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jueves, 21 de febrero de 2013

H. P. LOVECRAFT Y AUGUST DERLETH LA VENTANA EN LA BUHARDILLA






H. P. LOVECRAFT Y AUGUST DERLETH
LA VENTANA EN LA BUHARDILLA


I
Me trasladé a casa de mi primo Wilbur cuando aún no había pasado un mes
desde su inesperada muerte. Lo hice no sin cierto recelo, pues no me agradaba
demasiado la soledad del valle entre montañas del Aylesbury Pike. Pero me
parecía bastante lógico que esa propiedad de mi primo favorito hubiese recaído
sobre mí. Cuando aún no era propiedad de los Wharton, la casa había estado
sin habitar durante mucho tiempo. No había sido utilizada desde que el nieto
del campesino que la había construido se marchó a la ciudad de Kingston, en la
costa, y mi primo la compró a aquel heredero disgustado con el tipo de vida
que llevaba en esa triste y agotada tierra. Fue algo imprevisto, como solían
hacer las cosas los Akeley: impulsivamente.
Wilbur había sido estudiante de arqueología y antropología durante muchos
años. Se había licenciado en la Universidad de Miskatonic, en Arkham, e
inmediatamente después pasó tres años en Mongolia, Tíbet, Sinkiang, y otros
tres en América del Sur, América Central y la parte suroeste de Estados Unidos.
Había venido personalmente a dar la respuesta a una proposición que le
hicieron para formar parte del profesorado de la Universidad de Miskatonic,
pero en lugar de eso, se compró la vieja finca de los Wharton y se dedicó a
repararla: tiró todas las alas con excepción de una, y dio a la estructura central
una forma todavía más extraña que la que había adquirido a lo largo de las
veinte décadas de su existencia. Pero ni siquiera yo tuve plena conciencia del
alcance de estas reformas hasta que tomé posesión de la casa.
Fue entonces cuando me di cuenta de que Wilbur sólo había dejado sin alterar
uno de los laterales de la casa, había reconstruido por completo la fachada y la
parte posterior, y había acondicionado una habitación en el desván del ala sur
de la planta baja. La casa había sido en principio de una planta, con un enorme
desván, que sirvió en su época para llenarse de todo tipo de bártulos de la vida
rural de Nueva Inglaterra. En parte había sido construida con troncos; y ese tipo
de construcción lo había dejado Wilbur tal cual, lo que demostraba el respeto de
mi primo por la artesanía de nuestros antepasados de estas tierras: la familia
Akeley llevaba en América cerca de doscientos años cuando Wilbur decidió
dejar sus viajes y asentarse en su lugar de origen. El año, si mal no recuerdo, era
1921: no vivió allí más que tres años, de modo que fue en 1924 -el 16 de abrilcuando
me trasladé a la casa para hacerme cargo de ella según disponía el
testamento.
La casa estaba más o menos como la había dejado. No concordaba con el paisaje
de Nueva Inglaterra, ya que a pesar de las huellas del pasado en sus cimientos
de piedra y en los troncos, lo mismo que en la chimenea, había sido tan
renovada que parecía fruto de varias generaciones. La mayor parte de estas
reformas las había hecho Wilbur para su mayor comodidad, pero había un
cambio que me causó extrañeza, y del que Wilbur nunca había dado ninguna
explicación: era la instalación en la zona sur de la buhardilla, de una gran
ventana redonda, con un curioso cristal opaco, del que simplemente había
dicho que era una antigüedad muy valiosa, descubierta y adquirida durante su
estancia en Asia. Se refirió a ella en una ocasión como «el cristal de Leng» y en
otra habló de que «su origen posiblemente se deba a las Híadas». Ninguna de
las dos referencias me aclaraba nada, pero, si he de ser sincero, tampoco estos
caprichos de mi primo me interesaban lo suficiente como para averiguar más.
Pronto deseé, sin embargo, haberlo hecho. En seguida descubrí, una vez
instalado en la casa, que toda la vida de mi primo parecía desenvolverse, no en
las habitaciones centrales del piso de abajo, como sería de esperar, puesto que
eran las más acondicionadas en cuanto a comodidades, sino en torno al cuarto
abuhardillado. Aquí era donde tenía sus pipas, sus libros favoritos, sus discos, y
los muebles más cómodos. Era también aquí donde trabajaba, donde estudiaba
los manuscritos relacionados con su profesión y donde le sorprendió -mientras
consultaba unos volúmenes de la Biblioteca de la Universidad de Miskatonic- la
enfermedad coronaria que acabó con su vida.
O adaptaba mi forma de vida a sus cosas, o adaptaba sus cosas a mi forma de
vida. Decidí esto último. Como primera medida, tenía que restablecer la
disposición adecuada de la casa y vivir de nuevo en las estancias de la planta
baja, ya que, a decir verdad, sentí desde el principio que la buhardilla me
repelía. En parte, cierto, porque me recordaba la presencia de mi primo muerto,
quien nunca mas ocuparía su lugar favorito de la casa, pero también porque la
habitación me resultaba totalmente extraña y fría. Me sentía rechazado como
por una fuerza física que no podía comprender, aunque posiblemente aquel
rechazo se correspondía con mi actitud hacia la habitación a la que no
comprendía, como nunca pude comprender a mi primo Wilbur.
Las reformas que deseaba hacer no eran del todo fáciles. Pronto me di cuenta de
que la vieja ‘guarida’ de mi primo imprimía carácter a toda la casa. Hay quien
piensa que las casas asumen algo del carácter de sus dueños; si la vieja casa
había adquirido algo del carácter de los Wharton, que habían vivido en ella
durante tanto tiempo, sin duda mi primo lo había borrado con sus reformas,
pues ahora parecía hablar fielmente de la presencia de Wilbur Akeley. No era
tanto una sensación opresiva como la molesta convicción de no estar solo, de
ser observado minuciosamente por algo que me era desconocido.
Quizá la responsable de estas fantasías era la propia soledad de la casa, pero me
daba la impresión de que la habitación favorita de mi primo era algo vivo, que
esperaba su regreso, como un animal que no se ha dado cuenta de que la
muerte ha hecho acto de presencia y el dueño a quien espera no volverá jamás.
Quizá debido a esta obsesión presté a aquel cuarto más atención que la que de
hecho merecía. Había retirado de allí algunas cosas, como, por ejemplo, una
cómoda silla; pero algo me impulsó a devolverla a su lugar, como una
obligación emanada de convicciones diversas, y a menudo conflictivas: que esta
silla, por ejemplo, pudiera estar hecha para alguien con diferente constitución a
la mía, y por ello resultaba incómoda a mi persona, o que la luz no fuera tan
buena abajo como arriba, por lo que también devolví a la buhardilla los libros
que había retirado de sus estantes.
Sin lugar a dudas, las características de la habitación eran totalmente diferentes
a las del resto de la casa. La casa de mi primo era en general bastante vulgar, si
se exceptúa esa habitación. La planta baja estaba llena de comodidades, pero
parecía haber sido poco utilizada, con excepción de la cocina. La habitación, en
cambio, estaba bien amueblada, pero de un modo diferente, difícil de explicar.
Era como si la habitación, sin duda un estudio construido por un hombre para
su propio uso, hubiese sido utilizada por innumerables personas, cada una de
las cuales hubiese dejado algo de sí misma dentro de esas paredes, pero sin
ninguna huella identificadora. Sin embargo, yo sabía que mi primo había
llevado una vida de ermitaño, con la excepción de sus salidas a la Universidad
de Miskatonic de Arkham y a la Biblioteca Widener de Boston. No había
viajado, ni recibía visitas. En las pocas ocasiones en que paré en su casa -por
razones de trabajo muchas veces me encontraba en los alrededores-, aunque
siempre se portó cortésmente, parecía estar deseando que me marchase. Y eso
que nunca permanecí allí más de quince minutos.
A decir verdad, el ambiente que flotaba en la buhardilla me hizo olvidar el
deseo de cambiarla. El piso de abajo era suficiente para mí; me proporcionaba
un hogar agradable, y no me fue difícil prescindir de la buhardilla y de las
reformas que pensaba hacer allí, hasta casi olvidarme de ello y considerarlo sin
importancia. Además, con frecuencia pasaba fuera varios días y varias noches, y
no tenía prisa alguna por reformar la casa. El testamento de mi primo había
sido refrendado oficialmente, y la casa registrada a mi nombre, de modo que
nada amenazaba mi propiedad.
Iodo habría ido bien, puesto que ya me había olvidado de los incumplidos
planes para la buhardilla, de no haber sido por los pequeños incidentes que
empezaron a turbarme. Al principio, sin ninguna consecuencia; eran cosas sin
importancia que casi pasaron inadvertidas. Creo recordar que la primera de
ellas sucedió al mes escaso de estar allí, y fue tan insignificante que, hasta
pasadas varias semanas, no se me ocurrió relacionarla con acontecimientos
posteriores. Escuché el ruido una noche, mientras leía cerca de la chimenea en
la planta baja, y no era probablemente nada más que un gato o algún animal
similar arañando la puerta para que le dejase entrar. Pero se oía con tanta
claridad que me levanté a mirar en la puerta principal y en la puerta posterior,
sin encontrar rastro de ningún gato. El animal había desaparecido en la noche.
Le llamé varias veces, pero no obtuve respuesta ni escuché el menor ruido. No
me había dado tiempo a sentarme, cuando empezó de nuevo a arañar la puerta.
Lo intenté por lo menos media docena de veces, pero no logré ver al gato, hasta
que me molestó tanto aquello que, de haberlo visto, probablemente lo habría
matado.
Por sí solo, este incidente era trivial, y nadie pensaría dos veces en él. ¿Sería un
gato que conocía a mi primo, y que al no conocerme a mí se había asustado?
Pudiera ser. No pensé más en ello. Sin embargo, no había pasado una semana
cuando ocurrió un incidente similar, pero con una acusada diferencia respecto
al primero. Esta vez, en lugar de arañazos de gato, el sonido era algo que se
deslizaba a tientas, y que me provocó un escalofrío, como si una serpiente
gigante o la trompa de un elefante rozase en las ventanas y en las puertas. Tras
el sonido, mi reacción fue idéntica a la vez anterior. Oí, pero no vi nada;
escuchaba y no descubría nada, sólo los sonidos inaprensibles. ¿Un gato? ¿Una
serpiente? ¿O qué?
Aparte del gato y de la serpiente, que no tardaron en volver, sucedieron otros
nuevos incidentes. En ocasiones escuchaba lo que parecía el sonido de las
pezuñas de una bestia, o las pisadas de un gigantesco animal, o los picotazos de
pájaros en las ventanas, o el deslizamiento de un gran cuerpo, o el sonido
aspirante de unos labios. ¿Qué podía deducir de todo esto? Consideré que eran
alucinaciones mías y descarté que existiera una explicación, puesto que los
sonidos aparecían en cualquier momento, a todas horas de la noche y del día.
De haber habido algún animal de cualquier tamaño en la puerta o en la
ventana, tendría que haberlo visto antes de que desapareciese en el bosque de
las colinas que rodeaban la casa (lo que había sido campo se hallaba ahora
cubierto de álamos, abedules y fresnos).
Este ciclo misterioso quizá no bahía sido interrumpido, de no ser porque una
noche abrí la puerta de las escaleras que conducían a la buhardilla de mi primo,
debido al calor que hacía en la planta baja; fue entonces cuando los arañazos del
gato empezaron otra vez, y me di cuenta de que el ruido no venía de las
puertas, sino de la misma ventana de la buhardilla. Subí escaleras arriba, sin
dudarlo, sin pararme a pensar que tendría que tratarse de un gato muy especial
para poder trepar hasta el segundo piso de la casa y llamar para que le dejasen
entrar por la ventana redonda, única abertura al exterior de la habitación. Y
puesto que la ventana no se abría, ni siquiera parcialmente, y como se trataba
de un cristal opaco, no pude ver nada. Pero sí me quedé allí escuchando el
ruido producido por los arañazos de un gato, tan cerca como si viniese del otro
lado del cristal.
