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jueves, 29 de mayo de 2008

BIOGRAFÍA NO AUTORIZADA DEL VATICANO -- PACTANDO CON EL DIABLO - MUSSOLINI Y PÍO XI

BIOGRAFÍA NO AUTORIZADA DEL VATICANO
PACTANDO CON EL DIABLO - MUSSOLINI Y PÍO XI
CAMACHO SANTIAGO



Porque la raíz de todos los males es el afánde dinero, y algunos, por dejarse llevar de él, seextraviaron en la fe y se atormentaron con mu-chos sufrimientos.
(1 Tm. 6:10)
Este pueblo me honra con los labios, pero sucorazón está lejos de mí...
(Mt. 15:8)


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esta va a ser la primera entrada de la biografia no autorizada del vaticano; cada entrada, tendra sus propios interpretes, teniendo como fondo el vaticano, aunque se niege, ¿hasta donde puede ser cierto?; yo pienso que todo o bastante, pero aun siendo cierto la decima parte, esto es un abuso, lo que siempre hizo la iglesia y digue haciendo en algunos paises, hasta el fin fr la segunda guerra mundial; dos anecdotas, una no se el nombre de quien la dijo, pero es muy famosa; o era alguien dentro del vaticano, enseñando bajo pago, las maravillas que hay alli, a lo que un hombre pregunto, ¿y con el hambre que hay en el mundo?, no se podria vender esto y acabar con ella?, a lo que el digamos clerigo dijo, pobres, siempre habran pobres, como diciendo que lo malgastarian, y otra leccion de "soberbia en in obispo" fue un tal balaguer, fundador del opus dei, un dia despues de una comida y unas copas de coñac, el hombre, ya mayor, se puso a reir, a lo que le dijeron monseñor, de que os reis, respondiendo, sabeis, papas van haber muchos, pero fundadores del opus dei, yo solo, juan escriba de balager; este es el espiritu que tanto hablan de "humildad"




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El, Estado Vaticano, tal como lo conocemos hoy, nace con la firma del Tratado de Letrán el 11 de febrero de 1929, pero para llegar hasta ahí el trono de San Pedro tuvo que atravesar un prolongado período de decadencia a lo largo de 59 años que a punto estuvo de comprometer su existencia. La salida de aquella situación vendría de la mano de Pío XI, que no dudó a la hora de pactar con el mismo diablo, encamado en la figura de Benito Mussolini, para salvar a la Santa Sede de la ruina.
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A comienzos de 1929, poco imaginaba el mundo la tremenda cri-
sis económica a la que tendría que hacer frente apenas unos me-
ses más tarde. Sin embargo, la miseria ya llevaba tiempo instala-
da entre los, sólo aparentemente, opulentos muros del Vaticano.
Hacía tiempo que los números rojos habían impuesto su dictadu-
ra en las arcas vaticanas. La quiebra en 1923 del Banco de
Roma, donde se gestionaban todas las cuentas de la Santa Sede,
supuso un serio quebranto para las finanzas pontificias, a pesar
de que la institución fue salvada en última instancia por Mussolini
que aportó 1.750 millones de liras. Esta aportación fue un
primer acercamiento entre la Santa Sede y los fascistas, lo que
dejó prácticamente indefenso al Partido Católico, única fuerza
democrática con suficiente implantación como para plantarle
cara a los seguidores del Duce (título equivalente al de caudillo
en español). De hecho, a raíz de esta intervención, las jerarquías
prohibieron que los clérigos militasen en este partido, lo que se-
gún diversos analistas allanó de forma notable el ascenso al po-
der de Mussolini.
Pero el balón de oxígeno que supuso el reflote del Banco de
Roma no había sido suficiente. El palacio de Letrán necesitaba
urgentes reformas y el personal de la Santa Sede había sido redu-
cido a su mínima expresión para minimizar los gastos lo máximo
posible. Nunca la Iglesia había estado tan cerca del ideal de po-
breza de los primeros cristianos. Las causas de este estado eran
múltiples, y entre ellas cabe destacar no sólo la mala suerte fi-
nanciera, sino el catastrófico efecto que para las cuentas papales
había tenido el proceso de reunificación de Italia, que tuvo lugar
en el siglo xix. Este hecho histórico privó, además, al Vaticano
de muchos de sus recursos económicos, en especial grandes ex-
tensiones de terreno —los Estados Pontificios que ocupaban bue-
na parte de la Italia central— que habían proporcionado a la
Santa Sede unas saneadas rentas.
Incluso el pontífice había tenido que soportar la humillación
de ser «invitado a abandonar» el palacio del Quirinal, en el
centro histórico de Roma, que fue ocupado por la familia real y
el presidente. A partir de entonces se sucedieron varios intentos
infructuosos de alcanzar un acuerdo. En 1871 el gobierno ita-
liano garantizó al papa Pío IX, por medio de la llamada Ley de
Garantías, que tanto él como sus sucesores podrían disponer
del Vaticano y del palacio de Letrán. También se les indemniza-
ría con 3.250.000 liras anuales como compensación por la pér-
dida de los Estados Pontificios. Los representantes de la Iglesia
se negaron en redondo a aceptar estas condiciones. Para ellos
la cuestión de la soberanía era fundamental, ya que, según su
parecer, era imprescindible para el cumplimiento de su misión
espiritual que la sede de la Iglesia se mantuviera independiente
de cualquier poder político.
Así pues, a partir de ese momento los papas pasaron a consi-
derarse a sí mismos como «prisioneros» dentro del Vaticano.

