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martes, 26 de mayo de 2009

LA AVENTURA DEL ASESINO METALICO

LA AVENTURA DEL ASESINO METALICO
Fred Saberhagen

...

Tenía la forma de un hombre, y el cerebro de un demonio electrónico.
El y las máquinas como él eran las mejores imitaciones de hombres y mujeres que los berserkers, también máquinas asesinas, eran capaces de imaginar y construir. Aun así, podían ser descubiertos como obvios fraudes cuando eran inspeccionados de cerca por cualquier humano.
—¿Sólo registramos veintinueve? —preguntó lacónicamente el supervisor de Defensa. Atado a su silla de combate, observaba atentamente el espacio a través de la pantalla de información semitransparente, frente a él. La mole cercana de la Tierra estaba acorazada por el castaño oscuro de los campos de fuerza defensivos, volviendo invisibles los colores normales del terreno del agua y del aire.
—Sólo veintinueve. —La respuesta llegó al puente de la nave insignia en medio de un agudo chisporroteo de estática. La voz roturada continuó—. Y estamos bastante seguros ahora de que al principio había treinta.
—Entonces, ¿dónde está el otro?
No hubo respuesta.

Todas las fuerzas defensivas de la Tierra estaban aún en alerta total, a pesar de que el ataque había sido minúsculo, no más que un intento de infiltración, y parecía haber sido repelido por completo. Los berserkers, remanentes de una antigua guerra interestelar, eran mortales enemigos de todo lo viviente y el mayor peligro para la humanidad que el universo había exhibido hasta el momento.
Una pequeña turbulencia saltó sobre la superficie parda de la Tierra, lanzándose en un curso que la llevaría a unos pocos cientos de kilómetros del aparato del supervisor. Se trataba de la Estación de Energía Uno, un agujero negro domesticado. En tiempos de paz los miles de millones de consumidores, ávidos de energía de todo el planeta tomaban de ella la mitad de la fuerza que necesitaban. La Estación Uno era visible al ojo desnudo sólo como una leve distorsión flotante del fondo de estrellas.
Estaba llegando otro informe.
—Buscamos en el espacio al androide berserker faltante, supervisor.
—Más les vale hacerlo.
—El aparato enemigo infiltrado almacenaba contenedores para treinta androides, como lo muestra el análisis de los restos que hizo la computadora. Tenemos que asumir que todos los contenedores estaban llenos.
En el tono del supervisor se leían la vida y la muerte.
—¿Hay alguna posibilidad de que la unidad faltante se haya colado hacia la superficie?
—Negativo, Supervisor. —Hubo una pequeña pausa—. Al menos sabemos que no alcanzó la superficie en nuestra época.
—¿Nuestra época? ¿Qué quiere decir eso, charlatán? ¿Cómo podría...? Ah.
El agujero negro pasó como un rayo. No estaba realmente domesticado, aunque esa era una palabra tranquilizadora, y los humanos la aplicaban con frecuencia. Habían logrado ponerle algo así como un arnés, eso era todo.
—Supóngase —y, dada la ubicación de la escaramuza, la suposición no era arriesgada— que el androide berserker número treinta hubiera sido propulsado, por algún accidente del combate, directamente hacia la Estación Uno. Podría haber entrado con facilidad en al agujero negro. De acuerdo con las últimas teorías, cabía imaginar que podría haber sobrevivido para reemerger intacto en el universo real, proyectado fuera del agujero como su propia imagen tangible en una erupción de radiación de partículas virtuales.

La teoría indicaba que en tal caso la reemergencia debía producirse antes de la penetración. El supervisor distribuyó órdenes vigorosamente. En el acto sus computadoras en el mundo de abajo, el Conglomerado de Defensa de la Tierra, tomaron el problema, dándole la máxima prioridad. ¿Qué podía hacerle a la Tierra un androide berserker? Probablemente no mucho. Pero para el supervisor, y para los que trabajaban en él, la defensa era una tarea sagrada. El templo de la seguridad de la Tierra había sido horriblemente profanado.
A las máquinas les llevó once minutos producir las primeras respuestas.
—El número treinta entró en el agujero negro, señor. Ni nosotros ni el enemigo podríamos haber previsto ese resultado, pero...
—¿Qué probabilidades hay de que el androide emergiera intacto?
—Por el ángulo peculiar en el que entró, aproximadamente sesenta y nueve por ciento.
—¡Tan alta!
—Y hay un cuarenta y nueve por ciento de probabilidades de que alcance la superficie de la Tierra en condiciones funcionales, en algún punto de nuestro pasado. Sin embargo, las computadoras nos tranquilizan. Como el artefacto del enemigo debe haber sido programado para algún ataque sutil a nuestra sociedad actual, no es probable que pueda hacer mucho daño en el tiempo y lugar en que...
—Verdaderamente su cráneo tiene un vacío de nivel intergaláctico. Yo le voy a decir a usted y a las computadoras cuando sea posible sentir el mínimo de tranquilidad. Mientras tanto consígame más cifras.
Las siguientes palabras desde la superficie del planeta llegaron veinte minutos más tarde.
—Hay una probabilidad del noventa y dos por ciento de que el aterrizaje del androide en la Tierra, si eso ocurrió, haya sido en área de cien kilómetros a cincuenta y un grados, once minutos latitud norte, cero grados, siete minutos longitud oeste.
—¿Y la época?
—Noventa y ocho por ciento de probabilidades para el 1ro. de enero, 1880, Era Cristiana, con un error posible de diez años más o menos.
Una masa de tierra, una gran isla cubierta de nubes apareció en la pantalla del televisor.
—¿Curso de acción recomendado? Le llevó una hora y media al conglomerado DT responder a eso.
Los primeros dos voluntarios perecieron en pruebas de despegue antes de que el método pudiera ser perfeccionado lo suficiente como para ofrecer un margen razonable de supervivencia. Cuando el tercer hombre estuvo listo, fue citado justo antes del despegue, para una última reunión privada con el supervisor.

El supervisor lo miró de arriba abajo, considerando su traje exótico, su extraño peinado, y todo lo demás. No preguntó si el voluntario estaba listo, sino que comenzó abruptamente: —Ha sido confirmado recién que, ya sea que gane o pierda allá, nunca podrá regresar a su propia época.
—Sí, señor. Ya había pensado que la situación sería esa.
—Muy bien. —El supervisor consultó los datos desparramados frente a él—. Todavía no estamos seguros acerca de cómo estará armado el enemigo. Algo sutil, sin duda, apropiado para un saboteador en la Tierra de nuestros días. Además, por supuesto, de la fuerza física y rapidez sobrehumanas con que cuenta un enemigo como ése debe considerar los rayos mentales interruptores o disruptores; ambos podrían dañar a cualquier sociedad humana. Están las bombas patrón, diseñadas para anular nuestras computadoras de defensa alimentándolas con información aleatoria. Siempre hay posibilidades de armas biológicas. ¿Tiene su equipo médico camuflado? Sí, ya veo. Y por supuesto siempre está el riesgo de algo nuevo.
—Sí, señor. —El voluntario parecía tan preparado como podría estarlo cualquiera. El supervisor se le acercó, abriendo los brazos para un saludo ritual de despedida.

Pestañeó para escurrir la lluvia londinense. Sacó su reloj de pesado tic tac como si estuviera controlando la hora, y se paró en la vereda frente al teatro como si estuviera esperando a un amigo. El instrumento en su mano pulsó una vibración extra, silenciosa, además del tic tac, y esta señal especial había tomado ahora un carácter que significaba que la máquina enemiga estaba muy cerca. Probablemente en un radio de cincuenta metros.
Un afiche en el frente del teatro decía:

EL AUTOMATA JUGADOR
DE AJEDREZ MEJORADO
MARAVILLA DE LA EPOCA
BAJO NUEVA DIRECCION

—El verdadero problema, señor —proclamaba un hombre de sombrero de copa cerca de ahí, conversando con otro—, no es si se puede hacer una máquina para ganar al ajedrez, sino si es posible hacerla simplemente para jugar.
—No, ese no es el verdadero problema, señor —pensó el agente del futuro—, pero considérese afortunado por poder creerlo.
Compró un boleto y entró, tomando asiento. Cuando se había reunido un auditorio considerable, hubo una breve conferencia a cargo de un hombre bajo en traje de etiqueta, que tenía algo de ave de rapiña, y a la vez cierto aire medroso, a pesar de su volubilidad y el humor ensayado de su charla.
Finalmente apareció el propio jugador de ajedrez. Era una caja con aspecto de escritorio con una figura sentada detrás. El conjunto en su totalidad se desplazaba sobre unas ruedas por el escenario, empujado por varios asistentes. La figura era la de un hombre enorme vestido como un turco. Resultaba obvio que se trataba de un maniquí o de algún tipo de muñeco; se balanceaba ligeramente con el movimiento del escritorio rodante, al que estaba fijada la silla. Ahora el agente podía sentir la vibración excitada de su reloj sin meter siquiera la mano en el bolsillo.
El ave de rapiña dijo otro chiste, desplegó una sonrisa siniestra, y entonces eligió a uno de los varios jugadores de ajedrez del auditorio que levantaron las manos —el agente no estaba entre ellos— para desafiar al autómata. El retador subió al escenario, donde las piezas estaban siendo colocadas sobre un tablero sujeto al escritorio rodante, mientras las puertas del frente del escritorio eran abiertas para mostrar que adentro no había otra cosa que maquinaria.
El agente notó que no había velas sobre el escritorio, como las que hubiera en el del jugador de ajedrez de Maelzel unas pocas décadas atrás. El autómata de Maelzel había sido un fraude astuto, por supuesto. Se habían usado velas sobre la caja para disimular el olor a cera quemada de la vela que necesitaba el hombre ingeniosamente escondido adentro entre los falsos engranajes. En la época en que había llegado el agente todavía era muy temprano, lo sabía, para la luz eléctrica, por lo menos para la clase que hubiera sido útil para un humano escondido de ese modo. Añádase el hecho de que al oponente de este jugador de ajedrez se le permitía sentarse mucho más cerca de lo que jamás estuvo del de Maelzel, y se podría hacer una deducción bastante segura sobre que no había ningún ser humano escondido en la caja o en la figura sobre el escenario.
Por lo tanto...
El agente podía hacerle un disparo limpio en ese momento, si se paraba entre el auditorio. ¿Pero debía dispararle a la figura o a la caja? Y no podía estar seguro sobre cómo iba armado. ¿Y quién lo detendría si lo intentaba y fallaba? Estaba seguro de que el enemigo ya había aprendido lo suficiente como para sobrevivir en el Londres del siglo diecinueve. Probablemente ya había matado, para corroborar sus designios. "Bajo nueva dirección" inclusive.
No, ahora que había localizado a su enemigo debía planear concienzudamente y trabajar con paciencia. Sumido en sus pensamientos, dejó el teatro entre la multitud y empezó a caminar hacia las habitaciones que acababa de comenzar a compartir en Baker Street. Una dificultad menor en el lanzamiento hacia el agujero negro le había costado parte del equipo, incluyendo una buena cantidad de su dinero falsificado. Todavía no había tenido tiempo en la profesión que había adoptado para obtener buenos ingresos; así que por el momento pasaba por ciertas estrecheces financieras.
Debía planear. Supongamos, ahora, que abordaba al hombrecito asustado, al de traje de etiqueta. A la sazón éste ya debería haber empezado a descubrir la clase de tigre que estaba montando. El agente podría abordarlo disfrazado de...
Un súbito golpeteo comenzó en el bolsillo del reloj del agente. Era una señal bastante diferente de cualquiera generada previamente por su falso reloj. Significaba que el enemigo se las había arreglado para detectar su detector; de hecho estaba conectado y rastreándolo.
El sudor se mezcló con la llovizna en la cara del agente cuando empezó a correr. Debía haberlo descubierto en el teatro, aunque probablemente sin lograr distinguirlo entre la multitud. Esquivando coches de alquiler, carros y un ómnibus dio la vuelta por Oxford Street hacia Baker Street y disminuyó la marcha hasta transformarla en una rápida caminata para cubrir la corta distancia restante. No podía deshacerse del reloj indicador porque hubiera sido incapaz de rastrear al enemigo sin él. Pero tampoco se atrevía a llevarlo encima.
Cuando el agente irrumpió en la sala, su compañero de cuarto alzó la vista, con su habitual, casi superficial, sonrisa, e interrumpió el trabajo apacible de sacar libros de un canasto y ponerlos en los estantes.
—Perdón —comenzó el agente con una mezcla de alivio y urgencia—; surgió algo bastante importante, y hay dos diligencias que debo llevar a cabo en el acto. ¿Podría imponerle una a usted?
La breve diligencia propia del agente no lo llevó más allá de la vereda de enfrente. Ahí, en la puerta de Camden House se ocultó encogiéndose, tratando de respirar silenciosamente. No se había movido cuando, tres minutos más tarde, se aproximó desde la dirección de Oxford Street, una figura alta que, de acuerdo con las sospechas del agente, no era humana. Llevaba el sombrero calado, y la parte inferior de la cara envuelta en vendajes. Se detuvo cruzando la calle, pareció consultar su propio reloj de bolsillo y luego se dio vuelta para tocar la campanilla de la puerta de la casa. Si el agente hubiera estado absolutamente seguro de que se trataba de su presa, le hubiera disparado por la espalda. Pero sin el reloj, habría tenido que acercarse para tener una razonable certeza.
Luego de consultar con la casera, la figura fue admitida. El agente esperó dos minutos. Entonces aspiró profundamente, juntó coraje, y lo siguió.
La cosa parada junto a la ventana giró en su dirección, cuando entró a la sala, y ahora él estaba seguro de lo que era aquello. Los ojos sobre la cara vendada no eran los ojos del turco, pero tampoco eran humanos.
La faja blanca apagaba la voz ronca.
—¿Usted es el doctor?
—Ah, usted busca a mi compañero de cuarto. —El agente echó una mirada descuidada sobre el escritorio donde estaban desparramados algunos papeles que llevaban el nombre de su compañero—. No está en este momento, como puede ver, pero espero que vuelva pronto. Supongo que usted es un paciente.
La cosa dijo, con su voz falsa:
—Me lo recomendaron. Parece que el doctor y yo compartimos un cierto origen común. Por lo tanto la casera fue muy amable permitiéndome esperarlo aquí. Supongo que mi presencia no será inconveniente.
—En lo más mínimo. Por favor tome asiento, ¿señor...?
Cualquier fuera el nombre que el berserker le haya dado, el agente nunca lo supo. Abajo sonó la campanilla, suspendiendo la conversación. Oyó a la sirvienta contestar a la puerta, y un momento más tarde los rápidos pasos de su compañero de cuarto en la escalera. La máquina mortal tomó un objeto pequeño del bolsillo y se corrió un paso para tener una visión clara de la puerta.
Dándole la espalda al enemigo, como con el propósito casual de saludar al hombre que estaba por entrar, el agente sacó disimuladamente de su bolsillo una pipa de brezo bastante funcional, diseñada para cumplir también otra función. Entonces giró la cabeza y disparó la pipa hacia el berseker por debajo de su propia axila.
Para un ser humano, el enemigo era pavorosamente rápido, y para un berseker el androide era miserablemente lento y torpe, ya que había sido diseñado primordialmente para la imitación, no para la pelea. Las armas dispararon simultáneamente.
Las explosiones destrozaron y destruyeron al enemigo, ráfagas poderosas como para hacerlo pedazos, pero drásticamente limitadas en espacio, autoamortiguadas y casi silenciosas.
El agente también fue alcanzado. Tambaleando, se dio cuenta, con su último pensamiento claro, de qué arma había esgrimido el enemigo. Era el rayo mental disruptor. Entonces por un momento no pudo pensar en absoluto. Tenía una vaga conciencia de estar agachado sobre una rodilla y adivinaba a su compañero de habitación, que acababa de entrar, mirándolo aturdido, a un paso de la puerta.
Finalmente el agente pudo moverse otra vez, y guardó la pipa tembloroso. El cuerpo destrozado del enemigo ya estaba casi vaporizado. Debía haber sido construido para autodestruirse cuando fuera seriamente dañado, para que la humanidad nunca pudiera conocer sus secretos. Ya no era más que un cúmulo de neblina pesada, alejándose en lentos remolinos por la ventana apenas abierta para mezclarse con la bruma londinense.
El hombre que todavía estaba parado cerca de la puerta había estirado una mano para afirmarse contra la pared. —El joyero... no tenía su reloj —murmuró atontado.
Vencí, pensó el agente lentamente. Fue un pensamiento sin alegría porque con él llegó la lenta percepción del precio de su éxito. Tres cuartos de su intelecto, al menos, habían desaparecido, con el patrón superior de las conexiones de sus células cerebrales hundido en la disociación. No. No disociado. El rayo mental disruptor debía haber reimpuesto el patrón de sus neuronas en algún lugar más alejado de su trayectoria... ahí, detrás de esos ojos grises con su nueva mirada penetrante.
—Obviamente, lo de enviarme a buscar su reloj fue un ardid. —La voz del compañero de cuarto era súbitamente más vigorosa, más segura que antes—. También, noto que su escritorio ha sido forzado, por alguien que pensaba que era el mío. —El tono se suavizó un poco—. Vamos, hombre, no tengo nada en contra suya. Su secreto, si es honorable, estará a salvo. Pero está claro que usted no es lo que representaba ser.
El agente se levantó, tirando de su pelo color arena, tratando desesperadamente de pensar.
—¿Cómo... cómo lo sabe?
—¡Elemental! —exclamó el hombre alto.

