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jueves, 31 de julio de 2008

BOLA DE SEBO -- GUY DE MAUPASSANT -- HISTORIA BURGESA

BOLA DE SEBO
GUY DE MAUPASSANT
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UNA HISTORIA DE PROSTITUCION Y BURGUESIA
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Durante muchos días consecutivos pasaron por la ciudad restos del ejercito derrotado. Más que tropas regulares, parecían hordas en dispersión. Los soldados llevaban las barbas crecidas y sucias, los uniformes hechos jirones, y llegaban con apariencia de cansancio, sin bandera, sin disciplina. Todos parecían abrumados y derrengados, incapaces de concebir una idea o de tomar una resolución; andaban sólo por costumbre y caían muertos de fatiga en cuanto se paraban. Los más eran movilizados, hombres pacíficos, muchos de los cuales no hicieron otra cosa en el mundo que disfrutar de sus rentas, y los abrumaba el peso del fusil; otros eran jóvenes voluntarios, impresionables, prontos al terror y al entusiasmo, dispuestos fácilmente a huir o acometer; y mezclados con ellos, iban algunos veteranos aguerridos, restos de una división destrozada en un terrible combate; artilleros de uniforme oscuro, alineados con reclutas de varias procedencias, entre los cuales aparecía el brillante casco de algún dragón, tardo en el andar, que seguía difícilmente la marcha ligera de los infantes.
Compañías de franco—tiradores, bautizados con epítetos heroicos: Los Vengadores de la Derrota, Los Ciudadanos de la Tumba, Los Compañeros de la Muerte, aparecían a su vez con aspecto de facinerosos, capitaneados por antiguos almacenistas de paños o de cereales, convertidos en jefes gracias a su dinero —cuando no al tamaño de las guías de sus bigotes—, cargados de armas, de abrigos y de galones, que hablaban con voz campanuda, proyectaban planes de campaña y pretendían ser los únicos cimientos, en el único sostén de la Francia agonizante, cuyo peso moral gravitaba por entero sobre sus hombros de fanfarrones, a la vez que se mostraban temerosos de sus mismos soldados, gentes del bronce, muchos de ellos valientes, y también forajidos y truhanes.
Se dijo por entonces que los prusianos iban a entrar en Rúan.
La Guardia Nacional, que desde dos meses atrás practicaba con gran lujo de precauciones prudentes reconocimientos en los bosques vecinos, fusilando a veces a sus propios centinelas y aprestándose al combate cuando un gazapillo hacía crujir la hojarasca, se retiró a sus hogares. Las armas, los uniformes, todos los mortíferos arreos que hasta entonces derramaron el terror sobre las carreteras nacionales, en tres leguas a la redonda, desaparecieron de repente.
Los últimos soldados franceses acababan de atravesar el Sena buscando el camino de Port—Audemer por Saint—Sever y Bourg—Achard, y su general iba tras ellos entre dos de sus ayudantes, a pie, desalentado porque no podía intentar nada con los jirones de un ejercito deshecho y enloquecido por el terrible desastre de un pueblo acostumbrado a vencer y al presente vencido, sin gloria ni desquite, a pesar de su bravura legendaria.
Una calma profunda, una terrible y silenciosa inquietud, abrumaron a la población. Muchos burgueses acomodados, entumecidos por el comercio, esperaban ansiosamente a los invasores, con el temor de que juzgasen armas de combate un asador y un cuchillo de cocina.
La vida se paralizó, se cerraron las tiendas, las calles enmudecieron. De tarde en tarde un transeúnte, acobardado por aquel mortal silencio, al deslizarse rápidamente, rozaba el revoque de las fachadas.
La zozobra, la incertidumbre, hicieron al fin desear que llegase, de una vez, el invasor.
En la tarde del día que siguió a la marcha de las tropas francesas, aparecieron algunos ulanos, sin que nadie se diese cuenta de cómo ni por donde, y atravesaron al galope la ciudad. Luego, una masa negra se presentó por Santa Catalina, en tanto que otras dos oleadas de alemanes llegaban por los caminos de Darnetal y de Boisguillaume. Las vanguardias de los tres cuerpos se reunieron a una hora fija en la plaza del Ayuntamiento y por todas las calles próximas afluyó el ejercito victorioso, desplegando sus batallones, que hacían resonar en el empedrado el compás de su paso rítmico y recio.
Las voces del mando, chilladas guturalmente, repercutían a lo largo de los edificios, que parecían muertos y abandonados, mientras que detrás de los postigos entornados algunos ojos inquietos observaban a los invasores, dueños de la ciudad y de vidas y haciendas por derecho de conquista. Los habitantes, a oscuras en sus viviendas, sentían la desesperación que producen los cataclismos, los grandes trastornos asoladores de la tierra, contra los cuales toda precaución y toda energía son estériles. La misma sensación se reproduce cada vez que se altera el orden establecido, cada vez que deja de existir la seguridad personal, y todo lo que protegen las leyes de los hombres o de la naturaleza se pone a merced de una brutalidad inconsciente y feroz. Un terremoto aplastando entre los escombros de las casas a todo el vecindario; un río desbordado que arrastra los cadáveres de los campesinos ahogados, junto a los de sus bueyes y las vigas de sus viviendas, o un ejercito victorioso que acuchilla a los que se defienden, hace a los demás prisioneros, saquea en nombre de las armas vencedores y ofrenda sus preces a un dios, al compás de los cañonazos, son otros tantos azotes horribles que destruyen toda creencia en la eterna justicia, toda la confianza que nos han enseñado a tener en la protección del cielo y en el juicio humano.
Se acercaba a cada puerta un grupo de alemanes y se alojaban en todas las casas. Después del triunfo, la ocupación. Se veían obligados los vencidos a mostrarse atentos con los vencedores.
Al cabo de algunos días, y disipado ya el temor del principio, se restableció la calma. En muchas casas un oficial prusiano compartía la mesa de una familia. Algunos, por cortesía o por tener sentimientos delicados, compadecían a los franceses y manifestaban que les repugnó verse obligados a tomar parte activa en la guerra. Se les agradecían esas demostraciones de aprecio, pensando, además, que alguna vez sería necesaria su protección. Con adulaciones, acaso evitarían el trastorno y el gasto de más alojamientos. ¿ A qué hubiera conducido herir a los poderosos, de quiénes dependían? Fuera más temerario que patriótico. Y la temeridad no es un defecto de los actuales burgueses de Rúan, como lo había sido en aquellos tiempos de heroicas defensas, que glorificaron y dieron lustre a la ciudad. Se razonaba —escudándose para ello en la caballerosidad francesa— que no podía juzgarse un desdoro extremar dentro de casa las atenciones, mientras en público se manifestase cada cual poco deferente con el soldado extranjero. En la calle, como si no se conocieran; pero en casa era muy distinto, y de tal modo le trataban que retenían todas las noches al alemán de tertulia junto al hogar, en familia.
La ciudad recobraba poco a poco su plácido aspecto exterior. Los franceses no salían con frecuencia, pero los soldados prusianos transitaban por las calles a todas horas. Al fin y al cabo, los oficiales de húsares azules que arrastraban con arrogancia sus chafarotes por las aceras no demostraban a los humildes ciudadanos mayor desprecio del que les habían manifestado el año anterior los oficiales de cazadores franceses que frecuentaban los mismos cafés.
Había, sin embargo, un algo especial en el ambiente; algo sutil y desconocido; una atmósfera extraña e intolerable, como una peste difundida: la peste de la invasión. Esa peste saturaba las viviendas, las plazas públicas, trocaba el sabor de los alimentos, produciendo la impresión sentida cuando se viaja lejos, muy lejos del propio país, entre bárbaras y amenazadoras tribus.
Los vencedores exigían dinero, mucho dinero. Los habitantes pagaban sin chistar: eran ricos. Pero cuanto más opulento es el negociante normando, más le hace sufrir verse obligado a sacrificar una parte, por pequeña que sea, de su fortuna, poniéndola en manos de otro.
A pesar de la sumisión aparente, a dos o tres leguas de la ciudad, siguiendo el curso del río, hacia Croisset, Dieppedalle o Biessart, los marineros y los pescadores con frecuencia sacaban del agua el cadáver de algún alemán, abotagado, muerto de una cuchillada, o de un garrotazo, con la cabeza aplastada por una piedra o lanzado al agua de un empujón desde lo alto de un puente. El fango del río amortajaba esas oscuras venganzas, salvajes y legítimas represalias, desconocidos heroísmos, ataques mudos, más peligrosos que las batallas campales y sin estruendo glorioso.
Porque los odios que inspira el invasor arman siempre los brazos de algunos intrépidos, resignados a morir por una idea.
Pero como los vencedores, a pesar de haber sometido la ciudad al rigor de su disciplina inflexible, no habían cometido ninguna de las brutalidades que les atribuían y afirmaban su fama de crueles en el curso de su marcha triunfal, se rehicieron los ánimos de los vencidos y la conveniencia del negocio reinó de nuevo entre los comerciantes de la región. Algunos tenían planteados asuntos de importancia en El Havre, ocupado todavía por el ejército francés, y se propusieron hacer una intentona para llegar a ese puerto, yendo en coche a Dieppe, en donde podrían embarcar.
Apoyados en la influencia de algunos oficiales alemanes, a los que trataban amistosamente, obtuvieron del general un salvoconducto para el viaje.
Así, pues, se había prevenido una espaciosa diligencia de cuatro caballos para diez personas, previamente inscritas en el establecimiento de un alquilador de coches; y se fijó la salida para un martes, muy temprano, con objeto de evitar la curiosidad y aglomeración de transeúntes.
Días antes, las heladas habían endurecido ya la tierra, y el lunes, a eso de las tres, densos nubarrones empujados por un viento norte descargaron una tremenda nevada que duró toda la tarde y toda la noche.
A eso de las cuatro y media de la madrugada, los viajeros se reunieron en el patio de la Posada Normanda, en cuyo lugar debían tomar la diligencia.
Llegaban muertos de sueño; y tiritaban de frío, arrebujados en sus mantas de viaje. Apenas se distinguían en la oscuridad, y la superposición de pesados abrigos daba el aspecto, a todas aquellas personas, de sacerdotes barrigudos, vestidos con sus largas sotanas. Dos de los viajeros se reconocieron; otro los abordó y hablaron.
—Voy con mi mujer —dijo uno.
—Yo también.
—Y yo.
El primero añadió:
—No pensamos volver a Rúan, y si los prusianos se acercan a El Havre, nos embarcaremos para Inglaterra.
Los tres eran de naturaleza semejante, y sin duda, por eso tenían aspiraciones idénticas.
Aún estaba el coche sin enganchar. Un farolito, llevado por un mozo de cuadra, de cuando en cuando aparecía en una puerta oscura, para desaparecer inmediatamente por otra. Los caballos herían con los cascos el suelo, produciendo un ruido amortiguado por la paja de sus camas, y se oía una voz de hombre, dirigiéndose a las bestias, a intervalos razonable o blasfemadora. Un ligero rumor de cascabeles anunciaba el manejo de los arneses, cuyo rumor se convirtió bien pronto en un tintineo claro y continuo, regulado por los movimientos de una bestia; cesaba de pronto, y volvía a producirse con una brusca sacudida, acompañado por el ruido seco de las herraduras al chocar en las piedras.
Se cerró de golpe la puerta. Cesó todo ruido. Los burgueses, helados, ya no hablaban; permanecían inmóviles y rígidos.
Una espesa cortina de copos blancos se desplegaba continuamente, abrillantada y temblorosa; cubría la tierra, sumergiéndolo todo en una espuma helada; y sólo se oía en el profundo silencio de la ciudad el roce vago, inexplicable, tenue, de la nieve al caer, sensación más que ruido, entrecruzamiento de átomos ligeros que parecen llenar el espacio, cubrir el mundo.
El hombre reapareció, con su linterna, tirando de un ronzal sujeto al morro de un rocín que le seguía de mala gana. Lo arrimó a la lanza, enganchó los tiros, dio varias vueltas en torno, asegurando los arneses; todo lo hacía con una sola mano, sin dejar el farol que llevaba en la otra. Cuando iba de nuevo al establo para sacar la segunda bestia, reparó en los inmóviles viajeros, blanqueados ya por la nieve, y les dijo:
—¿Por qué no suben al coche y estarán resguardados al menos?
Sin duda no se les había ocurrido, y ante aquella invitación se precipitaron a ocupar sus asientos. Los tres maridos instalaron a sus mujeres en la parte anterior y subieron; enseguida, otras formas borrosas y arropadas, fueron instalándose como podían sin hablar ni una palabra.
En el suelo del carruaje había una buena porción de paja, en la cual se hundían los pies. Las señoras que habían entrado primero llevaban caloríferos de cobre con un carbón químico, y mientras los preparaban, charlaron a media voz; cambiaban impresiones acerca del buen resultado de aquellos aparatos y repetían cosas que de puro sabidas debieron tener olvidadas.
Por fin, una vez enganchados en la diligencia seis rocines en vez de cuatro, porque las dificultades aumentaban con el mal tiempo, una voz desde el pescante preguntó:
—¿Han subido ya todos?
Otra contesto desde dentro:
—Sí; no falta ninguno.
Y el coche se puso en marcha.
Avanzaba lentamente, lentamente, a paso corto. Las ruedas se hundían en la nieve, la caja entera crujía con sordos rechinamientos; los animales resbalaban, resollaban, humeaban; y el gigantesco látigo del mayoral restallaba sin reposo, volteaba en todos sentidos, arrollándose y desarrollándose como una delgada culebra, y azotando bruscamente la grupa de algún caballo, que se agarraba entonces mejor, gracias a un esfuerzo mayor.
La claridad aumentaba imperceptiblemente. Aquellos ligeros copos que un viajero culto, natural de Ruán precisamente, había comparado a una lluvia de algodón, luego dejaron de caer. Un resplandor amarillento se filtraba entre los nubarrones pesados y oscuros, bajo cuya sombra resaltaba más la resplandeciente blancura del campo, donde aparecía, ya una hilera de árboles cubiertos de blanquísima escarcha, ya una choza con una caperuza de nieve.
