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miércoles, 13 de junio de 2007

NECROLOGICA // ISSAC ASIMOV

Necrológica
Isaac Asimov


Mi marido, Lancelot, lee siempre el periódico durante el desayuno. Nada más aparecer, lo primero que miro es su rostro flaco y abstraído con su eterna expresión de enfado y de perpleja frustración. No me saluda; coge el periódico, que le he preparado cuidadosamente junto a su desayuno, y lo levanta delante de su rostro.

A partir de ese momento, sólo veo su brazo, que surge de detrás del periódico en busca de una segunda taza de café, a la que le pongo yo la obligada cucharadita rasa de azúcar —ni colmada ni escasa—, so pena de ganarme una mirada furibunda.

Ya no me quejo de esto. Al menos, tenemos una comida tranquila.

Sin embargo, esa mañana se rompió la calma cuando Lancelot saltó de repente:

—¡Válgame Dios! Ese chiflado de Paul Farber ha muerto. ¡Un ataque!

Me sonaba ese nombre. Lancelot lo había mencionado alguna vez, así que sin duda se trataba de un colega suyo, de otro físico teórico. A juzgar por el amargo epíteto con que le calificó mi marido, comprendí que debía ser alguien de cierto renombre, alguien que había conseguido el éxito que Lancelot no lograba.

Dejó el periódico y me miró irritado.

—¿Por qué llenarán las notas necrológicas con ese cúmulo de mentiras? —preguntó—. Le presentan como si fuera un segundo Einstein, y sólo por el hecho de haber muerto de un ataque.

Si había un tema que yo había aprendido a evitar era el de las notas necrológicas. No me atreví ni a hacer un gesto de asentimiento.

Tiró el periódico y salió de la habitación, dejando los huevos a medio terminar y sin tocar la segunda taza de café.

Suspiré. ¿Qué otra cosa podía hacer? ¿Qué otra cosa he podido hacer jamás?

Naturalmente, el nombre de mi esposo no es Lancelot Stebbins, porque estoy cambiando, en todo lo que puedo, tanto el nombre como las circunstancias para proteger al culpable. Sin embargo, estoy convencida de que, aunque utilizara los nombres verdaderos, no reconocerían a mi esposo.

Lancelot tenía un talento especial a ese respecto... un talento para que le pasaran por alto, para pasar desapercibido. Sus descubrimientos son invariablemente anticipados o postergados por la presencia de algún descubrimiento más importante realizado simultáneamente. En los congresos científicos, es escasa la asistencia a la lectura de sus ponencias porque se está leyendo otra más importante en otra sección.

Naturalmente, esto repercutió en su manera de ser. Le cambió.

Cuando me casé con él, hace veinticinco años, tenía un chispeante atractivo. Vivía con holgura debido a su herencia y ya era un físico experto, ambicioso y lleno de promesas. Respecto a mí, creo que era bonita por entonces, pero eso no duró. Lo que duró fue mi natural retraimiento y mi fracaso en lograr la clase de éxito social que un ambicioso joven miembro del claustro de profesores espera de su esposa.

Puede que contribuyera a facilitar esa actitud de Lancelot para pasar inadvertido. Si se hubiera casado con otra clase de esposa, quizá ella hubiera logrado hacerle visible con su esplendor.

¿Lo comprendió así él, andando el tiempo? ¿Fue por eso por lo que se alejó de mí después de los dos o tres primeros años discretamente felices? A veces creo que sí, y me lo reprocho amargamente.

Pero luego me dio por pensar que eso era debido a sus ansias de destacar, las cuales aumentaron al no verse satisfechas. Dejó la cátedra que tenía en la Facultad y montó un laboratorio propio fuera de la ciudad porque, según dijo, los terrenos eran baratos y así estaba más aislado.

El dinero no era problema. En su campo, el Gobierno era generoso con sus subvenciones y él las obtenía siempre. Y, además, echaba mano de nuestro propio dinero sin limitaciones.

Intenté resistirme. Le dije:

—Pero, Lancelot, esto no es necesario. No es como si tuviéramos dificultades para subvencionar tus trabajos. No es como si se opusieran a que sigas perteneciendo al claustro de la Universidad. Además, lo único que quiero yo es tener hijos y llevar una vida normal.

Pero algo ardía en su interior que le cegaba para todo lo demás. Se volvió furioso contra mí:

—Hay algo que está antes que todo. El mundo de la ciencia debe reconocerme por lo que soy, un... un gran... un gran investigador.

Por entonces, todavía tenía reparos en aplicarse a sí mismo el apelativo de genio.

Fue inútil. La suerte siguió perpetua e invariablemente en contra suya. Su laboratorio ardía de actividad. Contrataba ayudantes con excelentes sueldos; se esclavizaba a sí mismo sin consideración ni piedad. Pero no sacó nada en limpio.

Yo seguí esperando que claudicara algún día, que volviéramos a la ciudad; que emprendiéramos una vida tranquila y normal. Yo esperaba; pero siempre, cuando podía haber admitido la derrota, emprendía alguna nueva batalla. Cada vez atacaba con la misma esperanza y retrocedía con igual desesperación.

Y siempre arremetía contra mí, porque si el mundo le pulverizaba a él, él siempre me tenía a mí para pulverizarme a su vez. No soy persona valerosa, pero estaba empezando a creer que debía abandonarle.