HISTORIA DE UN MUERTO CONTADA POR EL MISMO --- ALEJANDRO DUMAS


Historia de un muerto contada por él mismo
Alejandro Dumas




Una noche de diciembre nos hallábamos reunidos tres amigos en el taller de un pintor. Hacia un tiempo sombrío y frío, y la lluvia golpeaba los cristales con un ruido continuo y monótono.
El taller era inmenso y estaba débilmente iluminado por la luz de una estufa en torno a la que conversábamos.
Aunque todos fuéramos jóvenes y alegres, la conversación había tomado, a pesar nuestro, un aire de aquella noche triste, y las palabras alegres se habían agotado rápidamente.
Uno de nosotros reanimaba constantemente la hermosa llama azul de un ponche que arrojaba sobre todos los objetos circundantes una claridad fantástica. Los grandes bosquejos, los cristos, las bacantes, las madonas, parecían moverse y danzar sobre las paredes, como grandes cadáveres fundidos en el mismo tono verdoso. Aquel vasto salón, resplandeciente de día por las creaciones del pintor, lleno de sus sueños, había tomado aquella noche en la penumbra, un carácter extraño.
Cada vez que la cucharilla de plata volvía a caer en el tazón lleno de licor encendido, los objetos se reflejaban sobre los muros con formas desconocidas y con tintes inauditos; desde los viejos profetas de barba blanca hasta esas caricaturas que cubren las paredes de los talleres, y que parecen un ejército de demonios como los que aparecen en sueños, o como los que dibujaba Goya. Además, la calma brumosa y fría del exterior aumentaba lo fantástico del interior; cada vez que mirábamos aquella claridad por un instante, nos veíamos a nosotros mismos con rostros de un gris verdoso, con los ojos fijos y brillantes como carbunclos, los labios pálidos y las mejillas sumidas. Quizá lo más impresionante era una máscara de yeso, moldeada sobre el rostro de uno de nuestros amigos, muerto hacía algún tiempo, máscara que, colgada cerca de la ventana, recibía en su perfil el reflejo del ponche, lo que le daba una fisonomía extrañamente burlona.
Todo el mundo ha sufrido como nosotros la influencia de salones vastos y tenebrosos, como los describe Hoffmann o como los pinta Rembrandt; todo el mundo ha experimentado, al menos una vez, esos miedos sin causa, esas fiebres espontáneas a la vista de objetos a los que el rayo pálido de la luna o la luz dudosa de una lámpara otorgan una forma misteriosa; todo el mundo se ha encontrado en una habitación grande y sombría, junto a un amigo, escuchando algún cuento inverosímil y experimentado ese terror secreto que se puede hacer cesar de golpe encendiendo una lámpara o hablando de otra cosa, lo que evitamos hacer, porque es muy grande la necesidad de emociones, verdaderas o falsas, que tiene nuestro pobre corazón.
En fin, aquella noche, éramos tres. La conversación, que nunca toma la línea recta para llegar a su meta, había seguido todas las fases de nuestras ideas veinteañeras: unas veces ligera como el humo de nuestros cigarrillos, otras vivaz como la llama del ponche, otras sombría como la sonrisa de aquella máscara de yeso.
Habíamos llegado a un punto en el que no hablábamos siquiera; los puros, que seguían el movimiento de las cabezas y de las manos, brillaban como tres aureolas girando en la sombra.
Era evidente que el primero que abriera la boca y que turbara el silencio, aunque fuera para una broma, causaría inquietud a los otros dos: hasta tal punto estábamos sumidos, cada uno por nuestro lado, en una ensoñación miedosa.
–Henri –dijo el que vigilaba el ponche, dirigiéndose al pintor–, ¿has leído a Hoffman?
–¡Por supuesto! –respondió Henri.
–Y, ¿qué piensas de él?
–Pienso que es admirable, y tanto más cuanto que creía evidentemente en lo que escribía. Por lo que a mí respecta, sólo sé que cuando lo leía por la noche, me iba a la cama frecuentemente sin cerrar mi libro y sin atreverme a mirar detrás de mí.
–¿O sea, que te gusta lo fantástico?
–Mucho.
–¿Y a ti? –pregunto dirigiéndose a mí.
–También.
–Pues bien, voy a contaros una historia fantástica que me ocurrió.
–Esto no podía acabar de otro modo; cuenta.
–¿Es una historia que te ocurrió a ti mismo? –pregunté.
–A mí mismo.
–Pues cuenta, hoy estoy dispuesto a creer todo.
–Tanto más cuanto que, palabra de honor, puedo afirmar que soy el héroe.
–Bueno, adelante, te escuchamos.
Dejó caer la cucharilla en el tazón. La llama se apagó poco a poco, y permanecimos en una oscuridad casi completa, con solo las piernas iluminadas por el fuego de la estufa.
El comenzó:
–Una noche, hará aproximadamente un año, hacía el mismo tiempo que hoy, el mismo frío, la misma lluvia, la misma tristeza. Yo tenía muchos enfermos, y después de haber hecho mi última visita, en lugar de ir un instante a Les Italiens, como tenía por costumbre, me hice llevar a mi casa. Vivía en una de las calles más desiertas del barrio Saint–Germain. Estaba muy cansado y me acosté pronto. Apagué la lámpara, y durante algún tiempo me entretuve mirando el fuego, que ardía y hacía danzar grandes sombras sobre la cortina de mi cama; finalmente, mis ojos se cerraron y me dormí.
«Hacía aproximadamente una hora que dormía cuando sentí una mano que me sacudía vigorosamente. Me desperté sobresaltado, como quien espera dormir mucho tiempo, y observé con asombro al visitante nocturno. Era mi criado.
»–Señor –me dijo–, levántese inmediatamente, le buscan para que visite a una joven que se muere.
»–¿Y dónde vive esa joven? –le pregunté.
»–Casi enfrente; además, ahí está la persona que ha venido por vos para acompañarle.
»Me levanté y me vestí apresuradamente, pensando que la hora y la circunstancia harían perdonar mi vestimenta; cogí mi lanceta y seguí al hombre que me habían enviado.
»Llovía a cántaros.
»Afortunadamente no tuve más que atravesar la calle y al instante estuve en casa de la persona que reclamaba mis cuidados. Vivía en un palacete vasto y aristocrático. Crucé un gran patio, subí los peldaños de una escalinata, pasé por un vestíbulo donde se hallaban unos criados aguardándome: me hicieron subir un piso y pronto me encontré en la habitación de la enferma. Era una gran habitación con viejos muebles de madera negra esculpida. Una mujer me introdujo en aquella habitación a la que nadie nos siguió. Fui dirigido hacia una gran cama de columnas tapizada con una antigua y rica tela de seda y vi, sobre la almohada, la más encantadora cabeza de madona que jamás haya soñado Rafael. Tenía unos cabellos dorados como una ola del Pactolo, enmarcando un rostro de un perfil angélico; tenía los ojos semicerrados y la boca entreabierta dejaba ver una doble hilera de perlas. Su cuello resplandecía de blancura, puro de líneas; su camisa entreabierta insinuaba un pecho hermoso capaz de tentar a San Antonio y, cuando cogí su mano, recordé esos brazos blancos que Homero da a Juno. En fin, aquella mujer era una mezcla del ángel cristiano y de la diosa pagana; todo en ella revelaba la pureza del alma y la fogosidad de los sentidos. Hubiera podido pasar al mismo tiempo por la santa Virgen o por una bacante lasciva, enloquecer a un sabio y dar la fe a un ateo. Cuando me acerqué a ella, sentí a través del calor de la fiebre ese perfume misterioso hecho de todos los perfumes que emana la mujer.
»Permanecí sin recordar la causa que me había llevado allí, mirándola como una revelación y sin encontrar nada semejante ni en mis recuerdos ni en mis sueños; cuando ella volvió la cabeza hacia mí, abrió sus grandes ojos azules y me dijo:
»–Sufro mucho.
»Sin embargo, no tenía casi nada. Una sangría y estaba salvada. Cogí mi lanceta y en el momento de tocar aquel brazo tan blanco, mi mano tembló. Pero el médico se impuso al hombre. Cuando hube abierto la vena, corrió una sangre pura como de coral en fusión, y ella se desvaneció.
»Ya no quise dejarla. Me quedé a su lado. Experimentaba una secreta felicidad por tener la vida de aquella mujer entre mis manos; detuve la sangre, ella volvió a abrir poco a poco los ojos, se llevó la mano que tenía libre a su pecho, se volvió hacia mí, y mirándome con una de esas miradas que condenan o salvan me dijo:
»–Gracias, sufro menos.
»Había tanta voluptuosidad, tanto amor y tanta pasión alrededor de ella que yo estaba clavado en mi sitio, contando cada latido de mi corazón por los latidos del suyo, escuchando su respiración todavía un poco febril, y diciéndome que si había alguna cosa del cielo en esta tierra, debía ser el amor de aquella mujer.
»Se durmió.
»Yo estaba arrodillado sobre los peldaños de su cama, como un sacerdote en el altar. Una lámpara de alabastro colgada del techo lanzaba una claridad encantadora sobre todos los objetos. Estaba solo a su lado. La mujer que me había introducido había salido para anunciar que su ama estaba bien y que no se necesitaba a nadie. Era verdad, su ama estaba allí, tranquila y hermosa como un ángel dormido en su plegaria. En cuanto a mí, yo estaba loco...
»Pero no podía quedarme en aquella habitación toda la noche. Por tanto, salí también sin hacer ruido para no despertarla. Receté algunos cuidados al irme, y dije que volvería al día siguiente.
»Cuando regresé a mi casa, estuve desvelado por su recuerdo. Comprendí que el amor de aquella mujer debía ser un encantamiento eterno hecho de ensoñación y de pasión; que debía ser púdica como una santa y apasionada como una cortesana; concebí que debía ocultar al mundo todos los tesoros de su belleza, y que a su amante debía entregarse desnuda por entero. En fin, su imagen quemó mi noche, y cuando llegó la claridad yo estaba locamente enamorado.
»Más tarde, tras los pensamientos locos de una noche agitada llegaron las reflexiones: me dije que un abismo infranqueable me separaba de aquella mujer, que era demasiado bella para no tener un amante; que debía ser demasiado amado para que ella le olvidase, y me puse a odiar sin conocer a aquel hombre, a quien Dios daba tanta felicidad en este mundo, para que pudiera sufrir, sin protestar, una eternidad de dolores.
»Esperaba impaciente la hora a la que podía presentarme en su casa, y el tiempo que pasé esperándola me pareció un siglo.
»Finalmente llegó la hora, y salí.
»Cuando llegué, me hicieron entrar en un gabinete exquisito, de un rococó furioso, de un pompadur sorprendente; estaba sola y leía: un gran vestido de terciopelo negro la ceñía por todas partes, no dejando ver, como en las vírgenes del Perugino, más que las manos y la cabeza. Tenía el brazo que yo había sangrado, coquetamente en cabestrillo y extendía ante el fuego sus pequeños pies, que no parecían hechos para caminar sobre esta tierra. Esa mujer era tan completamente bella que Dios parecía haberla dado al mundo como un esbozo de los ángeles.
»Me tendió la mano y me hizo sentar a su lado.
»–¿Tan pronto levantada, señora? –le dije–, sois imprudente.
»–No, soy fuerte –me contestó sonriendo–, he dormido muy bien, y además no estaba enferma.
»–Sin embargo, decíais que sufríais.
»–Más del pensamiento que del cuerpo –dijo con un suspiro.
»–¿Tenéis alguna pena, señora?
»–Oh, una profunda. Afortunadamente Dios también es médico, y ha encontrado la panacea universal, el olvido.
»–Pero hay dolores que matan –le dije.
»–Y bien, la muerte o el olvido, ¿no es lo mismo? La una es la tumba del cuerpo, la otra la tumba del corazón, eso es todo.
»–Pero vos, señora –dije–, ¿cómo podéis tener una pena? Estáis demasiado alta para que os alcance, y los dolores deben sentirse bajo vuestros pies como las nubes bajo los pies de Dios; las tormentas para nosotros, para vos la serenidad.
»–Eso es lo que os engaña –continuó ella–, y lo que prueba que toda vuestra ciencia se detiene ahí, en el corazón.