Bajé corriendo, cogí una potente linterna y salí a la calurosa noche de verano
para iluminar la pared en que estaba la ventana. Pero ya había cesado todo
ruido, y ya no había nada que ver excepto la pared de la casa y la ventana, tan
negra por fuera como blanca y opaca por dentro. Pude haber seguido
desconcertado durante el resto de mi vida y muchas veces pienso que
indudablemente eso habría sido lo mejor, pero no fue así.
Por esta época recibí de una vieja tía un gato, llamado «Little Sam», que se
había llevado un premio y que había sido mascota mía hacía cosa de dos años,
cuando aún era pequeño. Mi tía había acogido con cierta alarma mis intenciones
de vivir solo, y finalmente me había mandado uno de sus gatos para que me
hiciese compañía. «Little Sam», ahora, desafiaba su nombre: tendría que
haberse llamado «Big Sam». Había engordado mucho desde la última vez que
lo vi, y se había convertido en un felino fiero y negro, todo un ejemplar de su
especie. «Little Sam» me demostraba con arrumacos su afecto, pero mostraba
una gran desconfianza hacia la casa. A veces dormía cómodamente a los pies de
la chimenea; en otros momentos parecía un gato poseído: aullaba para que le
dejara salir afuera. Y cuando sonaban aquellos extraños sonidos que parecían
de animales que pretendían entrar en la casa, «Little Sam» se volvía loco de
miedo y de furia, y tenía que dejarle salir de inmediato para que pudiera
refugiarse en una vieja dependencia que no había sido afectada por las reformas
de mi primo. Allí dentro se pasaba la noche -allí o en el bosque- y no volvía
hasta el amanecer, cuando le entraba hambre. A lo que se negaba siempre
rotundamente era a entrar en la buhardilla.
II
Fue el gato, en realidad, el que me impulsó a profundizar en los trabajos de mi
primo. Las reacciones de «Little Sam» eran tan anómalas que no me quedó otro
remedio que rebuscar entre los revueltos papeles que había dejado mi primo, a
ver si encontraba alguna explicación al fenómeno ya habitual de la casa. Casi en
seguida me tropecé con una carta sin terminar, en el cajón del escritorio de una
habitación de la planta baja; estaba dirigida a mí, y parecía evidente que Wilbur
era consciente de su enfermedad, puesto que la carta parecía contener
instrucciones en caso de muerte. Pero lo más probable también era que Wilbur
ignorase la inminencia de su muerte, pues la carta había sido empezada tan sólo
un mes antes de que le sobreviniese aquélla y aguardaba a medio acabar en un
cajón, como si mi primo hubiera pensado que le quedaba tiempo de sobra para
terminarla.
«Querido Fred -había escrito-, los mejores médicos me dicen que me queda
poco tiempo de vida, y como ya he dicho en mi testamento que serás mi
heredero, quiero añadir a ese documento unas cuantas disposiciones últimas
que te ruego recuerdes y lleves a cabo fielmente. Hay en especial tres cosas que
debes hacer sin falta, y del modo que te indico:
l. Todos los papeles que están en los cajones A, B y C de mi
armario deben ser destruidos.
2. Todos los libros de los estantes H, I, J y K han de ser devueltos a
la Biblioteca de la Universidad de Miskatonic de Arkham.
3. La ventana redonda que está en el cuarto abuhardillado de
arriba tiene que ser rota. No se trata de quitarla simplemente,
debe ser hecha añicos.
Has de aceptar mi decisión sobre estos tres puntos y si no lo haces puedes ser
responsable de enviar un terrible azote sobre el mundo. No quiero hablar más
de esto. Hay otras cosas de las que quiero hablar mientras puedo hacerlo. Una
de éstas es la cuestión... »
Aquí se interrumpió y dejó su carta.
¿Qué hacer con tan extrañas instrucciones? Comprendía que esos libros se
devolviesen a la Biblioteca de la Universidad de Miskatonic. Yo no tenía ningún
interés especial en ellos. Pero ¿por qué destruir los papeles? ¿Por qué no
llevarlos también allí? Y respecto al cristal... Destruirlo era sin duda una
tontería; tendría que comprar una ventana nueva, y esto representaría un gasto
superfluo. Esta parte de la carta produjo el desgraciado efecto de despertar más
y más mi curiosidad, y me propuse mirar entre sus cosas con mayor atención.
Esa misma noche fui a la habitación abuhardillada del piso de arriba y empecé
con los libros de las estanterías indicadas. El interés de mi primo por los temas
de arqueología y antropología se reflejaba claramente en la selección de sus
libros: textos referentes a las civilizaciones polinesias, mongólicas y de varias
tribus primitivas, y obras acerca de las migraciones de pueblos, el culto y los
mitos de las religiones primitivas. Estos, sin embargo, sólo podían considerarse
los primeros de los libros destinados a ser entregados a la Biblioteca de la
Universidad de Miskatonic. Muchos de ellos parecían ser muy viejos, tan viejos
que ni siquiera se indicaba fecha alguna, y a juzgar por su apariencia y su letra
deduje que provenían de la Edad Media. Los más recientes -ninguno era
posterior a 1850- habían sido recibidos de diversos lugares: algunos habían
pertenecido al padre de mi primo, Henry Akeley, de Vermont, que se los había
dejado a Wilbur ; otros llevaban el sello de la Biblioteca Nacional de París, lo
que inducía a sospechar que Wilbur se los había llevado de allí.
Estos libros en varios idiomas llevaban títulos como: los Manuscritos Pnakóticos,
el Texto de R’lyeh, los Unaussprechlichen Kulten de von Junzt, el Libro de Eibon, los
Cánticos de Dhol, los Siete Libros Crípticos de Hsan, De Vermis Mysteriis de Ludvig
Prinn, los Fragmentos de Celaeno, los Cultes des Goules del conde d’Erlette, el Libro
de Dzyan, una copia fotostática del Necronomicon, de un árabe llamado Abdul
Alhazred, y muchos otros, algunos aparentemente en forma de manuscritos.
Confieso que estos libros me sorprendieron, puesto que estaban llenos -aquellos
que leí- de ciencias ocultas, de mitos y de leyendas relativos a las creencias
antiguas y primitivas de las religiones de nuestra raza... Y si no había leído mal,
también de razas desconocidas. Por supuesto, no podía enjuiciar debidamente
los textos en latín, francés y alemán; ya era bastante difícil descifrar el inglés
antiguo de algunos de sus manuscritos y libros. De cualquier forma, pronto se
acabó la paciencia: los libros mantenían unos postulados tan extraños que sólo
un antropólogo con gran vocación podía coleccionar tal cantidad de literatura
de ese tipo.
Aquellas obras no carecían de interés, pero todas trataban más o menos del
mismo tema. Era el viejo credo del poder de la luz contra el poder de las
tinieblas, o por lo menos así lo interpreté yo. No importaba que se denominasen
Dios y Demonio, o los Dioses Arquetípicos y los Primordiales, el Bien y el Mal o
nombres como los Nodens, el Señor de los Abismos, el único nombrado, el Dios
Arquetípico, o éstos de los Primigenios: el dios idiota, Azathoth, amorfa plaga
de la confusión de los mundos abismales que blasfema y parlotea en el centro
del infinito; Yog-Sothoth, el todo en uno, el uno en todo, no sujeto ni a las leyes
del tiempo ni del espacio, coexistente con el tiempo y co-aniquilante con el
espacio; Nyarlathotep, el mensajero de los Primordiales: el Gran Cthulhu que,
mantenido en un estado letárgico mágico, espera surgir otra vez de la cósmica
R’lyeh, sumergida en las profundidades del océano; Hastur, señor del espacio
interestelar; Shub-Niggurath, la Cabra Negra de los Bosques y sus mil crías. Y
así como las razas de los hombres que adoraban varios dioses conocidos
llevaban nombres de sectas, así también ocurría con los adeptos de los
Primordiales, que incluían a los Abominables Hombres de las Nieves del
Himalaya y de otras regiones montañosas de Asia; los Profundos, que
merodeaban en las profundidades del océano, bajo las órdenes de Dagon, para
servir al Gran Cthulhu; los Shantaks; el Pueblo Tcho-Tcho; y otros muchos.
Según constaba, algunos de ellos habían surgido de aquellos lugares a los
cuales los Primordiales fueron desterrados -como Lucifer, que fue desterrado
del Paraíso- después de su rebelión contra los Dioses Arquetípicos; eran lugares
tales como las distantes estrellas de las Híadas, Kadath la Desconocida, la
Meseta de Leng, o incluso la ciudad hundida de R’lyeh.
A través de esos textos, dos elementos preocupantes sugerían que mi primo se
había tomado todo esto de las mitologías más en serio de lo que yo pensaba.
Las repetidas referencias a las Híadas, por ejemplo, me recordaban que Wilbur
me había hablado del cristal de la ventana y de que «su origen posiblemente se
deba a las Híadas». Y más específicamente como «el cristal de Leng». Es cierto
que estas referencias podían ser meras coincidencias, y me tranquilicé por un
momento diciéndome a mí mismo que «Leng» podía ser algún comerciante
chino en antigüedades, y la palabra «Híadas» podía provenir de una errónea
interpretación. Pero esto era un mero pretexto por mi parte, pues todo indicaba
que para Wilbur estas mitologías desconocidas habían significado algo más que
un entretenimiento temporal. De no haber sido suficiente su colección de libros,
sus anotaciones no habrían dejado lugar a dudas.
Las anotaciones contenían algo más que misteriosas referencias. Había dibujos
toscos pero significativos que me causaron una extraña y desagradable
impresión: alucinantes escenas y criaturas extrañas, seres que no hubiese
podido imaginar en mis peores sueños. En su mayor parte estas criaturas eran
imposibles de describir; eran aladas, semejantes a murciélagos del tamaño de
un hombre; vastos y amorfos cuerpos, llenos de tentáculos, que parecían a
primera vista pulpos, pero definitivamente más inteligentes que un pulpo; seres
con garras, mitad hombres, mitad pájaros; cosas horribles, con cara de batracio,
que caminaban erectas, con brazos escamosos y de un color verde claro, como el
agua del mar. Había seres humanos más reconocibles, aunque distorsionados;
hombres con rasgos orientales, atrofiados y enanos, que vivían en lugares fríos
a juzgar por sus ropas, y había una raza nacida de repetidos cruces, con ciertos
caracteres de batracios, aunque indiscutiblemente humanos. Nunca pensé que
mi primo tuviese tanta imaginación; sabía que tío Henry admitía como ciertas
las que no eran sino fantasías de su mente, pero nunca, que yo supiese, había
demostrado Wilbur esta misma tendencia; veía ahora que había escamoteado lo
esencial de su verdadera naturaleza, y este hallazgo me dejaba atónito.
Ciertamente, ningún ser vivo podía haber servido de modelo para estos dibujos,
y no había tales ilustraciones en los manuscritos y libros que había dejado.
Movido por la curiosidad, busqué más a fondo en sus anotaciones. Finalmente,
separé aquellas de sus referencias crípticas que parecían, aunque muy
remotamente, encerrar lo que buscaba, y las ordené cronológicamente, cosa
fácil, pues estaban fechadas.
«15 de octubre,’21. Paisaje más claro. ¿Leng? Parece el suroeste de América.
Cuevas llenas de bandadas de murciélagos -como una densa nube- que
empiezan a salir justo antes del ocaso, y tapan el sol. Arbustos y árboles
torcidos. Un lugar venteado. A lo lejos, hacia la derecha, montañas con nieve en
las cimas, a la orilla de la región desértica.»
«21 de octubre,’21. Cuatro Shantaks en medio del paisaje. Estatura media mayor
que la de un hombre. Peludos. Cuerpo similar al de los murciélagos, con alas
que se extienden tres pies sobre la cabeza. Cara picuda, como de buitres. Por lo
demás se parecen a un murciélago. Cruzaron el escenario en vuelo. Se pararon a
descansar en un risco a mitad de camino. No enterados. ¿Iba alguien montado
encima de uno de ellos? No puedo estar seguro.»
«7 de noviembre,’21. Noche. Océano. Una isla parecida a un arrecife, en primer
plano. Profundos junto con humanos de origen parcialmente similar. blancos
híbridos. Los Profundos, escamosos, caminan con movimiento semejante al de
las ranas, un andar intermedio entre el salto y el paso, algo encogidos, también
como casi todos los batracios. Otros parecían estar nadando hacia el arrecife.
