EL METRONOMO
August W. Derleth
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Mientras permanecía en la cama, envuelta en aquella agradable y encubridora oscuridad, sus labios se entreabrieron ligeramente dibujando una sonrisa, única expresión de su tremendo alivio por el hecho de que el funeral hubiera terminado de una vez. Nadie había sospechado que ella y el chico no habían caído accidentalmente al río ni que ella hubiera podido salvar a su hijastro si hubiera querido.
—¡Oh! Pobre Mrs. Farewell, ¡qué terriblemente mal debe sentirse!
Podía escuchar las palabras debilitándose, cada vez más lejanas en la opresiva oscuridad de la noche.
Ya hacía tiempo que había desaparecido el fugaz remordimiento que sintió cuando, por fin, el niño se hundió; cuando desapareció bajo la superficie del agua por última vez y cuando ella misma quedó tendida y exhausta sobre la orilla. Había dejado de pensar cómo podía haber hecho aquello. Llegó incluso a convencerse a sí misma de que el banco de la orilla se sumergió accidentalmente, de que olvidó lo débil que era en aquella parte y la profundidad y la rapidez de la corriente en aquel trozo.
Su esposo se movió en la habitación contigua. El, pobre autómata, no sospechaba nada.
—Ahora sólo te tengo a ti —le dijo a ella, con la pena reflejada en las desfiguradas líneas de su rostro.
Le había sido muy difícil soportar aquellos primeros días, pero el entierro definitivo del cuerpo de Jimmy alivió y finalmente disipó las débiles dudas que la atormentaban.
Y, sin embargo, pensándolo fríamente, le resultaba difícil concebir cómo podía haberlo hecho. Fue algo impulsivo, desde luego, pero también irritación ante el niño, y odio a consecuencia del parecido con su madre. Todo eso unido fue lo que motivó su deseo. Y aquel metrónomo. A los diez años de edad, un chico ya debería haber olvidado cosas tan infantiles como un metrónomo. Si hubiera tocado el piano y lo hubiera necesitado para marcar el compás, habría sido diferente. «¿Lo habría sido?» —se preguntó a sí misma. Pero tal y como estaban las cosas... No, no, demasiado para ella. Sus nervios no lo habrían podido soportar un día más. Recordaba cuánto la había encolerizado cantándole continuamente aquella absurda cancioncilla que escuchó a Walter Damrosch durante uno de los programas infantiles del viernes, el día en que ella le ocultó el metrónomo. Se trataba de una explicación al apodo de Sinfonía Metrónomo de la Octava de Beethoven. Sus palabras, aquellas palabras absurdamente infantiles que Beethoven envió al inventor del metrónomo, se cruzaron en su mente haciendo resonar todas las recámaras de su memoria.
¿Qué tal estás?
¿Qué tal estás?
¿Qué tal estás?
Mi querido, mi querido
míster Mel-zo.
O algo parecido. No podía estar segura. Las palabras sonaban insistentemente en su memoria, acompañadas por la melodía del segundo movimiento de la Octava, golpeándole el cerebro sin parar, como el metrónomo: tic-tac, tic-tac. Después de todo, el metrónomo y la canción habían cristalizado sus verdaderos sentimientos hacia el hijo de la primera esposa de Farewell.
Apartó la canción de su memoria.
Después, de repente, comenzó a preguntarse dónde había guardado el metrónomo. Era un objeto bastante bonito y moderno, con una pesada base de plata y un pequeño martillo sobre una varilla de acero acanalada que se extendía hacia arriba, sobre un fondo en forma de triángulo curvo de plata. No sucumbió a su primer impulso de destruirlo porque pensó que, una vez desaparecido el chico (¿acaso no lo había visto ya muerto?), sería un bonito adorno, aun cuando hubiera pertenecido a la madre de Jimmy. Por un momento pensó en Margot. Debía sentirse contenta de que le enviara a Jimmy junto a ella... en el supuesto de que, en el otro mundo, hubiera un lugar para él. Recordó entonces que Margot fue creyente.
