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viernes, 16 de noviembre de 2007

ROSA-CRUZ // OCULTISMO INICIATICO

ROSA – CRUZ
( Novela de Ocultismo Iniciatico )





LOS “ROSA - CRUZ”
I

El castillo de Chapultepec brillaba aquella noche como un árbol de Navidad, con sus
múltiples lucecitas. Parecía una visión de ensueño, un cuento de hadas hecho
realidad, una fatamorgana que hubiese descendido del aire y ante la mirada atónita
del caminante se hubiese convertido y concretado en bloques de granito, en luz y en
rumor bullicioso.
La causa de este bullicio y de esta iluminación era una ostentosa fiesta que en el
castillo tenía lugar: Carranza, el célebre presidente de la patria que un día fue de los
aztecas, celebra el aniversario de su natalicio. ¿Qué mayor motivo de fiesta y ornato
podía darse en el castillo, que el de celebrar el natalicio de su morador, del creador
del México moderno, el promulgador de la nueva constitución, el mandatario más
grande que ha tenido México después de Juárez y Madero y cuyo igual no lo verá la
generación actual?
Las avenidas y la gradería central eran todo movimiento. Hasta entrada la noche
habían circulado por aquellas, soberbios carruajes que, ora con diplomáticos o
militares vestidos de gala, ora con toda clase de dignatarios vestidos de rigurosa
etiqueta, ora con hermosas y aristocráticas damas, habían dado quehacer a los
guardias encargados de mantener el orden de sus movimientos y paradas.
En el interior el movimiento era aun más intenso, más variado; los salones, entre
raudales de luz, parecían cual gigantescos caleidoscopios que, con el movimiento de
los uniformes y trajes ostentosos de los caballeros, y las sedas, joyas y pedrería de
las señoras, cambiase constantemente de aspecto, mostrando cuadros de variedad
infinita.
Centenares de personajes invitados, esperaban en el gran salón de recepciones a que
el Ministro del Interior pronunciase el discurso con que había de saludar al jefe de
estado. La mesa para el gran banquete en que aquel día tomarían parte todo aquel
conjunto de personas importantes, estaba dispuesta en semicírculo y en ella se
hallaba la vajilla del Emperador Maximiliano, de oro macizo, y el tapete doble de
seda en que se ve bordado en oro el escudo nacional. Ningún castillo europeo, ni aun
los que produjera la fantasía de Luis II de Baviera, pudo jamás compararse en lujo y
riqueza a Chapultepec, el palacio mas magnifico de México, la ciudad que el celebre
barón Alejandro de Humboldt llamó “ciudad de los palacios”.
Entre toda aquella multitud de personalidades cuya conversación, que comenzara
reservada y tímida, se hallaba a la sazón animadísima, había un hombre cuyo porte
reservado y silencioso pudiera haber llamado la atención a quien no la tuviese
demasiado ocupada con los múltiples requisitos del día. Era este hombre un oficial
del Estado Mayor mexicano; el Comandante Montenero.
Su mirada, con relámpagos de impaciencia, dirigíase hacia la puerta frecuentemente,
cual si esperase algo. En esta actitud de expectación y un tanto de ansiedad, se
mantuvo durante algún tiempo, ajeno a cuanto le rodeaba y sin que al parecer le
interesase nada de lo que en el castillo ocurría; hasta que uno de los ujieres,
llegándose a él entre respetuoso y disimulado, púsole en la mano un billetito y lo dejó
discretamente.
tomó Montenero el papel más ansioso que sorprendido y suspirando hondamente
dijo:
—¡Por fin!
Leyó entonces le esquelita que él diera el ujier y se detuvo un momento como
abstraído. después, volviéndose hacia un caballero de cierta edad con el que había
mantenido escasa conversación y que se hallaba sentado cerca de él, le dijo:
—siento mucho abandonarle, pero un asunto urgente me requiere y debo salir.
—¡Cómo! ¿Es posible que deje usted la fiesta en este momento? —contestó su
interlocutor.
—En verdad —contestó Montenegro— parece un desaire a la fiesta; pero...
—No —replicó el otro—, no creo yo que vaya la fiesta a darse por aludida, ni menos
ofendida, si usted se marcha; pero, ¿no le parece a usted que vale la pena el
permanecer aquí aunque sea dejando de acudir a una cita... y aunque esa cita sea
amorosa?
—¡Oh! —dijo Montenero sonriendo levemente—, le he de advertir que no se trata de
una cita amorosa, sino de algo mucho más serio y más importante para mí.
su interlocutor le miró con un gesto de asombro un tanto fingido y dijo enfáticamente:
—¡Supongo que no se tratará de un duelo!
—Ciertamente que no —aclaró Montenero—; pero tiene para mí tanta importancia
como si lo fuera.
—Bien —dijo mas reposadamente el caballero—; no se detenga usted pues, por mí,
que no le molestaré mas con mis absurdas suposiciones. Ya veo que no es posible
detenerle de ningún modo. Siento, sin embargo, que pierda usted la fiesta, que
promete ser magnifica.
—Gracias por su buen deseo. Quizá pueda volver antes de acabada. Le ruego que si
durante mi ausencia alguien preguntase por mí, tenga a bien disculparme.
Cambiaron las ultimas palabras de despedida, un cordial apretón de manos y
Montenero con aire distraído dejó el salón y, evitando la salida central por si
tropezaba con quien pudiera entretenerle, salió a uno de los jardines y de éste a una
de las avenidas laterales.
Anduvo por ella un momento dando la vuelta al cerro de Chapultepec, siguiendo la
dirección de las fuentes que construyera el presidente Madero. El camino parecía
desierto. Montenero miró en derredor tratando de descubrir a alguien. Acordóse
entonces de la señal convenida y poniéndose los dedos en los labios silbó con fuerza.
Al conjuro de su silbido presentóse ante sus ojos, cual salido de la tierra, un indígena
vestido con el típico calzón, poncho y sombrero del país.
—Buenas noches, mi Mayor. Aquí estoy para que usted me mande.
—¡Hola, amigo! ¿Usted por aquí?
Comprendió enseguida Montenero que éste era el hombre con quien debía de
encontrarse.
Como ya eran amigos, le entró de pronto un sentimiento de confianza y le dijo:
—Ahora eres tú quien debe mandar, puesto que debes guiarme.
—Bueno; entonces, sígame por acá.
Apenas habían andado unos quinientos pasos más, cuando el indígena, deteniéndose,
volvióse hacia Montenero y le dijo:
—Ya hemos llegado. Tengamos cuidado de que nadie nos vea, no es conveniente.
Procure usted vigilar para que no seamos sorprendidos.
Agachóse y después de escarbar un momento en la tierra, extrajo una cadenita, y
después de volverse a cerciorar de que nadie los veía, tiró de ella. Abrióse entonces
la montaña y apareció ante ellos la abertura que daba acceso a una a modo de gruta
en la que el indígena introdujo a Montenero. Apenas entraron, cogió el indígena otra
cadena y tirando de ella cerró de nuevo la entrada para preservarla de las miradas
curiosas.
Entonces el indígena cogió de la mano a Montenero y le condujo por el socavón hacia
delante.
Montenero estaba atónito. Recordó entonces que el padre Sagahún, que describe a
México con infinidad de detalles, nunca mencionó que el cerro de Chapultepec fuese
hueco.
El indio vio lo perplejo que Montenero se encontraba y le preguntó:
—¿Qué le parece todo esto?
—Me parece raro esto.
¿Es esto el estado de Jinas, o sea, un fenómeno de la cuarta dimensión?
—Sí, Mayor; esto solo lo vemos nosotros; el vulgo no se da cuenta de que existen
estas cosas. Pero deje usted esta preocupación, que ya se le explicará todo.
¿Qué le parece el cerro ahora?
—¿Aquí? Decididamente que allá arriba estaba mucho mejor.
—Ya verá usted cosas espléndidas que le admirarán —replicó el indígena.
—¿Sí? —preguntó Montenero—, ¿más aún que el banquete con el tapete bordado en
oro y con la vajilla maciza del mismo metal?
—¡Oro! ¡Bah! Los “Rosa - Cruz” convierten sin esfuerzo el plomo en oro.
Continuaron mientras así hablaban por la galería hasta que ambos se encontraron
ante una puerta cerrada.
El indígena golpeó tres veces en la puerta acompasadamente, y al punto se escuchó
en el interior una voz que decía:
—¡Deteneos! Ningún profano debe traspasar el umbral de esta mansión.
—Traigo a un neófito que busca la luz, la santa ley de los Nahuas.
—¿Respondes tú por él? ¿Es digno de acercarse a la Cruz y ver el Santo Graal? —
exclamó de nuevo la voz desde el interior.
—Lo traigo por orden del Maestro.
Abrióse entonces la puerta y se hallaron en otro recinto, al lado de cuya puerta había
un hombre armado con una espada flamígera, que con un ademán les dejó el paso
franco.
A poco, hallaron una nueva puerta.
—Hemos llegado a la tercera puerta —dijo el guía. Hasta aquí se nos ha permitido la
entrada. Pero ahora debo vendarle los ojos. Sin este requisito no nos dejarían
avanzar más. Tenga en cuenta que, caso de que no llegara a iniciarse, volvería a
traerle a este sitio, y sobre todo cuanto hubiese visto y oído habría de guardar eterno
silencio.
Montenero nada dijo y su compañero sacó un pañuelo del bolsillo con el que le vendó
los ojos. Giró entonces la puerta sobre sus goznes pesadamente, y marcharon los dos
hacia adelante, caminando Montenero con pasos indecisos y tanteando con los pies.
—Así andan los hombres por la vida —dijo el guía—: con los ojos del espíritu
vendados. Y así a tientas buscan el camino desde la cuna al sepulcro.
De pronto clamó una voz:
—¿Quiénes son los osados que se atreven a acercarse al Santuario? Sabed que nadie
que se acerca a sus pozos por mera curiosidad, regresa vivo. Estáis en el imperio del
Lucifer Nahuas que destruye a quien se acerca por ambición; pero que vivifica al que
por sí mismo lo busca.
Acercóse el indígena al oído de Montenero y le dijo en voz baja:
—Es la voz del Maestro.
Montenero sintió de repente en su pecho algo punzante, cual si algo metálico le
tocase sobre la carne, y tan frío, que parecía una evaporación de metileno o uno de
esos gases de evaporación frígida.
La voz del Maestro volvió a resonar:
—¿Que siente el discípulo?
—Siento un frío que me traspasa —respondió Montenero.
—Es la desnudez de la Cruz cuando la Rosa se aleja. Es el frío del alma cuando no
recibe el calor de la caridad. Es el frío del arrepentimiento que entra en la conciencia,
del arrepentimiento de haber atentado contra la divina justicia. Ya pronto la vida y el
calor del Santo Graal vendrán a asistirle en todas sus empresas, que van
encaminadas hacia el bien y el amor.
De la resonancia de sus pasos dedujo el comandante que se encontraba en un
espacioso recinto. La voz interrogante se oía cada vez más cerca. Alguien le invitó a
sentarse.
—¿Qué pretende usted de nosotros? —volvió a decir la voz de nuevo.
—Busco la luz del espíritu —respondió Montenero con resolución—. Tengo un deseo
ferviente de comprender lo Eterno, lo Ignoto, el principio original de nuestro ser.
—¿Por qué supone usted que podemos nosotros conducirle a la luz y resolverle esos
problemas?
—No sé, pero busco la luz. ¿No dicen las Escrituras Sagradas: “Buscad y hallaréis”?
Hace tiempo que supe que en México existía una Logia Blanca que podía descubrir al
discípulo la secreta sabiduría de los Nahuas. Yo espero recibir aquí esta luz y este
conocimiento.
—Y la iglesia ortodoxa con sus dogmas ¿no le ha dado el esclarecimiento y la luz que
busca?
—No, la iglesia ortodoxa con sus dogmas no ha satisfecho mi ansia de conocimiento.
Aunque en verdad, el divino Amor del Nazareno me ha hecho concebir esperanza.
—Y la filosofía ¿no ha satisfecho tampoco los anhelos de su corazón?
—No; mi sed inextinguible no ha podido ser apagada por la filosofía tampoco; por
ella menos que por la religión, por su frío razonamiento. Ya os he respondido que la
Biblia dice: “Buscad y hallareis” y luego añade: “Llamad y os abrirán”, y por último:
“Pedid y se os dará”. Yo os pido ateniéndome a los preceptos de las Escrituras.
—¿Tiene usted conocimiento de la Ciencia Hermética? ¿Sabe usted algo de los Rosa-
Cruz?
—He leído mucho. Tengo predilección por las obras de Papus, Franz Hartmann,
conozco la labor de Blavatsky y he pertenecido a diversas asociaciones
espiritualistas, entre ellas he pertenecido a la sociedad teosófica, que no me ofreció
nada de nuevo.
Siempre he sentido, no obstante, la necesidad de que un día se me descubriese una
mayor verdad, una verdad oculta a la mayor parte de las gentes. Quiso la casualidad
que conociese a este indígena amigo, el que me ha conducido aquí esta noche, el cual
después de tratarme durante algún tiempo y someterme a pruebas diversas, me hablo
de este lugar, en donde podría por fin hallar el logro de mis aspiraciones. Aquí me
encuentro ignorante de lo que pueda sucederme. Tan solo sé o presiento, que aquí se
han de colmar mis esperanzas. Me encuentro cansado de aprender y quiero por fin
saber.
—Mucho agradezco a usted su categórica respuesta. Ya sabía que se ocupaba usted
tiempo ha en indagar los conocimientos ocultos y por esto accedí a la solicitud del
indígena para traerlo aquí. Por última vez debo llamarle la atención sobre los
motivos que le inducen a penetrar aquí, por si éstos fueran mera curiosidad. La
iniciación es una espada de dos filos; a los puros y resueltos los defiende y da vida; a
los curiosos e impuros los hiere y destruye.
Pausadamente acabó con estas palabras el Maestro y después dirigiéndose al
indígena, agregó:
—Hermano de Servicio, ¿estáis satisfecho de las investigaciones que habéis hecho
acerca de este señor?
—Sí, Maestro; puedo recomendarlo con plena seguridad; es un hombre sincero y
altruista; los signos de su mano son justos y perfectos —contestó éste.
Entonces la voz dirigióse a Montenero nuevamente:
—Usted dijo que la casualidad había puesto en su camino al indígena. ¿Cree usted
ahora en la casualidad? Nada hay casual; todo tiene una causa. La humanidad
confunde la causa con el efecto, la predestinación con la casualidad, el ensueño con la
intuición. Nosotros somos instrumentos de fuerzas desconocidas para la vulgaridad.
¿Desde cuándo conoce usted al indígena?
—¿Qué cuánto tiempo ha que le conozco? —replicó Montenero, tratando de
recordar. Y en su esfuerzo por ver en el pasado, notó como una luz brillante que
penetraba por sus ojos a la vez que pro todo su cuerpo; y a través de su Ego actual
pudo discernir una larga serie de egos propios durante otras vidas de las cuales se
encontrara en relación con aquel a quien entonces veía como el indígena. Él a modo
de denso velo por que antes se encontraba limitado, había desaparecido; el tiempo y
el espacio no existían para él. Entonces percibió la realidad de la cuarta dimensión; y
todo su ser se encontraba invadido por una sensación voluptuosa. quiso contestar a
su propia pregunta, pero, anonadado como se encontraba por su propio despertar,
solo pudo decir:
—El tiempo... No sé; no conozco el tiempo...
Era verdad que no lo conocía. No podía recordar, pues al anularse el tiempo, se
anulaba el recuerdo; pero podía revivir en un instante todo el pasado.
—Antes de admitir a usted en nuestro seno —dijo la voz de nuevo—, necesito hacer
a usted algunas preguntas: ¿Cuál es la fecha de su nacimiento?
Aquí Montenero quiso responder como lo hubiera hecho a cualquier autoridad civil
que le hubiese dirigido la misma pregunta; pero el mismo extraño estado anterior se
apoderó de él. La voz no llegó a brotar de su garganta, y vio innumerables
nacimientos en lo pasado y aun en lo futuro.
—Ahora... no sé cuando nací —hubo de responder de nuevo...
Es otra vez una cuestión de tiempo...
El tiempo... No sé; no conozco el tiempo.
Pero se dijo: Si no existe el tiempo, el espacio tampoco debe existir.
—Hace tiempo que buscaba usted la luz. ¿Que clase de luz buscaba usted?
—Quise decir la luz de la verdad —dijo Montenegro.
—¿Que es la verdad?
—La verdad... la verdad es... —repetía mientras pensaba Montenero— la realidad,
la esencia, la realidad indestructible de la naturaleza.
—Bien; y ¿qué es la mentira?
—La mentira es la sombra.
—Sí, en verdad; la verdad es de Dios y en Dios. ¿No es así?
—Sí —dijo Montenero—, la mentira es de los hombres; nosotros hemos creado la
mentira.
—Bien —explicó el Rosa-Cruz—, la mentira es de los hombres; nosotros hemos
creado la mentira.
—Bien —explicó el Rosa-Cruz—, Dios es la verdad misma, y solo la verdad en
nosotros puede conocer la verdad divina. Hay que alcanzarla y vivirla en nuestro
interior para llegar a conocerla. La verdad está fuera del tiempo, más allá del
espacio.
Solo por el conocimiento del Yo verdadero, llega el hombre al conocimiento de la
verdad. Dios como generador y espíritu universal, es la verdad generalizada. La
verdad manifiesta es el Hijo; y por eso el Espíritu Santo es el conocimiento del Yo
divino en nosotros. El hombre en su envoltura física es transitorio, y solo es eterna la
verdad del verdadero Yo. Nuestra conciencia y nuestra inteligencia pertenecen al ego
transitorio que desaparece con el cuerpo físico. Tanto la una como la otra está
expuestas a engaño; solo es infalible la conciencia superior, el conocimiento intuitivo
del verdadero Yo. En todos los seres existe una chispa divina, para ponerse en
relación con la cual es preciso seguir ciertos métodos, cuya clave poseemos los Rosa-
Cruz. ¿Conoce usted alguna parte de la Biblia que tenga relación con esto?
—Creo que sí —dijo Montenero—. San Pablo dice: “¿No sabéis que sois templos de
Dios y que Él mora en vosotros?”
—Sí, a esto mismo me referí yo también —respondió afirmativamente el Maestro—.
Y ved cómo si se trata de una partícula del Omnipotente, ha de tener ésta en sí un
ilimitado poder creador, que le permita manifestar obras tales, como las que el mundo
llama milagros, tales como los que Jesús de Nazaret realizó; como debemos todos
realizarlos conociendo la clave, el misterio.
¡Qué claras resultan ahora las palabras bíblicas!: “Si tuvierais fe, como un grano de
mostaza, moverías montañas”. La fe, empero, es un poder que radica en el
conocimiento divino; la realización de nuestra propia divinidad.
No es la fe, en modo alguno, lo que han dado en creer los pseudos sacerdotes, los
cultos, no es la mera aceptación de creencias ni de teorías religiosas ajenas y
acatadas como indiscutibles y bajo la férula de las cuales se mueven apenas las
inteligencias de millones de seres. La fe no es esto; antes por el contrario, es un
poder, el poder semejante a la voluntad; pero es la voluntad de hacer bien; la
voluntad de hacer manifiesto al Dios que mora en nuestro interior. El hombre puede
todo lo que quiere, cuando lo que quiere es la justicia misma.
Es el hombre un acumulador, un centro en que coinciden las ondas de luz y fuerza
emanantes de las bendiciones de los justos y de los bienaventurados y que tienden a
la armonía. Usted busca la verdad en un mundo en que todo es relativo con la única
excepción de la certidumbre del fin de la vida, de la muerte.
En el frontispicio de un antiguo templo, leíase: “Nosce te ipsum”; esto es: “Conócete
a ti mismo”. El hombre debe indagar todo lo que esta pregunta envuelve, es decir, de
dónde venimos, qué somos y lo que después seremos. El hombre en su complejidad lo
tiene todo: cielo e infierno, Dios y Naturaleza, lo más grande y lo más íntimo, y solo
cuando el hombre se conoce a sí mismo puede comprender lo que es la fe.
¿Cree usted también en la vida mas allá de la tumba?
—Sí —contestó Montenero—, creo con tanta firmeza, como creo en la existencia
actual. Soy espiritualista.
Entonces una voz desconocida preguntó:
—¿Cree usted que ésta sea una sociedad espíritu análoga a las que usted ha
conocido?
—¿Por qué no habrá hecho esta pregunta el mismo Maestro? —se dijo Montenero
para sí—. ¿Qué tienen que ver los espíritus con esto?
Pero no tuvo tiempo de pensar mucho, pues el mismo que interrogara contestó:
—Es de suponer que se nos considere de tendencias análogas, pues también nuestro
esfuerzo se dirige hacia un mundo espiritual. Solo nos diferenciamos en el medio de
que nos valemos para la comunicación con los mundos invisibles.
—Sí —contestó otra voz—; nosotros no somos ajenos al movimiento espiritista, como
lo son los materialistas, que niegan toda existencia de las fuerzas espirituales. Lo que
nos diferencia es la forma de los métodos que empleamos para indagar en el mundo
de los espíritus. Nosotros rechazamos el espiritismo, porque los espiritistas, no tan
solo usan, sino que abusan de las fuerzas ocultas de la naturaleza, que por otra parte
desconocen, lo que ha dado ocasión para que a veces produzcan mas perjuicios que
beneficios a la humanidad. Los fenómenos del espiritismo no pueden ni deben ser
negados; pero su causa no son siempre los verdaderos espíritus, como creen los
incautos, sino que son los elementales. Además, el espiritista abusa de los hombres,
del mismo modo que el vivisector abusa de los animales, a los cuales martiriza. El
espiritista emplea un médium cuyo cuerpo astral usan los seres que pululan en lo
invisible; y por este medio creen los espiritistas, que alcanzan las esferas superiores.
La diferencia que hay entre el espiritismo y nuestra doctrina y métodos que llamamos
herméticos, consiste principalmente en que mientras aquel se vale del cuerpo astral
de los mediums para sus investigaciones, el hermetista o Rosa-Cruz, en su cuerpo
astral, se puede trasladar por sí al mundo de lo invisible. El espiritista se vale de
seres a los que no puede gobernar para experimentar con ellos, mientras que el
hermetista puede a voluntad dejar su cuerpo para investigar en los mundos ocultos
con plena conciencia de ello. Todo hermetista debe desarrollar la clarividencia
consciente. Si los discípulos de Allan Kardec se dejaran guiar por nosotros, lograrían
mucho. Lograrían más que los teósofos, pues estos están desencaminados en los
últimos años.
La humanidad está confinada, en sus investigaciones, a los sentidos. La ciencia le ha
proporcionado el microscopio y el telescopio para que por su medio ensanchase el
límite de los sentidos. El hermetista, o lo que es lo mismo, el ocultista o Rosa-cruz,
desarrolla las facultades y poderes del Yo interno que en él reside, hasta sobrepasar
al microscopio y telescopio.
Montenero quiso decir algo sobre esta materia, pero la voz desconocida continuó
enseguida diciendo:
—Ahora hemos de someterle a varias pruebas para saber el grado de voluntad y el
desenvolvimiento por usted alcanzado en su presente personalidad. ¿Se encuentra
usted en disposición de someterse a estas pruebas?
El deseo ferviente de averiguar cuáles fueran los límites del ocultismo, hubiera
arrojado a Montenero a toda clase de prueba y empresas. No era Montenero, sin
embargo, de aquellos individuos nacidos con vocación, que, después de una metódica
preparación y de diversas experiencias en las vidas pasadas, se encuentran
convenientemente preparados para recibir la iniciación. Aun no era de los que pueden
recibir la explicación de los misterios con el corazón por completo entregado. Se
aferraba todavía al mundo pasional, pues no había alcanzado el estado en que se
renuncia a todo lo efímero y pasajero en aras de un ideal de eternidad.
No obstante, contestó, con buena voluntad y de cisión:
—Estoy dispuesto a someterme a cuantas pruebas se consideren necesarias.
—Entonces acercaos —indicó alguien.
Sintió en este momento Montenero una inquietud y una zozobra que no podía
dominar. Le pareció que la venda no solamente le cegaba, sino que no le dejaba oír
bien. El indígena, al ponérsela, le había cubierto con ella los orificios del oído. Sin
embargo, avanzó decidido en dirección al Maestro.
—Pero... ¿qué es esto? —exclamó de pronto.
Sus pies habían perdido tierra firme y había caído en el vacío. Encontróse en una
profundidad, quizá un pozo, con las manos y los pies hundidos en tierra blanda y
húmeda. Le parecía oler a ozono. Era como si la tierra que le rodeaba se encontrase
cargada de fluido especial que no tiene la tierra común. Ciertamente debía haber
caído en un pozo; pero a la vez le parecía que no había sentido la caída, que no había
habido agujero. Era todo ello muy vago, enigmático e inexplicable. El tiempo que
había mediado entre la caída y el momento en que se diera cuenta de su situación,
había sido el de un relámpago; a él le parecía, sin embargo, una eternidad. En aquel
conjuro de extrañas sensaciones sintió cual si viviese de nuevo toda su vida, cual es
la experiencia de algunos suicidas que no han llegado a lograr su objetivo, según han
confesado después por sí mismos. Todo esto le sucedía con una rapidez vertiginosa.
El mismo llegó a dudar de sí estaba muerto o vivo.
Instintivamente buscó con las manos a qué pudiera asirse, y al levantarlas tropezó
con un objeto que parecía una piedra. El no podía discernir lo que era; pero se agarró
a ella con fuerza, como se agarra el náufrago a una tabla. No bien se hubo asido,
brotó un chorro de agua que manaba de un surtidor desconocido.. Rápidamente el
agua inundó el pozo amenazando ahogarle por momentos.. Pronto llego a tal altura
que hubo de elevarse sobre las puntas de los pies, para poder respirar evitando que
el agua le llenase la boca.
Como anteriormente le sucediera en la tierra, aquella agua pronta a anegarle, le
parecía distinta del agua común, cual si hubiese sido creada de un fluido singular. De
repente le sobrecogió el espanto de la muerte. Si el agua ascendía un poco más o él
dejaba de sostener su cabeza en erección, estaba materialmente perdido. Por un
momento le pareció que los pies perdían la fuerza suficiente para sostenerle y con
angustia mortal hizo un supremo esfuerzo; por instinto de conservación levantó las
manos a lo alto tratando de buscar apoyo en lo desconocido, y sea por casualidad, sea
porque ya estuviese preparada al efecto, dio su mano con una cadena a la que se
agarró con fuerza inaudita; y en aquel mismo momento el agua despareció como
tragada por la tierra. No tuvo, a pesar de esto, mucho tiempo para rehacerse, pues al
par que el agua había desaparecido, parecía que el infierno hubiese abierto sus
ígneas fauces sobre Montenero y parecía vomitar fuego sobre él. Empezó a sentir
una sed voraz, y trató de aliviarla aspirando el aire fresco de antes a bocanadas; pero
las llamas le envolvían. De nuevo le pareció que las llamas que le rodeaban no eran
del género de fuego que él conocía, ni se dejaba sentir en la misma forma. Como la
tierra y el agua, parecía algo magnético más bien que físico. Él, sin embargo, se
abrasaba.
