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viernes, 31 de octubre de 2008

VIAJE CIRCULAR -- EMILE ZOLA

VIAJE CIRCULAR
Émile Zola


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I
Hace ocho días que Luciano Bérard y Hortensia Larivière están casados. La madre de la novia,
viuda del Sr. Larivière, que posee, desde hace treinta años, un comercio de juguetes y bisutería en la calle
de la Chaussée d'Antin, es una mujer seca y angulosa, de carácter despótico, que no pudo negar la mano
de su hija a Luciano, único heredero de un quincallero del barrio; pero que tiene intenciones de vigilar,
constantemente y muy de cerca, al nuevo matrimonio. En el contrato, la Sra. Larivière ha cedido a su hija
la tienda completa, reservándose apenas una habitación de su casa, pero en realidad es ella misma quien
continúa dirigiéndolo todo con pretexto de poner a sus hijos al corriente de la venta.
Estamos en el mes de agosto; el calor es intenso y los negocios van mal. La señora Larivière tiene
un carácter más agrio que nunca, no tolerando que Luciano descuide sus quehaceres, al lado de Hortensia,
ni un solo minuto. Un día que los sorprendió abrazándose en la tienda, dos semanas después de la boda,
hubo un escándalo en la casa. Acordándose de que ella no permitió nunca a su difunto esposo la menor
familiaridad en el almacén, decía a sus hijos que sólo con mucha seriedad y con mucha compostura podía
lograrse una clientela y una fortuna. "Yo, al menos, repetía, no conseguí sino de esa manera la fama de mi
establecimiento"...
Luciano, pues, no queriendo aún enojarse, se contenta con enviar a su mitad besos furtivos cada
vez que su buena suegra vuelve las espaldas.
Un día, sin embargo, tómase la libertad de recordar en alta voz que sus familias les han prometido
el dinero necesario para hacer un viaje de novios y pasar la luna de miel en santa calma.
A lo cual contesta la Sra. Larivière, apretando sus labios delgadísimos: Pues bien, idos a pasar un
día al bosque de Vincennes.
Ante tal respuesta los jóvenes esposos se miran consternados; y Hortensia comienza a encontrar
verdaderamente ridícula a su madre. No pudiendo estar juntos sino durante la noche, tienen que guardar el
mayor silencio, so pena de que la Sra. Larivière venga, al menor ruido, a preguntarles si están enfermos.
Y cuando aun no están callados a media noche, les grita: - "Mejor sería que os durmierais ¡caramba! para
no quedaros, mañana también, dormidos sobre el mostrador."
No siendo ya tolerable aquella manera de vivir, Luciano habla, por segunda vez, del viaje sonado
y cita los nombres de los comerciantes del barrio que hacen paseos de varios días, mientras sus padres o
sus empleados tienen cuidado de sus tiendas:
-El vendedor de guantes de la esquina de la rue Lafayette, por ejemplo, está en Dieppe; el
cuchillero de la rue San Nicolás acaba de irse a Luchón; el joyero del bulevar fue a Suiza con su mujer...
Ahora todo el que tiene algún dinero se permite un mes de vacaciones.
Pero la señora Larivière grita de mal humor:
-Es la muerte del comercio, caballero, compréndalo usted. El ojo del amo engorda el ganado. En
tiempo de mi difunto marido, nosotros no íbamos a Vincennes sino una vez al año, el lunes de Pascua... y
siempre gozamos de muy buena salud, gracias a Dios... ¿Queréis que os diga una cosa? Pues bien,
vosotros echaréis a perder la casa con vuestros deseos de recorrer el mundo. ¡Sí, la casa está ya echada a
perder!
-Sin embargo -se atreve Hortensia a responder-, me parece que antes de casarnos se nos había
prometido un viaje de novios. Acuérdate, mamá, de que tú misma habías consentido en ello.
-Puede ser -dice la Sra Larivière - pero eso fue antes de la boda, y las madres tenemos la
costumbre de ofrecer en tal ocasión una multitud de necedades... Ahora es necesario ser formales...
Luciano sale de la casa para evitar una querella. Un deseo feroz de estrangular a su suegra lo
tortura. Pero al volver, después de dos horas de ausencia, su fisonomía y su carácter están cambiados. Su
manera de hablar con la madre de su mujer es dulce y aún algo sonriente y maliciosa. Por la noche, la
primera pregunta que dirige a su esposa es:
-¿Conoces Normandía?
Hortensia responde:
-Bien sabes que no; lo único que conozco es Vincennes; ¡lo único!...
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II
Al día siguiente un acontecimiento inesperado conmueve la tienda de juguetes y bisutería de la
Sra. Larivière. El padre de Luciano -el señor Bernard como le dicen en el barrio, donde se le considera
como a un buen vividor, franco y honrado en los negocios- viene a visitar a sus hijos. Y después de un
rato de conversación, dice: "Me parece que a ustedes les agradará mi propósito de acompañarles a
almorzar", palabras que produjeron mal efecto en el ánimo de su consuegra.
Pero la verdadera sorpresa estaba reservada para los postres. Apenas servido el café, el señor
Bernard exlama:
-También traigo en los bolsillos un regalo para los chicos.
Y sacó triunfalmente dos billetes del camino de hierro.
-¿Qué es eso? -pregunta con tono angustioso la señora Larivière.
El padre de Luciano responde:
-¿Esto? Pues esto son dos billetes de primera clase para hacer un viaje circular por Normandía...
Vaya, hijos míos, un mes de alegría, un mes al aire libre... Estoy seguro de que vais a volver frescos como
un par de rosas.
La madre de Hortensia está pálida, aterrada; y aunque deseosa de protestar, se calla y se muerde
los labios. La perspectiva de una disputa con el Sr. Bernard, que decía siempre la última palabra, le da
miedo.
Pero lo que más la atemoriza son las últimas palabras del quincallero que, hablando fuerte:
-Es preciso preparar las maletas -dice -. El viaje es para esta misma noche. Yo os conduciré a la
estación ahora mismo. Hasta que no os vea en camino, no he de estar contento...
-Está bien -declara ella con una rabia sorda-; ¡llevaos a mi hija!... Así estaré más contenta,
después de todo, puesto que ellos no se darán besos en la tienda y yo podré velar por el honor de nuestra
casa.