¿Podría haber puesto aquel trasto en una de las estanterías de su armario? Quizá. Resultaba extraño no poder recordar algo que seguía siendo uno de sus actos más importantes durante los últimos días anteriores a aquel en el que Jimmy pereció ahogado. O quizá lo había ocultado detrás de alguno de los libros de la biblioteca.
Estaba allí, echada, pensando en todo esto. Y en lo decorativo que quedaría sobre el gran piano: únicamente aquel adorno, la plata contrastando con el negro amarronado del piano.
De repente, el tic-tac del metrónomo se introdujo en su mente. Qué extraño, que sonara precisamente ahora, pensó cuando sus pensamientos se ocupaban de él. El sonido le llegaba con bastante claridad, tic-tac, tic-tac, tic-tac. Pero al tratar de descubrir el lugar de donde procedía el sonido, no lo consiguió. Parecía oscilar. El sonido aumentaba, haciéndose más alto, y después se desvanecía, una y otra vez, lo que le pareció muy poco normal. Reflexionó sobre el hecho de que nunca lo había escuchado así durante todo el tiempo en que Jimmy le acosó con su metrónomo. Todos sus sentidos se agudizaron, escuchando con mayor atención.
De pronto, pensó en algo que estremeció todo su cuerpo. Por un momento contuvo la respiración y fue incapaz de moverse. ¿No había ocultado el metrónomo después de que Jimmy se lo entregara para darle cuerda? A menos que le fallara la memoria, así lo había hecho. Y, en tal caso, ahora no podía estar sonando, pues se le había acabado la cuerda y ella no se la había vuelto a dar; además, era terriblemente difícil que aquel objeto se pusiera en marcha por sí solo. Por un instante, se preguntó si no lo habría encontrado Henry, y le habría dado cuerda para gastarle una broma dejándolo en marcha en aquellos momentos. Echó un vistazo a su reloj de pulsera. Era la una menos cuarto. Se necesitaba tener una buena imaginación para pensar que Henry fuera capaz de gastarle una broma como aquélla. Más bien le habría colocado el objeto delante y le habría dicho: «Mira. Creí haberte oído decir que Jimmy lo había perdido, y me lo encuentro ahora en tu estantería; probablemente, él no hubiera podido llegar allí.»
Escuchó.
Tic-tac. Tic-tac. Tic-tac.
¿Estaría Henry oyendo aquello?, se preguntó. Probablemente no. Siempre dormía bastante profundamente.
Tras un momento de duda, se levantó, extendió una mano para coger la linterna y se dirigió hacia el armario. Abrió la puerta, introdujo la mano y la linterna en el interior y escuchó. No, el metrónomo no estaba allí. Sin embargo, no pudo evitar el hacer a un lado uno o dos sombreros para asegurarse. Casi siempre ocultaba cosas allí.
Se apartó del armario y permaneció apoyada contra su puerta cerrada, con las cejas fruncidas en una expresión de enfado. ¡Dios! ¿Estaba destinada a escuchar aquel infernal tic-tac incluso después de la muerte de Jimmy? Se dirigió resueltamente hacia la puerta de su habitación.
Pero su conciencia escuchó un nuevo ruido.
Al otro lado de la puerta, alguien estaba andando hacia alguna parte, con pisadas suaves y apagadas.
Naturalmente, lo primero que hizo fue pensar en Henry, pero casi al mismo tiempo escuchó o creyó escuchar el crujido de su cama. Quiso imaginar que, por alguna razón, la doncella o la cocinera habían vuelto a casa. Pero no pudo aceptar esta absurda idea de su regreso a la una de la madrugada.
Su mano dudó ante el pomo de la puerta. El instinto le advertía: «No salgas. No cruces esa puerta.»
Abrió la puerta casi con enojo y miró hacia el vestíbulo, elevando el haz de la linterna. Allí no había nada.
«¡Qué absurdo!», pensó.