En su imaginación angustiada, creyendo próxima la muerte, ocurriósele aquella frase
de la cruz, que lleno de fe, con las manos juntas, en oración, repetía:
—Señor, no me abandones; sálvame...
El sonido de su propia voz, en este instante diferente de lo común, que vibraba en su
imaginación, le indujo maquinalmente a reproducir los mismos sonidos, pero su boca
abierta por el afán de aspirar un poco de aire, tan solo reprodujo el sonido de las
vocales a cuya vibración encontró un auxilio inesperado. En efecto, el calor
abrasador que recibía de aquel ardor llameante, desapareció como por encanto, y el
fuego todo, se disipó. Así Montenero pudo descubrir en el sonido de las vocales el
poder maravilloso de disipar el fuego.
Vio dentro de sí una I que le hizo recordar el Ignis del latín = fuego = alma D, una A =
Aqua = agua = materia = cuerpo Ñ, y por último una O = Origo = principio = espíritu.
Esta I, A, O., el primer mantram, se encuentra en las inscripciones de muchos
templos antiguos. Montenero no recibía instrucción ninguna sobre estas I. A. O., pero
había sentido pasar la vibración de su pronunciación hasta los pies y esto era una
enseñanza que no olvidaría. Seguía meditando sobre esto.
Un extraño silencio le envolvía entonces. Sintióse a solas con su Dios. Lanzó una
mirada en derredor sin notar más que la más profunda oscuridad; pero en el mismo
instante, se acordó que tenía la venda puesta. Palpóse con la mano. Sí, estaba allí. Se
encontraba aún extraño a sí mismo. La voz del Maestro, que vibró de nuevo, le
volvió en sí algún tanto.
—Habéis salido airoso de la prueba. Los cuatro elementos, tierra agua, fuego y aire,
os han purificado, el I. A. O., que habéis pronunciado, os ha salvado.
Montenero percibió que el Maestro no estaba solo.
Su voz sacerdotal, resonó en la estancia:
—¡En un principio fue la luz! ¡Que la luz sea con el discípulo! ¡Que se una el E-U, y
son las cinco! ¡Es la hora del primer grado! La palabra es justa y perfecta.
Arrancada por mano invisible, la venda cayó de los ojos de Montenero, que atónito y
lleno de asombro contempló el espectáculo que le rodeaba. Se encontraba en una sala
vastísima, deslumbrante de oro y luz. La claridad era tan portentosa que la del
castillo de Chapultepec no podía ni con mucho comparársele. Era una luz viva
aquella, compenetrada de vida y espíritu. Y era lo más maravilloso del caso, que
Montenero no podía descubrir de dónde venía. En el techo no había lámpara ninguna
y tampoco podía proceder de puerta ni de ventana alguna. Venía de todas partes y no
producía sombra alguna. Observábase, sin embargo, detrás del Maestro, que dentro
de una roca había una especie de Custodia-cáliz, de un color verde rojo, del cual salía
la luz, tan vivificante como rara, y más adelante una cruz radiante a la que rodeaba
una corona de rosas. Y fijándose bien en ella, vio Montenero que en medio de la cruz
había un calendario azteca, con la diferencia de que estaba rodeado por siete rosas.
—Así deberán usarlo siempre los Rosa-Cruz -pensó Montenero.
Su mirada cruzóse con la del indígena, el cual parecía preguntarle:
—¿No le parece que todo esto vale más que lo que ha visto usted en los salones de
Chapultepec? ¿No siente usted la intensidad de esta luz, que esparcen la cruz y el
cáliz?
Era en efecto una luz que podría llamarse divina. La lámpara más perfecta que el
tecnicismo pudiera crear, hubiera dado una luz que ante aquella hubiera semejado la
de una mísera bujía de sebo. Se sentía que esta luz no solo tenía, sino que era vida,
en sí. La magnificencia de la sala era extraordinaria. La luz que salía del cáliz parecía
comunicarse a todos los objetos, dándoles vida propia; era armonía de todo. ¿Qué era
todo el oro d la vajilla del emperador Maximiliano al lado de aquellas riquezas
incomparables? Las paredes, el techo, las columnas, todo resplandecía e oro, todo
era de oro macizo. Pero ¿de dónde procedería toda aquella riqueza? ¿Qué mina la
habría producido? ¿Qué artista la habría cincelado?
Todo aquello pertenecía a un mundo a que Montenero no estaba acostumbrado y le
producía un cierto anonadamiento. No sabía a dónde dirigir las miradas en aquellos
momentos, Los Rosa-Cruz, ex profeso, le habían dejado tiempo para que las
profundas impresiones llegaran a hacerse indelebles. Seguramente que las
impresiones de aquella jornada no se borrarían ya más de su mente. Por fin su mirada
se encontró con la del Maestro, del que, hasta entonces, tan solo había oído la voz.
Tenía este una figura venerable, alta, con barba algo canosa y bien cuidada, la cual
se adivinaba había sido rubia. Tenía, a pesar de su aspecto de anciano, una lozanía
excepcional. Rasmussen, pues por tal nombre era conocido, era de una edad
indescifrable: Lo mismo podría atribuírsele la de 45 que la de 70 años. En él todo era
noble. Su nariz era recta, su frente alta, sus ojos de un azul verdoso y penetrantes
como los de un bardo. Debía de ser oriundo del norte de Europa; tal vez de la Silesia
o de Dinamarca.
Rasmussen era muy bien conocido socialmente y gozaba de cierta popularidad. En la
colonia alemana de México era consejero, y el gobierno de aquella nación le debía
señalados servicios. Su reputación era intachable. Desde hacía muchos años ocupaba
el cargo de cónsul general de Noruega. Y no tan solo para los noruegos, sino para los
daneses, suecos y alemanes, tenia Rasmussen la casa siempre abierta. Tenía su
residencia en la colonia Juárez, con todo confort. Era creencia general entre las
personas que lo conocían, que poseía conocimientos extraordinarios. Era además
poseedor de una cuantiosa fortuna que nadie sabía como había adquirido, y que la
mayor parte creían heredada. Decíase que poseía minas de plata en los Estados del
Norte, pero que nunca se acordaba de ellas. Todos coincidían, no obstante, en la
opinión de que sus riquezas eran adquiridas honradamente. En los bancos y
compañías financieras importantes, ocupaba cargos de Presidente o miembro del
Consejo de Administración. Lo que nadie sabía, era que se ocupaba en las ciencias
ocultas. Se sabía, sin embargo, que ocupaba un cargo de importancia en la Orden de
San Martín de Pascalis, Orden que tiene entre sus filas personas aristocráticas de
todos los países y que se ocupa en actividades benéficas.
—Sí; sin duda —pensó Montenero pasándose la mano por la frente— así debe ser un
Maestro—. Y mientras repasaba en su mente los antecedentes de aquel hombre, se
extrañaba él mismo de no haberlo adivinado antes.
todos estos pensamientos fueron interrumpidos por la voz de Rasmussen:
—Comandante Montenero, ha vencido usted en todas las pruebas y me permito
saludar a usted como hermano nuestro. He de agregar que cuanto le acaba de ocurrir
en estos momentos, ha sido meramente una sugestión. En realidad no se ha movido
usted del lugar en que fue colocado. La tierra que tocaba, el agua que le ahogaba, el
fuego que le abrasaba y el aire que desvanecía las llamas no eran materiales. Ya
sabrá usted mas adelante como se produce todo eso. Nosotros no tenemos necesidad
de someter a los novicios a pruebas materiales: conocemos mejor a los hombres que
ellos mismos. Tenemos a nuestro alcance medios y métodos secretos para penetrar
en el mismo fondo de las conciencias. Ahora ha adquirido usted el deber de estudiar
todo el simbolismo que le rodea.
Tenemos nuestras reuniones y nuestro simbolismo secreto, porque no consideramos
útil dar a las masas lo que para la mayor parte no representaría nada por tratarse de
cosas que no pueden comprender. La Biblia nos advierte de esto cuando dice: “Mas
hablamos sabiduría de Dios en misterio, la sabiduría oculta, la cual Dios predestinó
antes de los siglos para nuestra gloria”.
Esto es textual del libro de los Corintios 2, versículo 7, y obliga a los buenos católicos
a meditar...
Así como este versículo es tan claro, tan preciso, otros son vedados; pero todas las
palabras divulgadas por Cristo a los Apóstoles, explicando parábolas o dando
enseñanzas, revelan un sentido oculto. Las sagradas escrituras, como clave oculta,
son tan maravillosamente grandes, que llevan en sí el sello inextinguible de la
Divinidad. Los hombres por muy sabios que hubieran sido, no habrían podido
redactar algo tan perfecto; por eso la Biblia es la Gran Luz, en ella está el Misterio
del Graal.
Los Rosa-Cruz forman un círculo interno y otro externo. Usted pertenece ya al
externo y tiene usted en lo futuro la oportunidad de ser recibido en el Oriente interno.
Su conciencia física ha penetrado en este círculo externo. En el interno, en la
verdadera fraternidad, no podemos entrar sino en cuerpo astral, cuando se alcanza la
verdadera iniciación. No se puede predecir de nadie, cuándo ha de llegar a la
verdadera iniciación; puede alcanzarse en la presente vida, puede ser que no se
alcance hasta después de algunas vidas. Nuestro cuerpo físico se parece a un violín
que el hombre ha de aprender a templar y a pulsar. Podemos, como hacen los niños,
jugar con él y echarlo a perder por no saber usarlo. No conviene, pues, olvidar que en
este instrumento esta Dios mismo, según dice la epístola de los Corintios: “¿Ignoras
que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, el cual tenéis de Dios, y que no sois
vuestros?”
Hizo entonces una pausa y agregó:
—¿Quiere usted que le explique algo más, o tiene alguna pregunta que hacerme?
Tanto mis hermanos como yo, estamos pronto a responder a sus preguntas.
Agregar quisiera todavía, que este centro que llamamos Logia Blanca, vino de
España; la trajeron algunos padres iniciados que vinieron de allá, de aquel país que,
como usted sabe, aquí llaman la madre patria. Allá existe la Logia de grado superior.
El cáliz que tenemos aquí, no es más que una imitación del verdadero que se guarda
en estado de Jinas, en la montaña de Montserrat, en la tierra catalana.
si seguís todas nuestras instrucciones, la pronunciación diaria de las vocales que
habéis visto en astral, puede que yendo allí, el ascenso os sea ofrecido, pero esto
será mas tarde...
—Maestro —dijo entonces Montenero—, yo he leído durante muchos años literatura
ocultista; pero siempre he leído como en zigzag, todo cuanto a las manos me ha
venido. Esta es la razón, quizá, por la que siempre he quedado a oscuras; de
Montserrat nunca me han hablado.
—¿Qué es lo que le ha sorprendido mas de cuanto he visto y oído en el momento de
su recepción entre nosotros?
Montenero no lo sabía; no podía darse él cuenta cabal de qué era lo que más le había
impresionado. Mas sus ojos se fijaron en aquel momento en la cruz resplandeciente y
recordó que lo que más le había llamado la atención era precisamente el calendario
azteca que en ella había. La cruz y el cáliz le parecían más naturales, por lo que había
leído antes, en obras ocultistas.
Entonces preguntó al Maestro:
—¿Cuál es la relación que existe entre la cruz cristiana y el calendario azteca?
—Responder a esta pregunta fuera resolver ya un problema del provenir. Por ahora
solo puedo darle algunas indicaciones. La Reforma de la Iglesia en el siglo XVI,
levantó algo el velo que cubría el origen de la cruz del Gólgota en su forma svástica.
La raza germana, a impulsos de la religión de los antiguos germanos, ha sido llevada
a un grado de desenvolvimiento especial. El culto al sol de los antiguos mexicanos, es
más antiguo aun que el de los germanos y es de mas valor esotérico que el
cristianismo. Hay un lazo que une esas dos civilizaciones en el pasado. Así como la
vida del Cristo es el símbolo de la vida de ada uno de nosotros en particular,
representa también la vida de los pueblos, los cuales, sin sospecharlo, son un reflejo
de la vida del Salvador, el mayor de los Iniciados. Así como Jesucristo murió
crucificado y resucitó, así como renacerá el pueblo alemán después de haber sufrido
el dolor de la crucifixión, después de haber apurado el cáliz de amargura; así como
renacerán los que, en el cumplimiento de su deber, perecieron en el campo de batalla.
Tenemos razones para asegurar que todos estos hombres muertos en la guerra, de
tantos países, renacerán al mismo tiempo y en un cercano porvenir; es de
comprender que la muerte prematura de tantos miles de hombres en un país, traiga al
mismo la necesidad de un número extraordinario de nacimientos. Esta última guerra
fue necesaria para que la raza, sumida en el materialismo, reaccionara y viniera una
época de espiritualidad que ahora se inicia. De aquí a unos cuantos años veremos
cosas raras. Hoy el ocultismo se impone. No habéis encontrado coincidencias raras
entre las inscripciones de estas pirámides, las de Egipto, y las piedras druídicas de
Alemania. Los grandes iniciados de Osiris, hablaban de los leones del norte, que
debían renacer allende los mares. La reencarnación la veis expuesta por todas las
grandes religiones y hasta se dice en los evangelios que Juan al hablar de Jesús dijo
que era Elías. También en el Evangelio de San Juan dice Jesús: “En verdad, en
verdad os digo, que si no naciereis de nuevo, no entraréis en el reino de los cielos”.
Oscuras y muy discutidas son también las palabras del Nazareno cuando habla de su
renacimiento y del renacimiento de los pueblos. En cierto lugar dice: “En verdad os
digo, que este pueblo no sucumbirá hasta que todo se realice”. Ahora le invito a
pensar que todo lo que pasa en el mundo físico es un reflejo de los mundos
superiores.
—Y ¿cómo debo entender la cruz? —preguntó Montenero mientras su mirada se
posaba sobre las letras I.N.R.I.
El significado de estas letras —dijo el Maestro— se explica con las palabras, Jesús
Nazarenus Rex Judeorum. Sin embargo, los Rosa-Cruz lo explicamos de esta
manera: Igne natura renovature integra, es decir, el fuego remueve incesantemente
la naturaleza. Del mismo modo podríamos decir los elementos, pues ya veréis mas
adelante que la llama encierra todos los demás elementos. La palabra INRI tiene un
papel importante en la vida de Cristo antes de llegar a su trágico fin. Según una
tradición egipcia, sirvió esta palabra como un mantran para la iniciación de los
Mystos, que al pronunciarla como es debido, se producían una anestesia instantánea.
Los judíos tienen esta misma tradición en el Toldot yeshu. Jesús demuestra que
había sido iniciado en la magia egipcia, por el modo en que tenía las señales en las
manos. Según la tradición de Lydda, Cristo fue crucificado por haber sido acusado de
mago. Con éstas, o parecidas palabras, todos los pueblos hablan de la crucifixión del
Lagos, que metido en el cuerpo místico obra estigmáticamente. Por esta razón la
pronunciación de esta palabra insensibilizaba a los Mystos y les permitía la salida del
cuerpo astral. Heráclito vio en el fuego (Espíritu) la creación de todas las cosas,
Anaxímenes la creyó descubrir en el aire. Tales en el agua y Empédocles en la tierra.
La trinidad: espíritu, fuerza y materia, se nos muestra a través de todos los cultos. El
fuego que radica en el hombre es un fuego sagrado; es el fue go del Espíritu santo que
puede destruir o elevar al hombre, según obren los hombres. Usted entre nosotros
tendrá ocasión de estudiar los secretos íntimos de la naturaleza. Los hombres en la
Sociedad dependemos unos de otros; no podemos vivir aislados y de aquí la
obligación que al vivir en ella contraemos de ilustrarnos, comprendernos y
auxiliarnos mutuamente en nuestro desarrollo individual.
Dirigiéndose entonces a todos los demás, siguió diciendo el Maestro:
—Quisiera interrumpir por unos breves momentos nuestra reunión para que todos
nuestros hermanos tuvieran lugar de saludar al neófito que acabamos de recibir entre
nosotros.
Montenero, que conocía a muchos de los presentes, sentía verdadero placer al
estrecharles la mano, tanto más, cuanto que entre ellos había algunos compañeros de
sus años de escolar. después de diez minutos de cariñosos saludos, Rasmussen
volvió a tomar la palabra:
—Queridos hermanos —dijo—: tiempo es ya de que, por esta noche, demos por
acabada nuestra reunión. Quisiera, no obstante, antes de terminar, que hablase el
que de vosotros tuviere algo que comunicar.
Entonces habló uno de los hermanos:
—¿Ha intervenido ya nuestro Maestro en lo referente al horroroso crimen que trae
preocupados a todos los habitantes de la capital?
Montenero se dio cuenta inmediatamente de lo que se trataba, pues durante algunos
días los comentarios del crimen habían llenado las páginas de los periódicos de todo
el país.
El hecho era el siguiente: Hacia unos ochos días que en la Legación de Alemania se
había declarado repentinamente un incendio, y sea por la tardanza de los bomberos,
sea por la inaudita voracidad del fuego, quedó totalmente reducido a cenizas. De las
investigaciones policíacas habíase desprendido que el incendio no había sido casual,
sino intencionado. El incendiario dejó huellas precisas del crimen. Se decía que partes
principales del edificio habíanse rociado de petróleo. Fuera así o no, era el caso que
junto a la caja de la Legación, se había encontrado un cadáver carbonizado, que
según todas las señas era el del Secretario, bacón de K. la caja se hallaba abierta y
junto al cadáver se había encontrado un cuchillo que pertenecía al mozo de la
Legación. La versión mas generalizada del crimen, era que el mozo al intentar robar
la caja de caudales, vióse sorprendido por el Secretario, al cual asesinó en lucha
cuerpo a cuerpo, para lo cual se había valido del puñal encontrado y que llevaba sus
iniciales. Después, tal vez para borrar los rastros de su crimen, había incendiado el
edificio, rociándolo con petróleo.
El caso había agitado las emociones de casi todo México. El telégrafo llevó de uno a
otro confín, los detalles referentes al crimen, con noticias y pormenores de la victima
y del presunto autor.
A aquella se le dio sepultura en el panteón, con los honores de coronel del ejercito. El
ministro de relaciones exteriores, hizo el panegírico en un brillante discurso y
aseguró que el gobierno tomaría todas las medidas necesarias para capturar al
criminal. La viuda recibió del gobierno una fuerte suma y fue propuesta para una
pensión vitalicia, que le fue inmediatamente concedida.
Como acostumbra suceder en casos análogos en México, la policía demostró su
actividad con gran copia de aprehensiones. Casi todos los parientes del mozo de la
Legación, habían visitado la cárcel. Ningún indicio de tal mozo se había obtenido. No
obstante, la policía seguía algo desconcertada. Era desde luego imposible que todos
cuantos en la cárcel habían ingresado, se hallasen complicados en aquel crimen.
Esta era en especial la causa por la que uno de los hermanos Rosa-Cruz hiciera
aquella pregunta al Maestro.
Rasmussen al escuchar la pregunta guardó silencio por un momento y cerrando los
ojos pareció concentrarse.
Tomó luego la espada flamígera y ordeno que todos los asistentes se dieran las
manos formando un circulo mágico. Entonces el maestro pronunció algunas palabras,
dando a las vocales una entonación particular. Tomó luego un frasquito de una caja
de arcanos, del cual vertió en el cáliz algunas gotas, del que a su vez ascendió un
humo denso. Entonces pronunció tres veces el nombre del mozo con voz potente.
Los hermanos creían que, puesto que la noche era ya muy entrada, se encontraría el
mozo sin duda alguna durmiendo, lo que facilitaría el que se pudiese presentar en
cuerpo astral.
Apenas se apagó el eco de la última sílaba, la tercera vez que el señor Rasmussen lo
pronunciara, cuando en la sala se produjo un viento con el zumbido característico en
las evocaciones. El humo que del cáliz ascendía fue entonces condensándose
gradualmente y poco a poco tomo la forma del individuo evocado: el mozo de la
Legación. entonces una voz sepulcral resonó en la estancia:
—¡Aquí estoy! ¿A qué me sacáis del mundo de los muertos? ¿Por qué habéis turbado
mi reposo con vuestro poderoso magnetismo? ¿Qué queréis de mí?
Rasmussen que esperaba encontrar un espíritu agitado por los remordimientos,
preguntó:
—¿No sientes remordimiento por el horroroso crimen que has tenido la audacia de
cometer?
—Yo no he cometido crimen ninguno. Antes al contrario, he sido víctima de él. El
Secretario de la Legación me asesinó después de robar la caja, vistió mi cadáver con
sus mismas ropas para que todos le creyesen a él muerto y huyó después de incendiar
el edificio.
Todos los que escuchaban las aclaraciones del espectro quedaron estupefactos, pues
ninguno de ellos esperaba tal solución.
entonces el Maestro levantó la espada dirigiendo la punta hacia el fantasma y
exclamó:
—Hermano, por los poderes que me son conferidos quedas libre: regresa al lugar de
que viniste, purifícate y que la paz sea contigo.
La sombra desapareció tal y como se había presentado, gradualmente.
Rasmussen entonces dirigiéndose a loas hermanos les dijo:
—Procuren concentrar mas sus energías; intensifiquen la cadena.
Acomodóse en su sillón y respirando varias veces con cierta intensidad provocó en sí
mismo el estado de éxtasis.
—Concéntrense bien y no rompan por nada del mundo la cadena mágica hasta que
vuelva el Maestro —dijo uno de los hermanos que había tomado la dirección de la
dicha cadena.
Transcurrieron unos momentos al cabo de los cuales Rasmussen volvió a respirar
profundamente.
—Ya está —dijo después de un momento—. He podido ver al asesino en cuerpo
astral y me ha prometido que él mismo se entregará a la justicia para que el asunto se
aclare y se ponga en libertad a los que ahora se encuentran presos sin motivo alguno.
Uno de los Rosa-Cruz, que, como más tarde supe, tenía el título de hermano mayor, y
que estaba junto a Montenero, le dijo entonces a éste en tono confidencial:
—¿No le parece a usted que si nuestros jueces tuviesen a su disposición éstos y otros
medios parecidos, sería muy otra la administración de justicia? Nuestros antepasados
los aztecas conocieron estos medios y en su tiempo los emplearon.
Montenero, que había presenciado todo esto con ojos de estupor, no pudo por menos
de exclamar:
—Es una verdadera sorpresa para mí el poder que he descubierto en los Rosa-Cruz
esta noche. Me encuentro muy agradecido de que como neófito que soy, se me haya
permitido presenciar todos los fenómenos y ceremonias que esta noche he
presenciado. ¡Qué dirán los jueces cuando mañana se descubra el verdadero asesino!
Se disponía el Maestro a cerrar la sesión de la noche, cuando uno de los presentes
manifestó el deseo de ocuparse unos momentos en un asunto de caridad.
—Sí —dijo Rasmussen—; hagamos manifiesta nuestra caridad cada vez que de ello
tengamos ocasión. Díganos los hermanos de qué se trata.
—De una pobre madre que lucha con la muerte presa de una fiebre puerperal y en un
estado tal que los médicos han declarado inútil toda intervención. Con su muerte, un
hombre digno, modelo de esposos y de padres, se verá abandonado a la
desesperación, con cuatro niños pequeños. ¿No podríamos ayudarle?
Los circunstantes todos, que habían escuchado las palabras del que tal solicitaba,
miraron entonces al Maestro en espera de su decisión.
—Ayudémosle, hermanos —dijo brevemente Rasmussen.
A una señal suya, todos volvieron de nuevo a formar la cadena y Rasmussen,
cerrando los ojos de nuevo, pronunció unas palabras dando a las vocales una
entonación que Montenero jamás había oído. siguió a esto una a modo de
conversación, para él incomprensible, después de la cual dijo Rasmussen volviendo a
dirigirse a los hermanos:
—Nuestro Gurú se encargará de la enferma y mañana los médicos verán con
asombro que la moribunda se ha salvado.
Después de unos momentos de silencio exclamó:
—Hermanos, formemos una cadena fraternal alrededor de la Rosa y de la Cruz, para
que los efluvios bienhechores del Santo Graal nos alcancen. Juremos mantener el
sigilo de todo cuanto esta noche hemos visto y oído. Juremos perseguir por doquiera
la mentira y la ambición; proteger la verdad, la virtud y la inocencia. Juremos hacer
todo cuanto en nuestra mano esté, para lograr mayor progreso en el camino del amor
y de la pureza.
—Juramos —dijeron los hermanos a coro extendiendo la mano.
Rasmussen, en respuesta, levantó las manos en actitud de bendecir, diciendo:
—En nombre de la cadena universal de los Rosa-Cruz y bajo los auspicios de vuestro
venerado Gurú y de los hermanos invisibles, se cierra esta sesión. Que la rosa
florezca sobre vuestra cruz.
Así se dio la reunión por terminada.
—Ya es tarde —dijo Rasmussen—. Mañana tengo mucho trabajo y debo levantarme
temprano para hacer los preparativos de mi viaje.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Los Rosa-Cruz salieron del cerro de Chapultepec por la misma entrada por que
entraron Montenero y el indígena y con las mismas precauciones que este último
guardara para no ser visto. Atravesaron luego el parque que rodea al castillo para
tomar el tren en Buenavista.
Montenero quedó con Rasmussen después que todos los demás se hubieron
despedido de él, y aprovechó esta circunstancia para entablar de nuevo conversación
movido por su deseo de inquirir.
—¿Va usted a salir de viaje? —dijo Montenero—. Mucho desearía que no fuese éste
tan pronto como parece. En verdad, tengo muchas cosas que preguntarle. No puede
usted imaginarse cuán agradecido le estoy por haberme iniciado esta noche.
Comprendo que mi instrucción verdadera comienza hoy y espero con ayuda de usted
poder saciar la sed de conocimiento que tanto tiempo he sentido.
—Lo que yo pueda hacer por usted, querido amigo, —contestó Rasmussen— lo haré
sin duda; pero habrá de ser en las sesiones inmediatas, puesto que pronto partiré
para Alemania. Hace ya muchos años que no he visitado a Europa. Debo ir allá para
arreglar algunos asuntos de familia además, la Orden de los Rosa-Cruz me reclama
también en el viejo continente. Debe usted saber que anualmente nos reunimos, ya en
Bohemia, ya en las montañas de Harz, en el Tiflis o en Montserrat, o bien, en el
Yucatán, en el Perú o en la India: allí tenemos Logias Blancas. Los miembros se
presentan todos allí en cuerpo astral; solo a algunas sesiones se asiste en cuerpo
físico. Estas reuniones son muy necesarias después de la gran guerra; pues ahora
hay mucho empeño por nuestra ciencia.
