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jueves, 4 de noviembre de 2010

LOS PEQUEÑOS MONSTRUOS -- EL METRONOMO





EL METRONOMO
August W. Derleth
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Mientras permanecía en la cama, envuelta en aquella agradable y encubridora oscuridad, sus labios se entreabrieron ligeramente dibujando una sonrisa, única expresión de su tremendo alivio por el hecho de que el funeral hubiera terminado de una vez. Nadie había sospechado que ella y el chico no habían caído accidentalmente al río ni que ella hubiera podido salvar a su hijastro si hubiera querido.
—¡Oh! Pobre Mrs. Farewell, ¡qué terriblemente mal debe sentirse!
Podía escuchar las palabras debilitándose, cada vez más lejanas en la opresiva oscuridad de la noche.
Ya hacía tiempo que había desaparecido el fugaz remordimiento que sintió cuando, por fin, el niño se hundió; cuando desapareció bajo la superficie del agua por última vez y cuando ella misma quedó tendida y exhausta sobre la orilla. Había dejado de pensar cómo podía haber hecho aquello. Llegó incluso a convencerse a sí misma de que el banco de la orilla se sumergió accidentalmente, de que olvidó lo débil que era en aquella parte y la profundidad y la rapidez de la corriente en aquel trozo.
Su esposo se movió en la habitación contigua. El, pobre autómata, no sospechaba nada.
—Ahora sólo te tengo a ti —le dijo a ella, con la pena reflejada en las desfiguradas líneas de su rostro.
Le había sido muy difícil soportar aquellos primeros días, pero el entierro definitivo del cuerpo de Jimmy alivió y finalmente disipó las débiles dudas que la atormentaban.
Y, sin embargo, pensándolo fríamente, le resultaba difícil concebir cómo podía haberlo hecho. Fue algo impulsivo, desde luego, pero también irritación ante el niño, y odio a consecuencia del parecido con su madre. Todo eso unido fue lo que motivó su deseo. Y aquel metrónomo. A los diez años de edad, un chico ya debería haber olvidado cosas tan infantiles como un metrónomo. Si hubiera tocado el piano y lo hubiera necesitado para marcar el compás, habría sido diferente. «¿Lo habría sido?» —se preguntó a sí misma. Pero tal y como estaban las cosas... No, no, demasiado para ella. Sus nervios no lo habrían podido soportar un día más. Recordaba cuánto la había encolerizado cantándole continuamente aquella absurda cancioncilla que escuchó a Walter Damrosch durante uno de los programas infantiles del viernes, el día en que ella le ocultó el metrónomo. Se trataba de una explicación al apodo de Sinfonía Metrónomo de la Octava de Beethoven. Sus palabras, aquellas palabras absurdamente infantiles que Beethoven envió al inventor del metrónomo, se cruzaron en su mente haciendo resonar todas las recámaras de su memoria.
¿Qué tal estás?
¿Qué tal estás?
¿Qué tal estás?
Mi querido, mi querido
míster Mel-zo.
O algo parecido. No podía estar segura. Las palabras sonaban insistentemente en su memoria, acompañadas por la melodía del segundo movimiento de la Octava, golpeándole el cerebro sin parar, como el metrónomo: tic-tac, tic-tac. Después de todo, el metrónomo y la canción habían cristalizado sus verdaderos sentimientos hacia el hijo de la primera esposa de Farewell.
Apartó la canción de su memoria.
Después, de repente, comenzó a preguntarse dónde había guardado el metrónomo. Era un objeto bastante bonito y moderno, con una pesada base de plata y un pequeño martillo sobre una varilla de acero acanalada que se extendía hacia arriba, sobre un fondo en forma de triángulo curvo de plata. No sucumbió a su primer impulso de destruirlo porque pensó que, una vez desaparecido el chico (¿acaso no lo había visto ya muerto?), sería un bonito adorno, aun cuando hubiera pertenecido a la madre de Jimmy. Por un momento pensó en Margot. Debía sentirse contenta de que le enviara a Jimmy junto a ella... en el supuesto de que, en el otro mundo, hubiera un lugar para él. Recordó entonces que Margot fue creyente.
¿Podría haber puesto aquel trasto en una de las estanterías de su armario? Quizá. Resultaba extraño no poder recordar algo que seguía siendo uno de sus actos más importantes durante los últimos días anteriores a aquel en el que Jimmy pereció ahogado. O quizá lo había ocultado detrás de alguno de los libros de la biblioteca.
Estaba allí, echada, pensando en todo esto. Y en lo decorativo que quedaría sobre el gran piano: únicamente aquel adorno, la plata contrastando con el negro amarronado del piano.
De repente, el tic-tac del metrónomo se introdujo en su mente. Qué extraño, que sonara precisamente ahora, pensó cuando sus pensamientos se ocupaban de él. El sonido le llegaba con bastante claridad, tic-tac, tic-tac, tic-tac. Pero al tratar de descubrir el lugar de donde procedía el sonido, no lo consiguió. Parecía oscilar. El sonido aumentaba, haciéndose más alto, y después se desvanecía, una y otra vez, lo que le pareció muy poco normal. Reflexionó sobre el hecho de que nunca lo había escuchado así durante todo el tiempo en que Jimmy le acosó con su metrónomo. Todos sus sentidos se agudizaron, escuchando con mayor atención.
De pronto, pensó en algo que estremeció todo su cuerpo. Por un momento contuvo la respiración y fue incapaz de moverse. ¿No había ocultado el metrónomo después de que Jimmy se lo entregara para darle cuerda? A menos que le fallara la memoria, así lo había hecho. Y, en tal caso, ahora no podía estar sonando, pues se le había acabado la cuerda y ella no se la había vuelto a dar; además, era terriblemente difícil que aquel objeto se pusiera en marcha por sí solo. Por un instante, se preguntó si no lo habría encontrado Henry, y le habría dado cuerda para gastarle una broma dejándolo en marcha en aquellos momentos. Echó un vistazo a su reloj de pulsera. Era la una menos cuarto. Se necesitaba tener una buena imaginación para pensar que Henry fuera capaz de gastarle una broma como aquélla. Más bien le habría colocado el objeto delante y le habría dicho: «Mira. Creí haberte oído decir que Jimmy lo había perdido, y me lo encuentro ahora en tu estantería; probablemente, él no hubiera podido llegar allí.»
Escuchó.
Tic-tac. Tic-tac. Tic-tac.
¿Estaría Henry oyendo aquello?, se preguntó. Probablemente no. Siempre dormía bastante profundamente.
Tras un momento de duda, se levantó, extendió una mano para coger la linterna y se dirigió hacia el armario. Abrió la puerta, introdujo la mano y la linterna en el interior y escuchó. No, el metrónomo no estaba allí. Sin embargo, no pudo evitar el hacer a un lado uno o dos sombreros para asegurarse. Casi siempre ocultaba cosas allí.
Se apartó del armario y permaneció apoyada contra su puerta cerrada, con las cejas fruncidas en una expresión de enfado. ¡Dios! ¿Estaba destinada a escuchar aquel infernal tic-tac incluso después de la muerte de Jimmy? Se dirigió resueltamente hacia la puerta de su habitación.
Pero su conciencia escuchó un nuevo ruido.
Al otro lado de la puerta, alguien estaba andando hacia alguna parte, con pisadas suaves y apagadas.
Naturalmente, lo primero que hizo fue pensar en Henry, pero casi al mismo tiempo escuchó o creyó escuchar el crujido de su cama. Quiso imaginar que, por alguna razón, la doncella o la cocinera habían vuelto a casa. Pero no pudo aceptar esta absurda idea de su regreso a la una de la madrugada.
Su mano dudó ante el pomo de la puerta. El instinto le advertía: «No salgas. No cruces esa puerta.»
Abrió la puerta casi con enojo y miró hacia el vestíbulo, elevando el haz de la linterna. Allí no había nada.
«¡Qué absurdo!», pensó.
En aquel preciso instante, volvió a escuchar los pasos, ahora rápidos y lejanos. El débil sonido parecía proceder del piso inferior. El tic-tac del metrónomo se había hecho más insistente; sonaba ahora con tal fuerza que, por un momento, temió que pudiera despertar a Henry.
Y entonces llegó hasta ella un sonido que llenó su cuerpo de un terror helado... el sonido de la voz de un niño cantando, en algún lugar lejano.
¿Qué tal estás?
¿Qué tal estás?
¿Qué tal estás?
Mi querido, mi querido
míster Mel-zo,
Retrocedió, tropezando con la jamba de la puerta y se agarró a ella con la mano libre. Su mente estaba completamente confusa. Pero la voz se debilitó enseguida y murió, mientras el tic-tac del metrónomo se hacía más fuerte que nunca. Cuando escuchó cómo su sonido se superponía al de la voz, no pudo dejar de sentir un cierto alivio.
Se quedó allí unos momentos, recuperándose. Después apretó los dedos alrededor de la linterna y comenzó a caminar lentamente a lo largo del pasillo, muy cerca de la pared. Poco antes de llegar al descansillo de la escalera, colocó la mano alrededor del pequeño haz de luz de la linterna, de modo que no pudiera ser vista por lo que hubiese allá abajo.
Descendió las escaleras, con el recelo de que pudieran crujir y delatar su presencia.
En el vestíbulo de abajo no había nada.
Abrió suavemente la puerta de la biblioteca y el sonido del metrónomo surgió de la habitación, envolviéndola. Sus ojos no distinguieron inmediatamente lo que había más allá del umbral. Sólo después de haber penetrado en la estancia captaron sus ojos una vaga y pequeña sombra recortada contra la pared opuesta; era una cosa confusa que se movía a lo largo de la pared, mirando detrás de los muebles, en las estanterías llenas de libros, extendiendo unas manos fantasmales hacía los rincones... ¡Jimmy, buscando su metrónomo!
Se quedó inmóvil mientras su respiración parecía quedar contenida por el horror. ¡Jimmy, el difunto Jimmy, a quien ella misma había enterrado aquella mañana! Únicamente la fortaleza de su voluntad le impidió desvanecerse y perder el equilibrio.
El niño espectral se acercó. Se acercó y pasó junto a ella, buscando, fisgoneando cada uno de los lugares donde pudiera estar escondido el metrónomo. Una y otra vez, dando vueltas por la habitación.
Con gran esfuerzo, consiguió encontrar su voz.
—Márchate —murmuró con dureza—. ¡Oh, márchate!
Pero el niño no la escuchó. Continuó su búsqueda fantasmagórica, removiendo los mismos lugares donde ya había buscado tantas veces. Y el insistente tic-tac, tic-tac del metrónomo seguía sonando, como los golpes de un martillo, en aquella opresiva habitación hundida en la noche.
Su mano se apartó del haz de luz en el instante en que el niño pasaba junto a ella. Le vio el rostro, vuelto hacia ella. Sus ojos, normalmente tan amables, le lanzaban una mirada malévola, mientras la boca dibujaba una mueca petulante y enojada, con sus pequeños puños apretados. Ella se volvió frenética, estaba ansiosa por escapar de allí.
Pero la puerta no se abrió.
Después de tres intentos inútiles por abrirla, miró para ver si existía algún obstáculo que la impidiera moverse. El niño estaba a su lado, apoyando ligeramente la mano contra la puerta. Aquello era suficiente para mantenerla inamovible. Ella lo volvió a intentar. El pomo giró en su mano, como antes, pero la puerta se negó a moverse. La expresión del niño adquirió un aspecto tan maligno, que ella dejó caer la linterna en un repentino sobresalto. Retrocedió rápidamente hacia la ventana, en la pared opuesta a donde se hallaba la puerta.
Pero el niño estaba allí antes de que ella llegara.
Trató de elevar la ventana, corriendo el cerrojo con su otra mano. No se movió. Incluso antes de mirar, sintió la mano del niño sosteniendo la ventana. Allí estaba, vagamente blanco, transparente, apoyado ligeramente contra el cristal.
Echó a correr.
Sucedió lo mismo con la otra ventana de la habitación. Cuando trató de levantar la mano, dispuesta a romper el cristal, descubrió que el niño sólo tenía que permanecer ante la ventana para evitar que su mano pudiera penetrar la atmósfera que le rodeaba y llegar al cristal.
Entonces se volvió y caminó hacia la oscura esquina, detrás del piano, sollozando de terror.
Inmediatamente, el niño se situó allí. Sintió cómo emanaba de él un frío cadavérico que penetraba a través de sus delgadas ropas de noche.
—¡Márchate! ¡Márchate! —sollozó.
Sintió el rostro del niño apretándose muy cerca de ella, buscando su mirada con sus ojos acusadores, mientras extendía sus dedos fantasmales para tocarla.
Volvió a huir, lanzando un sálvate grito de terror.
Una vez más, se dirigió hacia la puerta, pero el niño estaba allí antes de que su mano pudiera tocar el pomo. Y, sin llegar a girarlo siquiera, supo que su esfuerzo era inútil. Entonces trató de encender la luz, pero la misma fuerza que le había impedido romper antes el cristal de la ventana, actuaba de nuevo contra ella.
Sintiéndose acosada buscó de nuevo la relativa seguridad de un rincón oscuro.
El niño volvió a encontrarse junto a ella, acercándose suavemente a su cuerpo, como un animal.
Echó a correr de una esquina a otra de la habitación.
Pero el niño estaba en todas partes.
De pronto, las puertas de su mente se cerraron y bloquearon toda su capacidad para razonar. Sintió un profundo y desquiciado pánico apoderándose de su cuerpo. Empezó a golpear las paredes con los puños cerrados. Descubrió entonces que su voz y sus gritos aliviaban el horror que se encerraba en su interior.
Lo último de lo que se dio cuenta fue del estirón que las manos espectrales del niño dieron a su cintura. Entonces se desmoronó; quedó acurrucada como un ovillo contra la pared. Algo lanzó un fuerte y agudo golpe contra su sien y, en el mismo instante, el frígido cuerpo fantasmagórico del niño se apretó sobre su rostro.