En aquel preciso instante, volvió a escuchar los pasos, ahora rápidos y lejanos. El débil sonido parecía proceder del piso inferior. El tic-tac del metrónomo se había hecho más insistente; sonaba ahora con tal fuerza que, por un momento, temió que pudiera despertar a Henry.
Y entonces llegó hasta ella un sonido que llenó su cuerpo de un terror helado... el sonido de la voz de un niño cantando, en algún lugar lejano.
¿Qué tal estás?
¿Qué tal estás?
¿Qué tal estás?
Mi querido, mi querido
míster Mel-zo,
Retrocedió, tropezando con la jamba de la puerta y se agarró a ella con la mano libre. Su mente estaba completamente confusa. Pero la voz se debilitó enseguida y murió, mientras el tic-tac del metrónomo se hacía más fuerte que nunca. Cuando escuchó cómo su sonido se superponía al de la voz, no pudo dejar de sentir un cierto alivio.
Se quedó allí unos momentos, recuperándose. Después apretó los dedos alrededor de la linterna y comenzó a caminar lentamente a lo largo del pasillo, muy cerca de la pared. Poco antes de llegar al descansillo de la escalera, colocó la mano alrededor del pequeño haz de luz de la linterna, de modo que no pudiera ser vista por lo que hubiese allá abajo.
Descendió las escaleras, con el recelo de que pudieran crujir y delatar su presencia.
En el vestíbulo de abajo no había nada.
Abrió suavemente la puerta de la biblioteca y el sonido del metrónomo surgió de la habitación, envolviéndola. Sus ojos no distinguieron inmediatamente lo que había más allá del umbral. Sólo después de haber penetrado en la estancia captaron sus ojos una vaga y pequeña sombra recortada contra la pared opuesta; era una cosa confusa que se movía a lo largo de la pared, mirando detrás de los muebles, en las estanterías llenas de libros, extendiendo unas manos fantasmales hacía los rincones... ¡Jimmy, buscando su metrónomo!
Se quedó inmóvil mientras su respiración parecía quedar contenida por el horror. ¡Jimmy, el difunto Jimmy, a quien ella misma había enterrado aquella mañana! Únicamente la fortaleza de su voluntad le impidió desvanecerse y perder el equilibrio.
El niño espectral se acercó. Se acercó y pasó junto a ella, buscando, fisgoneando cada uno de los lugares donde pudiera estar escondido el metrónomo. Una y otra vez, dando vueltas por la habitación.
Con gran esfuerzo, consiguió encontrar su voz.
—Márchate —murmuró con dureza—. ¡Oh, márchate!
Pero el niño no la escuchó. Continuó su búsqueda fantasmagórica, removiendo los mismos lugares donde ya había buscado tantas veces. Y el insistente tic-tac, tic-tac del metrónomo seguía sonando, como los golpes de un martillo, en aquella opresiva habitación hundida en la noche.
Su mano se apartó del haz de luz en el instante en que el niño pasaba junto a ella. Le vio el rostro, vuelto hacia ella. Sus ojos, normalmente tan amables, le lanzaban una mirada malévola, mientras la boca dibujaba una mueca petulante y enojada, con sus pequeños puños apretados. Ella se volvió frenética, estaba ansiosa por escapar de allí.
Pero la puerta no se abrió.
Después de tres intentos inútiles por abrirla, miró para ver si existía algún obstáculo que la impidiera moverse. El niño estaba a su lado, apoyando ligeramente la mano contra la puerta. Aquello era suficiente para mantenerla inamovible. Ella lo volvió a intentar. El pomo giró en su mano, como antes, pero la puerta se negó a moverse. La expresión del niño adquirió un aspecto tan maligno, que ella dejó caer la linterna en un repentino sobresalto. Retrocedió rápidamente hacia la ventana, en la pared opuesta a donde se hallaba la puerta.
Pero el niño estaba allí antes de que ella llegara.
Trató de elevar la ventana, corriendo el cerrojo con su otra mano. No se movió. Incluso antes de mirar, sintió la mano del niño sosteniendo la ventana. Allí estaba, vagamente blanco, transparente, apoyado ligeramente contra el cristal.