Y sin embargo...

Este año pasado era evidente que se estaba preparando para otra batalla. La última, pensé. Había algo en él más intenso, más inquieto que nunca. Se lo notaba por la forma de hablar consigo mismo en voz baja y de reírse brevemente por nada. Había veces en que se pasaba días enteros sin comer y noches sin dormir. Hasta le dio por guardar los cuadernos del laboratorio en la caja fuerte de la alcoba, como si desconfiara incluso de sus propios ayudantes.

Naturalmente, yo estaba fatalmente segura de que este nuevo intento suyo fracasaría también. Pero a lo mejor, si fracasaba, dada su edad, tendría que reconocer que había perdido su última oportunidad. Seguramente tendría que desistir...

Así que decidí esperar, armándome de toda la paciencia posible.

Pero el asunto de la nota necrológica en el desayuno vino a ser como el chispazo. Una vez, en una ocasión parecida, le hice observar que al menos él también podría contar con un cierto reconocimiento en su propia nota necrológica.

Supongo que no fue una observación muy inteligente, pero mis observaciones nunca lo son. Mi intención era animarle, sacarle de una creciente depresión durante la cual, como ya sabía yo por experiencia, llegaría a ponerse de lo más inaguantable.

Puede que me moviese también cierta inconsciente malevolencia. Sinceramente no lo puedo asegurar.

En cualquier caso, se volvió de lleno contra mí. Tembló su cuerpo delgado, y sus cejas oscuras descendieron sobre sus ojos hundidos, mientras me chillaba con voz de falsete:

—¡Pero yo jamás leeré mi esquela mortuoria! ¡Me veré privado incluso de eso!

Y me escupió. Me escupió deliberadamente. Corrí a mi dormitorio.

Nunca me llegó a pedir perdón, pero al cabo de unos días, durante los cuales le había evitado por completo, proseguimos como antes nuestra vida fría y distante. Ninguno de los dos mencionó jamás el incidente.

Ahora aparecía otra nota necrológica.

El caso es que, al quedarme sola en la mesa del desayuno, comprendí que esa nota había sido la gota que había hecho desbordar el vaso, la culminación de su prolongado derrumbamiento moral.

Me di cuenta de la crisis que se le avecinaba, y no sabía si temerla o desearla. Puede que después de todo la recibiera con gusto. Cualquier cambio que sobreviniera no podía empeorar las cosas.

Poco antes de comer, vino a verme al cuarto de estar, donde un intrascendente cesto de costura daba algo que hacer a mis manos y un poco de televisión distraía mis pensamientos.

—Necesitaré tu ayuda —dijo de repente.

Hacía veinte años o más que no me había dicho nada semejante, así que involuntariamente le miré con cierta dulzura. Estaba febrilmente excitado. Había un tinte rojo en sus mejillas habitualmente pálidas.

—Encantada, si hay algo que puedo hacer por ti —dije.

—Lo hay. He dado un mes de permiso a mis ayudantes. Se marcharán el sábado; a partir de entonces trabajaremos tú y yo solos en el laboratorio. Te lo digo ahora para que te abstengas de hacer cualquier otro plan para la semana que viene.

Me desilusioné un poco.

—Pero Lancelot, sabes que no te puedo ayudar en tu trabajo. No comprendo...

—Lo sé —dijo con absoluto desprecio—, pero no hace falta que comprendas mi trabajo. Sólo tienes que seguir unas pocas instrucciones, bien sencillas, y hacerlo con cuidado. La cuestión es que he descubierto, finalmente, algo que me situará donde me corresponde...

—¡Ay, Lancelot! —exclamé involuntariamente, pues le había oído eso muchas veces ya.

—Escúchame, estúpida, e intenta por una vez comportarte como una persona adulta. Esta vez lo he conseguido. Nadie se me puede adelantar en esta ocasión porque mi descubrimiento está basado en un concepto tan poco ortodoxo que ningún físico vivo, excepto yo, tiene el genio suficiente para pensar en él, al menos hasta dentro de una generación. Y cuando mi obra se conozca por ahí, me podrán reconocer como el científico más grande de todos los tiempos.

—Desde luego me alegro mucho por ti, Lancelot.

—Dije me podrán. También pueden no reconocerme como tal. Existe mucha injusticia en eso de reconocerle a uno sus méritos científicos. Me lo han hecho saber con demasiada frecuencia. Así que no bastará con anunciar sólo el descubrimiento. Si lo hago, todo el mundo se lanzará sobre este campo, y al cabo de un tiempo no seré más que un nombre en los libros de historia, y la gloria se la adjudicarán una serie de advenedizos.

Creo que la razón por la que me estaba hablando entonces, tres días antes de ponerse a trabajar en lo que quiera que planeara, era que no podía contenerse por más tiempo. Estaba exultante y yo era la única persona lo bastante insignificante como para ser testigo de ello.

—Quiero que se dramatice tanto sobre mi descubrimiento, y que la humanidad lo acoja con un aplauso tan clamoroso, que no haya lugar a que se mencione jamás a nadie al mismo tiempo que a mí.

Me pareció que iba demasiado lejos, y me asusté del efecto que haría en él otra desilusión. ¿Acaso no le podría trastornar el juicio?