»–Y bien –le dije–, tratad de olvidar, señora. Dios permite a veces que una alegría suceda a un dolor, que la sonrisa suceda a las lágrimas, cierto; y cuando el corazón de aquel que prueba está demasiado vacío para llenarse solo, cuando la herida es demasiado profunda para cerrar sin ayuda, envía al camino de aquella a la que quiere consolar otra alma que la comprende; porque sabe que se sufre menos sufriendo a dúo; y llega un momento en que el corazón vacío se llena de nuevo o la herida cicatriza.
»–¿Y cuál es el dictamen, doctor –me dijo ella–, con qué curarías semejante herida?
»Se hizo un silencio bastante largo durante el cual admiré aquel rostro divino, sobre el que la media luz filtrada a través de las cortinas de seda arrojaba tintes encantadores, y admiré también aquellos hermosos cabellos de oro, no sueltos como en la víspera, sino alisados sobre las sienes y cogidos en la nuca.
»Desde el principio, la conversación había adoptado un aire triste; por eso aquella mujer me pareció más radiante aún que la primera vez, con su triple corona de belleza, pasión y dolor. Dios la había probado con el dolor y era preciso que aquel a quien ella diera su alma aceptara la misión, doblemente santa, de hacerle olvidar el pasado y esperar el futuro.
»Por eso permanecí ante ella, no ya loco como lo estaba la víspera ante su fiebre, sino recogido ante su resignación. Si me hubiera sido dada en aquel momento, habría caído a sus pies, le habría cogido las manos, y hubiera llorado con ella como con una hermana, respetando al ángel y consolando a la mujer.
»Pero ¿cuál era aquel dolor que había que hacer olvidar, que había causado aquella herida sangrante todavía? Era lo que yo ignoraba, lo que debía adivinar, porque ya existía entre la enferma y el médico suficiente intimidad para que me confesase una pena, pero no la suficiente para que me contara la causa. Nada a su alrededor podía ponerme sobre la pista: la víspera, nadie había ido a su cabecera para inquietarse por ella; al día siguiente, nadie se presentaba para verla. Aquel dolor debía estar, pues, en el pasado, y reflejarse sólo en el presente.
»–Doctor –me dijo de pronto saliendo de su ensoñación–, ¿podré bailar pronto?
»–Sí, señora –le dije yo, asombrado por aquella transformación.
»–Es que tengo que dar un baile hace mucho tiempo programado –continuó ella; ¿vendréis, verdad? Debéis tener una opinión malísima de mi dolor que, haciéndome soñar de día, no me impide bailar de noche. Es que veréis, es uno de esos pesares que hay que empujar al fondo del corazón para que el mundo no sepa nada; una de esas torturas que debemos enmascarar con una sonrisa, para que nadie las adivine: quiero guardar para mí sola lo que sufro, como otro guardaría su alegría. Este mundo, que tiene envidia y celos al verme bella, me cree feliz, y es una convicción que no quiero quitarle. Por eso bailo, con riesgo de llorar al día siguiente, pero de llorar sola.
»Me tendió la mano con una mirada indefinible de candor y de tristeza, y me dijo:
»–¿Hasta pronto, verdad?
»Yo llevé su mano a mis labios, y salí.
»Llegué a mi casa atontado.
»Desde mi ventana veía las suyas; y me quedé todo el día mirándolas, oscuras y silenciosas. Me olvidaba de todo por aquella mujer; no dormía, no comía; por la noche tenía fiebre, al día siguiente por la mañana, delirio, y a la noche siguiente estaba muerto.»
–¡Muerto! –exclamamos nosotros.
–Muerto –contestó nuestro amigo con un acento de convicción imposible de transcribir–, muerto como Fabien cuya máscara está ahí.
–Continúa –le dije.
La lluvia golpeaba contra los cristales. Volvimos a echar leña en la estufa, cuya llama roja y viva disminuía un poco la oscuridad que invadía el taller.
El continuó:
–A partir de ese momento, sólo experimenté una conmoción fría. Fue, sin duda, el momento en que me arrojaron en la fosa.
«Ignoro desde hacía cuánto tiempo estaba sepultado, cuando oí confusamente una voz que me llamaba por mi nombre. Me estremecí de frío sin poder responder. Algunos instantes después, la voz volvió a llamarme; hice un esfuerzo para hablar pero al moverse mis labios sintieron el sudario que me cubría de la cabeza a los pies. A pesar de ello conseguí articular débilmente estas palabras:
»–¿Quién me llama?
»–Yo –respondió.
»–¿Quién eres tú?
»–Yo.
»Y la voz iba debilitándose como si se hubiera perdido en el cierzo, o como si no hubiera sido más que un ruido pasajero de las hojas.
»Por tercera vez todavía mi nombre llegó a mis oídos, pero esta vez el nombre pareció correr de rama en rama, de tal modo que el cementerio entero lo repitió sordamente, y oí un ruido de alas, como si mi nombre, pronunciado de pronto en el silencio, hubiera hecho volar una bandada de pájaros nocturnos.
»Mis manos se elevaron hasta mi rostro como movidas por resortes misteriosos. Aparté silenciosamente el sudario que me cubría, y traté de ver. Me pareció que despertaba de un largo sueño. Sentía frío.
»Siempre recordaré el espanto sombrío de que estaba rodeado. Los árboles no tenían hojas y sus ramas descarnadas se retorcían dolorosamente como grandes esqueletos. Un débil rayo de luna, que penetraba a través de las nubes negras, iluminaba un horizonte de tumbas blancas que parecían una escalera hacia el cielo. Todas aquellas voces indefinidas de la noche que presidían mi despertar parecían cargadas de misterio y terror.
»Volví la cabeza y busqué a quien me había llamado. Estaba sentado junto a mi tumba, espiando todos mis movimientos, la cabeza apoyada en las manos y una sonrisa extraña bajo su mirada horrible.
»Tuve miedo.
»–¿Quién sois? –le dije reuniendo todas mis fuerzas–, ¿por qué despertarme?
»–Para prestarte un servicio –me respondió.
»–¿Dónde estoy?
»–En el cementerio.
»–¿Quién sois?
»–Un amigo.
»–Dejadme en mi sueño.
»–Escucha –me dijo–, ¿te acuerdas de la tierra?
»–No.
»–¿No echas de menos nada?
»–No.
»–¿Cuánto hace que duermes?
»–Lo ignoro.
»–Yo te lo diré. Estás muerto desde hace dos días, y tu última palabra ha sido el nombre de una mujer en lugar de ser el del Señor. Hasta el punto de que tu cuerpo sería de Satán, si Satán quisiera cogerlo. ¿Comprendes?
»–Sí.
»–¿Quieres vivir?
»–¿Sois Satán?
»–Satán o no, ¿quieres vivir?
»–¿Nada más que vivir?
»–No, volverás a verla.
»–¿Cuándo?
»–Esta noche.
»–¿Dónde?
»–En su casa.
»–Acepto –dije yo tratando de levantarme. ¿Tus condiciones?
»–No te las pongo –me respondió Satán–; ¿crees acaso que de cuando en cuando no soy capaz de hacer el bien? Esta noche ella da un baile y te llevo a él.
»–Vayamos, pues.
»–Vayamos.
»Satán me tendió la mano, y me encontré de pie.
»Describir lo que experimenté sería cosa imposible. Sentía que un frío terrible helaba mis miembros, es todo cuanto puedo decir.
»–Ahora –continuó Satán–, sígueme. Comprende que no te haga salir por la puerta principal, el portero no te dejaría pasar, querido; una vez aquí, no se sale. Sígueme, pues: vamos primero a tu casa, donde te vestirás; porque no puedes ir al baile con el traje que llevas, tanto más cuanto que no es un baile de disfraces; pero envuélvete bien en tu sudario, porque la noche es fría y podrías enfermar.
»Satán se echó a reír como ríe Satán, y yo seguí caminando tras él.
»–Estoy seguro –continuó– de que pese al servicio que te hago, no me amas todavía. Así estáis hechos los hombres, ingratos con vuestros amigos. No es que censure la ingratitud: es un vicio que yo inventé, y es uno de los más difundidos; pero me gustaría verte menos triste. Es la única gratitud que te pido.
»Yo le seguía, blanco y frío como una estatua de mármol que un resorte oculto hace moverse; sólo que en los momentos de silencio habría podido oírse a mis dientes chocar bajo un estremecimiento glacial y a los huesos de mis miembros crujir a cada paso.
»–¿Llegaremos pronto? –dije con esfuerzo.
»–¡Impaciente! –dijo Satán–. ¿Es muy hermosa?
»–Como un ángel.
»–Ay, querido –continuó riendo–, hay que confesar que adoleces de delicadeza en tus palabras; acabas de hablarme de ángel, a mí, que lo he sido; tanto más cuanto que ningún ángel haría por ti lo que yo hago hoy. Pero te perdono; hay que perdonarle algo a un hombre muerto hace dos días. Además, como te decía, esta noche estoy muy alegre; hoy han ocurrido en el mundo cosas que me encantan. Creía que a los hombres degenerados algo los había vuelto virtuosos desde hace algún tiempo, pero no: son siempre los mismos, tal como los creé. Y bien, querido, rara vez he visto jornadas como ésta; he cosechado, desde ayer, seiscientos veintidós suicidas sólo en Europa, y entre ellos hay más jóvenes que viejos, lo cual es una pérdida, porque mueren sin hijos; dos mil doscientos cuarenta y tres asesinatos, siempre sólo en Europa; en las demás partes del mundo, ni llevo la cuenta: con ellas me pasa lo que a los mayores capitalistas, no puedo enumerar mi fortuna. Dos millones seiscientos veintitrés mil novecientos setenta y cinco nuevos adulterios; eso es menos sorprendente debido a los bailes; doscientos jueces que se han vendido; ordinariamente tenía más. Pero lo que mayor placer me ha dado son veintisiete muchachas, la mayor de las cuales no tenía dieciocho años, que han muerto blasfemando de Dios. Cuenta, querido, todo eso es un ingreso aproximado de dos millones seiscientas veintiocho mil almas sólo en Europa. No cuento los incestos, las falsificaciones de moneda, las violaciones: pura calderilla. Por eso, haciendo una media de tres millones de almas que se pierden al día, calcula en cuánto tiempo el mundo entero será mío. Me veré obligado a comprarle a Dios el paraíso para agrandar el infierno.
»–Comprendo tu alegría –murmuré yo acelerando el paso.
»–Me dices eso –continuó Satán– con aire sombrío y de duda; ¿tienes miedo de mí porque me ves cara a cara? ¿Soy tan repulsivo? Razonemos un poco, por favor: ¿que sería del mundo sin mí? ¿Un mundo que tuviera sentimientos procedentes del cielo, y no pasiones procedentes de mí? El mundo moriría de spleen, querido. ¿Quién ha inventado el oro? Yo. ¿El juego? Yo ¿El amor? Yo. ¿Los negocios? También yo. Y no comprendo a los hombres que parecen odiarme tanto. Vuestros poetas, por ejemplo, que hablan de amor puro, no comprenden que al mostrar el amor que salva, inspiran la pasión que pierde; porque gracias a mí, lo que siempre buscáis no es una mujer como la Virgen, sino una pecadora como Eva. Y tú mismo, en este momento, tú que todavía tienes el frío de un cadáver y la palidez de un muerto, no es un amor puro lo que vas a buscar junto a aquella a la que te llevo, si no una noche de voluptuosidad. Ves, pues, que el mal sobrevive a la muerte, y que si el hombre tuviera que escoger, preferiría la eternidad de la pasión a la dicha, y la prueba es que, por algunos años de pasión sobre la tierra, pierde la eternidad de la dicha en el cielo.
»–¿Llegaremos pronto? –dije yo; porque el horizonte iba renovándose siempre, y caminábamos sin avanzar.
»–Siempre impaciente –replicó Satán–, aun cuando trato de abreviar la ruta cuanto puedo. Comprende que no puedo pasar por la puerta, hay una gran cruz y ésta es mi aduana. Cuando viajo y me tropiezo con ella, me detendría, me vería obligado a santiguarme; y puedo cometer un crimen, pero no un sacrilegio; y además, como ya te he dicho, no te dejarían pasar. ¿Crees que se muere, que os entierran, y que un buen día se puede marchar uno sin decir nada? Te equivocas, querido; sin mí habrías tenido que esperar a la resurrección eterna, cosa que habría sido larga. Sígueme, y estate tranquilo, llegaremos. Te he prometido un baile y lo tendrás: yo cumplo mis promesas, y mi firma es conocida.
»Había en esa ironía de mi siniestro compañero un fatalismo que me helaba; todo cuanto acabo de deciros, creo oírlo todavía.