A la triste claridad de aurora lívida los viajeros empezaron a mirarse curiosamente.
Ocupando los mejores asientos de la parte anterior, dormitaban, uno frente a otro, el señor y la señora Loiseau, almacenistas de vinos en la calle de Grand Port.
Antiguo dependiente de un vinatero, hizo fortuna continuando por su cuenta el negocio que había sido la ruina de su principal. Vendiendo barato un vino malísimo a los taberneros rurales, adquirió fama de pícaro redomado, y era un verdadero normando rebosante de astucia y jovialidad.
Tanto como sus bribonadas, se comentaban también sus agudezas, no siempre ocultas, y sus bromas de todo género; nadie podía referirse a él sin añadir como un estribillo necesario: “Ese Loiseau es insustituible”.
De poca estatura, realzaba con una barriga hinchada como un globo la pequeñez de su cuerpo, al que servía de remate una faz arrebolada entre dos patillas canosas.
Alta, robusta, decidida, con mucha entereza en la voz y seguridad en sus juicios, su mujer era el orden, el cálculo aritmético de los negocios de la casa, mientras que Loiseau atraía con su actividad bulliciosa.
Junto a ellos iban sentados en la diligencia, muy dignos, como vástagos de una casta elegida, el señor Carré-Lamadon y su esposa. Era el señor Carré-Lamadon un hombre acaudalado, enriquecido en la industria algodonera, dueño de tres fábricas, caballero de la Legión de Honor y diputado provincial. Se mantuvo siempre contrario al Imperio, y capitaneaba un grupo de oposición tolerante, sin más objeto que hacerse valer sus condescendencias cerca del Gobierno, al cual había combatido siempre “con armas corteses”, que así calificaba el mismo su política. La señora Carré-Lamadon, mucho más joven que su marido, era el consuelo de los militares distinguidos, mozos y arrogantes, que iban de guarnición a Ruán.
Sentada frente a su esposo, junto a la señora de Loiseau, menuda, bonita, envuelta en su abrigo de pieles, contemplaba con ojos lastimosos el lamentable interior de la diligencia.
Inmediatamente a ellos se hallaban instalados el conde y la condesa Hubert de Breville, descendientes de uno de los más nobles y antiguos linajes de Normandía. El conde, viejo aristócrata, de gallardo continente, hacía lo posible para exagerar, con los artificios de su tocado, su naturaleza semejante con el rey Enrique IV, el cual, según una leyenda gloriosa de la familia, gozó, dándole fruto de bendición, a una señora de Breville, cuyo marido fue, por esta honra singular, nombrado conde y gobernador de provincia.
Colega del señor Carré-Lamadon en la Diputación provincial representaba en el departamento al partido orleanista. Su enlace con la hija de un humilde consignatario de Nantes fue incomprensible, y continuaba pareciendo misterioso. Pero como la condesa lució desde un principio aristocráticas maneras, recibiendo en su casa con una distinción que se hizo proverbial, y hasta dio que decir sobre si estuvo en relaciones amorosas con un hijo de Luis Felipe, agasajáronla mucho las damas de más noble alcurnia; sus reuniones fueron las más brillantes y encopetadas, las únicas donde se conservaron tradiciones de rancia etiqueta, y en las cuales era difícil ser admitido.
Las posesiones de los Brevilles producían —al decir de las gentes— unos quinientos mil francos de renta.
Por una casualidad imprevista, las señoras de aquellos tres caballeros acaudalados, representantes de la sociedad serena y fuerte, personas distinguidas y sensatas, se hallaban juntas a un mismo lado, cuyos otros dos asientos ocupaban dos monjas, que sin cesar hacían correr entre sus dedos las cuentas de los rosarios, desgranando padrenuestros y avemarías. Una era vieja, con el rostro descarnado, carcomido por la viruela, como si hubiera recibido en plena faz una perdigonada. La otra, muy endeble, inclinaba sobre su pecho de tísica una cabeza primorosa y febril, consumida por la fe devoradora de los mártires y de los iluminados.
Frente a las monjas, un hombre y una mujer atraían todas las miradas.
El hombre, muy conocido en todas partes, era Cornudet, fiero demócrata y terror de las gentes respetables. Hacía veinte años que salpicaba su barba rubia con la cerveza de todos los cafés populares. Había derrochado en francachelas una regular fortuna que le dejó su padre, antiguo confitero, y aguardaba con impaciencia el triunfo de la República, para obtener al fin el puesto merecido por los innumerables tragos que le impusieron sus ideas revolucionarias. El día 4 de septiembre, al caer el gobierno, a causa de un error —o de una broma dispuesta intencionadamente—, se creyó nombrado prefecto; pero al ir a tomar posesión del cargo, las ordenanzas de la Prefectura, únicos empleados que allí quedaban, se negaron a reconocer su autoridad, y eso le contrarió hasta el punto de renunciar para siempre a sus ambiciones políticas. Buenazo, inofensivo y servicial, había organizado la defensa con un ardor incomparable, haciendo abrir zanjas en las llanuras, talando las arboledas próximas, poniendo cepos en todos los caminos; y al aproximarse los invasores, orgulloso de su obra, se retiró mas que a paso hacia la ciudad. Luego, sin duda, supuso que su presencia sería más provechosa en El Havre, necesitado tal vez de nuevos atrincheramientos.
La mujer que iba a su lado era una de las que se llaman galantes, famosa por su abultamiento prematuro, que le valió el sobrenombre de Bola de Sebo, de menos que mediana estatura, mantecosa, con las manos abotagadas y los dedos estrangulados en las falanges —como rosarios de salchichas gordas y enanas—, con una piel suave y lustrosa, con un pecho enorme, rebosante, de tal modo complacía su frescura, que muchos la deseaban porque les parecía su carne apetitosa. Su rostro era como una manzanita colorada, como un capullo de amapola en el momento de reventar; eran sus ojos negros, magníficos, velados por grandes pestañas, y su boca provocativa, pequeña, húmeda, palpitante de besos, con unos dientecitos apretados, resplandecientes de blancura.
Poseía también —a juicio de algunos— ciertas cualidades muy estimadas.
En cuanto la reconocieron las señoras que iban en la diligencia, comenzaron a murmurar; y las frases “vergüenza pública”, “mujer prostituida”, fueron pronunciadas con tal descaro, que la hicieron levantar la cabeza. Fijó en sus compañeros de viaje una mirada, tan provocadora y arrogante, que impuso de pronto silencio; y todos bajaron la vista excepto Loiseau, en cuyos ojos asomaba más deseo reprimido que disgusto exaltado.
Pronto la conversación se rehizo entre las tres damas, cuya recíproca simpatía se aumentaba por instantes con la presencia de la moza, convirtiéndose casi en intimidad. Se creían obligadas a estrecharse, a protegerse, a reunir su honradez de mujeres legales contra la vendedora de amor, contra la desvergonzada que ofrecía sus atractivos a cambio de algún dinero; porque el amor legal acostumbra ponerse muy hosco y malhumorado en presencia de un semejante libre.
También los tres hombres, agrupados por sus instintos conservadores en oposición a las ideas de Cornudet, hablaban de intereses con alardes fatuos y desdeñosos, ofensivos para los pobres. El conde Hubert hacía relación de las pérdidas que le ocasionaban los prusianos, las que sumarían las reses robadas y las cosechas abandonadas, con altivez de señorón diez veces millonario, en cuya fortuna tantos desastres no lograban hacer mella. El señor Carré-Lamadon, precavido industrial, se había curado en salud, enviando a Inglaterra seiscientos mil francos, una bicoca de que podía disponer en cualquier instante. Y Loiseau dejaba ya vendido a la Intendencia del ejercito francés todo el vino de sus bodegas, de manera que le debía el Estado una suma de importancia, que haría efectiva en El Havre.
Se miraban los tres con benevolencia y agrado; aun cuando su calidad era muy distinta, los hermanaba el dinero, porque pertenecían los tres a la francmasonería de los pudientes que hacen sonar el oro al meter las manos en los bolsillos del pantalón.
El coche avanzaba tan lentamente que a las diez de la mañana no había recorrido aún cuatro leguas. Se habían apeado varias veces los hombres para subir, haciendo ejercicio, algunos repechos. Comenzaron a intranquilizarse, porque salieron con la idea de almorzar en Totes, y no era ya posible que llegaran hasta el anochecer. Miraban a lo lejos con ansia de adivinar una posada en la carretera, cuando el coche se atascó en la nieve y estuvieron dos horas detenidos.
Al aumentar el hambre, perturbaba las inteligencias; nadie podía socorrerlos, porque la temida invasión de los prusianos y el paso del ejército francés habían hecho imposibles todas las industrias.
Los caballeros corrían en busca de provisiones de cortijo en cortijo, acercándose a todos los que veían próximos a la carretera; pero no pudieron conseguir ni un pedazo de pan, absolutamente nada, porque los campesinos, desconfiados y ladinos, ocultaban sus provisiones, temeroso de que al pasar el ejército francés, falto de víveres, cogiera cuanto encontrara.
Era poco más de la una cuando Loiseau anunció que sentía un gran vacío en el estómago. A todos los demás les ocurría otro tanto, y la invencible necesidad, manifestándose a cada instante con más fuerza, hizo languidecer horriblemente las conversaciones, imponiendo, al fin, un silencio absoluto.
De cuando en cuando alguien bostezaba; otro le seguía inmediatamente, y todos, cada uno conforme a su calidad, a su carácter, a su educación, abrían la boca, ostensible o disimuladamente, cubriendo con la mano las fauces ansiosas, que despedían un aliento de angustia.
Bola de Sebo se inclinó varias veces como si buscase alguna cosa debajo de sus faldas. Vacilaba un momento, contemplando a sus compañeros de viaje; luego, se erguía tranquilamente. Los rostros palidecían y se crispaban por instantes. Loiseau aseguraba que pagaría mil francos por un jamoncito. Su esposa dio un respingo en señal de protesta, pero al punto se calmó: para la señora era un martirio la sola idea de un derroche, y no comprendía que ni en broma se dijeran semejantes atrocidades.
—La verdad es que me siento desmayado —advirtió el conde—. ¿Cómo es posible que no se me ocurriera traer provisiones?
Todos reflexionaban de un modo análogo.
Cornudet llevaba un frasquito de ron. Lo ofreció y rehusaron secamente. Pero Loiseau, menos aparatoso, se decidió a beber unas gotas, y al devolver el frasquito, agradeció el obsequio con estas palabras:
—Al fin y al cabo, caliente el estómago y distrae un poco el hambre.
Se reanimó y propuso alegremente que, ante la necesidad apremiante, debían, como los náufragos de la vieja canción, comerse al más gordo. Esta broma, en que se aludía muy directamente a Bola de Sebo, pareció de mal gusto a los viajeros bien educados. Nadie la tomó en cuenta, y solamente Cornudet sonreía. Las dos monjas acabaron de mascullar oraciones, y con las manos hundidas en sus anchas mangas, permanecían inmóviles, bajaban los ojos obstinadamente y sin duda ofrecían al Cielo el sufrimiento que les enviaba.
Por fin, a las tres de la tarde, mientras la diligencia atravesaba llanuras interminables y solitarias, lejos de todo poblado, Bola de Sebo se inclinó, resueltamente, para sacar de debajo del asiento una cesta.
Tomó primero, un plato de fina loza; luego, un vasito de plata, y después, una fiambrera donde había dos pollos asados, ya en trozos, y cubiertos de gelatina; aún dejó en la cesta otros manjares y golosinas, todo ello apetitoso y envuelto cuidadosamente: pasteles, queso, frutas, las provisiones dispuestas para un viaje de tres días, con objeto de no comer en las posadas. Cuatro botellas asomaban el cuello entre los paquetes.
Bola de Sebo tomó un ala de pollo y se puso a comerla, con mucha pulcritud, sobre medio panecillo de los que llaman regencias en Normandía.
El perfume de las viandas estimulaba el apetito de los otros y agravaba la situación, produciéndoles abundante saliva y contrayendo sus mandíbulas dolorosamente. Rayó en ferocidad el desprecio que a las viajeras inspiraba la moza; la hubieran asesinado, la hubieran arrojado por una ventanilla con su cubierto, su vaso de plata y su cesta y sus provisiones.
Pero Loiseau devoraba con los ojos la fiambrera de los pollos. Y dijo:
—La señora fue más precavida que nosotros. Hay gentes que no descuidan jamás ningún detalle.
Bola de Sebo hizo un ofrecimiento amable:
—¿Usted gusta? ¿Le apetece algo, caballero? Es penoso pasar todo un día sin comer.
Loiseau hizo una reverencia de hombre agradecido:
—Francamente, acepto; el hambre obliga mucho. La guerra es la guerra. ¿No es cierto, señora?
Y lanzando en torno una mirada, prosiguió:
—En momentos difíciles como el presente, consuela encontrar almas generosas.
Llevaba en el bolsillo un periódico y lo extendió sobre sus muslos para no mancharse los pantalones, y con la punta de un cortaplumas pingó una pata de pollo, muy lustrosa, recubierta de gelatina. Le dio un bocado, y comenzó a comer tan complacido que aumentó con su alegría la desventura de los demás, que no pudieron reprimir un suspiro angustioso.
Con palabras cariñosas y humildes, Bola de Sebo propuso a las monjitas que tomaran algún alimento. Las dos aceptaron sin hacerse de rogar y, con los ojos bajos, se pusieron a comer deprisa, después de pronunciar a media voz una frase de cortesía. Tampoco se mostró esquivo Cornudet a las insinuaciones de la moza, y con ella y las monjitas, tendiendo un periódico sobre las rodillas de los cuatro, formaron, en la parte posterior del coche, una especie de mesa donde servirse.
Las mandíbulas trabajaban sin descanso; se abrían y cerraban las bocas hambrientas y feroces. Loiseau, en un rinconcito, se despachaba muy a su gusto, queriendo convencer a su esposa para que se decidiera a imitarle. Se resistía la señora; pero, al fin, víctima de un estremecimiento doloroso como un calambre, accedió. Entonces el marido, con floreos retóricos, le pidió permiso a “su encantadora compañera de viaje” para servir a la dama una tajadita.