Henry Farewell encontró a su esposa acurrucada contra la pared, cerca del gran piano. Cerca de su cabeza estaba el metrónomo. Se dio cuenta inmediatamente de que había caído por detrás de un enorme cuadro que ahora colgaba, doblado, sobre ella. Al caer, le había dado contra la sien.
Estaba muerta.
Durante un minuto permaneció asombrado, mirando fijamente su cuerpo. Después, su bien ordenada y metódica mente de hombre de negocios, se aseguró de la certeza de sus suposiciones y finalmente llamó al juez.
Cuando éste llegó, se lo encontró en la puerta.
—Ha ocurrido un terrible accidente —dijo—. Evidentemente, estaba andando en sueños, víctima del sonambulismo, y chocó contra la pared cuando un metrónomo, ocultado por mi hijo detrás de un cuadro, poco antes de su muerte, cayó golpeándola en la sien. Está allí, muerta.
Después, Henry Farewell se sentó, pues el impacto de la muerte de su esposa empezaba a alterar incluso su serenidad, deliberadamente fría. Se retorció las manos y esperó a que el juez terminara su inspección.
Al cabo de unos minutos, el juez salió de la biblioteca, con aspecto muy serio.
—Mire aquí, Farewell —dijo—. No comprendo esto —y sin esperar a que Henry Farewell le hiciera ninguna pregunta, siguió diciendo—: Ese golpe no fue suficiente para matarla. Parece como sí hubiera sido ahogada por... sí, por unas ropas húmedas... pero no hay nada parecido por aquí. Y, por otra parte, no comprendo cómo su hijo pudo haber escondido ese metrónomo detrás de ese cuadro. Está demasiado alto para que él pudiera alcanzarlo, aunque se subiera a una silla o al piano. Y hay algo más que me extraña. Venga, por favor.
Penetraron juntos en la biblioteca.
—Mire eso —dijo el juez, señalando con su dedo extendido la línea formada por la pared y el suelo a lo largo de toda la habitación.
Había allí un gran número de pisadas que se extendían por la pared, húmedas y brillantes a la luz que iluminaba ahora la habitación.
—Como un niño pequeño con los pies húmedos —dijo Farewell, en un tono de voz que indicaba su poca predisposición a creer lo que decía—. Parece como si hubiera estado chapoteando en el agua, ¿verdad? —preguntó.
—No, no —dijo el juez, con voz tensa—. Parece más bien un niño que hubiera estado completamente empapado, ropas y todo —se arrodilló, se puso las gafas y dijo—: Mire, gotas... como las gotas de agua que caen de las ropas mojadas. Siguen la línea de las pisadas. Y mire aquí, estos extraños recorridos del camino... hacia las esquinas... detrás de las cosas. Farewell, debo decir que, francamente, no entiendo esto.
Y Henry Farewell, a quien la Naturaleza había olvidado de proporcionar un grano de imaginación, dijo:
—Yo tampoco, señor juez. Únicamente sé lo que le he dicho.
JUGUEMOS A LOS VENENOS
Ray Bradbury
—¡Te odiamos! —Gritaron los dieciséis chicos y chicas, apretándose alrededor de Michael en el aula.
Michael gritó. El recreo había terminado, pero Mr. Howard, el maestro, aún no había llegado.
—¡Te odiamos!
Y los dieciséis chicos y chicas juntos, agolpándose y resollando, abrieron una ventana. Había tres pisos de altura hasta la acera. Michael se debatió.
Cogieron entre todos a Michael y lo empujaron por la ventana.
Mr. Howard, su maestro, entró en aquel momento en el aula.
—¡Esperad! —Gritó.
Michael cayó desde tres pisos de altura. Michael murió.
Nada se pudo hacer. La policía se encogió de hombros de forma elocuente. Todos aquellos niños tenían ocho o nueve años; no comprendían lo que estaban haciendo. Así es que...
El colapso de Mr. Howard se produjo al día siguiente. Se negó a volver a enseñar en su vida.
—Pero ¿por qué? —Le preguntaron sus amigos.
Mr. Howard no dio ninguna razón. Permaneció en silencio y una luz terrible llenó sus ojos. Más tarde, les dijo que si les contaba la verdad, creerían que se había vuelto loco.
Mr. Howard abandonó Madison City. Se marchó a vivir en un pequeño pueblo cercano, Green Bay, donde permaneció durante siete años, manteniéndose con los ingresos que conseguía de escribir historias y poesía.
No se casó nunca. Las pocas mujeres a las que se aproximó siempre deseaban tener... hijos.
En el otoño de su séptimo año de autoforzado retiro, cayó enfermo un buen amigo de Mr. Howard, un maestro. Ante la falta de un sustituto adecuado, Mr. Howard fue convocado y convencido de que su deber era hacerse cargo de la clase. Dándose cuenta de que el compromiso no podía durar más de unas pocas semanas, Mr. Howard aceptó, desgraciadamente.
—A veces —dijo Mr. Howard aquella mañana de un lunes de setiembre mientras caminaba lentamente por los pasillos laterales de la clase—, a veces creo realmente que los niños son como invasores procedentes de otra dimensión.
Se detuvo, y sus brillantes ojos negros pasaron de un rostro a otro de sus pequeños oyentes. Mantenía una mano en la espalda, cerrada y apretada. La otra, como un pálido animal, se posaba en la solapa de la chaqueta mientras hablaba; después aún subió más para jugar con las gafas.
—A veces —siguió diciendo, mirando a William Arnold y a Russell Newell, y a Donald Bowers y a Charlie Hencoop—, a veces creo que los niños son pequeños monstruos surgidos del infierno porque ni siquiera el demonio puede soportarlos. Y, desde luego, creo que se debe hacer todo lo posible por reformar sus pequeñas mentes incivilizadas.
La mayor parte de sus palabras sonaron muy poco familiares en las orejas limpias y sucias de Arnold, Newell, Bowers y los demás. Pero el tono de su voz les hacía sentir miedo. Las niñas estaban apoyadas en los respaldos de sus asientos, aprisionando sus trenzas, para que él no estirara de ellas como si fueran cuerdas de campanas, con el propósito de llamar así a los ángeles negros. Todos ellos miraban a Mr. Howard como si estuvieran hipnotizados.
—Sois otra raza completamente distinta, con vuestros motivos, vuestras creencias, vuestras desobediencias —siguió diciendo Mr. Howard—. No sois humanos. Sois... niños. En consecuencia, y hasta que no seáis adultos, no tenéis ningún derecho a exigir privilegios, ni a preguntar a vuestros mayores, que saben mejor que vosotros lo que se debe hacer.
Se detuvo y colocó su elegante trasero sobre la silla situada detrás de la mesa, limpia, sin una mota de polvo.
—Vivís en vuestro mundo de fantasía —dijo, frunciendo el ceño—. Bien, aquí no habrá fantasías. Pronto descubriréis que un reglazo en la mano no es ningún sueño, ningún adorno, ninguna excitación a lo Peter Pan —lanzó entonces un resoplido y preguntó—: ¿Os he asustado? Lo he conseguido. ¡Bien! Bien y bueno. Os lo merecéis. Quiero que sepáis dónde estamos. Yo no os temo, recordadlo. No tengo miedo de vosotros —de pronto su mano tembló y empujó atrás su silla, mientras todos los ojos estaban fijos en él—. ¡Eh! —lanzó una penetrante mirada a través de la habitación—. ¿Qué estáis murmurando por ahí atrás? ¿Algo sobre nigromancia o alguna otra cosa?
—¿Qué es nigromancia? —Preguntó una niña pequeña, levantando la mano.
—Discutiremos eso cuando nuestros dos jóvenes amigos, los señores Arnold y Bowers expliquen qué estaban murmurando. ¿Y bien, jovencitos?
Donald Bowers se levantó.
—No nos gusta usted. Eso es todo lo que dijimos.
Después volvió a sentarse.
Mr. Howard elevó las cejas.
—Me agrada la franqueza, la verdad. Gracias por vuestra honestidad. Pero, al mismo tiempo, debo deciros que no tolero la rebelión poco seria. Esta tarde, después de las clases, os quedaréis una hora y lavaréis las pizarras.

Después de las clases, mientras se dirigía a casa, con las hojas de otoño cayendo a su alrededor, Mr. Howard se encontró con cuatro de sus alumnos. Dio un golpe seco y agudo con su bastón sobre la acera.
—¡Eh! ¿Qué estáis haciendo?
Los dos chicos y las dos chicas, sorprendidos, retrocedieron como sí hubieran sido golpeados con el bastón sobre sus espaldas.
—¡Oh! —exclamaron.
—¿Y bien? —pidió el hombre—. Explicádmelo. ¿Qué estabais haciendo antes de llegar yo?
—Jugando a los venenos —explicó William Arnold.
—¡Veneno! —exclamó el maestro, con el rostro contraído; después dijo con un estudiado sarcasmo—: Veneno, veneno, jugando a los venenos. Bien. ¿Y cómo se juega a los venenos?
De mala gana, William Arnold echó a correr.
—¡Vuelve aquí! —le gritó Mr. Howard.
—Sólo voy a demostrarle cómo jugamos a los venenos —dijo el chico, saltando sobre un bloque de cemento que había en la acera—. Cada vez que llegamos ante un hombre muerto, saltamos sobre él.
—¿Lo hacéis de veras? —preguntó Mr. Howard.
—Si salta uno sobre la tumba de un hombre muerto, queda envenenado, cae y se muere —explicó Isabel Skelton con prontitud.
—Hombres muertos, tumbas, envenenamientos —dijo burlonamente Mr. Howard—. ¿De dónde habéis sacado esa idea del hombre muerto?
—¿No lo ve? —preguntó Clara Parris señalando con su regla—. En este cuadrado están los nombres de dos hombres muertos.
—¡Ridículo! —replicó Mr. Howard, mirando de soslayo—. Eso son simplemente los nombres de los albañiles que mezclaron y colocaron el cemento de la acera.
Isabel y Clara abrieron la boca y se volvieron acusadoramente hacia los dos chicos.
—¡Dijisteis que eran lápidas de tumbas! —gritaron las dos, casi al unísono.
—Sí —dijo William Arnold, mirándose los pies—. Lo son. Bueno, casi. Da igual —levantó la mirada y añadió—: Es tarde. Tengo que marcharme a casa. Hasta luego.
Clara Parris miró los dos pequeños nombres grabados en la acera.
—Mr. Kelly y Mr. Terrill —dijo, leyéndolos—. Entonces, ¿esto no son tumbas? ¿Mr. Kelly y Mr. Terrill no están enterrados aquí? ¿Lo ves, Isabel? Es lo que te he dicho una docena de veces.
—No lo hiciste —dijo Isabel, de mal humor.
—Mentiras deliberadas —dijo Mr. Howard, pegando golpecitos con su bastón, en un gesto de impaciencia—. Falsificación del más alto calibre. ¡Buen Dios! Señores Arnold y Bowers, no harán más estas cosas, ¿comprenden?
—Sí, señor —murmuraron los chicos.
—¡Hablad más alto!
—Sí, señor —replicaron de nuevo.
Mr. Howard se alejó rápidamente por la calle. William Arnold esperó hasta haberle perdido de vista antes de decir:
—Espero que algún pájaro deje caer algo justo en su nariz...
—Vamos, Clara, sigamos jugando a los venenos —dijo Isabel, ilusionada.
—Se ha echado a perder todo —comentó Clara, poniendo mala cara—. Me voy a casa.
—¡Estoy envenenado! —gritó de pronto Donald Bowers, tirándose al suelo y haciendo como que echaba espumarajos por la boca—. ¡Mirad! ¡Estoy envenenado! ¡Ahhhh!
—¡Oh! —exclamó Clara, enojada y echó a correr.