—Pero, Lancelot —dije—, ¿qué necesidad tenemos de preocuparnos? ¿Por qué no dejamos todo esto? ¿Por qué no nos tomamos unas largas vacaciones? Ya vienes trabajando demasiado desde hace mucho tiempo, Lancelot. Podemos hacer un viaje a Europa. Siempre he querido...

Dio una patada.

—¿Quieres acabar con tus estúpidas lamentaciones? El sábado te vendrás conmigo al laboratorio.

Dormí mal durante las tres noches siguientes. Nunca le he visto comportarse así, pensé; nunca. ¿Habrá perdido ya el juicio, tal vez?

Puede que lo que tiene ahora no sea sino locura, pensé, locura nacida de su desencanto, que ya no puede soportar, y desencadenada por esa nota necrológica. Había hecho que se fueran sus ayudantes y ahora me quería a mí en el laboratorio. Nunca me había permitido entrar allí. Seguramente pretendía hacerme algo, someterme a algún loco experimento, o matarme en el acto.

Durante aquellas insoportables noches de terror, planeé llamar a la policía, escaparme, hacer... hacer lo que fuese.

Pero luego llegaba la mañana y pensaba que tal vez no estaba loco, que no me sometería a ninguna violencia. Ni siquiera fue un acto de verdadera violencia el escupirme aquella vez, como lo hizo, ni intentó jamás herirme físicamente.

Así que, al final, esperé hasta el sábado y caminé hacia lo que podía ser mi muerte, tan dócil como un cordero.

Juntos, en silencio, bajamos por el sendero que conducía desde nuestra vivienda al laboratorio.

El laboratorio en sí imponía cierto temor, así que entré cohibida; pero Lancelot me dijo:

—Bueno, deja de mirar a tu alrededor como si fueran a atacarte. Limítate a hacer lo que yo te diga y a mirar donde yo te indique.

—Sí, Lancelot.

Me había conducido a una pequeña habitación, cuya puerta estaba provista de un candado. Estaba casi abarrotada de objetos de aspecto muy extraño y de montones de alambres.

—Para empezar, ¿ves este crisol de hierro? —me preguntó Lancelot.

—Sí, Lancelot.

Era un recipiente pequeño pero profundo, hecho de grueso metal y algo oxidado por el exterior. Estaba cubierto con una tosca red de alambre.

Me instó a que me aproximara y vi que dentro había un ratón blanco, el cual sacaba sus patitas delanteras por la tela metálica y pegaba su hocico diminuto al alambre con temblorosa curiosidad, o tal vez ansiedad. Creo que di un salto, porque ver un ratón sin esperarlo resulta sobrecogedor, al menos para mí.

—No te hará daño —gruñó Lancelot—. Ahora ponte junto a la pared y observa lo que hago.

El miedo me volvió con tremenda violencia. Estaba horriblemente convencida de que de alguna parte saltaría una chispa y me carbonizaría, o aparecería alguna monstruosa criatura de metal y me aplastaría, o... o...

Cerré los ojos.

Pero no ocurrió nada; a mí por lo menos. Sólo oí un ¡pffft! ... como si hubiera fallado un pequeño petardo.

—¿Bien? —me preguntó Lancelot.

Abrí los ojos. Me estaba mirando radiante de orgullo. Miré sin comprender.

—Aquí, ¿no lo ves, idiota? Justo aquí.

A unos treinta centímetros del crisol había aparecido otro. No le había visto ponerlo allí.

—¿Quieres decir que este segundo crisol?... —pregunté.

—No se trata exactamente de un segundo crisol, sino de un duplicado del primero. Para todos los efectos, son el mismo crisol, átomo por átomo. Compáralos. Encontrarás que las marcas de herrumbre son idénticas.

—¿Has sacado el segundo del primero?

—Sí, pero sólo en cierto modo. Crear materia requeriría generalmente una enorme cantidad de energía. Se necesitaría la completa fisión de un centenar de gramos de uranio para crear un gramo de materia duplicada, incluso garantizando una eficacia perfecta. El gran secreto con el que me he enfrentado es que la duplicación de un objeto en un punto del tiempo futuro requiere muy poca energía, si ésta se aplica correctamente. Lo esencial de la hazaña, mi... mi amor, al crear tal duplicado y hacerlo retroceder al presente, es que he logrado llevar a cabo el equivalente del viaje en el tiempo.

Daba la medida de su triunfo y felicidad el hecho de haber empleado un término afectuoso al referirse a mí.

—Es fantástico —dije, porque, a decir verdad, me sentí impresionada—. ¿Ha regresado también el ratón?

Miré dentro del segundo crisol mientras preguntaba, y recibí otra desagradable sorpresa. Había un ratón blanco... pero estaba muerto.

Lancelot se ruborizó ligeramente.

—Ese es el inconveniente. Puedo hacer que regrese la materia viva, pero no como tal materia viva. Regresa muerta.

—¡Oh, qué lástima! ¿Por qué?

—No lo sé aún. Creo que las duplicaciones son absolutamente perfectas a escala atómica. Desde luego no existe daño visible. Las disecciones así lo demuestran.