¿Innsmouth? No se veía la costa, ni luces de un pueblo. Tampoco barcos. Salen
del fondo, al lado del arrecife. ¿El Arrecife del Diablo? Incluso los híbridos no
pueden nadar muy lejos sin pararse a descansar. Posiblemente la costa no se
veía.»
«17 de noviembre,’21. Paisaje totalmente desconocido. No de la tierra, por lo
que vi. Cielos negros, algunas estrellas, peñascos de pórfido o sustancia similar.
En primer plano un profundo lago. ¿Hali? A los cinco minutos el agua empezó
a burbujear en el lugar de donde algo acababa de surgir. Mirando hacia
adentro. Un ser acuático gigantesco, con tentáculos. Pulpo, pero mucho más
grande, diez, veinte veces más grande que el gigante Octopus apollyon de la
costa oeste. El cuello medía fácilmente unas quince varas de diámetro. No podía
arriesgarme a ver su cara y destruí la estrella.»
«4 de enero,’22. Un intervalo de nada. ¿El espacio? Acercamiento planetario,
como si estuviese mirando a través de los ojos de algún ser acercándose a un
objeto en el espacio. Cielo negro, pocas estrellas, pero la superficie del planeta
cada vez más cercana. Al aproximarme vi parajes arrasados. Sin vegetación,
como en la estrella negra. Un círculo de fieles alrededor de una torre de piedra.
Sus gritos: ¡Iä! ¡Shub-Niggurath!
«16 de enero,’22. Región bajo el mar. ¿Atlantis? Lo dudo. Un edificio grande y
cavernoso semejante a un templo, destruido por cargas de profundidad. Piedras
monumentales, similares a las de las pirámides. Escalones que descendían al
negro fondo, Profundos al fondo de la escena. Movimiento en la oscuridad de
las escaleras. Un enorme tentáculo empezó a subir. A gran distancia de éste, dos
ojos líquidos, separado el uno del otro por muchas varas. ¿R’lyeh? Temeroso del
acercamiento de la cosa de abajo. destruí la estrella.»
«24 de febrero,’22. Paisaje familiar. ¿La región de Wilbraham? Casas de campo
destrozadas, familia encerrada en sí misma. En primer plano, un viejo
escuchando. Hora: la noche. Chotacabras llamando muy alto. Una mujer se
acerca con una réplica de la estrella de piedra. El viejo huye. Curioso. Debo
buscar referencias.
«21 de marzo,’22. Experiencia enervante la de hoy. Debo tener más cuidado.
Construí la estrella y pronuncié las palabras: Ph’nglui mglw’nafh Cthulhu R’lyeh
wgah’nagl fhtagn. Se abrió inmediatamente con un enorme shantak en primer
plano. Shantak enterado y en seguida se movió hacia adelante. Llegué incluso a
oír sus garras. Pude romper la estrella a tiempo.
«7 de abril,’22. Ahora sé que lo atravesarán si no tengo cuidado. Hoy el paisaje
tibetano, y los Abominables Hombres de las Nieves. Otro intento. ¿Pero y sus
amos? Si los sirvientes intentan trascender el tiempo y el espacio ¿qué será del
Gran Cthulhu, Hastur, Shub-Niggurath? Pretendo abstenerme por algún
tiempo. Profundo shock.»
No volvió a abordar su extraño intento hasta primeros del otro año. O por lo
menos eso indicaban sus notas. Una abstinencia en su obsesiva preocupación,
seguida una vez más por un período de breve indulgencia. Su primera
anotación era casi de un año después.
«7 de febrero,’23. No hay duda, están enterados ya de la existencia de la puerta.
Muy arriesgado mirar dentro. Excepto cuando el paisaje está despejado. Y como
uno nunca sabe sobre qué escena se posará la vista, el riesgo es aún más grave.
Sin embargo, me resisto a cerrar la entrada. Construí la estrella, como de
costumbre, dije las palabras, y esperé. Durante un rato sólo vi el paisaje familiar
del suroeste americano al anochecer: murciélagos, búhos, ratas y gatos salvajes.
Entonces salió de una cueva un Habitante de la Arena, de piel áspera, ojos
grandes, orejas grandes; su rostro guardaba un horrible y distorsionado
parecido con el oso koala, y el cuerpo tenía un aspecto consumido. Se arrastró
hacia adelante, con evidente intención. ¿Es posible que la puerta abierta les
permita ver este lado del mismo modo que me deja ver a mí el suyo? Cuando vi
que se dirigía directamente a mí, destruí la estrella. Todo desapareció, como de
costumbre. Pero después, la casa se lleno de murciélagos. ¡Veintisiete en total! ¡Y
yo no creo en la mera coincidencia!»
Vino después otro paréntesis, durante el cual mi primo escribió notas crípticas
sin referencia a sus visiones o a la misteriosa «estrella» de la que tanto había
hablado. No me cabía duda de que fue víctima de alucinaciones, producto
probablemente del intenso estudio del material de aquellos libros procedentes
de todos los rincones del mundo. Estos párrafos eran como una especie de
justificación de racionalizar lo que había «visto».
Todas aquellas notas estaban mezcladas con recortes de periódicos, que mi
primo sin duda intentaba relacionar con las mitologías a las que era tan
aficionado: relatos de extraños acontecimientos, objetos desconocidos en el
cielo, desapariciones misteriosas en el espacio, revelaciones curiosas referentes
a cultos desconocidos, y otras noticias por el estilo. Era dolorosamente patente
que Wilbur había llegado a creer con intensidad en ciertas facetas de credos
primitivos: en especial que había supervivientes contemporáneos de los
endemoniados Primordiales y de sus adoradores y adeptos, y era esto, más que
nada, lo que trataba de probar. Era como si hubiese tomado los escritos
impresos en los viejos libros que poseía y, tras aceptarlos como verdades
literales, intentase añadir a la evidencia del pasado el peso de la evidencia de su
época. Cierto, había un elemento de similitud, que resultaba inquietante, entre
aquellos relatos antiguos y muchos de los que mi primo había recortado, pero
sin duda podía explicarse como simple coincidencia. Aun siendo convincentes,
los envié a la Biblioteca de la Universidad de Miskatonic para la Colección
Akeley, sin copiar ninguno. Pero los recuerdo vívidamente, tanto más por el
desenlace inolvidable que siguió a mis investigaciones, un poco inciertas,
respecto a lo que había obsesionado a mi primo.
III
Nunca habría sabido de la «estrella» de no haberme encontrado
accidentalmente con ella. Mi primo había escrito repetidamente acerca de
«hacer», «romper», «construir» y «destruir» la estrella, como algo necesario
para sus visiones, pero esta referencia carecía de sentido para mí, y
posiblemente continuaría sin sentido de no haber tenido oportunidad de fijarme
en el suelo, a la tenue luz de la buhardilla de la ventana redonda: las marcas en
el suelo formaban una estrella de cinco puntas. Esto no había sido visible
previamente, ya que una gran alfombra cubría el suelo; pero la alfombra se
había desplazado durante el traslado de libros y papeles a la Biblioteca de la
Universidad de Miskatonic, y por pura casualidad quedó el suelo al
descubierto.
Incluso en aquel momento no caí en que aquellas marcas pudiesen representar
una estrella. Hasta que acabé mi trabajo con los libros y papeles y moví del todo
la alfombra, quedando al descubierto el centro de la habitación, no se me
apareció el diseño entero. Vi entonces que era una estrella de cinco puntas,
decorada con dibujos ornamentales, de un tamaño que permitía dibujarla desde
el interior de la buhardilla. Me di cuenta en seguida de que ésta era la razón por
la que había en el cuarto de mi primo una caja de tizas cuya utilidad no había
comprendido antes. Empujé libros, papeles y todo lo demás a un lado. Fui a
buscar una tiza y me puse a dibujar el contorno de la estrella y todas las
ornamentaciones del interior. Se trataba sin duda de un diseño cabalístico, y no
cabía otra opción, para quien lo dibujaba, que sentarse en su interior.
De modo que tras completar el dibujo, de acuerdo con las marcas dejadas por
frecuentes reconstrucciones, me senté dentro. Muy posiblemente esperaba que
algo ocurriese, aunque estaba confundido con las anotaciones de mi primo
referentes a la destrucción del diseño cada vez que se veía amenazado.
Recordaba que en los rituales cabalísticos era la destrucción de esos diseños la
que traía el peligro de invasión física. Sin embargo, no ocurrió nada. Sólo
pasados unos minutos recordé «las palabras». Las había copiado, y me levanté a
buscarlas. Regresé y las pronuncié;
«Ph’nglui mglw’nafh Cthulhu R’lyeh wgah’nagl fhtagn.»
De repente se produjo un extraordinario fenómeno. Con la mirada fija en la
ventana redonda de la pared sur, pude ver todo lo que pasó. El cristal opaco de
la ventana se volvió transparente y me encontré, sorprendido, contemplando un
paisaje bañado por el sol, aunque era de noche, algunos minutos después de las
nueve de una noche de finales de verano en el Estado de Massachusetts. Pero el
paisaje que apareció en el cristal no podía encontrarse en ningún sitio de Nueva
Inglaterra: una tierra árida de piedras arenosas, de vegetación desértica, de
cavernas y, en el fondo, montañas con nieve en las cimas. Ese mismo paisaje
había sido descrito más de una vez en las notas crípticas de mi primo.
Dirigí mi vista fascinada hacia este paisaje, con la mente confusa. Parecía haber
vida en el paisaje que yo miraba, y aprehendí uno a uno sus aspectos: la
serpiente de cascabel que trepaba sinuosamente y el halcón de ojos rasgados
que comenzaba a elevarse. Esto me permitió observar que no era mucho antes
de la puesta del sol, ya que el reflejo de la luz en el pecho del halcón así lo
indicaba. Todos los caracteres prosaicos -el monstruo del Gila, el correcaminosdel
suroeste americano componían lo que estaba presenciando. ¿Dónde se
desarrollaba, entonces, la escena? ¿En Arizona? ¿En Nuevo Méjico?
Pero continuaron produciéndose acontecimientos, sin ningún punto de
referencia, en la desconocida tierra. La serpiente y el monstruo del Gila
desaparecieron, el halcón cayó como un plomo y volvió a subir con una
serpiente entre sus garras, el correcaminos se unió a otro. La luz del sol se iba, y
la escena toda se convertía en un paisaje de gran belleza. Entonces, de la boca
de una de las mayores cavernas emergieron los murciélagos, Venían volando
desde la oscura cueva miles de murciélagos, en bandada, y me parecía oírles.
No sé cuánto tiempo les llevó volar y volar hacia el crepúsculo. Acababan de
desaparecer cuando surgió algo, una especie de ser humano, de ser humano de
piel áspera, como si la arena del desierto se le hubiese incrustado en la
superficie de su cuerpo, con los ojos y orejas anormalmente grandes. Tenía un
aspecto escuálido, con las costillas marcadas a través de la piel, pero lo más
repelente era su rostro, parecido al del osito australiano llamado koala. Y al
verlo recordé que mi primo había llamado a esta gente -pues aparecieron otros
detrás del primero, algunos de ellos hembras- los Habitantes de la Arena.
Procedían de la caverna. Guiñaban sus grandes ojos. Pronto aparecieron en
mayor número, y se repartieron por todas partes detrás de los arbustos.
Entonces, parsimoniosamente, un monstruo increíble hizo su aparición:
primero un tentáculo, o algo así, luego otro, y ahora media docena de ellos que
exploraban cautelosamente el exterior de la cueva. Y luego, desde la oscuridad
del pozo de la caverna, emergió a medias una terrible cabeza. De pronto, al
impulsarse hacia delante, casi grité de horror. La cara era una desfiguración
monstruosa del mundo conocido: se elevaba de un cuerpo sin cuello que era
una masa de carne gelatinosa -a la vista parecía goma-, y los tentáculos que la
adornaban salían de una parte del cuerpo que podía ser la mandíbula inferior o
un aparente cuello.