»Caminamos algún tiempo aún, luego llegamos a un muro ante el que estaban amontonadas tumbas formando escalera. Satán puso el pie en la primera, y, contra su costumbre, caminó sobre las piedras sagradas hasta que estuvo en la cima de la muralla.
»Yo vacilé en seguir el mismo camino, tenía miedo.
»Me tendió la mano diciéndome:
»–No hay peligro; puedes poner el pie encima, son conocidos.
»Cuando estuve a su lado me dijo:
»–¿Quieres que te haga ver lo que sucede en París?
»–No, sigamos.
»Saltamos del muro a tierra.
»La luna, bajo la mirada de Satán, se había velado como una joven bajo una mirada descarada. La noche estaba fría, todas las puertas se hallaban cerradas, todas las ventanas oscuras, todas las calles silenciosas; se hubiera dicho que nadie había hollado hacía mucho tiempo el suelo sobre el que caminábamos; todo a nuestro alrededor tenía un aspecto fantasmal. Se podía creer que, cuando el día llegase, nadie abriría las puertas, ninguna cabeza se asomaría a las ventanas, y nadie turbaría el silencio: creía caminar por una ciudad muerta hacía siglos y reencontrada en unas excavaciones; en fin, la ciudad parecía estar despoblada en provecho del cementerio.
»Caminábamos sin oír un ruido, sin encontrar una sombra; la caminata fue larga a través de aquella ciudad espantosa de silencio y de reposo; finalmente llegamos a nuestra casa.
»–¿La reconoces? – me dijo Satán.
»–Sí –respondí sordamente–, entremos.
»–Espera, tengo que abrir. También fui yo el que inventó el robo: tengo una segunda llave de todas las puertas, excepto la de paraíso, por supuesto.
»Entramos.
»La calma exterior continuaba en el interior; era horrible.
»Yo creía soñar, no respiraba ya. Imaginaros volviendo a entrar en vuestra habitación donde habéis muerto hace dos días, encontrando todas las cosas tal como estaban durante vuestra enfermedad, con el sello de ese aire sombrío que da la muerte; volviendo a ver los objetos ordenados, como si ya no tuvieran que ser tocados por vosotros. La única cosa animada que había visto desde mi salida del cementerio fue mi gran péndulo, a cuyo lado había un ser humano muerto, y continuaba contando las horas de mi eternidad como había contado las de mi vida.
»Fui a la chimenea, encendí una bujía para cerciorarme de la verdad, porque todo cuanto me rodeaba se me aparecía a través de una claridad pálida y fantástica que me daba, por así decir, una visión interior. Todo era real; aquella era mi habitación; vi el retrato de mi madre, sonriéndome como siempre; abrí los libros que leía algunos días antes de mi muerte; solamente la cama no tenía ropa, y había sellos en todas partes.
»En cuanto a Satán, se había sentado al fondo, y leía atentamente la Vida de los Santos.
»En aquel momento pasé ante un gran espejo y me vi en mi extraño atuendo, cubierto de un pálido sudario con los ojos apagados. Dudé de aquella vida que me devolvía un poder desconocido, y me llevé la mano al corazón.
»Mi corazón no latía.
»Me llevé la mano a la frente, y mi frente estaba fría como el pecho, el pulso mudo como el corazón; reconocía todo lo que había abandonado; así pues, sólo el pensamiento y los ojos vivían en mí.
»Lo horrible además era que no podía apartar mi mirada de aquel espejo que me devolvía mi imagen sombría, helada y muerta. Cada movimiento de mis labios se reflejaba como la horrible sonrisa de un cadáver. No podía moverme del sitio; no podía gritar.
»El reloj dejó oír ese zumbido sordo y lúgubre que precede al campaneo de los viejos péndulos, y dio las dos; luego todo recuperó la calma.
»Algunos instantes después, una iglesia vecina sonó a su turno, luego otra, luego otra más.
»En un rincón del espejo veía a Satán que se había dormido sobre la Vida de los Santos.
»Conseguí volverme. Había un espejo frente a aquel en el que miraba, de modo que me veía repetido millares de veces con esa claridad pálida que da una sola bujía en una vasta sala.
»El miedo había llegado a su colmo: lancé un grito.
»Satán se despertó.
»–He aquí, sin embargo –me dijo mostrándome el libro–, con qué se quiere dar virtud a los hombres. Es tan aburrido que me he dormido, yo que velo desde hace seis mil años. ¿Todavía no estás preparado?
»–Sí –repliqué maquinalmente–, ya estoy.
»–Date prisa –contestó Satán–, rompe los sellos, coge tus ropas, y oro sobre todo, mucho oro; deja tus cajones abiertos, y mañana la justicia encontrará el modo de condenar a algún pobre diablo por rotura de sellos; será mi pequeña ganancia.
»Me vestí. De vez en cuando me tocaba la frente y el pecho: los dos estaban fríos.
»Cuando estuve preparado, miré a Satán.
»–¿Vamos a verla? –le dije.
»–Dentro de cinco minutos.
»–¿Y mañana?
»–Mañana –me dijo– recuperarás tu vida ordinaria; yo no hago las cosas a medias.
»–¿Sin condiciones? »–Sin condiciones.
»–Salgamos –le dije. »–Sígueme.
»Bajamos.
»Al cabo de unos instantes estábamos en la casa a la que me habían llamado cuatro días antes.
»Subimos.
»Reconocí la escalinata, el vestíbulo, la antecámara. Los accesos al salón estaban llenos de gente. Era una fiesta deslumbrante de luces, de flores, de pedrerías y de mujeres.
»Estaban bailando.
»A la vista de aquella alegría, creí en mi resurrección.
»Me incliné al oído de Satán, que no me había abandonado.
»–¿Dónde está ella? –le dije.
»–En su tocador.
»Esperé a que la contradanza hubiera terminado. Crucé el salón: los espejos con luces de velas reflejaron mi imagen pálida y sombría. Volví a ver aquella sonrisa que me había helado; pero allí ya no había soledad, estaba la gente; no era el cementerio, era un baile; no era la tumba, era el amor. Me dejé embriagar y olvidé por un instante de dónde venía sin pensar en otra cosa que en aquello por lo que había ido.
»Llegado a la puerta del gabinete, la vi; se veía más bella y encantadora que nunca. Me detuve un instante como en éxtasis; iba ceñida por un vestido de blancura resplandeciente, con los hombros y los brazos desnudos. Volví a ver, más con la imaginación que en realidad, un pequeño punto rojo en el lugar que yo había sangrado. Cuando apareció, estaba rodeada de jóvenes a los que apenas escuchaba; alzó indolentemente sus hermosos ojos llenos de voluptuosidad, me vio, pareció dudar al reconocerme, luego, poniendo una sonrisa encantadora, dejó a todo el mundo y se acercó a mí.
»–Ya veis que soy fuerte –me dijo.
»La orquesta se dejó oír.
»–Y para probároslo –continuó cogiéndome del brazo–vamos a valsar juntos.
»Dijo algunas palabras a alguien que pasaba a su lado. Yo vi a Satán junto a mí.
»–Has cumplido tu promesa –le dije–, gracias; pero necesito esta mujer esta misma noche.
»–La tendrás –me dijo Satán–, pero límpiate el rostro, tienes un gusano en la mejilla.
»Y desapareció dejándome todavía más helado que antes. Como para volver a la vida apreté el brazo de aquella a la que iba a buscar desde el fondo de la tumba, y la arrastré al salón.
»Era uno de esos valses embriagadores en los que todo cuanto nos rodea desaparece, en los que no se vive más que uno para otro, en los que las manos se encadenan, en los que los cuerpos se confunden y los pechos se tocan. Yo valsaba con los ojos clavados en sus ojos, y su mirada, que me sonreía eternamente, parecía decirme: "¡Si supieras los tesoros de amor y de pasión que daré a mi amante! ¡Si supieras cuánta voluptuosidad hay en mis caricias, cuánto fuego tienen mis besos! A quien ame, daré ¡todas las bellezas de mi cuerpo, todos los pensamientos de mi alma, porque soy joven, porque soy amante, porque soy bella!"
»Y el vals nos arrastraba en un torbellino lascivo y veloz.
»Esto duró mucho tiempo. Cuando la música cesó, éramos los únicos que seguíamos bailando.
»Ella cayó en mis brazos, con el pecho oprimido, flexible como una serpiente, y alzó sobre mí sus grandes ojos que parecieron decirme: "¡Te amo!"
»La llevé al gabinete, donde estábamos solos. Los salones iban quedando desiertos.
»Ella se dejó caer sobre un diván, cerrando a medias los ojos bajo la fatiga, como bajo un abrazo de amor.
»Me incliné sobre ella, y le dije en voz baja:
»–¡Si supierais cuánto os amo!
»–Lo sé –me dijo ella–, y también yo os amo.
»Era para volverse loco.
»–Daría mi vida–dije– por una hora de amor con vos, y mi alma por una noche.
»–Escucha –dijo ella abriendo una puerta oculta en la tapicería–, dentro de un instante estaremos solos. Espérame.
»Ella me empujó suavemente, y me encontré solo en su dormitorio, todavía alumbrado por la lámpara de alabastro.
»Todo tenía allí un perfume de misteriosa voluptuosidad imposible de describir. Me senté cerca del fuego, porque tenía frío, me miré en el espejo, seguía estando muy pálido. Oí los coches que partían uno a uno; luego, cuando el último hubo desaparecido, se hizo un silencio solemne. Poco a poco mis terrores regresaron; no me atrevía a volverme, tenía frío. Me sorprendía que ella no viniese; contaba los minutos y no oía ningún ruido. Tenía los codos sobre las rodillas y la cabeza entre mis manos.
»Entonces me puse a pensar en mi madre, en mi madre que lloraba en aquel momento a su hijo muerto, en mi madre para quien yo era toda la vida, y que no había tenido más que mis pensamientos secundarios. Todos los días de mi infancia volvieron a pasar ante mis ojos como un sueno. Vi que siempre que había tenido una herida que curar, un dolor que apagar, fue siempre a mi madre a quien recurrí. Quizá en el momento en que yo me preparaba para una noche de amor, ella se preparaba para una noche de insomnio, sola, silenciosa, junto a objetos que me recordaban a ella, o velando con mi solo recuerdo. ¡Qué horrible pensamiento!; tenía remordimientos; las lágrimas vinieron a mis ojos. Me levanté. En el momento en que me miraba en el espejo, vi una sombra pálida y blanca detrás de mí, mirándome fijamente.
»Me volví, era mi hermosa amada.
»Afortunadamente mi corazón no latía, porque de emoción
emoción habría terminado por romperse.
»Todo estaba silencioso, tanto fuera como dentro.
»Me atrajo a su lado, y pronto olvidé todo. Fue una noche imposible de contar, con placeres desconocidos, con voluptuosidades tales que se acercan al sufrimiento. En mis sueños de amor no encontré nada parecido a aquella mujer que tenía en mis brazos, ardiente como una Mesalina, casta como una madona, flexible como una tigresa, con besos que quemaban los labios, con palabras que quemaban el corazón. Había en ella algo tan potentemente atractivo, que hubo momentos en que tuve miedo.
»Por fin la lámpara comenzó a palidecer cuando el día despuntaba.
»–Escucha –me dijo aquella mujer–, hay que marcharse; ya llega el día, no puedes quedarte aquí; pero por la tarde, a primera hora de la noche te espero, ¿si?
»Por última vez sentí sus labios sobre los míos, ella apretó de modo convulso mis manos, y me marché.
»Fuera seguía la misma quietud.
»Caminaba como un loco, creyendo apenas en mi vida, sin pensar en ir a casa de mi madre o volver a la mía, ¡tanto embriagaba mi corazón aquella mujer!
»Sólo sé de una cosa que se desea más que una primera noche pasada junto a una amante: una segunda.
»La luz se había levantado, triste, pálida, fría. Caminé al azar por el campo desierto y desolado, para esperar la noche.
»La noche llegó temprano.
»Corrí a la casa del baile.
»En el momento en que franqueaba el umbral de la puerta, vi un viejo pálido y achacoso que bajaba la escalinata.
»–¿Dónde va el señor? –me detuvo el portero.
»–A casa de la señora de P... –le dije.
»–La señora de P... –dijo él mirándome asombrado y señalándome al viejo–, ese señor es quien vive en este palacete; ella murió hace dos meses.
»Lancé un grito y caí de espaldas.»
–¿Y después? –pregunté yo, ansioso por saber más.
–¿Después? –dijo él gozando de nuestra atención y sopesando sus palabras–, después me desperté, porque todo eso no era más que un sueño.