—Puedes preguntar... —me detuve inmediatamente al ver que me miraba. Comprendí que sería mejor no sugerir colaboración de ninguna clase, porque sabía por experiencia que en ese caso el colaborador se llevaría invariablemente el mérito del descubrimiento.

—Ya he preguntado —dijo Lancelot con una triste sonrisa—. Un biólogo ha realizado autopsias en varios de mis animales y no ha encontrado nada Por supuesto no sabía de dónde procedía el animaly siempre he tenido la precaución de recobrarlo antes de que ocurriera algo que lo descubriera. ¡Vaya! siquiera mis ayudantes saben lo que he estado haciendo.

—Pero ¿por qué has de mantenerlo tan en secreto?

—Justamente porque no puedo hacer regresar vivos a los animales duplicados. Debe de haber alguna anomalía molecular. Si publicara mis resultados, algún otro podría descubrir el medio de evitar esa anomalía, añadir su pequeño retoque a mi descubrimiento básico, y llevarse todo el mérito, porque podría hacer regresar vivo a un hombre, el cual proporcionaría información sobre el futuro.

Lo comprendía muy bien. No se trataba ya de una mera hipótesis. Sabía que sucedería así. Inevitablemente. La verdad es que, hiciera lo que hiciese, a él no se le reconocería el mérito. Estaba segura.

—Sin embargo —prosiguió, más para sí mismo que para mí—, no puedo esperar más. Debo dar a conocer esto, pero de tal modo que quede indeleble y permanentemente asociado conmigo. Debo rodearlo de un drama tan espectacular que en el futuro no exista modo de mencionar el viaje en el tiempo sin mencionarme a mí, sin importar lo que otros hombres puedan lograr en adelante. Voy a preparar este drama y tú representarás un papel en él.

—Pero ¿qué quieres que haga yo, Lancelot?

—Tú serás mi viuda.

Me agarré a su brazo.

—Lancelot, ¿quieres decir?... —no me es posible describir los sentimientos contradictorios que se agitaron en mi interior en ese momento.

Se soltó bruscamente.

—Sólo temporalmente. No voy a suicidarme. Sencillamente, voy a hacerme regresar desde un futuro de tres días.

—Pero entonces habrás muerto.

—Sólo el «yo» que regrese. El «yo» real estará tan vivo como siempre. Como esta rata blanca.

Sus ojos se dirigieron a un conmutador.

—¡Ah! La hora Cero va a ser dentro de pocos segundos —dijo—. Observa el segundo crisol y el ratón muerto.

Este desapareció ante mis ojos y se produjo de nuevo el . ipffft!...

—¿Adónde se fue?

—A ningún sitio —contestó Lancelot. No era más que un duplicado. En el momento en que pasamos el instante del tiempo en que se formó el duplicado, éste desaparece naturalmente. El primer ratón era el original, y sigue vivito y coleando. Lo mismo me ocurrirá a mí. El «yo» duplicado regresará muerto. El «yo» original estará vivo. Pasados tres días, llegaremos al instante en que se ha formado mi «yo» duplicado que ha llegado muerto. Una vez que pasemos este instante, el «yo» duplicado muerto desaparecerá y el «yo» vivo permanecerá. ¿Está claro?

—Me parece peligroso.

—No lo es. Una vez que aparezca mi cuerpo muerto, un médico me declarará difunto. Los periódicos informarán de mi muerte, el enterrador se dispondrá a enterrar el cadáver. Entonces regresaré a la vida y anunciaré lo que he hecho. Cuando eso suceda, seré más que el descubridor del viaje en el tiempo; seré el hombre que regresó de entre los muertos. El viaje en el tiempo y Lancelot Stebbins se darán a conocer tan ampliamente y de manera tan unida que nada podrá separar jamás mi nombre de la idea de viaje en el tiempo.

—Lancelot —dije suavemente—, ¿por qué no podemos anunciar simplemente tu descubrimiento? Ese es un plan demasiado complicado. Un sencillo anuncio te haría lo bastante famoso y entonces podríamos quizá trasladarnos a la ciudad...

—¡Silencio! Harás lo que yo diga.

No sé cuánto tiempo llevaba Lancelot pensando en todo eso, antes de que la nota necrológica sacara a relucir el asunto. Naturalmente, no subestimo su inteligencia. A pesar de su excepcional mala suerte, no se puede poner en duda su brillantez.

Antes de que se marcharan, había informado a sus ayudantes de unos experimentos que tenía intención de llevar a cabo mientras ellos estuvieran fuera. Después que testificaran, parecería completamente natural que se hubiera enfrascado en determinada serie de reactivos químicos, y que muriera por envenenamiento de cianuro según todas las apariencias.

—Así que tú te ocuparás de que la policía se ponga en contacto con mis ayudantes inmediatamente. Tú sabes dónde se les puede encontrar. No quiero ninguna sospecha de asesinato o suicidio, ni nada que no sea puro accidente; un natural y lógico accidente. Quiero un rápido certificado de defunción del doctor y una rápida notificación a los periódicos.

—Pero Lancelot, ¿qué pasará si encuentran a tu auténtico «yo»?

—¿Por qué habrían de encontrarlo? —interrumpió—. Si te encuentras un cadáver, ¿empiezas a buscar también su duplicado vivo? Nadie me buscará; me encerraré en la cámara temporal durante esos días. La tengo equipada con todas las facilidades de higiene y puedo proveerme de suficientes bocadillos para mi manutención.