Además, aquella cosa tenía una percepción inteligente, pues desde el principio
parecía haberse percatado de mi presencia. Arrastrándose desde la caverna, fijó
sus ojos en mí, y empezó a moverse con increíble rapidez en dirección a la
ventana sobre el cada vez más oscurecido paisaje. Supongo que no me estaba
dando cuenta del verdadero peligro que corría, puesto que observaba absorto, y
sólo cuando la cosa empezó a cubrir todo el paisaje, cuando uno de sus
tentáculos alcanzaba la ventana -¡y la atravesaba!-, sólo entonces experimenté la
parálisis del miedo.
¡La atravesaba! ¿Era ésta, entonces, la alucinación culminante?
Recuerdo haber roto la gelidez del miedo durante el tiempo suficiente para
quitarme un zapato y lanzarlo con todas mis fuerzas hacia el cristal de la
ventana. Al mismo tiempo, recordaba las frecuentes citas de mi primo relativas
a la destrucción de la estrella. Me incliné hacia adelante y borré parte del
diseño. Y mientras oía el ruido de los vidrios al romperse, me sumergí en una
bendita oscuridad.
Sabía ahora lo que sabía mi primo.
Si no hubiera esperado tanto, podía haberme evitado el conocimiento de todo
aquello, podía haber seguido pensando en ilusiones o alucinaciones. Pero ahora
sé que la ventana redonda era una potente puerta hacia otras dimensiones, a un
espacio y un tiempo desconocidos, una entrada a algún paisaje que Wilbur
Akeley deseaba encontrar, la llave de esos lugares secretos de la tierra y del
espacio, de las estrellas en que los súbditos de los Primordiales -¡y los propios
Primigenios!- se esconden para siempre, esperando resurgir otra vez. El cristal
de Leng -que quizá provenía de las Híadas, pues nunca supe de dónde lo había
sacado mi primo- podía girar dentro de su marco; no estaba sujeto a las leyes
físicas excepto en el hecho de que su dirección variaba al compás del
movimiento de la tierra sobre su eje. Y de no haberlo roto, habría dejado caer
sobre la tierra el azote de esas otras dimensiones, a causa de mi ignorancia y mi
curiosidad.
Y ahora sé que los modelos de los dibujos hechos por mi primo, entre sus
anotaciones, por muy toscos que fueran, representaban a seres que existían y no
eran producto de su imaginación. La culminante prueba final lo demuestra. Los
murciélagos que encontré en la casa cuando recuperé el conocimiento pudieron
haber entrado por la ventana rota. Que el cristal opaco se hubiese vuelto
translúcido podía explicarse como una ilusión óptica. Pero yo sabía algo más.
Sé, sin lugar a dudas, que lo que vi allí no era producto de una fantasía, porque
nada podría destruir esa prueba terrible que encontré cerca de los cristales rotos
en el suelo de la buhardilla: un trozo de tentáculo, de diez pies de largo, que se había
quedado atrapado entre las dimensiones cuando la puerta se cerró contra el monstruoso
cuerpo al que pertenecía. ¡El tentáculo que ningún científico hubiese podido identificar
como perteneciente a criatura conocida alguna, viva o muerta, en la superficie o en las
profundidades subterráneas de la tierra!

H. P. LOVECRAFT Y AUGUST DERLETH LA HERMANDAD NEGRA




H. P. LOVECRAFT Y AUGUST DERLETH
LA HERMANDAD NEGRA



Probablemente las circunstancias que rodearon la misteriosa destrucción
por el fuego de una abandonada casa situada en una colina, a orillas del
Seekonk, en un distrito poco habitado entre los puentes de Washington y
Red, no llegarán a conocerse nunca. La policía fue acosada por el número
habitual de maniáticos que se ofrecían para facilitar informes sobre el
asunto. Nadie más insistente que Arthur Phillips, el descendiente de una
vieja familia del East Side, residente desde hacía mucho en la calle
Angell. Era un joven algo extraño y a la vez formal; preparó un relato de
los acontecimientos que, según él, condujeron al incendio. Aunque la
policía habló con todas las personas mencionadas en el relato del señor
Phillips, no obtuvo ninguna confirmación. Solamente sirvió de apoyo a la
alegación del señor Phillips la declaración de una bibliotecaria del
Ateneo, en el sentido de que, efectivamente, el señor Phillips se había
reunido allí con la señorita Rose Dexter. A continuación se reproduce su
relato.
I
Por la noche, las calles de cualquiera de las ciudades de la Costa Este
proporcionan al paseante nocturno visiones de lo extraño y lo terrible, de lo
macabro y de lo insólito: al amparo de la oscuridad, salen de las rendijas y
grietas, de las buhardillas y callejones de la ciudad aquellos seres humanos que,
por razones tenebrosas y remotas, se guarecen durante el día en sus grises
nichos. Ellos son los deformes, los solitarios, los enfermos, los ancianos, los
perseguidos, y esas almas perdidas que están siempre buscándose a sí mismas
bajo el manto de la noche, que les es más beneficioso de lo que jamás puede
serlo para ellos la fría luz del día. Son los heridos por la vida, los mutilados,
hombres y mujeres que nunca se han recuperado de los traumas de la niñez, o
que han buscado experiencias no permitidas al hombre. En cualquier lugar en
que la sociedad humana se ha concentrado por un período de tiempo
considerable, allí están ellos, aunque sólo se les ve surgir en las horas de
oscuridad, como mariposas nocturnas que se mueven en los alrededores de sus
guaridas por breves horas antes de huir de nuevo cuando surge la luz del sol.
Como había sido un niño solitario al que dejaban hacer lo que le daba la gana,
debido a mi persistente falta de salud, desarrollé muy pronto el hábito de
deambular por las noches, al principio sólo en la calle Angell y la vecindad
donde viví durante mi niñez, y luego, poco a poco, en un círculo más amplio de
mi nativa Providence. Durante el día, si lo permitía mi salud, paseaba por el río
Seekonk desde la ciudad hasta el campo abierto, o cuando me encontraba
fuerte, jugaba con unos compañeros escrupulosamente elegidos en una «casaclub
» edificada en una zona boscosa no muy lejos de la ciudad. También me
gustaba leer, y pasaba largas horas en la copiosa biblioteca de mi abuelo. Leía
sin discriminación, y por lo tanto asimilaba una gran variedad de
conocimientos, desde las filosofías griegas hasta la historia de la monarquía
inglesa, de los secretos de la antigua alquimia a los experimentos de Niels Bohr,
de la ciencia de los papiros egipcios a los estudios regionales de Thomas Hardy.
Mi abuelo era muy católico en sus gustos en materia de libros: desdeñaba la
especialización, y de todo lo que compraba sólo conservaba lo que, según él, era
bueno; esto representaba, en el conjunto de sus lecturas, una variedad inaudita
y a menudo desconcertante.
Pero la ciudad nocturna superaba todo lo demás; caminar era lo que prefería a
cualquier otra cosa, y salía por las noches, durante los años de mi niñez y los de
mi adolescencia, en el curso de los cuales procuré -pues las enfermedades
esporádicas impedían mi asistencia al colegio- bastarme a mí mismo y me volví
más y más solitario. No podría decir ahora qué es lo que buscaba con tanta
insistencia en la ciudad durante la noche, qué me atraía de las calles mal
iluminadas, por qué merodeaba por la calle Benefit y los alrededores sombríos
de la calle Poe, casi desconocidas en la extensa Providence, qué esperaba ver en
las caras furtivas de otros paseantes nocturnos que se deslizaban y escabullían
por las oscuras calles y pasajes de la ciudad. Quizá fuese para escapar a las más
intensas realidades del día, lleno de insaciable curiosidad acerca de los secretos
de la vida de la ciudad que sólo la noche podía descubrir. Cuando por fin
finalicé mis estudios de secundaria, se esperaba que me dedicaría a otros
menesteres. Pero no fue así. Mi salud era demasiado precaria para garantizarme
la matrícula en la Universidad de Brown, adonde me habría gustado ir para
continuar mis estudios. Esta restricción sirvió sólo para incrementar mis
ocupaciones solitarias: dupliqué mis horas de lectura y aumentó el tiempo
durante el que paseaba por las noches, con la compensación de dormir durante
las horas del día. Sin embargo, me las arreglaba para llevar una existencia
normal; no abandoné a mi madre viuda, ni a mis tías, con quienes vivíamos.
Mis compañeros de juventud se habían alejado de mí, pero me encontré con
Rose Dexter, descendiente de las primeras familias inglesas que se instalaron en
Providence, de ojos negros, de proporciones singularmente atractivas y de
facciones de gran belleza. a quien persuadí para que compartiese mis paseos
nocturnos.
Con ella continué la exploración de la Providence nocturna, con un nuevo
aliciente: el ansia de enseñar a Rose todo aquello que yo ya había descubierto en
mis paseos por la ciudad. Al principio nos encontrábamos en el viejo Ateneo, y
continuamos encontrándonos allí cada tarde, y desde sus portales nos
introducíamos en la noche de la ciudad. Lo que para ella empezó como una
ocurrencia del momento, pronto se convirtió en un hábito. Demostraba tanto
deseo como yo por conocer los ocultos pasajes, y los caminos no utilizados
desde hacía ya muchos años, y se sintió pronto como en su casa en medio de la
ciudad nocturna, al igual que yo. Tampoco le gustaban las charlas
intranscendentes, con lo que queda demostrado hasta qué punto nos
complementábamos.
Durante algunos meses habíamos estado explorando Providence en esta forma,
cuando una noche, en la calle Benefit, un hombre con una capa hasta la rodilla,
sobre una ropa raída y arrugada, se acercó a nosotros. Le había visto antes al
doblar la esquina: estaba a poca distancia de nosotros, detenido en la acera, y le
observé al pasar delante de él. Me chocó, porque su cara de ojos negros y
bigote, y el indomable pelo en la cabeza sin cubrir, me resultaron familiares.
Además, al pasar, hizo intención de seguimos. Por fin nos alcanzó, me tocó en
el hombro y habló conmigo.
-Señor -dijo-, ¿podría decirme cómo se va al cementerio donde estuvo Poe?
Se lo expliqué y después, movido por un repentino impulso, le sugerí que
podíamos acompañarle adonde deseaba ir. Antes de que me diera cuenta
plenamente de lo que había pasado, íbamos los tres caminando juntos. Observé
en seguida con qué aire escrutador aquel individuo examinaba a mi compañera.
Sin embargo, cualquier resentimiento que pudiese surgir en mí estaba
descartado porque reconocía que el interés de ese extraño era inofensivo:
resultaba más frío y crítico que pasional. También aproveché la ocasión para
examinarle lo más atentamente posible, en los momentos fugaces en que la luz
de las calles alumbraba el camino por el cual pasábamos, y me inquietaba cada
vez más la certidumbre de que le conocía o le había conocido alguna vez.
Vestía totalmente de negro, excepto la camisa blanca y una ligera corbata de
Windsor. Su ropa estaba muy arrugada, como si la hubiese llevado mucho
tiempo Sin haberse ocupado de ella, pero a primera vista no estaba sucia. Tenía
la frente amplia, casi abovedada; bajo ella miraban con cierta obsesión sus
oscuros ojos y el rostro se estrechaba hasta acabar en una pequeña y tiesa
barbilla. Llevaba el pelo más largo de como se estilaba entre las gentes de mi
edad, y sin embargo parecía pertenecer a esa misma generación; no aparentaba
ser más de cinco años mayor que yo. Pero definitivamente, su vestimenta no era
la de mi generación; aunque su aspecto era nuevo, parecía cortada con un
patrón de una generación anterior.
-¿Es usted forastero en Providence? -le pregunté.
-Estoy de paso -dijo en seguida.
-¿Se interesa usted por Poe?
Asintió.
-¿Qué sabe de él? -le pregunté.
-Muy poco -dijo-. ¿Podría usted contarme algo sobre él?
No hacía falta que me lo dijese dos veces. En seguida le solté un apunte
biográfico del padre de las historias de detectives y maestro de los cuentos
macabros, cuyas obras yo admiraba desde hacía mucho tiempo. Cité
simplemente su romance con la señora Sara Helen Whitman, pues se refería a
Providence y a la visita con la señora Whitman al cementerio al que nos
dirigíamos. Pude observar que escuchaba con atención extasiada, y parecía
estar grabando en su mente todo cuanto le decía. Pero no podía deducir de su
rostro inexpresivo si lo que le con taba le agradaba o le desagradaba, ni qué
interés podría tener en ello.