El sábado por la mañana, Mr. Howard miró por la ventana que daba a la calle y lanzó un juramento al ver a Isabel Skelton haciendo señales de tiza sobre la acera y saltando después sobre ellas, al mismo tiempo que contaba una monótona cancioncilla.
—¡Deja de hacer eso!
Abalanzándose al exterior, casi la tiró al suelo en su agitación. La agarró, la sacudió violentamente y después la dejó en el suelo; permaneció en pie sobre ella y sobre las marcas de tiza.
—Sólo estaba jugando a la pata coja —dijo la niña, lloriqueando y pasándose las manos por los ojos.
—No importa. No puedes jugar aquí —declaró él; después, inclinándose sobre las marcas de tiza, las borró con su pañuelo, murmurando—: Eres una pequeña bruja. Pentagramas. Rimas y conjuros, y todo como si fuera perfectamente inocente. ¡Dios, qué inocente! ¡Eres un pequeño diablo!
Hizo un gesto, como si fuera a golpearla, pero se detuvo. Isabel echó a correr, lamentándose.
—¡Adelante, pequeña tonta! —gritó él con furia—. Ve corriendo y dile a tus pequeñas cohortes que has fracasado. Tendrán que intentarlo de alguna otra manera. No lo conseguirán conmigo. No lo conseguirán. ¡Oh, no!
Volvió a entrar en su casa, se sirvió un vaso lleno de brandy y se lo bebió. Durante el resto del día, estuvo oyendo a los niños jugando al tú-la-llevas, y los gritos y sonidos producidos por los pequeños monstruos en cada arbusto y sombra no le dejaron descansar.
—Otra semana como ésta —se dijo a sí mismo—, y me volveré loco de atar —se llevó una mano a su dolorida cabeza—. ¡Por el amor de Dios! ¿Por qué no podremos nacer todos adultos?
Y transcurrió otra semana. Y, entretanto, el odio fue creciendo entre él y los niños. El odio y el temor crecían juntos. El nerviosismo, las rabietas repentinas por nada, y después... la silenciosa espera. La forma en que los chicos se subían a los árboles para mirarle mientras comían manzanas, el olor melancólico del otoño posándose por toda la ciudad, los días cada vez más cortos, las noches que llegaban con mayor prontitud.
—Pero no me tocarán, no se atreverán a tocarme —se dijo Mr. Howard a sí mismo, bebiéndose un vaso de brandy detrás de otro—. En cualquier caso, todo esto es una tontería; no hay nada detrás. No tardaré en estar lejos de aquí y... de ellos. No tardaré...
Había un cráneo blanco en la ventana.
Eran las ocho de la noche de un jueves. Había sido una semana muy larga, con estallidos de cólera y acusaciones. Había tenido que ahuyentar continuamente a los niños de la zanja de la tubería del agua en construcción que estaba frente a su casa. A los chicos les encantan las excavaciones, los lugares ocultos, las tuberías, las conducciones y las zanjas, y siempre estaban subiendo y bajando, entrando y saliendo por los agujeros donde colocaban las nuevas tuberías. Gracias a Dios, todo había terminado y, al día siguiente, los trabajadores rellenarían de tierra la zanja, la apisonarían y colocarían una nueva capa de cemento, dejando la acera como estaba. Eso eliminaría a los niños. Pero, justamente ahora...
¡Había un cráneo blanco en la ventana!
No cabía la menor duda de que la mano de un niño sostenía el cráneo, apoyándolo contra el cristal, golpeándolo y moviéndolo. Se escuchaba una risa infantil procedente del exterior.
Mr. Howard salió precipitadamente de la casa.
—¡Eh, vosotros! —explotó en medio de los tres chicos que empezaban a correr.
Echó a correr detrás de ellos, sin dejar de gritar. La calle estaba oscura, pero vio las figuras moviéndose precipitadamente por delante y por debajo de él. Las vio como si estuvieran unidas y no pudo recordar la razón de ello, hasta que fue demasiado tarde.
La tierra se abrió bajo él. Cayó y quedó en un pozo, dándose un golpe terrible en la cabeza con una tubería y, mientras perdía la conciencia, tuvo la impresión de que se ponía en marcha una verdadera avalancha, provocada por su caída, y que montones de tierra húmeda y fría caían sobre sus pantalones, sus zapatos, su chaqueta; sobre su espalda, sobre su nuca y sobre su cabeza, llenándole la boca, las orejas, los ojos, las ventanillas de la nariz...

La vecina, con los huevos envueltos en una servilleta, llamó a la puerta de Mr. Howard al día siguiente. Estuvo llamando durante cinco minutos. Cuando finalmente abrió la puerta y se introdujo en la vivienda, no encontró más que pequeñas motas de polvo flotando en el aire iluminado por el sol: las habitaciones estaban vacías, el sótano olía a carbón y a escorias de hulla, y en el ático no había más que una rata, una araña y una carta descolorida.
—Una cosa muy curiosa lo que le sucedió a Mr. Howard —dijo muchas veces durante los años siguientes.
Y los adultos, siendo como son, muy poco observadores, no prestaron atención a los niños que jugaban a los venenos en la calle Oak Bay durante todos los otoños siguientes. Ni siquiera cuando los niños saltaban sobre un bloque cuadrado y extraño de cementó, miraban a su alrededor y observaban después las marcas que había en el bloque y que decían:
Mr. HOWARD - R.I.P.
—¿Quién es Mr. Howard, Billy?
—¡Ah! Supongo que será el tipo que puso aquí el cemento.
—¿Y qué significa eso de R.I.P.?
—¡Ah! ¿Quién lo sabe? ¡Estás envenenado! ¡Lo has pisado!
—Vamos, vamos, niños. ¡No os crucéis por delante de mamá! ¡Vámonos ya!

viernes, 29 de octubre de 2010

EL ÚLTIMO EXPERTO -- Philip K. Dick





EL ÚLTIMO EXPERTO
Philip K. Dick



Poco a poco recobró la conciencia. Regresó de mala gana; se sentía abrumado por el peso de los siglos, por una insoportable fatiga. El ascenso era penoso. Habría gritado, de tener algo con qué gritar. En cualquier caso, empezaba a estar contento.
Ocho mil veces había vuelto de esta manera, en cada ocasión con mayores dificultades. Algún día, fracasaría. Algún día, el pozo negro persistiría. Pero hoy no. Seguía vivo. La alegría del triunfo se sobreponía al dolor y a la angustia.
—Buenos días —dijo una voz jovial—. La mañana es espléndida. Descorreré las cortinas para que lo compruebes por ti mismo.
Podía ver y oír, pero no moverse. Continuó tendido, inmóvil, y dejó que las diversas sensaciones de la habitación se derramaran sobre él. Alfombras, papel pintado, mesas, lámparas, cuadros. Escritorio y monitor. La luz del sol, brillante y amarilla, penetró por la ventana. Cielo azul. Colinas lejanas. Campos, edificios, carreteras, fábricas. Obreros y máquinas.
Peter Green se afanaba en ordenar las cosas, sin cesar de sonreír.
—Hay mucho que hacer hoy. Vendrá mucha gente a verte. Firmar facturas. Tomar decisiones. Hoy es sábado. Vendrá gente de sectores lejanos. Espero que el equipo de mantenimiento haya realizado un buen trabajo. Seguro que es así —se apresuró a añadir—. Hablé con Fowler de camino hacia aquí. Todo va a pedir de boca.
La agradable voz de tenor del joven se mezcló con el brillante sol. Sonido y visión, nada más. No sentía nada. Intentó mover el brazo, pero no lo logró.
—No te preocupes —dijo Green, al reparar en su terror—. Pronto vendrán con el resto. Te pondrás bien. Por fuerza. ¿Cómo sobreviviríamos sin ti?
Se tranquilizó. Bien sabía Dios que ya había sucedido muchas veces. Como siempre, experimentó una oleada de furia. ¿Por qué no podían coordinar? La recuperación debía ser instantánea, no gradual. Tendría que cambiar su planificación, exigir una organización mejor.
Al otro lado de la ventana bañada por el sol, un coche metálico achaparrado frenó. Hombres uniformados salieron, cargados con pesados aparatos, y se apresuraron hacia la entrada principal del edificio.
—Ya vienen —exclamó Green, aliviado—. Con algo de retraso, ¿eh?
—Otra retención de tráfico —gruñó Fowler cuando entró—. Los semáforos se han vuelto a estropear. Los vehículos que entraban interfirieron en el tráfico urbano. Embotellamientos por todas partes. Ojalá se decida cambiar la legislación.
Una confusión de movimientos se produjo a su alrededor. Las formas de Fowler y McLean se cernieron sobre él, como dos gigantescas lunas crecientes. Rostros profesionales le escrutaron con ansiedad. Le pusieron de lado. Conversaciones amortiguadas. Susurros apremiantes. Ruido de herramientas al entrechocar.
—Aquí —murmuró Fowler—. Ahora, aquí. No, eso más tarde. Con cuidado. Ahora, suba hacia aquí.
El trabajo prosiguió en un tenso silencio. Era consciente de su proximidad. Borrosas siluetas le ocultaban de vez en cuando la luz. Le movieron de un lado a otro, como un saco de harina.
—Muy bien —dijo Fowler—. Ensámblenlo.
Un largo silencio. Contempló la pared, el papel pintado azul y rosa, algo descolorido. Un antiguo dibujo que plasmaba a una mujer en miriñaque, un pequeño parasol sobre su exquisita espalda. Blusa blanca con volantes, las diminutas punteras de los zapatos. Un cachorrillo, sorprendentemente nítido, a su lado.
Después, le pusieron cara arriba. Cinco formas gruñeron y se esforzaron sobre él. Sus dedos volaron sobre su cuerpo, sus músculos se tensaron bajo las camisas. Por fin, se irguieron y retrocedieron. Fowler se secó el sudor de su cara. Todos se veían tensos, fatigados.
—Adelante —graznó Fowler—. Sáquenlo.
Experimentó una gran conmoción. Jadeó. Su cuerpo se arqueó, hasta relajarse poco a poco.
Su cuerpo. Podía sentir. Movió los brazos, a modo de prueba. Tocó su cara, su hombro, la pared. Era dura, real. De pronto, el mundo recuperó sus tres dimensiones.
El rostro de Fowler reflejó alivio.
—Gracias a... Dios. —Se derrumbó—. ¿Cómo te sientes?
—Muy bien —contestó, al cabo de un momento.
Fowler despidió al resto del equipo. Green, en una esquina, continuó quitando el polvo. Fowler se sentó en el borde de la cama y encendió su pipa.
—Escúchame —dijo—. Tengo malas noticias. Te las comunicaré como a ti te gusta, sin andarme por las ramas.
—¿Cuáles son? —preguntó.
Examinó sus dedos. Ya lo sabía.
Fowler tenía profundas ojeras. No se había afeitado. El aspecto de su rostro era tenso, enfermizo.
—Estuvimos levantados toda la noche, trabajando en tu sistema motriz. Hicimos una reparación, pero no aguantará más de unos meses. La situación empeora. No es posible cambiar las unidades básicas. Cuando se fundan, no hay más. Podemos soldar cables y relés, pero no podemos reparar las cinco bobinas de sinapsis. Existieron muy pocos hombres especializados en esa función, y murieron hace dos siglos. Si las bobinas se funden...
—¿Se han producido deterioros en las bobinas de sinapsis? —interrumpió.
—Aún no. Sólo en las zonas motrices, sobre todo en los brazos. Lo que le está ocurriendo a tus piernas le ocurrirá a tus brazos, y por fin a tu sistema motriz. Cuando acabe el año, estarás paralizado. Podrás ver, oír y pensar. Y transmitir. Pero eso es todo. Lo siento, Bors —añadió—. Hacemos lo que podemos.
—Muy bien, no hace falta que se excusen. Y gracias por tu sinceridad. Me lo... suponía.
—¿Preparado para bajar? Hoy tenemos a mucha gente con problemas. Todo estará parado hasta que llegues.
—Vamos. —Se concentró con cierto esfuerzo en los detalles del día—. Quiero que el programa de investigaciones sobre metales pesados se acelere. Va con retraso, como de costumbre. Quizá tenga que sacar a hombres empleados en tareas relacionadas y enviarles a los generadores. El nivel del agua no tardará en bajar. Quiero alimentar las líneas con energía mientras haya. En cuanto me doy la vuelta, todo se derrumba a mis espaldas.
Fowler hizo una señal a Green, que se acercó a toda prisa. Los dos se inclinaron sobre Bors, le izaron y transportaron a la puerta con un gran esfuerzo. Recorrieron el pasillo y salieron al exterior.
Le depositaron en el coche metálico achaparrado, la nueva camioneta de servicios. Su pulida superficie contrastaba grandemente con la abollada y corroída carrocería, manchada y carcomida. Era una máquina cubierta de una pátina descolorida, de acero y plástico arcaicos, que zumbó levemente, con el ruido de algo oxidado, cuando los hombres se acomodaron en el asiento delantero y enfilaron con el coche hacia la autopista principal.