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SEÑORES DEL CIELO Y LA TIERRA
Para entender hasta qué punto debieron de sentirse agraviados
ante esta situación, y cómo se llegó a este punto, baste hacer un
somero repaso de la historia de la Santa Sede y de algunos de los
papas más importantes.
Desde la promulgación del Edicto de Milán por Constantino
en 312 hasta la reforma protestante de 1517, los papas habían
sido el poder hegemónico en Europa. El papa, como vicario de
Cristo en la Tierra, tiene un poder ilimitado. Reyes y emperado-
res debían arrodillarse ante él. El IV Concilio de Letrán, en 1215,
estableció que el obispo de Roma tenía autoridad no sólo en te-
mas espirituales o pastorales, sino también en asuntos materiales
y políticos.El poder del papa radicaba en su calidad de estadista
y de vigilante del equilibrio entre los distintos estados. El papa,
como los jefes de Estado, disponía de ejércitos y de territorios
para enfrentar eventuales amenazas que se pudieran presentar.
Tras la caída del Imperio romano, el papa había ocupado el
papel que antaño desempeñó el cesar. Un ejemplo de su poder
es el papel que tuvieron en la mediación entre España y Portugal,
monarquías que acataron la Bula Intercaetera, que dividió
el continente americano en 1493. Los obispos sólo tenían que
rendir cuentas ante el papa, que era quien los nombraba y destituía.
El poder de los papas era tal que fueron capaces de destronar
a reyes y emperadores, o bien obligarles a usar su poder secular
para hacer cumplir la Inquisición, que era conducida
por sacerdotes y monjes católicos. La culminación de esta
escalada de poder absoluto ocurrió en 1870, cuando el papa fue declarado
infalible. Lo que la mayoría de la gente no sabía, y aún hoy desconoce,
es que este proceso fue influido por documentos falsificados
elaborados para alterar la percepción que los cristianos
tenían de la historia del papado y de la Iglesia. Una de las
falsificaciones más famosas son los Falsos decretos de Isidoro, escritos
alrededor de 845. Se trata de 115 documentos supuestamente es-
critos por los primeros papas.