Por su parte, Rose era consciente de la atracción que provocaba, pero no se
sentía avergonzada, quizá porque intuía que era debida a un interés distinto del
amor. Sólo en el momento de preguntarle ella cómo se llamaba me di cuenta de
que ignorábamos su nombre. Nos dio el de «señor Allan». Al oírlo, Rose sonrió
casi imperceptiblemente; observé su sonrisa mientras paseábamos bajo una
farola de la calle.
Una vez que supo nuestros nombres, nuestro acompañante no parecía
interesado en nada más, y silenciosamente llegamos por fin al cementerio.
Pensé que el señor Allan entraría, pero no tenía ese propósito; sólo pretendía
localizarlo para poder volver de día. Era una sensata conclusión: para mí tenía
atractivo a aquellas horas por haberlo pateado a menudo de noche, pero ofrecía
poco encanto a un extraño, incapaz de ver nada en plena oscuridad.
Nos despedimos en la entrada, y Rose y yo continuamos.
-He visto a ese hombre antes en algún sitio -le dije a Rose cuando nos habíamos
alejado lo suficiente para que no pudiera oírnos-. Pero no logro recordar dónde.
Quizá en la biblioteca.
-Debe de haber sido en la biblioteca -contestó Rose con aquella risa quebrada
tan frecuente en ella-. En un retrato de la pared.
-¡Vamos! ¿Qué dices? -grité.
-¡Pero si estoy segura de que te diste cuenta del parecido, Arthur! -dijo-. Incluso
de su nombre. Se parece a Edgar Allan Poe.
En efecto, se parecía. En cuanto Rose lo dijo me di cuenta de la gran semejanza,
incluso en su ropa, y en seguida califiqué al señor Allan de inofensivo idólatra
de Poe. Un hombre tan obsesionado con su ídolo que iba a su estilo, incluso con
una ropa pasada de moda. ¡Otro de los extraños ejemplares de la raza humana
que callejeaban de noche por la ciudad!
-Bien, es el tipo más extraño que hemos encontrado desde que empezamos
nuestros paseos -dije.
Su mano apretó mi brazo.
-Arthur, ¿no sentiste algo, algo extraño que emanaba de él?
-Bueno, supongo que algo «extraño» trasluce de todos nosotros, los que
buscamos la oscuridad -dije-. En cierto modo, tendemos a crear nuestra propia
realidad.
Pero mientras le contestaba, me daba cuenta de lo que quería decirme. Ya no
había necesidad de la aclaración que buscaba ella afanosamente en las palabras
de explicación que pronunció a continuación. Sí, había algo extraño en el señor
Allan, y lo que había era una profunda falsedad. Se notaba, ahora lo veía claro y
lo aceptaba, en un buen número de cosas triviales, pero particularmente en la
falta de expresión de sus facciones. Su forma de hablar, a pesar de haber sido
poco locuaz, no tenía entonación, era casi mecánica. No había sonreído, ni se
había alterado la expresión de su rostro. Había hablado con una precisión que
sugería un distanciamiento de la mayoría de los hombres. Incluso el interés
manifiesto que mostraba por Rose era más clínico que admirativo. Al tiempo
que se despertaba mi curiosidad, creció en mí una bocanada de aprensión.
Preferí llevar el tema de nuestra conversación por otros derroteros y acompañé
a Rose a su casa.
II
Era inevitable, sospecho, que me encontrase de nuevo con el señor Allan.
Ocurrió dos noches después, no lejos de la puerta de mi casa. Quizá resulte
absurdo, pero no pude evitar el pensamiento de que estaba esperándome, que
su ansiedad por encontrarse conmigo era tan grande como la mía.
Le saludé jovialmente, como a un compañero nocturno más, y me di cuenta en
seguida de que, aunque su voz remedaba mi propia jovialidad, ningún trazo de
emoción asomaba a su rostro; permanecía absolutamente impasible, hierático,
como diría un escritor romántico. Ni un atisbo de sonrisa aparecía en su rostro,
ni había ningún reflejo en sus brillantes ojos negros. Y ahora, como me habían
sugerido, pude apreciar que el parecido con Poe era asombroso, tanto que de
haberme dicho el señor Allan que era descendiente de Poe, le habría creído sin
dudarlo.
Pensé que se trataba de una, curiosa coincidencia, y nada más. El señor Allan no
hizo en esta ocasión ninguna mención de Poe o de nada relacionado con
Providence. Parecía, era evidente, más interesado en escucharme que en hablar.
Se mostraba tan singularmente hermético como si de hecho no nos hubiésemos
visto antes. Pero tal vez buscaba algún terreno común, pues en cuanto
mencioné que colaboraba con artículos semanales relacionados con la
astronomía en el Journal de Providence, empezó a tomar parte en la
conversación; lo que había sido durante algunas manzanas un monólogo, se
convirtió en diálogo.
Pronto me di cuenta de que el señor Allan no era un novato en cuestiones
astronómicas. Escuchaba ansiosamente mis puntos de vista, pero él mantenía
los suyos, diferentes a los míos y a veces muy discutibles. No se mostró remiso
en manifestar que no sólo era posible un viaje interplanetario, sino que
innumerables estrellas, no sólo planetas de nuestro sistema solar, estaban
habitadas.
-¿Por seres humanos? -pregunté incrédulamente.
-¿Por qué tendrían que ser seres humanos? -replicó-. La vida es única, no el
hombre. Incluso aquí, en este planeta, la vida toma muchas formas.
Le pregunté si había leído las obras de Charles Fort.
No lo había hecho. No sabía nada de él, y al pedírmelo, le expliqué algunas de
las teorías de Fort, así como los hechos que aducía para apoyar estas teorías. Vi
que de cuando en cuando, mientras caminábamos, la cabeza de mi
acompañante se balanceaba, aunque su cara permanecía inexpresiva; era como
si estuviese de acuerdo. Y en una ocasión llegó a exclamar.
-Sí, así es. Lo que él dice es así.
Fue al hablar yo de objetos voladores no identificados vistos cerca de Japón
durante la última mitad del siglo diecinueve.
-¿Cómo puede afirmar eso? -interrogué.
Se lanzó a una extensa perorata, que podía resumirse así: en el terreno de la
astronomía, todo científico que estuviera al día tenía la certeza de que no había
vida solamente en la tierra. Por tanto, al igual que se podían concebir cuerpos
celestes con formas de vida inferiores a la nuestra, otros podrían dar cabida a
formas superiores. Si se aceptaba esta premisa, era perfectamente lógico que los
viajes interplanetarios no tuvieran misterios para esas formas superiores y
pudiesen, tras décadas de observación, familiarizarse con la Tierra y sus
habitantes, así como con los demás planetas hermanos.
-¿Con qué propósito? -le pregunté-. ¿Para hacer la guerra? ¿Para invadirnos?
-Un modo de vida tan desarrollado no tendría necesidad de emplear tales
métodos primitivos -señaló-. Nos vigilan, al igual que nosotros vigilamos la
luna y escuchamos las señales de radio de los planetas. Nosotros estamos aún
en las primeras etapas de la comunicación interplanetaria, y no digamos de los
viajes espaciales, mientras que otras razas en estrellas remotas hace mucho que
han superado ambas cosas.
-¿Cómo puede hablar con tanta seguridad? -le pregunté entonces.
-Porque estoy convencido de ello. Seguramente habrá conocido a gente que ha
llegado a conclusiones similares.
Admití que así era.
-¿Se considera usted un hombre sin prejuicios por lo que respecta al tema?
Admití esto también.
-¿Tanto es así que examinaría ciertas pruebas si le fueran presentadas?
-Ciertamente -repliqué, aunque no debió pasarle inadvertido mi escepticismo.
-Eso está bien -dijo-. Si nos permite a mí y a mis hermanos ir a su casa de la calle
Angell, puede ser que le convenzamos de que hay vida en el espacio. No con
forma humana, pero vida. Vida de unos seres poseedores de una inteligencia
muy superior a la de los hombres más inteligentes.
Me resultaba cómica la magnitud de sus aseveraciones y de sus creencias, pero
no lo demostré en ningún momento. Su confidencia me hizo pensar otra vez en
el cúmulo de personajes que pueden encontrarse entre los paseantes nocturnos
de Providence. El señor Allan era un obseso de sus inauditas convicciones y
como todos los obsesos ansiaba hacer proselitismo, convertir a la gente.
-Cuando quiera -dije como invitación-. Cuanto más tarde mejor, para dar
tiempo a que mi madre se acueste. Los experimentos no le hacen gracia.
-¿Digamos el próximo lunes por la noche?
-De acuerdo.
A partir de ese momento, mi acompañante no volvió a hablar del tema. Apenas
se refirió a otras cuestiones, y de hecho me tocó a mí hablar todo el rato.
Evidentemente se aburría; no habíamos recorrido tres manzanas cuando
llegamos a un callejón y allí el señor Allan se despidió de mí bruscamente, se
volvió hacia el callejón y se lo tragó la oscuridad.
¿Estaría su casa al final del callejón?, pensé. De no ser así, tendría que salir
inevitablemente por el otro extremo. Impulsivamente corrí alrededor de la
manzana y me puse a esperar en una calle paralela, en las sombras. Desde allí
podía observar la entrada del callejón sin ser visto.
El señor Allan salió tranquilamente del callejón antes de que me diera tiempo a
recobrar la respiración. Esperaba que continuase a través del callejón, pero no
fue así; bajó por la calle, y acelerando un poco el paso, continuó su camino.
Movido por la curiosidad, le seguí, procurando mantenerme oculto. Pero el
señor Allan nunca se volvió a mirar. Con la mirada fija delante de él, no le vi
dirigir la vista ni una sola vez siquiera a derecha o izquierda. Se dirigía
claramente a un sitio determinado que sólo podía ser su casa, pues ya era más
de medianoche.
Me fue fácil seguir a mi acompañante. Conocía bien estas calles, las conocía
desde mi niñez. El señor Allan se dirigía al Seekonk, y mantuvo esta ruta, sin
desviarse, hasta que llegó a una zona de Providence. Una vez allí, se dirigió
hacia una casa hace ya tiempo deshabitada. Se introdujo en ella, y no le volví a
ver. Aguardé un poco más, esperando ver alguna luz encenderse en la casa,
pero no fue así, y llegué a la conclusión de que se había acostado.
Afortunadamente me había mantenido en las sombras, puesto que al parecer el
señor Allan no se había acostado. Parecía que había pasado por la casa y
rodeado la manzana entera, pues de repente le vi acercarse a la casa, en la
dirección en que habíamos venido, y una vez más pasó por delante del lugar en
que me ocultaba, y se introdujo en la casa, de nuevo sin encender ninguna luz.
Esta vez, ciertamente, se quedó dentro. Esperé unos cinco minutos, quizá más;
entonces di media vuelta y me encaminé hacia mi casa de la calle Angell,
convencido de haber hecho lo mismo que el señor Allan la noche en que nos
conocimos: me había seguido. Sí, había llegado a la conclusión de que nuestro
encuentro esta noche no había sido fruto del azar, sino premeditado.
Sin embargo, algunas manzanas más allá, me sorprendí al ver que él, Allan, se
acercaba en dirección a mí, procedente de la calle Benefit. Traté de explicarme
cómo se las había arreglado para dejar la casa otra vez y dar un rodeo hasta
conseguir caminar derecho hacia mí. Quise imaginar en vano la ruta que pudo
haber tomado para lograrlo. El caso es que pasó a mi lado sin aparentar
reconocerme.
Pero no cabía duda: era él. La misma semejanza con Poe le distinguía de
cualquier otro caminante nocturno. Ahogué su nombre en mi boca y me volví
para mirarle. En ningún momento volvió la cabeza, y caminó hacia adelante,
dirigiéndose con paso seguro hacia el lugar que yo había dejado momentos
antes. Le vi desaparecer mientras intentaba en vano, todavía, trazar en mi
mente la ruta que tendría que haber tomado, en medio de los vericuetos y
callejuelas tan familiares para mí, para hacer posible que me tropezase de
nuevo con él cara a cara.