Edward Tolby, sudoroso, se subió un poco más la mochila, hundió los hombros, se apretó el cinto del revólver y blasfemó.
—Papá, no te pases —le censuró Silvia.
Tolby escupió con furia sobre la hierba que bordeaba la carretera. Rodeó con el brazo a su esbelta hija.
—Lo siento, Silv. Nada personal. El maldito calor.
El sol de media mañana arrancaba destellos de la polvorienta carretera. Nubes de polvo se alzaban y ondulaban alrededor de los tres a medida que avanzaban con lentitud. Estaban muertos de cansancio. El rotundo rostro de Tolby se veía enrojecido y hosco. Un cigarrillo apagado colgaba entre sus labios. Caminaba con su enorme y robusto cuerpo inclinado hacia adelante. Su hija tenía la camisa de lona empapada de sudor, se pegaba a sus brazos y pechos. Lunas de sudor se dibujaban en la espalda. Los duros músculos de sus piernas se tensaban bajo los tejanos.
Robert Penn iba algo rezagado, con las manos hundidas en los bolsillos y la mirada fija en la carretera. No pensaba en nada. Estaba medio dormido por culpa de un doble viaje de hexobarbo que se había administrado en el último campamento de la Liga. Y el calor le atontaba. A cada lado de la carretera se extendían campos, prados, algunos árboles dispersos. Una granja derruida. Los restos herrumbrados de un refugio antibombas, de dos siglos de antigüedad. Algunas ovejas de color sucio.
—Ovejas —dijo Penn—. Arrancan la hierba del suelo, prácticamente. No volverá a crecer.
—Ahora se nos ha vuelto granjero —dijo Tolby a su hija.
—Papá, para de una vez —replicó Silvia.
—Es este calor. Este maldito calor. —Tolby volvió a blasfemar, a voz en grito, en vano—. No vale la pena. Por diez rosados, volvería y les diría que sólo era un montón de excrementos de cerdo.
—Tal vez sea cierto —dijo Penn, en tono afable.
—Muy bien, entonces vuelve —gruñó Tolby—. Vuelve y diles que era un montón de excrementos de cerdo. Te colgarán una medalla. Quizá te asciendan un grado.
Penn lanzó una carcajada.
—Cállense los dos. Allí delante se ve una especie de ciudad.
El enorme cuerpo de Tolby se irguió con ansia.
—¿Dónde? —Se protegió los ojos con la mano—. Por Cristo, es cierto. Un pueblo. Y no es un espejismo. Lo ven, ¿verdad? —Recobró el buen humor y se frotó las manos—. ¿Qué opinas, Penn? Un par de cervezas, unas partidas de dados con algún lugareño... Quizá podamos pasar la noche. —Se humedeció los labios de anticipación—. Alguna de esas golfas que merodean cerca de las licorerías...
—Ya sé a qué tipo te refieres —cortó Penn—. A las que están cansadas de no hacer nada. Quieren ver los grandes centros comerciales. Quieren conocer a algún tipo que les compre mecachucherías y las lleve a sitios.
Un granjero les observaba con curiosidad desde la cuneta. Había refrenado a su caballo y estaba apoyado sobre su tosco arado, el sombrero echado hacia atrás.
—¿Cómo se llama esa ciudad? —gritó Tolby.
El granjero guardó silencio un momento. Era un hombre viejo, delgado y curtido por la intemperie.
—¿Esa ciudad? —repitió.
—Sí, la de ahí enfrente.
—Es una bonita ciudad. —El granjero echó un vistazo a los tres—. ¿Habían estado alguna vez por aquí?
—No, señor. Nunca —respondió Tolby.
—¿Su carro ha sufrido una avería?
—No, vamos a pie.
—¿Cuánta distancia han recorrido?
—Unos doscientos veinticinco kilómetros.
El granjero examinó las pesadas mochilas que cargaban a la espalda. Sus botas de excursión. Las ropas cubiertas de polvo, los rostros cansados, perlados de sudor. Los tejanos y las camisas de lona. Los bastones de ironita.
—Eso es mucho —dijo—. ¿Hasta dónde piensan ir?
—Hasta donde nos dé la gana —contestó Tolby—. ¿Hay algún lugar en la ciudad donde podamos alojarnos? ¿Hoteles, posadas?
—Esa ciudad es Fairfax —dijo el granjero—. Tiene un aserradero, uno de los mejores del mundo. Un par de alfarerías. Una tienda donde se pueden comprar ropas hechas a máquina. Mecaprendas normales. Una armería donde sirven los mejores tragos a este lado de las Rocosas. Y una panadería. También hay un médico, y hasta un abogado, y gente de libros que da clases a los niños. Convirtieron un viejo establo en escuela.
—¿Es muy grande la ciudad? —preguntó Penn.
—Vive mucha gente. No paran de nacer niños. Los viejos mueren. Los niños mueren. El año pasado hubo una epidemia. Murieron unos cien niños. El médico dijo que por culpa del agua del pozo. Cerramos el pozo. De todos modos, los niños siguieron muriendo. El doctor dijo que era la leche. Se cargaron a la mitad de las vacas. La mía no. Me aposté con mi rifle y disparé al primero que se acercó para cargarse a mi vaca. Los niños dejaron de morir en cuanto llegó el otoño. Creo que era el calor.
—Seguro que sí —admitió Tolby.
—Sí, hace calor por aquí. El agua está muy escasa. —Una sonrisa astuta iluminó su vieja cara—. ¿Quieren un trago? La jovencita parece cansada. Tengo algunas botellas de agua guardadas bajo la casa, en el barro. Buena y fría. —Vaciló—. Un rosado por vaso.
Tolby lanzó una carcajada.
—No, gracias.
—Dos vasos por un rosado —insistió el granjero.
—No nos interesa —dijo Penn. Señaló su cantimplora y los tres se pusieron en movimiento—. Hasta la vista.
—Malditos forasteros —rezongó. Siguió arando, irritado.
La ciudad sufría el embate del calor en silencio. Las moscas zumbaban y se posaban sobre los lomos de los caballos amodorrados, atados a postes. Había algunos coches estacionados. La gente deambulaba con apatía por las aceras. Ancianos enjutos dormitaban bajo los porches. Perros y gallinas dormían a la sombra de las casas. Las casas eran pequeñas, de madera astillada y desportillada, inclinadas, esquinadas y viejas. El tiempo y el calor las habían combado y agrietado. El polvo lo cubría todo, una espesa capa de polvo reseco que se posaba sobre las casas destartaladas, los hombres de rostro cansado y los animales.
Dos hombres larguiruchos salieron por una puerta abierta y les abordaron.
—¿Quiénes son ustedes? ¿Qué desean?
Se detuvieron y extrajeron su identificación. Los hombres examinaron las tarjetas plastificadas. Fotografías, huellas dactilares, datos. Por fin, se las devolvieron.
—LA —dijo uno—. ¿De veras son de la Liga Anarquista?
—En efecto —contestó Tolby.
—¿También la chica? —El hombre contempló a Silvia con perezosa lascivia—. Voy a hacerles una propuesta: nos prestan a la chica un rato y nosotros nos olvidamos del impuesto de paso.
—No diga tonterías —gruñó Tolby—. ¿Desde cuándo la Liga paga impuestos? —Siguió caminando, impaciente—. ¿Dónde está la licorería? Me muero de sed.
A su izquierda había un edificio blanco de dos plantas. Algunos hombres holgazaneaban en el porche y les miraban con aire ausente. Penn se dirigió hacia allí, seguido de Tolby. Un letrero descolorido y desportillado, clavado en la fachada, rezaba: Cerveza, vino a granel.
—Ahí está —dijo Penn.
Ayudó a Silvia a subir los desgastados escalones, pasaron entre los hombres y entraron. Tolby les siguió. Se desató la mochila mientras caminaba.
El local era fresco y oscuro. Algunos hombres y mujeres estaban acodados en la barra; los demás clientes ocupaban las mesas. Unos cuantos jóvenes jugaban a los dados en la parte trasera. Un compositor de melodías mecánico zumbaba y componía en un rincón; era una máquina vieja, que sólo funcionaba en parte. Detrás de la barra, un primitivo proyector de imágenes creaba y destruía vagas fantasmagorías: paisajes, picos montañosos, valles nevados, grandes colinas ondulantes, una mujer desnuda que al cabo de unos segundos se transformaba en un gigantesco seno. Un desfile monótono al que nadie miraba o hacía caso. La barra consistía en una hoja, increíblemente antigua, de plástico transparente, manchada, rota y teñida de amarillo por el tiempo. Su capa externa había desaparecido de un extremo, y asomaban los ladrillos. La mezcladora de bebidas ya no funcionaba. Sólo se servía vino y cerveza, pues nadie sabía preparar el combinado más sencillo.
Tolby se acercó a la barra.
—Cerveza —dijo—. Tres cervezas.
Penn y Silvia se sentaron a una mesa y se quitaron las mochilas, mientras el camarero servía a Tolby tres jarras de cerveza espesa y oscura. Enseñó su tarjeta y llevó las jarras a la mesa.
Los jóvenes de la parte trasera habían dejado de jugar. Contemplaron a los tres, mientras éstos bebían cerveza y se desataban las botas. Al cabo de un rato, uno de los jóvenes se aproximó con paso lento.
—Caramba —dijo—. Ustedes son de la Liga.
—En efecto —murmuró Tolby.
Todo el mundo prestó atención. El joven se sentó frente a los tres; sus compañeros acudieron y se sentaron alrededor de ellos. Los jóvenes de la ciudad. Aburridos, inquietos, insatisfechos. Sus ojos examinaron los bastones de ironita, las pistolas, las botas de rebordes metálicos. Un murmullo se elevó del grupo. Tendrían unos dieciocho años. Bronceados, robustos.
—¿Cómo ingresaron? —preguntó uno de repente.
—¿En la Liga? —Tolby se reclinó en su silla, encontró una cerilla y encendió su cigarrillo. Se desabrochó el cinturón, eructó estruendosamente y se arrellanó en el asiento, satisfecho—. Se ingresa mediante un examen.
—¿Qué hay que saber?
Tolby se encogió de hombros.
—Un poco de todo.
Volvió a eructar y se rascó el pecho entre los botones, pensativo. Era consciente del anillo de gente que les rodeaba por todas partes. Un hombrecillo con barba y gafas de concha. En otra mesa, un individuo regordete, de prominente estómago, vestido con camisa roja y pantalones a rayas azules.
Jóvenes. Granjeros. Un negro vestido con una camisa blanca muy sucia y pantalones también blancos, con un libro bajo el brazo. Una rubia de mandíbula pronunciada, cabello enmarañado, uñas rojas, tacones altos y ceñido vestido amarillo, sentada con un ejecutivo de cabello gris y traje marrón oscuro. Un joven alto tomado de la mano de una muchacha de cabello negro, ojos enormes, falda y blusa blancas, los pies descalzos bajo la mesa. Su cuerpo esbelto estaba inclinado hacia adelante con interés.
—Hay que saber —continuó Tolby— cómo se formó la Liga. Hay que saber cómo derribamos a los gobiernos aquel día. Cómo los derribamos y destruimos. Cómo quemamos todos los edificios, y todos los registros. Millones y millones de microfilms y papeles. Grandes hogueras que ardieron durante semanas. Y el enjambre de diminutos seres blancuzcos que huyeron cuando destruimos los edificios.
—¿Les mataron? —preguntó el hombre gordo, torciendo los labios ávidamente.
—Les dejamos marchar. Eran inofensivos. Huyeron y se escondieron. Bajo las piedras. —Tolby rió—. Pequeñas cosas escurridizas. Insectos. Después, entramos y amontonamos todos los registros y los aparatos que servían para hacer los registros. Santo cielo, lo quemamos todo.
—Y a los robots —dijo un joven.
—Sí, acabamos con todos los robots de los gobiernos. No había muchos. Sólo se utilizaban en asuntos muy importantes, cuando era necesario integrar muchos datos.
Los ojos del joven casi se salieron de las órbitas.
—¿Lo vieron? ¿Estaban presentes cuando destruyeron a los robots?
Penn lanzó una carcajada.
—Tolby se refiere a la Liga. Eso ocurrió hace doscientos años.
El joven sonrió nervioso.
—Claro. Háblenos de las manifestaciones.
Tolby terminó su jarra y la apartó.
—Me he quedado seco.
Llenaron en seguida la jarra. Gruñó las gracias y continuó, con voz profunda y ronca, henchida de fatiga.
—Las manifestaciones. Dicen que fue algo impresionante. En todo el mundo, la gente se puso en movimiento, dejó lo que estaba haciendo...
—Empezaron en la Alemania del Este —dijo la rubia de mentón pronunciado—. Los disturbios.
—Y luego se propagaron a Polonia —indicó el negro con timidez—. Mi abuelo me dijo que todo el mundo se sentó a ver la televisión. Se lo había contado su abuelo. Se propagaron a Checoslovaquia, y después a Rumania, Austria y Bulgaria. Luego, a Francia. Y a Italia.
—¡Francia fue la primera! —exclamó el hombrecillo de la barba y las gafas—. Estuvieron sin gobierno un mes. ¡La gente decía que era posible vivir sin gobierno!
—Las manifestaciones sólo fueron el principio —corrigió la muchacha de cabello negro—. Fue la primera vez que se destruían los edificios gubernamentales. En Alemania del Este y Polonia. Grandes masas de obreros desorganizados.
—Rusia y Estados Unidos fueron los últimos —dijo Tolby—. Cuando se produjo la marcha sobre Washington, la formaban casi veinte millones de personas. ¡Qué grandes éramos en aquellos tiempos! Cuando nos pusimos en movimiento, no pudieron detenernos.
—Mataron a muchos —dijo la rubia.
—Sí, pero eso no detuvo a la gente. Gritaban a los soldados: «¡No dispares, Bill!», «¡Hola, Jack, soy yo!», «¡No disparen, somos sus amigos!», «¡No nos maten, únanse a nosotros!». Y por Dios que lo hicieron. Fueron incapaces de seguir disparando sobre sus propios compatriotas. Al final, tiraron los fusiles y no opusieron resistencia.
—Y entonces, encontraron el lugar —dijo la muchacha de pelo negro, sin aliento.
—Sí. Encontramos el lugar. Seis lugares. Tres en Estados Unidos. Uno en Inglaterra. Dos en Rusia. Nos costó diez años encontrar el último..., y asegurarnos que era el último.
—Y después, ¿qué? —preguntó el joven, los ojos abiertos como platos.
—Entonces, las inutilizamos todas. —Tolby se levantó, un hombre imponente, la jarra de cerveza en una mano, el rostro encarnado—. Todas las malditas bombas atómicas del mundo.