ERROR DE VAMPIRO

ERROR DE VAMPIRO
JUAN MARINO
...
Una cacería poco frecuente y con elementos poco convencionales se gestó, luego de una semana de
verdadero terror, hacia las inmediaciones de un pueblo de ignorado nombre y ubicación: Esteban
Ubricic, el vampiro humano, huía de sus perseguidores después de cometer su quinto asesinato
consecutivo; huía bordeando el rocoso acantilado que caía vertical hacia el mar y, gracias al temor
que la cruz portada por sus perseguidores le infundía, a cada paso iba ganando notoria ventaja.
¾¡Es inútil, no lo alcanzaremos! ¾exclamó con angustia el jefe de policía que, sin duda alguna,
ya no estaba en forma para una actividad semejante.
¾Por lo menos ya sabemos que es Ubricic ¾agregó otro de los perseguidores, cuyo atuendo
dejaba entrever un estátus social privilegiado respecto a los otros, quizá uno de los pocos
terratenientes que aún quedaban en aquellas apartadas y casi ignotas regiones¾; ya lo atraparemos.
Regresemos al pueblo.
¾Destruiremos el sepulcro de Ubricic para que no pueda refugiarse en él a la salida del sol
¾indicó el sacerdote que los acompañada enarbolando la cruz¾. Es la única forma de acorralarlo.
¾Pues hagámoslo ahora mismo. No podemos correr ningún riesgo, padre ¾dijo el terrateniente.
¾¡Sí, sí! ¡Destruyamos el sepulcro! ¾coreó la multitud.
Mientras tanto, el vampiro continuaba su huida. El acantilado iba descendiendo hasta terminar en
una pequeña playa, y corrió hacia ella sin perder un segundo. Momentos más tarde, muy cansado, se
dejó caer sobre la fina arena. Por la ubicación de la luna en el firmamento calculó que serían las dos
de la madrugada y, mientras el sol no despuntase, estaría a salvo.
¾Debo encontrar un sepulcro donde descansar cuando amanezca ¾se dijo con resignación, pues
sabía que lo primero que sus perseguidores harían sería destruir su tumba en el cementerio local.
Entonces, mientras observaba hacia el tranquilo mar a través de estrecha bahía, vio un velero
emergiendo entre la diáfana bruma y cuya silueta se destacaba a medias gracias a la luz de la luna.
Sus labios se contrajeron en una sonrisa de satisfacción que dejó al descubierto sus largos y temibles
dientes.
Agazapado entre los rocas, estuvo observando la silenciosa maniobra del barco y le llamó la
atención que, a esas horas, un navío de semejante calado estuviese en aquél sitio. Pero muy pronto
en su mente surgió la explicación más obvia y simple aunque, quizá, no por ello la más acertada:
¾¡Contrabandistas! ¡Ja, ja, ja! ¾se entusiasmó el vampiro¾. ¡Estoy salvado! Ahí encontraré
refugio y… alimento.
Acto seguido, lanzando una risilla satánica digna de un individuo demente, la bestia se lanzó al
mar. La distancia a cubrir no era demasiado extensa y nadó rápidamente hacia el velero, tratando de
no ser sorprendido por alguno de los tripulantes.
En pocos minutos llegó hasta el navío y, recién en aquel momento, el vampiro humano se
sorprendió de lo profuso de la iluminación para ser un barco de contrabandistas. Sin embargo, ya
estaba ahí.
Evidentemente, nadie había oído su llegada. Trepó con rapidez por una soga que pendía de uno de
los masteleros y saltó a la cubierta, agazapándose de inmediato. Hasta ese momento todo marchaba
bien. Rápidamente se ocultó dentro de uno de los botes que había a estribor y que estaba cubierto
con una gruesa lona húmeda. Aquél sería un buen refugio; permanecería en él hasta que se
presentara la oportunidad para deslizarse hacia una de sus bodegas. Entonces, en el silencio de la
noche, algo le llamó la atención. Fue el pesado caminar de un par de pies calzados con botas
claveteadas; pero también sintió algo más… Le pareció que el velero se ponía en movimiento. Sin
embargo, no escuchó el habitual fragor de las maniobras, como tampoco lo había escuchado en la
distancia al llegar el velero. Atisbó intrigado desde su escondite y se respondió una de sus
inquietudes: sí, efectivamente, el navío navegaba a una velocidad sorprendente. Otra vez volvió a oír
los pesados pasos de algún marinero; quizás el que estaba de guardia sobre cubierta. De pronto, los
pasos se detuvieron junto al bote donde él se ocultaba y una sensación de placer lo invadió…
«¡Sangre a mi alcance! ¾pensó¾. ¡Alimento!»
Acto seguido, cuando el marinero retiró con brusquedad la lona, las zarpas del vampiro humano
se lanzaron de inmediato hacia su cuello. Pero, ante su asombro, sólo pudieron asir el aire porque…
allí no había cuello, ni tampoco carne, ni sangre, ni siquiera marinero alguno.
Lanzando una violenta e irreprimible exclamación, mezcla de ira y temor, Ubricic abandonó su
refugio y entonces los vio… Era una tripulación heterogénea y silenciosa; habían entre ellos
uniformes de todas las épocas y, además, aquellas figuras eran translúcidas.
Diáfanos e inexpresivos rostros le observaban con indefinido mirar, pero sin manifestar una
evidente curiosidad. Sin duda, no era primera vez que un visitante abordaba el barco oculto entre las
sombras de la noche; tampoco sería la última. Le observaban como esperando una reacción… que no
tardaría en llegar.
Con ojos desorbitados, la angustia reflejándose en su rostro y con una terrible duda en su mente al
recordar una vieja historia, recorrió el velero de punta a cabo hasta detener la mirada en el nombre
del navío…
¾¡Caleuche! ¡El Caleuche! ¡Nooooooooo!
Lanzando un último alarido de espanto, se dejó caer sobre un barril y luego al suelo. Acababa de
comprender el error, su último error: estaba en un buque fantasma, tripulado por fantasmas…
fantasmas que carecían del único alimento que le permitiría sobrevivir a Esteban Ubricic… ¡Sangre!
* * * * * * *
Cierta vez, por ser quien soy, estuve en este buque fantasma y vi el esqueleto de un hombre, el de
Esteban Ubricic, que había muerto de hambre.
F I N

¡VAMPIROS!