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LA CASA DE LAS FALSIFICACIONES
Sobre la falsedad de estos textos no existen dudas y la propia En-
ciclopedia Católica admite que son falsificaciones, aunque en
cierto sentido los disculpa. Dice que el objetivo del engaño era
permitir a la Iglesia ser independiente del poder secular, e impedir
al laicado gobernar la Iglesia, lo que dicho claramente no es
otra cosa que aumentar el poder del papa. Más grave, si cabe,
que la alteración de documentos era la manipulación de documentos
existentes a los que se añadía material según la conveniencia
del papa de turno. Esto era muy sencillo, en especial en la
época en que para la preservación de los documentos se dependía
exclusivamente del trabajo de copistas y bibliotecarios, que, en
su totalidad, eran clérigos.
Una de estas manipulaciones es una carta que ha sido atribuida
falsamente a san Ambrosio, en la que se hizo afirmar al santo
que si una persona no está de acuerdo con la Santa Sede puede
ser considerada hereje. Otra falsificación famosa, ésta del siglo
ix, fue la «Donación de Constantino», según la cual el emperador
Constantino concedió el gobierno de las provincias occidentales
del Imperio romano al obispo de Roma. Este tipo de cosas
ocurría con tanta frecuencia que los cristianos ortodoxos griegos
se referían a Roma como «la casa de las falsificaciones». No es
de extrañar: durante trescientos años los papas romanos utilizaron
este tipo de añagazas para reclamar autoridad sobre la Iglesia
en Oriente. El rechazo de estos documentos por parte del patriarca
de Constantinopla culminó con la separación de la Iglesia
ortodoxa.
Hoy día aún permanecen vigentes muchos de aquellos errores.
El Decretum gratiani, una de las bases del derecho canónico, con-
tiene numerosas citas de documentos de dudosa autenticidad.
Pero no es el único texto de capital importancia en la historia de
la Iglesia cuyas fuentes son harto discutibles. En el siglo xin, To-
más de Aquino escribió la Summa theologica y otras obras que se
cuentan entre las más trascendentes de la teología cristiana. El
problema es que Aquino utilizó el Decretum y otros documentos
contaminados pensando que eran genuinos.
En cierto sentido, el tema de los documentos falsificados tiene
mucho que ver con el del tráfico de reliquias falsas tolerado,
cuando no fomentado, por la Santa Sede durante siglos. Verdaderas
o falsas, las reliquias hacían más firmes las creencias de los
fieles. Su posesión se convirtió en la Edad Media en una verdadera
fiebre, algo a lo que ayudaron diversos factores tanto religiosos
como políticos y económicos. Las reliquias más apreciadas
eran las que se relacionaban con la vida de Cristo, llegando a
contarse más de cuarenta sudarios, treinta y cinco clavos de la
pasión e innumerables astillas de la Cruz. También se comercia-
ba con toda suerte de objetos que tuvieran relación, real o no,
con cualquier personaje de la corte celestial. El saqueo de Cons-
tantinopla por los cruzados en 1204 produjo una enorme infla-
ción de supuestos restos sagrados por todo Occidente, alimenta-
da no tanto por el expolio de la ciudad cuanto por la creciente
oferta de talleres orientales especializados en la fabricación de se-
mejantes souvenires.





EL PRINCIPIO DEL FIN
No obstante, aun siendo grande, el poder de los papas no era eter-
no. La reforma protestante supuso el comienzo de un lento pero
inexorable proceso de decadencia en el poder temporal de los pon-
tífices. Impuestos y donaciones dejaron de fluir de las prósperas
tierras del norte de Europa. Este proceso histórico fue dejando ex-
haustos los cofres papales. En 1700, durante el pontificado de Cle-
mente XI, la Iglesia debía quince millones de escudos. En menos de
medio siglo esa deuda ya se había multiplicado casi por diez.
La Revolución francesa privó a la Iglesia de sus posesiones en
Francia y, peor aún, fue la antesala del saqueo de Roma por
parte de las tropas de Napoleón, que pretendía cobrar a los Es-
tados Pontificios un tributo que éstos no podían pagar. En 1797
Napoleón Bonaparte tomó Roma y se apoderó de numerosos tesoros

artísticos. Tras el Congreso de Viena de 1815, Roma pasó
de nuevo a manos del papado. Pese a todo, la ocupación de Italia

por Napoleón estimuló una reacción nacionalista, y, en
1861, Italia se unificó bajo la casa de Saboya. Pero Roma no se
incorporó al reino de Italia y hasta 1870 no pudo ser ocupada.
Por otro lado, el providencial recelo de la Iglesia hacia los
adelantos científicos hizo que los Estados Pontificios no se

beneficiaran de la Revolución industrial, convirtiéndose en una de las
zonas más atrasadas de Europa con un potencial económico que
disminuía poco a poco.
En este proceso final tuvo mucho que ver la escasa cintura po-
lítica, cuando no el abierto empecinamiento de Pío IX, el último
«papa rey». Este peculiar pontífice era epiléptico y de carácter
bastante impulsivo. El 16 de junio de 1846, Giovanni María Mastai