Se produjo un incómodo silencio.
—Sí —murmuró el joven—. Dieron buena cuenta de aquellos halcones.
—No queda ninguno —dijo el hombre gordo—. Nunca más habrá.
Tolby acarició su bastón de ironita.
—Puede que sí, o puede que no. Algunos sobrevivieron.
—¿Qué quiere decir? —preguntó el gordo.
Tolby enarcó sus cejas grises.
—Ya es hora que dejen de tomarnos el pelo. Saben muy bien a qué me refiero. Nos han llegado rumores. Cerca de aquí, escondidos, hay un montón.
Un murmullo airado se elevó de los congregados, estupefactos.
—¡Eso es mentira! —gritó el gordo.
—¿De veras?
El hombrecillo de la barba y las gafas se levantó de un brinco.
—¡Aquí no hay nadie relacionado con los gobiernos! ¡Somos buena gente!
—Cuide sus palabras —advirtió un joven a Tolby en voz baja—. A esta gente no le gusta que se le acuse sin motivo.
Tolby se puso en pie, aferrando su bastón de ironita. Penn le imitó.
—Si alguno de ustedes sabe algo —contestó Tolby—, será mejor que lo diga. Ahora mismo.
—Nadie sabe nada —intervino la rubia—. Ninguno de nosotros ha hecho nada malo.
—Ustedes salvaron nuestras vidas —dijo la muchacha de pelo negro—. Si no hubieran acabado con los gobiernos, todos habríamos muerto en la guerra. ¿Por qué les íbamos a ocultar algo?
—Eso es cierto —gruñó el gordo—. De no ser por la Liga, todos estaríamos muertos. ¿Nos cree capaces de conspirar contra la Liga?
—Ya está bien —dijo Silvia a su padre—. Vámonos.
Se levantó y tiró a Penn su mochila.
Tolby rezongó en tono beligerante. Por fin, tomó su mochila y se la cargo a la espalda. Un silencio de muerte se había apoderado del local. Todo el mundo permaneció inmóvil mientras los tres recogían sus cosas y se encaminaban hacia la puerta.
La muchacha de pelo negro les detuvo.
—La ciudad más cercana se encuentra a cuarenta y cinco kilómetros de aquí —dijo.
—La carretera está cortada —añadió su acompañante—. Los desprendimientos la cortaron hace años.
—¿Por qué no se quedan a pasar la noche con nosotros? En casa hay mucho espacio disponible. Descansen y reanuden el viaje por la mañana.
—No queremos molestar —murmuró Silvia.
Tolby y Penn intercambiaron una mirada.
—Si está segura que tienen mucho sitio...
El hombre gordo se aproximó.
—Escuchen, tengo diez papeletas amarillas. Quiero entregarlas a la Liga. Vendí mi granja el año pasado. No necesito más papeletas. Vivo con mi hermano y su familia. —Alargó las papeletas a Tolby—. Tenga.
Tolby las rechazó.
—Guárdelas.
—Por aquí —dijo el joven alto, mientras bajaban los hundidos peldaños y se internaban en una cegadora cortina de calor y polvo—. Tenemos coche. Un coche de gasolina antiguo. Mi padre lo arregló para que consumiera aceite.
—Tendrías que haber tomado las papeletas —dijo Penn a Tolby mientras entraban en el baqueteado coche.
Las moscas revolotearon a su alrededor. Apenas se podía respirar; el coche era un horno. Silvia se abanicó con un periódico enrollado. La chica de pelo negro se desabotonó la blusa.
—¿Para qué necesitamos el dinero? —rió Tolby—. En toda mi vida he pagado por nada, ni tampoco ustedes.
El coche tosió y avanzó poco a poco por la carretera. Empezó a ganar velocidad. El motor rugió y produjo algunos estampidos. No tardó en correr a sorprendente velocidad.
—Ya lo has visto —dijo Silvia, elevando la voz por encima del estruendo—. Nos dieron todo cuanto tenían. Salvamos sus vidas. —Señaló los campos, a los granjeros y sus reatas, las cosechas marchitas, las viejas granjas semiderruidas—. De no ser por la Liga, todos estarían muertos. —Aplastó una mosca—. Dependen de nosotros.
La muchacha de cabello negro se volvió hacia ellos mientras el coche corría por la deficiente carretera. El sudor perlaba su piel bronceada. Los movimientos del coche agitaban sus pechos apenas velados.
—Me llamo Laura Davis. Pete y yo poseemos una vieja granja que su padre nos regaló cuando nos casamos.
—Pueden ocupar toda la planta baja —añadió Pete.
—No hay electricidad, pero tenemos un enorme hogar. De noche hace frío. De día hace calor, pero cuando el sol se pone hace un frío terrible.
—Estaremos bien —murmuró Penn.
La vibración del coche le mareaba un poco.
—Sí —dijo la muchacha, con un extraño brillo en los ojos. Sus labios púrpura dibujaron una mueca. Se inclinó hacia Penn con una peculiar expresión en la cara—. Sí, les cuidaremos bien.
En aquel momento, el coche se salió de la carretera.
Silvia chilló. Tolby hundió la cabeza entre las rodillas y formó una bola con su cuerpo. Una súbita cortina verde estalló alrededor de Penn. Después, cuando el coche se precipitó por el borde, experimentó una aterradora vaciedad. El coche se estrelló con un ensordecedor estruendo que borró todo lo demás. Un titánico cataclismo de furia que se apoderó de Penn y esparció sus restos en todas direcciones.

—Bájenme —ordenó Bors—. Apóyenme un momento en esta barandilla antes de entrar.
Le depositaron sobre la superficie de hormigón y ajustaron abrazaderas magnéticas. Hombres y mujeres subían y bajaban la escalera con paso ligero, entraban y salían del enorme edificio que albergaba las oficinas de Bors.
La visión de estos escalones le complacía. Le gustaba pararse en este lugar y echar un vistazo a su mundo, a la civilización que había construido con tanto esmero. Cada pieza añadida con grandes sufrimientos, con infinito cuidado, año tras año.
No era grande. Estaba rodeado de montañas por todas partes. El valle era una cuenca llana, rodeada de colinas violeta oscuro. Al otro lado de las colinas empezaba el mundo normal. Campos agostados. Ciudades arrasadas y empobrecidas. Carreteras en mal estado. Restos de casas y granjas destruidas. Coches y máquinas averiados. Gente cubierta de polvo que deambulaba sin rumbo vestida con andrajos y ropa hecha a mano.
Había visto el exterior. Sabía cómo era. En las montañas terminaban los rostros inexpresivos, las enfermedades, las cosechas arruinadas, los toscos arados y las viejas herramientas. Aquí, en el anillo de colinas, Bors había construido una reproducción fiel y detallada de la sociedad imperante dos siglos atrás. Tal como había sido el mundo en los viejos tiempos. El tiempo de los gobiernos. El tiempo abatido por la Liga Anarquista.
Dentro de sus cinco bobinas de sinapsis existían los planos, conocimientos, información y fotocopias de todo un mundo. En aquellos dos siglos había recreado minuciosamente aquel universo, reproducido una sociedad en miniatura que centelleaba y bullía a su alrededor. Calles, edificios, casas, industrias de un mundo muerto, fragmentos de un pasado construido con sus manos, sus dedos de metal y su cerebro.
—Fowler —dijo Bors.
Fowler se acercó. Estaba demacrado. Tenía los ojos hinchados e inyectados en sangre.
—¿Qué pasa? ¿Quieres entrar?
La patrulla del amanecer pasó sobre sus cabezas. Un rosario de puntos negros que se destacaban contra el cielo despejado. Bors la contempló con satisfacción.
—Qué belleza.
—Ni más ni menos.
Fowler consultó su reloj. A su derecha, una columna de tanques serpenteaba por una autopista que corría entre campos verdes. Sus cañones brillaban. Una columna de infantería desfilaba detrás, los rostros ocultos tras máscaras antibacterias.
—Estoy pensando que quizá sea imprudente seguir confiando en Green —dijo Bors.
—¿Por qué demonios dices eso?
—Cada diez días me desactivan, para que tu equipo practique las reparaciones necesarias. —Bors se agitó, inquieto—. Durante doce horas estoy completamente indefenso. Green me cuida. Se encarga que no pase nada, pero...
—Pero, ¿qué?
—Creo que un pelotón sería más seguro. Es demasiada tentación para un hombre solo.
Fowler frunció el ceño.
—No entiendo por qué. Y yo, ¿qué? Mi responsabilidad es inspeccionarte. Podría averiar algunos conductores. Recargar tus bobinas de sinapsis. Destruirlas.
Bors se giró en redondo, pero se tranquilizó en seguida.
—Es verdad, podrías hacerlo, pero, ¿qué ganarías? Sabes que soy el único capaz de mantener todo esto en pie. ¡Soy el único que sabe cómo llevar adelante una sociedad planificada, no un caos! De no ser por mí, todo esto se derrumbaría, y sólo quedaría polvo, ruinas y malas hierbas. ¡Los del exterior irrumpirían al instante para apoderarse de todo!
—Por supuesto. En ese caso, ¿por qué te preocupa Green?
Pasó una cuadrilla de obreros, montones de hombres con uniforme verdeazulado, arremangados, cargados con herramientas. Una cuadrilla de mineros que se dirigía a las montañas.
—Llévame dentro —dijo Bors con brusquedad.
Fowler llamó a McLean. Izaron a Bors y le transportaron al interior del edificio, hasta llegar a su despacho. Oficiales y técnicos se apartaron respetuosamente cuando pasó el gran depósito agrietado y corroído.
—Muy bien —dijo Bors, impaciente—. Eso es todo. Pueden marcharse.
Fowler y McLean abandonaron el lujoso despacho, abarrotado de gruesas alfombras, muebles, cortinas y filas de libros. Bors ya estaba inclinado sobre el escritorio y examinaba montones de informes y documentos.
Fowler sacudió la cabeza mientras caminaban por el pasillo.
—No durará mucho.
—¿Lo dices por el sistema motriz? Podríamos reforzar...
—No me refiero a eso. Se está desmoronando mentalmente. Está sometido a una presión insoportable.
—Como todos los demás —murmuró McLean.
—La responsabilidad es excesiva; saber que todo depende de él. Saber que en cuanto dé la espalda o se derrumbe, todo se vendrá abajo. Tratar de vivir aislado del mundo real, mantener en funcionamiento su universo en miniatura, es un trabajo inmenso.
—Lo ha logrado durante mucho tiempo.
Fowler frunció el ceño.
—Tarde o temprano tendremos que hacer frente a la situación. —Recorrió con los dedos un largo destornillador—. Se está deteriorando. Tarde o temprano alguien tendrá que sustituirle. A medida que su decadencia se acelera... —Encajó el destornillador en su cinturón, junto con los alicates, el martillo y el soldador—. Un cable cruzado.
—¿Qué es eso?
Fowler rió.
—Él me ha dado la idea. Un cable cruzado y..., ¡puf! Pero luego, ¿qué? Ésa es la gran pregunta.
—Quizá tú y yo podamos salirnos de esta carrera de ratas —dijo en voz baja McLean—. Tú, yo y los demás. Y vivir como seres humanos.
—Carrera de ratas —murmuró Fowler—. Ratas en un laberinto. Que obedecen los dictados de alguien.
McLean miró a Fowler.
—Alguien de otra especie.