—Diga señor. ¿No cuentan que el Tíbet tiene todas estas sociedades? —preguntó
Montenero.
A lo que Rasmussen repuso:
—Tibet, la tierra sagrada de los hindúes, el país incógnito del Gran Lama, ha sido
estudiado detenidamente y hasta más; se ha tomado una serie de películas
cinematográficas que demuestran que hemos sido engañados por siglos y los que
creían en los misterios de Llasa, se han tirado una plancha.
El Tibet es un país situado en la cumbre de los Himalayas; nunca o rara vez se había
podido llegar allí, porque bastaba que un europeo se acercara a la ciudad sagrada
para que lo mataran. Así, por los menos, se decía. Esta incógnita la explotaron
muchos.
Había sociedades teo y filosóficas que decían que allá en Llasa todo era sagrado;
Que allí vivían los grandes Mahatmas conductores de la humanidad.
Recuerdo haber asistido a una serie de conferencias en Paris donde el conferenciante
pintaba a Llasa como el “non plus ultra” de la civilización y afirmaba que allá se
tenían los grandes inventos de la telepatía sin hilos, aeronaves, piedras filosofales y
“tutti quanti”.
Muchos creían aquello o solo esperaban morir para ver las maravillas del Tibet. Pero
parece que el Dr. William Mac Govern tenía sospechas de que aquello eran cuentos
para explota incautos y no temiendo ser muerto por los santos tibetanos, pero, por si
acaso, tomando sus precauciones, se vistió de obrero hindú, escondió un aparato
cinematográfico y se encaminó por los Himalayas.
Regresado recientemente a Europa ha publicado una obra en alemán e ilustrándola
con una cantidad grande de vistas, ha hecho caer la venda de los ojos de los que
creían en las maravillas de los yogis y faquires tibetanos.
No es que yo no crea en lo que se dice en el “Hamlet”, de que hay muchas cosas
entre el cielo y tierra que nuestra filosofía no sospecha; al contrario, yo estoy
convencido de fenómenos supra-físicos, pero creo que la tierra de ellos no solo es el
Tibet.
Si hay tierras de Jinas como lo describe tan soberbiamente el escritor madrileño
doctor Mario Roso de Luna, las hay, sí, en otras partes de la India, en el Perú.
México y España, donde se puede uno poner en contacto con esas ciencias raras,
pero no hay que dar gato por liebre, sino resulta como el Tibet, al que creíamos tierra
muy adelantada y resulta que allí vive un pueblo ignorante, que carece de toda
civilización y que no mata a los viajeros para ocultar algo, como no sea para esconder
su salvajismo.
Curioso es lo que cuenta de los brujos hechiceros de allá, que hacen lo mismo que los
menes de Yucatán y los Huiracochas del Perú, que entre sí tienen mucho de parecido.
Hasta los tipos de la gente tienen mucha semejanza con los de México y sería
interesante ver si en el Maya y en el lenguaje de los tibetanos hay voces semejantes.
Montenero, que escuchaba con gran interés, le rogó le diese una oportunidad para
conversar. acaricióse Rasmussen la blanca barba un tanto pensativo y dijo:
—Me parece que pasado mañana por la noche estaré libre. ¿Qué le parece, amigo
mío, si nos encontrásemos en algún sitio? Si no se me presenta nada imprevisto... De
todos modos le enviaré a usted una esquelita mañana fijando el lugar y la hora.
Montenero le dio las gracias, despidióse de él y marchó a su casa.
Aquella noche le fue imposible conciliar el sueño. Su mente se encontraba
fuertemente impresionada por todos los acontecimientos de la noche. Las pruebas
habían llegado a sobrexcitar su cuerpo astral hasta el extremo de trastornar un tanto
su cuerpo físico. No obstante, durante los días siguientes fue poco a poco sintiendo
que un creciente bienestar invadía todo su ser; su organismo parecía funcionar mejor,
su mente estaba mas clara, su actividad mas despierta. Era el resultado de la cadena
que formaron los Rosa-Cruz y en la cual él había tomado parte. La unión con su
espíritu le producía un estado de felicidad inefable.
poco tuvo que esperar, pues a los tres días Rasmussen había dado una cita a
Montenero, y en ella trató sobre el problema trascendental de Fuerza y Materia,
principiando el Maestro la conversación, de la siguiente manera:
—Cuando hablamos de experiencias científicas o de simples hechos, no solo debemos
tomar en consideración lo que se puede demostrar empíricamente con nuestros
sentidos, sino que es menester sacar conclusiones, consecuencias inductivas o
deductivas.
En el estado actual de la ciencia, no hay que concretarnos parcialmente a los hechos
desde le punto de vista objetivo, sino que debemos valernos de nuestro
entendimiento.
Si quisiéramos esperar con las indagaciones filosóficas hasta haber acabado todas las
observaciones objetivas, no llegaríamos jamás a un progreso filosófico.
—Puede que tenga usted razón, señor Rasmussen; pero yo hasta ahora habría sido
partidario de hechos, y sigo pidiendo factos, como acaba usted de realizarlo en la
noche de mi iniciación, con el criminal y la enfermera —dijo Montenero; agregando
enseguida; entonces, la especulación filosófica nos sale sobrando.
—No... no, señor...
Es menester que la observación práctica de los factos, vaya acompañada de la
especulación filosófica.
—¿No podría bastar uno solo de los dos caminos?
—Un naturalista, biólogo o un estudiante de fisiología, iría al fracaso sin filosofía; un
filosofo sin ciencia natural, sería un nuevo Icaro.
La ciencia debe estudiar con los sentidos la parte material de los fenómenos,
ayudada de aparatos como el micros y telescopio. La filosofía por su parte debe
indagar en alas de la mente, del pensamiento, la causa de estos fenómenos y sacar
consecuencias lógicas.
—La ciencia ha hecho esto, Maestro; sí, sí...
—La ciencia ya ha cumplido esto en gran parte; sabemos lo que es sólido, líquido y
gaseoso; hemos estudiado no solo las leyes que rigen la materia invisible, puesto que
dominamos la electricidad, el magnetismo, el calor, la luz; conocemos aparentemente
a fondo la materia, desde el punto de vista mecánico, físico y químico, pero el modo
de obrar de las fuerzas señaladas, no lo conocemos.
Nuestra ignorancia respecto a la vida y el alma es tan absoluta, que da pena
confesarlo. Pero que esa ignorancia es real, lo prueban la diversidad de escuelas que
se contradicen.
Con todo lo que ignoramos en ciencias naturales, se podía formar un mundo nuevo.
—La labor de la ciencia, el análisis, señor Rasmussen...
—Ya lo he dicho: incumbe a la ciencia descubrir la Génesis de todos los fenómenos; y
al hacerlo, se encuentra con el átomo...
El átomo, que definimos como la parte más pequeña e indivisible, que se concibe a la
Materia, está muy bien para el Químico, pero sale perfectamente sobrante para el
Físico.
—El átomo es un impulso eléctrico, señor.
—Hace años que domina la tendencia de querer convertir el átomo en un impulso
eléctrico, es decir, en electrón.
Tenemos aún los protones, que para mí serán siempre Materia...
Se ha sostenido, que quitando al átomo todas sus propiedades, restaría nada más que
un pedacito de Materia, esto es verdad en parte; para ello no hay separación posible,
puesto que una de las propiedades de la Materia es el movimiento. “Quod no agit,
non existit”. En el Universo, todo es movimiento, y así tenemos Materia y Energía.
Gustavo le Bon escribe: “Quand l’atome électrique a rayonné toute son énergie, il
s’evanouit dans l’éther et n’est plus rien”.
Si no fuera que yo sé respetar todas las opiniones, me darían ganas de silbarle por
esta frase.
Ríen. La Nada... ¿Qué es la Nada? La Nada... es la nada.
—Tiene usted razón, señor —replicó Montenero—; la Nada no se concibe.
—Opino igual —asintió Rasmussen, y prosiguió:
Ahora, en el átomo debemos buscar, puesto que en él reside la Génesis, el engendro
de todo. “Ex nibilo nihil fit”. (De la Nada, nada se hace).
No se puede separar la materia de la fuerza, como tampoco apartar la fuerza del
movimiento, puesto que el Kosmos es una vibración eterna.
Es en el éter, como decía yo en otra ocasión a mis discípulos, donde se sintetiza todo;
sin embargo, comprender todo esto como realidad, es difícil.
Podemos, mi amigo, comprender los conceptos unidos; pero, per se, separado, no es
ninguno de ellos una realidad.
El monismo haeckeliano apoya esto al considerar Materia y Energía o Fuerza y
Materia bajo el concepto de Sustancia.
Esta Sustancia la considera el monista como Deidad del Universo y como causa
causarum de cuanto existe.
—Allí tenemos el nebulium, señor Rasmussen.
—Ahora, esta sustancia, aglomerada en mundos y soles, marcha con admirable y
excelsa armonía; y esa armonía supone la predisposición a una ley, una conciencia,
una inteligencia, que anima el movimiento armónico; de manera que, indudable,
forzosamente, nos encontramos con un ternario: Materia, Energía y Conciencia.
Montenero se había quedado pensativo y de pronto objetó:
—Estas tampoco son válidas.
—Si volvemos a lo mismo, ¿qué es Materia? ¿Cuál es la Fuerza?, ¿Cómo actúa la
Conciencia? No lo sabemos.
Separadas unas de otras, no son realidades, sino atributos abstractos, como
Hermosura y Bondad, que no se pueden analizar de por sí, hasta que son sentidos.
Montenero había tomado cada vez mas interés por las explicaciones del Rosa-Cruz, y
no queriendo dejarle toda la conversación, dijo al Cónsul en tono informativo:
—Hay escuelas que señalan la Fuerza, solo como condición de la Materia, como
vehículo; pero, señor, mientras necesitamos a ambas, Fuerza y Materia, para
explicar los fenómenos de la Natura, nos encontraremos siempre con una raya
infranqueable para la explicación.
El monismo haeckeliano, al encontrarse con este problema, brinca y dice: Fuerza y
Materia son la misma cosa, y la Conciencia es latente, inherente al Gran Todo,
residente, en cuanto a nosotros, en las celdillas cerebrales; y pertenecen como
problema, a la Fisiología anímica.
Rasmussen había escuchado atentamente y se interpuso replicando:
—Durante algún tiempo, la ciencia tapó el ojo al macho con esta definición, pero a la
larga fracasa ante el criterio analítico.
—¿Como usted a Hirn? Últimamente cayó un libro de ese hombre en mis manos.
—Sí..., sí. Lo conozco.
Hirn los separa y dice: El espíritu obra sobre la fuerza y la fuerza a la vez sobre la
materia.
Pero ¿qué es lo que obra? Debe ser una realidad, debe ser un algo, para diferenciarse
de la nada; de otra manera llegamos a un círculo vicioso, un callejón sin salida.
De todas maneras, la causa de las causas, el principio en sí, queda para nosotros
ignorado, puesto que pertenece al infinito y el infinito, lo ilimitado, no puede ser
abarcado por nuestro cerebro limitado.
Hay una incógnita, y ésta es el espacio.
—Muy bien, señor, pero del espacio ¿qué sabemos?
—Del espacio solo sabemos que existe y que en el infinito reside todo lo que fue, es y
será.
De manera, que Ser es la causa causarum de todo, pero es imposible sin movimiento,
resultando, pues, uno, Materia en movimiento.
Este movimiento sería rotatorio y no espiral, si no existiera un tercer impulso
consciente, inteligente, ya reconocido por Pitágoras, al asentar: La espiral es la curva
de la vida.
Todos los hombres de ciencia están contestes en que es inútil, infructuoso, especular,
fantasear sobre lo que hubo antes de la verificación de los fenómenos del mundo.
El espacio es eterno e infinito y todos los cálculos con potencias infinitas, en este
sentido, resultan ilusorios.
No pasa lo mismo con lo que palpamos; ello es real; tiene fines y límites. Por eso es
que cuando el Caoes se convierte en Kosmos, se presenta en el anfiteatro de la
ciencia, el Átomo, como una hipótesis especulativa; pero siempre como un trío o
ternario de Materia, Fuerza y Conciencia, envuelto en sustancia etérea, sutil.
Esta hipótesis ya fue aceptada desde mucho tiempo. Un celebre hombre de ciencia
describe al Átomo como una esfera, una zona energética, en la cual circulan los
electrones.
—¿No fue Iklé, quien también escribía algo sobre el Átomo, señor?
—Iklé, hablando del Átomo, dice: Tenemos que verlo con rayos magnéticos, con
pequeños magnetos elementales. El Átomo, en si neutro, está construido de un Ion
positivo, alrededor del cual circula un electrón negativo, como un sistema estelar
doble.
—Esto de comparar los átomos con los astros, creo es de un americano.
—Yo no soy partidario de los ford-americanos, que nos dan tan poco en ciencia.
Últimamente parece que se animan algo más.
Los intelectuales americanos, que generalmente tienen una instrucción superficial,
haciendo un aglomerado de mediocridades científicas, han tenido soberbias
excepciones; citaré a J. N. Keely de Filadelfia; este hombre presenta el átomo como
un sistema planetario en miniatura, consistente en ternarios ultra-atómicos, que giran
con inconcebible rapidez alrededor de centros neutrales, todo envuelto en torbellinos
radioactivos.
—Este Keely tiene cosas muy atrevidas, señor Rasmussen. ¿No resolvió él algo
sobre las fuerzas internas de los átomos?
—Sí. En sus estudios sobre fuerzas inter e intraatómicas comprueba que el sonido
actúa sobre estas fuerzas, y, mediante un diapasón y una cítara, llegó a convertir 4
gotas de agua en vapor etéreo, que le dio una presión de 27.000 libras sobre una
pulgada cuadrada.
Presenta además hipotéticamente 7 diferentes etéreas intramoleculares, es decir, de
fuerza radioactivas.
Los alemanes, basados en las observaciones keelyanas, presentan entonces los
átomos así: Alfa, Beta y Gamma.
—Me han contado lo siguiente, señor: Estando construyendo un edificio en Nueva
York y terminado el armazón, un ingeniero que conocía estas cosas, afinó un violín en
correspondencia con la vibración del hierro del edificio y se puso a tocar una cuerda
siempre con el mismo sonido. A los diez minutos se observó que el armazón
comenzaba a temblar más y más, y si no deja el violín, dicen que la mole edificada se
habría venido abajo.
—Es muy posible eso, señor Montenero. vea usted:
La aspiración suprema de las Ciencias naturales, es fundar todos los fenóme nos en la
Mecánica. Los grandes observadores, y entre ellos el sabio mexicano don Alfonso
Herrera, pretenden eso y se basan en principios científicos. Yo voy más lejos: la
Psiquis, cuya causa escapa a todos los aparatos y reactivos conocidos hasta ayer,
debe pasar por el mismo cartabón.
—Dios... Dios, esta entidad espiritual, ¿cómo se la estudia, señor?
—La Materia se estudia y se comprende por la Materia. La Psiquis debe estudiarse,
para comprenderla, entrando en el dominio de lo supra-físico. Pretender re ducirla en
absoluto al matraz del laboratorio, es imposible: sería tanto, como si, para analizar la
electricidad, se estudiara la cuerda de un reloj.
—He visto una obra, no sé de quien, que diferencia estas cosas.
—Sí. La ciencia diferencia, generalmente, procesos mecánico-físicos y químicofísicos.
—¿Y el calor, señor Cónsul?
—Ahí entra también el calor, puesto que se considera como movimiento molecular
irregular, y lo mismo la electricidad y la luz como vibración etérea transversal.
—¿Y las reacciones químicas?
—Como proceso químico-físico, admitimos las reacciones químicas, que suponemos
ocasionan cambios en la agrupación atómica, que siempre presentan desarrollo de
calor, luz o electricidad.
Así se transmuta la energía de afinidad química, en energía física.
—Estos detalles son muy interesantes, señor. ¿Qué más me puede decir sobre esto?
—Sería muy largo, y quizás muy hondo, seguir en estos detalles; pero llamaré la
atención a usted sobre esto; que, como se considera la afinidad química de carácter
eléctrico, se aleja la frontera entre fenómenos químicos y eléctricos, y, como para la
electricidad, luz y calor, rigen las mismas leyes, cae el valladar entre las fuerzas
mecánico-físicas y las químico-físicas, y todo se presenta como Energía mecánica.
Faraday ya suponía la existencia de Materia en condiciones de abarcar un estado,
más allá de la forma gaseosa, y Crookes comprobó ese aserto, al presentar en sus
tubos la Materia en estado radiante, que podríamos llamar preatómico, o más bien,
corpúsculos retroatóicos.
Siguieron las investigaciones. Le Bon y otros nos hablan de átomos eléctricos, de
electrones e iones.
Durante un tiempo, nos confundíamos entre el laberinto de hipótesis más o menos
aceptables o disparatadas; hasta que nos dejó atónitos Curie con el descubrimiento
del Radium.
—Estos Curie fueron unos héroes, señor.
—No quiero, amigo, relatar las investigaciones que llevaron a cabo el Mártir Curie y
su sabia y abnegada esposa, ambos justo orgullo de los franceses. Quiero pasar a las
observaciones hechas por Kelvin, fundándose en Curie.
Kelvin probó ante la British Asociation of Science, que el radium emana, esparce
calor y luz a tal grado, que en una hora se observan 9 décimas de calorías en un
gramo de radium, si se prolonga ese proceso durante 10.000 horas, aumentarían
900.000 gramos de agua en un grado Celsius.
—Este calor, ¿sale del Radio mismo, señor?
—Es imposible, señor, admitir que ese calor salga del mismo Radio y es forzoso
aceptar que el ambiente es quien lo surta.
Un artículo publicado en una revista que compré en San Francisco, bajo el nombre de
“The light of the future”, sustenta la misma teoría, diciendo que el Uranio y el
Radium reciben el acrecimiento de su actividad, de ciertas ondulaciones etéreas que
emanan del sol y que no hacen sino cambiar la ligereza de sus vibraciones.
Montenero no se sabe si se había distraído; pero Rasmussen notó en su cara cierta
incertidumbre y entonces, para ser más claro, prosiguió:
Voy a poner un ejemplo claro: El sol atraviesa un vidrio de nuestra ventana sin que
se caliente. Lo pintamos enseguida de negro, y ya no se puede tocar de calor. El
asunto es claro; los rayos solares, al encontrarse con el color negro, se rebajan de tal
manera hasta ponerse al igual de las vibraciones de calor, y se transforma la luz en
calor.
Otro ejemplo: Si se hacen pasar los rayos solares por una rejilla que permita el paso
de todo el prisma, con excepción del ultravioleta, y anteponemos allí un pedazo de
óxido de uranio, se cambia el color ultravioleta en verde: de luz invisible, se logra
hacer luz visible.
Lo mismo pasa con el radio: la luz invisible se transforma en fosforescente. (Rayos
energéticos, Agus el Niton).
—Pero ¿qué se saca en limpio de estas experiencias? ¿Qué se aprende con ellas?
—Ah, señor...
Hemos aprendido aquí, que existen rayos invisibles: nuestro ojo es incapaz de
percibir colores antes más allá del rojo, o antes más allá del violeta. Lo mismo pasa
con el oído: no podemos oír tonos de más de 40.000 vibraciones por segundo.
Una cosa muy curiosa he observado como aficionado a la fotografía, y quisiera
exponérsela, señor.
Me refiero a lo parecido que debe ser en su intimidad nuestro cerebro con las placas
fotográficas.
Cuando tengo una placa poco expuesta, que no me dé detalles, basta ponerle unas
gotas de amoníaco para que se avive, para que reaccione. Muchas veces no es
necesario ponerle gotas al desarrollados; basta poner el frasco cerca de donde estoy
desarrollando mis fotografías para que se aviven. Esto me hace recordar que a un
enfermo inerme, apático, un com alcohólico, le pongo amoníaco debajo de las narices,
y hace lo mismo; se reaviva, reacciona.
Por otro lado, usted conoce el efecto del bromuro sobre las excitados, sobre los
nervios; cómo los aplica y domina.
Igual pasa con la placa fotográfica, si la hemos expuesto demasiado y los detalles
salen demasiado chillones: basta poner algo de bromuro para que se suavice y se
calme.
¿No es curioso esto? Mas cuando veo las sales en mi cámara oscura, paréceme ver
luz o algo radioactivo. Sí...
Estudios más recientes comprueban que toda la Materia orgánica e inorgánica es
radioactiva; solo nos faltan aparatos para ver sus emanaciones y entonces se abrirá
un campo nuevo para las ciencias físicas.
—Tiene usted razón, señor. Ahora veo que todo resulta entonces vibración del éter,
que mientras más ligera y más sutil es, invade el campo de lo espiritual, y mientras
más lenta, representa la Materia; pero todo, en ultimo término, es el Átomo, que no
debe considerarse como solo Fuerza y Materia, sino unido a ello la Conciencia; Para
darnos cuenta de la pequeñez del átomo, basta recordar que una partícula de polvo
de licopodio, es un millón de veces más grande que un pedacito de sustancia
construido de un billón de átomos y después cada átomo se compone de millones de
billones de electrones.
Fuerza y Materia son indestructibles, eso es un axioma científico, pero hemos visto
que no pueden existir sino unidas a la Conciencia.
Ahora, lo que pase en la unidad Átomo, debe repetirse en lo compuesto, siempre
inseparable de Conciencia, o llamenle las religiones Alma o Espíritu.
Cuando tomamos un átomo de oxígeno de la composición agua, no solo tendremos el
átomo en sí, sino también el movimiento inherente a él, su afinidad y tendencias, lo
mismo como si separamos de un bloque de fierro magnético un pedacito
insignificante, siempre tendrá sus polos, Norte y Sur, como todo fierro magnético.
Los hindúes dicen que todo es maya, ilusión, y que la Materia apenas se percibe; y
en esto tienen razón al poner nuestros principios en acción, hipotéticamente, se
comprende.
Si tomamos, por ejemplo, un bloque de platino, una de las sustancias consideradas
como más sólidas, y si pudiéramos quitar de él todo lo que en los átomos comprendía
a energía y conciencia y con ello todas las sustancias inter e intraatómicas, se
reduciría a un pedacito de un miligramo, o sea, apenas visible.
Materia, Energía y Conciencia residen, pues, en todo, tan inseparables del ión como
de las grandes masas planetarias.
Al hablar del radium, hemos sostenido que recibe algo del ambiente, que, en último
término, viene del sol, que mediante unos rayos vibratorios determina una serie de
fenómenos meteorológicos que desgraciadamente ocupan más la atención de la
ciencia, que el mismo sol que los produce.
—Ahí sí que el astro Rey es algo maravilloso —opinaba Montenero; y luego siguió
Rasmussen:
El sol es la materia prima de todo cuando existe. La materia planetaria no es sino
fuerza solar transformada. La tierra es un pedacito de sol.
Asimismo, el hombre es en cierto modo hijo del sol, puesto que la mayor parte de sus
elementos le vienen del astro Rey.
El sol es el núcleo, el depósito, el generador, al impulso del cual todo se remueve,
todo se transforma. Debemos considerarlo como un centro energético de
electromagnetismo. Sus rayos, al llegar a la tierra, atravesando el espacio infinito,
traen átomos materiales, animados de fuerza e impregnados de conciencia.
Ahora, el Universo está poblado de millones de soles, cada uno de los cuales
constituye un esparcidor de átomos materiales, que vienen a formar la Materia
cósmica; difunde en sus átomos fuerza, lo que se titula energía universal, y emana
conciencia, lo que presenta la conciencia infinita o Dios.
El Sol de nuestro sistema no es mas que la hechura de otros soles. Tras ellos hay
otros, y otros, hasta el infinito.
Sicut superius, sicut quot inferius, decían los antiguos. Es decir: El hombre
microcosmo, es la manifestación sintética del macrocosmo; es la repetición del
Universo. El hombre es un mundo pequeño; le animan los mismos átomos que a los
millones de planetas.
—Es sublime esto, señor —volvió a interrumpir Montenero; y Rasmussen siguió:
En él se condensa el mismo ternario, en él cada celdilla es un pequeño centro distinto,
dotado de vitalidad que emana de la vida universal, no solo consciente en sí, sino
dotado de inteligencia, de emoción y de sensación, y que hace el trabajo a él
encomendado, consciente e inteligentemente, y de una manera infatigable.
“Los huesos, los nervios, los músculos, todos los tejidos, son diferentes aspectos de
una energía común; se diferencian en nuestro organismo, como se distinguen en la
sociedad los hombres de letras, los comerciantes, los soldados y los obreros.
“Son diferentes todos, pero pertenecen a un conjunto, en que cada uno tiene sus
deberes, sus obligaciones, su quehacer que llenar.
“En un sentido íntimo, las enfermedades residen en los átomos, o en las celdillas.
Cuando estos pequeños seres vivientes sufren, cuando son desgraciados y su
desgracia se traduce en nosotros por los sufrimientos, cuando el estado de ellos
puede entrar en el dominio de nuestra conciencia normal, entonces la enfermedad
resulta un grito de imploración, que nos dirigen aquellas pequeñas criaturas; pidiendo
socorro, clamando por piedad, se dirigen a nosotros, al conjunto, pues somos sus
maestros, sus dioses, que nos dan las funciones y tenemos el deber, la obligación de
protegerlos”.
—Esto lo ha leído usted en alguna obra, señor.
—Puede que tenga usted razón. Muchas veces, al leer algo se graba en nuestro
cerebro y después lo damos como nuestro. No importa, las cosas bellas deben
esparcirse; y, si el autor de esa frase la escuchare, que perdone.
Nuestras celdillas están con nosotros en una relación análoga con el Universo.
Esta idea me ha venido muchas veces, pero no la puedo poner en un concepto, tal
como usted lo hace ahora.
Así como cada ser es una célula del Gran Todo, un microcosmo enfrente del
macrocosmo; el hombre, en su conjunto, es el gran todo dominante de la celdilla.
Esta idea que encierra la síntesis de la solidaridad más hermosa, hacemos
comprender que, si consideramos así a nuestras células, en pago de toda la atención
que les prodigamos, nos dan buena salud, y a sus esfuerzos debemos la continuación
de nuestra existencia en esta tierra.
Montenero que parecía no fatigarse, lo mismo que Rasmussen, interrumpió de nuevo
para decir:
—La función, descubierta hace muchos años, de los glóbulos de la sangre, la
fagocitosis que ya he descrito en otra ocasión y que consiste en perseguir, atrapar y
devorar a los microbios perjudiciales, que han logrado introducirse en nuestros vasos
sanguíneos, nos da idea de la deuda contraída por nosotros, con esas vidas
minúsculas.