Y añadió con tristeza:

—Sin embargo, tendré que prescindir del café hasta que pase todo. No puedo arriesgarme a que alguien huela aquí un inexplicable olor a café cuando se supone que estoy muerto. Bueno, agua tengo de sobra, y sólo son tres días.

Crucé las manos nerviosa.

—Aunque te encuentren, ¿no sería lo mismo de todos modos? —dije—. Verían que había un «tú» muerto y un «tú» vivo.

Intentaba consolarme a mí misma y trataba de prepararme para la inevitable desilusión.

Pero él se volvió hacia mí, gritando:

—No, no sería lo mismo en absoluto. Se convertiría en una broma fracasada. Cobraría fama, pero sólo de estúpido.

—Pero Lancelot —dije con cautela—, siempre sale algo mal.

—Esta vez, no.

—Tú siempre dices «esta vez no», pero siempre hay algo...

Estaba blanco de rabia y los ojos se le saltaban de sus órbitas. Me cogió por el codo y me hizo un daño horrible, pero no me atreví a gritar.

—Sólo una cosa puede salir mal —dijo—, y es lo que hagas tú. Si lo descubren, si no representas perfectamente tu papel, si no sigues mis instrucciones punto por punto, soy capaz... soy capaz... —pareció buscar un castigo—, soy capaz de matarte.

Volví la cabeza aterrada e intenté soltarme, pero me sujetaba inflexiblemente. Era asombrosa la fuerza que tenía cuando se excitaba.

—¡Escúchame! —dijo—. Me has hecho mucho daño con tu existencia; me lo he reprochado a mí mismo, en primer lugar por haberme casado contigo, y en segundo lugar por no encontrar nunca tiempo para divorciarme. Pero ahora tengo mi oportunidad, a pesar tuyo, de convertir mi vida en un triunfo resonante. Si me echas a perder esta oportunidad te mataré. Hablo completamente en serio.

Estaba segura de que era verdad.

—Haré todo lo que tú digas —murmuré, y me soltó.

Pasó el día enfrascado en su aparato.

—Nunca he hecho la prueba de transportar más de cien gramos —dijo absorto, con el ánimo sosegado.

Pensé: «No resultará. Es imposible que salga bien.»

Al día siguiente dispuso el aparato de modo que yo no tuviera más que apretar un botón. Me hizo repetir esa operación durante lo que a mí me pareció un número interminable de veces.

—¿Comprendes ahora? ¿Ves exactamente cómo se hace?

—Sí.

—Pero hazlo en el momento en que se encienda esta luz, ni un segundo antes.

«No resultará», pensé.

—Sí —dije.

Ocupó su puesto y guardó un silencio impasible. Llevaba puesto un delantal de goma sobre su bata de laboratorio.

Centelló la luz, y el haber practicado antes me fue de utilidad, porque apreté automáticamente el botón, antes de que el pensamiento pudiera detenerme o hacermetitubear.

Un instante después me encontré con que tenía dos Lancelots ante mí, uno junto a otro; el nuevo estaba vestido igual que el primero, aunque se le veía más arrugado. Y luego, el nuevo se derrumbó y se quedó inmóvil.

—Bien —exclamó el Lancelot vivo, abandonando el lugar cuidadosamente señalado—. Ayúdame. Cógele de las piernas.

Me dejó maravillada. ¿Cómo podía transportar su propio cuerpo muerto, su propio cadáver venido de un futuro de tres días, sin un gesto de aprensión? Muy al contrario, lo cogió por debajo de los brazos con la misma indiferencia con que habría cogido un saco de trigo.

Lo agarré por los tobillos y sentí que el estómago se me revolvía al contacto suyo. Aún estaba caliente; acababa de morir. Juntos lo transportamos por un pasillo y subimos un tramo de escaleras, recorrimos otro pasillo y entramos en una habitación. Lancelot ya la tenía preparada. Una solución burbujeaba en un extraño aparato, todo de cristal, en el interior de una sección aislada, con una puerta corredera de cristal que hacía de tabique deseparación.

Por la habitación había esparcidos otros aparatos para dar a entender que se estaba realizando un experimento. Sobre la mesa de despacho, destacando de entre los demás,había un frasco con una etiqueta en la que se leía perfectamente: «Cianuro potásico». Junto a él había unos cuantos granos derramados; supongo que serían de cianuro. Lancelot colocó cuidadosamente el cuerpo muerto como si se hubiera caído del taburete. Le pegó algunos granos a su mano izquierda, le espació unos cuantos más por el delantal de goma, y finalmente le adhirió unos pocos por la barbilla.

—Así deducirán lo que ha debido pasar —murmuró.

Echó una última mirada alrededor.

—Ya está todo —dijo—. Vuelve a la casa y llama al doctor. Le dirás que has venido a traerme un bocadillo porque era la hora de comer y yo estaba trabajando todavía. Aquí está —y me enseñó un plato roto y un bocadillo tirado donde se suponía que se me había caído de las manos—. Grita un poco, pero no exageres.


No me fue difícil gritar y llorar cuando llegó el momento. Hacía días que tenía ganas de hacer las dos cosas, y ahora era un alivio para mí dar rienda suelta al histerismo.