Echó a correr.
Sucedió lo mismo con la otra ventana de la habitación. Cuando trató de levantar la mano, dispuesta a romper el cristal, descubrió que el niño sólo tenía que permanecer ante la ventana para evitar que su mano pudiera penetrar la atmósfera que le rodeaba y llegar al cristal.
Entonces se volvió y caminó hacia la oscura esquina, detrás del piano, sollozando de terror.
Inmediatamente, el niño se situó allí. Sintió cómo emanaba de él un frío cadavérico que penetraba a través de sus delgadas ropas de noche.
—¡Márchate! ¡Márchate! —sollozó.
Sintió el rostro del niño apretándose muy cerca de ella, buscando su mirada con sus ojos acusadores, mientras extendía sus dedos fantasmales para tocarla.
Volvió a huir, lanzando un sálvate grito de terror.
Una vez más, se dirigió hacia la puerta, pero el niño estaba allí antes de que su mano pudiera tocar el pomo. Y, sin llegar a girarlo siquiera, supo que su esfuerzo era inútil. Entonces trató de encender la luz, pero la misma fuerza que le había impedido romper antes el cristal de la ventana, actuaba de nuevo contra ella.
Sintiéndose acosada buscó de nuevo la relativa seguridad de un rincón oscuro.
El niño volvió a encontrarse junto a ella, acercándose suavemente a su cuerpo, como un animal.
Echó a correr de una esquina a otra de la habitación.
Pero el niño estaba en todas partes.
De pronto, las puertas de su mente se cerraron y bloquearon toda su capacidad para razonar. Sintió un profundo y desquiciado pánico apoderándose de su cuerpo. Empezó a golpear las paredes con los puños cerrados. Descubrió entonces que su voz y sus gritos aliviaban el horror que se encerraba en su interior.
Lo último de lo que se dio cuenta fue del estirón que las manos espectrales del niño dieron a su cintura. Entonces se desmoronó; quedó acurrucada como un ovillo contra la pared. Algo lanzó un fuerte y agudo golpe contra su sien y, en el mismo instante, el frígido cuerpo fantasmagórico del niño se apretó sobre su rostro.
Henry Farewell encontró a su esposa acurrucada contra la pared, cerca del gran piano. Cerca de su cabeza estaba el metrónomo. Se dio cuenta inmediatamente de que había caído por detrás de un enorme cuadro que ahora colgaba, doblado, sobre ella. Al caer, le había dado contra la sien.
Estaba muerta.
Durante un minuto permaneció asombrado, mirando fijamente su cuerpo. Después, su bien ordenada y metódica mente de hombre de negocios, se aseguró de la certeza de sus suposiciones y finalmente llamó al juez.
Cuando éste llegó, se lo encontró en la puerta.
—Ha ocurrido un terrible accidente —dijo—. Evidentemente, estaba andando en sueños, víctima del sonambulismo, y chocó contra la pared cuando un metrónomo, ocultado por mi hijo detrás de un cuadro, poco antes de su muerte, cayó golpeándola en la sien. Está allí, muerta.
Después, Henry Farewell se sentó, pues el impacto de la muerte de su esposa empezaba a alterar incluso su serenidad, deliberadamente fría. Se retorció las manos y esperó a que el juez terminara su inspección.
Al cabo de unos minutos, el juez salió de la biblioteca, con aspecto muy serio.
—Mire aquí, Farewell —dijo—. No comprendo esto —y sin esperar a que Henry Farewell le hiciera ninguna pregunta, siguió diciendo—: Ese golpe no fue suficiente para matarla. Parece como sí hubiera sido ahogada por... sí, por unas ropas húmedas... pero no hay nada parecido por aquí. Y, por otra parte, no comprendo cómo su hijo pudo haber escondido ese metrónomo detrás de ese cuadro. Está demasiado alto para que él pudiera alcanzarlo, aunque se subiera a una silla o al piano. Y hay algo más que me extraña. Venga, por favor.