Bola de Sebo se apresuró a decir:
—Cuanto usted guste.
Y sonriéndole con amabilidad, le alargó la fiambrera.
Al destaparse la primera botella de Burdeos, se presentó un conflicto. Sólo había un vaso, el vaso de plata. Se lo iban pasando el uno al otro, después de restregar el borde con una servilleta. Cornudet, por galantería, sin duda, quiso aplicar sus labios donde los había puesto la moza.
Envueltos por la satisfacción ajena, y sumidos en la propia necesidad, ahogados por las emanaciones provocadoras y excitantes de la comida, el conde y la condesa de Breville y el señor y la señora de Carré—Lamadón padecieron el suplicio espantoso que ha inmortalizado el nombre de Tántalo. De pronto, la monísima esposa del fabricante lanzó un suspiro que atrajo todas las miradas; su rostro estaba pálido, compitiendo en blancura con la nieve que sin cesar caía; se cerraron sus ojos, y su cuerpo languideció: se desmayó. Muy emocionado el marido imploraba un socorro que los demás, aturdidos a su vez, no sabían cómo procurarle,hasta que la mayor de las monjitas, apoyando la cabeza de la señora sobre su hombro, aplicó a sus labios el vaso de plata lleno de vino. La enferma se repuso; abrió los ojos, volvieron sus mejillas a colorearse y dijo, sonriente, que se hallaba mejor que nunca; pero lo dijo con la voz desfallecida. Entonces la monjita, insistiendo para que agotara el burdeos que había en el vaso, advirtió:
—Es hambre, señora; es hambre lo que tiene usted.
Bola de Sebo, desconcertada, ruborosa, dirigiéndose a los cuatro viajeros que no comían, balbució:
—Yo les ofrecería con mucho gusto...
Más se interrumpió, temerosa de ofender con sus palabras la susceptibilidad exquisita de aquellas nobles personas; Loiseau completó la invitación a su manera, librando del apuro a todos:
—¡Eh! ¡Caracoles! Hay que amoldarse a las circunstancias. ¿No somos hermanos todos los hombres, hijos de Adán, criaturas de Dios? Basta de cumplidos, y a remediarse caritativamente. Acaso no encontremos ni un refugio para dormir esta noche. Al paso que vamos, ya será mañana muy entrado el día cuando lleguemos a Totes.
Los cuatro dudaban, silenciosos, no queriendo asumir ninguno la responsabilidad que sobre un “sí” pesaría.
El conde transigió, por fin, y dijo a la tímida moza, dando a sus palabras un tono solemne:
—Aceptamos, agradecidos, su mucha cortesía.
Lo difícil era el primer envite. Una vez pasado el Rubicón, todo fue como un guante. Vaciaron la cesta. Comieron, además de los pollos, una terrina de foie-gras, una empanada, un pedazo de lengua, frutas, dulces, pepinillos y cebollitas en vinagre.
Imposible devorar las viandas y no mostrarse atentos. Era inevitable una conversación general en que la moza pudiese intervenir; al principio les violentaba un poco, pero Bola de Sebo, muy discreta, los condujo insensiblemente a una confianza que hizo desvanecer todas las prevenciones. Las señoras de Breville y de Carré-Lamadon, que tenían un trato muy exquisito, se mostraron afectuosas y delicadas. Principalmente la condesa lució esa dulzura suave de gran señora que a todo puede arriesgarse, porque no hay en el mundo miseria que lograra manchar el rancio lustre de su alcurnia. Estuvo deliciosa. En cambio, la señora Loiseau, que tenía un alma de gendarme, no quiso doblegarse: hablaba poco y comía mucho.
Trataron de la guerra, naturalmente. Adujeron infamias de los prusianos y heroicidades realizadas por los franceses; todas aquellas personas que huían del peligro alababan el valor.
Arrastrada por las historias que unos y otros referían, la moza contó, emocionada y humilde, los motivos que la obligaban a marcharse de Ruán:
—Al principio creí que me sería fácil permanecer en la ciudad vencida, ocupada por el enemigo. Había en mi casa muchas provisiones y supuse más cómodo mantener a unos cuantos alemanes que abandonar mi patria. Pero cuando los vi, no pude contenerme; su presencia me alteró; me descompuse y lloré de vergüenza todo el día. ¡Oh! ¡Quisiera ser hombre para vengarme! Débil mujer, con lagrimas en los ojos los veía pasar, veía sus corpachones de cerdo y sus puntiagudos cascos, y mi criada tuvo que sujetarme para que no les tirase a la cabeza los tiestos de los balcones. Después fueron alojados, y al ver en mi casa, junto a mí, aquella gentuza, ya no pude contenerme y me arrojé al cuello de uno para estrangularlo. ¡No son más duros que los otros, no! ¡Se hundían bien mis dedos en su garganta! Y le hubiera matado si entre todos no me lo quitan. Ignoro cómo salí, cómo pude salvarme. Unos vecinos me ocultaron, y, al fin, me dijeron que podía irme a El Havre... Así vengo.
La felicitaron; aquel patriotismo que ninguno de los viajeros fue capaza de sentir agigantaba, sin embargo, la figura de la moza, y Cornudet sonreía, con una sonrisa complaciente y protectora de apóstol; así oye un sacerdote a un penitente alabar a Dios; porque los revolucionarios barbudos monopolizan el patriotismo como los clérigos monopolizan la religión. Luego habló doctrinalmente, con énfasis aprendido en las proclamas que a diario pone alguno en cada esquina, y remató su discurso con un párrafo magistral.
Bola de Sebo se exaltó, y le contradijo; no, no pensaba como él; era bonapartista, y su indignación arrebolaba su rostro cuando balbucía:
—¡Yo hubiera querido veros a todos en su lugar! ¡A ver qué hubiera hecho! ¡Vosotros tenéis la culpa! ¡El emperador es vuestra víctima! Con un gobierno de gandules, como vosotros, ¡daría gusto vivir! ¡Pobre Francia!
Cornudet, impasible, sonreía desdeñosamente; pero el asunto tomaba ya un cariz alarmante cuando el conde intervino, esforzándose por calmar a la moza exasperada. Lo consiguió a duras penas y proclamó, en frases corteses, que son respetables todas las opiniones.
Entre tanto, la condesa y la esposa del industrial, que profesaban a la República el odio implacable de las gentes distinguidas y reverenciaban con instinto femenil a todos lo gobiernos altivos y despóticos, involuntariamente se sentían atraídas hacia la prostituta, cuyas opiniones eran semejantes a las más prudentes y encopetadas.
Se había vaciado la cesta. Repartida entre diez personas, aún pareció escasez su abundancia, y casi todos lamentaron prudentemente que no hubiera más. La conversación proseguía, menos animada desde que no hubo nada que engullir.
Cerraba la noche. La oscuridad era cada vez más densa, y el frío, punzante, penetraba y estremecía el cuerpo de Bola de Sebo, a pesar de su gordura. La señora condesa de Breville le ofreció su rejilla, cuyo carbón químico había sido renovado ya varias veces, y la moza se lo agradeció mucho, porque tenía los pies helados. las señoras Carré-Lamadon y Loiseau corrieron las suyas hasta los pies de las monjas.
El mayoral había encendido los faroles, que alumbraban con vivo resplandor las ancas de los jamelgos, y a uno y otro lado, la nieve del camino, que parecía desarrollarse bajo los reflejos temblorosos.
En el interior del coche nada se veía; pero de pronto se pudo notar un manoteo entre Bola de Sebo y Cornudet. Loiseau, que disfrutaba de una vista penetrante, creyó advertir que el hombre barbudo apartaba rápidamente la cabeza apara evitar el castigo de un puño cerrado y certero.
En el camino aparecieron unos puntos luminosos. Llegaban a Totes, por fin. Después de catorce horas de viaje, la diligencia se detuvo frente a la posada del Comercio.
Abrieron la portezuela y algo terrible hizo estremecer a los viajeros: eran los tropezones de la vaina de un sable cencerreando contra las losas. Al punto se oyeron unas palabras dichas por un alemán.
La diligencia se había parado y nadie se apeaba, como si temieran que los acuchillasen al salir. Se acercó a la portezuela el mayoral con un farol en la mano y, alzando el farol, alumbró súbitamente las dos hileras de rostros pálidos, cuyas bocas abiertas y cuyos ojos turbios denotaban sorpresa y espanto. Junto al mayoral, recibiendo también el chorro de luz, aparecía un oficial prusiano, joven, excesivamente delgado y rubio, con el uniforme ajustado como un corsé, ladeada la gorra de plato, que le daba el aspecto de un recadero de fonda inglesa. Muy largas y tiesas las guías del bigote —que disminuían indefinidamente hasta rematar en un solo pelo rubio, tan delgado, que no era fácil ver dónde terminaba—, parecían tener las mejillas tirantes con su peso, violentando también las cisuras de la boca.
En francés—alsaciano indicó a los viajeros que se apearan.
Las dos monjitas, humildemente, obedecieron las primeras con una santa docilidad propia de las personas acostumbradas a la sumisión. Luego, el conde y la condesa; en seguida, el fabricante y su esposa. Loiseau hizo pasar delante a su cara mitad, y al poner los pies en tierra, dijo al oficial:
—Buenas noches, caballero.
El prusiano, insolente como todos los poderosos, no se dignó contestar.
Bola de Sebo y Cornudet, aun cuando se hallaban más próximos a la portezuela que todos los demás, se apearon los últimos, erguidos y altaneros en presencia del enemigo. La moza trataba de contenerse y mostrarse tranquila; el revolucionario se resobaba la barba rubicunda con mano inquieta y algo temblona. Los dos querían mostrarse dignos, imaginando que representaba cada cual a su patria en situaciones tan desagradables; y de un modo semejante, fustigados por la frivolidad acomodaticia de sus compañeros, la moza estuvo más altiva que las mujeres honradas, y el otro, decidido a dar ejemplo reflejaba en su actitud la misión de indómita resistencia que ya lució al abrir zanjas, talar bosques y minar campos.
Entraron en la espaciosas cocina de la posada, y el prusiano, después de pedir el salvoconducto firmado por el general en jefe, donde constaban los nombres de todos los viajeros y se detallaba su profesión y estado, los examinó detenidamente, comparando las personas con las referencias escritas.
Luego dijo, en tono brusco:
—Está bien.
Y se retiró.
Respiraron todos. Aún tenían hambre, y pidieron de cenar. Tardarían media hora en poder sentarse a la mesa, y mientras las criadas hacían los preparativos, los viajeros curioseaban las habitaciones que les destinaban. Abrían sus puertas a un largo pasillo, al extremo del cual una mampara de cristales esmerilados lucía un expresivo número.
Iban a sentarse a la mesa, cuando se presentó el posadero. Era un antiguo chalán, asmático y obeso, que padecía constantes ahogos, con resoplidos, ronqueras y estertores. De su padre había heredado el nombre de Follenvie.
Al entrar hizo esta pregunta:
—¿La señorita Isabel Rousset?
Bola de Sebo, sobresaltándose, dijo:
—¿Qué ocurre?
—Señorita, el oficial prusiano quiere hablar con usted ahora mismo.
—¿Para qué?
—Lo ignoro, pero quiere hablarle.
—Es posible. Yo, en cambio, no quiero hablar con él.
Hubo un momento de preocupación; todos pretendían adivinar el motivo de aquella orden. El conde se acercó a la moza:
—Señorita, es necesario reprimir ciertos ímpetus. Una intemperancia por parte de usted podría originar trastornos graves. No se debe nunca resistir a quien puede aplastarnos. La entrevista no revestirá importancia y, sin duda, tiene por objeto aclarar algún error deslizado en el documento.
Los demás se adhirieron a una opinión tan razonable; instaron, suplicaron, sermonearon y, al fin, la convencieron, porque todos temían las complicaciones que pudieran sobrevenir. La moza dijo:
—Lo hago solamente por complacer a ustedes.
La condesa le estrechó la mano al decir:
—Agradecemos el sacrificio.
Bola de Sebo salió, y aguardaron a servir la comida para cuando volviese.
Todos hubieran preferido ser los llamados, temerosos de que la moza irascible cometiera una indiscreción, y cada cual preparaba en su magín varias insulseces para el caso de comparecer.
Pero a los cinco minutos la moza reapareció, encendida, exasperada, balbuciendo:
—¡Miserable! ¡Ah miserable!
Todos quisieron averiguar lo sucedido; pero ella no respondía a las preguntas y se limitaba a repetir:
—Es un asunto mío, sólo mío, y a nadie le importa.
Como la moza se negó rotundamente a dar explicaciones, reinó el silencio en torno de la sopera humeante. Cenaron bien y alegremente, a pesar de los malos augurios. Como era muy aceptable la sidra, el matrimonio Loiseau y las monjas la tomaron, para economizar. Los otros pidieron vino, excepto Cornudet, que pidió cerveza. Tenía una manera especial de descorchar la botella, de hacer espuma, de contemplarla, inclinando el vaso, y de alzarlo para observar al trasluz su transparencia. Cuando bebía, sus barbazas —del color de su brebaje predilecto— se estremecían de placer; guiñaba los ojos para no perder su vaso de vista y sorbía con tanta solemnidad como si aquélla fuese la única misión de su vida. Se diría que parangonaba en su espíritu, hermanándolas, confundiéndolas en una, sus dos grandes pasiones: la cerveza y la Revolución, y seguramente no le fuera posible paladear aquélla sin pensar en ésta.
El posadero y su mujer comían al otro extremo de la mesa. El señor Follenvie, resoplando como una locomotora desportillada, tenía demasiado estertor para poder hablar mientras comía, pero ella no callaba ni un solo instante. Refería todas sus impresiones desde que vio a los prusianos por vez primera, lo que hacían, lo que decían los invasores, maldiciéndolos y odiándolos porque le costaba dinero mantenerlos, y también orgullosa de que la oyese una dama de tanto fuste.