El doctor se comportó exactamente como Lancelot había previsto. Lo primero que vio, efectivamente, fue el frasco de cianuro.

—¡Válgame Dios!, señora Stebblins —dijo arrugando el ceño—. Era un químico bastante descuidado.

—Supongo que sí —dije llorando—. No debía haber estado trabajando, pero sus dos ayudantes están de vacaciones.

—Cuando un hombre maneja el cianuro como si fuese sal, malo —el doctor movió la cabeza con la gravedad de un moralista—. Ahora, señora Stebblins, tendré que llamar a la policía. Ha sido un envenenamiento accidental por cianuro, pero es una muerte violenta y la policía...

—¡Oh, sí, sí; llámela! —luego casi me habría pegado a mí misma por parecer sospechosamente ansiosa.

Vino la policía, y con ella un forense que gruñó con disgusto al ver los cristales de cianuro de la mano, el delantal y la barbilla; sólo hicieron preguntas referentes a nombres y edades. Preguntaron si yo podía arreglar la cuestión del entierro. Dije que sí y se marcharon.

Entonces llamé a los periódicos y a dos de las agencias de noticias. Dije que pensaba que ellos recogerían la noticia de la muerte a través del informe de la policía, y que esperaba que no hicieran hincapié en el hecho de que mi esposo era un químico descuidado, con el tono de quien espera que no se diga nada malo del muerto. Después de todo, seguí diciendo, él era físico nuclear más que químico y yo tenía últimamente la impresión de que parecía tener ciertas dificultades.

Seguí exactamente las instrucciones de Lancelot en esto, y también salió como él quería. ¿Un físico nuclear en dificultades? ¿Espías? ¿Agentes del enemigo?

Los periodistas empezaron a venir ansiosamente a preguntar. Les di un retrato de Lancelot joven, y un reportero sacó fotografías de los edificios del laboratorio. Les hice recorrer unas cuantas salas del laboratorio principal para que hicieran más fotografías. Nadie, ni la policía ni los reporteros, hizo preguntas acerca de la habitación cerrada, ni parecieron fijarse en ella siquiera.

Les entregué un montón de material profesional y biográfico que Lancelot me había preparado y les conté varias anécdotas destinadas a mostrar la combinación de humanidad e inteligencia que había en él. Intenté comportarme en todo al pie de la letra, y, sin embargo, no podía sentir confianza. Algo saldría mal; habría algo que fallaría.

Y cuando así fuera, sabía que él me echaría la culpa a mí. Y esta vez había prometido matarme.

Al día siguiente le llevé los periódicos. Los leyó una y otra vez con los ojos brillantes. Había logrado un recuadro completo, en el ángulo inferior de la izquierda, en la primera página del New York Times. El Times no daba mucha importancia al enigma de su muerte, lo mismo que la A. P., pero un periódico sensacionalista presentó un alarmante titular en primera página: «UN SABIO ATÓMICO MUERE MISTERIOSAMENTE.»

Se rió sonoramente mientras lo leía, y después de echarles a todos una ojeada, volvió a cogerlo.

—No te vayas —dijo alzando la vista hacia mí bruscamente—. Escucha lo que dicen.

—Ya los he leído, Lancelot.

—Escucha, te digo.

Me los leyó todos en voz alta, deteniéndose en las alabanzas que le dirigían al difunto; luego me dijo, radiante de puro satisfecho de sí mismo.

—¿Aún crees que saldrá algo mal?

—Si la policía vuelve para preguntarme por qué creo que estabas en dificultades... —dije dudosa.

—Tú procura ser vaga en tus explicaciones. Diles que habías tenido malos sueños. Para cuando se decidan a llevar más lejos las investigaciones, si es que se deciden, será demasiado tarde.

Desde luego, todo estaba resultando bien, pero no podía esperar que siguieran las cosas así. Y, sin embargo, la mente humana es extraña: persiste en sus esperanzas aun cuando no las haya.

—Lancelot —dije—, cuando pase todo esto y te hagas famoso, verdaderamente famoso, podremos retirarnos, ¿verdad? Podremos regresar a la ciudad y llevar una vida tranquila.

—No seas idiota. ¿No comprendes que, una vez que se me reconozca, tendré que continuar? Acudirán a mí muchos jóvenes. Este laboratorio se convertirá en un gran Instituto de Investigación del Tiempo. Me convertiré en una leyenda. Elevaré mi grandeza a tal altura que después no habrá más que pigmeos intelectuales, al lado mío —se puso de puntillas, con los ojos brillantes, como si estuviera ya sobre el pedestal que le pondrían.

Así terminó mi última esperanza de alcanzar un trocito de felicidad personal. Dejé escapar un suspiro.

Le rogué al empresario de pompas fúnebres que dejaran el cuerpo con su ataúd en el laboratorio, antes de enterrarlo en el panteón que la familia Stebblins tenía en Long Island. Pedí que no lo embalsamaran, y me ofrecí a mantenerlo en la gran sala refrigerada a la temperatura de cuatro grados. Pedí que no lo trasladaran al establecimiento funerario.