Tolby se debatió vagamente. Silencio. Un leve goteo muy cerca. Algo inmovilizaba su cuerpo. Estaba atrapado entre los restos del coche siniestrado, cabeza abajo. El coche descansaba sobre un lado, en un barranco, encajado entre dos enormes árboles. Puntales torcidos y metal aplastado a su alrededor. Y cuerpos.
Empujó hacia arriba con todas sus fuerzas. El travesaño cedió y consiguió sentarse. Una rama de árbol había atravesado el parabrisas, empalando a la muchacha de cabello negro, todavía vuelta hacia el asiento posterior. La rama había penetrado por su espalda, saliendo por el pecho y clavándola al asiento. Se aferraba al respaldo con ambas manos, la cabeza caída y la boca entreabierta. El hombre que viajaba a su lado también había muerto. Sus manos habían desaparecido, pues el parabrisas había estallado a su alrededor. Yacía entre los restos del tablero de instrumentos y el brillo sanguinolento de sus órganos internos.
Penn estaba muerto. Tenía el cuello roto como el mango podrido de una escoba. Tolby apartó el cadáver y examinó a su hija. Silvia no se movió. Aplicó el oído a su camisa y escuchó. Estaba viva. Su corazón latía débilmente. Su pecho subía y bajaba.
Vendó con un pañuelo la herida del brazo, que todavía sangraba. La joven había sufrido muchos cortes y rasguños; tenía una pierna doblada bajo el cuerpo, rota. Tenía la ropa rasgada y el cabello pegajoso de sangre, pero estaba viva. Tolby empujó la puerta retorcida y salió dando tumbos. Parpadeó, deslumbrado por el feroz sol de la tarde. Tomó el cuerpo inanimado de su hija y empezó a sacarlo del coche.
Un ruido.
Tolby alzó la vista, paralizado. Algo se aproximaba. Un insecto zumbador que descendía a toda velocidad. Soltó a Silvia, se agachó, miró a su alrededor, bajó por el barranco con movimientos torpes. Resbaló, cayó y rodó entre la vegetación y las rocas grisáceas. Se quedó tendido entre las húmedas sombras y empuñó la pistola.
El insecto aterrizó. Era un pequeño vehículo aéreo de propulsión a chorro. La visión le dejó sorprendido. Había oído hablar de tales aparatos, había visto fotografías, durante los cursos de adoctrinamiento histórico seguidos en los campamentos de la Liga. ¡Pero ver un avión!
De la nave surgieron numerosos hombres uniformados, que bajaron con cautela por el barranco hacia el coche destrozado. Sujetaban pesados rifles. Su aspecto era duro y experto. Arrancaron las puertas del coche y examinaron el interior.
—Falta uno —dijo una voz.
—No andará muy lejos.
—¡Miren, esta mujer está viva! Intentaba salir. Los demás han muerto.
Una exclamación de furia.
—¡Maldita Laura! ¡Tendría que haber saltado! ¡Estúpida fanática!
—Quizá no tuvo tiempo. Dios santo, la rama la atravesó de parte a parte. —Horror y consternación—. Ni siquiera podemos sacársela.
—Déjala.
El oficial al mando indicó con un gesto a los hombres que se apartaran del coche.
—Déjenles a todos.
—¿Qué hacemos con la mujer herida?
El líder titubeó.
—Mátenla— dijo por fin. Se apoderó de un rifle y alzó la culata—. Los demás, despliéguense y atrapen al otro. Es probable que...
Tolby disparó y el cuerpo del líder se partió en dos. La parte inferior se derrumbó poco a poco; la superior se disolvió en fragmentos de ceniza. Tolby empezó a moverse en círculo, disparando mientras se arrastraba. Alcanzó a dos hombres más antes que los demás retrocedieran despavoridos hacia su insecto volador y cerraran la puerta.
El elemento sorpresa había obrado en su favor, pero ahora ya no. El enemigo era numeroso y fuerte. El insecto se alzó en el aire. Desde arriba sería muy fácil localizarle. Al menos, había salvado a Silvia. Con eso le bastaba.
Descendió hasta el lecho reseco de un río. Corrió sin rumbo; no tenía adónde ir. No conocía la región, carecía de medio de transporte. Resbaló en una piedra y cayó de bruces. Consiguió ponerse de rodillas, casi sin sentido. Había perdido la pistola, que había ido a parar entre los matorrales. Escupió fragmentos de dientes y sangre. Escrutó el radiante cielo del atardecer.
El insecto se dirigió hacia las colinas lejanas. Disminuyó de tamaño, se convirtió en una bola negra, después en un punto, y desapareció.
Tolby esperó un momento. Luego, escaló la pendiente hasta llegar junto al coche destruido. Si pudiera sacar a Silvia y buscar un escondite, tal vez en una granja, o volver a la ciudad.
Contempló el coche, estupefacto. Había tres cuerpos, los dos de delante y Penn atrás, pero Silvia había desaparecido.
Se la habían llevado con ellos. A su lugar de origen. La habían arrastrado hacia el insecto; un rastro de sangre ascendía por el barranco hasta la carretera.
Tolby se estremeció, pero consiguió controlarse. Entró en el coche y tomó la pistola que Penn llevaba en el cinturón. También tomó el bastón de ironita de Silvia, abandonado en el asiento. Después, se alejó por la carretera, caminando sin prisa, con cautela.
Un pensamiento irónico cruzó su mente. Había descubierto lo que perseguían. Los hombres uniformados estaban organizados, dependían de un poder central. Se desplazaban en un avión nuevo.
Detrás de las colinas había un gobierno.

—Señor —dijo Green.
Se alisó su corto cabello rubio, una mueca de ansiedad en su joven rostro.
Tropeles de técnicos, expertos y personas sin características específicas se movían por todas partes. Las oficinas bullían de actividad. Green se abrió paso entre la multitud hasta el escritorio frente al cual estaba sentado Bors, apuntalado con dos bastidores magnéticos.
—Señor —dijo Green—, ha pasado algo.
Bors levantó la vista. Apartó una pizarra chapada de metal y bajó la pluma. Sus células oculares cliquetearon y centellearon. En el interior de su tronco maltrecho, los engranajes del motor gimieron.
—¿Qué?
Green se acercó. Había una expresión en su cara que Bors nunca había visto. Una expresión de temor y transparente determinación. Una mirada vidriosa, fanática, como si su carne se hubiera convertido en piedra.
—Señor, una patrulla localizó a un grupo de la Liga que se dirigía hacia el norte. Interceptaron al grupo en las afueras de Fairfax. El incidente ocurrió nada más pasado el primer corte de carretera.
Bors no dijo nada. Por todas partes, oficiales, expertos, granjeros, obreros, gerentes de empresas, soldados, personas de la más diversa índole, murmuraban, protestaban e intentaban avanzar, impacientes. Intentaban llegar al escritorio de Bors. Para solucionar problemas. Para dar cuenta de situaciones. Los asuntos urgentes del día. Carreteras, fábricas, control de enfermedades. Reparaciones. Construcción. Manufactura. Diseño. Planificación. Problemas urgentes que Bors debía estudiar y resolver. Problemas que no tenían espera.
—¿El grupo de la Liga fue destruido? —preguntó Bors.
—Sólo uno de sus miembros. Otro resultó herido y lo trajeron aquí. —Green vaciló—. El tercero escapó.
Bors guardó silencio durante largo rato. La gente murmuraba y se removía a su alrededor. No hizo caso. De pronto, acercó el monitor y conectó el circuito.
—¿Que uno escapó? Eso no me gusta nada.
—Mató a tres soldados de nuestra unidad, incluido el jefe. Los demás se asustaron. Recogieron a la muchacha herida y volvieron aquí.
Bors irguió su enorme cabeza.
—Cometieron un error. Tenían que haber localizado al fugitivo.
—Era la primera vez que se daba una situación...
—Lo sé, pero fue una equivocación. Habría sido preferible dejarles marchar que atrapar a dos y permitir que el tercero escapara. —Se volvió hacia el monitor—. Declaren una alerta de emergencia. Cierren las fábricas. Armen a los obreros y granjeros que sepan utilizar un arma. Corten todas las carreteras. Trasladen a las mujeres y a los niños a los refugios subterráneos. Saquen la artillería pesada y las municiones. Suspendan toda la producción no militar y... —reflexionó un momento—. Detengan a todos los sospechosos. En virtud del apartado C, fusílenlos.
Desconectó el monitor.
—¿Qué pasará? —preguntó Green, atónito.
—Aquello para lo que nos hemos preparado: la guerra total.
—¡Tenemos armas! —exclamó Green, entusiasmado—. Dentro de una hora habrá diez mil hombres dispuestos a pelear. Tenemos aviones de propulsión a chorro, artillería pesada, bombas, proyectiles bacteriológicos. ¿Qué es la Liga? ¡Una pandilla de gente con mochilas a la espalda!
—Sí —repitió Bors—, una pandilla de gente con mochilas a la espalda.
—¿Cómo van a hacer algo? ¿Cómo se va a organizar un puñado de anarquistas? Carecen de estructura, de control, de poder central.
—Tienen todo el mundo. Mil millones de personas.
—¡Individuos! Un club que no acata la ley, formado por miembros voluntarios. Nosotros contamos con una organización disciplinada. Todos los aspectos de nuestra vida económica funcionan con la máxima eficacia. Nosotros, usted, lo controlamos todo. Le basta con dar una orden. Poner la maquinaria en funcionamiento.
Bors asintió lentamente.
—Es verdad que los anarquistas no saben coordinarse. La Liga no sabe organizarse. Es una paradoja: un gobierno de anarquistas... Antigobierno, en realidad. En lugar de gobernar el mundo, andan por ahí procurando que nadie lo haga.
—Como un perro en el pesebre.
—Como usted dice, se trata de un club voluntario de individuos completamente desorganizados. Sin ley ni poder central. No forman una sociedad; no saben gobernar. Lo único que saben hacer es interponerse en el camino de cualquiera que lo intente. Unos alborotadores, pero...
—Pero, ¿qué?
—También lo eran antes, hace dos siglos. Estaban desorganizados, desarmados, turbas inmensas, carentes de disciplina o autoridad. Sin embargo, derribaron a todos los gobiernos del mundo.
—Contamos con todo un ejército. Las carreteras están minadas Artillería pesada, bombas, proyectiles. Cada uno de nosotros es un soldado. ¡Somos un campamento armado!
Bors estaba absorto en sus pensamientos.
—¿Dice que han traído a un agente de la Liga?
—Una joven.
Bors hizo una señal al equipo de mantenimiento.
—Llévenme a su presencia. Quiero hablar con ella el rato que queda.