Luego bajaba la voz para comunicar apreciaciones comprometidas; y su marido, interrumpiéndola de cuando en cuando aconsejaba:
—Más prudente fuera que te callases.
Pero ella, sin hacer caso, proseguía:
—Sí, señora; esos hombres no hacen más que atracarse de cerdo y de patatas, de patatas y de cerdo. Y no crea usted que son pulcros. ¡Oh, nada pulcros! Todo lo ensucian, y donde les apura... lo sueltan, con perdón sea dicho. Hacen el ejercicio durante algunas horas, todos los días y anda por arriba y anda por abajo, y vuelve a la derecha y vuelve a la izquierda. ¡Si labrasen los campos o trabajasen en las carreteras de su país! Pero no, señora; esos militares no sirven para nada. El pobre tiene que alimentarlos mientras aprenden a destruir. Yo soy una vieja sin estudios; a mí no me han educado, es cierto; pero al ver que se fatigan y se revientan en ese ir y venir mañana y tarde, me digo: Habiendo tantas gentes que trabajan para ser útiles a los demás, ¿por qué otros procuran, a fuerza de tanto sacrificio, ser perjudiciales? ¿No es una lástima que se maten los hombres, ya sean prusianos o ingleses, o poloneses o franceses? Vengarse de uno que nos hizo daños es punible, y el juez lo condena; pero si degüellan a nuestros hijos, como reses llevadas al matadero, no es punible, no se castiga; se dan condecoraciones al que destruye más. ¿No es cierto? Nada sé, nada me han enseñado; tal vez por mi falta de instrucción ignoro ciertas cosas, y me parecen injusticias.
Cornudet dijo campanudamente:
—La guerra es una salvajada cuando se hace contra un pueblo tranquilo: es una obligación cuando sirve para defender la patria.
La vieja murmuró:
—Sí, defenderse ya es otra cosa. Pero ¿no deberíamos antes ahorcar a todos los reyes que tienen la culpa?
Los ojos de Cornudet se abrillantaron:
—¡Magnífico, ciudadana!
El señor Carré-Lamadon reflexionaba. Sí, era fanático por la gloria y el heroísmo de los famosos capitanes; pero el sentido práctico de aquella vieja le hacía calcular el provecho que reportarían al mundo todos los brazos que se adiestran en el manejo de las armas, todas las energías infecundas, consagradas a preparar y sostener las guerra, cuando se aplicasen a industrias que necesitan siglos de actividad.
Loiseau se levantó y, acercándose al fondista, le habló en voz baja. Oyéndole, Follenvie reía, tosía, escupía; su enorme vientre rebotaba gozoso con las guasas del forastero; y le compró seis barriles de burdeos para la primavera, cuando se hubiesen retirado los invasores.
Acabada la cena, como era mucho el cansancio que sentían, se fueron todos a sus habitaciones.
Pero Loiseau, observador minucioso y sagaz, cuando su mujer se hubo acostado, aplicó los ojos y el oído alternativamente al agujero de la cerradura para descubrir lo que llamaba “misterios de pasillo”.
Al cabo de una hora, aproximadamente, vio pasar a Bola de Sebo, más apetitosa que nunca, rebosando en su peinador de casimir con bandas blancas. Se alumbraba con una palmatoria y se dirigía a la mampara de cristales esmerilados, en donde lucía un expresivo número. Y cuando la moza se retiraba, minutos después, Cornudet abría su puerta y la seguía en calzoncillos.
Hablaron, y después Bola de Sebo defendía enérgicamente la entrada de su alcoba. Loiseau, a pesar de sus esfuerzos, no pudo comprender lo que decían; pero, al fin, como levantaron la voz, cogió al vuelo algunas palabras. Cornudet, obstinado, resuelto, decía:
—¿Por qué no quieres? ¿Qué te importa?
Ella, con indignada y arrogante apostura, le respondió:
—Amigo mío, hay circunstancias que obligan mucho; no siempre se puede hacer todo, y, además, aquí sería una vergüenza.
Sin duda, Cornudet no comprendió, y como se obstinase, insistiendo en sus pretensiones, la moza, más arrogante aún y en voz más recia, le dijo:
—¿No lo comprende?... ¿Cuándo hay prusianos en la casa, tal vez pared por medio?
Y calló. Ese pudor patriótico de cantinera que no permite libertades frente al enemigo debió de reanimar la desfallecida fortaleza del revolucionario, quien, después de besarla para despedirse afectuosamente, se retiró a paso de lobo hasta su alcoba.
Loiseau, bastante alterado, abandonó su observatorio, hizo unas cabriolas y, al meterse de nuevo en la cama, despertó a su antigua y correosa compañera, la besó y le dijo al oído:
—¿Me quieres mucho, vida mía?
Reinó el silencio en toda la casa. Y al poco rato se alzó, resonando en todas partes, un ronquido, que bien pudiera salir de la cueva o del desván; un ronquido alarmante, monstruoso, acompasado, interminable, con estremecimientos de caldera en ebullición. El señor Follenvie dormía.
Como habían convenido en proseguir el viaje a las ocho de la mañana, todos bajaron temprano a la cocina; pero la diligencia, enfundada por la nieve, permanecía en el patio, solitaria, sin caballos y sin mayoral. En vano buscaron a éste por los desvanes y las cuadras. No encontrándole dentro de la posada, salieron a buscarle y se hallaron de pronto en la plaza, frente a la iglesia, entre pequeñas casas de un solo piso, donde se veían soldados alemanes. Uno mondaba patatas; otro, muy barbudo y grandón, acariciaba a una criaturita de pecho que lloraba, y la mecía sobre sus rodillas para que se calmase o se durmiese, y las campesinas, cuyos maridos y cuyos hijos estaban “en las tropas de la guerra”, indicaban por signos a los vencedores, obedientes, los trabajos que debían hacer: cortar leña, encender lumbre, moler café. Uno lavaba la ropa de su patrona, pobre vieja impedida.
El conde, sorprendido, interrogó al sacristán, que salía del presbiterio. El acartonado murciélago le respondió:
—¡Ah! Esos no son dañinos; creo que no son prusiano; vienen de más lejos, ignoro de qué país; y todos han dejado en su pueblo un hogar, una mujer, unos hijos; la guerra no los divierte. Juraría que también sus familias lloran mucho, que también se perdieron sus cosechas por falta de brazos; que allí como aquí, amenaza una espantosa miseria a los vencedores como a los vencidos. Después de todo, en este pueblo no podemos quejarnos, porque no maltratan a nadie y nos ayudan trabajando como si estuviesen en su casa. Ya ve usted, caballero: entre los pobres hay siempre caridad... Son los ricos los que hacen las guerras crueles.
Cornudet, indignado por la recíproca y cordial condescendencia establecida entre vencedores y vencidos, volvió a la posada, porque prefería encerrarse aislado en su habitación a ver tales oprobios. Loiseau tuvo, como siempre, una grase oportuna y graciosa: “Repueblan”; y el señor Carré-Lamadon pronunció una solemne frase: “Restituyen”.
Pero no encontraban al mayoral. Después de muchas indagaciones, lo descubrieron sentado tranquilamente, con el ordenanza del oficial prusiano, en una taberna.
El conde le interrogó:
—¿No le habían mandado enganchar a las ocho?
—Sí; pero después me dieron otra orden.
—¿Cuál?
—No enganchar.
—¿Quién?
—El comandante prusiano.
—¿Por qué motivo?
—Lo ignoro. Pregúnteselo. Yo no soy curioso. Me prohíben enganchar y no engancho. Ni más ni menos.
—Pero ¿le ha dado esa orden el mismo comandante?
—No; el posadero, en su nombre.
—¿Cuándo?
—Anoche, al retirarme.
Los tres caballeros volvieron a la posada bastante intranquilos.
Preguntaron por Follenvie, y la criada les dijo que no se levantaba el señor hasta muy tarde, porque apenas le dejaba dormir el asma; tenía terminantemente prohibido que le llamasen antes de las diez, como no fuera en caso de incendio.
Quisieron ver al oficial, pero tampoco era posible, aun cuando se hospedaba en la casa, porque únicamente Follenvie podía tratar con él de asuntos civiles.
Mientras los mandos aguardaban en la cocina, las mujeres volvieron a sus habitaciones para ocuparse de las minucias de su tocado.
Cornudet se instaló bajo la saliente campana del hogar, donde ardía un buen leño; mandó que le acercaran un veladorcito de hierro y que le sirvieran un jarro de cerveza; sacó la pipa, que gozaba entre los demócratas casi tanta consideración como el personaje que chupaba en ella —una pipa que parecía servir a la patria tanto como Cornudet—, y se puso a fumar entre sorbo y sorbo, chupada tras chupada.
Era una hermosa pipa de espuma, primorosamente “culotada”, tan negra como los dientes que la oprimían, pero brillante, perfumada, con una curvatura favorable a la mano, de una forma tan discreta, que parecía una facción más de su dueño.
Y Cornudet, inmóvil, tan pronto fijaba los ojos en las llamas del hogar como en la espuma del jarro; depuse de cada sorbo acariciaba satisfecho con su mano flaca su cabellera sucia, cruzando vellones de humo blanco en las marañas de sus bigotes macilentos.
Loiseau, con el pretexto de salir a estira las piernas, recorrió el pueblo para negociar sus vinos en todos los comercios. El conde y el industrial discurrían acerca de cuestiones políticas y profetizaban el porvenir de Francia. Según el uno, todo lo remediaría el advenimiento de los Orleáns; el otro solamente confiaba en un redentor ignorado, un héroe que pareciera cuando todo agonizase; un Duguesclin, una Juana de Arco y ¿por qué no un invencible Napoleón I? ¡Ah! ¡Si el príncipe imperial no fuese demasiado joven! Oyéndolos, Cornudet sonreía como quien ya conoce los misterios del futuro: y su pipa embalsamaba el ambiente.
A las diez bajó Follenvie. Le hicieron varias preguntas apremiantes: pero él sólo pudo contestar:
—El comandante me dijo: “Señor Follenvie, no permita usted que mañana enganchen la diligencia. Esos viajeros no saldrán de aquí hasta que yo lo disponga”.
Entonces resolvieron entrevistarse con el oficial prusiano. El conde le hizo pasar una tarjeta, en la cual escribió Carré-Lamadon su nombre y sus títulos.
El prusiano les hizo decir que los recibiría cuando hubiese almorzado. Faltaba una hora.
Ellos y ellas comieron, a pesar de su inquietud. Bola de Sebo estaba febril y extraordinariamente desconcertada.
Acababan de tomar el café cuando les avisó el ordenanza.
Loiseau se agregó a la comisión; intentaron arrastrar a Cornudet, pero éste dijo que no entraba en sus cálculos pactar con los enemigos. Y volvió a instalarse cerca del fuego, ante otro jarro de cerveza.
Los tres caballeros entraron en la mejor habitación de la casa, donde los recibió el oficial, tendido en un sillón, con los pies encima de la chimenea, fumando en una larga pipa de loza y envuelto en una espléndida bata, recogida tal vez en la residencia campestre de algún ricacho de gustos chocarreros. No se levantó, ni saludó, ni los miró siquiera. ¡Magnífico ejemplar de la soberbia desfachatez acostumbrada entre los militares victoriosos!
Luego dijo:
—¿Qué desean ustedes?
El conde tomó la palabra:
—Deseamos continuar nuestro viaje, caballero.
—No.
—¿Sería usted lo bastante bondadoso para comunicarnos la causa de tan imprevista detención?
—Mi voluntad.
—Me atrevo a recordarle, respetuosamente, que traemos un salvoconducto, firmado por el general en jefe, que nos permite llegar a Dieppe. Y supongo que nada justifica tales rigores.
—Nada más que mi voluntad. Pueden ustedes retirarse.
Hicieron una reverencia y se retiraron.
La tarde fue desastrosa: no sabían cómo explicar el capricho del prusiano y les preocupaban las ocurrencias más inverosímiles. Todos en la cocina se torturaban imaginando cuál pudiera ser el motivo de su detención. ¿Los conservarían como rehenes? ¿Por qué? ¿Los llevarían prisioneros? ¿Pedirían por su libertad un rescate de importancia? El pánico los enloqueció. Los más ricos se amilanaban con ese pensamiento; se creían ya obligados, para salvar la vida en aquel trance, a derramar tesoros entre las manos de un militar insolente. Se derretían la sesera inventando embustes verosímiles, fingimientos engañosos, que salvaran su dinero del peligro en que lo veían, haciéndolos aparecer como infelices arruinados. Loiseau, disimuladamente, guardó en el bolsillo la pesada cadena de oro de su reloj. Al oscurecer aumentaron sus aprensiones. Encendieron el quinqué, y, como aún faltaban dos horas para la comida, resolvieron jugar a la treinta y una. Cornudet, hasta el propio Cornudet, apagó su pipa y, cortésmente se acercó a la mesa.
Bola de Sebo hizo treinta y una. El interés del juego ahuyentaba los temores.
Cornudet pudo advertir que la señora y el señor Loiseau, de común acuerdo, hacían trampas.
Cuando iban a servir la comida, Follenvie apareció y dijo:
—El oficial prusiano pregunta si la señorita Isabel Rousset se ha decidido ya.
Bola de Sebo, en pie, al principio descolorida, luego arrebatada, sintió un impulso de cólera tan grande, que de pronto no le fue posible hablar. Después dijo:
—Contéstele a ese canalla, sucio y repugnante, que nunca me decidiré a eso. ¡Nunca, nunca, nunca!
El posadero se retiró. Todos rodearon a Bola de Sebo, solicitada, interrogada por todos para revelar el misterio de aquel recado. Se negó al principio, hasta que reventó, exasperada:
—¿Qué quiere?... ¿Qué quiere?... ¿Qué quiere? ¡Nada! ¡Estar conmigo!
La indignación instantánea no tuvo límites. Se alzó un clamor de protesta contra semejante iniquidad. Cornudet rompió un vaso, al dejarlo, violentamente sobre la mesa. Se emocionaban todos, como si a todos alcanzara el sacrificio exigido a la moza. El conde manifestó que los invasores inspiraban más repugnancia que terror, portándose como los antiguos bárbaros. Las mujeres prodigaban a Bola de Sebo una piedad noble y cariñosa. Las monjas callaban, con los ojos bajos.