Los empleados de pompas fúnebres llevaron el ataúd al laboratorio con fría desaprobación. Evidentemente, tal petición se reflejaría en la consiguiente factura. La explicación que le di de que quería tenerle cerca durante ese último período de tiempo y que quería que sus ayudantes tuvieran oportunidad de verle, era un pretexto y sonó como tal.

Sin embargo, Lancelot había sido muy preciso en lo que yo tenía que decir.

En cuanto dejaron el cadáver donde yo había dicho, con la tapa del ataúd abierta aún, fui a ver a Lancelot.

—Lancelot —dije—, el empresario de pompas fúnebres se ha mostrado bastante molesto. Creo que sospecha que pasa algo raro.

—Bien —dijo Lancelot con satisfacción.

—Pero...

—Sólo tenemos que esperar un día más. No pasará nada por una simple sospecha, hasta que llegue el momento. Mañana por la mañana desaparecerá el cuerpo; al menos eso es lo que yo espero.

—¿Quieres decir que puede no desaparecer? Lo sabía, lo sabía.

—Puede que haya algún retraso, o algún adelanto. No he transportado nunca nada tan pesado y no estoy seguro de si se mantendrán inalterables mis ecuaciones. Una razón por la que quiero que el cuerpo esté aquí y no en el establecimiento funerario es la de poder hacer las observaciones necesarias.

—Pero si estuviera en una capilla ardiente desaparecería en presencia de testigos.

—Y aquí, ¿crees que sospecharían que se trata de un truco?

—Por supuesto.

Parecía divertirse.

—Dirán: ¿por qué mandó fuera a sus ayudantes? ¿Por qué se puso a hacer experimentos que puede hacer cualquier niño, y sin embargo se las arregla para matarse en el intento? ¿Por qué desapareció el cadáver sin testigos? Dirán: No es cierta esa historia absurda del viaje en el tiempo. Tomó drogas para provocarse un trance cataléptico y engañó a los médicos.

—Sí —dije débilmente. ¿Cómo habría llegado a comprender, todo eso?

—Y cuando yo continúe insistiendo —prosiguió— en que he resuelto el viaje en el tiempo, y que fui declarado indiscutiblemente muerto y no indiscutiblemente vivo, los científicos ortodoxos me denunciarán apasionadamente por farsante. Así, en una semana, mi nombre se habrá hecho familiar para todos los habitantes de la Tierra. No hablarán de otra cosa. Me ofreceré a hacer una demostración de viaje en el tiempo ante cualquier grupo de científicos que quiera presenciarla. Me ofreceré a hacer la demostración esa en circuito de TV intercontinental. La presión del público forzará a los científicos a asistir, y a que accedan a programarla las cadenas de televisión. No importa si el público mira esperando ver un milagro o un linchamiento. ¡Mirarán! Y entonces triunfaré; y ¿quién podrá alcanzar en la ciencia una cota tan trascendental en toda su vida?

Me sentí deslumbrada durante un momento, pero había algo dentro de mí que me decía: demasiado largo, demasiado complicado; algo saldrá mal.

Esa tarde, llegaron sus ayudantes y trataron de estar respetuosamente apesadumbrados en presencia del cadáver. Serían dos testigos más que podrían jurar haber visto a Lancelot muerto; dos testigos más que contribuirían a aumentar la confusión y a elevar los acontecimientos a su cúspide estratosférica.

A las cuatro de la mañana siguiente, estábamos en la sala frigorífica, envueltos en abrigos y esperando el momento cero.

Lancelot, preso de gran excitación, comprobaba sus instrumentos y hacía no sé qué con ellos. Su computador de mesa funcionaba constantemente, pero no soy capaz de explicarme cómo podía hacer que sus fríos dedos manejaran las llaves con tanta agilidad.

Yo, por mi parte, me sentía muy desdichada. Era el frío, el cuerpo muerto en el ataúd, y la incertidumbre del futuro.

Me parecía una eternidad el tiempo que llevábamos allí; finalmente, dijo Lancelot:

—Funcionará. Funcionará tal como lo tengo previsto. Todo lo más, la desaparición tendrá cinco minutos de retraso debido a que intervienen setenta kilos de masa. Mi análisis de las fuerzas cronológicas es realmente magistral.

Me sonrió, pero también le sonrió a su propio cadáver con igual calor.

Noté que su bata de laboratorio (que llevaba constantemente desde hacía tres días y no se la quitaba ni para dormir, estoy segura) se le había puesto arrugada y andrajosa. Estaba casi como la que llevaba el segundo Lancelot, el muerto, cuando apareció.

Lancelot pareció darse cuenta de lo que yo estaba pensando, o tal vez se limitó a seguir la trayectoria de mis ojos, porque se miró la bata y dijo:

—¡Ah, sí, será mejor que me ponga el delantal de goma! Mi segundo «yo» lo llevaba puesto en el momento de aparecer.

—¿Qué pasaría si no te lo pusieras? —pregunté con voz neutra.

—Tengo que ponérmelo. Es necesario. Algo me lo hubiera recordado. Si no, no hubiera aparecido en el otro —sus ojos se estrecharon—. ¿Sigues pensando en que algo fallará?

—No sé —murmuré.

—¿Crees que el cuerpo no desaparecerá, o que seré yo quien desaparezca en su lugar?