Vamos a ver: nos habíamos encontrado en la calle Angell, luego caminamos
hacia Benefit y el norte, y nos volvimos hacia el río otra vez. Tenía que haber
corrido mucho para poder dar la vuelta y regresar. ¿Y a que propósito obedecía
seguir semejante ruta? Me dejó totalmente perplejo, especialmente porque ni
siquiera había dado muestras de conocerme, como si fuésemos completamente
extraños.
Pero si los acontecimientos de la noche me habían dejado tan confundido, más
lo estaba aún al encontrarme con Rose en el Ateneo la noche siguiente. Me
esperaba, y corrió hacia mí en cuanto me vio.
-¿Has visto al señor Allan? -me preguntó.
-Ayer por la noche -le respondí, y habría continuado con la explicación de los
hechos de no haber vuelto a hablar ella.
-¡Yo también! Me acompañó desde la biblioteca a casa.
Me callé lo que iba a decir y le escuché. El señor Allan había estado esperando a
que saliese de la biblioteca. La había saludado y le había preguntado si podía
pasear con ella. Anduvieron durante una hora, pero sin hablar mucho. Lo poco
que dijeron fue muy superficial: vaguedades referentes a las antigüedades de la
ciudad, la arquitectura de algunas casas, y cuestiones similares, de interés para
quien sintiera curiosidad por los aspectos históricos de Providence. Luego la
acompañó a casa. Ella había estado con el señor Allan en un lugar de la ciudad
a la vez que yo había estado con él en otro. Ninguno de nosotros teníamos la
menor duda respecto a la identidad de nuestro acompañante.
-Le vi después de medianoche -dije.
Era parte de la verdad, pero no toda.
Esta extraordinaria coincidencia debía de tener alguna aplicación lógica,
aunque no estaba dispuesto a discutirla con Rose, para que no se alarmase. El
señor Allan había hablado de «sus hermanos»; entraba dentro de lo posible que
el señor Allan tuviese un gemelo idéntico. Pero ¿qué explicación cabía para lo
que obviamente resultaba decepcionante? Uno de nuestros acompañantes no
era, no podía ser el mismo señor Allan con quien previamente habíamos
paseado. Pero ¿cuál de ellos? Yo estaba seguro de que mi acompañante era el
mismo señor Allan al que habíamos conocido dos noches antes.
Sin darle importancia, y en vista de las circunstancias, hice a Rose algunas
preguntas en relación con la identidad de su acompañante, a ver si en algún
momento de nuestro diálogo salía a relucir si era el mismo al que había visto yo.
No dudaba en absoluto; estaba plenamente convencida de que su acompañante
era el mismo hombre que había paseado con nosotros dos noches antes; pues al
parecer incluso había hecho varias referencias al paseo nocturno anterior. No
tenía motivos para dudar, y yo preferí callarme. Había un extraño misterio aquí:
los hermanos tenían alguna razón oculta para interesarse por nosotros. Había
una razón distinta a la de compartir nuestro interés por los paseantes de la
ciudad y por los lugares desconocidos que se desvelan únicamente con el
crepúsculo y se desvanecen otra vez, desapareciendo con el amanecer.
Sin embargo, mi compañero de la víspera se había citado conmigo, mientras
que el de Rose, que yo supiera, no había planeado otro encuentro con ella. Pero
¿por qué había esperado a encontrarse con ella? Esta línea de investigación no
era válida ante la evidencia de que ninguno de los seres con quienes me
encontré anoche, después de haber dejado a mi compañero en su casa, podía
haber acompañado a Rose, pues ella vivía muy lejos del lugar en que por última
vez me crucé con el extraño individuo; no podía haber tenido tiempo de dejarla
en la puerta de su casa y, simultáneamente, encontrarse conmigo casi al otro
extremo de la ciudad. Una inquietante sensación comenzó a invadirme. ¿Eran
quizá tres Allan -todos idénticos-, trillizos? ¿O cuatro? No, seguramente el
segundo señor Allan que me encontré la noche anterior era el mismo con quien
habíamos estado paseando hasta el cementerio dos noches antes. El que sí podía
ser otro era el de mi tercer encuentro.
Por mucho que intentase pensar en ello, el rompecabezas continuaba sin
resolverse. Aguardaba con cierto ánimo desafiante la cita del lunes por la noche
con el señor Allan, para la que sólo faltaban dos días.
III
Aun así, no estaba bien preparado para la visita del señor Allan y sus hermanos
en la noche del lunes siguiente. Llegaron a la diez y cuarto; mi madre acababa
de subir a acostarse. Esperaba, como máximo, a tres personas. Eran siete. Y tan
parecidos como los guisantes en una vaina, tanto que no era capaz de distinguir
entre ellos al señor Allan con quien había paseado dos veces por las nocturnas
calles de Providence, aunque deduje que era el que hablaba del grupo
Se encaminaron al salón, y el señor Allan inmediatamente se dispuso a colocar
las sillas en semicírculo. Le ayudaban sus hermanos, mientras él murmuraba
algo acerca de la «naturaleza del experimento». A decir verdad, yo estaba aún
demasiado sorprendido e inquieto con la apariencia de los siete hombres
idénticos, tan pasmosamente semejantes a Edgar Allan Poe, como para darme
verdadera cuenta de lo que se decía. Pude observar también, a la luz de mi
lámpara de gas Welsbach, que los siete eran de una complexión pálida, cerúlea,
no hasta el punto de dudar que fuesen de carne y hueso como yo, pero sí para
pensar que a todos les aquejaba algún tipo de enfermedad, anemia quizá, o que
algún mal hereditario había dejado sus rostros carentes de color. Sus ojos eran
muy negros y parecían mirar fijamente, aunque sin ver. Pero no se trataba de un
defecto de percepción; era como si viesen gracias a un extrasentido invisible
para mí. La sensación que experimenté no era predominantemente de miedo,
sino de abrumadora curiosidad mezclada con una cada vez mayor intuición de
algo extremadamente desconocido no sólo para mi experiencia, sino para mi
propia existencia.
Pocas cosas reseñables habían sucedido hasta el momento entre nosotros. Pero
en cuanto el semicírculo se completó, y mis visitantes se sentaron, el que llevaba
la voz cantante me señaló una silla situada dentro del semicírculo y de cara a
los hombres sentados.
-¿Quiere tomar asiento aquí, señor Phillips? -preguntó.
Hice lo que me indicaba y me encontré con que me había convertido en el
centro de todas las miradas. Más que el objeto, el foco de sus miradas: los siete
hombres no parecían mirarme a mí, sino mirar a través de mí.
-Nuestra intención, señor Phillips -dijo el que llevaba la voz cantante, a quien
tomé por el caballero con quien me había encontrado en la calle Benefit- es
producir en usted ciertas impresiones de vida extraterrestre. Todo lo que tiene
que hacer es relajarse y ser receptivo.
-Estoy listo -dije.
Creí que iban a pedirme que amortiguase la intensidad de la luz, cuestión que
forma parte integrante de este tipo de sesiones, pero no lo hicieron. Esperaron
un rato en silencio, un silencio sólo roto por el tic-tac del reloj del hall y el
alejado murmullo de la ciudad, y entonces comenzaron algo que sólo puedo
describir como un cántico, un tarareo bajo, no desagradable, casi arrullador, que
aumentaba en volumen y era interrumpido por sonidos que imaginé palabras
aunque no podía distinguir ninguna. La canción que cantaban, y la forma en
que cantaban, eran indescriptibles, extrañas; en clave menor, los intervalos de
los tonos no se parecían a ningún sistema de música terrestre que pudiera
serme familiar, aunque me parecía más oriental que occidental.
Tuve poco tiempo para percatarme de la música, pues pronto me sobrecogió
una sensación de profundo malestar. Las caras de los siete hombres se tomaron
difusas y se fundieron en un rostro borroso. Tuve la intolerable sensación de
que me barría el paso de miles de años de tiempo. Llegué a la conclusión de que
algún tipo de hipnosis era responsable de mi estado, pero me daba igual; la
experiencia a la que me estaba sometiendo era totalmente nueva y no
desagradable, aunque había en ella una nota discordante, como de algún mal
acechando detrás de las relajantes sensaciones que se acumulaban y me
arrastraban. Gradualmente, la lámpara, las paredes y los hombres que tenía
delante se emborronaron y desvanecieron. Me daba cuenta de que todavía
estaba en mi casa de la calle Angell, pero al mismo tiempo presentía que de
alguna forma había sido trasladado a otros lugares, y empezó a manifestarse un
sentimiento de alarma ante el desconocimiento de lo que me rodeaba, así como
de repulsión y alienación. Era como si temiese la pérdida del conocimiento en
un lugar extraño, sin medios para volver a la tierra, pues lo que presenciaba era
una escena extraterrestre, de unas proporciones de grandeza y magnificencia
incomprensibles para mí.
Vastas panorámicas del espacio se arremolinaban ante mí en una dimensión
desconocida, y en el centro veía una colección de cubos gigantes, esparcidos en
una ensenada de agitada radiación violeta. Entre ellos se movían otras figuras
enormes, cambiantes, unos conos rugosos cuya talla alcanzaba los diez pies de
altura y que reposaban sobre su base compuesta de un material semielástico,
con escamas y bultos. De sus ápices salían cuatro miembros flexibles,
cilíndricos, cada uno por lo menos de un pie de ancho, y de una sustancia
similar, aunque más parecida a la carne, a la de los conos. Estos eran los
supuestos cuerpos de los miembros que los coronaban. Según pude observar,
tenían la capacidad de contraerse y dilatarse algunas veces hasta alcanzar una
medida de largo similar a la altura del cono al que estaban adheridos. Dos de
estos miembros tenían unas enormes garras en el extremo, mientras que un
tercero llevaba una cresta de cuatro apéndices rojos con forma de trompeta, y el
cuarto acababa en un globo amarillo de dos pies de diámetro, en medio del cual
había tres enormes ojos, de un ópalo oscuro, que, dada su posición en el
miembro elástico, podían volverse en cualquier dirección. Fue una escena que
me causó gran fascinación, pero al mismo tiempo me inspiraba una repelencia
atroz, dada la absoluta extrañeza y el aura de temibles descubrimientos que se
desprendía de ella. Con mayor claridad y distinción, pude ver las figuras
moverse: parecían atender a los grandes cubos; logré ver que sus extrañas
cabezas estaban coronadas por cuatro grandes tallos grises con apéndices
similares a unas flores y que, en su parte inferior, ostentaban ocho tentáculos
sinuosos y elásticos, del color verde alga, constantemente agitados en un
movimiento de serpentina. Esos tentáculos se dilataban y se contraían, se
alargaban y se acortaban; azotaban de un lado a otro como si tuviesen una vida
independiente de aquella que animaba a los conos, que parecían más perezosos.
La escena estaba bañada en un descolorido resplandor rojo, como el de un sol
moribundo que, habiendo perdido a su planeta, hubiese ocupado ahora el lugar
de la radiación violeta de la ensenada.
Me causó un indescriptible impacto; era como si se me hubiese permitido mirar
a otro mundo, un mundo increíblemente mayor que el nuestro, diferente al
nuestro por distintos valores antipódicos y formas de vida, y lejos del nuestro
en el tiempo y el espacio; y mientras miraba a este vasto mundo, me di cuenta -
como si este conocimiento estuviera introduciéndose en mí por algún sistema
psíquico- que contemplaba una raza destinada a morir, una raza que tenía que
escapar de su planeta o morir. Espontáneamente, intuí la amenaza de un mal, y
con un rápido y violento esfuerzo, me deshice del hechizo del cántico que me
tenía apresado, exterioricé la excitación del miedo que me poseía, irrumpí en un
grito de protesta y me levanté mientras la silla en que estaba sentado se caía
hacia atrás estrepitosamente
De inmediato la escena que discurría ante mis ojos se desvaneció y la habitación
volvió a enfocarse. Enfrente de mí estaban sentados mis visitantes, los siete
caballeros parecidos a Poe, impasibles y silenciosos. los sonidos que habían
emitido, el tararear y las extrañas palabras y ruidos tonales, habían cesado.