Lodge dice: La vida viene y se va, anima a la materia y la abandona, como el rocío se
deposita sobre las flore s y luego desaparece.
Haeckel, el autor de “El Enigma del Universo”, que sostiene que la vida es solo una
función de la materia, se parece al niño que cree que el viento es una función de los
árboles, cuando sus hojas se mueven al impulso de la brisa.
—Este Haeckel es un poeta, pero sus concepciones en su Enigma del Universo, no
puedo aceptarlas del todo. Principalmente, la cuestión de la vida es la que me ha
preocupado siempre.
La vida existe en condiciones preexistentes en el Universo, y se anida allí donde
encuentra las condiciones apropiadas; y ahí estará el triunfo del sabio Herrera, en la
construcción de sus células artificiales: el día en que encuentre las sustancias
químicas requeridas para ser un receptor de la vida universal, entonces habrá corrido
el gran velo de Isis.
—Así usted se refiere a don Alfonso Herrera. Este hombre es rabiosamente
antivitalista; pero, al leer sus obras, uno está de acuerdo con él, pues al fin y al cabo
todo se reduce a que la diferencia está en la expresión y no en los conceptos.
A toda su monumental obra le sobran dos signos para quedar perfecta.
Rasmussen en tono de convicción, continuó entonces:
—Thales de Mileto, fundador de la escuela Jónica, en los albores de la filosofía
griega, definía la vida y el alma, con la palabra Kimeticón (kineo, movimiento). Hasta
en la Biblia, en sus primeras páginas, atribuidas a un iniciado en la sabiduría de los
antiguos egipcios, la relación entre la vida, el movimiento y la conciencia, es patente.
—Esta idea ya es antigua, señor.
—Resumiendo lo expresado, debe quedarnos la impresión de que todavía resta un
campo amplio que estudiar; que nuestro saber representa un círculo luminoso,
circunscripto por un marco de intensa oscuridad, y que, mientras más ensanchamos el
radio luminoso, mayores proporciones toma el marco que encierra.
Que debe existir una conciencia en todo lo que se agita, y que el evangelista acertó al
decir:”¿No sabéis que sois templos de Dios y que él habita en vosotros?”
No, por cierto, en la forma antropomorfa de las creencias del carbonero, sino que
Dios existe en el Átomo como existe en el Cosmos, y debemos felicitarnos de poder
reconocer estas verdades que enseña ya la psicología moderna y que resultan en
perfecta armonía con las opiniones de todos los sabios, de todos los países,
estableciendo así el cumplimiento de un sueño de Virgilio en que decía: “Ya vuelve la
edad de oro y una nueva progenie manda”.
Debemos aceptar: Que no hay divorcio entre la Fuerza y la Materia. Que la
construcción del Átomo y su modo de ser en el Cosmos, representan torbellinos de
fuerzas indiscutibles, porque el solo suponerlas desunidas, seria la destrucción del
Gran Todo, o sea, Dios.
Tiene razón un escritor latino al decir: En todas las cosas la mentira anda
constantemente a pasos gigantescos y arrastra las multitudes imbéciles tras de sí,
aprovechando su vulgaridad irremediable, pero la verdad es todo lo contrario, parece
reservarse el derecho de llegar a todas partes a última hora, anda despacio, se tarda
un poco, pero al fin llega como el sol, teniendo al tiempo por bastón.
Que por último el hombre tiene en sí un ego interno, que radica en la conciencia, de
átomos susceptibles al desarrollo individual, cuya finalidad consiste en desechar la
parte grosera del hombre animal, para que la parte divina obre sin estorbo, y, dueña
de su albedrío, realice las omnipotencias que le están destinadas.
Con este fin, aconsejo a mis hermanos en ideales y esperanzas y sobre todo a usted,
que lo es desde ahora, que dispongan siempre el pensamiento a la excelsitud, el
carácter al deber, el corazón al bien y el albedrío a la razón.
Es menester romper la neblina de supersticiones, con que el error ha envuelto el
espíritu, desgarrar esos vapores de malevolencia que oprimen el corazón, irradiar en
la virtud y elevarnos sobre esa atmósfera baja y pestilente de pasiones viles, en
donde ruge la tormenta del odio, vibra el rayo de la intolerancia, y retiembla la
tempestad de los exclusivismos. Busquemos lo bueno, lo bello, lo noble y verdadero,
que está siempre en la altura, subamos allí, no intentando el camino del reptil
rastrero que escala la roca, sino como el águila de nuestro emblema nacional
mexicano, majestuosa, de limpio vuelo, y allá donde el alma, libre de groseras
atracciones terrenas, pueda dominar el inmenso horizonte de la Ciencia y contemplar
mas de cerca el sol inextinguible del ideal eterno.
Ahora, en cuestión de química, todos los días se hacen muchos adelantos.
Se ha logrado un nuevo descubrimiento al haber encontrado dos nuevos elementos a
los que han dado el nombre de “masurio” y “renanio”.
Los descubridores son tres y entre ellos una señorita relativamente joven, la doctora
Ida Tacke, que trabajaba con el sabio Koddack, sirviendo de ayudante el doctor
Bergs.
Si el número de los elementos base, es, como se cree, 92, solo faltarían tres.
Mendeljeff y Lothar Meyer probaron que entre los elementos químicos había una
relación periódica dependiente del peso atómico respectivo y que el átomo debería
estar hecho de una sustancia arcaica universal.
Los antiguos Rosa-Cruz comparaban la actividad de la materia y energía con la
actividad planetaria y los modernos han tenido que darles la razón.
Sicut superius, sicut quot inferius, era el principio antiguo. Es decir: “Así como el
macrocosmo, el mundo en grande, así es el mundo pequeño, el microcosmo”. Y, sin
saberlo, los químicos modernos se han aproximado a este principio.
Ya el descubridor del oro sintético nos dio una gran alegría y esperábamos de él
nuevos descubrimientos, pero ahora salta a la palestra una mujer, una hembra
descubriendo elementos. Se habrá equivocado Napoleón, que creía que las mujeres
solo servían para tener niños y que su puesto era la cocina.
Bueno que se metan en política, porque al fin y al cabo, el mundo se compone de
hombres y mujeres, y no es justo que solo nosotros hagamos las leyes, pero a que
descubran elementos, ¡no hay derecho!
La señora Curie era una excepción; era casada, y aprendió lo que sabía de su
marido; justo y hermoso que le ayudase a trabajar y que le reemplazase al morir.
Pero la señorita Tacke es jovencita. No tiene marido, ni lo encontrará ahora. Porque
yo quería ver qué valiente se casa con una mujer que descubre nuevos elementos en
química.
Los que conocemos algo de los hombres que trabajan en este orden de ideas, nos
descubrimos reverentes ante la señorita Tacke.
Montenero había quedado más que satisfecho de las explicaciones del Maestro,
quien le había seguido dando enseñanzas amplias y siempre más profundas, sobre el
problema del alma y de sus relaciones, tanto con el invisible como con su estado
después de la muerte.
Comprendió que al escuchar o leer a un maestro, es menester saber oír, mas que lo
que dice, lo que calla, y saber leer lo que no escribe.
Muchas cosas no se pueden probar; lo que hay, es que hay que vivirlas,
experimentarlas en sí, adentro, y que esa experiencia subjetiva es incomunicable, no
se puede describir con la voz ni con la pluma. Hay experiencias en que acaba el Yo y
empieza el Lo, que corresponde a la esfera del subconsciente.
Comprendió, empero, que no es el camino del espiritismo con sus mediums el que nos
puede llevar a un convencimiento; pues que éstos dejan las puertas abiertas a
muchas explicaciones divergentes y contradictorias. Lo único seguro, es lo que se ve
sin ellos, sin mediums, en la aparición de fantasmas y Gurús. Hay en esto que
abandonar el campo de lo subjetivo e irse derecho a lo objetivo; pero estas
demostraciones tienen que ser a su vez solo para uno o para los iniciados.
Ya hay muchos hombres de ciencia, que han tratado los asuntos psíquicos con las
reglas de las ciencias exactas. Recuerdo a Telekinese, de Schrenk, Natzing, que
prueban que la generación de la especie es psicógena. Rasmussen hizo desfilar ante
él las figuras del sabio Flomnoy; del francés Richet; después Morselli, Myers, el
autor del “Human Personality and its Surviat of bodily Death”. Oliver Lodge, James,
Geley, Lombroso, Osty, Fichte, Perty. Le contó la forma poética cómo tratan estos
asuntos el astrónomo Flammarión y el español Comas y Solá.
II
El Cónsul Rasmussen no pudo asistir a las reuniones Rosa-Cruz de las últimas
semanas. Sus preparativos de viaje le habían absorbido cuanto tiempo tenía.
Los hermanos le enviaron una carta saturada de afecto filial y firmada también por
Montenero, el cual se encontraba cada vez mas agradecido por las trascendentales
enseñanzas que había recibido.
En el Consulado todo se había arreglado satisfactoriamente. El vicecónsul se había
hecho cargo de todos los asuntos durante su ausencia; y cuando los periódicos
anunciaron la partida de Rasmussen, se hallaba éste ya con su esposa en alta mar.
El paso por el mar de las Antillas fue un tanto agitado. El mareo hizo presa en casi
todos los pasajeros, y por efecto de la mala mar, todos empezaron a temer que el
buque viniese a topar con alguna de aquellas malhadadas minas que pasada la guerra
europea seguían flotando en algunos mares, con grave riesgo de navíos y
navegantes. Rasmussen, por el contrario, se encontraba en completo sosiego y
tranquilidad.
El Rosa-Cruz había sido la personalidad alrededor de la cual giraba todo el interés de
a bordo. Todo el mundo estaba convencido de que este hombre era
enciclopédicamente sabio; infundía una confianza tal, que los pasajeros temerosos de
temporales y otros inconvenientes que puede presentar la navegación durante este
trayecto, no preguntaban al capitán si el tiempo iba a cambiar. Todo el mundo sentía
intuitivamente que Rasmussen podía responder mejor a todo. De noche, cuando la
bóveda estelar se reflejaba sobre la superficie del agua del mar, el Maestro era
acosado por las preguntas; qué constelación era ésta o la otra, cuál era la estrella
dominante, etc., etc.; y puede decirse que Rasmussen parecía incansable para
responder a todas las preguntas. Una noche, el cielo estaba más despejado que
nunca, una atmósfera agradable había llevado a la mayor parte del pasaje sobre
cubierta, pero inútilmente se buscaba entre ellos al Rosa-Cruz. Su asiento en el
comedor, al lado del capitán, también había permanecido vacío aquella noche y se
temía que hubiese enfermado. A uno de los pasajeros, que se creía que tenía más
confianza con él, le indicaron que fuera al aposento, para que viera lo que pasaba, y
éste, cumpliendo el encargo de los demás, fue a llamar a la puerta del camarote de
Rasmussen. En el camarote no se percibía ruido alguno, parecía que su ocupante
hubiese salido, sin embargo, al llamado, el Cónsul contestó: “—¡Un momento!” Y le
dejó entrar. Al penetrar en el camarote, apenas había pasado el umbral del mismo, un
perfume de incienso agradable esparciase por el ambiente. Rasmussen no estaba
solo. Frente a él, sobre una silla, encontrábase un personaje raro. No estaba vestido
a la europea; mas bien, llevaba un manto que podía recordar a los habitantes del
Norte de África: era una túnica blanca; sobre la solapa, había una cruz con siete
rosas, y sobre la frente, bordado en una especie de capucha plegada se veía un cáliz
radiante. Sorprendido más que asustado, quiso retirarse el recién llegado; pero el
misterioso personaje le dijo: “—¡Que la paz sea contigo!. Entra. No hemos tenido
inconveniente en que interrumpieras nuestra conversación, pues si nos hubieses
tenido que molestar, no habríamos permitido que naciera en tu cabeza el pensamiento
de haber venido. Te hemos dado este privilegio de ver un Gurú en astral, porque eres
español y el Maestro tiene especial interés por Montserrat, que es su montaña, es
terreno sagrado. “El español, halagado en su patriotismo, quiso darle la mano para
agradecerle la deferencia, pero notó al darle la mano que ésta no se detenía en su
cuerpo, sino que por el contrario, entraba, y, asustado, miró a Rasmussen, quien le
dijo, sonriendo: “—Amigo mío, ahí tiene usted un fenómeno para usted hasta ahora
desconocido. El traje que veis corresponde a la orden de la Rosa-Cruz, de la cual el
Maestro forma parte. Viene de la montaña de Montserrat, donde existe una especie
de convento invisible que se ha dado en llamar Logia Blanca. No es un fenómeno
alucinatorio lo que veis; la formación de este cuerpo se debe a la acción del fluido
magnético, que atraído por ciertos procedimientos que yo poseo, ha venido aquí,
donde he podido detener ciertas vibraciones de naturaleza magnética; y así ha podido
quedar el Maestro aquí conmigo durante algún tiempo. Es, sin duda, una
manifestación supranormal de telestesia auto cognoscitiva que no se ve todos los
días, pero que nosotros podemos provocar. El Maestro puede, cuando cree
conveniente, valerse como médium de un cuerpo cualquiera y comunicar algo a la
humanidad. A este respecto, es bueno recordar que en el año 1870, apareció una
obra titulada “La historia y las Leyes de la Creación”, por Hudson Tutler. Esta obra
llamó la atención al sabio Büchner y a varios hombres de ciencia, y el célebre Docor
Aschenbrenner la tradujo al alemán. Años más tarde, el traductor, consciente de que
la obra de Tutler había dado giros nuevos a la ciencia, indicaciones sabias sobre
geología, quiso conocer al autor y se encontró al ser presentado a Tutler, con un
payés ignorante, que solo pudo decir que había sentido, de noche, después de venir
rendido de su trabajo del campo, necesidad de escribir, que él mismo no sabía lo que
escribía. He ahí, pues, un medio curioso de que se valen los Maestros invisibles para
actuar sobre la humanidad actual”.
El español, sin salir de su sorpresa, volvió la cara para mirar al Astral; pero éste
había desaparecido. Rasmussen, que notó la sorpresa, le dijo que se había marchado
ya por haber terminado su conversación y que sobre lo que había visto guardase
silencio.
Entonces el Rosa-Cruz, como si nada hubiese pasado, subió a la cubierta con su
amigo y todos felicitaron a éste por el éxito en el desempeño de su comisión, pues
creían que debido a su invitación, Rasmussen había vuelto entre ellos.
Días mas tarde, el español, siempre lleno de curiosidad, preguntó a Rasmussen cuál
era el procedimiento más eficaz para lograr la evocación de estos astrales.
Rasmussen le respondió con otra pregunta: ¿Cuál es el sistema mejor para aprender
a tocar el piano? ¿No es verdad? —siguió, dando él mismo la respuesta—, que para
ser buen pianista se necesitan ciertas condiciones y vocación y luego empezar a tocar
la escala musical, siguiendo poco a poco con ejercicios difíciles, hasta llegar a poder
tocar la Novena Sinfonía de Beethoven. Pero ante todo, lo que se necesita es un
piano. Por suerte, el piano lo tenemos todos, porque es nuestro cuerpo mismo; pero,
para abrirlo, o sea, ponerlo en condiciones de poderlo tocar, se necesita la
pronunciación de ciertas palabras con que basta para que el Maestro acuda a nuestra
llamada. Es de advertir, que con la evocación abrimos las puertas, no solamente a los
maestros, sino también a seres inferiores que nos pueden hacer daño, y para
protegernos de ellos, es necesario saber formar un circulo alrededor de nosotros, que
sería completamente cerrado si no estuviera interrumpido en una parte con el sello
de Salomón.
Pero, señor; si existen estos seres sin necesidades físicas, entonces podrá haber
otros planetas habitados, con seres como éstos.
—Sí, mi amigo —continuó Rasmussen—. La pluralidad de los mundos es un asunto
que ha preocupado a muchos hombres de ciencia, entre ellos al célebre Flammarión.
Hay astrónomos que creen que nuestra tierra es uno de tantos planetas habitados y
que en miles y miles de estrellas vive gente pare cida a nosotros o en forma astral.
Otros rechazan esta teoría como absurda, afirmando que no hay mas hombres que
nosotros y que aquí todo se acaba.
¿Así, por ejemplo, en pro y en contra, el planeta Marte ha dado mucho que hablar a
los observadores del cielo; y ahora, cuando en el mes pasado este planeta se
encontraba tan cerca de la tierra, por todas partes han realizado experiencias. En
todos los observatorios sacaron sus telescopios para mirar, para deducir.
Antes habían sido los alemanes los que se ocuparon mas en estos estudios; pero,
como esto requiere gastos, y los alemanes están tan pobres, han tenido que ceder el
puesto a los yanquis, y en las ultimas revistas se ven algunas noticias sobre lo mucho
que vieron.
Lo principal es que ya de una vez por todas quedó confirmado, no como cosa resuelta,
que en el planeta Marte este viviendo gente, pero que las condiciones atmosféricas sí
son favorables para la vida, por eso se puede deducir, con seguridad, que Marte está
habitado.
El sabio investigador sueco Arrhenius había sostenido ante las Academias de
Ciencias, que sobre la superficie de Marte había un frío tal, que toda vida se hacía
imposible. Arhenius afirmó que invariablemente en verano y en invierno, el frío que
hacía allá arriba era de muchos grados bajo cero, y que el frío a veces era de muchas
decenas de centígrados.
Hace meses, los astrónomos del observatorio de Lowol, en Flagstaff, midieron los
grados de temperatura en Marte y constataron 9 centígrados de calor por la mañana
y que a mediodía y en la tarde, la temperatura fue mas o menos como la de Barcelona
por el mes de febrero. Así que es perfectamente habitable.
tendremos interés en saber como se sacan los grados de calor que pueda haber sobre
un planeta tan distante, puesto que nadie pudo llevar un termómetro allá y me salen
con el versito aquel de “El mentir de las estrellas”, etc., etc.
No; la ciencia tiene medios de medir los grados de calor sobre la superficie de los
astros, sin salir del observatorio. ¿Como?
Un alemán, el Dr. Coblenz, inventó el radiómetro y con él se mide.
Se sabe que cuando se sueldan dos metales y se calienta después la soldadura, se
produce una corriente eléctrica que se puede medir con el galvanómetro, aparato con
el cual se pueden apreciar corrientes muy insignificantes.
Ahora, si por un medio especial se concentran los rayos luminosos de un astro sobre
una soldadura y se conecta allí un radiómetro, nos da el calor que desarrollan estos
rayos.
Este fue el procedimiento empleado por los americanos, que les dio un resultado tan
favorable.
Existen, pues, todas las probabilidades de que en el planeta Marte vivan seres.
¿Cómo serán? Si hablan, si se alimentan y si procrean como nosotros, es asunto muy
difícil de saber; pero es de suponer que bajo las mismas, o por lo menos, parecidas
condiciones, es decir, que hay de todo. El día está lejos, pero vendrá de seguro, en
que nos podamos comunicar con los marcianos, y quizás podamos trasladarnos allá.
Los Rosa-Cruz creemos con Flammarión en la pluralidad de los mundos, admitimos la
existencia de seres sobre todos los planetas. No quiere decir que aceptemos que hay
hoy seres vivientes u hombres en todas las estrellas; no. Pero puede haber habido
una época en que las condiciones de tal o cual planeta, le hubieran hecho apto para
albergar seres; o, tal vez, siéndolo hoy, puede, si sus condiciones atmosféricas se
modifican, recibirlos.
Como era natural, el Rosa-Cruz Rasmussen fue mas y más el personaje que
despertaba creciente interés entre los pasajeros del barco, todo el mundo ansiaba
relacionarse con él, escuchar sus instructivas y amenas conversaciones.
III
No obstante, las diversiones y pasatiempos a bordo, fueron bastante aliciente para
que la mayor parte de los viajeros olvidaran pronto toda clase de temores; y así,
después de un par de semanas de ligeras zozobras y múltiples motivos de recreo,
ancló el buque en el puerto de Hamburgo.
La familia Rasmussen tenía intención de quedarse en aquella ciudad por algún
tiempo, el Rosa-Cruz habíase comprometido a dar varias conferencias publicas sobre
la ciencia oculta.
Rasmussen, por lo demás, no tenía otro pariente que una hermana residente en
Berlín.
Era ésta, viuda de un comerciante apellidado Kersen, que al morir la dejó con una
sola hija, la cual a juzgar por las cartas de la madre, no gozaba de muy buena salud.
Rasmussen había escrito a su hermana antes de su llegada a Hamburgo, invitándola
a reunirse con él en aquella ciudad, no obstante lo cual nada había sabido de ella a su
llegada.
estaba ya unos días en el hotel, cuando recibió la inesperada visita de un joven que le
entregó una carta con el siguiente texto:
“Querido hermano:
“Según te he indicado varias veces, mi hija además de su ceguera no está bien de
salud. Ahora se encuentra bastante delicada, lo que no me permite abandonarla. Esta
ha sido la causa de que no me encuentres en Hamburgo a tu llegada.
“El joven que te hará entrega de la presente, es hijo del propietario de la fábrica
donde estaba mi marido. Su nombre es Bernardo Reiman y es estudiante de
medicina.
Siempre le he prodigado cariño de madre, le tratamos como si fuese de nuestra
familia; así te suplico le trates con igual sentimiento.
“Con ocasión de otros asuntos que llevan al joven Bernardo a ésa, he pensado que
podía enviarte esta carta por su mediación, lo que te facilitará saber de nosotros,
pues él puede darte detalles de nuestra vida.
“Con la esperanza de poder abrazarte pronto en Berlín, te envía un cariñoso abrazo
tu hermana.
MARTA”
Fue desde luego Bernardo recibido cariñosamente por Rasmussen, y ambos
simpatizaron pronto, a pesar de la diferencia de edad, conocimientos y experiencia.
Quiso la fortuna que una noche en que Rasmussen habló de ciencias ocultas y
trascendentales, se hallase Reiman delante. El joven estudiante ya había oído hablar
de tal cosa; pero siempre en forma no tan precisa como ahora; por eso despertó tanto
más su interés, y tanto el tono como la forma en que aquel hablara, dejaron una
honda impresión en su ánimo. Esto hizo nacer en su mente el presentimiento, casi la
convicción, de que Rasmussen podría curar a su sobrina la señorita Kersen; a la que
él, aunque nunca lo había manifestado, amaba con gran ternura; mas al mismo tiempo
se dio cuenta de que podría ser un auxiliar precioso para sus estudios de medicina,
puesto que tal vez podría guiarle en un mundo que le era por completo desconocido.
La misión que le trajera a la ciudad de Hamburgo estaba ya cumplida; sin embargo,
el atractivo que para él tenía Rasmussen, le obligaba a prolongar su estancia en ella.
Fue necesario que su madrastra le enviase una carta un tanto impertinente, en la que
le hacía ver que su padre exigía su inmediato regreso.
Cuando llegó nuestro joven a Berlín se hallaba transformado. A todos cuantos
hablaba de su estancia en Hamburgo les refería su encuentro con Rasmussen, con tal
fervor, que era para todos un enigma.
No era el mismo Bernardo al regresar, el que había ido a Hamburgo. ansioso
esperaba la llegada de Rasmussen, pero...
El Maestro de los Rosa-Cruz parecía no tener gran prisa en dejar a Hamburgo. Para
ello había varias razones. Era una, que en aquel gran puerto vivían varios Rosa-Cruz,
y que había en la ciudad multitud de bibliotecas, con libros para él interesantes; y
había también otra razón de gran valor para los iniciados, y es que cuando se llega a
un país extraño o del que por largo tiempo se ha estado ausente, es de suma
conveniencia detenerse unos días en el puerto en que se desembarque, si se entra
por mar, hasta tanto que el individuo se acostumbre a recibir las corrientes
magnéticas del país, del nuevo medio ambiente. Con todo, al cabo de unas semanas
de su llegada a Hamburgo, salió en el tren expreso para la capital de Alemania.
Rasmussen, que estaba acostumbrado a cierta independencia, no se alojó en el
domicilio de su hermana; eligió como residencia el hotel Adlon, que es, sin duda, el de
mayor confort del imperio germánico. No era él, sin embargo, hombre de grandes
necesidades, pues las cosas del mundo no tenían para él gran atractivo. Pero le
gustaba rodear a su esposa de todo género de comodidades, a lo que, por otra parte,
no se oponían sus medios pecuniarios, que eran ilimitados.
Al día siguiente de su llegada a Berlín, hizo la primera visita a su hermana; y el joven
Bernardo que el día anterior había tenido noticia de la hora de esta visita, era natural
que no pudiese por menos de asistir a ella.
Nuevos temas tuvo que tratar el Rosa-Cruz a petición de Bernardo, entre ellos le
preguntó algo sobre Astrología.
—¿Cree usted en la Astrología, señor Rasmussen?
—La astronomía moderna ha hecho solo en parte ahuyentar a la antigua astrología,
ciencia que daba consuelo, temor y confianza a los bardos medievales, cuando
profetizaba el porvenir.
Digo solo en parte, porque todavía hoy día existe gente, y hasta hombres de ciencia,
que se ocupan de ella.
Extrayendo de los archivos folios empolvados, ven como calculaban los antiguos la
marcha de los astros, poniéndolos en relación con los acontecimientos diarios.
En este año han habido muchos accidentes ferroviarios en Alemania y del resto del
mundo nos vinieron noticias de temporales, inundaciones, etcétera.
Un astrólogo célebre que ha hecho el horóscopo de la República alemana, ya había
anunciado todo esto diciendo que Urano era un planeta maligno, el de las
explosiones, y que a influencias de él venía todo esto, que para la primavera cuando
Marte era el responsable, sobrevendrían graves acontecimientos en África y así ha
sucedido.
Estando Marte en oposición con Saturno como se ha visto últimamente, vienen todas
estas calamidades.
Lo peor es que todavía no estamos al final de la maléfica influencia de los astros; al
contrario, en los meses venideros nos esperan acontecimientos peores.
Hay algo de verdad en todo esto. Todo el mundo conoce los efectos del sol sobre las
plantas; menos conocidas son las influencias de la luna y de los demás planetas y uno
de los astrólogos alemanes ha hecho estudios especiales sobre esta materia,
buscando días propicios para la siembra, publicando con este objeto un calendario
astrológico Tatwas.
Un jardinero de plantaciones en Baviera, valióse de este almanaque y de los tatwas
para hacer sus siembras, buscando los días más favorables, pero quiso la casualidad
que las faenas de la siembra no se acabaran en los días señalados y que cambiasen
absolutamente las influencias planetarias; y entonces, a pesar de esto, se siguió la
siembra, dejando una señal para saber el terreno que se sembró primero y el de
después.
Es decir, bajo influencias buenas y malas.