Ferretti era ungido en el sitial de San Pedro con el nombre de
Pío IX para suceder a Gregorio XVI. El cónclave demoró cuatro
rondas antes de coincidir en su nombre, hostigado por la corriente

conservadora que acusaba a Ferretti de progresista (más tarde
se comprobaría lo equivocados que estaban). Una de sus primeras
medidas —poner en libertad a dos mil presos políticos que se morían

en las mazmorras de los Estados Pontificios— pareció confirmar
esa sospecha; una fracción de purpurados consideró que ese
acto desautorizaba la política intransigente de Gregorio XVI y

favorecía las maniobras de los masones, su particular bestia negra,
a la que culpaba de todos los males del mundo.
En 1864 Pío IX publicó el notorio Syllabus de errores, en el
que se condenaban los ideales liberales como la libertad de con-
ciencia y la separación de Iglesia y Estado. Por otra parte, Pío
Nono fue el papa que convocó el I Concilio Vaticano, con el expreso

propósito de definir como dogma de fe la doctrina de la infalibilidad
papal, un punto que desató no pocas controversias entre los
asistentes al concilio.
Como buenos conocedores de la historia de los papas, varios
obispos católicos se opusieron a declarar la doctrina de la infalibilidad

papal como dogma en el concilio de 1869-1870. En sus
discursos, un gran número de ellos mencionó la aparente contradicción

entre semejante doctrina y la reconocida inmoralidad de
algunos papas. Uno de estos discursos fue pronunciado por el
obispo José Strossmayer. En su argumento contra el edicto de la
«infalibilidad» como dogma, mencionó como algunos papas se
habían manifestado contrarios a la doctrina de papas anteriores,
haciendo referencia especial al papa Esteban, que llevó a juicio
al papa Formoso. La historia en cuestión es esperpéntica, ya que el
papa Formoso había muerto ocho meses antes. Sin embargo,
su cadáver fue exhumado y llevado a juicio por el papa Esteban. El
cadáver, putrefacto, se situó en un trono. Allí, ante un grupo de
obispos y cardenales, lo ataviaron con las vestimentas del papado,

se puso una corona sobre su calavera y el cetro en los cadavéricos
dedos de su mano. Mientras se celebraba el juicio, el hedor del
muerto llenaba la sala. El papa Esteban, adelantándose
hacia el cadáver, lo interrogó. Claro está, no obtuvo respuesta, y
el papa difunto fue sentenciado culpable de todas las acusaciones.

Entonces le fueron quitadas las vestimentas papales, le arrebataron
la corona y le mutilaron los tres dedos que había usado
para dar la bendición papal. Después arrastraron el cadáver putrefacto,

atado a una carroza, por las calles de la ciudad, tras lo
cual fue arrojado al Tíber. Sin embargo, no acaba ahí la historia,
ya que después de la muerte del papa Esteban, el siguiente papa
romano rehabilitó la memoria de Formoso.


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REVUELTAS POPULARES
El citado es sólo el más llamativo de muchos otros casos. Después

de su muerte, el papa Honorio I fue acusado de hereje por
el VI Concilio, en el año 680. El papa León confirmó su condenación.

Posteriormente, el papa Virgilio, tras sancionar libros,
retiró su condena; luego los volvió a sancionar y una vez más retiró

la condena, para más tarde volver a revocar esta decisión. En
el siglo xi hubo tres papas rivales al mismo tiempo. Todos ellos
fueron depuestos por el concilio convocado por el emperador
Enrique III. Y así podríamos citar decenas de ejemplos similares.
A pesar de estos argumentos, Pío IX consiguió que la infalibilidad

del papa fuera declarada dogma de fe. Su espíritu conservador
y su casi paranoica obsesión con los masones le hizo no comprender
la magnitud imparable del movimiento nacional italiano,
al que se opuso sistemáticamente, así como a conceder el sufragio

a los subditos de los Estados Pontificios. La tensión máxima
estalló cuando el papa se negó a apoyar a los nacionalistas que
luchaban por liberar Italia del dominio austríaco. Los italianos
sintieron este abandono como una afrenta, dando lugar a un

levantamiento que comenzó el 15 de noviembre de 1849, cuando
la turba asesinó al conde Pellegrino Rossi, el primer ministro de
los Estados Pontificios. Al día siguiente, el Quirinal, la residencia
de verano del pontífice, fue saqueada, y murió en la refriega

Palma, uno de los prelados de la corte.
Dado que la situación era insostenible. Pío IX no tuvo más

remedio que huir disfrazado de Roma el 24 de noviembre y
establecerse temporalmente en Gaeta, cerca de la costa mediterránea.
El 9 de febrero de 1849 se proclamó la República Romana por
parte de Giuseppe Mazzini, Cario Armellini y Aurelio Saffi. No
obstante, la nueva república no iba a tener una vida demasiado
prolongada. Desde su exilio, el papa pidió ayuda a los católicos
de Europa, logrando una intervención de las tropas francesas.