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III
Al fin el matrimonio está ya en la estación de San Lázaro acompañado del suegro que apenas les
dio el tiempo necesario para meter algo de ropa blanca y unos cuantos trajes en el fondo de un baúl y que,
al despedirse, los besa en las mejillas y les recomienda mirarlo todo para divertirlo, al regreso, con el
relato de sus impresiones.
Luciano y Hortensia se precipitan sobre los andenes buscando un compartimiento desocupado
que, al fin de muchas vueltas, encuentran por su buena fortuna, y en el cual toman asiento preparándose a
pasar bien la noche. Al cabo de algunos minutos, sin embargo, un caballero viejo viene a echar por tierra
sus castillos en el aire, tomando, frente a ellos, una plaza desde la cual su mirada severa examina con
atención los menores movimientos de los novios.
El tren se pone en marcha. Hortensia vuelve la cabeza, desolada, afectando interés por el paisaje;
pero, en realidad, sus ojos húmedos ni siquiera ponen atención en los árboles. Luciano busca un medio
ingenioso para desembarazarse del viejo, no encontrando sino expedientes demasiado enérgicos. Al fin se
calma esperando que su compañero los abandonará en Nantes o en Vernón, pero sus esperanzas se
desvanecen al mirar que va hasta Le Havre. Entonces, desesperado, decídese a tomar entre las suyas la
mano de su mujer. Después de todo, siendo casados, bien pueden manifestarse su ternura. La mirada del
viejo se hace cada momento más severa y es tan evidente que desaprueba en absoluto aquellas muestras
de afecto, que la pobre Hortensia se ruboriza y retira la mano.
El resto del viaje transcurrió en medio del más profundo silencio, hasta que, dichosamente, el tren
llegó a Roán.
Al salir de París, Luciano había comprado una Guía, en donde pudo escoger el hotel que mejor le
pareció, creyendo poderse encontrar muy bien en él. En la mesa redonda apenas les es posible cambiar
una palabra delante de toda aquella gente que no deja de mirarlos. Luego se deciden a meterse en la cama
desde muy temprano, esperando poder estar en ella más contentos que en el camino de hierro y en el
comedor; pero los muros del cuarto son tan delgados, que ninguno de los vecinos podía hacer un
movimiento que no fuese oído por ellos, por lo cual no se atreven ni a toser...
-Visitemos la ciudad -dice Luciano al levantarse- y sigamos de prisa nuestro camino hacia Le
Havre.
Luego comienzan su paseo sin poderse sentar un solo momento durante el día. Miran la catedral
donde un cicerone les enseña la torre de Beurre que fue construida con los productos de una contribución
que el clero había impuesto sobre las mantecas del lugar; miran el antiguo palacio de los duques de
Normandía; las viejas iglesias convertidas en graneros; el cementerio monumental... lo miran todo, como
en cumplimiento de un deber, sin encontrar ninguna alegría en la contemplación de tanto edificio
histórico. Hortensia, sobre todo, se aburre soberanamente, cansándose de tal manera, que al día siguiente
se queda dormida en el tren.
Al llegar al Havre, también encuentran contrariedades. Las camas del hotel son tan estrechas que
el posadero se ve obligado a darles un cuarto con dos lechos. Hortensia se pone a llorar creyéndose
insultada. Luciano la consuela jurándole que no se detendrán allí sino el tiempo necesario para ver la
ciudad.
Sus viajes locos a través de los edificios, continúan al día siguiente.
Después de abandonar Le Havre, se detienen algunos días en cada villa importante marcada en el
itinerario. Visitan Honfleur, Pont l'Evêque, Caen, Bayeux, Cherbourg, etc., y llenándose la cabeza con
una infinidad de calles y de monumentos, confundiendo las iglesias, atontados por la sucesión rápida de
horizontes, no llegan a encontrar el interés buscado. En todas partes les ha sido imposible hallar un rincón
pacífico y dichoso para acariciarse lejos de los oídos indiscretos. Al fin ya no miran nada, siguiendo su
viaje como una obligación molesta de la cual no encuentran manera de deshacerse.
Una tarde Luciano deja escapar, en Cherbourg, estas palabras: "Creo que estaríamos menos tristes
al lado de tu madre!..."
Al día siguiente, caminando en dirección de Grandville, Luciano comienza a mirar la campiña, a
través de las ventanillas, con verdadera furia. De repente el tren se detiene en una estación insignificante
cuyo nombre, dicho en alta voz por un empleado del ferrocarril, ni siquiera llega a sus oídos, y cuyo
aspecto adorable hace, exclamar a Luciano:
-Bajemos, bajemos de prisa.
-Pero esta estación no está en la Guía -dice Hortensia, espantada.
-¡La Guía! ¡la Guía! -responde el marido... Ya vas a ver lo que voy a hacer con ella!... Venga,
¡bajemos de prisa!
-Pero ¿y los equipajes?
-Los equipajes me importan poco.
Y cuando Hortensia hubo bajado, el tren se puso de nuevo en marcha, dejándolos en una
hondonada verde y fresca.
Al salir de la pequeña estación, los dos enamorados se encuentran en pleno campo... Ningún ruido
turba el gran silencio de la Naturaleza, a no ser el canto de los pájaros y el murmullo de un arroyuelo...
La primera ocupación de Luciano consiste en arrojar su Guía en medio de un estanque.
Después... la calma y la libertad sonríen ante sus ojos encantados...