Con curiosidad se esperó luego la cosecha y entonces se vio que realmente la parte
sembrada bajo la constelación propicia, fue superior, abundantísima, mientras la otra,
la puesta al suelo bajo la influencia de planetas malos y tatwas adversos, escasa y de
malas condiciones.
Cuenta el director del jardín, que ya ha hecho varias veces la misma experiencia,
siempre con resultados admirables, y por eso dice que es un partidario decidido de la
astrología.
Dice el autor del “Hamlet” que hay muchas cosas todavía entre cielo y tierra que
nosotros no sospechamos; yo creo que hay muchas cosas útiles de los sabios de
antaño que vale la pena volver a estudiar.
Es curioso que ciertos accidentes suceden como con periodicidad epidémica, y si nos
pueden predecir los astrólogos estos tiempos fatídicos, podremos precavernos, es
decir, podremos, sabiéndolo, ponernos en guardia y tener más cuidado.
Todas estas enseñanzas traídas por el Rosa-Cruz, eran nuevas para sus parientes y
amigos en Berlín.
En las primeras visitas que hiciera Rasmussen a la casa de su hermana, pudo
formarse juicio de la vida habitual de ésta, y de las relaciones que tenía.
Ya él sabía que su difunto cuñado Kersen, había sido empleado de un industrial
Reiman, pero no había sabido que se trataba del padre de Bernardo. Este le había
contado de su madre y de su madrastra.
En conversaciones íntimas con su hermana, había podido deducir que su matrimonio
no había sido por amor, puesto que el verdadero sueño de su corazón era Reiman,
quien embaucado por su actual mujer, la había abandonado.
La actual señora Reiman era una especie de rival de la madre de la ciega, o sea, la
señora Kersen.
Con pena se dio cuenta de los amores de Elsa y Bernardo, que eran combatidos
pérfida y sordamente por la madrastra del último.
IV
La señora Reiman, madrastra de Bernardo, se hallaba en su comedor nerviosa y
excitada. En su frente arrugada mostraba una sombra de inquietud.
El empeño de toda su vida había sido conquistar el corazón del hijo de su marido.
Ella, mucho más joven que su marido, sentía ansias de amor, que no podía satisfacer
el viejo Reiman; el cual tenía cifradas también todas sus esperanzas en el joven
estudiante de medicina. Si bien él tenía confianza en su hijo, y sabía de sobra que su
cariño paternal era justamente correspondido, la mujer era celosa, más con el hijo
que con el padre: temía que le quitaran el afecto del joven, y vio como una especie de
sombra amenazadora en el Cónsul Rasmussen, del cual el muchacho trataba en todas
sus conversaciones.
Con todo cálculo e intención, la señora Reiman, para conquistar a su hijo, habíase
procurado ciertos conocimientos en Medicina, para discutir con él y a veces se sentía
vencedora sobre el muchacho. Pero Bernardo a cada momento mas entusiasmado por
el Rosa-Cruz, había conversado durante la comida, sobre los conocimientos médicos
que decía poseía el recién llegado, pues Rasmussen le había enseñado en Hamburgo
un nuevo método de diagnosticar enfermedades, por medio de los signos de la mano;
y lo primero que hizo cuando se encontraron juntos en casa de los Kersen, fue pedir
que viera la mano a Elsa.
—Pero ¿es de tomar en serio la Quirología? —preguntó al Rosa-Cruz.
—No quiero repetirle, mi joven amigo, mi opinión propia. Le daré la autorizada de un
sabio español. Me refiero al Dr. Mario Roso de Luna. quien dice muy bien:
Aunque afirmemos, con Letamendi, que el cuerpo es un solo órgano y la vida una sola
función, hay que tener por evidentes, ciertas locaciones de preferencia en el
organismo -chacras, que diríamos los orientales siguiendo a la Sucruta y la Karaka—
, y entre ellas ninguna tan indiscutible como la que establece la ligadura del
pensamiento con la acción y de sus órganos respectivos entre sí.
La acción está en la mano. Man, es “pensamiento” y “hombre” en las lenguas
troncales indo-europeas derivadas del sánscrito. Hulman o humano, equivale al
“dios-hombre”, a la estirpe divina nuestra, que dijeron David, Platón y Jesús; estirpe
siempre reflejada en el pensamiento y en la acción.
Ningún animal tiene mano, es decir, extremidades torácicas con pulgar oponible,
salvo el mono, quien, por eso, es el inmediato antecesor del hombre para darwinistas
positivistas, o una progenie degenerada del hombre, para los que seguimos las ideas
de Oriente.
De aquí la extática admiración de Newton ante la mano del hombre, admiración que
le llevó a decir: “Si yo no tuviera otras pruebas de la existencia de Dios, la mano —
es decir, el pulgar oponible que la caracteriza— me convencería”.
“En las palmas de la mano le tengo esculpida”, se dice en Isaías. “El Señor pone un
signo en las manos de todos los hombres, a fin de que todos en ellas reflejen sus
obras, sin dar lugar a duda”, consigna Job en su célebre elegía que es el tema
wagneriano de la Justificación del hombre por su pensamiento y por las obras de su
mano.
Y glosando al Dr. Preyer, de Jena, afirma: “Si cada emoción produce contracciones
musculares, apreciables con el micrómetro, en la palma de la mano, ¿por qué las
enfermedades no han de dejar en la misma su huella? ...”
“Hay que buscar horizontes nuevos” “Meissner y Krause, estudiando los
corpúsculos de Pacini y los cilindros de los órganos táctiles, descubren la relación
entre la mano y el cerebro. La quirología, por eso, es una de las pocas cosas
matemáticas que tiene la Medicina” “_Huyendo de suposiciones gratuitas y sin
admitir nada que se salga del campo de la perfecta observación comprobada por los
hechos, un solo caso de enfermedad claramente diagnosticada por tres signos de la
mano, es suficiente para despertar la admiración en el alma del médico que logre
hacerlo”.
Recuerda a Artajerjes, persa, cuyas manos eran largas, aunque no tan enormes como
su altura moral, y a quien dieron el sobrenombre de longimanos o macrocheir; a
aquel quirósofo Artemidor, de tiempos de Antonio, citado por varios clásicos, y a
aquel Julio César, destructor de la República romana, que no admitía a nadie a su
servicio sin antes examinarle las manos, quizá para ahorrarse el trabajo de tenérselas
que examinar después, de bien diferente modo, al tiempo de despedirle...
Por eso también recuerda a Hipócrates, el padre de la Medicina, y su diagnóstico
mediante la observación de las uñas; a nuestro Arnaldo de Villanova; al jesuitaquirólogo
Kircher; a Harlidt, primer tratadista de la referida materia; a Indagine, de
la Universidad de Halle, primero en sentar cátedra acerca de ella, y, sobre todo, al
incomparable Paracelso, al “amigo de gitanos y de verdugos”, que dijo su traidor
discípulo Opporino, al genio revolucionador de la Medicina como de la Filosofía,
genio que, en la excreta del enfermo, supo hallar uno de los más preciosos elementos
de diagnóstico con gran escándalo de los pedantes de su tiempo, a quienes hizo
mostrar entre dos platos, en célebre banquete, lo que no puede ser nombrado más
que del modo técnico que acabamos de hacer nosotros.
Todo ello, para venir a la consecuencia lógica de que, así como se examina la lengua
del paciente a fin de deducir de ella el estado del aparato digestivo, o el iris en
escuela tan moderna como discutible, o, por último, otras partes típicas del
organismo, natural en el observar la mano del paciente, dejándose guiar por ella para
el diagnóstico, como, en otro sentido, el ciego se guía por ella para caminar, ya que
no vanamente ha puesto en la palma de la mano la Madre Naturaleza hasta muy
cerca de trescientas mil terminaciones protoplásmicas por donde la fuerza bioquímica
u ódica, de Reichenbach, se derrama al espacio, en prodigioso magnetismo,
como experimentalmente lo ha comprobado este sabio descubridor de la parafina y la
creosota.
Y no solo hay que observar médicamente la mano, sino también como caso harto
extraño de teratología evolutiva. Si todos nacemos con cinco dedos en cada mano
para testimonio elocuente del sistema decimal en ellos fundado, no deja de ser
chocante la supervivencia, en Inglaterra mismo, del sistema duodecimal, o a base de
doce. ¿Tendrá ello relación con gentes de seis dedos por mano, en total doce, como
las que aun hoy abundan, según testimonio nuestro, en la región castellana de
Somosierra, especialmente en el partido judicial de Torrelaguna, donde familias
enteras muestran semejante teratología?
Tras las famosas líneas semiastrológicas de la Vida, de la Cabeza, de Venus o de
Mercurio, y de las que acaso no se sabe hoy nada positivo de lo que pensaron o
supieron de ellas los antiguos, es indudable que hay algo muy serio por estudiar. no
ya la buenaventura del gitano supersticioso -conservador inconsciente, acaso, de
míticas verdades perdidas—, sino lo que existe ciertamente detrás de ese trazado
misterioso, que es al hombre, lo que al mineral las aristas, vértices y ejes cristalinos,
o lo que al astro remotísimo las rayas de Franhaufer, por donde hemos venido en
conocimiento de su composición química y de su historia, a pesar de los millones de
leguas que le separan de nosotros...
Fibra, arruga, cicatriz, huella, línea o lo que fuereis, ¡vosotros encerráis escrita en
nuestro incomprensible alfabeto la historia entera del ser a quien pertenecéis...!
Las líneas de la mano nos dan a conocer a los hombres, sus tendencias, inclinaciones,
virtudes y vicios, el estado de su salud y las condiciones de su mente.
Todo el mundo debería estudiar algo de quirología, para estar resguardado de
accidentes y prevenido contra las enfermedades.
Esta ciencia es muy antigua; ya los caldeos, llamaban el del medio, dedo de Saturno;
el índice, de Júpiter; el anular, del Sol; el meñique, de Mercurio y el pulgar, de la
Luna; porque estos pueblos consideraban a los astros, no desde el punto de vista
heliocéntrico, sino geocéntrico; es decir, poniendo como centro nuestra tierra.
Sabemos que Saturno como más elegido, dista 1275 millones de kilómetros de
nosotros; Júpiter 628; el Sol, 149; Mercurio 91 y la Luna 1/3 de millón; faltan Marte
y Venus por una parte y Neptuno y Urano por otra; para los primeros se tienen
regiones en la palma de la mano, que corresponden a estas distancias, y los otros
están tan alejados, que su influencia es tan poca, tan débil, que no la consideramos.
Hoy día, que está tan en boga la telegrafía sin hilo, y que sobre cada casa vemos
extenderse antenas donde se detienen las ondas enviadas de las estaciones
centrales, podemos considerar a los dedos como antenas, donde se reciben las
influencias de los astros, con los cuales estamos en íntima relación.
Los que pululamos sobre esta tierra, nos consideramos súbditos de aquí, cuando en
realidad somos cosmósomas, es decir, ciudadanos del Cosmos, ya que nuestro mísero
planeta no es más que una partícula del Universo, un pequeño pedacito del Sol, como
este no es más que una tajada de otro sol central.
El Universo, por lo demás, deja sus señales, en todo, al través del tiempo y del
espacio. Así el diagnóstico se fija casi con una seguridad matemática, cuando el
medico tenga ocasión de formarse un cuadro clínico del caso, haciéndole múltiples
preguntas al enfermo; pero lo que no se había hecho, era fijar las enfermedades, que
haya padecido un sujeto muerto hace miles de años.
Pues hasta eso se ha logrado ahora.
Los doctores Elliot Smith y Damson han hecho un examen patológico de las momias
de Egipto, y han constatado que los egipcios sufrieron mucho de la vejiga, pues se
encontraron cálculos en la vejiga de varias momias.
El reumatismo fue otra enfermedad de aquella época lejana, y se ven hasta hoy las
deformaciones causadas por este mal.
Uno de los Faraones debió haber sufrido mucho de dolor de muelas, pues al examinar
la momia se vieron todas sus muelas cariadas.
Cicatrices en la encía dieron a comprender que el pobre Faraón debió haber estado
en manos de dentistas que le operaron... con o sin dolor.
El padre de Tutamhamons, el rey Amenofis, tenía una dentadura detestable, y, como
en aquellos tiempos no se conocían dientes postizos, el desdichado rey debió haber
sufrido lo indecible para comer.
Curiosos son los estudios y observaciones que ha hecho Smith en los restos
momificados de los niños.
En el estómago de muchos niños encontró ratoncitos, lo que prueba la efectividad de
los datos históricos, que relatan que aquellos pueblos eran muy supersticiosos y que
creían que las enfermedades eran espíritus malignos, que quien comía ratones podía
salvarse, pero que debía usarse esto como último recurso, debiendo tragar los
ratoncitos enteros, con lo que, naturalmente, morían más pronto los pobres niños
egipcios. Raro es que este remedio del ratoncito no se encuentre en muchas tribus y
pueblos antiguos y en diversas partes del mundo. Con razón dice el arqueólogo que
se dedica a estos estudios, que esta superstición es una de las pocas que se han
conservado por tradición a través de seis mil años.
Si bien había en Egipto muchas supersticiones, la ciencia de curar había llegado a
cierta altura. En eso el Oriente tiene mucho parecido con el Perú, donde los Incas
hacían trepanaciones perfectas, como se puede ver en las huacas momias peruanas,
que encontramos en todos los museos.
¿Qué relación hubo entre México y Egipto? No se puede saber de fijo, pero curioso
es que en uno y otro país haya pirámides, siendo las de San Juan de Teotihuacan, en
la línea del ferrocarril de Vera Cruz, tan soberbias como las que sirvieron de tumba a
los faraones de Egipto.
Dos antiguos médicos que vivieron en aquellos parajes, han dejado señales de sus
actividades; eran al mismo tiempo Astrólogos y conocían los signos de la mano.
La Astrología y la Quirología, tan despreciadas a veces, pueden ser, especialmente
esta última, de mucha utilidad a la ciencia médica. No hay una sola enfermedad que
no se señale con alguna línea, enrejado, cruz o signo en la mano, y todo el mundo
debería estudiarla. (Véase Tratado de Quirología, del mismo autor).
A pesar de los anunciados adelantos y escritos de la medicina. —Cabot, de la
Universidad de Havard, comprueba que las autopsias practicadas en los cadáveres
de individuos diagnosticados antes del fallecimiento, han demostrado que el
diagnóstico fue verídico solamente en un cincuenta por ciento.
Es decir, que la mitad de la gente se muere sin saber de qué.
Muchas enfermedades tienen remedio si se acierta con tiempo el diagnóstico; pero,
¡pobre de aquel al cual le dan remedio para una enfermedad y resulta que lo que
tiene es otra distinta! Aun hay muchos órganos internos cuya función es ignorada por
los médicos; hay muchas enfermedades difíciles de constatar.
La Quirología es lo único matemático para ver a un enfermo lo que tiene; para hacer
un diagnóstico, es lo único seguro.
Pero no solamente esto. La observación sobre las líneas y signos de la mano, ha
demostrado que por este medio se puede pronosticar el porvenir. La Quirología nos
puede, pues, poner sobre aviso de lo que nos pueda ocurrir.
La casualidad no existe para el Rosa-Cruz, todo efecto proviene de una causa, y la
causa de todo lo que acontece a nuestro cuerpo queda señalada en la mano.
Hasta dónde va ya la medicina en cuestión de diagnóstico lo demuestran los estudios
del Doctor Muck de Essen, quien para comprobar lúes, epilepsia y, en general, las
simpático-pertonias locales, frota la mucosa de la nariz con adrenalina o suprarrenina
(1:1000) que produce naturalmente una inflación local; entonces frota dos o tres
veces suavemente con la cabeza de una sonda, procedimiento que hace salir una raya
blanca en los enfermos indicados y en las embarazadas, mas nunca en personas
sanas.
Este método de diagnosticar la sífilis es más seguro que la R. W., y recomiendo su
experimentación a todo especialista de nariz. (Véase Münchener medic Wochnschrif,
1925. Nro. 237. Páginas 1543-1544).
Todas estas cosas que parecen nuevas, son sin embargo viejas, y ahora las volvemos
a estudiar.
V
Pero volvamos a casa de la madrastra del joven Reiman.
El reloj dio cuatro campanadas y para apreciar con mas exactitud la hora, dirigió una
mirada desasosegada a la esfera. Eran las cuatro y su hijo no se encontraba aún en
casa, a pesar de que la clase acababa a las doce.
Su esposo, que como ya saben nuestros lectores era el propietario de una fabrica de
tejidos, la miraba con algo de indiferencia. Tenía él ocupaciones serias que su esposa
no podía comprender. El señor Reiman había sido en sus segundas nupcias un tanto
desgraciado, pues su esposa no era una de esas mujeres con las que pueden
compartirse penas y alegrías. No era ella madre de Bernardo. Sin embargo, y como
quiera que había sido la única madre que éste conociera, habíale tomado cariño hasta
el extremo de que nada había tan penoso para ella como recordar que no era madre,
sino madrastra del joven. Hoy se encontraba más intranquila que de costumbre. El
proceder de Bernardo era tan desusado que a ella le parecía inaudito. No podía en
modo alguno comprender lo que pasaba por el joven Bernardo.
Por fin no pudo por menos de dirigirse a su esposo un tanto indignada:
—No sé qué interés tendrá Bernardo en pasar horas enteras en casa de Elsa. Ahora
que está en vísperas de terminar sus exámenes y que debería intensificar sus
estudios... Pero es natural. Como tú le dejas que haga cuanto quiere, sin reprenderle.
No tienes carácter para dirigirle.
como su marido callara, ella continuó:
—Cuando días pasados se quedó en Hamburgo, no se te ocurrió decirle nada. Si yo
no le escribo instándole a venir inmediatamente, Dios sabe el tiempo que le
hubiésemos estado esperando. Quizá aún estaría allí. Poco tiene él ni tú tampoco en
cuenta, que cuando se quiere ser algo de provecho en el mundo, se han de concentrar
los esfuerzos. Mucho más cuando se trata de una carrera como la suya, si es que no
ha de ser una mediocridad.
El señor Reiman seguía escuchando con paciencia, mientras ella seguía el curso de
sus propios pensamientos.
—¿No hubiera sido mejor que se hubiese dedicado a la medicina en general? Tan
solo con el ansia de curar a Elsa, se ha empeñado en dedicarse a los ojos; y luego,
¿para qué? ¿Acaso puede tener cura un ciego de nacimiento?
Al llegar a este punto Reiman no se pudo contener y exclamó:
—Deja que las cosas sigan su curso natural, que la vida no la podemos sujetar a
nuestro capricho. Deja que el muchacho obre, que quizá no va tan mal guiado como tú
te figuras.
Estas palabras que fueron acabadas con una sonrisa, un si es no es irónica,
exasperaron algo a la señora Reiman.
—Ya sé que tú no harás otra cosa que reírte cuando con razones trato de indicarte el
peligro que corre tu hijo. Todo lo que él hace te parece bien, cuando te estaría mucho
mejor prohibirle sus idas y venidas a casa de esos pobretones de Kersen.
—¿Qué quieres decir con eso de pobretones de Kersen? ¿A quien te refieres?
—¿A quién me he de referir, sino a esa despreciable señora Rasmussen, viuda de
Kersen?
—Augusta, te suplico que te refrenes —dijo en tono excitado el viejo Reiman—.
Vergüenza debería darte expresarte de esa manera. Sabes tú muy bien, que su
marido, el padre de Elsa, toda la vida ha trabajado para nosotros; y tengo la
convicción íntima de que lo que poseo se l debo a ellos; que, para sí mismos, si no
hicieron mayor fortuna, fue en primer lugar por culpa nuestra. Yo estoy persuadido
de que constituye un deber mío velar por esa mujer, y lo haré, pese a quien pese. Y
en cuanto a tu repetido tema de la pobreza, no es tanto como a ti te parece. La viuda
de Kersen tiene su hermano en México, del cual se dice que posee inmensas
riquezas, y del que Elsa ha de ser, sin duda, la heredera. A propósito, dicen que
actualmente se encue ntra en Alemania. Yo por mi parte celebraría que la familia
Kersen encontrase el apoyo de alguien; lo necesita, sobre todo Elsa, que se
encuentra privada de la vista.
—Sí —dijo la señora Reiman riéndose sarcásticamente—; ¡ahora podrá comprar la
señora Kers en vestidos mas lujosos!
—Te suplico, Augusta, que dejes esa actitud, —dijo el señor Reiman, con tono
enérgico.
—¡Ah! ¿Con que tanto interés tienes por la señora Kersen? También creerás, sin
duda, que no hay nada que decir, si Bernardo pierde el tiempo lastimosamente en su
casa.
—¡Siempre con el mismo tema! —exclamó él con manifiesta impaciencia—. Ya de
tiempo sabes que si va allí Bernardo, es a dar lecciones a la niña.
—¡Lecciones! ¿eh? —exclamó su esposa—. ¡Y a la niña! ¡Una niña de dieciocho
años! ¡Ya es hora de que aprenda algo! ¡No ha dejado de darle clases desde que
tenía cinco años!
—El tiempo de jugar no es el tiempo de aprender.
—No, no creas que confundo las edades; pero no las confundas tú tampoco, y ten en
cuenta que ya no son niños, y que, si no pones remedio y evitas el que se vean con
tanta frecuencia, no se dejarán esperar las consecuencias.
—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó Reiman, a quien no se le escapaba el
alcance de las últimas frases de su esposa.
—Nada, sino que el mejor día puede a Bernardo ocurrírsele que quiere casarse con
ella —contestó su esposa tratando de suavizar su intención.
—¡Bah! —contestó encogiéndose de hombros el señor Reiman —dejemos esta
cuestión. Elsa es ciega, y mi hijo podrá casarse con aquella que su corazón le indique.
Tenía él intención de acabar aquel asunto y tornó a emprender una lectura que antes
comenzara. su esposa, sin embargo, continuó:
—Pues si lo crees así, no sé a qué consentir que Bernardo esté allí siempre. ¡Nada
tenemos que ver con esa gente!
El señor Reiman suspendió de nuevo la lectura.
—Tener que ver, sí que tenemos. Tú sabes muy bien que yo conocía a la señora
Kersen antes de conocerte a ti, y que fue tu mejor amiga antes de casarse con
Kersen. Ella misma te presentó a mí. Además sabes también, que en los primeros
años de su matrimonio, nuestra amistad fue de las más íntimas.
—Lo pasado, pasado está.
—Sí, es cierto; pero, con todo, no extrañes que me alegre y me satisfaga el que mi
hijo sea consecuente con una amistad de su infancia. Prefiero que sea así a que sea
como la mayor parte de los jóvenes de su tiempo. Reconozco un mérito en su
proceder. Te aseguro que no he podido por menos de sentir alegría y casi orgullo al
ver cómo la carita de la pobre ciega se iluminaba de alegría tan solo al sentir la voz
de Bernardo.
Hizo una pausa el señor Reiman, y, como su esposa callara también y él no quisiera
volver de nuevo a reemprender la conversación, se levantó de su asiento y salió del
comedor.
Pensando dónde se dirigiría, se detuvo un momento indeciso y encendió un cigarrillo.
Cogió después el sombrero con el propósito de marcharse a la fábrica, cuando oyó
pasos, en la escalera, de alguna persona que rápidamente la subía.
—Buenos días, papá —dijo Bernardo abriendo violentamente la puerta del comedor.
—Buenos días —contestó el señor Reiman—. Ya me figuraba que eras tú quien
subía. El mejor día vas a subir de un salto toda la escalera.
Contempló a su hijo un momento con satisfacción. La mirada viva, franca y noble del
joven le dio a él la misma confianza que ella expresaba. Había en sus ojos azules un
brillo de energía y decisión, que denotaba al hombre cuyo pensamiento no está
manchado y que tiene confianza en sí mismo.
—¡Qué! ¿Estudias mucho?
—El doctorado no cae del cielo; y estos últimos días de preparación de examen, me
tienen bastante atareado.
—Bien, bien; no te descuides en tus estudios. Hasta la vista.
Bernardo marchóse a su cuarto.
Cuando entró en él, estaba toda la habitación inundada de luz solar. El aspecto
interior denotaba que su dueño era hombre de gusto. Había en ella dos sillones de
cuero que parecían formar juego con un sillón del mismo color, dos o tres cuadros de
algún pintor notable, una mesa y un diván. Unas amplias cortinas de color blanco
verdoso cubrían las ventanas, que venían a dar sobre la fronda de los tilos del jardín.
Toda la estancia parecía henchida de simpatía y bienestar.
Bernardo, que amaba la media luz, corrió las cortinas hasta detener la invasión de sol
y se sentó sobre el diván soñando en sus propias ilusiones.
La quietud de la estancia, la luz suave y el cansancio del estudio de los últimos días,
le hicieron a poco sentir un suave sopor que no tardó en convertirse en sueño
profundo.
Su sueño duró un tiempo que él no pudo apreciar; y cuando volvió a darse cuenta de
su situación fue atraído por el leve rumor de unos pasos en la puerta de su gabinete.
Abrió los ojos y vio que su madrastra se encontraba allí con el retrato de Elsa en la
mano. Su gesto era de enojo, seguramente causado por los celos motivados por la
preferencia que su hijastro tenía para la joven.
—¡Hola, mamá! —exclamó Bernardo—. Perdona que no haya ido a saludarte; creía
que te encontrabas fuera de casa.
Levantóse entonces y la besó en la frente.
Dejó ella el retrato en el lugar de que lo tomara, con el ceño fruncido.
—Los hombres pronto se olvidan del respeto que han tenido a sus madres cuando
niños —dijo.
—Mamá, tú no puedes decir eso de mí —dijo él un tanto sorprendido.
Miró entonces con mayor detenimiento a su madrastra, y, viendo su expresión de
enojo, que él no sabía a qué atribuir, pensó que tal vez no se encontrase bien.
—¿Qué tienes? —le preguntó entonces cambiando el tono de la voz—. ¿Qué te pasa?
—¿Quieres decirme qué es lo que significa el retrato de una joven en tu habitación?
—¿Te refieres al retrato de Elsa Kersen?
—Precisamente a él me refiero. No veo qué necesidad tengas de ese retrato aquí
donde no puede servir de otra cosa que de distracción en tus estudios.
—No, querida mamá, la imagen de Elsa no me distrae ni me aparta de mis estudios.
Casi me atrevería a decir que me ayuda en ellos, puesto que me alienta y sostiene en
los momentos de duda.
—¡Bah! ¿esa pobre ciega? Pero, ¿en qué estás pensando, hijo mío?
—¿Es posible, mamá, que me preguntes eso? ¿No movería en tu pecho mejores
sentimientos otra cualquiera desgracia? Piensa que la he conocido cuando era una
niña y que ha sido la compañera de los juegos de mi infancia. Nunca he gozado más
que cuando tú y su mamá me permitíais enseñarla a andar.
