa! -dijo el personaje primero. Y, cinco minutos des­pués, el padre, en su inconsciencia, había puesto a su hijo en manos del verdugo.

El tiempo se arrastraba lento y pesado, mientras los dos hermanos, en su pobre es­condite escuchaban el menor ruido con an­siosa atención. Al fin, un paso torpe y fuerte resonó en la escalera; llegó al descanso, y el padre irrumpió en la habitación.

La muchacha advirtió que estaba borracho y avanzó hacia él con la vela en la mano, para sostenerlo; pero se paró bruscamente y con fuerte chillido se desplomó en el suelo: había visto la sombra de un hombre. Ambos entraron rápidamente. Enseguida, el joven era preso y maniatado.

-Hecho sin ruido -dijo el uno a su com­pañero- gracias al viejo. Levanta a la mu­chacha, Tom. ¡Vaya, vaya! No sirve de nada llorar, niña. Todo se ha acabado y ya no tie­ne remedio.

El joven se detuvo un instante ante su her­mana y luego se revolvió fieramente hacia su padre, quien había rodado hasta la pared y, apoyado en ella, contemplaba el grupo con la torpeza propia del borracho.

-Oigame, padre -dijo en un tono que estremeció a este hasta la médula de los huesos-. Mi sangre y la de mi hermano ca­erán sobre tu cabeza. Yo nunca he recibido de ti ni una buena mirada, ni una palabra cariñosa, ni cuidado alguno y, vivo o muer­to, no he de perdonarte. Muere cuando quieras o como quieras, que yo estaré a tu lado. Te hablo como un hombre muerto y te advierto, padre, que tan seguro como un día te veré ante el Hacedor, igualmente compa­recerán allí tus hijos, tomados de ta mano, pidiendo justicia contra ti. -Levantó sus manos esposadas en un ademán de amena­za, fijó sus ojos en su tembloroso padre y sa­lió despacio de la habitación; jamás ni su padre ni su hermana le vieron ya en este mundo.

Cuando la pálida y triste luz de la mañana de invierno penetró en la sucia ventana de la habitación maldita, Warden despertó de su pesado sueño y se halló solo. Se levantó y miró a su alrededor; el viejo colchón de la­

na, en el suelo, estaba intacto; todo se halla­ba como recordaba haberlo visto la víspera y no había signo alguno de que nadie, ex­ceptuando él mismo, hubiese ocupado la es­tancia aquella noche. Preguntó a los inquili­nos y a los vecinos, pero nadie supo darle ra­zón de su hija; ni la habían visto ni oído. Va­gó por las calles y examinó todos los rostros miserables de los grupos que se agolpaban a su alrededor. Pero sus pesquisas fueron in­fructuosas, y volvió a su cuchitril a la noche, desolado y lleno de pesadumbre.

Por espacio de unos días continuó estas in­vestigaciones; mas no halló el menor rastro de su hija ni un solo eco de su voz. Por últi­mo, ya sin esperanzas, abandonó la perse­cución. Hacía tiempo que se había preocu­pado de la probabilidad de que ella lo aban­donase e intentase ganar su pan con tran­quilidad en cualquier sitio. Le había aban­donado, al fin, para vivir sola. Apretó los dientes y la maldijo.

Mendigó su pan de puerta en puerta. Cada penique era gastado de la misma manera. Pasó un año; el techo de una cárcel era el único que le dio cobijo por unos meses. Durmió bajo los puentes, en los depósitos de ladrillos, dondequiera que hubiese algún re­fugio contra el frío y la lluvia. Pero, durante el largo lapso de su pobreza, malestar y ca­rencia de albergue, continuaba siendo el mismo borracho.

Al fin, una amarga noche cayó sobre un peldaño; se sentía débil y enfermo. El des­gaste prematuro producido por la bebida y la disolución lo había dejado en los huesos. Sus mejillas estaban secas y pálidas; sus ojos turbios y hundidos y las piernas temblorosas. Una fría lluvia le calaba hasta los huesos.

En aquellos momentos, las escenas de su inútil vida, ya largo tiempo olvidadas, se acumularon, rápidas, en su cabeza. Recordó cuando tenía un hogar -un alegre hogar­y a todos los que lo habitaban y formaban un grupo a su alrededor; hasta le parecía que tocaba y oía las figuras de sus hijos. Miradas que hacia tiempo diera al olvido se fijaban largamente en él; voces ya acalladas por la tumba, sonaban en sus oídos como los tañi­dos de las campanas de la iglesia del pueblo. Pero sólo era un instante. La lluvia batía fu­riosamente contra su cuerpo y el frío y el hambre volvían a asaltarle atrozmente.