Silvia contempló en silencio a los hombres uniformados que entraban en la habitación. Se acercaron a la cama, tambaleantes, juntaron dos sillas, y depositaron sobre ellas con suma precaución el enorme bulto que cargaban.
Fijaron puntales protectores, sujetaron las sillas con cadenas, pusieron en funcionamiento abrazaderas magnéticas y se apartaron, agotados.
—Muy bien —dijo el robot—. Pueden marcharse.
Los hombres obedecieron. Bors miró a la muchacha que ocupaba la cama.
—Una máquina —susurró Silvia, pálida—. Eres una máquina.
Bors asintió sin hablar.
Silvia se removió en la cama, inquieta. Estaba débil. Tenía la pierna envuelta en un armazón de plástico transparente y la cara vendada. El brazo derecho le dolía. El sol del atardecer se colaba a través de las cortinas. Flores, hierba, setos. Y más allá de los setos, edificios y fábricas.
Aviones a reacción habían surcado el cielo sin cesar durante la última hora, grandes bandadas que volaban hacia las colinas lejanas. Camiones que arrastraban cañones y equipo militar recorrían a toda velocidad la carretera. Los hombres desfilaban en apretadas filas, hileras de soldados uniformados de gris, provistos de fusiles, cascos y máscaras antibacterias. Interminables filas de figuras idénticas, como salidas del mismo molde.
—Hay muchos —dijo Bors, señalando a su ejército.
—Sí.
Silvia vio que dos soldados pasaban corriendo ante la ventana. Jóvenes imberbes, de expresión preocupada. Cascos colgados de su cintura. Largos rifles. Cantimploras. Contadores. Pantallas antirradiación. Máscaras antibacterias sujetas de cualquier manera alrededor del cuello, preparadas para ser colocadas. Estaban asustados. Apenas eran unos críos. Les siguieron más. Un camión cobró vida. Los soldados subieron para reunirse con los demás.
—Van a luchar —dijo Bors— para defender sus hogares y fábricas.
—Ustedes fabrican todos esos artilugios, ¿verdad?
—En efecto. Nuestra organización industrial es perfecta. Somos totalmente productivos. Nuestra sociedad funciona de una forma racional, científica. Estamos preparados para hacer frente a esta emergencia.
De pronto, Silvia comprendió cuál era la emergencia.
—¡La Liga! Uno de ellos habrá escapado. —Se incorporó—. ¿Quién? ¿Penn o mi padre?
—No lo sé —murmuró el robot, indiferente.
Horror y pesar estremecieron a Silvia.
—Dios mío —dijo en voz baja—, no entiendes nada de nosotros. Diriges todo esto, pero eres incapaz de la menor empatía. Eres una simple computadora mecánica, uno de los antiguos robots integrados del gobierno.
—Exacto. Dos siglos de antigüedad.
La joven se quedó consternada.
—Y has estado vivo todo este tiempo. ¡Pensábamos que los habíamos destruido a todos!
—Me pasaron por alto. Había sufrido una avería y no estaba en mi sitio, sino en un camión, camino de Washington. Vi a las turbas y escapé.
—Hace doscientos años. Tiempos legendarios. Viste en directo los acontecimientos de los que tanto nos han hablado. Los viejos tiempos. Las grandes manifestaciones. El día que los gobiernos cayeron.
—Sí. Yo lo vi todo. Formamos un grupo en Virginia. Expertos, oficiales, obreros especializados. Más tarde, nos trasladamos aquí. Era un lugar aislado, apartado de todo.
—Oímos rumores. Una facción que aún resistía... Pero no sabíamos dónde ni cómo.
—Tuve suerte. Escape por chiripa. Todos los demás fueron destruidos. Hemos tardado mucho en organizar lo que ves aquí. A veintitrés kilómetros de distancia hay un anillo de montañas. Este valle es una cuenca, rodeada de montañas. Hemos cortado las carreteras mediante desprendimientos naturales. Nadie entra. Ni siquiera en Fairfax, a cuarenta y cinco kilómetros de distancia, saben algo.
—Aquella chica, Laura...
—Patrullas. Tenemos patrullas de vigilancia en todas las regiones habitadas, en un radio de ciento cincuenta kilómetros. En cuanto ustedes entraron en Fairfax, recibimos la información. Enviamos una unidad aérea. Para evitar preguntas lo intentamos disimular como un accidente de circulación, pero uno de ustedes escapó.
Silvia meneó la cabeza, perpleja.
—¿Cómo? —preguntó—. ¿Cómo sigues adelante? ¿La gente no se rebela? —Intentó sentarse—. Deben saber lo que ocurrió en el resto del mundo. ¿Cómo les controlas? Ahora van a salir, uniformados..., pero, ¿lucharán? ¿Confías en ellos?
—Ellos confían en mí. Yo les he proporcionado una gran cantidad de conocimientos. Información y técnicas que el resto del mundo ha perdido. ¿Acaso se fabrican en alguna otra parte del mundo aviones a reacción, monitores de vídeo y cables de alta tensión? Yo conservo todo ese conocimiento. Poseo unidades de memoria, bobinas de sinapsis. Gracias a mí tienen todo eso. Cosas que para ustedes sólo son recuerdos confusos, vagas leyendas.
—¿Qué ocurrirá cuando mueras?
—¡No moriré! ¡Soy eterno!
—Te estás degradando. Tienen que llevarte a todas partes, y apenas puedes mover el brazo derecho. —La voz de Silvia era dura, despiadada—. Tu depósito está agrietado y oxidado.
El robot rechinó. Por un momento, fue incapaz de hablar.
—Mi conocimiento permanece —graznó por fin—. Siempre podré comunicarlo. Fowler ha establecido un sistema de transmisión. Incluso cuando hablo... —se interrumpió—. Incluso en ese momento, todo está controlado. He organizado todos los aspectos de la situación. He mantenido este sistema durante dos siglos. ¡Y así continuará!
Todo ocurrió en una fracción de segundo. La bota de su escayola atrapó las sillas sobre las cuales descansaba el robot. Empujó violentamente con el pie y las manos. Las sillas oscilaron, vacilaron...
—¡Fowler! —chilló el robot.
Silvia empujó con todas sus fuerzas. Un dolor espantoso recorrió su pierna. Se mordió el labio y lanzó su hombro contra el bulto agrietado del robot. La máquina agitó los brazos, zumbó frenéticamente, y las dos sillas cayeron poco a poco. El robot se derrumbó de espaldas, sin dejar de agitar las manos.
Silvia consiguió levantarse de la cama y se acercó a la ventana. Su pierna rota colgaba inutilizada, un peso muerto envuelto en su escayola de plástico transparente. El robot parecía un escarabajo: los brazos se movían sin descanso, las lentes oculares cliqueteaban, los oxidados engranajes chirriaban de miedo y rabia.
—¡Fowler! —volvió a chillar—. ¡Ayúdame!
Silvia llegó a la ventana. Tiró de los cerrojos, pero estaban bien asegurados. Tomó una lámpara de la mesa y la arrojó contra el cristal, que estalló en una lluvia de fragmentos mortíferos. Avanzó tambaleante..., y el equipo de reparaciones irrumpió en la habitación.
—¡Ayúdenme! —chilló el robot—. ¡Ayúdenme!
Un hombre agarró a Silvia por la cintura y la tiró sobre la cama. La joven pataleó y golpeó, hundió las uñas en la mejilla del hombre. Éste la aplastó sobre la cama, boca abajo, y desenfundó la pistola.
—Quieta —jadeó.
Los demás estaban inclinados sobre el robot y procuraron incorporarlo.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Fowler. Se acercó a la cama, el rostro contorsionado en una mueca—. ¿Se ha caído?
Los ojos de Silvia brillaron de odio y desesperación.
—Le empujé. Casi logré llegar a la ventana. —Hinchó el pecho—. Mi pierna...
—¡Llévenme de vuelta a mis aposentos! —gritó Bors.
El equipo le cargó y trasladó por el pasillo hasta su despacho privado. Pocos momentos después se sentó tembloroso ante su escritorio, rodeado de papeles e informes. Su mecanismo latía violentamente.
Serenó su pánico y trató de reanudar su trabajo. Tenía que continuar adelante. El monitor bullía de actividad. Todo el sistema estaba en movimiento. Vio que un subcomandante ordenaba despegar a una nube de puntos negros, bombarderos a reacción que se elevaron como moscas y no tardaron en desaparecer.
Era preciso proteger el sistema. Se lo repitió una y otra vez. Tenía que salvarlo. Tenía que organizar a la gente y obligarla a salvarlo. Si la gente no luchaba, todo estaba perdido.
Estaba abrumado de furia y desesperación. El sistema no podía preservarse por sí mismo; no era algo aislado, algo que podía separarse de la gente que vivía en él. De hecho, era la gente. Eran equivalentes. Cuando la gente luchaba para proteger el sistema, luchaba para proteger su propia existencia.
Sólo existían si el sistema existía.
Vio una columna de soldados que avanzaban hacia las colinas. Sus antiguas bobinas de sinapsis proyectaron incertidumbre, pero luego se normalizaron. Tenía dos siglos de edad. Había venido a la existencia en un mundo diferente. Ese mundo le había creado; gracias a él, aún estaba vivo. Mientras él existiera, ese mundo existiría. Seguía funcionando, en miniatura. Su universo a escala, su recreación. Su mundo controlado y racional, en el que cada aspecto estaba organizado, analizado e integrado por completo.
Mantenía vivo a un mundo racional y progresista. Un oasis de productividad en un planeta polvoriento y parchado, en el que reinaban la decadencia y el silencio.
Bors esparció sus papeles y se puso a trabajar en el problema más acuciante: transformar una economía de paz en un esfuerzo militar total. La organización militar absoluta de todo hombre, mujer, niño, máquina y dina de energía bajo su dirección.