Me calmé y mi pulso se hizo más pausado.
-Lo que ha visto, señor Phillips, era una escena de otra estrella lejana -dijo el
señor Allan-, muy alejada en el espacio. De hecho, pertenece a otro universo.
¿Le ha convencido?
-¡Basta ya! -grité.
No podía decir si mis visitantes se divertían o me despreciaban; no tenían
expresión alguna, incluido su portavoz, que se limitó a inclinar la cabeza
levemente y decir:
-Nos vamos, entonces, con su permiso.
Y silenciosamente, uno tras otro, desfilaron por la puerta que daba a la calle
Angell.
Aquella experiencia me había dejado una impresión sumamente desagradable.
No poseía pruebas de haber visto algo de otro planeta, pero podía atestiguar
que había sido preso de una extraordinaria alucinación, indudablemente por
influencia hipnótica.
¿Pero cuál era su razón de ser? Lo pensé mientras ordenaba el salón. No me era
posible aducir ninguna razón sólida para demostrar lo que había presenciado.
Era incapaz de negar que mis visitantes habían mostrado poseer facultades
extraordinarias. Pero ¿con qué fin? Tenía que admitir que me confundía tanto la
aparición de nada menos que siete hombres idénticos, como la experiencia
alucinante que acababa de vivir. Quintillizos, era posible, sí, ¿pero alguien había
oído hablar de siete gemelos? Tampoco eran usuales los nacimientos múltiples
de niños idénticos. Y sin embargo había siete hombres poco más o menos de la
misma edad e idénticos en apariencia, de cuya existencia no cabía la más
mínima explicación.
Tampoco tenía ningún significado palpable la escena que había presenciado
durante la demostración. De alguna forma había comprendido que los grandes
cubos eran seres vivos y sensibles para quienes la radiación violeta era como la
vida: me di cuenta de que las criaturas de los conos les servían en alguna forma,
pero nada había descubierto que lo demostrase. La visión entera carecía de
sentido: era una de esas escenas que podía haber sido creada por una
imaginación altamente organizada, y telepáticamente dirigida a un sujeto que
se prestase a ello, como, por ejemplo, yo mismo. Era ridículo demostrar así la
existencia de vida extraterrestre; lo único que demostraba era que yo había sido
víctima de una alucinación inducida. Pero, una vez más, se trataba de un círculo
vicioso. Como alucinación, no tenía razón de ser.
Y sin embargo, esa noche no conseguí evitar una insistente inquietud que me
atenazó durante largo tiempo, hasta que pude dormir.
IV
Lo raro es que mi malestar fue en aumento a medida que transcurría la mañana
siguiente. Pese a estar acostumbrado a las curiosidades humanas, a los
frecuentes e increíbles personajes y las extrañas cosas que encontraba en mis
paseos nocturnos por Providence, las circunstancias que rodeaban al señor
Allan y sus hermanos, todos tan parecidos a Poe, eran tan extraordinarias que
no podía quitármelos de la mente.
Instintivamente, dejé mi trabajo esa tarde y me dirigí a la casa del callejón a
orillas del Seekonk, dispuesto a enfrentarme con mi acompañante nocturno.
Pero la casa, cuando llegué a ella, tenía aspecto de estar totalmente desierta;
cortinas raídas colgaban por el antepecho de las ventanas y, en torno, todo era
cenizas de abandono.
Sin embargo, llamé a la puerta y esperé.
No hubo respuesta. Llamé otra vez.
No parecía haber nadie dentro de la casa.
Arrastrado por la curiosidad, intenté abrir la puerta. Y se abrió nada más
tocarla. Dudé aún, y miré a mi alrededor. No había nadie a la vista; por lo
menos dos de las casas de la vecindad estaban desocupadas. Y si me estaban
vigilando, yo no lo notaba.
Abrí la puerta y entré en la casa. Permanecí de pie durante un momento con mi
espalda contra la puerta, para acostumbrarme a la oscuridad crepuscular que
llenaba las habitaciones. Entonces anduve cautelosamente a través del pequeño
vestíbulo hacia la habitación contigua, una salita llena de muebles tapizados
por lo menos veinte años antes. Ni rastro de seres humanos, aunque existían
indicios de que no hacía mucho alguien había andado por allí y había dejado
huellas en el polvo visible del suelo sin alfombras. Crucé la habitación y entre
en un pequeño comedor. Lo crucé también, y me encontré en una cocina. Al
igual que el resto de las habitaciones tenía pocas trazas de haber sido utilizada,
pues no había nada de comida, y la mesa parecía que no se había usado en
años. Pero aquí también había un gran número de huellas que demostraban que
la casa estaba habitada. Y la escalera demostraba asimismo un uso intenso.
Pero fue en la parte posterior de la casa donde descubrí lo que mayor
desasosiego me produjo. Esta parte del edificio consistía en una gran
habitación, aunque era evidente que antiguamente habían sido tres, pues en las
paredes quedaban sin enfoscar los agujeros de los tabiques que las habían
separado. Vi esto con el rabillo del ojo, pues lo que había en el centro de la
habitación atraía poderosamente mi atención. Una luz violeta bañaba la
habitación, un suave resplandor que emanaba de una especie de largo bloque
introducido en un cristal, rodeado, junto a un segundo bloque, similar y
apagado, de maquinaria de una clase que nunca había visto antes, excepto en
mis sueños.
Entré cautelosamente en la habitación, alerta por si alguien interrumpía mi
intromisión. Nadie ni nada se movió. Me acerqué más a la caja de cristal
encendida de violeta. Había algo dentro de ella, aunque al principio no me
percaté de esto, pues me fijé en que estaba sobre una reproducción de tamaño
natural de Edgar Allan Poe, iluminada, como todo lo demás, por la misma luz
violeta. No podía determinar su origen, excepto que estaba envuelta en una
sustancia parecida al cristal que formaba el envase. Pero cuando finalmente me
di cuenta de qué era lo que había encima de la reproducción de Poe, casi grité
de miedo, pues era una miniatura, una exacta reproducción de uno de esos
conos rugosos que sólo había visto ayer por la noche en la alucinación a la que
había sido inducido en mi casa de la calle Angell. ¡Y el sinuoso movimiento de
los tentáculos de su cabeza -o lo que yo creía que era su cabeza- evidenciaba
indiscutiblemente que estaba vivo!
Me retiré rápidamente con una ojeada al otro envase para asegurarme de que
estaba vacío y sin ocupar, aunque conectado por muchos tubos metálicos al otro
que estaba paralelo a él; me fui rápidamente haciendo el menor ruido posible,
pues estaba convencido que los hermanos de la noche dormían arriba y en mi
confusión por esta inexplicable revelación que situaba mi alucinación de la
noche anterior en otras coordenadas, no quería encontrarme con nadie. Me fui
de la casa sigilosamente, aunque me pareció ver la sombra de una de esas caras
tan parecidas a la de Poe en una de las ventanas superiores. Corrí a lo largo de
las calles que unían el Seekonk con el río Providence, corrí durante muchas
manzanas antes de ponerme a caminar más despacio, pues empezaba a llamar
la atención en mi loca carrera.
Mientras caminaba, intentaba poner en orden mis caóticos pensamientos. No
podía dar ninguna explicación a lo que había visto, pero sabía intuitivamente
que me había topado con un peligro amenazante demasiado oscuro y repelente,
y quizá demasiado vasto para poder comprenderlo. Busqué un significado pero
no pude hallar ninguno; nunca había tenido una preparación muy científica,
aparte de la química y la astronomía, de modo que no estaba preparado para
comprender el empleo de máquinas tan grandes como las que había visto en esa
casa alrededor de ese bloque encendido de violeta donde estaba el cono rugoso
en cálida y animadora radiación portadora de vida. De hecho no era capaz de
asimilar siquiera la misma maquinaria, pues sólo existía una remota similitud
con algo que podía haber visto antes, como la dínamo de una central eléctrica.
Estaban todas las máquinas conectadas de algún modo a los dos bloques, y a los
envases de cristal -si el material era cristal-, uno ocupado, el otro vacío y oscuro,
también unidos entre sí por unos tubos.
Pero había visto suficiente para convencerme de que el oscuro clan fraternal
que caminaba por las calles de Providence durante la noche con vestimenta y
aspecto de Edgar Allan Poe paseaba por motivos diferentes a los míos; los
suyos no eran simple curiosidad acerca de los personajes nocturnos, de los
colegas paseantes de la noche. Quizá la oscuridad era su estado más natural, al
igual que la luz del sol era la de la mayoría de las personas; pero sus motivos
eran siniestros, no podía dudarlo. Sin embargo, no lograba imaginarme lo que
iba a suceder después.
Por fin dirigí mis pasos hacia la biblioteca, con la vaga esperanza de tropezarme
con algo que me diese una clave para llegar a comprender lo que había visto.
Pero nada. Por mucho que busqué no encontré clave alguna, ningún indicio,
aunque leí atentamente toda referencia concebible -incluso las de la estancia de
Poe en Providence- a mi alcance sobre los estantes, y dejé la biblioteca tarde, tan
desconcertado como cuando había llegado.
Quizá era inevitable que volviese a encontrarme con el señor Allan otra vez esa
noche. No había forma de saber si mi visita a su casa había sido observada, a
pesar de que creía haber visto a un observador en la ventana de arriba en el
momento de mi huida, cuando estaba algo turbado. Pero esa sospecha mía no
debía de tener fundamento alguno, pues cuando me encontré con el señor Allan
más tarde, y le saludé en la calle Benefit, no había nada en su actitud o en sus
palabras que dejase notar su posible conocimiento de mi intromisión. Ahora
bien, yo ya conocía su habilidad para mantener su rostro impermeable a toda
expresión: humor, disgusto, incluso enfado o irritación eran ajenos a sus
facciones, que nunca abandonaban esa máscara introspectiva que caracterizaba
a Poe.
-Espero que se haya recuperado de nuestro experimento, señor Phillips -dijo,
después de intercambiar las frases de costumbre.
-Totalmente -le contesté, aunque no era cierto. Añadí algo acerca de un
repentino marco, que había precipitado el final del experimento.
-Es uno de los mundos exteriores lo que vio, señor Phillips -continuó el señor
Allan-. Son muchos. Cien mil por lo menos. La vida no es propiedad exclusiva
de la Tierra. Tampoco la vida en forma de seres humanos. La vida toma muchas
formas en otros planetas y estrellas, formas que aparecerían extrañas para los
humanos, al igual que la vida humana resulta extraña a esas otras formas de
vida.
Por una vez, el señor Allan se mostraba singularmente comunicativo, y yo tenía
poco que decir. Estaba claro, creyese yo o no que lo que había visto era una
alucinación -incluso ante el descubrimiento que había hecho en casa de mi
acompañante- que él creía sin la menor reserva en lo que decía. Hablaba de
muchos mundos, como si le fuesen familiares todos ellos. En un momento dado
habló casi con reverencia de ciertas formas de vida, particularmente de aquellas
que tenían una asombrosa capacidad de adaptación para tomar las formas de
vida de otros planetas en su incesante búsqueda de las condiciones necesarias
para su existencia.
-La estrella que vi -le interrumpí- estaba muriéndose.
-Sí -dijo simplemente.
-¿La ha visto usted?
-La he visto, señor Phillips.
Le escuché con alivio. Ya que era imposible que ningún hombre pudiese ver la
vida propia del espacio exterior, lo que yo había experimentado no era más que
la transmisión de una alucinación del señor Allan y sus hermanos.
Comunicación telepática, ciertamente, ayudada con una especie de hipnosis que
no había experimentado antes. Aun así no podía deshacerme de la inquietante
sensación de peligro que rodeaba a mi acompañante nocturno, ni del malestar
que se había apoderado de mí, pues aquella explicación que me había
apresurado a aceptar resultaba sumamente ingenua.
En cuanto pude, presenté mis excusas al señor Allan y me marché. Me fui de
prisa y directamente al Ateneo con la esperanza de encontrar a Rose Dexter,
pero ya se había marchado, si es que estuvo allí. Fui al teléfono público del
edificio y la llamé a su casa.
Contestó Rose, y confieso que sentí al instante una sensación de alivio.