Penetraron juntos en la biblioteca.
—Mire eso —dijo el juez, señalando con su dedo extendido la línea formada por la pared y el suelo a lo largo de toda la habitación.
Había allí un gran número de pisadas que se extendían por la pared, húmedas y brillantes a la luz que iluminaba ahora la habitación.
—Como un niño pequeño con los pies húmedos —dijo Farewell, en un tono de voz que indicaba su poca predisposición a creer lo que decía—. Parece como si hubiera estado chapoteando en el agua, ¿verdad? —preguntó.
—No, no —dijo el juez, con voz tensa—. Parece más bien un niño que hubiera estado completamente empapado, ropas y todo —se arrodilló, se puso las gafas y dijo—: Mire, gotas... como las gotas de agua que caen de las ropas mojadas. Siguen la línea de las pisadas. Y mire aquí, estos extraños recorridos del camino... hacia las esquinas... detrás de las cosas. Farewell, debo decir que, francamente, no entiendo esto.
Y Henry Farewell, a quien la Naturaleza había olvidado de proporcionar un grano de imaginación, dijo:
—Yo tampoco, señor juez. Únicamente sé lo que le he dicho.
JUGUEMOS A LOS VENENOS
Ray Bradbury
—¡Te odiamos! —Gritaron los dieciséis chicos y chicas, apretándose alrededor de Michael en el aula.
Michael gritó. El recreo había terminado, pero Mr. Howard, el maestro, aún no había llegado.
—¡Te odiamos!
Y los dieciséis chicos y chicas juntos, agolpándose y resollando, abrieron una ventana. Había tres pisos de altura hasta la acera. Michael se debatió.
Cogieron entre todos a Michael y lo empujaron por la ventana.
Mr. Howard, su maestro, entró en aquel momento en el aula.
—¡Esperad! —Gritó.
Michael cayó desde tres pisos de altura. Michael murió.
Nada se pudo hacer. La policía se encogió de hombros de forma elocuente. Todos aquellos niños tenían ocho o nueve años; no comprendían lo que estaban haciendo. Así es que...
El colapso de Mr. Howard se produjo al día siguiente. Se negó a volver a enseñar en su vida.
—Pero ¿por qué? —Le preguntaron sus amigos.
Mr. Howard no dio ninguna razón. Permaneció en silencio y una luz terrible llenó sus ojos. Más tarde, les dijo que si les contaba la verdad, creerían que se había vuelto loco.
Mr. Howard abandonó Madison City. Se marchó a vivir en un pequeño pueblo cercano, Green Bay, donde permaneció durante siete años, manteniéndose con los ingresos que conseguía de escribir historias y poesía.
No se casó nunca. Las pocas mujeres a las que se aproximó siempre deseaban tener... hijos.
En el otoño de su séptimo año de autoforzado retiro, cayó enfermo un buen amigo de Mr. Howard, un maestro. Ante la falta de un sustituto adecuado, Mr. Howard fue convocado y convencido de que su deber era hacerse cargo de la clase. Dándose cuenta de que el compromiso no podía durar más de unas pocas semanas, Mr. Howard aceptó, desgraciadamente.
—A veces —dijo Mr. Howard aquella mañana de un lunes de setiembre mientras caminaba lentamente por los pasillos laterales de la clase—, a veces creo realmente que los niños son como invasores procedentes de otra dimensión.
Se detuvo, y sus brillantes ojos negros pasaron de un rostro a otro de sus pequeños oyentes. Mantenía una mano en la espalda, cerrada y apretada. La otra, como un pálido animal, se posaba en la solapa de la chaqueta mientras hablaba; después aún subió más para jugar con las gafas.
—A veces —siguió diciendo, mirando a William Arnold y a Russell Newell, y a Donald Bowers y a Charlie Hencoop—, a veces creo que los niños son pequeños monstruos surgidos del infierno porque ni siquiera el demonio puede soportarlos. Y, desde luego, creo que se debe hacer todo lo posible por reformar sus pequeñas mentes incivilizadas.