Cuando la efervescencia hubo pasado comieron. Se habló poco. Meditaban.
Se retiraron pronto las señoras, y los caballeros organizaron una partida de encarte, invitando a Follenvie con el propósito de sondearle con habilidad en averiguación de los recursos más convenientes para vencer la obstinada insistencia del prusiano. Pero Follenvie sólo pensaba en sus descartes, ajeno a cuanto le decían y sin contestar a las preguntas, limitándose a repetir:
—Al juego, al juego, señores.
Fijaba tan profundamente su atención en los naipes, que hasta se olvidaba de escupir y respiraba con un estertor angustioso. Producían sus pulmones todos los registros del asma, desde los más graves y profundos a los chillidos roncos y destemplados, que lanzan los polluelos cuando aprenden a cacarear.
No quiso retirarse cuando su mujer muerta de sueño, bajó en su busca, y la vieja se volvió sola, porque tenía por costumbre levantarse con el sol, mientras su marido, de natural trasnochador, estaba siempre dispuesto a no acostarse hasta el alba.
Cuando se convencieron de que no era posible arrancarle ni media palabra, le dejaron para irse cada cual a su alcoba. Tampoco fueron perezosos para levantarse al otro día, con la esperanza que les hizo concebir su deseo cada vez mayor de continuar libremente su viaje. Pero los caballos descansaban en los pesebres; el mayoral no comparecía. Se entretuvieron dando paseos en torno de la diligencia.
Desayunaron silenciosos, indiferentes ante Bola de Sebo. Las reflexiones de la noche habían modificado sus juicios; ya casi odiaban a la moza por no haberse decidido a buscar en secreto al prusiano, preparando un alegre despertar, una sorpresa muy agradable a sus compañeros. ¿Había nada más justo? ¿Quién lo hubiera sabido? Pudo salvar las apariencias, dando a entender al oficial prusiano que cedía para no perjudicar a tan ilustres personajes. ¿Qué importancia pudo tener su complacencia, para una moza como Bola de Sebo?
Reflexionaban así todos, pero ninguno declaraba su opinión.
Al mediodía, para distraer el aburrimiento, propuso el conde que diesen un paseo por las afueras. Se abrigaron bien y salieron; sólo Cornudet prefirió quedarse junto a la lumbre, y las dos monjitas pasaban las horas en la iglesia o en casa del párroco.
El frío, cada vez más intenso, les pellizcaba las orejas y las narices; los pies les dolían al andar; cada paso era un martirio. Y al descubrir la campiña les pareció tan horrorosamente lúgubre su extensa blancura, que todos a la vez retrocedieron con el corazón oprimido y el alma helada.
Las cuatro señoras iban delante y las seguían a corta distancia los tres caballeros.
Loiseau, muy seguro de que los otros pensaban como él, preguntó si aquella mala pécora no daba señales de acceder, para evitarles que se prolongara indefinidamente su detención. El conde, siempre cortés, dijo que no podía exigírsele a una mujer sacrificio tan humillante cuando ella no se lanzaba por impulso propio.
El señor Carré-Lamadon hizo notar que si los franceses, como estaba proyectado, tomaran de nuevo la ofensiva por Dieppe, la batalla probablemente se desarrollaría en Totes. Puso a los otros dos en cuidado semejante ocurrencia.
—¿Y si huyéramos a pie? —dijo Loiseau.
—¿Cómo es posible, pisando nieve y con las señoras? —exclamó el conde—. Además, nos perseguirían y luego nos juzgarían como prisioneros de guerra.
—Es cierto; no hay escape.
Y callaron.
Las señoras hablaban de vestidos; pero en su ligera conversación flotaba una inquietud que les hacía opinar de opuesto modo.
Cuando apenas le recordaban, apareció el oficial prusiano en el extremo de la calle. Sobre la nieve que cerraba el horizonte perfilaba su talle oprimido y separaba las rodillas al andar, con ese movimiento propio de los militares que procuran salvar del barro las botas primorosamente charoladas.
Se inclinó al pasar junto a las damas y miró despreciativo a los caballeros, los cuales tuvieron suficiente coraje para no descubrirse, aun cuando Loiseau echase mano al sombrero.
La moza se ruborizó hasta las orejas y las tres señoras casadas padecieron la humillación de que las viera el prusiano en la calle con la mujer a la cual trataba él tan groseramente.
Y hablaron de su empaque, de su rostro. la señora Carré-Lamadon, que por haber sido amiga de muchos oficiales podía opinar con fundamento, juzgó al prusiano aceptable, y hasta se dolió de que no fuera francés, muy segura de que seduciría con el uniforme de húsar a no pocas mujeres.
Ya en casa, no se habló más del asunto. Se cruzaron algunas acritudes con motivos insignificantes. la cena, silenciosa, terminó pronto, y, cada uno fue a su alcoba con ánimo de buscar en el sueño un recurso contra el hastío.
Bajaron por la mañana con los rostros fatigados; se mostraron irascibles; y las damas apenas dirigieron la palabra a Bola de Sebo.
La campana de la iglesia tocó a gloria. La muchacha recordó al pronto su casi olvidada maternidad (pues tenía una criatura en casa de unos labradores de Yvetot). El anunciado bautizo la enterneció y quiso asistir a la ceremonia.
Ya libres de su presencia, y reunidos los demás, se agruparon, comprendiendo que tenían algo que decirse, algo que acordar. Se le ocurrió a Loiseau proponer al comandante que se quedara con la moza y dejase a los otros proseguir tranquilamente su viaje.
Follenvie fue con la embajada y volvió al punto, porque, sin oírle siquiera, el oficial repitió que ninguno se iría mientras él no quedara complacido.
Entonces, el carácter populachero de la señora Loiseau la hizo estallar:
—No podemos envejecer aquí. ¿No es el oficio de la moza complacer a todos los hombres? ¿Cómo se permite rechazar a uno? ¡Si la conoceremos! En Ruán lo arrebaña todo; hasta los cocheros tienen que ver con ella. Sí, señora, el cochero de la Prefectura. Lo sé de buena tinta; como que toman vino de casa. Y hoy, que podría sacarnos de un apuro sin la menor violencia, ¡hoy hace dengues, la muy zorra! En mi opinión, ese prusiano es un hombre muy correcto. Ha vivido sin trato de mujeres muchos días; hubiera preferido, seguramente, a cualquiera de nosotras; pero se contenta, para no abusar de nadie, con la que pertenece a todo el mundo. Respeta el matrimonio y la virtud, ¡cuando es el amo, el señor! Le bastaría decir: “Esta quiero”, y obligar a viva fuerza, entre soldados, a la elegida.
Se estremecieron las damas. Los ojos de la señora Carré-Lamadon brillaron; sus mejillas palidecieron, como si ya se viese violada por el prusiano.
Los hombres discutían aparte y llegaron a un acuerdo.
Al principio, Loiseau, furibundo, quería entregar a la miserable atada de pies y manos. Pero el conde, fruto de tres abuelos diplomáticos, prefería tratar el asunto hábilmente, y propuso:
—Tratemos de convencerla.
Se unieron a las damas. La discusión se generalizó. Todos opinaban en voz baja, con mesura. Principalmente las señoras proponían el asunto con rebuscamiento de frases ocultas y rodeos encantadores, para no proferir palabras vulgares.
Alguien que de pronto las hubiera oído, sin duda no sospecharía el argumento de la conversación; de tal modo se cubrían con flores las torpezas audaces. Pero como el baño de pudor que defiende a las damas distinguidas en sociedad es muy tenue, aquella brutal aventura las divertía y esponjaba, sintiéndose a gusto, en su elemento, regocijándose en un lance de amor, con la sensualidad propia de un cocinero goloso que prepara una cena exquisita sin poder probarla siquiera.
Se alegraron, porque la historia les hacía mucha gracia. El conde se permitió alusiones bastante atrevidas —pero decorosamente apuntadas— que hicieron sonreír. Loiseau estuvo menos correcto, y sus audacias no lastimaron los oídos pulcros de sus oyentes. La idea, expresada brutalmente por su mujer, persistía en los razonamientos de todos: “¿No es el oficio de la moza complacer a los hombres? ¿Cómo se permite rechazar a uno?” La delicada señora Carré-Lamadon imaginaba tal vez que, puesta en tan duro trance, rechazaría menos al prusiano que a otro cualquiera.
Prepararon el bloqueo, lo que tenía que decir cada uno y las maniobras correspondientes, quedó en regla el plan de ataque, los amaños y astucias que debieran abrir al enemigo la ciudadela viviente.
Cornudet no entraba en la discusión, completamente ajeno al asunto.
Estaban todos tan preocupados, que no sintieron llegar a Bola de Sebo, pero el conde, advertido al punto, hizo una señal que los demás comprendieron.
Callaron, y la sorpresa prolongó aquel silencio, no permitiéndoles de pronto hablar. La condesa, más versada en disimulos y tretas de salón, dirigió a la moza esta pregunta:
—¿Estuvo muy bien el bautizo?
Bola de Sebo, emocionada, les dio cuenta de todo, y acabó con esta frase:
—Algunas veces consuela mucho rezar.
Hasta la hora del almuerzo se limitaron a mostrarse amables con ella, para inspirarle confianza y docilidad a sus consejos.
Ya en la mesa, emprendieron la conquista. Primero, una conversación superficial acerca del sacrificio. Se citaron ejemplos: Judit y Holofernes; y, sin venir al caso, Lucrecia y Sextus, Cleopatra, esclavizando con los placeres de su leche a todos los generales enemigos. Y apareció una historia fantaseada por aquellos millonarios ignorantes, conforme a la cual iban a Capua las matronas romanas para adormecer entre sus brazos amorosos al fiero Aníbal, a sus lugartenientes y a sus falanges de mercenarios. Citaron a todas las mujeres que han detenido a los conquistadores ofreciendo sus encantos para dominarlos con un arma poderosa e irresistible; que vencieron con sus caricias heroicas a monstruos repulsivos y odiados, que sacrificaron su castidad a la venganza o a la sublime abnegación.
Discretamente se mencionó a la inglesa linajuda que se mando inocular una horrible y contagiosa podredumbre para transmitírsela con fingido amor a Bonaparte, quien se libró milagrosamente gracias a una flojera repentina en el momento fatal.
Y todo se decía con delicadeza y moderación, ofreciéndose de cuando en cuando en entusiástico elogio que provocase la curiosidad heroica.
De todos aquellos rasgos ejemplares pudiera deducirse que la misión de la mujer en la tierra se reducía solamente a sacrificar su cuerpo, abandonándolo de continuo entre la soldadesca lujuriosa.
Las dos monjitas no atendieron, y es posible que ni se dieran cuenta de lo que decían los otros, ensimismadas en más intimas reflexiones.
Bola de Sebo no despegaba los labios. La dejaron reflexionar toda la tarde.
Cuando iban a sentarse a la mesa para comer apareció Follenvie para repetir la frase de la víspera.
Bola de Sebo respondió ásperamente:
—Nunca me decidiré a eso. ¡Nunca, nunca!
Durante la comida, los aliados tuvieron poca suerte. Loiseau dijo tres impertinencias. Se devanaban los sesos para descubrir nuevas heroicidades —y sin que saltase al paso ninguna—, cuando la condesa, tal vez sin premeditarlo, sintiendo una irresistible comezón de rendir a la Iglesia un homenaje, se dirigió a una de las monjas —la más respetable por su edad— y le rogó que refiriese algunos actos heroicos de la historia de los santos que habían cometido excesos criminales para humanos ojos y apetecidos por la Divina Piedad, que los juzgaba conforme a la intención, sabedora de que se ofrecían a la gloria de Dios o a la salud y provecho del prójimo. Era un argumento contundente. La condesa lo comprendió, y fuese por una tácita condescendencia natural en todos los que visten hábitos religiosos, o sencillamente por una casualidad afortunada, lo cierto es que la monja contribuyó al triunfo de los aliados con un formidable refuerzo. La habían juzgado tímida, y se mostró arrogante, violenta, elocuente. No tropezaba en incertidumbres casuísticas; era su doctrina como una barra de acero; su fe no vacilaba jamás, y no enturbiaba su conciencia ningún escrúpulo. Le parecía sencillo el sacrificio de Abraham; también ella hubiese matado a su padre y a su madre por obedecer un mandato divino; y, en su concepto, nada podía desagradar al Señor cuando las intenciones eran laudables. Aprovechando la condesa tan favorable argumentación de su improvisada cómplice, la condujo a parafrasear un edificante axioma “el fin justifica los medios”, con esta pregunta:
—¿Supone usted, hermana, que Dios acepta cualquier camino y perdona siempre, cuando la intención es honrada?
—¿Quién lo duda, señora? Un acto punible puede, con frecuencia, ser meritorio por la intención que lo inspire.
Y continuaron así, discurriendo acerca de las decisiones recónditas que atribuían a Dios, porque le suponían interesado en sucesos que, a la verdad, no deben importarle mucho.
La conversación, así encarrilada por la condesa, tomó un giro hábil y discreto. Cada frase de la monja contribuía poderosamente a vencer la resistencia de la cortesana. Luego, apartándose del asunto ya de sobra repetido, la monja hizo mención de varias fundaciones de su Orden; habló de la superiora, de sí misma, de la hermana San Sulpicio, su acompañante. iban llamadas a El Havre para asistir a cientos de soldados variolosos. Detalló las miserias de tan cruel enfermedad, lamentándose de que, mientras inútilmente las retenía el capricho de un oficial prusiano, algunos franceses podían morir en el hospital, faltos de auxilio. Su especialidad fue siempre asistir al soldado; estuvo en Crimea, en Italia, en Austria, y al referir azares de la guerra, se mostraba de pronto como una hermana de la Caridad belicosa y entusiasta, sólo nacida para recoger heridos en lo más recio del combate; una especie de sor María Rataplán, cuyo rostro desencarnado y descolorido era la imagen de las devastaciones de la guerra.