—A mí me sorprende tu memoria, hijo mío —fue cuando a la señora Reiman se le
ocurrió contestar—. Todo eso pertenece al pasado.
—Pertenece al pasado, ciertamente, mamá; pero sobre ese pasado se ha edificado el
presente. Elsa y yo hemos crecido juntos como hermanos y como hermanos nos
hemos querido. Además, Elsa es un alma interesante. Sus dotes musicales son
extraordinarias. Las más difíciles composiciones las ejecuta tan solo después de
oídas, con una precisión extraordinaria. Seguro estoy de que si la oyeras interpretar
la marcha nupcial de Lohengrin, te admirarías. Las composiciones de Buttner las
interpreta mejor que Marte Fishbach. Para mí es un enigma su rápida ejecución. A
veces cuando se cree sola, ejecuta algunas inspiraciones suyas de belleza
incomparable. Cuando la escucho en tales momentos me recuerda a la médium
musical Miss Chepard, que bajo la influencia de un ser invisible, tocaba al piano las
composiciones más exquisitas. Y lo más extraordinario del caso es que Elsa tiene
también facultades para el dibujo y la pintura.
—Supongo que no me tienes por tonta. ¿Cómo voy a creer semejante cosa?
—Sí, mamá; puedes creerlo. Es la verdad misma.
—Pero, hijo mío, ¿cómo voy a creer yo tal cosa? Puedo creer que toca bien, pues es
cosa frecuente en los ciegos; pero de ningún modo que pinta o dibuja.
—Puedo asegurarte que es cierto lo que ella dijo un día: “No me siento tan
desgraciada como ustedes me consideran; a ustedes les ha dado Dios la facultad de
ver con los ojos, pero a mí me ha dotado de una mirada interna. Si ustedes tienen ojos
físicos, yo tengo una vista del alma”.
—Todo eso, hijo mío, ni lo entiendo yo ni lo entiendes tú. ¿Qué quiere decir eso de
una mirada interna?
Bernardo sonrió levemente.
—Sí, madre; hay en efecto miradas internas. ¿No recuerdas tú aquella frase de
Hamlet, de que hay cosas en el cielo y en la tierra que no puede saber nuestra
filosofía?
—Sí, en efecto, recuerdo esa frase. La he oído usar en diferentes ocasiones como un
parche con que espiritistas y ocultistas tapan cómodamente las lagunas de sus
teorías.
Bernardo sonrió de nuevo; y, antes de que contestara, continuó de nuevo su madre:
—Todo eso deben de ser las enseñanzas que adquiriste en Hamburgo de labios de
Rasmussen. Me parece que el tal debe de ser un charlatán de alta escuela. Sin duda
alguna, que has venido a dar con un buen maestro.
—Lo que dices e injusto. Todas estas cosas las conozco yo mucho antes de que
conociera a Rasmussen y precisamente las conozco por Elsa, quien tiene facultades
mediumnimicas o suprafísicas, bastante raras, y fue por ella por quien llegué a
interesarme en esta ciencia. He leído varias obras espiritistas que explican
perfectamente estos hechos. He tenido ocasión de comprobar las profecías del
Médium Davies, el cual predijo la gran guerra. Y, sobre todo, lo que más me interesó
fue el saber que pensadores tales como Schopenhauer, Kant, Hegel y Naquer, eran
ocultistas.
La señora de Reiman escuchó todo este relato y dijo después con una sonrisa un
tanto sarcástica:
—Veo que en ti han hallado un buen discípulo que está dispuesto a creer todo cuanto
te digan. Yo debo ser que no sirvo para esas cosas; me gusta creer tan solo en lo que
veo.
—Tú eres de aquellos a quienes se refiere Jesús cuando dice: “Si no veis pruebas y
milagros, no creéis”. Pero puede asegurarte que, si yo creo, es porque he visto estas
pruebas y estos milagros. Y no, como tú crees, por Rasmussen, sino por la misma
Elsa. permíteme te cuente algunos hechos para que juzgues con mejor conocimiento:
Era ella muy niña todavía, cuando cierto día al caer de la tarde, su madre le
preparaba una mesita en el jardín para cenar cerca de la glorieta en que ella se
encontraba descansando; y notó que su cuerpecillo se estremecía, y, a poco, se puso
de pie, en gran manera agitada. Acercóse su madre por ver lo que le sucedía y oyó
que ella decía:
—¡Socorro! ¡socorro! ¡Dios mío...! ¡Pobre gente! ¡Qué desgracia! Un barco tan
hermoso y se hunde sin remisión.
Y, al acercarse su madre, continuó:
—¡Qué desgracia! La mole de hielo lo ha destrozado y oigo los gritos desesperados
de las madres que piden auxilio por sus hijos.
Cogióla su madre en los brazos, y poco a poco fue volviendo en sí, de tal modo, que al
momento no se acordaba del incidente y se encontraba como si tal cosa hubiese
pasado. Pocos días después traían los periódicos la noticia del desastre del Titanic.
La señora Reiman escuchaba con atención, Bernardo continuó:
—En otra ocasión, cuando ella ya tenía más de quince años, la acompañaba yo en un
paseo por el jardín botánico. Era un día extremadamente caluroso y amenazaba
tempestad. La lluvia había ya empezado a caer copiosamente y yo para protegerla la
llevé bajo la espesa fronda de unos árboles del jardín. Los truenos comenzaron a
retumbar a lo lejos. En esto y cuando yo la creía más tranquila, sale de debajo del
árbol diciendo: “Mamá está muy preocupada por nuestra ausencia”. Y echa a andar
con una celeridad rayana en la carrera. Intenté yo sujetarla un momento; y, con una
energía de que no la creía yo capaz, se desasió de mis manos, siguiendo, sin
desviarse, su camino, mientras me decía: “Apártate de ese árbol, si es que no quieres
perder la vida”. ¡Cuál no sería mi sorpresa cuando, a los pocos pasos de seguirla, fui
deslumbrado por un relámpago formidable, seguido de una estruendosa detonación!
Volví la cabeza atraído por un extraño crepitar y vi que el roble bajo el cual nos
guarecimos, había sido abatido por una exhalación.
—Le debes, pues, la vida. ¿No es así?
—Así es, en cierto modo.
—Y seguramente que tu pintora ciega ha hecho algún cuadro con esas escenas, ¿no?
Pura pose de comedianta.
—No te burles, ama, de estas cosas; créeme que son serias en verdad.
—¡Pues qué! ¿No aseguras que ha demostrado su talento para la pintura?
—Puedo asegurarte que así es en verdad —volvió a decir Bernardo—. Hace unas
semanas tuve de ello una prueba muy curiosa: Estábamos sentados en el jardín, una
tarde, al oscurecer. Ella tenía sobre su regazo un manojo de rosas. Tomó una de ellas
y e dijo: “¿No es cierto que ésta es roja?” Y en efecto así era. Lleno de curiosidad, le
pregunté: “¿En qué puedes diferenciar las rosas rojas de las blancas?” Y ella me
contestó: “En que las blancas exhalan un aroma distinto del de las rojas”. Después
un poco pensativa me dijo: “Quisiera que me expliques qué son las rosas, además del
aroma que yo siento”. Entonces yo le expliqué su crecimiento, forma y disposición de
sus hojas. Puse entonces algunos de los pétalos que se habían deshojado, en su mano,
y ella con honda satisfacción me dijo: “Ahora ya sé como son las rosas. Dame papel y
lápiz y verás cómo te pinto una”. Yo puse mi cuaderno de notas sobre la mesita del
jardín, y coloqué asimismo mi lápiz en su mano. Apoderóse entones de ella un estado
de nerviosidad extraordinario. Pasó varias veces la mano por su frente y, despacio al
principio, luego rápidamente, fue trazando sobre el papel hasta dejar en él
magistralmente dibujada una rosa con su tallo y hojas. Yo contemplé admirado el
dibujo, que un artista no hubiera mejorado; y ella me dijo que creía que las rosas eran
así, pues así las veía con su vista interna.
—Pero esto suena a charlatanismo —objetó su madrastra.
Bernardo repuso:
—Es verdad que suena a charlatanismo de las pitonisas, y todos conocen el
significado de “ciencias exactas”, que equivale a Universidad, a matemáticas. Dos
campos opuesto y, sin embargo, cercados por los últimos inventos.
Las ciencias ocultas hablaban de telepatía, es decir, de ciertas facultades medicales
de ciertos sujetos de hacer transmitir sus pensamientos, sus palabras, al través del
espacio, y las ciencias exactas hicieron surgir últimamente la radiotelefonía en que
también se transmiten las palabras al través de grandes distancias; solo que esta
última, en vez de tener medium, tiene antenas de alambre.
Ahora un gran sabio ha descubierto que el hombre mismo es una antena; y por eso,
digo, las dos ciencias se han unido, completado, y entonces lo que se ve es que no hay
ciencias exactas ni ocultas, que la ciencia ha de ser una siempre, o lo que es lo
mismo, ciencia a secas y exacta, porque si no es exacta, no es ciencia, sencillamente.
Lo que nos enseña, sí, es que no debemos rechazar nada como superchería, por el
simple hecho de no comprender una cosa, sino que debemos estudiarlo todo,
reservándonos lo bueno y lo útil, y dejando lo demás aparte.
Vamos al grano: Un eminente físico alemán ha descubierto un aparato para enviar
radiotelefonemas que son recibidos por los oyentes, sin antenas, solo poniendo un
corto alambrito entre el aparato y el hombro; si dos o más se toman de la mano,
aumenta la fuerza de la voz que se escucha.
Pero, ¿qué será lo que sirva de antenas en el hombre? Pues muy sencillo: el hierro
contenido en los glóbulos de su sangre y en todas partes de su organismo en estado
coloidal. Este hierro, que por sus radiaciones y permanentes emanaciones forma una
red dentro y alrededor del cuerpo humano, ha de ser más sensible que todos los
alambres que compongan las antenas colocadas sobre las casas; lo único que se
requiere es un emisor especial, que ya tenemos.
Si se piensa que se han hecho ya experiencias de mandar vistas cinematográficas por
vía inalámbrica, bastará mañana inventar un aparato para ponerlas ante nuestros
ojos: y entonces tenemos la explicación de las apariciones de las cuales también nos
hemos reído.
En lugar de reírnos de las ciencias llamadas ocultas, deberemos quitarnos el
sombrero, si todo se va realizando con la telepatía. y nos podremos hacer esta
pregunta: ¿Qué verán nuestros hijos, de aquí a unos cuarenta años, si las cosas van
como van?
Al morir nosotros, el hierro que reside en nuestro cuerpo no se va; quizás se
transforme algo, pero luego, al corromperse los tejidos y la sangre difundida por la
tierra, va a servir otra vez de alimento a una planta para formar el clorofil que
nosotros comamos. Viéndose, pues, que los mismos elementos que nos forman hoy,
nos vuelven a formar mañana, entonces tenemos la explicación científica de la
reencarnación.
¿Comprendes ahora la explicación de la pintura de las rosas, mamá? —continuó
Bernardo—. La imagen de la flor se graba directamente en las celdillas cerebrales,
sin necesidad de los ojos.
—Sí; es verdad lo que dices. No deja de ser curioso —dijo la señora Reiman con
admiración.
Bernardo, lleno de optimismo, continuó:
—¿Ves ahora, mamá, por que quiero salvarla de esa eterna noche que la rodea, y
que la priva de ver directamente las formas de la naturaleza y gozarse en su
hermosura? Daría una parte de mi vida, por que ella alcanzara la luz de sus ojos.
Ahora tengo una nueva esperanza desde que he conocido a su tío.
—Pero, hijo mío —dijo la madrastra—, ¿cómo puedes tú, médico próximo al
doctorado, esperar nada de un lego en la materia?
Y, con voz más dulce, agregó:
—Tú no debes proponerte imposibles, ni lanzarte seriamente a empresas tan
quiméricas. No, no debes seguir por ese camino, que de seguro te llevaría a la
pérdida de tu salud. Ten en cuenta, Bernardo, que tu salud y tu vida son sobre todo y
ante todo.
—De muy poco me serviría la salud, y aun la vida, sin un objeto que la justificase. Es
preciso que le devuelva a Elsa la vista.
Ella le miró sin comprenderle, pues para ella era aquella una empresa irrealizable.
—Si sigues ese camino, te va a pasar como a uno de tus abuelos, que queriendo
imitar a Leonardo de Vinci, se propuso hacer un dirigible y perdió toda su fortuna en
la empresa.
—Ten en cuenta, que si bien él perdió su fortuna, como dices; no obstante, Zeppelin
resolvió el problema.
Además, yo no admito la palabra imposible y estoy seguro de que por un medio o por
otro salvaré a Elsa.
La señora Reiman quedó un momento pensativa contemplando a su hijastro.
—No veo, sin embargo, el motivo de que hayas de ser tú —dijo al cabo de un rato—
el que haya de sanar a esa muchacha de la ceguera.
—Aunque no fuera más que por compasión, ya habría bastante razón para ello.
—Pues sea el motivo que quiera el que te lleva a ello, ten en cuenta que nunca
contarás con mi simpatía para tal asunto.
Y al decir esto, su rostro volvió a tomar un aspecto de dureza, que manifestó de
nuevo la mala voluntad que en vano trataba de reprimir. Varias veces había tomado
en sus manos el retrato de Elsa y varias veces lo había vuelto a poner sobre la mesa
con el mismo además de odio.
Ni ella ni el joven podían ya continuar la conversación, que se había hecho por demás
difícil. Por lo tanto, después de decir estas palabras, salió ella de la habitación,
mientras él tomaba uno de sus libros de estudio, tanto por olvidar aquella escena,
como porque aquella noche tenía que ir a casa del profesor Mertin y debía estudiar
una lección.
Veamos ahora lo que pasa, mientras tanto, con la rival de la señora Reiman, o sea, la
hermana de Rasmussen.
VI
La viuda de Kersen trabajaba en el jardincito de detrás de su casa.
El edificio en que vivían no era de su propiedad. Pertenecía al mismo propietario de
la casa Reiman. Por lo menos, así parecía, pues la casa se hallaba hipotecada por
unos treinta mil marcos, que era aproximadamente la mitad de su valor.
La señora Kersen, para poder vivir, se había visto obligada a subarrendar parte de
su casa; y con esto y un pequeño capital que heredara de sus padres, vivía
honestamente.
Desde la llegada de su hermano el Cónsul Rasmussen, había procurado ella poner
más orden en su casita. Él, como ya dijimos, no se había alojado en casa de su
hermana, sino en un hotel de la ciudad; pero no había dejado de ir a verla todos los
días. Solo los dos o tres últimos, no había ido por casa de su hermana.
La señora Kersen se había puesto un sombrero de alas anchas mientras trabajaba,
para defenderse de los rayos solares, algo fuertes por la estación. Había estado
ocupándose en limpiar los árboles, de orugas, y quería después hacer un ramo de
flores para adornar su casa.
Su pensamiento la hizo recordar, mientras contemplaba las flores, la felicidad de
otros días pasados y la apartó un momento de aquel lugar, cuando una suave voz que
dejaba adivinar la juventud y la bondad, la hizo volver a la realidad.
—Madre, madrecita, ¿dónde estás?
La señora Kersen se sobresaltó un tanto y volviéndose en la dirección de que partía
la voz, contestó:
—Ya voy, hijita; aquí estoy.
Y mientras así hablaba se encaminó al encuentro de su hija a mitad del camino.
El semblante de Elsa resplandecía de alegría.
—Mamá, he tenido una lección encantadora. Bernardo me ha descrito algo de
España, las montañas de Cataluña, con tan vivos colores, que me parecía verlas;
sobre todo, Montserrat, con sus formas fantásticas que parece hayan sido modeladas
por gigantes milenarios. Me han pintado también la ciudad de Barcelona con sus
alrededores llenos de elegantes residencias y muy especialmente el Tibidabo.
Bernardo tiene un talento para contarme todas estas cosas, que realmente hace que
las vea.
—Pero, hija mía, si Bernardo no ha salido jamás de Alemania...
—Sí, es verdad; pero Bernardo ha tenido, según me cuenta, largas conversaciones
con mi tío, sobre esta Montaña, hasta que le ha propuesto un viaje a Cataluña.
Esta Montaña de Montserrat es la que aparece en la ópera de Parsifal, de Wagner,
cuya partitura toco con más entusiasmo, desde que Bernardo me ha relatado la
importancia de aquel Monte en la ópera. Además, tiene un íntimo amigo de aquel
país que se lo ha descripto con todo el ardimiento de que es capaz un meridional y con
el cariño de un patriota. Tú ya sabes la imaginación que tiene Bernardo y lo bien que
se le quedan impresos todos los detalles. No te puedes figurar lo feliz que me hace
Bernardo cuando me cuenta todas estas cosas. ¡Lástima que Bernardo no pueda
estar aquí esta noche con mi tío! ¡Somos tan felices cuando estamos todos reunidos!
—No debes, querida mía, distraer tanto tiempo a Bernardo; ya sabes que se prepara
para su examen.
Esta reconvención dulce, la hizo la madre con amargura; ella también temía un
corazón que lo comprendía todo...
Las atenciones para el hermano, habían distraído un tanto a la señora de Kersen, en
las últimas semanas.
El Rosa-Cruz había recibido muchas invitaciones, ya de sociedades científicas, ya de
casas de particulares.
VII
La elegante residencia del profesor Dr. Johanes Mertin, estaba profusamente
iluminada. En el salón de fumar estaban sentados algunos ilustres profesores de
diferentes facultades y entre ellos había animadísimo cambio de opiniones, notándose
la natural impaciencia con que era aguardada la llegada del Cónsul Rasmussen, de
quien el colega Mertin había narrado cosas tan raras, tan sumamente admirables e
interesantes.
La hija única del profesor enviudado, junto con la dama de compañía, que era ya
entrada en años, revisó una vez más la mesa, ordenó a la criada algunas frutas, pasó
la servilleta por encima de una copa que no le pareció suficientemente limpia, dio a
los floreros colocación adecuada, y una vez todo en su lugar, se fue de un cuarto a
otro, deteniéndose ante un antiguo espejo sumamente valioso, que reflejó su fresca y
juvenil figura en toda su radiante belleza.
Con íntima satisfacción miróse en sus grandes ojos castaños, que circundados por
unas pestañas grandes y oscuras tenían... algo que atraía. humedecióse el dedo
corazón con la lengua y lo pasó varias veces por sobre sus cejas. Su graciosísima
nariz algo chatita y los pícaros hoyuelos de la barbilla y mejillas, descubrieron su
veleidoso carácter. No se podía imaginar cuadro más bello que esta fresca flor
humana, encarnada en jovencita tan graciosa. El ligero vestido de baile, amarillo
dorado, ricamente guarnecido con valiosos encajes sostenidos por un cinturón de
seda, con rosas encarnadas, hacía resaltar deliciosamente su interesante hermosura.
de pronto echó la cabeza osadamente hacia atrás y riendo burlonamente dijo:
—Así ya le gustaré.
—¿A quién? ¿Al mago Rasmussen, quizás? —preguntó un joven que la observaba
desde la puerta.
—¡Vaya, Juan! —repuso sobrecogida Elfrida; y, contrariada, rápidamente quiso
escaparse de su primo Juan de Reichenau. Pero éste le cerró el paso.
—¡Ah, ya! ¡Esto quisieras! Pero primero hay que dar contestación, hijita—
hostigándola riendo el joven—. Vamos a ver, pues —¿a quién quieres gustar? —Al
viejo señor Rasmussen no ha de ser seguramente. Dime, pues: ¿quién es el
afortunado a quien quieres cautivar?
—Vamos, a ti seguramente que no— repúsole ella aun algo enojada.
—Bien; esto ya lo sé desde hace mucho tiempo, y no tenías necesidad de decírmelo
siquiera. Pero ¿quién es el falso? O, más bien dicho, ¿el infeliz a quien quieres
gustar? Ya puedes decírmelo.
—Esto a ti no te importa.
—Pues entonces, no me lo digas, diablillo. A mí, después de todo me es
completamente igual. Por mi parte, hasta puedes querer gustar al mago, pues éste
puede rejuvenecerse, como Fausto, y entonces tú serás Margarita.
Pero, ¿sabes...? —continuó, después de una breve pausa, en que la estuvo
contemplando con ojos ardientes—. No dejas de ser una linda prima. No hay que
darle vueltas. Linda, para comerte. Aun el más envidioso tendría que confesarlo.
—No me detengas, Juan. Déjame el paso libre, tengo que hacer —insistió ella—.
¡Pronto! ¡Quiero pasar!
Le dio un suave empujón, pero Juan no se movió. Soltó una alegre carcajada y por de
pronto aun no la dejó pasar.
Entonces enfurecióse Elfrida nuevamente:
—Te vuelves insoportable, Juan.
—Vamos, si me vuelvo es que aun no lo soy. Gracias a Dios —repuso él osadamente.
—Pero, Juan, ¿no oyes que quiero pasar? —repitió ella, enojada.
—Así, así está bien. Así me gustas, Elfridita. Ahora vete.
Juan se retiró a un lado. Llena de indignación por su comportamiento, ella no se
dignó dirigirle una mirada más, y quiso salir del cuarto. Pero, de repente, se detuvo,
pensativa; volvióse hacia su primo, y le preguntó, breve, con una entonación
forzadamente amable:
—Tú, dime: ¿conoces a Bernardo Reiman?
—¡Ya! ¡Ya di en el clavo! ¿Es cierto que quieres gustar a Bernardo?
luego levantó el dedo hasta la frente y repitió dos veces reflexivo:
—¿Reiman? ¿Bernardo Reiman?
¡Ah, ya! ¡Justo. Sí le conozco. Dicen que es un verdadero ratón de biblioteca. Él es
también quien mejor conoce a este señor Rasmussen. Ahora comprendo. Por eso
viene esta noche aquí.
—¿Sí...? —preguntó ella reflexionando.
pero luego, como si quisiera dar otro giro a la conversación, preguntó él:
—¿Quién viene además esta noche?
—No lo sé, Juan. La señora Grünfeld, nuestra nueva ama de llaves, me dijo que hoy
vendrían más visitas que de costumbre.
En este momento se abrió la puerta entró el profesor Juan Mertin con otros señores.
Los dos jóvenes se callaron en el acto y se volvieron.
—Papá, eres tú —exclamó Elfrida; y radiante de alegría corrió presurosa hacia él,
abrazándolo e imprimiendo un beso en su mejilla, sin poner atención en los señores
que con él habían llegado. A cada uno de éstos, parecióle como si un alegre pajarillo
volase en medio de su corazón. Tanto se alegraron de la natural desenvoltura de la
joven, que, sin poder retener su alegría, estallaron en ruidosa risa.
—Esto sí que lo acepto; ser sorprendido por una hijita tan encantadora —dijo,
sonriendo complacido, el viejo solterón, profesor Mahlzahn, y fiscalizando a través de
sus gafas de oro.
—Colega, tuya es la culpa si ahora tienes que que darte mirando cuando se besa —
bromeó su amigo, el consejero Schilling—. Si te hubieses casado, habría quizás seis
hijos, posiblemente hasta nietos, que se te echarían uno tras uno al cuello, y besarían
tu calva.
Todos se miraron unos a otros. El profesor Mahlzahn, apenado, murmuró algo entre
dientes, y ya quería contestar con una réplica; cuando la señora Grünfeld anunció la
llegada del señor Rasmussen.
Todos se miraron unos a otros. el profesor Mertin dijo:
—¡Ah, ya está allí!
Abrió la puerta que daba al salón, y suplicó a los señores que pasaran. En el mismo
momento entró Rasmussen por la puerta principal, acompañado de Bernardo
Reiman.
El joven candidato de medicina fue el primero en presentarse al viejo profesor.
tendiéndole la mano, dijo, con una reverencia:
—Buenas noches, Maestro.
—Buenas noches, señor Reiman.
Luego, colocándose entre Rasmussen y el profesor:
—Permitan los señores que los presente... El señor Cónsul Rasmussen... El señor
Mertin.
Enseguida fueron presentados los demás señores, y el profesor rogó a todos que
tomaran asiento.
Después de su regreso de Hamburgo, Bernardo había contado las cosas más
admirables de Rasmussen y ante el profesor Mertin había sostenido que el Rosa-
Cruz era un verdadero y efectivo mago. Afirmaba haber visto en Hamburgo con sus
propios ojos, como había derretido plomo, que luego transformó en oro. Aseguraba
que debía tener conocimientos extraños y que disponía de fuerzas que nadie conocía.
Entre los profesores de la Universidad, la anunciada visita de Rasmussen había
constituido la conversación de todos los días y toda la curiosidad iba dirigida de
pronto hacia las fuerzas ocultas del cónsul. Sin embargo, al profesor no le pareció
lícito abordarle enseguida a boca de jarro y pedirle inmediatamente una repetición
del enigmático experimento. Mas bien se propuso conquistarse indirectamente el
favor de tan curiosa personalidad. Como Rasmussen sabía que Mertin había sido
profesor de Bernardo, comenzó a hablar sobre medicina. Mertin le informó:
VIII
—La guerra europea requirió los servicios de muchos médicos, y se les dieron a los
galenos muchas facilidades para sus exámenes. Posteriormente, tuvieron ocasión de
aprovechar las experiencias de la campaña, y al final de la lucha hubo un número
crecido de buenos cirujanos.
Parece que estas mismas facilidades para la carrera de la medicina, indujeron a
muchos jóvenes a no cursar esta ciencia, por temor a no encontrar una labor
remuneradora después; ya que se creía que muchos jóvenes irían a estudiar
medicina.
En Alemania y en España, creo que hay médicos de sobra; no así en los Estados
Unidos, donde reina actualmente una gran escasez de hombres que se dediquen al
arte de curar.
Las facultades de Medicina de la República del Norte, eran antes más numerosas,
pues hace veinte años se contaba con 159 colegios, habiendo cerrado sus puertas 77
de ellos, en los últimos años.
La estadística da cuenta de que en los Estados del Sur y del Oeste, los médicos en
general son de edad avanzada y que al morir no tienen quien los remplace.
En Filadelfia hay por cada seiscientos habitantes un médico, en Pitsburgo uno por
quinientos, pero en el Estado de Pensilvania a razón de uno por mil.
La falta de médicos en el Estado de Nueva Hampshire es una verdadera calamidad,
pues ese Estado cuenta con 236 ciudades, de las cuales 110 están sin médico alguno.
No debemos olvidar que en los Estados Unidos hay una libertad sin límite para el
ejercicio de la medicina; no es necesario allá que tengan título, si es que no se
dedican a la alopatía. Los homeópatas no necesitan examinarse siquiera; basta
comprarse un botiquín, y adelante.
Hay miles y miles de “healers”, una especie de curanderos, que curan con oraciones
religiosas. Son ellos miembros de la iglesia de la ciencia cristiana, tan popular en la
República del Norte.