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IV
La dueña de una posada que se encuentra a trescientos pasos de la estación, les proporciona un
cuarto amplio, encalado, con paredes de un metro de espesor, pero cuyo aspecto primaveral alegra la
vista. Por lo demás, ni un solo pasajero, ni un solo testigo indiscreto; nada más que las gallinas que miran
curiosamente.
-Puesto que nuestros billetes son aún válidos para ocho días -dice Luciano- pasemos aquí una
buena semana.
Y realmente, ¡buena semana fue!
Perdiéndose entre los senderos floridos e internándose en el bosque hasta llegar a las faldas de
una colina, pasan alegremente los días, escondidos en el fondo de los matorrales que abrigan,
complacientes, sus amores. A veces siguen al arroyuelo en su curso, corriendo como estudiantes
escapados; Hortensia se quita los botines para tomar baños de pies, mientras Luciano la hace exhalar
gritos de susto besándola bruscamente la nuca...
Hasta la falta de ropa blanca y el estado de desnudez en que se encuentran, es causa para ellos de
contento. Esa especie de abandono en un desierto donde nadie los supone, les encanta. Un día es
necesario que Hortensia pida prestadas algunas prendas interiores a la dueña, y la tela grosera de las
camisas, que le pica la piel, no la hace sino reír. Su cuarto es tan alegre que desde las ocho de la noche,
hora en que la campiña oscura y silenciosa ya no los atrae, se encierran en él con verdadero placer,
recomendando siempre que nadie vaya a despertarlos. A veces el mismo Luciano baja a la cocina para
buscar el almuerzo, compuesto de huevos y de chuletas, sin permitir que nadie le ayude a subir sus
provisiones. Y esos almuerzos exquisitos comidos al borde de la cama, en donde las caricias y los besos
son más numerosos que los bocados de pan, se prolongan siempre hasta muy tarde...
El séptimo día, sin embargo, llega al fin; y los pobres enamorados se admiran y se entristecen al
ver lo de prisa que han vivido, decidiéndose a partir sin averiguar siquiera el nombre de ese país, propicio
como ninguno a sus amores, en el cual han obtenido un cuarterón de luna de miel...

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V
Sus equipajes les esperan en París desde hace una semana.
Cuando el señor Bernard los interroga, Luciano y Hortensia responden embrolladamente,
diciendo que han visto el mar en Caen y la torre de Beurre en el Havre.
-Pero ¡qué demonios! -exclama el quincallero- vosotros no me habláis de Cherburgo... ¡ni del
Arsenal!
-Ah -responde Luciano- el arsenal es muy pequeño y además tiene pocos árboles.
Entonces la señora Larivière, siempre seca, siempre agria, alza los hombros murmurando:
-Lo que es así no vale la pena de hacer viajes... Ni siquiera conocen los monumentos!... Vamos,
Hortensia, basta de locuras y al mostrador otra vez...

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