Cuando hubo terminado, el silencio de todos afirmó la oportunidad de sus palabras.
Después de cenar se fue cada cual a su alcoba, y al día siguiente no se reunieron hasta la hora del almuerzo.
La condesa propuso, mientras almorzaban, que debieran ir de paseo por la tarde. Y el conde, que llevaba del brazo a la moza en aquella excursión, se quedó rezagado...
Todo estaba convenido.
En tono paternal, franco y un poquito displicente, propio de un “hombre serio” que se dirige a un pobre ser, la llamó niña, con dulzura, desde su elevada posición social y su honradez indiscutible, y sin preámbulos se metió de lleno en el asunto.
—¿Prefiere vernos aquí víctimas del enemigo y expuestos a sus violencias, a las represalias que seguirían indudablemente a una derrota? ¿Lo prefiere usted a doblegarse a una... liberalidad muchas veces por usted consentida?
La moza callaba.
El conde insistía, razonable y atento, sin dejar de ser “el señor conde”, muy galante, con afabilidad, hasta con ternura si la frase lo exigía. Exaltó la importancia del servicio y el “imborrable agradecimiento”. Después comenzó a tutearla de pronto, alegremente:
—No seas tirana; permite al infeliz que se vanaglorie de haber gozado a una criatura como no debe haberla en su país.
La moza sin despegar los labios, fue a reunirse con el grupo de señoras.
Ya en casa, se retiró a su cuarto, sin comparecer ni a la hora de la comida. La esperaban con inquietud. ¿Qué decidiría?
Al presentarse Follenvie, dijo que la señorita Isabel se hallaba indispuesta, que no la esperasen. Todos aguzaron el oído. El conde se acercó al posadero y le preguntó en voz baja:
—¿Ya está?
—Sí.
Por decoro no preguntó más; hizo una mueca de satisfacción dedicada a sus acompañantes, que respiraron satisfechos, y se reflejó una retozona sonrisa en los rostros.
Loiseau no pudo contenerse:
—¡Caramba! Convido a champaña para celebrarlo.
Y se le amargaron a la señora Loiseau aquellas alegrías cuando apareció Follenvie con cuatro botellas.
Se mostraban a cuál más comunicativo y bullicioso; rebosaba en sus almas un goce fecundo. El conde advirtió que la señora Carré-Lamadon era muy apetecible, y el industrial tuvo frases insinuantes para la condesa. La conversación chisporroteaba, graciosa, vivaracha, jovial.
De pronto, Loiseau, con los ojos muy abiertos y los brazos en alto, aulló:
—¡Silencio!
Todos callaron, estremecidos.
—¡Chist! —y arqueaba mucho las cejas para imponer atención.
Al poco rato dijo con suma naturalidad:
—Tranquilícense. Todo va como una seda.
Pasado el susto, le rieron la gracia.
Luego repitió la broma:
—¡Chist!...
Y cada quince minutos insistía. Como si hablara con alguien del piso alto, daba consejos de doble sentido, producto de su ingenio de comisionista. Ponía de pronto la cara larga, y suspiraba al decir:
—¡Pobrecita!
O mascullaba una frase rabiosa:
—¡Prusiano asqueroso!
Cuando estaban distraídos, gritaba:
—¡No más! ¡No más!
Y como si reflexionase, añadía entre dientes:
—¡Con tal que volvamos a verla y no la haga morir, el miserable!
A pesar de ser aquellas bromas de gusto deplorable, divertían a los que las toleraban y a nadie indignaron, porque la indignación, como todo, es relativa y conforme al medio en que se produce. Y allí respiraban un aire infestado por todo género de malicias impúdicas.
Al fin, hasta las damas hacían alusiones ingeniosas y discretas. Se había bebido mucho, y los ojos encandilados chisporroteaban. El conde, que hasta en sus abandonos conservaba su respetable apariencia, tuvo una graciosa oportunidad comparando su goce al que pueden sentir los exploradores polares, bloqueados por el hielo, cuando ven abrirse un camino hacia el Sur.
Loiseau, alborotado, se levantó a brindar.
—¡Por nuestro rescate!
En pie, aclamaban todos, y hasta las monjitas, cediendo a la general alegría, humedecían sus labios en aquel vino espumosos que no habían probado jamás. Les pareció algo así como limonada gaseosa, pero más fino.
Loiseau advertía:
—¡Qué lástima! Si hubiera un piano podríamos bailar un rigodón.
Cornudet, que no había dicho ni media palabra, hizo un gesto desapacible. Parecía sumergido en pensamientos graves y de cuando en cuando se estiraba las barbas con violencia, como si quisiera alargarlas más aún.
Hacia medianoche, al despedirse, Loiseau, que se tambaleaba, le dio un manotazo en la barriga, tartamudeando:
—¿No está usted satisfecho? ¿No se le ocurre decir nada?
Cornudet, erguido el rostro y encarado con todos, como si quisiera retarlos con una mirada terrible, respondió.
—Sí, por cierto. Se me ocurre decir a ustedes que han fraguado una bellaquería.
Se levantó y fue repitiendo:
—¡Una bellaquería!
Era como un jarro de agua. Loiseau se quedó confundido; pero se repuso con rapidez, soltó la carcajada y exclamó:
—Están verdes; para usted... están verdes.
Como no le comprendían, explicó los “misterios del pasillo”. Entonces rieron desaforadamente; parecían locos de júbilo. El conde y el señor Carré-Lamadon lloraban de tanto reír. ¡Qué historia! ¡Era increíble!
—Pero ¿está usted seguro?
—¡Tan seguro! Como que lo vi.
—¿Y ella se negaba...?
—Por la proximidad...vergonzosa del prusiano.
—¿Es cierto?
—¡Certísimo! Pudiera jurarlo.
El conde se ahogaba de risa; el industrial tuvo que sujetarse con las manos el vientre, para no estallar.
Loiseau insistía:
—Y ahora comprenderán ustedes que no le divierta lo que pasa esta noche.
Reían sin fuerzas ya, fatigados, aturdidos.
Acabó la tertulia. “Felices noches”
La señora Loiseau que tenía el carácter como una ortiga, hizo notar a su marido, cuando se acostaban, que la señora Carré-Lamadon, “la muy fantasmona”, río de mala gana, porque pensando en lo de arriba se le pusieron los dientes largos.
—El uniforme las vuelve locas. Francés o prusiano, ¿qué más da? ¡Mientras haya galones! ¡Dios mío! ¡Es una lástima; como está el mundo!
Y durante la noche resonaron continuamente, a lo largo del oscuro pasillo, estremecimientos, rumores tenues apenas perceptibles, roces de pies desnudos, alientos entrecortados y crujir de faldas. Ninguno durmió, y por debajo de todas las puertas asomaron, casi hasta el amanecer, pálidos reflejos de las bujías.
El champaña suele producir tales consecuencias, y según dicen, da un sueño intranquilo.


Por la mañana, un claro sol de invierno hacía brillar la nieve deslumbradora.
La diligencia, ya enganchada, revivía para proseguir el viaje, mientras las palomas de blanco plumaje y ojos rosados, con las pupilas muy negras, picoteaban el estiércol, erguidas y oscilantes entre las patas de los caballos.
El mayoral, con su zamarra de piel, subido en el pescante, llenaba su pipa; los viajeros, ufanos, veían cómo les empaquetaban las provisiones para el resto del viaje.
Sólo faltaba Bola de Sebo, y al fin compareció.
Se presentó algo inquieta y avergonzada; cuando se detuvo para saludar a sus compañeros, se hubiera dicho que ninguno la veía, que ninguna reparaba en ella. El conde ofreció el brazo a su mujer para alejarla de un contacto impuro.
La moza quedó aturdida; pero, sacando fuerzas de flaqueza, dirigió a la esposa del industrial un saludo humildemente pronunciado. La otra se limitó a una leve inclinación de cabeza, imperceptible casi, a la que siguió una mirada muy altiva, como de virtud que se rebela para rechazar una humillación que no perdona. Todos parecían violentados y despreciativos a la vez, como si la moza llevara una infección purulenta que pudiera comunicárseles.
Fueron acomodándose ya en la diligencia, y la moza entró después de todos para ocupar su asiento.
Como si no la conocieran. Pero la señora Loiseau la miraba de reojo, sobresaltada, y dijo a su marido:
—Menos mal que no estoy a su lado.
El coche arrancó. Proseguían el viaje.
Al principio nadie hablaba. Bola de Sebo no se atrevió a levantar los ojos. Se sentía a la vez indignada contra sus compañeros, arrepentida por haber cedido a sus peticiones y manchada por las caricias del prusiano, a cuyos brazos la empujaron todos hipócritamente.
Pronto la condesa, dirigiéndose a la señora Carré-Lamadon, puso fin al silencio angustioso:
—¿Conoce usted a la señora de Etrelles?
—¡Vaya! Es amiga mía.
—¡Qué mujer tan agradable!
—Sí; es encantadora, excepcional. Todo lo hace bien: toca el piano, canta, dibuja, pinta... Una maravilla.
El industrial hablaba con el conde, y confundidas con el estrepitoso crujir de cristales, hierros y maderas, se oían algunas de sus palabras: “...Cupón... Vencimiento... Prima... Plazo...”


Loiseau, que había escamoteado los naipes de la posada, engrasados por tres años de servicio sobre mesas nada limpias, comenzó a jugar al bésigue con su mujer.
Las monjitas, agarradas al grueso rosario pendiente de su cintura, hicieron la señal de la cruz, y de pronto sus labios, cada vez más presurosos, en un suave murmullo, parecían haberse lanzado a una carrera de oremus; de cuando en cuando besaban una medallita, se persignaban de nuevo y proseguían su especie de gruñir continuo y rápido.
Cornudet, inmóvil, reflexionaba.


Después de tres horas de camino, Loiseau, recogiendo las cartas, dijo:
—Hay gazuza.
Y su mujer alcanzó un paquete atado con un bramante, del cual sacó un trozo de carne asada. Lo partió en lonchas finas, con pulso firme, y ella y su marido comenzaron a comer tranquilamente.
—Un ejemplo digno de ser imitado —advirtió la condesa.
Y comenzó a desenvolver las provisiones preparadas para los dos matrimonios. Venían metidas en un cacharro de los que tienen para pomo en la tapadera una cabeza de liebre, indicando su contenido: un suculento pastelón de liebre, cuya carne sabrosa, hecha picadillo, estaba cruzada por collares de fina manteca y otras agradables añadiduras. Un buen pedazo de queso, liado en un papel de periódico, lucía la palabra “Sucesos” en una de sus caras.
Las monjitas comieron una longaniza que olía mucho a especias, y Cornudet, sumergiendo ambas manos en los bolsillo de su gabán, sacó del uno cuatro huevos duros y del otro un panecillo. Mondó uno de los huevos, dejando caer en el suelo el cascarón y las partículas de yema sobre sus barbas.
Bola de Sebo, en el azoramiento de su triste despertar, no había dispuesto ni pedido merienda, y exasperada, iracunda, veía cómo sus compañeros mascaban plácidamente. Al principio la crispó un arranque tumultuoso de cólera, y estuvo a punto de arrojar sobre aquellas gentes un chorro de injurias que se le venían a los labios; pero tanto era su desconsuelo, que su congoja no le permitió hablar.
Ninguno la miró ni se preocupó de su presencia; se sentía la infeliz sumergida en el desprecio de la turba honrada que la obligó a sacrificarse, y después la rechazó, como un objeto inservible y asqueroso. No pudo menos de recordar su hermosa cesta de provisiones devoradas por aquellas gentes; los dos pollos bañados en su propia gelatina, los pasteles y la fruta, y las cuatro botellas de burdeos. Pero sus furores cedieron de pronto, como una cuerda tirante que se rompe, y sintió pujos de llanto. Hizo esfuerzos terribles para vencerse; se irguió, tragó sus lágrimas como los niños, pero asomaron al fin a sus ojos y rodaron por sus mejillas. Una tras otra, cayeron lentamente, como las gotas de agua que se filtran a través de una piedra; y rebotaban en la curva oscilante de su pecho. Mirando a todos resuelta y valiente, pálido y rígido el rostro, se mantuvo erguida, con la esperanza de que no la vieran llorar.
Pero advertida la condesa, hizo al conde una señal. Se encogió de hombros el caballero, como si quisiera decir: “No es mía la culpa.”
La señora Loiseau, con una sonrisita maliciosa y triunfante, susurró:
—Se avergüenza y llora.
Las monjitas reanudaron su rezo después de enrollar en un papelucho el sobrante de longaniza.
Y entonces Cornudet —que digería los cuatro huevos duros— estiró sus largas piernas bajo el asiento frontero, se reclinó, cruzó los brazos, y sonriente, como un hombre que acierta con una broma pesada, comenzó a canturrear La Marsellesa.
En todos los rostros pudo advertirse que no era el himno revolucionario del gusto de los viajeros. Nerviosos, desconcertados, intranquilos, se removían, manoteaban; ya solamente les faltó aullar como los perros al oír un organillo.
Y el demócrata, en vez de callarse, amenizó el bromazo añadiendo a la música su letra:



Patrio amor que a los hombres encanta,
conduce nuestros brazos vengadores;
libertad, libertad sacrosanta,
combate por tus fieles defensores.

Avanzaba mucho la diligencia sobre la nieve ya endurecida, y hasta Dieppe, durante las eternas horas de aquel viaje, sobre los baches del camino, bajo el cielo pálido y triste del anochecer, en la oscuridad lóbrega del coche, proseguía con una obstinación rabiosa el canturreo vengativo y monótono, obligando a sus irascibles oyentes a rimar sus crispaciones con la medida y los compases del odioso cántico.
Y la moza lloraba sin cesar; a veces, un sollozo, que no podía contener, se mezclaba con las notas del himno entre las tinieblas de la noche.