Los estudios de medicina eran sumamente sencillos en las Facultades
norteamericanas, y había Facultades de dudosa reputación, en las cuales, mediante
paga, se conseguía patente de médico. Pues con todo esto, la escasez de galenos es
enorme en los pueblos señalados, y ofrece un brillante porvenir a los médicos
extranjeros.
En muchas ciudades del Centro, los habitantes cotizan una suma mensual para
ofrecer un sueldo especial a los médicos que se deciden a establecerse, remuneración
que no baja de ciento cincuenta dólares mensuales, cantidad más que suficiente para
vivir una familia.
Pero dejemos todo esto aparte.
—Mucho celebro, señor Cónsul, poderle saludar esta noche en mi casa y lo
considero como un especial honor. Mi discípulo, el señor Reiman, nos ha contado
muchas cosas de usted y de su país.
Está lleno de entusiasmo por México; ya está hablando de emigrar y nos quiere
llevar a todos.
Rasmussen había escuchado con sonrisa satisfactoria y con inclinación de cabeza el
saludo efusivo del profesor y contestóle jocosamente:
—Efectivamente, México es cuatro veces y media más grande que Alemania y puede
aprovechar aún inmigrantes. El señor Carranza tenía intención de apoyar una
inmigración pasiva, es decir, ayudar y proteger a todo extranjero que acudiese allá.
Pero México tiene también sus defectos. Nosotros, mexicanos, recibiremos con los
brazos abiertos a todos los que buscan una segunda patria. Y digo “nosotros”, porque
mi familia emigró a México hace un siglo, vivieron allí mis padres y yo le tengo a mi
México un amor entrañable; amor que no ha podido ser aminorado, a pesar de haber
sido víctima gratuita de los hombres de los últimos gobiernos, que me han perseguido
tan injusta como tenazmente, y todo porque no he podido ser tan cruelmente ingrato
como alguno de ellos, con la memoria del mártir Carranza. Las colonias alemana y
española son las más numerosas allá y son respetadas por todos. Pena da de que
algunos elementos españoles hayan sido como yo perseguidos fanáticamente.
No son siempre los mejores elementos los que emigran de un país; y los españoles en
México que fundaron aquel virreinato, tuvieron mucho de aventureros; mezcláronse
en algunas partes, con indios crueles, que sacrificaban miles de seres a sus dioses, y
arrancaban el corazón latente de sus víctimas aun con vida. Parte de los mexicanos
de hoy, son el resultado antropológico de esas dos razas. Por eso se ven excesos
como los de los zapatistas o los crímenes de un Villa.
Las eternas revoluciones tienen un fondo de justicia: es el oprimido que se rebela
contra su opresor. Carranza fue el que comprendió aquello.
El gran enemigo, la causa de sus eternas revoluciones, el origen de todos sus males,
no son sus riquezas petroleras, ni los yanquis; si no que la causa de todo es, más bien,
el compadrazgo.
Allí no valen los buenos o malos antecedentes, el saber o la ignorancia de un
individuo, ni importa casi su filiación política. Todo depende de que tenga uno o
varios compadres que le ayuden. Si el compadre del contrincante es más fuerte, se
puede dar por perdido; pero si el compadre es un ministro, o el jefe del estado mayor
presidencial, o el mismo presidente, entonces le están abiertos todos los puestos.
Para un protegido se hacen todas las alcaldadas posibles, para el considerado como
enemigo todas las ignominias.
hubo un gobierno allá, que aun en sus efectos olía a sangre y aguardiente, y durante
el cual se cometieron los crímenes más espantosos, en aquel entonces...
Las personas que ayudaron a aquel gobierno, deberían haber quedado descalificadas
para toda su vida. Hubiera sido, no solo obligación revolucionaria, sino de
patriotismo, que a estas personas se las hubiese declarado inhabilitadas, a
perpetuidad, para ocupar puestos públicos.
Después del movimiento revolucionario iniciado por Carranza, para vengar la muerte
de Madero, lo lógico sería que los gobiernos posteriores hubiesen buscado como él
sus colaboradores entre los elementos revolucionarios; pero sucede todo lo contrario:
los últimos gobiernos han rechazado los elementos revolucionarios, y los que están
hoy en primera fila son los huertistas, los enemigos de antes.
Los emigrados tienen en estos elementos heredados de Victoriano Huerta, sus más
encarnizados perseguidores, y es natural; en sí son enemigos de todos, solo con la
máscara de amigos para aquellos que están en el poder, porque de ellos reciben la
comida. Pero el odio político tiene que encontrar su víctima y entonces, todo va
contra el pobre expatriado, que por cariño sincero a Madero o a Carranza, lleva
cadena perpetua y come el amargo pan del destierro.
Cuando se trata de perseguir a un llamado contrario, solo se hacen alcaldadas. Las
leyes no se respetan.
En todas partes, cuando una persona, renunciando a su personal nacionalidad,
obtiene su carta de ciudadanía firmada por el propio presidente de República y
refrendada por el Ministro de Relaciones, esta persona adquiere los derechos
inviolables de la ciudadanía, como hijo del país mismo.
Allá no es así. Como en las monarquías más dictatoriales, como antes en Rusia o
Turquía, el emperador puede dar una orden; un úcase; en México, el Presidente,
cuando se le antoja o le viene en gana, lanza una orden o un decreto, diciendo: “A
fulano de Tal, ya no lo considero como mexicano, ordeno a los Consulados o
Legaciones le retiren su documentación”. Es verdad que muchos empleados
consulares, por no perder las prebendas, se prestan a las cosas más ignominias.
México es la tierra más rica y hermosa, y el mexicano en general un hombre
caballeresco y noble. Lo malo es que ha tenido y tiene políticos tan apasionados y
faltos de patriotismo.
Al triunfo del presidente Carranza, los leaders del partido socialista organizaban
mitines, donde se daba de latigazos a la burguesía y al capital. No era posible para el
socialista que unos privilegiados tuvieran haciendas, palacios y dinero y el resto
trabajasen. Cada uno de los partidarios de Marx se consideraba un Tolstoy, lleno de
ideales. Ver en aquella época a un hombre bien vestido, con cuello y con una sortija,
hacía el mismo efecto como al toro el paño colorado. Todos se trataban de hermanos;
el lema era: Libertad, Igualdad, Fraternidad; el club de los aristócratas, la casa de los
azulejos, se transformó en talleres y todo el mundo predicaba el establecimiento de la
pequeña propiedad, se hacía guerra contra el latifundista.
Pasaron cinco o seis años, y se logró efectivamente quitar el dinero a los ricos, que
hasta entonces lo habían sido; se les quitaron sus casas y sus haciendas a aquellos
antiguos agricultores que conocían su tierra. Pero no por eso se acabaron los
hacendados, ni los ricos, ni los privilegiados. Lo que pasó, es que ahora lo eran los
leaders socialistas, los magnates, los que habían acaparado el dinero, y sin saber
muchas veces de agricultura, se habían posesionado de las haciendas. Sería curioso
tomar un lápiz y sacar la cuenta a los políticos de ahí, a ciertos generales que hace
diez años no tenías una peseta, ni un palmo de terreno que llamar suyo, y hoy día sus
dominios se pueden comparar con provincias europeas: Viven en palacios, ya
orgullosos pasan por las Avenidas en autos, adornados con brillantes inmensos y
para sus adentros, se mofan del pueblo imbécil. Uno con otro se ayudaron
mutuamente, y si mañana viene otra revolución, es probable que vuelva a suceder lo
mismo. No tiene remedio aquello. Ya éstas son cosas que las tienen en la sangre.
Mientras no tienen nada, son comunistas y quieren repartirlo todo por igual, y tan
pronto han robado lo suficiente, y tienen algo que conservar, se vuelven
conservadores.
Sé que esto pasa en todas partes; pero en ninguna con tanto cinismo como en
México. Allá basta muchas veces tener una mujer bonita o una casa bien puesta, que
otro codicia, para que se mande fusilar al dueño; y así la transmisión del dominio no
falla: es una cosa segura.
Yo he definido siempre la política como “servicio divino en el altar de la patria”. Al
contrario de mi definición, Voltaire dice: “La política es el arte de sacar la mayor
cantidad posible de dinero a todos los individuos de una nación, para repartirlo entre
unos pocos”. Yo quisiera ser más escuchado que Voltaire.
De boca del gran Juárez, los mexicanos recibieron una gran frase, una monumental
sentencia: “El respeto al derecho ajeno, es la paz”. Pero en ninguna parte del mundo
se respeta menos el derecho ajeno, que en México, en los últimos años.
Los que, como yo, hemos tenido simpatías por el socialismo, las hemos tenido que
abandonar al ver lo que ha sucedido en México y Rusia; que en ambos países se
logró difundir la miseria y el hambre.
No es mi intención hacer ninguna alusión personal, sino marcar una generalidad. Allá
hay también gente noble y buena, honrada y con desinterés. Y el día en que lleguen
éstos a ser admitidos en la tarea de gobernar, entonces será México la verdadera
tierra de promisión.
Yo, cada vez que hablo de México, me entusiasmo; conozco sus grandes riquezas, y
muchos hombres que tienen, para mí, un inmenso valer, pero que están alejados de la
acción política, porque no es posible hacer causa común con el bolchevismo reinante
allá.
—Usted es alemán de nacimiento, señor Cónsul, ¿no es verdad? —interrumpió el
Consejero Schilling—; y ahora es mexicano, es decir, ciudadano de tres Estados: de
origen, alemán; luego, mexicano, por sus largos años de permanencia allá, y,
noruego, por su cargo de Cónsul.
El consejero Schilling sentía un rencor inexplicable contra Rasmussen, y había hecho
esta exposición de su múltiple nacionalidad, con un acento marcadamente agresivo.
para ser más claro aún, agregó:
—Tales aventuras, no son, seguramente, raras allá en los países de las ilimitadas
posibilidades...
El Rosa-Cruz no se dejaba desconcertar fácilmente; y contestó, con tanta dignidad
como sosiego:
—Usted puede designarlo como quiera. Yo soy alemán de nacimiento y lo sigo siendo
en mis sentimientos y modo de pensar. Hace varias generaciones que vivimos en
México, y, por lo mismo, políticamente soy mexicano. Mis negocios y demás asuntos,
en cuyos pormenores no puedo entrar aquí, me han retenido en México desde largos
años. Si el destino o mi suerte —como usted lo quiera— no me retuviesen en
México, también sin ello me quedaría yo en aquel país, pues México es el país más
paradisíaco que existe. Con su clima —que ofrece una primavera eterna—, y su
superabundancia de las más preciosas frutas y flores, puede llamarse
verdaderamente un edén. Los habitantes de México son gente honrada y celosa que,
en tiempo de Carranza en una lucha justificada, trató de conquistar su libertad
política y social. Lo único que ocurre, como ya referí, es que se descomponen cuando
se meten a políticos.
El profesor Mertin sentíase incomodado por la inmiscuición de Schilling, que con sus
observaciones había desviado la conversación del objetivo que quería darle.
interrumpiendo, pues, también por su parte, a Rasmussen, manifestó:
—He leído las obras de Schleir, y, como médico, me ha interesado ver registrada en
la mitología mexicana el origen de la sífilis.
Allá tuvimos a un Dios sifilítico...
—Efectivamente, señor profesor, las antigüedades de México, las ruinas de sus
templos y sus pirámides, constituyen un segundo Egipto. La arqueología ha
constituido siempre una de mis preocupaciones favoritas; por lo demás, esta ciencia
está en México aún en sus comienzos.
Pero el consejero Schilling aun no se pudo dar por contento y se creyó llamado a
asestar otro golpe a Ramussen:
—Señor Cónsul, nos hemos apartado de nuestro tema.
—¿Cómo? —respondió Rasmussen.
Pero el consejero no se dejó desconcertar, sino que continuó:
—¿Me permite usted la pregunta de cómo ha llegado usted a este cargo?
Rasmussen lo hubiera podido despachar con una breve frase, diciendo: “¡Y a usted
que le importa!” Pero el asunto le pareció demasiado insignificante para ello.
Contestóle, pues, tranquilamente:
—Los señores saben que antes de la guerra, los alemanes gozaban de gran
consideración en la América latina, ofreciéndoseles consulados con mucha frecuencia.
Por consiguiente tampoco yo tuve inconveniente alguno, después de la muerte de mi
antecesor, aceptar el cargo de cónsul honorario, ante las repetidas súplicas del
Ministro de Relaciones Exteriores, de Cristiania. Pero para ello no tuve necesidad de
hacerme ciudadano noruego, lo que, como es sabido, solo se pide a los cónsules de
carrera. El que haya llegado a ser ciudadano mexicano, debese a la insuficiencia de
las leyes alemanas para el extranjero, que parecían procurar adrede, que, dejando de
inscribirse ante la autoridad alemana, se perdiera la ciudadanía como alemán. Yo me
tengo por mexicano-alemán, y a gusto he intervenido en favor de mi nacionalidad
alemana y de mi México!
Un teólogo presente, el cura Bromm, habíase molestado también algo con la
conversación entre Schilling y Rasmussen, y, para apoyar al profesor Mertin, no dio
tiempo a Schilling para continuar su coloquio, preguntando por su parte:
—¿En qué condiciones se encuentra el cristianismo en México? La religión del país,
es seguramente la católica? Pero yo he leído informes de misioneros, según los
cuales, los yanquis han establecido muchas iglesias protestantes y en que se afirma
que también la conversión de los indígenas prosigue prósperamente gracias a dichas
misiones.
—Efectivamente, señor cura, nuestros indios se convierten todos. Los misioneros
pueden registrar resultados brillantes. Conozco a un metodista que con sus grandes
conocimientos de la Biblia y la difusión del evangelio, ha llegado a poseer dos
grandes fincas, la menor de las cuales tiene un valor de más de un cuarto de millón.
Ya ve usted, pues, a donde van a parar los fondos de las misiones. Pero con mi
parecer desdeñoso sobre la labor de los misioneros, no quisiera agraviar a nadie y
solo me permito observar que la tarea de las misiones en el extranjero, no constituye
casi nunca lo que se describe en la patria, en las ediciones de domingo de los
periódicos, señor cura. Hay países, como África, por ejemplo, en donde debe
introducirse el cristianismo para lograr un efecto cultivador. En otros países, en
cambio, puede hacerse daño con ello, cuando se hace mal.
—¿Sí? Es lo primero que oigo. La doctrina de Jesucristo aun no ha hecho daño
jamás.
—Esto tampoco lo he dicho, señor cura. Yo solo me he querido referir a la manera y
forma de la divulgación y exponer que antiguamente los misioneros eran, en su
mayoría, agentes políticos para los Gobiernos que los subvencionaban.
—¿Sí? —dijo nuevamente el cura, admirado—. ¿Puede usted dar una prueba de ello?
—¿Una prueba? ¡A centenares! Piense usted en las misiones inglesas en la India.
Los hombres religiosos, también tienen que ajustarse a la época. vea usted lo que
paso con el Canal de Panamá:
Esta maravilla de ingeniería moderna, tiene de mes a mes mas tráfico y por ende ya
constituye un negocio para el Gobierno americano.
Debemos acordarnos de los antecedentes de ese canal, cuando estuvo en manos de
una compañía francesa, donde los directores robaron los fondos, ocasionando un
escándalo monumental, que fue el tema obligado de la prensa mundial, por años
enteros.
Después los americanos conquistaron a un muchacho convertido en general
colombiano, que de la noche a la mañana, se declaró presidente de una República
que llamaron Panamá, y que fue reconocido al día siguiente por los americanos.
Un sainete muy bien representado. Aquel lío es mejor no tocarlo: hubo cosas muy
feas que más vale no se sepan. Pero lo que conviene decir, es que el primer proyecto
del canal de Panamá fue español y lo propuso nada menos que el celebre
conquistador de México don Hernán Cortes.
Hace precisamente cuatrocientos años de la fecha en que Cortés propuso el magno
proyecto; y este lo habría realizado, si hubiese encontrado apoyo en la corte. Esta
afirmación la aceptarán todos los que han visto las obras colosales que realizaron los
antiguos españoles en la América.
Con los indios, entonces esclavos, se pudo hacer todo, sin mayor gasto. Y ¿qué habría
sido de España, si hubiera sido llevada a la práctica aquella obra hace cuatro siglos?
De seguro que los acontecimientos posteriores no habrían venido como vinieron.
Pero ¿para qué lamentarse?
“A lo hecho pecho”, decían los antiguos.
Pero es necesario volver a recordar aquellos hechos que enaltecen a Cortes y a
España.
En Noviembre de 1520, Magallanes había encontrado la comunicación del Pacífico al
Atlántico, y esto despertó los deseos de Cortés de buscar otro camino más ventajoso
y entonces, habiendo mandado explorar toda la costa desde México al Sur, dio con el
istmo de Panamá, que creyó fácil abrir. Cortés mismo, hizo los cálculos y escribió un
informe amplio al emperador Carlos V, en Octubre de 1524.
El emperador se entusiasmó por el proyecto y mandó una comisión de ingenieros a la
América central.
Estos hombres aprobaron en todo los planes de Cortes, pero cuando regresaron,
Carlos V había sido reemplazado por Felipe II, quien no tomaba ninguna resolución
sin consultar a los padres dominicos. Estos sacerdotes recibieron, pues, el proyecto, a
su vez, y el informe de ellos echó por tierra la obra de los ingenieros.
Decían los padres dominicos, que este canal no estaba de acuerdo con las sagradas
escrituras, y que, por lo mismo, era un pecado grave.
Para opinar así, citaron la parte de la Biblia que dice: “Lo que Dios ha unido, los
hombres no lo deben separar”.
Felipe II —¡tableau! —obediente a los mandatos de los padres, mandó archivar más
que pronto el proyecto, para salvar su alma: y así quedó el canal en nada. Cosas de la
época.
Hoy día los padres dominicos no habrían opinado lo mismo.
Es cuestión de progreso; pero esto no quita que fuese una lástima grande, que por
aquel motivo no sea hoy el canal de Panamá, de España. Por lo cual, cada vez que
pasamos por allí, nos viene a la memoria el gran español Cortés y su proyecto
rechazado.
IX
Aquí creyó el profesor Mertin haber hallado nuevamente un punto de enlazamiento.
Estaba decidido a no dejarse arrancar más el hilo del discurso, para tratar, por fin, de
las fuerzas secretas de Rasmussen. sin guardar miramientos de ninguna clase,
mezclóse en la conversación:
—Ya que está hablando de la India, señor Cónsul, este es un país igualmente
misterioso. He leído de los fakires, que se dejan enterrar vivos y hacen brotar
árboles de la tierra por arte mágica. ¿De seguro que usted también lo considera como
embuste?
—No lo quisiera afirmar, señor profesor. Los indios mexicanos, especialmente los de
Yucatán, disponen también de fuerzas mágicas, de las que aquí en Europa aun nada
sabemos.
—Esto es superstición —objetó aquí el cura Bromm—, es cuento para niños
pequeños.
La teología nos enseña a detestar todo esto, por ser cuestión de espiritismo, de
aceptar espíritus buenos y malos.
—No creo yo tanto así —respondió Rasmussen, y continuó:
Que el mal espíritu pueda influir en el estado patológico, está fuera de duda. Es
preciso negar la verdad evangélica y las afirmaciones de los teólogos más eminentes,
para decir lo contrario. Por no hacerme difuso, recordaré solamente el hecho que nos
cuenta San Mateo, de un joven que fue presentado por su padre a los apóstoles; el
cual joven caía con frecuencia en el fuego y en el agua, a consecuencia de sufrir
ataques epilépticos, producidos por un mal espíritu que le invadía. Los apóstoles,
según relata el citado Evangelio, no pudieron arrojar del cuerpo del paciente este
maligno espíritu, hasta que vino Jesús, y con voz imperativa le mandó saliera del
cuerpo de aquel mancebo, el que inmediatamente quedó sano. Se ve, pues, que el
causante de la enfermedad del joven mencionado, era el espíritu malo. Como éste, se
pueden citar otros casos, del Evangelio, que no ofrecen la menor duda. El cómo o
manera el mal espíritu influye en las enfermedades, no o veo claro. ¿Podría ser que el
mal espíritu introdujese en un cuerpo, fluidos viciosos, que pervirtieran su armonía, o
conmoviese en él malos humores?
Si el diablo tiene poder para concitar y mover las nubes y causar un trastorno
atmosférico, ¿cómo se lee en el Ritual de la Iglesia Romana, por qué no podrá inducir
fluidos perversos en un cuerpo y hacerle enfermar? Yo creo que sí, y no veo razón en
contra. Yo he presenciado el ejemplo de una enferma que años pasados, fue
exorcizada con el permiso del Obispo, y que se halla repleta de un fluido viciosos, que
le ocasiona un malestar continuo, convulsiones fuertes, gastritis, insomnio y una gran
postración, tanto que con dificultad pueda tomar la leche y no sé en realidad como
este cuerpo tan acribillado puede vivir, pues apenas toma alimento, y no duerme en
tres años una hora seguida.
Esta enferma es natural de aquí, y atribuye su mal a un individuo que, por su
explicación, hace trabajos en sentido de mágica negra, el cual individuo, si así fuese,
merecería un serio correctivo.
Yo sólo sé que, cuando el padre de la enferma vivía, alguna vez amenazó al tal
individuo, y a las 24 horas cesaban los ataques de la enferma, y ésta pasaba bien una
larga temporada. Yo no me creo competente, desde el punto de vista de usted, para
descifrar este caso misterioso, pero sería humanitario que los médicos que estudian
la Metapsíquica, se hicieran cargo de él y le aplicaran oportuno remedio.
He referido esto, porque repito que no hallo fuera de razón que el mal espíritu pueda
trastornar un organismo con fluidos viciosos.
Citaré ahora dos teólogos de nota, que casi piens an como yo; uno es San Alfonso de
Ligorio, y el otro el jesuita Perrone, San Alfonso citado por el padre Neyraguet en su
Compendio de Teología, dice: “Contra maleficia utilicet remediis ex medicina petitis.
Plures enim herba ut ruta, et salvia, etcétera, contra maleficia naturalitet prosunt,
quia virtute naturali, corrigunt pravos humeros, ope damonis cammatos, Articulis
IV. De Maleficio. Perrone, dice: Nihil enim vetat quominus dicamus interdum qui a
clamace agitabantur aut amentia, aut epilepsia laborase, cum et hi morbi a clamone
ipso injici posunt, Deo ita permittente, uti plures patres ac interpretes censuere.
(Compendio de Teología).
El célebre médico Robert van Der Elst, de Saint-Alban-les Eaux, en la Revista de La
Medicine Internacional, ataca al Señor Richet, que, en su obra “Metapsíquica”,
explica la aparición de espíritus o fantasmas, por medio del ectoplasma, y sostiene
que estas apariciones no desmienten ninguna ley biológica.
Van Der Elst no niega esas apariciones; pero las explica por medio de trucos, y
satirizando a los que defendemos la escuela de Richet, y dando a la ciencia el nombre
de “metatruco”.
Lo que más le molesta a Elst, es que sean solo unos raros, unos privilegiados, los que
gocen del don de provocar estos fenómenos. ¡Qué le vamos a hacer!
Pero el camino está abierto para todos; aunque es evidente que resulta más difícil
seguirlo, que ridiculizar a esta Ciencia. Por eso, muchos hombres que tienen solo
fama de científicos, eligen el más fácil: el de mofarse, en vez de estudiar y
experimentar.
Por lo demás, el truco que hace el Instituto cuyo encargado de cursos es van Der
Elst, al valerse de él como portavoz, y lanzar un artículo sentencioso, es más burdo
que las fotografías que trae; pues nadie, ni Richet, ignora que se pueden hacer
fotografías semejantes. El asunto que expone, pues, el profesor mencionado, no es
nuevo, sino muy fiambre.
Yo estoy convencido de que, el día que los médicos sean más espiritualistas,
encontrarán la causa de algunas enfermedades misteriosas, que no ceden a las
drogas de la farmacia, y como la causa de tales enfermedades es espiritual, han de
ser también espirituales los remedios con que han de atacarse, de otra manera es
perder tiempo, dinero y paciencia. Este es mi humilde parecer.
—La Teología resuelve todo esto —dijo el cura.
—¿Qué hace la Teología? Señor cura, usted dispensará mi franqueza, pero aquí veo
nuevamente que no se puede estudiar Teología impunemente —respondió
Rasmussen, y continuó:
Hay muchas cosas, de que la gente aquí en Europa, no tiene siquiera la menor idea,
que no son en manera alguna superstición y cuentos para niños.
El profesor Mertin tenía un miedo enorme de que el cura volviera a discutir con
Rasmussen y trató de dar nuevamente otro rumbo a la conversación. Después de
reflexionar algún rato, quiso unir las ideas del cura con las del Cónsul.
—He leído alguna vez, de la célebre Imagen de la Virgen en México (la Virgen de
Guadalupe). Según se cuenta, dicha Imagen hace una competencia escandalosa a los
médicos de allá.
—Estoy completamente convencido de los milagros de estos balnearios, si se toma la
palabra “milagro” como la denominación de algo no trivial, de algo extraordinario. Yo
comparo la labor del espíritu humano, con una batería eléctrica. Nosotros podemos
determinar la fuerza de nuestra batería cerebral, nuestra energía mental, lo mismo
como en la electricidad. Cuanto más fijos tiene dirigidos un hombre sus pensamientos
hacia un solo punto determinado, tanto más poderosa es la fuerza mental que puede
desarrollar y emitir, de la misma manera que 10 o 20 baterías eléctricas tienen más
fuerza que una, es así también cuando 20 y aun 100 personas concentran sus
pensamientos a un mismo tiempo, sobre un punto determinado. Alrededor de la
imagen de la Madre de Dios de Lourdes, circulan fuerzas vitales y curativas, sobre
las que la fe firme de los necesitados y enfermos, ejerce un efecto atrayente.
Las curaciones de la virgen de Montserrat son más notables, y sé que es así. Esa
montaña tiene fuerzas desconocidas. Vea usted, en la obra del gran Lienhart, lo que
se dice de las curaciones portentosas y de las fuerzas de la Montaña Catalana.
—Esto deben ser seguramente fantasías sin ninguna base científica —interrumpió el
consejero Schilling—. La ciencia actual sabe perfectísimamente lo que significa la
producción de fuerza. ¿O cree usted, señor cónsul, que estas fuerzas de que usted
habla, son de carácter sobrenatural?
—De ninguna manera. No acepto nada como existente, que se halle más allá de la
física. Yo no reconozco ninguna metafísica. Para mí, todo es físico; aun el alma y el
espíritu, tienen que aportarse, a mi parecer, en consonancia con las leyes físicas.
—Entonces, ¿es usted materialista?