Se levantó y arrastró sus débiles miembros unos pasos. La calle estaba silenciosa y de­sierta y los escasos transeúntes pasaban a to­da prisa, por lo tarde de la hora, y su voz se perdía entre la tempestad. De nuevo un frío intenso le traspasó hasta el alma y le heló la sangre en las venas. Se acurrucó en el quicio de una puerta e intentó dormir un poco.

Pero el sueño había huido de sus ojos tur­bios y apagados. La cabeza divagaba de una manera extraña, sin embargo, estaba des­pierto y con el conocimiento íntegro. El rui­do, bien conocido, de la alegría causada por la embriaguez sonaba en sus oídos: la copa tocaba a sus labios, la mesa estaba cubierta de ricos manjares; y él los veía desde allí, sólo le bastaba alargar la mano y tomarlos...; pero, aunque sólo era una ilusión, se daba cuenta de que estaba solo y sentado en la calle desierta, contemplando cómo las gotas de lluvia golpeaban contra las piedras; que la muerte se le acercaba por momentos; y que nadie se preocuparía de socorrerlo.

De pronto se sobresaltó: había oído su pro­pia voz en el aire de la noche, no sabía có­mo ni por qué. "¡Oye!". Un sollozo. Otro. Sus sentidos le abandonaban; palabras a me­dio formar, incoherentes, se escapaban de sus labios: y sus manos querían desgarrar su carne. Se volvía loco; gritó, pidiendo auxi­lio, hasta que la voz le faltó del todo.

Levantó la cabeza y miró en toda su longi­tud la calle infinita. Recordó que margina­dos de la sociedad como él, condenados a vagar día y noche por estas calles misera­bles, a veces habían perdido la razón a cau­sa de su misma soledad. Se acordó de haber oído decir años antes, que un pobre sin ho­gar había sido sorprendido en una esquina afilando un cuchillo herrumbroso para cla­várselo en el corazón, prefiriendo la muerte al inacabable y doloroso ir y venir de un la­do a otro. En un instante fue tomada su re­solución y sus miembros recobraron nueva vida; corrió, corrió desde donde se hallaba y no se detuvo hasta llegar a la orilla.

Se arrastró sin ruido por los escalones de piedra que llevan al pie del puente de Waterloo, hasta la orilla misma. Se acurrucó en un rincón y retuvo el aliento mientras pasa­ba la ronda. El corazón de ningún prisione­ro no ha sentido nunca transportes iguales ante la esperanza de una libertad y vida nue­va como la mitad del júbilo que sintió este infeliz ante la perspectiva de la muerte. La guardia pasó cerca de él, pero no fue visto; y aguardando a que el ruido de los pasos muriera en la lejanía, descendió con cautela y se plantó bajo el oscuro arco que forma el muelle del río.

La corriente refluía y el agua se movía a sus pies. La lluvia había cesado, el viento estaba en calma, y todo, por el momento, es­taba quieto y silencioso, tanto que, cual­quier ruido en la otra orilla, aun el chapoteo de las aguas contra las barcas allí ancladas, podía ser oído perfectamente. La corriente era lánguida y perezosa. Formas extrañas y fantásticas emergieron del río y le hicieron señas de que se acercara; ojos oscuros y bri­llantes asomaron del agua con gesto burlón por sus dudas, y huecos murmullos a su es­palda lo empujaban hacia adelante. Enton­ces retrocedió unos pasos, luego recorrió un trecho y salió desesperadamente, cayendo en el agua.

No habían pasado cinco segundos cuando volvió a subir a la superficie de las aguas, pero ¡qué cambio habían experimentado en tan breve tiempo sus pensamientos y senti­mientos! La vida; sí, la vida de cualquier for­ma, con pobreza, miseria, hambre, ¡todo menos la muerte! Luchó y lidió con el agua y quiso gritar en las angustias de su terror; pero la maldición de su hijo sonó en sus oí­dos. Una mano que le diesen y estaba salva­do... Mas la corriente se lo llevó bajo los ar­cos del puente, y se hundió en ella.

Aun pudo subir y pelear por la vida. Por un instante, un solo instante, los edificios de los muelles de la orilla, las luces del puente, a través del cual la corriente le había arrastra­do, el agua negra y las nubes rápidas fueron visibles para él distintamente; pero se hun­dió de nuevo y otra vez volvió a salir. Llamas brillantes cayeron del cielo a la tierra, y se agitaron ante sus ojos, mientras el agua atro­naba sus oídos y le aturdía con su ruidoso bramido.

Una semana más tarde, un cuerpo apare­ció en la orilla, unas millas más allá; era una masa informe y horrible. Sin ser identificado ni llorado por nadie fue trasladado a la tum­ba. Y hace tiempo que allí su cadáver se ha descompuesto.


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