GUY DE MAUPASSANT -- EL ALBERGUE -- LOCURA

EL ALBERGUE
GUY DE MAUPASSANT

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Semejante a todas las hospederías de madera construidas en los altos Alpes, al pie de los glaciares, en esos pasadizos rocosos y pelados que cortan las cimas blancas de las montañas, el albergue de Schwarenbach sirve de refugio a los viajeros que siguen el paso de la Gemmi.
Durante seis meses permanece abierto, habitado por la familia de Jean Hauser; después, en cuanto las nieves se amontonan, llenando el valle y haciendo impracticable la bajada a Loéche, las mujeres, el padre y los tres hijos se marchan, y dejan al cuidado de la casa al viejo guía Gaspard Han con el joven guía Ulrich Kunsi, y Sam, un gran perro de montaña.
Los dos hombres y el animal se quedan hasta la primavera en aquella cárcel de nieve, teniendo ante los ojos solamente la inmensa y blanca pendiente del Balmhorn, rodeados de cumbres pálidas y brillantes, encerrados, bloqueados, sepultados bajo la nieve que asciende a su alrededor, envuelve, abraza, aplasta la casita, se acumula en el tejado, llega a las ventanas y tapia la puerta.
Era el día en que la familia Hauser iba a volver a Loéche, pues el invierno se acercaba y la bajada se volvía peligrosa.
Tres mulos partieron delante, cargados de ropas y enseres y guiados por los tres hijos. Después la madre, Jeanne Hauser, y su hija Louise subieron a un cuarto mulo, y se pusieron en camino a su vez.
El padre las seguía acompañado por los dos guardas, que debían escoltar a la familia hasta lo alto de la pendiente.
Rodearon primero el pequeño lago, helado ahora en el fondo del gran hueco de rocas que se extiende ante el albergue, y después siguieron por el valle, blanco como una sábana y dominado por todos los lados por cumbres nevadas.
El sol inundaba aquel desierto blanco resplandeciente y helado, lo iluminaba con llamas cegadoras y frías; ninguna vida aparecía en aquel océano de montañas; ningún movimiento en aquella desmesurada soledad; ningún ruido turbaba su profundo silencio.
Poco a poco Ulrich Kunsi, el guía joven, un suizo muy alto de largas piernas, dejó atrás al padre Hauser y al viejo Gaspard Han, para alcanzar el mulo que llevaba a las dos mujeres.
La más joven lo veía llegar, parecía llamarlo con ojos tristes. Era una campesinita rubia, cuyas mejillas lechosas y cuyos cabellos pálidos parecían descoloridos por las largas estancias entre los hielos.
Cuando hubo alcanzado al animal que la llevaba, posó la mano en la grupa y aflojó el paso. La señora Hauser empezó a hablarle, enumerando con infinitos detalles todas las recomendaciones para la invernada. Era la primera vez que él se quedaba allá arriba, mientras que el viejo Han ya había pasado catorce inviernos bajo la nieve en el albergue de Schwarenbach.
Ulrich Kunsi escuchaba, sin tener pinta de entender, y miraba sin cesar a la joven. De vez en cuando respondía:
«Sí, señora Hauser.» Pero su pensamiento parecía lejos y su rostro tranquilo seguía impasible.
Llegaron al lago de Daube, cuya gran superficie helada se extendía, muy lisa, al fondo del valle. A la derecha, el Daubehorn mostraba sus peñascos negros cortados a pico cerca de las enormes morrenas del glaciar de Loemmern que dominaba el Wildstrubel.
Cuando se acercaron al puerto de la Gemmi, donde comienza la bajada hacia Loéche, descubrieron de repente el inmenso horizonte de los Alpes del Valais, de los que los separaba el profundo y ancho valle del Ródano.
Había, a lo lejos, cumbres blancas sin cuento, desiguales, achatadas o picudas y brillantes bajo el sol: el Mischabel con sus dos cuernos, el poderoso macizo del Wissehorn, el pesado Brunnegghor, la alta y temible pirámide del Cervino, asesino de hombres, y la Dent Blanche, esa monstruosa coqueta.
Después, debajo de ellos, en un agujero inmenso, al fondo de un abismo espantoso, divisaron Loéche, cuyas casas parecían granos de arena arrojados a esa hendidura enorme que limita y cierra la Gemmi, y que se abre, allá al fondo, sobre el Ródano.
El mulo se detuvo al borde del sendero que avanza, serpenteando, con incesantes vueltas y revueltas, fantástico y maravilloso, a lo largo de la montaña recta, hasta la aldehuela casi invisible, a sus pies. Las mujeres desmontaron en la nieve.
Los dos viejos se habían reunido con ellos.
«Vamos, dijo el viejo Hauser, adiós y ánimo, amigos míos, hasta el año próximo.»
El viejo Han repitió: «Hasta el año próximo.»
Se besaron. Después la señora Hauser, a su vez, les ofreció las mejillas; y la joven hizo otro tanto.
Cuando le llegó el turno a Ulrich Kunsi, murmuró al oído de Louise: «No se olvide de los de aquí arriba.» Ella respondió un «no» tan bajo que él lo adivinó sin oírlo.
«Vamos, adiós, repitió Jean Hauser, a seguir bien.»
Y, pasando ante las mujeres, empezó a bajar.
Pronto desaparecieron los tres por el primer recodo del camino.
Y los dos hombres regresaron hacia el albergue de Schwarenbach.
Marchaban lentamente, uno junto a otro, sin hablar. Se había acabado, se quedarían solos, frente a frente, cuatro o cinco meses.
Después Gaspard Han empezó a contar su vida durante el invierno pasado. Se había quedado con Michel Canol, demasiado anciano ahora para volver a hacerlo, pues durante la prolongada soledad puede ocurrir cualquier accidente. No se habían aburrido, por lo demás; todo estribaba en resignarse desde el primer día; y se acababa por inventar distracciones, juegos, muchos pasatiempos.
Ulrich Kunsi lo escuchaba, los ojos bajos, siguiendo con el pensamiento a los que bajaban hacia el pueblo por todas las ondulaciones de la Gemmi.
Pronto divisaron el albergue, apenas visible, tan pequeño, un punto negro al pie de la monstruosa ola de nieve.
Cuando abrieron, Sam, el gran perro rizoso, empezó a brincar en torno a ellos.
«Vamos, hijo, dijo el viejo Gaspard, ya no tenemos mujeres ahora, hay que hacer la cena; monda patatas.»
Y los dos, sentándose en taburetes de madera, empezaron a preparar la sopa.
la mañana del siguiente día le pareció larga a Ulrich Kunsi. El viejo Han fumaba y escupía al lar, mientras que el joven miraba por la ventana la resplandeciente montaña frontera a la casa.
Salió por la tarde y, repitiendo el trayecto de la víspera, buscaba en el suelo las huellas de los cascos del mulo que había llevado a las dos mujeres. Después, cuando estuvo en el puerto de la Gemmi, se tumbó sobre el vientre el borde del abismo y miró hacia Loéche.
El pueblo, en su pozo de rocas, aún no estaba anegado bajo la nieve, aunque ésta llegase muy cerca, detenida en seco por los bosques de abetos que protegían sus alrededores. Sus casas bajas parecían, desde allá arriba, adoquines en un prado.
La hija de los Hauser estaba allí, ahora, en una de aquellas grises moradas. ¿En cuál? Ulrich Kunsi se hallaba demasiado lejos para distinguirlas por separado. ¡Cómo le hubiera gustado bajar, mientras aún estaba a tiempo!
Pero el sol había desaparecido tras la gran cima del Wildstrubel, y el joven regresó. El viejo Han fumaba. Al ver entrar a su compañero, le propuso una partida de cartas; y se sentaron uno frente a otro a ambos lados de la mesa.
Jugaron mucho tiempo, a un juego sencillo que se llama brisca, y después, habiendo cenado, se acostaron.
Los días siguiente fueron parecidos al primero, claros y fríos, sin nuevas nieves. El viejo Gaspard se pasaba las tardes acechando a las águilas y a los pocos pájaros que se aventuran por aquellas cumbres heladas mientras que Ulrich volvía regularmente al puerto de la Gemmi para contemplar el pueblo. Después jugaban a las cartas, a los dados, al dominó, ganaban y perdían pequeños objetos para dar interés a las partidas.
Una mañana, Han, que se había levantado el primero, llamó a su compañero. Una nube movediza, profunda y ligera, de espuma blanca, se abatía sobre ellos, a su alrededor, sin ruido, los sepultaba poco a poco bajo un espeso y sordo colchón de nieve. Duró cuatro días y cuatro noches. Hubo que despejar la puerta y las ventanas, cavar un pasillo y tallar peldaños para escalar aquel polvo helado que doce horas de escarcha habían vuelto más duro que el granito de las morrenas.
Entonces vivieron como prisioneros, sin aventurarse ya lejos de su morada. Se habían repartido las tareas, que realizaban con regularidad. Ulrich Kunsi se encargaba de fregar, de lavar, de todos los cuidados y tareas de limpieza. También era el que partía la leña, mientras que Gaspard Han cocinaba y mantenía el fuego. Sus quehaceres, regulares y monótonos, eran interrumpidos por largas partidas de cartas o de dados. Nunca reñían, pues los dos eran tranquilos y plácidos. Tampoco nunca se mostraban impacientes, de mal humor, ni se decían palabras agrias, pues habían hecho provisión de resignación para la invernada en las cumbres.
A veces el viejo Gaspard cogía su escopeta y marchaba en busca de gamuzas; mataba alguna de vez en cuando. Entonces era día de fiesta en el albergue de Schwarenbach, con un gran banquete de carne fresca.
Una mañana, salió así. El termómetro de fuera marcaba dieciocho bajo cero. Como el sol aún no había salido, el cazador esperaba sorprender a los animales en las proximidades del Wildstrubel.
Ulrich, solo, se quedó hasta las diez en cama. Era de natural dormilón; pero no se hubiera atrevido a abandonarse así a su inclinación en presencia del viejo guía, siempre activo y madrugador.
Almorzó lentamente con Sam, que también se pasaba los días y las noches durmiendo junto al fuego; y después se sintió triste, casi asustado por la soledad, y asaltado por la necesidad de la cotidiana partida de cartas, como suele ocurrir con el deseo de un hábito invencible.
Entonces salió para ir al encuentro de su compañero, que debía regresar a las cuatro.
La nieve había nivelado todo el profundo valle, colmando las grietas, borrando los dos lagos, acolchando las rocas; formaba sólo, entre las inmensas cumbres, una inmensa concavidad blanca regular, cegadora y helada.
Hacía tres semanas que Ulrich no había vuelto al borde del abismo desde donde miraba el pueblo. Quiso regresar allá antes de subir las pendientes que conducían al Wildstrubel. Loéche estaba ahora plantado en la nieve, y ya no se reconocían casi las casas, sepultadas bajo aquel manto pálido.
Después, girando a la derecha, llegó al glaciar de Loemmern. Avanzaba con su paso largo de montañés, golpeando con su bastón herrado la nieve, dura como una piedra. Y buscaba con su aguda vista el puntito negro y móvil, a lo lejos, sobre aquella alfombra desmesurada.
Cuando estuvo a la orilla del glaciar se detuvo, preguntándose si el viejo habría tomado aquel camino; después se puso a bordear las morrenas con pasos más rápidos e inquietos.
La luz disminuía; la nieve se volvía rosada; un viento seco y helado corría con bruscas ráfagas sobre su superficie de cristal. Ulrich lanzó una llamada aguda, vibrante, prolongada. La voz se perdió en el silencio de muerte en el que dormían las montañas; corrió a lo lejos, sobre las olas inmóviles y profundas de espuma glacial, como un grito de pájaro sobre las olas del mar; después se extinguió sin que nada le respondiese.
Reanudó la marcha. El sol se había hundido, allá abajo, tras las cimas que los reflejos del cielo teñían de púrpura aún; pero las profundidades del valle se estaban poniendo grises. Y el joven tuvo miedo de repente. Le pareció que el silencio, el frío, la soledad, la muerte invernal de aquellos montes entraban en él, iban a detener y helar su sangre, a entumecer sus miembros, a convertirlo en un ser inmóvil y helado. Y echó a correr, huyendo hacia la casa. El viejo, pensaba, habría regresado durante su ausencia. Había tomado otro camino; estaría sentado al amor de la lumbre, con una gamuza muerta a sus pies.
Pronto divisó el albergue. No salía ningún humo. Ulrich corrió más de prisa, abrió la puerta. Sam se abalanzó a hacerle fiestas, pero Gaspard Han no había regresado.
Asustado, Kunsi giró sobre sí mismo, como si hubiera esperado descubrir a su compañero escondido en un rincón. Después encendió el fuego y preparó la sopa, esperando siempre ver aparecer al anciano.
De vez en cuando, salía para ver si llegaba. Había caído la noche, la macilenta noche de las montañas, la pálida noche, la lívida noche que iluminaría, al borde del horizonte, una media luna amarilla y fina a punto de ocultarse tras las cumbres.
Después el joven volvía a entrar, se sentaba, se calentaba los pies y las manos imaginando todos los posibles accidentes.
Gaspard había podido romperse una pierna, caer en un hoyo, dar un paso en falso que le había torcido el tobillo. Y permanecía tendido en la nieve, presa del frío, entumecido, angustiado, perdido, quizás pidiendo auxilio, llamando con toda la fuerza de sus pulmones en el silencio de la noche.
Pero ¿dónde? La montaña era tan vasta, tan dura, tan peligrosa en las cercanías, sobre todo en esta estación, que habrían sido precisos diez o veinte guías y caminar durante ocho días en todas las direcciones para encontrar a un hombre en aquella inmensidad.
Ulrich Kunsi, sin embargo, se decidió a salir con Sam si Gaspard Han no había vuelto entre la medianoche y la una de la madrugada.
E hizo sus preparativos.
Metió víveres para dos días en una bolsa, cogió sus garfios de hierro, se arrolló a la cintura una cuerda larga, delgada y fuerte, comprobó el estado de su bastón herrado y de la hachuela que sirve para tallar escalones en el hielo. Después esperó. El fuego ardía en la chimenea; el gran perro roncaba bajo la claridad de la llama; el reloj palpitaba como un corazón con golpes regulares en su caja de madera sonora.