¡VAMPIROS!
JUAN MARINO


...
Cuando el potente aullido de la tormenta subrayaba la endemoniada sinfonía del viento entre los
desgarbados árboles, el hombre y la mujer dejaban caer el pesado aldabón sobre la puerta de la solariega
casa, ubicada a unos cien metros de la carretera, flanqueada por los mismos raquíticos árboles de la
sinfonía. El viento hacía oscilar el letrero colocado sobre el dintel, con un sonido semejante al de mil grillos
que chirriasen al unísono. En el letrero, cuya pintura estaba ya desapareciendo, podía leerse aún: «Posada
Solitaria». El hombre miró a su joven compañera y sonrieron, pese a que el agua los calaba hasta los
huesos. Otra vez el joven volvió a batir el aldabón; otra vez las respuestas del chirrido del letrero. Pasaron
algunos segundos, finalmente oyeron que alguien descorría pesados cerrojos del otro lado de la puerta y
comenzó a abrirse lentamente con un roce escalofriante, como un macabro instrumento que se sumase a la
música de los elementos de la noche.
Al terminar de abrirse, en el umbral apareció un hombre de elevada estatura, delgado, de faz
cadavérica. Portaba en la mano izquierda un arruinado candelabro, cuyas velas amenazaban apagarse por
el soplo de Eolos. El único ojo del hombre, pues era tuerto, se posó en los jóvenes, inquisitiva y
malignamente.
—Buenas noches, señor —saludó él, alzando la voz para hacerse oír a través de la tormenta. Hemos
visto el letrero y deseamos que nos albergue por esta noche.
El ojo del hombre chispeó al contestar:
—¡Mala noche! Pero pasen, por favor.
Cerró la puerta tras los visitantes, los que se sacudían los abrigos de las agujas que los empapaban.
—Sírvanse seguirme —indicó el posadero, precediéndolos hacia una escalera. Los jóvenes observaron
que era cojo, y el caer de su pie, más corto que el otro y calzado con zapato ortopédico, sobre el piso
producía un acompasado y lúgubre golpe que se acentuaba cuando era dado sobre los escalones de la
vieja y carcomida escalera de madera. La muchacha oprimió el brazo de su acompañante al comenzar a
subir hacia la oscuridad de arriba, a ella le pareció que los movimientos del posadero tenían algo de
automático y sin quererlo pensó en los zombies. No hacía mucho había leído en un periódico que un tal
Doctor Mortis había revolucionado una Universidad, al levantar a todos los cadáveres del depósito. Los
pensamientos de la joven se vieron interrumpidos cuando el cojo se detuvo ante una puerta en un pasadizo.
Abrió e invitó a pasar a sus huéspedes.
—Esta será vuestra habitación por el tiempo que permanezcan en mi posada.
Era un cuarto muy amplio, maloliente y sucio. Telarañas colgaban por doquier y algunas ratas huyeron
despavoridas a la luz del candelabro.
—Gracias, señor..., señor...
—Thrope es mi apellido. ¡Guy Thrope! Lamento no poder proporcionarles mayores comodidades por
el momento, pero dado lo avanzado de la hora...
—¡Comprendemos! No se preocupe, señor Thrope.
El hombre inició un movimiento como para retirarse pero, lanzando una mirada de soslayo a la
muchacha, preguntó:
—¿Cómo se han atrevido a aventurarse por estos lados en una noche como ésta?
—Nuestro automóvil sufrió una avería a un kilómetro de aquí —se apresuró en responder el joven.
—Justo frente al cementerio —subrayó ella.
—¡Oh! ¡Ya veo! Frente al pequeño cementerio, ¿eh? —El ojo de Thrope se movió rápidamente en la
órbita, como queriendo huir de ella—. ¿A qué han venido a esta región? Podían haber viajado por el
camino principal, es mucho más seguro.
—Es que hace muchos años que mi esposo y yo faltamos de aquí —sonrió la joven— y deseamos
volver a ver estos parajes. Entonces nos sorprendió la tormenta.
—¡Ah! ¡Son ustedes de Northrute!
—Veo que esta casa está muy abandonada, señor Thrope —apuntó él.
—En efecto; esto que ahora no es ni siquiera un mal figón, fue hace veinte años la mejor posada de la
región. La carretera por la cual ustedes han venido, era el camino real entonces. Pero el progreso... —
suspiró el gigante.
—Sí, sí. Recuerdo también, señor Thrope, que se hablaba de una leyenda de vampiros del cementerio
de «Mortise».
El posadero sonrió con una mueca que afeó aún más su rostro.
—¡Oh! ¡«Mortise»! —exclamó—. «La Mortaja», veo que están bien enterados. Sí, sí..., pero una vez
construida la nueva carretera, todo esto murió, la leyenda, la posada, todo..., ¡como mueren todas las
cosas! —Otra vez el ojo brilló al resplandor de las velas que había depositado sobre la desvencijada mesa.
—Significa que usted debe recibir muy pocos huéspedes, ¿verdad? —preguntó ella, tímidamente.
—Muy pocos, muy pocos. Pero de vez en cuando llegan personas como ustedes y... dejan algo. —El
posadero rió desagradablemente, siendo secundado por sendas sonrisas de los jóvenes—. Pero, no quiero
privarlos del descanso que necesitan.
—Señor Thrope, un momento por favor. En verdad mi esposa y yo somos periodistas y nos interesaría
saber algo sobre esta región de sus propios labios. Nuestros recuerdos de niñez no alcanzan a darnos una
verdadera visión de lo que fueron Northrute y el cementerio hace unos treinta años.
—¡Hum! Están obsesionados con los vampiros de «Mortise», ¿eh?
—Bueno. Algo así. Claro que un reportaje sobre ellos sería sensacional —sonrió él.
—Y si logramos fotografiarlos, tanto mejor —apoyó ella, con una encantadora mueca.
—¿Fotografiarlos? ¿Creen que aquí existen en verdad tales mamíferos? —Thrope los miró con
suspicacia.
—¡En mi niñez oí que...!
—Bien, bien, bien. ¿Saben? Lo que ustedes podrán fotografiar aquí serán, a lo sumo, un par de
inofensivos murciélagos, de los que abundan en esta casa, pero... ¡vampiros... —el posadero sonrió
malignamente— eso es otra cosa!
—¡Oh, qué pena! —mohineó ella.
—Si usted nos permitiera recorrer la casa, señor Thrope, tal vez encontraríamos algo interesante.
—Hagan como quiera, pero observo que no traen cámaras fotográficas.
—¡Oh, sí! Vea. —Él extrajo del bolsillo interior de su abrigo una pequeña cámara fotográfica, no mayor
que un paquete de cigarrillos.
—Artefactos modernos —murmuró Thrope—. Bien, repito que pueden hacer como gusten, pero les
advierto que las tablas del tercer piso están podridas y cualquier descuido... Es mejor que no se aventuren
por ahí. Buenas noches, señores.
Thrope salió, cerrando tras sí. Cuando los jóvenes quedaron solos...
—¿Qué idea tuviste para hablarle de vampiros?
—Quise divertirme un poco, querida. Si nos fijamos bien, este Thrope podría ser uno de los vampiros
de «Mortise» —rió el joven—. ¿No te parece? ¿Has visto sus dientes? ¿Y ese ojo que parece moverse
como un basilisco? ¿Y sus manos cadavéricas y potentes?
Ella, quitándose el abrigo, parecía no escuchar lo que su marido le decía. Abruptamente preguntó:
—¿Visitaremos el caserón?
—Sí, creo que aquí encontraremos lo que buscamos, querida.
La muchacha se volvió hacia él y lo miró a los ojos:
—Sé lo que piensas —dijo—. Thrope despoja y asesina a los incautos que vienen a solicitar albergue,
como nosotros.
—Sí. Se le conoce como el vampiro de Northrute, pero estoy seguro que es algo más que un vampiro.
—¿Le tenderemos una trampa?
Él no respondió; ponía atención. Se llevó el índice a los labios y con la otra mano indicó el cielo raso.
Un crujido de madera en el piso superior llegó a ellos, apagado. Luego otro, más débil y lejano y, por
último, cesaron cuando unos pesados pies parecían ir subiendo una escalera de madera.
—Hay actividad en el tercer piso, querida. Ni siquiera han de esperar que nos durmamos para
atacarnos.
—¿Quién subirá y a qué?
—Thrope va en busca de su hijo. Apaga la luz.
—Él ignora que nosotros sabemos que tiene mujer e hijo, querido —dijo ella mientras apagaba las
velas.
—Ni tampoco sabe otras cosas que le sorprenderán.
Mientras tanto, el gigantesco posadero llegaba a una pocilga del tercer piso. Ronquidos de amplia gama
politonal parecieron recibirlo. Thrope encendió una vela y lanzó un puntapié a un bulto enorme que dormía
sobre un asqueroso jergón.
—¡Arriba, Tom! ¡Despierta, bestia maldita!
Los ronquidos cambiaron una vez más el tono y cesaron. En el lecho se alzó un ser humano de aspecto
mil veces más repugnante que el de Guy Thrope. La naturaleza se había ensañado con aquella criatura;
como a su padre, le había privado del ojo derecho, dejando en su lugar algo semejante a una llaga
purulenta. La boca torcida descubría largos y desiguales dientes; la frente estrecha y casi totalmente
cubierta de cerdosos cabellos, que nacían junto a las cejas, formando el todo un parecido brutal con los
grandes simios. Los brazos eran extremadamente largos y terminaban en grandes manos, provistas sólo de
tres dedos cada una, estando atrofiados los otros dos (el meñique y el dedo anular de cada mano); pero a
simple vista esas manos resultaban más potentes que la más fuerte de las tenazas. Su estatura sobrepasaba
con mucho la de su padre; pese a que sus cortas piernas habían sido creadas retorcidas. Ese hombre debía
medir dos metros por lo menos. Mientras Thrope lo despertaba, la bestia movía la cabeza de un lado a
otro para despabilarse del todo...
—¡Arriba, Tom! —azuzaba su padre—. ¡Despierta, despierta! —Algunos gruñidos apagados
respondieron al apremio del otro—. Abajo hay dos que parecen muy ricos, Tom. Ve abajo y chúpales la
sangre, luego los arrojas al pozo.
Mientras decía esto, Thrope reía quedamente, siendo coreado por un cloqueo espeluznante de Tom.