La mayor parte de sus palabras sonaron muy poco familiares en las orejas limpias y sucias de Arnold, Newell, Bowers y los demás. Pero el tono de su voz les hacía sentir miedo. Las niñas estaban apoyadas en los respaldos de sus asientos, aprisionando sus trenzas, para que él no estirara de ellas como si fueran cuerdas de campanas, con el propósito de llamar así a los ángeles negros. Todos ellos miraban a Mr. Howard como si estuvieran hipnotizados.
—Sois otra raza completamente distinta, con vuestros motivos, vuestras creencias, vuestras desobediencias —siguió diciendo Mr. Howard—. No sois humanos. Sois... niños. En consecuencia, y hasta que no seáis adultos, no tenéis ningún derecho a exigir privilegios, ni a preguntar a vuestros mayores, que saben mejor que vosotros lo que se debe hacer.
Se detuvo y colocó su elegante trasero sobre la silla situada detrás de la mesa, limpia, sin una mota de polvo.
—Vivís en vuestro mundo de fantasía —dijo, frunciendo el ceño—. Bien, aquí no habrá fantasías. Pronto descubriréis que un reglazo en la mano no es ningún sueño, ningún adorno, ninguna excitación a lo Peter Pan —lanzó entonces un resoplido y preguntó—: ¿Os he asustado? Lo he conseguido. ¡Bien! Bien y bueno. Os lo merecéis. Quiero que sepáis dónde estamos. Yo no os temo, recordadlo. No tengo miedo de vosotros —de pronto su mano tembló y empujó atrás su silla, mientras todos los ojos estaban fijos en él—. ¡Eh! —lanzó una penetrante mirada a través de la habitación—. ¿Qué estáis murmurando por ahí atrás? ¿Algo sobre nigromancia o alguna otra cosa?
—¿Qué es nigromancia? —Preguntó una niña pequeña, levantando la mano.
—Discutiremos eso cuando nuestros dos jóvenes amigos, los señores Arnold y Bowers expliquen qué estaban murmurando. ¿Y bien, jovencitos?
Donald Bowers se levantó.
—No nos gusta usted. Eso es todo lo que dijimos.
Después volvió a sentarse.
Mr. Howard elevó las cejas.
—Me agrada la franqueza, la verdad. Gracias por vuestra honestidad. Pero, al mismo tiempo, debo deciros que no tolero la rebelión poco seria. Esta tarde, después de las clases, os quedaréis una hora y lavaréis las pizarras.
Después de las clases, mientras se dirigía a casa, con las hojas de otoño cayendo a su alrededor, Mr. Howard se encontró con cuatro de sus alumnos. Dio un golpe seco y agudo con su bastón sobre la acera.
—¡Eh! ¿Qué estáis haciendo?
Los dos chicos y las dos chicas, sorprendidos, retrocedieron como sí hubieran sido golpeados con el bastón sobre sus espaldas.
—¡Oh! —exclamaron.
—¿Y bien? —pidió el hombre—. Explicádmelo. ¿Qué estabais haciendo antes de llegar yo?
—Jugando a los venenos —explicó William Arnold.
—¡Veneno! —exclamó el maestro, con el rostro contraído; después dijo con un estudiado sarcasmo—: Veneno, veneno, jugando a los venenos. Bien. ¿Y cómo se juega a los venenos?
De mala gana, William Arnold echó a correr.
—¡Vuelve aquí! —le gritó Mr. Howard.
—Sólo voy a demostrarle cómo jugamos a los venenos —dijo el chico, saltando sobre un bloque de cemento que había en la acera—. Cada vez que llegamos ante un hombre muerto, saltamos sobre él.
—¿Lo hacéis de veras? —preguntó Mr. Howard.
—Si salta uno sobre la tumba de un hombre muerto, queda envenenado, cae y se muere —explicó Isabel Skelton con prontitud.
—Hombres muertos, tumbas, envenenamientos —dijo burlonamente Mr. Howard—. ¿De dónde habéis sacado esa idea del hombre muerto?