Esperaba, la oreja aguzada a los ruidos lejanos, estremeciéndose cuando el leve viento rozaba el tejado y los muros.
Sonó la medianoche; él se estremeció. Después, como se notaba tembloroso y acobardado, puso agua al fuego, con el fin de tomar un café muy caliente antes de ponerse en camino.
Cuando el reloj dio la una, se levantó, despertó a Sam, abrió la puerta y echó a andar en dirección al Wildstrubel. Durante cinco horas trepó, escalando las rocas con ayuda de los garfios, cortando el hielo, avanzando siempre y a veces izando, con la cuerda, al perro que se había quedado al pie de una escarpadura demasiado abrupta. Eran cerca de las seis cuando llegó a una de las cumbres donde el viejo Gaspard solía ir en busca de gamuzas.
Y esperó a que amaneciera.
El cielo palidecía sobre su cabeza; y de pronto un extraño resplandor, nacido no se sabe dónde, iluminó bruscamente el inmenso océano de las pálidas cimas que se extendían en cien leguas a la redonda. Hubiérase dicho que aquella vaga claridad brotaba de la propia nieve para difundirse por el espacio. Poco a poco las más altas cumbres lejanas se volvieron todas de un rosa tierno como la carne, y el rojo sol apareció tras los pesados gigantes de los Alpes berneses.
Ulrich Kunsi reanudó su camino. Marchaba como un cazador, inclinado, rastreando huellas, diciéndole al perro: «Busca, pequeño, busca.»
Bajaba la montaña ahora, registrando con la mirada las simas, y a veces, al llamar, lanzando un grito prolongado, muerto muy pronto en la inmensidad muda. Entonces pegaba la oreja al suelo, para escuchar; creía percibir una voz, echaba a correr, llamaba de nuevo, no oía ya nada y se sentaba, agotado, desesperado. Hacia mediodía almorzó y le dio la comida a Sam, tan cansado como él mismo. Después reanudó su búsqueda.
Cuando anocheció, seguía caminando, habiendo recorrido cincuenta kilómetros de montaña. Como se hallaba demasiado lejos de la casa para volver a ella, y demasiado fatigado para arrastrarse más tiempo, cayó un hoyo en la nieve y se agazapó en él con su perro, bajo una manta que había llevado. Y se acostaron uno junto al otro, aunque helados hasta la médula.
Ulrich apenas durmió, la mente obsesionada por visiones, los miembros sacudidos por escalofríos.
Iba a amanecer cuando se levantó. Tenía las piernas rígidas como barras de hierro, el alma tan débil que casi gritaba de angustia, el corazón tan palpitante que casi se desplomaba de emoción en cuanto creía oír el menor ruido.
Pensó de pronto que también él se iba a morir de frío en aquella soledad, y el espanto de aquella muerte, fustigando su energía, despertó su vigor.
Descendía ahora hacia el albergue, cayendo, levantándose, seguido de lejos por Sam, que cojeaba de una pata.
Llegaron a Schwarenbach sólo hacia las cuatro de la tarde. La casa estaba vacía. El joven encendió lumbre, comió y se durmió, tan embrutecido que ya no pensaba en nada.
Durmió mucho tiempo, mucho tiempo, con un sueño invencible. Pero de pronto una voz, un grito, un nombre «Ulrich», sacudió su profundo letargo y lo hizo erguirse. ¿Había soñado? ¿Era una de esas llamadas extrañas que cruzan por los sueños de las almas inquietas? No, lo oía aún, aquel grito vibrante, metido en sus tímpanos y que seguía en su carne hasta la punta de sus nerviosos dedos. Sí, habían gritado; habían llamado: «¡Ulrich!» Alguien estaba allí, cerca de la casa. No cabían dudas. Abrió la puerta y chilló: «¿Eres tú, Gaspard?» con todo el poder de sus pulmones.
Nada respondió; ni el menor sonido, ni el menor murmullo, ni el menor gemido, nada. Era de noche. La nieve estaba descolorida.
Se había levantado viento, ese viento helado que raja las piedras y no deja nada vivo en aquellas alturas abandonadas. Pasaba con ráfagas bruscas más agostadoras y mortales que el viento de fuego del desierto. Ulrich gritó de nuevo: «¡Gaspard! ¡Gaspard! ¡Gaspard!»
Después esperó. ¡Todo seguía mudo en la montaña! Entonces el espanto lo sacudió hasta los huesos. De un salto entró en el albergue, cerró la puerta y corrió los cerrojos; después cayó tiritando en una silla, seguro de que su camarada acababa de llamarlo en el momento en que entregaba su espíritu.
De esto estaba seguro, como se está seguro de vivir o de comer pan. El viejo Gaspard Han había agonizado durante dos días y tres noches en alguna parte, en un hoyo, en uno de esos hondos barrancos inmaculados cuya blancura es más siniestra que las tinieblas de los subterráneos. Había agonizado durante dos días y tres noches, y acababa de morir ahora mismo pensando en su compañero. Y su alma, apenas libre, había volado hacia el albergue donde dormía Ulrich, y lo había llamado con la virtud misteriosa y terrible que tienen las almas de los muertos para hostigar a los vivos. Había gritado, esa alma sin voz, dentro del alma abrumada del durmiente; había gritado su postrer adiós, o su reproche, o su maldición al hombre que no había buscado lo bastante.
Y Ulrich la sentía allí, muy cerca, detrás del muro, detrás de la puerta que acababa de cerrar. Merodeaba, como un ave nocturna que roza con sus plumas una ventana iluminada; y el joven, enloquecido, estaba a punto de gritar de horror. Quería huir y no se atrevía a salir; no se atrevía ni se atrevería ya en adelante, pues el fantasma se quedaría allí, día y noche, alrededor del albergue, mientras el cuerpo del viejo guía no fuera hallado y depositado en la tierra bendita de un cementerio.
Llegó el día y Kunsi recobró parte de su seguridad con el brillante retorno del sol. Preparó su comida, hizo la del perro, y después se quedó en una silla, inmóvil, el corazón torturado, pensando en el viejo tendido en la nieve.
Después, en cuanto la noche cubrió la montaña, nuevos terrores lo asaltaron. Caminaba ahora por la cocina oscura, apenas iluminada por la llama de una candela, caminaba de un extremo a otro de la pieza, a grandes pasos, escuchando, escuchando por si el grito espantoso de la otra noche iba a cruzar de nuevo el lóbrego silencio del exterior. Se sentía solo, el desdichado, ¡solo como ningún hombre había estado jamás! Estaba solo en aquel inmenso desierto de nieve, solo a dos mil metros sobre la tierra habitada, sobre las casas humanas, sobre la vida que se agita, bulle y palpita, ¡solo en el cielo helado! Lo atenazaban unas ganas locas de escapar a cualquier sitio, de cualquier manera, de bajar a Loéche arrojándose al abismo; pero ni siquiera se atrevía a abrir la puerta, seguro de que el otro, el muerto, le cerraría el camino, para no quedarse también solo allá arriba.
Hacia medianoche, harto de caminar, abrumado de angustia y de miedo, se amodorró por fin en una silla, pues temía la cama como se teme un lugar frecuentado por aparecidos.
Y de pronto el grito estridente de la otra noche le desgarró los oídos, tan agudo que Ulrich extendió el brazo para rechazar al aparecido, y cayó de espaldas con su asiento.
Sam, despertado por el ruido, empezó a aullar como aullan los perros asustados, y daba vueltas alrededor de la vivienda buscando de dónde venía el peligro. Al llegar junto a la puerta, olfateó por debajo, resoplando y husmeando con fuerza, el pelaje erizado, la cola tiesa, gruñendo.
Kunsi, enloquecido, se había levantado y, sujetando la silla por una pata, gritó: «No entres, no entres o te mato.» Y el perro, excitado por aquella amenaza, ladraba con furia contra el invisible enemigo que desafiaba la voz de su amo.
Sam, poco a poco, se calmó y volvió a tumbarse cerca de la lumbre, pero seguía inquieto, la cabeza alzada, los ojos brillantes y gruñendo entre los colmillos.
Ulrich, a su vez, recobró los sentidos, pero como se sentía desfallecer de terror, fue a buscar una botella de aguardiente a la alacena, y tomó, uno tras otro, varios vasos. Sus ideas se volvían vagas; su valor se afirmaba; una fiebre de fuego se deslizaba por sus venas.
Casi no comió al día siguiente, limitándose a beber alcohol. Y durante varios días seguidos vivió así, borracho como una cuba. En cuanto volvía el pensamiento de Gaspard Han, empezaba a beber hasta el instante en que caía al suelo, abatido por la embriaguez. Y alli se quedaba, de bruces, borracho perdido, con los miembros rotos, roncando, la frente en el suelo. Pero apenas había digerido el líquido enloquecedor y ardiente, el grito, siempre el mismo de «¡Ulrich!», lo despertaba como una bala que le perforase el cráneo; y se erguía tambaleándose aún, extendiendo las manos para no caer, llamando a Sam en su auxilio. Y el perro, que parecía volverse loco como su amo, se precipitaba a la puerta, la arañaba con las patas, la roía con sus largos dientes blancos, mientras el joven, el cuello hacia atrás, la cabeza alzada, sorbía a grandes tragos, como si fuera agua fresca tras una carrera, el aguardiente que en seguida adormecería de nuevo su mente, y su recuerdo, y su pavoroso terror.
En tres semanas se bebió toda su provisión de alcohol. Pero aquella borrachera continua no hacía sino adormecer su espanto, que se despertó con mayor furia cuando fue imposible calmarlo. Entonces la idea fija, exasperada por un mes de embriaguez, y creciendo sin cesar en la total soledad, penetraba en él a la manera de una barrena. Caminaba ahora por su morada como un animal enjaulado, pegando la oreja a la puerta para escuchar si el otro estaba allí, y desafiándolo, a través de los muros.
Después, cuando se adormilaba, vencido por la fatiga, oía la voz que le hacía ponerse en pie de un salto.
Por fin, una noche, semejante a un cobarde sacado de sus casillas, se precipitó hacia la puerta y la abrió para ver al que lo llamaba y para obligarlo a callarse.
Recibió en pleno rostro un soplo de aire frío que lo heló hasta los huesos y volvió a cerrar la hoja y corrió los cerrojos, sin fijarse en que Sam se había lanzado al exterior. Después, temblando, arrojó leña al fuego, y se sentó ante él para calentarse; pero de pronto se estremeció, alguien arañaba el muro llorando.
Gritó enloquecido: «Vete.» Le respondió una queja, larga y dolorosa.
Entonces todo lo que le quedaba de razón fue arrastrado por el terror. Repetía «Vete» girando sobre sí mismo para encontrar un rincón donde ocultarse. El otro, sin dejan de llorar, pasaba a lo largo de la casa frotándose contra el muro. Ulrich se lanzó hacia el aparador de roble lleno de vajilla y provisiones, y, levantándolo con una fuerza sobrehumana, lo arrastró hasta la puerta, para defenderse con una barricada. Después, amontonando unos sobre otros todo lo que quedaba de muebles, los colchones, los jergones, las sillas, tapó la ventana como se hace cuando el enemigo nos sitia.
Pero el de fuera lanzaba ahora grandes gemidos lúgubres a los que el joven empezó a responder con gemidos similares.
Y transcurrieron días y noches sin que cesaran de aullar uno y otro. El uno giraba sin cesar en torno a la casa y clavaba sus uñas en las paredes con tanta fuerza que parecía querer derribarlas; el otro, dentro, seguía todos sus movimientos, encorvado, la oreja pegada a la piedra, y respondía a todas sus llamadas con espantosos gritos.
Una noche, Ulrich no oyó ya nada; y se sentó tan destrozado por el cansancio que se durmió al punto.
Se despertó sin un recuerdo, sin una idea, como si toda la cabeza se le hubiera vaciado durante aquel sueño agotador. Tenía hambre, comió.

El invierno había acabado. El paso de la Gemmi volvía a ser practicable; y la familia Hauser se puso en camino para regresar a su albergue.
En cuanto llegaron a lo alto de la cuesta las mujeres se encaramaron al mulo, y hablaron de los dos hombres a quienes iban a ver enseguida.
Les extrañaba que uno de ellos no hubiera bajado unos días antes, en cuando el camino se había vuelto transitable, para dar noticias de la larga invernada.
Por fin divisaron el albergue, todavía cubierto y acolchado de nieve. La puerta y la ventana estaban cerradas; un poco de humo salía por el tejado, lo cual tranquilizó al viejo Hauser. Pero al acercarse vio, sobre el umbral, un esqueleto de animal descuartizado por las águilas, un gran esqueleto tendido sobre un costado.
Todos lo examinaron: «Debe ser Sam», dijo la madre. Y llamó: «¡Eh, Gaspard!» Un grito respondió en el interior, un grito agudo, que se hubiera dicho lanzado por un animal. El viejo Hauser repitió: «¡Eh, Gaspard! »Otro grito semejante al primero se dejó oír.
Entonces los tres hombres, el padre y los dos hijos, trataron de abrir la puerta. Resistió. Cogieron en el establo vacío una larga viga para usarla como ariete, y la lanzaron con todo su peso. La madera crujió, cedió, las tablas volaron en pedazos; después un gran ruido estremeció la casa y vieron, dentro, detrás del aparador derribado, a un hombre de pie, con el pelo que le caía por los hombros, una barba que le caía sobre el pecho, ojos brillantes y jirones de tela sobre el cuerpo.
No lo reconocían, pero Louise Hauser exclamó: «¡Es Ulrich, mamá! » Y la madre comprobó que era Ulrich, aun cuando su cabello era blanco.
Los dejó acercarse; se dejó tocar; pero no respondió a las preguntas que le hicieron; y hubo que llevarlo a Loéche, donde los médicos comprobaron que estaba loco.
Y nadie supo jamás qué había sido de su compañero. La joven Hauser estuvo a punto de morir, aquel verano, de una enfermedad de postración que se atribuyó al frío de la montaña.

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