-¿Has visto al señor Allan esta noche? -le pregunté.
-Sí -replicó-. Pero sólo unos instantes. Iba camino de la biblioteca.
-Yo también le he visto.
-Me pidió que fuese a su casa alguna noche para ver un experimento -continuó.
-No vayas -le dije en seguida.
Hubo un largo silencio al otro lado del teléfono.
-¿Por qué no?
Desafortunadamente no me di cuenta del acento de crueldad que había en su
voz.
-Sería preferible que no fueras -dije con toda la firmeza que pude.
-¿No cree, señor Phillips, que soy yo quien debe decidirlo?
Me apresuré a asegurarle que yo no era quién para juzgar sus acciones; sólo le
sugería que podría ser peligroso ir.
-¿Por qué?
-No puedo decírtelo por teléfono -contesté, plenamente convencido de que
sonaba a tonto, y de que a la vez era cierto que no podría poner en palabras
todas las terribles sospechas que habían empezado a aparecer en mi mente,
pues eran tan fantásticas, tan extrañas, que nadie se las creería.
-Lo pensaré -dijo quebradamente.
-Intentaré explicártelo cuando te vea -le prometí.
Me dio las buenas noches y colgó con una intransigencia que no presagiaba
nada bueno y que me dejó profundamente preocupado.
V
Llego ahora al final de los apocalípticos acontecimientos concernientes al señor
Allan y al misterio que rodeaba la casa en el olvidado callejón. Dudo en
ponerlos aquí, incluso ahora, pues sé de sobra que el cargo que ya pesa contra
mí se agravaría y daría lugar a serias dudas con respecto a mi salud mental.
Pero no me queda otro remedio. De hecho, el futuro entero de la humanidad, el
curso de todo lo que llamamos civilización, puede verse afectado por lo que
pueda o no pueda escribir acerca de esta cuestión. Los acontecimientos
culminantes se desarrollaron con rapidez tras la conversación mantenida con
Rose Dexter, ese insatisfactorio intercambio telefónico.
Tras un día de trabajo inquietante y lleno de desasosiego, llegué a la conclusión
de que tenía que dar una explicación justificativa a Rose. A la noche siguiente,
fui temprano a la biblioteca, donde solía encontrarme con ella, y me coloqué en
un lugar desde el que podía ver la entrada principal. Allí esperé durante más de
una hora hasta que se me ocurrió que a lo mejor no iba a la biblioteca aquella
noche.
Otra vez recurrí al teléfono, con intención de preguntarle si podía acercarme a
verla para explicarle lo de la noche anterior.
Fue su cuñada, y no Rose, quien contestó al teléfono.
Rose había salido
-Un caballero la llamó.
-¿Le conoce usted? -pregunté.
-No, señor Phillips.
-¿Oyó su nombre?
No lo había oído. De hecho sólo le había visto parcialmente cuando Rose salió
presurosa a encontrarse con él, pero ante mi insistencia admitió que el caballero
que había llamado a Rose tenía bigote.
¡El señor Allan! No necesitaba averiguar más.
Colgué y durante unos momentos no supe qué hacer. Quizá Rose y el señor
Allan se dedicaban solamente a pasear a lo largo de la calle Benefit. Pero tal vez
habían ido a esa casa misteriosa. Sólo pensar en ello me llenó de una aprensión
tal que me hizo perder la cabeza.
Salí de la biblioteca y me dirigí a casa. Eran las diez cuando llegué a la casa de la
calle Angell. Afortunadamente mi madre se había acostado, de modo que pude
coger la pistola de mi padre sin molestarla. Una vez cargada, caminé
apresuradamente a través de una Providence invadida por la noche, manzana
tras manzana, hacia la orilla del Seekonk y el callejón en que estaba la extraña
casa del señor Allan, sin percatarme del espectáculo que, para otros paseantes
nocturnos, representaba la prisa incontrolada con la que caminaba. De todos
modos, no me importaba, pues quizá la vida de Rose estaba en peligro, y más
allá de eso, poco definido, rondaba un mal más espantoso aún y mayor.
Cuando llegué a la casa en que había desaparecido el señor Allan, me
sorprendieron su soledad y sus ventanas oscuras. Aturdido, dudaba en
continuar, y esperé durante un minuto o dos para tomar aire y tranquilizar mi
pulso. Entonces, siempre en las sombras, me moví silenciosamente hacia la casa,
vigilando el menor rayo de luz.
Di la vuelta a la casa desde la puerta delantera a la trasera. No se veía el más
mínimo rayo de luz. Pero sí podía oírse un tararear bajo, un sonido vibrante,
como el silbido de un cable respondiendo al viento. Crucé hacia un extremo de
la casa, y ahí vi indicios de luz, no luz amarilla, como de una lámpara en el
interior, sino una pálida radiación color lavanda que parecía emanar
tenuemente de la propia pared.
Me retiré, recordando vívidamente lo que había visto en la casa.
Pero mi papel no podía ser pasivo. Tenía que saber si Rose estaba en la casa
oscura, quizá en aquella misma habitación de la maquinaria desconocida y el
envase de cristal con el monstruo dentro de la radiación violeta.
Di la vuelta hacia la parte delantera de la casa, y subí los escalones que
conducían a la puerta de entrada.
De nuevo la puerta estaba abierta. Cedió a la presión de mis dedos. Me paré
únicamente para coger la pesada arma en mis manos, empujé la puerta y entré
en el vestíbulo. Me detuve un instante para acostumbrar mis ojos a la
oscuridad; ahí de pie, percibía mejor el sonido tarareante que había oído, y algo
más: el mismo tipo de cántico que me había dejado en estado hipnótico cuando
fui testigo de la turbadora visión que supuestamente era la vida en otro mundo.
Me di cuenta de su significado inmediatamente. Pensé que Rose estaría con el
señor Allan y sus hermanos, pasando por una experiencia similar.
¡Ojalá no hubiese sido más que eso!
Pues cuando entré en la gran habitación de la parte trasera de la casa, vi algo
que para siempre se quedará grabado en mi mente. Alumbrada la habitación
por la radiación del envase de cristal, podía ver al señor Allan y sus hermanos
postrados en el suelo alrededor de los dos envases, entregados a su cántico.
Detrás de ellos, junto a la pared, yacía -en su tamaño natural- la reproducción
de Poe que yo había visto bajo la extraña criatura en el envase de cristal bañado
por la radiación violeta. Pero no era el señor Allan y sus hermanos lo que me
produjo el profundo shock y me repelió. ¡Fue lo que vi en los envases de cristal!
En el que daba resplandor a la habitación con su pulsante y agitada radiación
violeta, estaba Rose Dexter, completamente vestida, y ciertamente bajo
hipnosis. Y encima de ella estaba, alargado y con sus tentáculos azotando
furiosamente, la figura de cono rugoso que la última vez había visto encogerse
sobre la silueta de Poe. Y en el envase que se conectaba -casi me espanta
anotarlo aquí-, yacía, idéntica en todos los detalles, ¡un duplicado perfecto de Rose
Dexter!
Lo que ocurrió a continuación estaba confuso en mi mente. Sé que perdí el
control, que disparé a ciegas contra los envases de cristal, intentando romperlos.
Sé que le di a uno o a ambos, pues el impacto de la radiación se desvaneció, la
habitación quedó sumida en la oscuridad, gritos de miedo y de alarma por
parte del señor Allan y sus hermanos, y entre la sucesión de explosiones de la
maquinaria, corrí hacia adelante y cogí a Rose Dexter.
No sé cómo, alcancé la calle con Rose.
Miré hacia atrás y vi que las llamas aparecían en las ventanas de la maldita casa,
y entonces, inesperadamente, la pared norte se derrumbó, y algo -un objeto que
no pude identificar- salió de la casa en llamas y se esfumó en el cielo. Salí
corriendo, con Rose en mis brazos.
Una vez que recuperó el sentido, Rose se puso histérica, pero al fin logré
calmarla y se quedó callada, sin querer decir nada. En silencio la llevé a casa.
Sabía lo terrible que tenía que haber sido su experiencia, y estaba dispuesto a no
decir nada hasta que se hubiese recuperado totalmente.
En el curso de la semana siguiente, pude darme cuenta con toda claridad de lo
que había ocurrido en la casa del callejón, pero el delito de incendio -del que me
culpaban, en lugar de otro mucho más serio, por la pistola que había
abandonado en la casa ardiendo- había cegado a la policía y rechazaban
cualquier interpretación de los hechos que tuvieran algo que ver con cuestiones
extraterrestres. He insistido en que viesen a Rose Dexter cuando estuviese
recuperada y pudiese hablar, y desease hacerlo. No puedo hacerles entender lo
que yo ahora comprendo perfectamente. Pero los hechos están ahí,
indiscutibles. Dicen que la carne achicharrada encontrada en la casa no es
humana, al menos la mayor parte de ella no lo es. ¿Podían esperar otra cosa?
¿Siete hombres parecidos a Edgar Allan Poe? ¡Tienen que comprender que lo
que había dentro de la casa procedía de otro mundo, de un mundo agonizante,
que pretendía invadir y tomar posesión de la Tierra reproduciéndose con forma
humana! Tienen que saber que el primer modelo humano elegido por esos seres
para reencarnarse había sido, por casualidad, Poe, escogido porque ignoraban
que no representaba el tipo medio de hombre. Y han de saber, como yo llegué a
saber, que el cono rugoso provisto de tentáculos, en la radiación violeta, era el
origen de su forma material, y que la maquinaria y los tubos -que decían habían
quedado demasiado estropeados por el incendio para poder identificarlos,
¡como si hubiesen podido identificar su función aun sin estar destrozados!-
creaba, a partir del material suministrado por el cono en la luz violeta, material
que simulaba carne, unas criaturas con forma humana y parecidas a Poe.
El propio «señor Allan» me proporcionó la clave, aunque no lo supe entonces,
cuando le pregunté por qué la humanidad era objeto de escrutinio
interplanetario: «¿Para hacer la guerra? ¿Para invadimos?»; y respondió: «Una
forma de vida tan desarrollada no tendría necesidad de utilizar métodos tan primitivos».
¿Podía algo servir de explicación mejor que esto para la extraña ocupación de la
casa a orillas del Seekonk? Desde luego, era evidente ahora que lo que el «señor
Allan» y sus hermanos me ofrecieron en mi propia casa era una visión del
planeta de los cubos y los conos rugosos, su planeta.
Y seguramente lo más abominable de todo, evidente para cualquier observador
imparcial, era la razón por la cual querían a Rose. Pretendían reproducir a su
especie en la forma de hombres y mujeres, para poder mezclarse con nosotros,
sin ser detectados, sin sospechar de ellos, y lentamente, a lo largo de décadas,
quizá de siglos, mientras su mundo moría, tomar y preparar la Tierra para
aquellos que viniesen después.
¡Sólo Dios sabe cuántos de ellos puede haber aquí, entre nosotros, incluso
ahora!
Más tarde. No he podido ver a Rose todavía, esta noche, y no sé si llamarla. Me
ocurre algo terrible. Me siento preso de horribles dudas. No lo pensé durante
esa terrible experiencia, después de los disparos en la habitación iluminada de
violeta, y es ahora cuando he empezado a preguntármelo, y mi preocupación ha
ido creciendo hora tras hora, hasta convertirse en insoportable. ¿Cómo puedo
estar seguro de que en esos minutos de locura rescaté a la verdadera Rose
Dexter? Si lo hice, sin duda, ella me lo confirmará esta noche. Si no lo hice ¡Dios
sabe lo que he soltado, sin quererlo, sobre Providence y el mundo!
Extracto de The Providence Journal, l7 de julio:
UNA MUCHACHA DE LA VECINDAD MATA A SU AGRESOR
Rose Dexter, hija del señor Elisha Dexter y señora, del 127 de la calle de
Benevolent, repelió y dio muerte ayer noche a un joven al que acusó de haberla
agredido. La señorita Dexter fue encontrada en un estado de histeria mientras
corría por la calle Benefit, en las cercanías de la Catedral de San Juan, cerca del
cementerio donde tuvo lugar el suceso.
Su agresor fue identificado como un viejo amigo, Arthur Phillips...

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