—¡Oh, no! Hasta soy espiritualista convencido. Soy también metafísico; pero sólo en
el sentido de que hasta supongo con predilección cosas que tenemos que contemplar
con nuestro ser interior, con los ojos del espíritu.
Dios obra por las leyes naturales.
—Pero usted, ¿no ha considerado esta cuestión jamás desde el punto de vista
puramente científico? ¿Ve usted? Yo, como médico, estoy acostumbrado a tomarlo
todo por el lado práctico —respondió el profesor Mertin—. Yo acepto solo como
válido lo que yo mismo y lo que autoridades reconocidas han demostrado.
—Perfectamente, mi querido profesor —contestó Rasmussen—. Pero, en la
investigación de tales cuestiones no llegará usted seguramente muy lejos con el
saber común y el criterio autoritativo. ¿Qué otra cosa es la ciencia de hoy, que una
combinación de creencias, suposiciones, fanatismos, teorías y pareceres, basados en
autoridades que se contradicen a cada momento? Y, precisamente y muy
especialmente, en lo que respecta a la medicina interna, señor profesor. En esto
sobresalen las ciencias ocultas de las ciencias comunes. Ellas no se limitan a los
simples cinco sentidos, sino que su radio espiritual de entendimiento, va más allá, y
esto por vía especulativa.
—¿Qué significa “vía especulativa”? —preguntó el profesor Mertin—. Yo me atengo
a los hechos. Yo no puedo ocuparme en especulaciones. Con preferencia me
entretengo con la mecánica de los fenómenos. No es posible que existan dos clases
de ciencia: una ciencia exacta, y una ciencia oculta. O bien, una cosa es ciencia, y en
tal caso es exacta; o no lo es, y entonces tampoco es ciencia.
—En cierto sentido, tiene usted razón, señor profesor. Las más de las veces,
nosotros los hombres, solo disputamos por palabras y conceptos. Para mí, la ciencia
oculta significa lo inexplorado, lo que aun está oculto a la generalidad y a los
representantes de las universidades, pero que ya se cultiva en escuelas reservadas y
en sitios secretos.
El investigador común, suele acrecentar la luz de la ciencia general, pero esta luz no
siempre atraviesa también las tinieblas de lo inexplorado. Cuanto más se extiende la
luz, tanto mayor va siendo el círculo de la oscuridad bordeada. Los hechos
constituyen el esqueleto de la ciencia. La especulación es el espíritu absolutamente.
Los hechos pueden engañar también. Usted como médico tendrá que convenir en ello.
En la ciencia de usted reina un verdadero caos de empirismo, pues una corriente
continua de métodos y remedios se empujan entre sí, apareciendo cada mes, por lo
menos, una cosa nueva a la que se atribuye un efecto colosal, para que sea sustituida
luego, bien silenciosamente, por otro remedio nuevo, destinado a su vez a sufrir la
misma suerte. ¿Es, en realidad, ciencia, mi estimado profesor, su medicina interna?
Yo exijo de una ciencia, que esté basada en un progreso y concordancia constantes,
como ocurre casi siempre en la física, en las matemáticas. La medicina de hoy, lo
mismo que la de ayer, esta directamente, de un modo manifiesto, embrollada en la
aplicación de sus medios, tal como si solo se hubiera hecho para un Moliere y sus
caricaturas.
—¡Ah! Usted parece estar muy prevenido contra nuestra medicina, señor cónsul!
El consejero Schilling, hacia ya sobrado tiempo que no podía aguardar el momento en
que pudiera decir algo también.
—Así les sucede a la mayor parte de los naturalistas, magnetópatas, hidrópatas y
homeópatas, y como se denominan todos los demás “ópatas” existentes.
(Risa general).
Últimamente, existen también psicópatas.
—¿Es usted un partidario de ellos? —preguntó el cura Bromm al cónsul.
—Sí, señor.
Es que yo considero precisamente al hombre entero, cuerpo y espíritu. Por
consiguiente, pertenezco a una escuela que los señores de la medicina aquí aun no
reconocen como justificada. Y fue un Albrecht de Haller quien asentó: “Naturaleza, ni
grano ni cáscara es, pues lo es todo de una vez”. Pero como yo veo que lo espiritual
es lo que prevalece, y que abarca tan extremamente mucho, reconozco la necesidad
de dedicar preferente atención a estas consideraciones espirituales.
—Yo aún no he encontrado el alma en el cuerpo, a pesar de haber hecho ya la
autopsia de muchos cadáveres —dijo secamente el profesor Mertin.
—En el cadáver no encontrará usted alma ninguna, señor profesor, pero en el lecho
del enfermo, allí podrá usted verla. Piense usted, solamente, lo sublime que es
observar este aspecto: cómo los glóbulos blancos accionan en el organismo, acosando
a los seres microscópicos que han penetrado en la sangre, haciéndolos inofensivos.
Estas células blancas están construidas de átomos. Y un átomo constituye un mundo
maravilloso en pequeño, que posee inteligencia en sí mismo; ya sea que represente
una parte del espíritu humano o ya de una piedra. Y la ciencia oculta se dedica
justamente a dominar la fuerza radicada en el átomo y a dirigirla y manejarla según
se quiera. Aducimos los fenómenos de la naturaleza, también a la mecánica, pero
conocemos las leyes de esta técnica.
Toda la conversación se había desarrollado entre Bromm, Schilling, el profesor
Mertin y el Rosa-Cruz; Rasmussen y el jefe de la casa ya consideraban la cosa
como malparada, pues se había prometido otra cosa de la noche. Con sumo gusto
hubiera visto que Rasmussen no hubiese sido interrumpido con tanta frecuencia, o
que se hubiese presentado una oportunidad para producir alguna de sus ejecuciones
mágicas. No solo se habían retirado al cuarto contiguo algunos señores de avanzada
edad, a quienes la cosa les pareció harto aburrida, sino que también Bernardo
Reiman, el joven Emmerich y Juan de Reichenau, habían pasado juntos a la galería,
encendiendo cada uno su cigarro.
Elfrida que con su coquetería juvenil y veleidosa sentía poco interés por la
conversación entablada, y tanto menos cuanto que solo era ojos y oídos para el joven
Reiman, cuya conducta modesta y elegante la impresionaba muy agradablemente,
respiró con satisfacción al poder abandonar el cuarto sin ser vista, entrando en la
galería, desde donde podía contemplarse la bóveda de un cielo admirable lleno de
estrellas. Elfrida pudo unirse ahora sin cumplidos a la compañía de su primo para
tener oportunidad de platicar con Bernardo Reiman.
También el profesor Mertin se había dado cuenta de este repetido apartamiento,
interrumpiendo la conversación general con las siguientes palabras:
—Señores, ¿no quieren ustedes pasar, por algunos momentos, a la galería del jardín?
Hay un aire tan maravilloso afuera y bien podemos continuar nuestra conversación
allí. Entretanto, mi ama de casa, la señora Gruenfeld, nos preparará la mesa.
La invitación del profesor fue aceptada con mucha voluntad. El Rosa-Cruz fue uno de
los primeros en pasar a la galería.
Elfrida se hallaba entre Bernardo y Juan de Reichenau, comiéndose una naranja que
se había llevado de la mesa, cuando su padre se le acercó con los otros señores. ella
estaba ocupada precisamente en quitar algunas pepitas de la fruta, cuando la
interrumpió el Rosa-Cruz con las palabras siguientes:
—Señorita, ¿me permite usted suplicarle que me dé también algo de la hermosa
fruta?
Elfrida quedóse algo confusa ante esta aparente pretensión, pero tomó la cosa
burlonamente y le respondió:
—¡Con mucho gusto, señor Cónsul! ¡Tome usted, por favor!
—¡Muchas gracias, pero no quiero tanto, un solo grano me basta!
—Pero esto no se puede comer —profirió Elfrida riendo—. ¿Qué quiere usted con
ello?
—Enseguida lo verá usted.
Atraídos por la conversación, casi todos los demás invitados se habían reunido
alrededor del Rosa-Cruz, quien señalando una maceta llena de tierra, dijo a Elfrida:
—¿Está desocupado este tiesto? ¿Puedo tomarlo?
—Ya lo creo, señor Cónsul, tómelo, pero no sé de la pena de plantar el grano, pues
estos bichos no brotan.
—¡Quizás tenga yo más suerte que usted, muy apreciable señorita! ¿Vamos a
probarlo?
—Por mi parte, con mucho gusto, señor Cónsul.
Rasmussen se dirigió hacia los demás señores:
—Señor Profesor, espero que no supondrá usted que yo haya preparado esta tierra y
me haya entendido con su hijita.
—¡Ca! ¡De ninguna manera, señor Cónsul! Este tiesto lo conozco muy bien; yo
mismo he puesto la tierra.
—Quisiera suplicar a los señores, guarden un momento el mayor silencio posible.
Ninguna pregunta, ninguna observación debe estorbarme.
Todos rodeaban, con atención intensa, al Rosa-Cruz, quien había metido el grano en
la tierra, y abrazaba el tiesto con ambas manos, como si quisiera calentar su
contenido. De repente cerró los ojos y murmuró una oración. Luego, incorporándose,
sostuvo las manos como bendiciendo sobre el tiesto y sopló repetidas veces su
aliento sobre la tierra. Todos le contemplaban, con la vista inmóvil. De repente, la
tierra. Todos le contemplaban, con la vista inmóvil. De repente, la tierra se empezó a
mover como si quisiera salir de ella un gusano o un escarabajo. Pero no: era verde,
era la planta. Primero, el germen que se bifurcó. Dentro de cuatro minutos habíase
formado un pequeño arbolito, que crecía con tal rapidez, que podía verse
directamente cómo aumentaba de milímetro en milímetro.
El consejero Schilling se sonrió. Como si hubiese reconocido el truco, tomó al cura
Bromm del brazo y lo llevó a un lado.
—¿Sabe usted lo que es esto, mi estimado señor cura?
—No —respondió el teólogo—. Esto no es cosa natural. Este hombre tiene fuerzas
diabólicas.
—Pero no; tonterías —replicó condescendientemente el consejero Schilling—. Esto
es una cosa muy natural. Este hombre sabe hipnotizar. Esto de la planta es solo un
engaño, pues en realidad no existe. Si yo tuviera ahora un aparato fotográfico, haría
un retrato y usted vería que no hay absolutamente nada en el tiesto. En la India se
hizo lo mismo.
Luego volvieron a fijar su atención en el experimento, Rasmussen parecía estar algo
extenuado: tenía la cara colorada, respiró profundamente y dijo con un suspiro:
—Bueno, señorita. Este arbolito se lo regalo a usted como un recuerdo. Lástima que
el invierno del norte no le traerá seguramente fruto ninguno. Pero cuídelo, sin
embargo; este verano lo sobrevivirá aún,
Tableau...!
El señor cura miró desconcertado al consejero Schilling. La teoría de la sugestión, en
masa, había fracasado cuando Elfrida podía guardarse el tiesto.
Reinaba un silencio general.
La admiración de algunos llegaba casi al espanto, al terror. Otros, en cambio, cuya
hipótesis teórica había quedado tan repentinamente tergiversada, sentían un cierto
rencor secreto contra el Rosa-Cruz.
Solo Elfrida, que no se hacía grandes cavilaciones sobre lo infinitamente admirable
de lo que el Rosa-Cruz había realizado, sintió una alegría verdadera por su regalo.
El profesor Juan Mertin fue el primero en reponerse. Sentíase totalmente arrebatado
de admiración, pues estaba convencido de que no había podido tomar parte ningún
engaño, y ninguna trama. Pero era hombre práctico, impasible hasta lo más íntimo. de
pronto, acordóse de la narración de Reiman, de que el Rosa-Cruz había transformado
en Hamburgo, plomo en oro, y con la mayor desfachatez, dirigióse a Rasmussen con
las siguientes palabras:
—Señor Cónsul, usted me ha convencido. Me inclino ante los hechos. Ahora
permítame usted una pregunta:
¿Es el hacer oro, igualmente tan fácil como esto de ahora?
Rasmussen se echó a reír.
—Mucho más fácil aún. Cualquier criatura puede aprenderlo en cinco minutos.
Opinan algunos que la crisis económica que pesa sobre muchos países del mundo
actual, se debe a la escasez de oro y que todo está almacenado en los Estados
Unidos.
Las minas ya no producen lo suficiente. Y digo yo: ¿Dónde se halla el oro que
produjeron? Es imposible que toda esta cantidad esté guardada en Norteamérica.
En todos los tiempos y por doquiera, sobre el globo que habitamos, se ha sacado oro
de las entrañas de la tierra. Este oro existe, ya que nada se pierde. Podrá cambiar de
forma, es decir, la moneda acuñada podrá ser fundida para convertirse en alhajas,
aunque podemos creer que muchas más alhajas se hayan convertido en monedas,
porque los pueblos antiguos amaban más las joyas que el dinero.
Sabemos que muy anteriormente, en la edad de bronce y de hierro, se buscó y se
encontró oro en la Siberia. Testimonio elocuente dan de ello multitud de objetos
hallados recientemente, que aquellos mineros de edades pasadas dejaron en los
socavones que hoy se conservan como especies arqueológicas en los museos. Los
romanos tuvieron lavaderos de oro en el Rhin y en la Eder, cuya posesión sirvió
muchas veces de disputa entre los hombres venidos de Roma y los germanos.
Durante aquellos tiempos, en Silesia trabajaron en una mina cuatro mil obreros.
También los austriacos explotaron minas de oro para enviar el producto a Roma, por
un valor que equivaldría a unos diez millones de pesetas anualmente, según cuenta la
crónica.
Francia poseyó también minas de oro riquísimas, y en la antigüedad, cuando la
invadieron los romanos, sacaron solamente de un templo de Tolosa, un tesoro
avaluado en catorce millones de pesetas.
La aristocracia romana usaba servicios de oro macizo, así como multitud de utensilios
de uso corriente, por el estilo de los que hoy se hacen de aluminio.
Asia poseyó tesoros fabulosos, y cuentan que los conquistadores de Nínive, es decir,
los guerreros de Babilonia, recogieron un tesoro de mas de cincuenta mil kilos de oro
puro y cuando se apoderó el rey persa de Babilonia, durante el siglo VI de nuestra
era, halló, solo en el templo de Baal, una cantidad de oro evaluada en sesenta
millones de pesetas. Pero ¿a dónde dejamos a España? Las minas que existen cerca
de la Coruña, de Gijón y Salamanca, dieron a Roma cuatrocientos ochenta mil kilos
de oro, y se emplearon sesenta mil esclavos para sacarlo.
Si nos imaginamos toda esa enorme cantidad de oro que se trajo después de México
y del Perú durante el tiempo de la ocupación española, consideraremos que no es
nada lo que hemos apuntado anteriormente.
Durante el pasado siglo, ¡cuánto oro no dieron los lavaderos y minas de California,
Austria y Nevada! Solo el Transvaal, dio, durante siglos, ciento ochenta mil kilos
anualmente.
Aun hoy día, la cantidad de oro que rinden solamente los Estados Unidos, México,
Canadá, Australia y Rusia, es de setecientos mil kilos por año, y para transportar
esa cantidad se necesitarían setenta vagones de ferrocarril.
Supongamos ahora por un momento esta cantidad transportada durante siglos y
siglos e imaginémonos la montaña de oro que representa.
Reunido, pues, todo lo actual y lo anterior, acumulado durante siglos y siglos,
formaríase un montón inmenso, asombroso... y, sin embargo, ¡hay escasez de oro!
Deberíamos descontar, naturalmente, una cantidad desgastada por la acción del
tiempo; pero, ¿dónde está todo lo demás restante?
Pues, amigos míos, en los sótanos de los Bancos. Estos institutos parasitarios
guardan como usureros el meta amarillo, porque saben que mientras más lo
escondan, mas valor tendrá.
Más fuerte, empero, que sus cajas blindadas es el genio moderno. Ya el cable nos
trajo la noticia de que un químico alemán convirtió el mercurio en oro, mediante una
corriente eléctrica especial. Ya la fabricación sintética del oro, que hasta ayer era
hipotética, se ha convertido en algo real, científico. Solo es cuestión de tiempo, y yo
digo de poco tiempo, para que sea práctico, es decir, que sea barato, pues hoy pasa
con la fabricación de oro, como con la fabricación de brillantes, o, mejor, diamantes
sintéticos, que aun salen más caros que los naturales; pero ¿mañana...?
Los químicos de hoy día, si se ríen de la piedra filosofal de los alquimistas, son
ignorantes, pues su misma química ya resolvió el problema y su ciencia ya dio con la
clave del misterio.
El problema social, que está íntimamente unido al capitalismo, representado por el
oro, ¿se resolverá ese día? Yo creo que no. el día en que se derribe este ídolo, otros
se levantarán y el destino del hombre será el ídolo mismo, mientras predomine en él
la ambición, por encima del altruismo y del amor al prójimo...
—Venga usted —respondió el profesor Mertin, poniendo su mano sobre el hombro
de Rasmussen—. La mesa está puesta: vamos allá y explíquenos usted algo de
alquimia.
Todos volvieron a entrar en la sala y tomaron asiento alrededor de la mesa de té,
elegantemente servida. Enseguida el profesor Mertin tomó la palabra:
—Bueno, señor Cónsul, cuéntenos cómo se hace el oro; pero como Rosa-Cruz, por
magia. Yo quisiera ayudar al gobierno a cubrir las cargas de la guerra.
Rasmussen se sonrió, tomó un gran sorbo de té y luego se dirigió a todos los
invitados:
—Señores: Permitan ustedes que les conteste con un cuento que mi viejo amigo, don
Francisco Hartmann, relataba casi siempre, cuando le preguntaban: ¿Cómo se hace
el oro?
—Cuente usted.
—Una vez, Francisco Hartmann fue visitado por un discípulo. “Maestro” —le dijo
éste—, “deme usted la piedra filosofal y el procedimiento para hacer oro”. El
maestro le dio un pequeño paquete con unos polvos rojos, indicándole que debía
echarlos en el plomo en ebullición, que inmediatamente se transformaría en oro,
bastando una cantidad mínima de los polvos. Pero había que echarlos con suma
lentitud, es decir, empleando de tres a cuatro minutos, por lo menos, y con una sola
condición, sine qua non, que, durante la experiencia, no debía pensarse en ningún
burro.
“¡Cómo!” —exclamó el discípulo—. “Lo dice usted en serio?”
“Sí, completamente en serio”. Hágalo así.
“Bien, así lo haré”.
El discípulo se marchó. Lo probó y lo volvió a probar siempre de nuevo; pero nada
logró. Por más que se esforzara, tenía que pensar siempre en el desdichado burro.
por fin se presentó nuevamente al Maestro, y le reprochó:
“Usted tiene la culpa de que no pueda hacer oro. Si usted no me hubiese hablado del
burro, no se me hubiera acudido jamás pensar en ese animal”.
—Así, pues, señores —volvióse ahora Rasmussen hacia el profesor Mertin—, ahí
tiene usted la receta.
El cura Bromm dijo:
—Este ha sido un chiste por excelencia.
—De ninguna manera, señor reverendo —prosiguió Rasmussen muy serio—. Lo que
les he contado no es ningún chiste, sino la pura verdad. Si el discípulo hubiese tenido
tal poder sobre sus pensamientos, que hubiese podido excluir de su memoria la
indicación del Maestro, entonces habría tenido el poder de hacer oro. Prueben, por
una vez señores, a permanecer un par de segundos sin pensar en algo y verán
ustedes que no lo pueden hacer. Yo lo puedo y por eso soy capaz de efectuar estos
fenómenos, lo que solo realizo como excepción y obedeciendo a indicación superior.
Estas últimas palabras no dejaron de ejercer una profunda impresión en los
presentes.
Se produjo un silencio general y ya nadie se atrevió a dirigir la palabra a Rasmussen.
El profesor Mertin no dejó de dedicar al Rosa-Cruz frases de agradecimiento por la
noche tan entretenida y le pidió perdón por si él o alguno de los otros señores se
hubiesen propasado en algo, quizás, en sus preguntas y respuestas.
Rasmussen y Reiman fueron los primeros que abandonaron la sociedad, mientras
que los demás se quedaron aún, para cambiar impresiones sobre tan interesante
noche.
X
Ya en la calle, Bernardo volvió sobre el tema del oro; y entonces Rasmussen amplió sus
explicaciones, diciendo:
El matraz, la gran retorta de la Alquimia, en nuestra tierra. El fuego que arde en la
transmutación son nuestros sentimientos y pasiones, que hacen hervir constantemente el
metal (nuestra personalidad), para que las escorias se aparten y resulte limpio el oro de
la iniciación de nuestra individualidad.
El sabio Rutherford ha logrado desintegrar el fósforo, que es el cuerpo con átomo más
pesado.
Este átomo contiene 31 protones, y el oro que tiene mucho más, alcanza a 197. Si tuviera
más, como el radio por ejemplo, podría estallar, bombardear más manifiestamente.
El átomo del oro se compone de un conjunto de 193 protones y 118 electrones. Después
sigue el mercurio con 200 protones y 120 electrones.
Sabemos que todas las transmutaciones se obtienen sacando protones del conjunto; y
por eso hizo bien Mierthe en valerse del mercurio para obtener oro, pues quitándole
protones y electrones hasta obtener los que tienen el oro, ese metal tenía que resultarle
por fuerza.
Ya el hombre no necesita ir a remover las entrañas de la tierra para sacar este metal
amarillo, que ha sido la felicidad para algunos y también la desgracia para la mayoría de
los que lo han poseído en exceso. El año pasado, las rotativas de Inglaterra habían
traído la noticia de que un inglés había logrado hacer oro, pero luego resultó ser un
charlatán, que al hacer la demostración había escamoteado el producto poniendo oro
natural en su lugar.
El mundo estaba, pues, sobre aviso y al leer la noticia en la prensa, pudo creer que se
trataba de un nuevo “bluf”, ya que el oro es un elemento cuya fabricación hasta ahora
muchos creían imposible.
Podemos estar sin cuidado; el químico que ha resuelto el problema, no es un
desconocido; su nombre solo es una garantía de que cuando él lo ha lanzado a la
publicidad, el hecho es real y positivo.
El Consejero del Imperio, Profesor Universitario, doctor Miethe, es una figura conocida
en el mundo entero; es una especie de Edison alemán que ha inventado una serie de
aparatos ópticos y hasta la luz de magnesio en su aplicación actual se debe al genio de
este inventor.
Pocos días antes de estallar la guerra mundial, una expedición de hombres científicos del
mundo entero se había trasladad a Noruega para observar el día 21 de Agosto de 1921
el eclipse solar; en aquel entonces el nombre de Miethe estaba en boca de todos, pues
él presidía la Junta de estos sabios.
De manera que, al oír el nombre de Miethe, todo el mundo se quita el sombrero, pero los
inventores son dos; además de Miethe el cable mencionó el doctor Stammreich.
Si el primero de los mencionados lleva la experiencia de los años, pues ha encarnecido
en el laboratorio, Stammreich cuenta apenas veintiún años, él es todo ilusión. Los
catedráticos de Alemania son muy exigentes al escoger sus ayudantes, y, sin embargo,
Miethe no tuvo empacho alguno de manifestar ante la Junta Universitaria, que este
joven le había llamado la atención durante el curso, por sus atrevidas concepciones.
La química conocía, desde antes del descubrimiento de Curie, la descomposición de las
sustancias radioactivas.
El que lee las obras de Mme. Curie, sabe que el radio se descompone en el espacio de
2000 años y que la ciencia era impotente tanto para acelerar como para detener este
proceso; el inglés Rutherforth deshizo por medio de una corriente eléctrica los átomos
del nitrógeno. Más allá nadie se había atrevido aún; hasta hoy día Miethe ha logrado
descomponer el azogue, obteniendo oro puro y legítimo.
Teóricamente este asunto ya estaba resuelto hace mucho tiempo, pues todo estudiante
de Química conoce la siguiente fórmula: Hg-He-Ae=Au, lo que quiere decir; azogue
menos helium, igual a oro.
Sabemos que el peso atómico del azogue era 201, y que un átomo de oro pesaba 19.
Restaban, pues, cuatro, que era el peso atómico del belium o del hidrógeno. Pero la
práctica era lo difícil, ¿cómo transmutarlo?
Solo al pensar en la transmutación de metales parece que salían de los sepulcros los
Rosa-Cruz de la Edad media; era despertar de su tumba a un Paracelso, era dar crédito
a lo que se llamaba superchería de Nostradamus y Cagliostro, que bajo el nombre de
Saint-Germain transmutaba el oro en las retortas de la alquimia.
Así como muchos fenómenos y hechos realizados por aquella gente medieval han sido
combatidos por una superchería indigna, y sus obras descansaban empolvadas en las
bibliotecas de las Universidades y Conventos, ya hay hombres que sacuden este polvo
de siglos, leen entre líneas y se lanzan a experimentar y seguramente que los sabios
alemanes no podían esquivar tampoco esta ola que ha invadido la ciencia moderna para
escudriñar en el pasado.
En muchos inventos dicen que la casualidad facilitó a los hombres de ciencia el sendero
de sus grandes descubrimientos. Yo no soy escéptico, no creo en la casualidad y soy
partidario de la causalidad, creo en el destino, acepto la intervención de la mano de un
Todopoderoso que guía a los hombres. pero escuchemos lo que dice el inventor:
“El año pasado un fabricante, el ingeniero Jaenicke, me facilitó una lámpara nueva, y
ésta, dije, una más; en la práctica vi que dejaba cierto residuo que, poco a poco, la
inutilizaba.
“Llamé al inventor de la lámpara para ver como podía subsanar este inconveniente; él
me dijo que desconocía la composición de este residuo.
“Como químico inmediatamente lo analicé y ¡encontré oro! De manera que en esta
lámpara se había hecho la transmutación. Mi ayudante y yo inmediatamente nos
pusimos a construir aparatos donde poner el azogue durante 200 horas bajo una
corriente eléctrica de 2.000 vatios y así logramos la descomposición del azogue”.
Este es el secreto de la transmutación del oro, sencillísimo desde el punto de vista
teórico; pero debe ser muy complicado y carísimo en la práctica, pues el mismo Miethe
dice que, hoy por hoy, su descubrimiento no tiene aplicación práctica, no es más que una
experiencia de laboratorio. Pero yo digo, ¿y mañana?, y no quiero decir con este mañana
los siglos venideros, yo tengo la seguridad que es sólo cuestión de años, y este problema
será prácticamente resuelto.
Mientras tanto, los químicos deben investigar, deben dedicarse a la transmutación, éste
es su campo del porvenir y nosotros, los que no somos químicos, también transmutemos,
descompongamos en el crisol de nuestra personalidad nuestros vicios y pasiones para
que resalten transmutados en el oro de la virtud y de la caridad; quizás podamos
descubrir como el químico en su matraz, cosas encerradas en nuestro yo interno.


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