Pero el destino de los Estados Pontificios ya estaba sellado. Ni la
fuerza, ni la persuasión, ni tan siquiera la amenaza de excomunión

impidió que en los años siguientes los territorios papales
fueran proclamando, uno a uno, su independencia. Con la llega-
da de la unidad de Italia, el último «papa rey» se vio desposeído
de las regiones de la Romana (1859), Umbría, las Marcas (1860)
y, en 1870, la misma Roma, con la conocida toma de Porta Pía,
el 20 de septiembre, que marcó el fin del poder temporal de los
papas. Las posesiones del papa pasaron a ser unos simples
480.000 metros cuadrados en el centro de Roma.
Pío Nono murió el 7 de febrero de 1878. Por aquel entonces,
el pueblo italiano aún guardaba rencor a aquel pontífice que no
había sabido entender sus ansias de independencia. Prueba de
ello es que su cortejo fúnebre fue atacado por la multitud, que
pretendía arrojar los restos del pontífice al Tíber, como ocurrió
siglos antes con el papa Formoso. Sólo la oportuna intervención

de las tropas impidió que se consumara la profanación del
cadáver.



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DE MAL EN PEOR
Los sucesores de Pío IX no contribuyeron demasiado a mejorar
la difícil situación que dejó el pontífice tras su muerte. El hábil
diplomático León XIII evitó que la fractura entre la Iglesia y los
regímenes democráticos se hiciera aún mayor, aconsejando a los

católicos franceses la adhesión al régimen republicano y señalando
que cualquier forma de gobierno era digna de aprobación si

respetaba los derechos del hombre. Durante su pontificado comenzó
a hacerse sentir la falta de los ingresos procedentes de los
Estados Pontificios.
El 9 de agosto de 1903 fue coronado Pío X. Continuador del
pensamiento de Pío IX, emitió un decreto en forma de motu

proprio titulado Sacrorum antistitum., en el que solicitaba de todos
los clérigos un voto en contra del «modernismo, síntesis de todas
las herejías».5 En este texto podemos ver como vuelve a florecer
la obsesión de Pío IX: «Nos parece que a ningún obispo se le
oculta que esa clase de hombres, los modernistas, cuya personalidad

fue descrita en la encíclica Pascendi dominici gregis, no han
dejado de maquinar para perturbar la paz de la Iglesia. Tampoco
han cesado de atraer adeptos, formando un grupo clandestino;
sirviéndose de ello inyectan en las venas de la sociedad cristiana
el virus de su doctrina, a base de editar libros y publicar artículos
anónimos o con nombres supuestos. Al releer nuestra carta

citada y considerarla atentamente, se ve con claridad que esta
deliberada astucia es obra de esos hombres que en ella describíamos,
enemigos tanto más temibles cuanto que están más cercanos;
abusan de su ministerio para ofrecer su alimento envenenado y
sorprender a los incautos, dando una falsa doctrina en la que se
encierra el compendio de todos los errores».
Pío X fue el primer papa en no ser embalsamado mediante la
evisceración y drenaje de la sangre, ya que se encargó de abolir
esta práctica antes de su muerte. Este decreto tuvo consecuencias
bastante desastrosas para los restos mortales de algunos de sus
sucesores. En el caso de Pablo VI, que murió en 1978, los

amortajadores sólo prepararon el cadáver para un ataúd cerrado.
Apenas dos días después de ser exhibido, la piel del papa comenzó

a decolorarse, su mandíbula se hundió y sus uñas se
oscurecieron. El cadáver de Pío XII fue tan mal conservado en 1958
que los cuatro hombres que hacían guardia en el Vaticano tenían que
cambiar cada quince minutos porque no podían soportar el olor.
Más extraño fue el caso de Juan Pablo I, cuyo rostro se volvió

inexplicablemente verde, lo que aumentó los rumores respecto a un
posible envenenamiento.


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UN PAPA DÉBIL
El sucesor de Pío IX fue Benedicto XV. Sus detractores decían que
su figura era fiel reflejo de la propia decadencia de la Iglesia. En
efecto, su apariencia era frágil y poco agraciada a causa de un

accidente sufrido en la infancia. Durante su reinado quedó más claro
que nunca que la influencia del Vaticano apenas era la sombra de
lo que había sido en el pasado. Sus esfuerzos mediadores durante
la Primera Guerra Mundial fueron rechazados por ambos bandos
en conflicto. Intentó un acercamiento a las fuerzas anticlericales,
llegando a calificar la Revolución rusa de «triunfo contra la tiranía».