Edward Tolby salió con cautela. Sus ropas estaban desgarradas y rotas. Había perdido la mochila mientras se arrastraba entre la vegetación. Su cara y manos sangraban. Estaba agotado.
Más abajo distinguió un valle. Una inmensa cuenca. Campos, casas, carreteras. Fábricas. Maquinaria. Hombres.
Observó a los hombres durante tres horas. Ingentes muchedumbres que se internaban en las colinas, siguiendo las carreteras y senderos. A pie, en camiones, coches, tanques, transportes de armas. Por el cielo, en veloces cazas y grandes bombarderos. Naves relucientes que tomaban posiciones sobre las tropas y se preparaban para la batalla.
Una batalla a lo grande. La guerra a gran escala que se suponía extinguida desde hacía dos siglos. Pero aquí estaba de nuevo, una visión del pasado. Lo había visto en viejas cintas, utilizadas en los cursos de orientación del campamento. Un ejército fantasma que resucitaba para combatir una vez más. Una inmensa agrupación de tropas, preparadas para luchar y morir.
Tolby inició el descenso con grandes precauciones. Un soldado había frenado su moto al pie de una pendiente rocosa para instalar una antena de comunicaciones y un transmisor. Tolby dio un rodeo, se agachó y procedió a acercarse con todo sigilo. Era un joven rubio, que manoteaba nerviosamente los cables y relés, se humedecía los labios, levantaba la vista y aferraba el rifle en cuanto oía el menor ruido.
Tolby respiró hondo. El joven le daba la espalda; estaba examinando un circuito eléctrico. Era ahora o nunca. Tolby saltó, levantó la pistola y disparó. El equipo y el rifle del soldado se volatilizaron.
—No hagas el menor ruido —dijo Tolby.
Paseó la mirada a su alrededor. Nadie le había visto. La línea principal se encontraba a un kilómetro de distancia a su derecha. El sol empezaba a ponerse. Grandes sombras caían sobre las colinas. Los campos viraron del verde pardusco a un violeta intenso.
—Levanta las manos sobre la cabeza, júntalas y ponte de rodillas.
El muchacho obedeció, aterrorizado.
—¿Qué va a hacer? —Vio el bastón de ironita y palideció—. ¡Usted es un agente de la Liga!
—Cierra el pico —ordenó Tolby—. Primero, hagamos un esquema de la cadena de mando. ¿Quién es tu superior?
El joven tartamudeó todo cuanto sabía. Tolby escuchó con atención. Quedó satisfecho. La habitual estructura monolítica. Exactamente lo que deseaba.
—El jefe supremo —dijo—. ¿Quién detenta la responsabilidad última?
—Bors.
—¡Bors! —Tolby frunció el ceño—. Eso no parece un nombre, sino... —Se interrumpió, asombrado—. ¡Teníamos que haberlo adivinado! Un antiguo robot gubernamental. Todavía en funcionamiento.
El joven vislumbró su oportunidad. Echó a correr como un poseso.
Tolby le disparó sobre la oreja izquierda. El muchacho cayó y permaneció inmóvil. Tolby corrió hacia él y le despojó a toda prisa del uniforme gris oscuro. Le quedaba pequeño, por supuesto, pero la moto era perfecta. Las había visto en cintas; quería una desde que era niño. Una moto veloz para pasear. Ya la tenía.
Media hora más tarde corría por una suave y ancha carretera hacia el centro del valle y los edificios que se alzaban hacia el cielo. Los faros perforaban la oscuridad. Aún oscilaba de un lado a otro, pero a todos los efectos prácticos la dominaba. Aceleró. Árboles y campos, graneros, maquinaria agrícola, quedaron atrás. Todo el tráfico marchaba en dirección contraria: las tropas se dirigían al frente.
Al frente. Lemmings camino del océano para suicidarse. Mil, diez mil figuras recubiertas de metal, armadas y vigilantes. Cargadas con fusiles, bombas, lanzallamas y proyectiles bacteriológicos.
Sólo había un problema. Ningún ejército les hacía frente. Habían cometido un error. Se necesitaban dos bandos para iniciar una guerra, pero sólo uno había resucitado.
Salió de la carretera a dos kilómetros de la concentración de edificios, detuvo la moto y la ocultó en un pajar. Pensó por un momento en dejar el bastón de ironita. Luego, se encogió de hombros y lo guardó, junto con su pistola. Siempre llevaba consigo su bastón; era el símbolo de la Liga. Representaba a los anarquistas caminantes que patrullaban el mundo a pie, la agencia mundial de protección.
Se encaminó con sigilo hacia los edificios. Había pocos hombres. No vio mujeres ni niños. Más adelante, habían levantado una alambrada electrificada. Las tropas, armadas hasta los dientes, estaban agazapadas detrás. Un reflector barría la carretera. Al otro lado, se cernían las antenas de radar, y más atrás, un feo cuadrado de hormigón. Las grandes oficinas del gobierno.
Observó durante un rato el reflector, hasta determinar el ritmo de sus movimientos. La luz destacaba los rostros de los soldados, pálidos y demacrados. Críos. Nunca habían combatido. Era la primera vez. Estaban aterrorizados.
Cuando la luz se alejó de él, se levantó y avanzó hacia la alambrada. Automáticamente, se abrió una brecha. Dos guardias se adelantaron y cruzaron las bayonetas frente a él.
—¡La documentación! —pidió uno.
Tenientes bisoños. Muchachos, de labios pálidos, nerviosos. Jugaban a los soldaditos.
Tolby lanzó una áspera carcajada, que expresaba su compasión y desprecio, y siguió adelante.
—Apártense de mi camino.
Uno de los jóvenes sacó una linterna de bolsillo.
—¡Alto! ¡El santo y seña!
Cortó el paso a Tolby con la bayoneta. Sus manos temblaban convulsivamente.
Tolby hundió la mano en el bolsillo, sacó la pistola y, cuando el haz del proyector se alejó, vaporizó a los dos guardias. Las bayonetas cayeron al suelo con un ruido metálico y él corrió hacia adelante. Gritos y sombras surgieron por todas partes. Gritos de angustia y terror. Disparos al azar. La noche se iluminó. Dobló la esquina de un almacén de suministros, subió una escalera y se precipitó en el interior del enorme edificio.
Tenía que darse prisa. Aferró el bastón de ironita y se internó en un tenebroso pasillo. Sus botas despertaban ecos. Sus perseguidores le pisaban los talones. Rayos de energía zumbaron a su alrededor. Una sección de techo se convirtió en cenizas y se desplomó detrás de él.
Llegó a otra escalera y subió a toda prisa. Se dispuso a abrir la puerta de la siguiente planta. Algo centelleó a su espalda. Se volvió, la pistola preparada...
Un fortísimo golpe le envió al suelo. Rebotó contra la pared y la pistola escapó de sus dedos. Una forma armada con un rifle se cernió sobre su cuerpo caído.
—¿Quién es usted? ¿Qué está haciendo aquí?
No era un soldado. Un hombre sin afeitar, que vestía una camisa manchada y pantalones arrugados. Los ojos hinchados, enrojecidos. Del cinturón colgaban una serie de herramientas, martillo, alicates, destornillador, soldador.
Tolby se levantó con un gran esfuerzo.
—Si no tuviera ese rifle...
Fowler retrocedió.
—¡Quién es usted? El acceso a esta planta está prohibido a las tropas. Ya sabe que... —Entonces, vio el bastón de ironita—. Santo Dios —dijo en voz baja—, usted es el que escapó. —Lanzó una carcajada temblorosa—. Usted es el que no pudieron atrapar.
Los dedos de Tolby se cerraron en torno al bastón, pero Fowler reaccionó al instante. La boca del rifle apuntó a la cara de Tolby.
—Cuidado —advirtió Fowler.
Se volvió un poco. Los soldados subían la escalera, corriendo y gritando. El hombre vaciló un momento, y después indicó el siguiente tramo con su arma.
—Arriba.
Tolby parpadeó.
—¿Qué...?
—¡Arriba! —La boca del rifle se hundió en el cuerpo de Tolby—. ¡De prisa!
Tolby, perplejo, obedeció. Fowler le siguió. En la tercera planta, Fowler le empujó con rudeza por la puerta, azuzándole con el cañón del rifle. Se encontró en un pasillo flanqueado de puertas. Interminables oficinas.
—No se detenga —ladró Fowler—. Pasillo adelante. ¡Rápido!
Mientras corría, la mente de Tolby daba vueltas.
—¿Qué demonios está...?
—Yo nunca podría lograrlo —jadeó Fowler junto a su oído—, ni en un millón de años, pero es preciso...
Tolby se detuvo.
—¿Qué pasa aquí?
Se plantaron cara con aire desafiador, echando chispas por los ojos.
—Está ahí —dijo Fowler, e indicó una puerta con el rifle—. Tiene la oportunidad. Aprovéchela.
Tolby vaciló una fracción de segundo. Después, se decidió.
—Muy bien. La aprovecharé.
Fowler le siguió.
—Tenga cuidado. Mire donde pisa. Hay una serie de puntos de control. Siga recto sin parar, hasta donde pueda. ¡Y dese prisa, por el amor de Dios!
Tolby corrió y abrió la puerta.
Se topó con una barrera de oficiales y soldados. Se lanzó sobre ellos, derribándolos. Continuó corriendo, mientras los caídos luchaban por incorporarse y manoteaban torpemente con los rifles. Atravesó una puerta que daba a una oficina y pasó frente a un escritorio, donde estaba sentada una muchacha asustada, que le miró con los ojos desorbitados y la boca abierta. Después, una tercera puerta, un cubículo.
Un joven de rostro desesperado dio un brinco y trató de sacar la pistola. Tolby estaba desarmado, atrapado en el cubículo. Los soldados ya se apelotonaban ante la puerta. Aferró el bastón de ironita y se agachó, mientras el joven disparaba frenéticamente. El rayo se estrelló a unos centímetros de distancia y proyectó una onda de calor.
—¡Sucio anarquista! —chilló Green. Disparó una y otra vez, el rostro deformado por una mueca—. ¡Maldito espía anarquista!
Tolby lanzó con todas sus fuerzas el bastón de ironita, que describió un arco y alcanzó al joven en la cabeza. Green se tiró al suelo para esquivarlo. Se apartó con agilidad, sonriente. El bastón chocó contra la pared y cayó al suelo.
—¡Tu bastón! —jadeó Green, y disparó.
El rayo falló a propósito. Green estaba jugando con él. Tolby se agachó y tanteó en busca del bastón. Lo tomó. Green le contempló con la cara rígida y ojos brillantes.
—¡Tíralo otra vez! —rugió.
Tolby saltó. Pilló al joven por sorpresa. Green gruñó, se tambaleó hacia atrás por la fuerza del impacto y se revolvió con furia maníaca.
Tolby era más fuerte, pero estaba cansado. Había caminado por las montañas durante horas, interminablemente. Casi no le quedaban fuerzas. El accidente de coche, los días de caminar sin descanso. Green estaba en perfecta forma. Su cuerpo ágil y nervudo se retorció. Levantó las manos. Los dedos se hundieron en la tráquea de Tolby; éste le dio una patada en la ingle. Green retrocedió, doblado por la mitad a causa del dolor.
—Muy bien —masculló Green, el rostro contorsionado y teñido de púrpura.
Su mano agitó la pistola. El cañón se alzó.
Media cara de Green se volatilizó. Sus manos se abrieron y la pistola cayó al suelo. Su cuerpo permaneció erguido un momento, y después se derrumbó, como un traje vacío.
Tolby distinguió fugazmente el cañón de un rifle junto a él, empuñado por el hombre de las herramientas. Éste le hizo señas frenéticamente.
—¡De prisa!
Tolby corrió por un pasillo alfombrado, entre dos grandes lámparas amarillas. Un grupo de oficiales y soldados le siguió, vacilante, disparando al azar. Abrió una gruesa puerta de roble y se detuvo.
Estaba en una lujosa cámara. Cortinas, exquisito papel pintado. Lámparas. Estanterías llenas de libros. La elegancia del pasado. Lo fastuoso de los viejos tiempos. Alfombras gruesas. Confortable calor. Un monitor de vídeo. Y al fondo, un enorme escritorio de caoba.
Una figura estaba sentada ante el escritorio. Trabajaba entre montañas de papeles e informes. La figura contrastaba con el lujo de los muebles. Era un gran depósito de metal, agrietado y corroído. Doblado y verdoso, remendado y reparado. Una máquina antigua.
—¿Eres tú, Fowler? —preguntó el robot.
Tolby avanzó, con el bastón de ironita preparado.
El robot se volvió, enfurecido.
—¿Quién eres? Trae a Green y bájenme al refugio. Un control de carretera acaba de informar que un agente de la Liga ha...
El robot calló. Sus frías lentes oculares inspeccionaron al hombre. Cliqueteó y zumbó, atónito.
—No te conozco.
Se fijó en el bastón de ironita.
—Un agente de la Liga —dijo el robot—. Tú eres el que ha conseguido penetrar en nuestras líneas. El tercero. En lugar de volver sobre tus pasos, has venido.
Sus dedos de metal toquetearon los objetos del escritorio, y después investigaron en el cajón. Encontró una pistola y la alzó con movimientos torpes.
Tolby dio un golpe al arma, que cayó al suelo.
—¡Corre! —gritó al robot—. ¡Empieza a correr!
El robot permaneció inmóvil. Tolby le asestó un golpe con el bastón. La frágil y compleja unidad cerebral del robot se partió en mil pedazos. Bobinas, cables, fluido de relés se derramaron sobre sus hombros y manos. El robot se estremeció. La maquinaria chirrió. Se tambaleó en la silla; después, osciló y cayó. Quedó destrozado sobre el suelo; piezas y engranajes salieron disparados en todas direcciones.
—Santo Dios —dijo Tolby, al comprender la verdad.
Se inclinó sobre los restos, tembloroso. Estaba estropeado.
Una multitud de hombres le rodeó.
—¡Ha matado a Bors! —Rostros aturdidos, sobresaltados—. ¡Bors ha muerto!
Fowler se acercó a paso lento.
—Le ha matado, cierto. Ya no queda nada.
Tolby continuaba sosteniendo el bastón de ironita con ambas manos.
—Pobre cacharro —susurró—. Completamente indefenso. Se quedó sentado y yo le maté. No tenía la menor posibilidad.

El edificio era un caos. Soldados y oficiales corrían de un lado a otro, abrumados de dolor, histéricos. Tropezaban entre sí, formaban grupos, gritaban y daban órdenes absurdas.
Tolby se abrió paso entre ellos; nadie le hacía caso. Fowler estaba recogiendo los restos del robot, las piezas y fragmentos destrozados. Tolby se detuvo a su lado. Como Humpty-Dumpty, expulsado de su muro, al que nunca volvería.
—¿Dónde está la mujer? —preguntó a Fowler—. La agente de la Liga capturada.
Fowler se irguió lentamente.
—Le acompañaré.
Guió a Tolby por el enloquecido edificio hacia el ala del hospital.
Silvia se incorporó, vacilante, cuando los dos hombres entraron en la habitación.
—¿Qué sucede? —Reconoció a su padre—. ¡Papá! ¡Gracias a Dios! Eres tú quien se ha salvado.
Tolby cerró la puerta para aislarse del tumulto que sacudía el pasillo.
—¿Cómo te encuentras? ¿Cómo está tu pierna?
—Mejor. ¿Qué ha pasado?
—He matado al robot.
Los tres permanecieron unos instantes en silencio. En los pasillos, los hombres continuaban corriendo de un lado a otro. La noticia ya se había esparcido. Las tropas se habían congregado frente al edificio. Hombres desolados desertaban de sus puestos. Vacilantes. A la deriva.
—Todo ha terminado —dijo Fowler.
Tolby asintió.
—Lo sé.
—Se cansarán de estar acurrucados en las trincheras —dijo Fowler—. Las abandonarán poco a poco. En cuanto sepan la noticia, desertarán y tirarán sus armas.
—Estupendo —gruñó Tolby—. Cuanto antes mejor. —Indicó el rifle de Fowler—. Espero que usted también.
Silvia titubeó.
—¿Crees que...?
—¿Qué?
—¿Hemos cometido una equivocación?
Tolby dibujó una sonrisa de cansancio.
—Tenemos mucho tiempo para pensar en eso.
—Hacía lo que consideraba correcto. Levantaron sus hogares y fábricas. Toda esta zona... Producen muchos artículos. He estado mirando por la ventana. Eso me ha dado que pensar. Han hecho muchas cosas. Grandes avances.
—Muchos cañones —dijo Tolby.
—Nosotros también tenemos armas. Matamos y destruimos. Tenemos todos los inconvenientes y ninguna ventaja.
—Pero no tenemos guerra —respondió con calma Tolby—. Para defender esta pulcra organización hay diez mil hombres emboscados en las colinas, aguardando el momento de combatir, esperando el momento de lanzar sus bombas y proyectiles bacteriológicos, con el fin que este lugar continúe existiendo. No lo harán. Dentro de nada, se rendirán y empezarán a salir.
—Todo el sistema se derrumbará con gran rapidez —dijo Fowler—. Bors ya empezaba a perder el control. No podía mantener el reloj atrasado mucho más tiempo.
—Sea como fuera, todo ha terminado —murmuró Silvia—. Hemos cumplido nuestra misión. —Sonrió—. Bors hizo su trabajo y nosotros el nuestro. Los tiempos jugaban en su contra y a nuestro favor.
—Eso es verdad —admitió Tolby—. Hemos hecho nuestro trabajo. Y nunca lo lamentaremos.
Fowler no dijo nada. Siguió inmóvil, con las manos en los bolsillos, mirando por la ventana. Sus dedos tocaron algo. Tres bobinas de sinapsis incólumes. Elementos memorísticos intactos procedentes del robot muerto, que había tomado de los restos dispersos.
Por si acaso, se dijo. Por si los tiempos cambian.


FIN

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