—¿Me has entendido? Los arrojas al pozo como hemos hecho con los otros que han llegado hasta
aquí. ¿Me has comprendido, Tom?
El monstruo volvió a cloquear, mientras sacudía la cabeza afirmativamente.
—Ellos han preguntado por los vampiros de «Mortise», ¡ja, ja, ja!, los vampiros del cementerio y, más
aún, quieren fotografiarlos. Se burlan de la leyenda. Pero nosotros les haremos ver la realidad. ¡Los
vampiros de Northrute o de «Mortise», como ellos quieran, existen, Tom! ¡Vamos, vamos! ¡Arriba!
¡Arriba! Mientras tú preparas todo, yo iré a avisar a tu madre.
Gruñidos y cloqueos respondieron a Thrope, mientras abandonaba la maloliente habitación. El posadero
salió al pasillo, totalmente sumido en tinieblas; y se encaminó a la desvencijada escalera procurando no
hacer crujir las tablas del piso. Fue cuando llegaba al descanso para iniciar el descenso que, algo
proveniente de su espalda, más negro que la misma oscuridad, pasó por sobre su cabeza con un ominoso
aleteo. Thrope lanzó un juramento:
—¡Malditos murciélagos! Jamás había sentido sobre mi cabeza uno tan grande.
Guy Thrope llegó abajo y cuando su pie más corto se apoyaba en el último escalón, un alarido de mujer,
lleno de terror, angustia y muerte, sacudió la vieja casona. El posadero se detuvo asombrado; el grito había
sonado en el cuarto donde descansaba la madre de Tom, es decir su propia esposa. Rápidamente y con
más agilidad que la que pudiera suponérsele, dada su deficiencia física, Thrope entró en el cuarto;
justamente cuando abría la puerta de la habitación en tinieblas, un ave negra, batiendo sus grandes alas
membranosas, salía de la estancia, casi derribando a Thrope. La verdad es que el posadero creyó que era
un ave, pero en realidad aquella cosa más se parecía a un murciélago enorme que a un ave. Thrope tuvo
que apoyarse en la pared para no caer; el corazón le palpitaba furiosamente. Cuando se rehizo de la
impresión, buscó a tientas la vela que siempre había sobre un cajón que servía de velador en la alcoba. Ahí
estaba; la encendió. Entonces, lo que vio, le erizó el cabello de pavor al «Vampiro de Northrute»: sobre el
lecho yacía una mujer robusta, sucia y desgreñada. La mitad de su cuerpo yacía caído fuera de la cama
mugrienta y sus grasientos cabellos pendían como una macabra peluca; el rostro, retorcido por el terror,
tocaba casi el suelo; los ojos desorbitados y el rictus de los labios contraídos en un segundo grito que no
fue emitido. Thrope, sin poder creer lo que veía, se aproximó al lecho, levantando la vela; entonces pudo
ver dos puntos rojos en el cuello de la muerta, al parecer producidos recientemente, ya que aún dejaban
escapar sendos hilillos de sangre que goteaba sobre el piso. La luz temblaba en su mano...
—¡Ma... Maggie! —musitó incrédulo—. ¡Vampiros! ¡Vampiros de «Mortise»!
Como alma que lleva el diablo, Guy Thrope abandonó la habitación, dejando caer la vela. Cayendo y
levantándose, corrió hacia la habitación de los huéspedes, mientras balbuceaba palabras incoherentes,
producto de su miedo. Cuando estuvo ante la cerrada puerta, golpeó con frenesí mientras exclamaba:
—¡Abran! ¡Abran! ¡Le ha ocurrido una desgracia a mi esposa!
Dentro de la habitación, ella dijo:
—Es el señor Thrope.
—El vampiro parece aterrorizado. Me pregunto, ¿formará parte esto, de su procedimiento para
atraparnos?
La voz ahogada de Thrope y sus golpes en la puerta hicieron que él abriera, no sin ciertas precauciones.
—Señor Thrope.
—Una desgracia, señor, una desgracia —gimió el tuerto.
—¿Qué ha sucedido? El rostro del joven parecía preocupado.
—Mi esposa ha sido atacada por... por los vampiros.
Ella se acercó a su marido, como buscando refugio.
—¿Vampiros? Yo pensaba que...
—Sí, sí, todo el mundo cree que los Thrope somos los vampiros —interrumpió el posadero—. Nos
llaman vampiros y asesinos, pero ya ven, ¡ella... ha sido atacada y muerta!
—¿Quién puede decir que los Thrope son asesinos? —indagó él.
—¡Señor, le ruego que me acompañe! Venga conmigo, se lo suplico. Quizás haya tiempo para salvar a
Maggie.
Los dos jóvenes se miraron.
—Tú te quedas aquí, querida. Cierra bien la puerta por dentro.
—Así lo haré. Descuida.
—Vamos, señor Thrope.
Poco después el joven y el posadero estaban frente al cadáver de Maggie. El periodista la examinó
someramente y luego, irguiéndose, dijo con acento solemne:
—No hay nada que hacer, Thrope.
—¡Los vampiros le han robado la sangre! —berreó el gigante.
—Yo diría que Maggie no murió a causa de la sangre que le fue succionada, Thrope; más bien murió
por la impresión que le causó algo horrible. Observe usted su mirada. Conserva aún la expresión
horrorizada que...
—Ella debió haber visto lo que pasó sobre mi cabeza, cuando yo entraba aquí —interrumpió Thrope—.
También lo sentí en el pasadizo del tercer piso.
El joven se quedó pensativo unos segundos, con la barbilla apoyada en la palma de la mano. Luego
levantó la cabeza y lanzó su pregunta:
—¿Ha ido a ver si su hijo está bien?
El posadero abrió desmesuradamente el ojo y la boca.
—¿Qué quiere decir? —balbuceó—. ¡Mi hijo! ¡Tom...!
—Sí, a él me refiero, señor Thrope. Creo que usted lo envió a preparar el pozo...
Los labios del posadero temblaron convulsivamente y dio un paso atrás como si en el periodista
estuviese viendo a uno de los vampiros.
—¿Có... cómo lo... lo sabe? ¿Quién es usted? ¿Son malditos policías acaso que...?
Y como si aquello fuese el santo y seña del horror, un grito desgarrador, proveniente de lo más
profundo de la casa, estremeció sus cimientos.
—¡Toooooommm!
Lanzando un ronco gemido, Thrope salió de la habitación seguido por el joven. Abrió violentamente una
puerta oculta tras un raído y sucio cortinaje y descendió los resbaladizos escalones de piedra. Su voz,
dolorida y angustiada, seguía llamando a su hijo, pero sin obtener respuesta. Antes de llegar abajo, cayó
dos veces en la oscuridad. Por último, llegó a lo que parecía una bodega de vinos. Una vela esparcía su
macilenta luz en torno y en medio de la estancia, junto a una puerta-trampa abierta, yacía caído el
monstruoso hijo de Thrope. Por segunda vez el posadero sintió que el valor lo abandonaba; como
fascinado, pero temblando, se acercó al cadáver. Desde lo profundo de la oquedad que dejaba expedita la
puerta-trampa llegaba un vaho terrorífico; un vaho a podredumbre y muerte. Thrope se arrodilló junto al
cuerpo y entonces vio los puntos rojizos en el cuello, sobre la yugular.
Lanzando una exclamación, Thrope se levantó. Justamente entonces sintió que la estancia se llenaba de
aleteos, poderosos y agoreros. Giró rápidamente sobre sus talones y... ¡los vio! Eran dos vampiros negros,
enormes, que batiendo sus alas se abalanzaban sobre él, mirándole con sus ojillos de una manera odiosa.
Los chatos hocicos se abrieron dejando ver agudos dientes, afilados como puñales, y una de las bestias aún
tenía vestigios de la sangre adherida a los pelos de la piel que circundaba la boca. Un alarido de terror se
multiplicó por la reverberación de la habitación, yendo a morir en el fondo del pozo que había servido de
sepulcro a tanta víctima inocente. Las poderosas alas de uno de ellos golpeó la vela que Thrope había
dejado sobre el piso junto a Tom, apagándola. El otro, lo derribó con su peso; el gigante se debatía ahora
angustiosamente bajo los dos mamíferos malolientes y peludos, pero era inútil. Se dio cuenta que terminaría
por ser víctima de sus ansias de sangre. Vio a escasos centímetros de su rostro los cuatro ojos que lo
miraban con salvaje alegría y entonces en ellos Thrope creyó reconocer las miradas de...
Chilló de dolor y miedo cuando un par de incisivos se clavaron en su garganta; luego otro par. Luchó,
luchó con desesperación pero las zarpas y alas de las bestias lo inmovilizaban. Sintió el sonido propio de la
succión de la sangre, de su propia sangre; luego una especie de lasitud que lo iba sumiendo en un sueño no
deseado. Sin embargo, Thrope se daba cuenta que al dormirse ya no despertaría jamás en este mundo.
Quiso gritar pidiendo auxilio; se revolvió levemente una vez más; su cuerpo se sacudió como el de un
animal que ha sido apresado por una fiera de la selva y está muriendo. Y Thrope estaba muriendo. Por
último, con un último suspiro quedó inerte: todo había concluido.
Faltando treinta minutos para que los rayos del sol sonrieran a la Tierra, él y ella, los huéspedes de
Thrope, estaban en su cuarto. Los ojos les chispeaban de alegría, como si hubiesen pasado una excelente
noche. Las mejillas sonrosadas y los labios muy rojos indicaban que la permanencia en la posada había
sido reparadora. Afuera la tormenta ya cesaba. Ella se volvió hacia él con una encantadora sonrisa:
—Había tanta sangre en el cuerpo regordete de la mujer, querido.
—Sí, sí —sonrió él—, pero debemos apresurarnos. Pronto saldrá el sol y su luz debe encontrarnos ya
en nuestros refugios de «Mortise». ¡Vamos!
Los dos jóvenes extendieron sus brazos como en actitud de volar e hicieron un extraño movimiento,
entonces dos vampiros emprendieron el vuelo a través de la abierta ventana, alejándose en dirección al
pequeño cementerio de «La Mortaja».
Los malditos se perdieron entre los raquíticos árboles, buscando el sepulcro que les daría reposo. Los
vampiros descansarían hasta el crepúsculo.
F I N

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