—¿No lo ve? —preguntó Clara Parris señalando con su regla—. En este cuadrado están los nombres de dos hombres muertos.
—¡Ridículo! —replicó Mr. Howard, mirando de soslayo—. Eso son simplemente los nombres de los albañiles que mezclaron y colocaron el cemento de la acera.
Isabel y Clara abrieron la boca y se volvieron acusadoramente hacia los dos chicos.
—¡Dijisteis que eran lápidas de tumbas! —gritaron las dos, casi al unísono.
—Sí —dijo William Arnold, mirándose los pies—. Lo son. Bueno, casi. Da igual —levantó la mirada y añadió—: Es tarde. Tengo que marcharme a casa. Hasta luego.
Clara Parris miró los dos pequeños nombres grabados en la acera.
—Mr. Kelly y Mr. Terrill —dijo, leyéndolos—. Entonces, ¿esto no son tumbas? ¿Mr. Kelly y Mr. Terrill no están enterrados aquí? ¿Lo ves, Isabel? Es lo que te he dicho una docena de veces.
—No lo hiciste —dijo Isabel, de mal humor.
—Mentiras deliberadas —dijo Mr. Howard, pegando golpecitos con su bastón, en un gesto de impaciencia—. Falsificación del más alto calibre. ¡Buen Dios! Señores Arnold y Bowers, no harán más estas cosas, ¿comprenden?
—Sí, señor —murmuraron los chicos.
—¡Hablad más alto!
—Sí, señor —replicaron de nuevo.
Mr. Howard se alejó rápidamente por la calle. William Arnold esperó hasta haberle perdido de vista antes de decir:
—Espero que algún pájaro deje caer algo justo en su nariz...
—Vamos, Clara, sigamos jugando a los venenos —dijo Isabel, ilusionada.
—Se ha echado a perder todo —comentó Clara, poniendo mala cara—. Me voy a casa.
—¡Estoy envenenado! —gritó de pronto Donald Bowers, tirándose al suelo y haciendo como que echaba espumarajos por la boca—. ¡Mirad! ¡Estoy envenenado! ¡Ahhhh!
—¡Oh! —exclamó Clara, enojada y echó a correr.
El sábado por la mañana, Mr. Howard miró por la ventana que daba a la calle y lanzó un juramento al ver a Isabel Skelton haciendo señales de tiza sobre la acera y saltando después sobre ellas, al mismo tiempo que contaba una monótona cancioncilla.
—¡Deja de hacer eso!
Abalanzándose al exterior, casi la tiró al suelo en su agitación. La agarró, la sacudió violentamente y después la dejó en el suelo; permaneció en pie sobre ella y sobre las marcas de tiza.
—Sólo estaba jugando a la pata coja —dijo la niña, lloriqueando y pasándose las manos por los ojos.
—No importa. No puedes jugar aquí —declaró él; después, inclinándose sobre las marcas de tiza, las borró con su pañuelo, murmurando—: Eres una pequeña bruja. Pentagramas. Rimas y conjuros, y todo como si fuera perfectamente inocente. ¡Dios, qué inocente! ¡Eres un pequeño diablo!
Hizo un gesto, como si fuera a golpearla, pero se detuvo. Isabel echó a correr, lamentándose.
—¡Adelante, pequeña tonta! —gritó él con furia—. Ve corriendo y dile a tus pequeñas cohortes que has fracasado. Tendrán que intentarlo de alguna otra manera. No lo conseguirán conmigo. No lo conseguirán. ¡Oh, no!
Volvió a entrar en su casa, se sirvió un vaso lleno de brandy y se lo bebió. Durante el resto del día, estuvo oyendo a los niños jugando al tú-la-llevas, y los gritos y sonidos producidos por los pequeños monstruos en cada arbusto y sombra no le dejaron descansar.
—Otra semana como ésta —se dijo a sí mismo—, y me volveré loco de atar —se llevó una mano a su dolorida cabeza—. ¡Por el amor de Dios! ¿Por qué no podremos nacer todos adultos?