Al ver que no contestaba, dijo casi gritando:

—¿No ves que mi suerte ha cambiado al fin? ¿No ves con cuánta facilidad está saliendo todo según había previsto yo? Seré el hombre más grande que ha existido jamás. Ven, calienta el agua para el café —de pronto había recobrado la calma otra vez—. Lo celebraremos cuando mi doble nos abandone y yo vuelva a la vida. No he probado el café desde hace tres días.

Era sólo el café instantáneo lo que le empujaba hacia mí, pero después de tres días, eso también serviría. Manipulé desmañadamente el infiernillo de gas del laboratorio con los dedos tiesos de frío, hasta que Lancelot me apartó bruscamente a un lado y colocó sobre él un cacharro con agua.

—Tardará un rato —dijo, mientras giraba el control a la posición de «caliente». Miró el reloj, luego consultó los diversos indicadores de la pared—. Mi doble desaparecerá antes de que hierva el agua. Ven aquí y observa —se acercó al ataúd; yo dudé un momento.

—Ven —dijo en tono perentorio.

Fui.

Se miró a sí mismo con infinito placer y esperó. Ambos esperamos, contemplando el cadáver.

Entonces hubo un ¡pffft!... y Lancelot exclamó:

—¡Menos de dos minutos!

Sin experimentar el menor cambio, sin un solo parpadeo, el cuerpo muerto había desaparecido.

El ataúd abierto no contenía más que un conjunto de ropas vacías. La ropa, por supuesto, no era la misma con la que había venido el cuerpo muerto. Era ropa auténtica, y siguió conservando su realidad. Allí estaba, pues: la ropa interior dentro de la camisa y del pantalón; la corbata pasada alrededor de la camisa y la camisa dentro de la chaqueta. Los zapatos se habían dado la vuelta, con los calcetines colgando dentro de ellos. El cuerpo había desaparecido.

—El café —dijo Lancelot—. Primero el café. Luego llamaremos a la policía y a los periódicos.

Preparé café para él y para mí. Le puse la acostumbrada cucharilla llena de azúcar, rasa, ni colmada ni escasa. Aun bajo aquellas circunstancias, cuando por una vez estaba segura de que no le importaría, la costumbre era fuerte.

Empecé a darle sorbos a mi café, y me lo tomé sin crema ni azúcar, según era mi costumbre. Resultaba agradable tomarlo caliente.

Él removió su café.

—Por todo —dijo suavemente como un brindis—, por todo lo que he esperado.

Se llevó la taza a sus labios sonrientes y triunfales y bebió.

Aquellas fueron sus últimas palabras.


Ahora que había terminado, una especie de frenesí se apoderó de mí. Me las arreglé para desnudarle y vestirle con la ropa del ataúd. No sé cómo, pero fui capaz de levantarle y colocarle en el ataúd. Le crucé los brazos sobre el pecho en la misma postura de antes.

A continuación lavé todo rastro de café en el fregadero de la habitación de afuera, y el azucarero también. Lo aclaré una y otra vez, hasta que desapareció todo el cianuro que había sustituido por el azúcar.

Llevé su bata de laboratorio y las otras ropas al cesto donde había guardado las que había traído el doble. Las ropas del segundo Lancelot habían desaparecido, por supuesto; así que puse allí las del primero.

Luego esperé.

Por la tarde, me cercioré de que el cuerpo estaba lo bastante frío, y llamé a los empleados de pompas fúnebres. ¿Por qué habían de sospechar nada? Esperaban encontrar un cuerpo muerto y allí había un cuerpo muerto. El mismo cadáver. Exactamente el mismo. Incluso tenía dentro cianuro como se suponía que tenía el primero.

Supongo que serían capaces de notar la diferencia entre un cuerpo que llevaba muerto sólo doce horas y uno que llevaba tres días y medio, incluso bajo refrigeración, pero ¿por qué se les iba a ocurrir mirar?

No lo hicieron. Clavaron el ataúd, se lo llevaron y lo enterraron. Era el asesinato perfecto.

De hecho, puesto que Lancelot estaba legalmente muerto en el momento en que lo maté, me pregunto si, estrictamente hablando, fue de veras un asesinato.

Por supuesto, no tengo intención de preguntárselo a un abogado.

La vida es tranquila para mí; es pacífica y placentera. Tengo dinero suficiente. Voy al teatro. He hecho amigos. Y vivo sin remordimientos. Desde luego, Lancelot jamás logrará el mérito de haber descubierto el viaje en el tiempo. Algún día, cuando se descubra otra vez la manera de viajar en el tiempo, el nombre de Lancelot Stebblins, desconocido, descansará en las tinieblas del Hades. Pero ya le dije que cualquiera que fuesen sus planes, terminarían sin alcanzar la fama. Si no le hubiera matado yo, habrían salido mal las cosas por alguna otra razón, y entonces me habría matado él a mí.

No; vivo sin remordimientos.

De hecho, se lo he perdonado todo a Lancelot; todo, menos aquella vez que me escupió. Y resulta bastante irónico que tuviera unos instantes de felicidad antes de morir, porque le fue concedido un regalo que pocos pueden lograr, y él por encima de todos los hombres, lo saboreó.

A pesar de su grito, cuando me escupió, Lancelot supo arreglárselas para leer su propia nota necrológica.

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