Y transcurrió otra semana. Y, entretanto, el odio fue creciendo entre él y los niños. El odio y el temor crecían juntos. El nerviosismo, las rabietas repentinas por nada, y después... la silenciosa espera. La forma en que los chicos se subían a los árboles para mirarle mientras comían manzanas, el olor melancólico del otoño posándose por toda la ciudad, los días cada vez más cortos, las noches que llegaban con mayor prontitud.
—Pero no me tocarán, no se atreverán a tocarme —se dijo Mr. Howard a sí mismo, bebiéndose un vaso de brandy detrás de otro—. En cualquier caso, todo esto es una tontería; no hay nada detrás. No tardaré en estar lejos de aquí y... de ellos. No tardaré...
Había un cráneo blanco en la ventana.
Eran las ocho de la noche de un jueves. Había sido una semana muy larga, con estallidos de cólera y acusaciones. Había tenido que ahuyentar continuamente a los niños de la zanja de la tubería del agua en construcción que estaba frente a su casa. A los chicos les encantan las excavaciones, los lugares ocultos, las tuberías, las conducciones y las zanjas, y siempre estaban subiendo y bajando, entrando y saliendo por los agujeros donde colocaban las nuevas tuberías. Gracias a Dios, todo había terminado y, al día siguiente, los trabajadores rellenarían de tierra la zanja, la apisonarían y colocarían una nueva capa de cemento, dejando la acera como estaba. Eso eliminaría a los niños. Pero, justamente ahora...
¡Había un cráneo blanco en la ventana!
No cabía la menor duda de que la mano de un niño sostenía el cráneo, apoyándolo contra el cristal, golpeándolo y moviéndolo. Se escuchaba una risa infantil procedente del exterior.
Mr. Howard salió precipitadamente de la casa.
—¡Eh, vosotros! —explotó en medio de los tres chicos que empezaban a correr.
Echó a correr detrás de ellos, sin dejar de gritar. La calle estaba oscura, pero vio las figuras moviéndose precipitadamente por delante y por debajo de él. Las vio como si estuvieran unidas y no pudo recordar la razón de ello, hasta que fue demasiado tarde.
La tierra se abrió bajo él. Cayó y quedó en un pozo, dándose un golpe terrible en la cabeza con una tubería y, mientras perdía la conciencia, tuvo la impresión de que se ponía en marcha una verdadera avalancha, provocada por su caída, y que montones de tierra húmeda y fría caían sobre sus pantalones, sus zapatos, su chaqueta; sobre su espalda, sobre su nuca y sobre su cabeza, llenándole la boca, las orejas, los ojos, las ventanillas de la nariz...
La vecina, con los huevos envueltos en una servilleta, llamó a la puerta de Mr. Howard al día siguiente. Estuvo llamando durante cinco minutos. Cuando finalmente abrió la puerta y se introdujo en la vivienda, no encontró más que pequeñas motas de polvo flotando en el aire iluminado por el sol: las habitaciones estaban vacías, el sótano olía a carbón y a escorias de hulla, y en el ático no había más que una rata, una araña y una carta descolorida.
—Una cosa muy curiosa lo que le sucedió a Mr. Howard —dijo muchas veces durante los años siguientes.
Y los adultos, siendo como son, muy poco observadores, no prestaron atención a los niños que jugaban a los venenos en la calle Oak Bay durante todos los otoños siguientes. Ni siquiera cuando los niños saltaban sobre un bloque cuadrado y extraño de cementó, miraban a su alrededor y observaban después las marcas que había en el bloque y que decían:
Mr. HOWARD - R.I.P.
—¿Quién es Mr. Howard, Billy?
—¡Ah! Supongo que será el tipo que puso aquí el cemento.
—¿Y qué significa eso de R.I.P.?
—¡Ah! ¿Quién lo sabe? ¡Estás envenenado! ¡Lo has pisado!
—Vamos, vamos, niños. ¡No os crucéis por delante de mamá! ¡Vámonos ya!
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