De poco le sirvieron estas palabras: el comunismo pronto se
reveló como una doctrina irreconciliablemente anticristiana y
como una de las mayores amenazas para la Iglesia de la época.
En Italia se vio igualmente incapaz de controlar la pugna entre
los extremismos de izquierda y derecha, que culminó con el
triunfo del fascismo. La Iglesia se había vuelto tan débil que no
pudo impedir que los extremistas tomasen al asalto los templos y
se subieran a los pulpitos a declamar sus arengas ante los atónitos

feligreses. Ante esta situación, en 1919, el mismo año en que
se crea el movimiento fascista, se funda el Partido Popular Italiano,

cuyo primer secretario es un sacerdote de Caltagirone, don
Luigi Sturzo, que intentó mantener las tesis cristianas en medio
de aquella enrarecida arena política.
En 1920, cuando empezaron las reuniones de la Sociedad de
Naciones, Benedicto XV publicó una nueva encíclica, Pacem Dei
munus, en la que reclamaba sus derechos como soberano de un
Estado. Sin embargo, los líderes internacionales hicieron oídos

sordos a la encíclica, a consecuencia de lo cual la Santa Sede no pudo
participar en los trabajos de la Sociedad de Naciones, sobre todo
debido a la oposición del delegado italiano en la misma, Nitti.
En el aspecto financiero las cosas no iban mucho mejor.

Durante el pontificado de Benedicto XV el presupuesto del Vaticano
se redujo hasta ser apenas una cuarta parte del de la época de
León XIII. El 22 de enero de 1922, Benedicto XV fallecía en el
Vaticano víctima de una epidemia de gripe. Sus últimas palabras
fueron: «Ofrecemos nuestra vida para la paz del mundo».
El siguiente papa en acceder al trono de San Pedro fue Pío XI,
Ambrogio Damiano Achule Ratti, que lo hizo entre 1922 y 1939.
Nació el 31 de mayo de 1857 en Desio, Italia, en el seno de una
familia acomodada dedicada a la industria textil. Cursó estudios
en las universidades Lombarda y Gregoriana de Roma, y fue

ordenado sacerdote el 27 de diciembre de 1879. Entre 1882 y 1888
fue catedrático de teología en el seminario de Milán. Mantuvo
siempre viva su actividad pastoral, dándose en ocasiones tiempo
para practicar el montañismo. Al igual que el recientemente fallecido

Juan Pablo II, era un experto en esta práctica. (Se cuenta que
en su juventud emprendió la subida del Monte Rosa y aguantó
durante toda la noche una feroz tormenta alpina colgado de una
cornisa.) Achille se dedicó al estudio de la paleografía. Hasta
1910 fue bibliotecario y posteriormente director de la Biblioteca
Ambrosiana de Milán, y prefecto de la Biblioteca Vaticana en
Roma. En estos cargos tuvo ocasión de familiarizarse con la

historia política y los acontecimientos de su época, lo que le aportó
el bagaje teórico necesario para realizar una visita apostólica a
Polonia, devastada por la guerra en 1918, por orden del papa

Benedicto XV. Este viaje le sirvió para demostrar que estaba
excepcionalmente dotado para las tareas diplomáticas. Su habilidad
y celo le valieron el nombramiento de nuncio de Su Santidad en este
país en 1919. Dos años después recibió la dignidad de cardenal y
arzobispo de Milán, y en 1922 sucedería al papa Benedicto XV.


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RATAS EN SAN PEDRO
Quizá la circunstancia que mejor simbolice la terrible situación
financiera a la que se había visto abocada la Santa Sede tras estas
últimas décadas tan turbulentas fue la plaga de ratas que, como
una condenación bíblica, se adueñó del Vaticano. Sin embargo,
no se trataba de ninguna maldición, sino de una concatenación
de causas y efectos lógicos. La falta de dinero había hecho que la
red de alcantarillado del Vaticano se encontrara en un estado de
abandono superior al resto de las instalaciones. Inundaciones,
atascos y derrumbes estaban a la orden del día sin que nadie hi-
ciera nada para remediarlo. En estas condiciones, los roedores se
multiplicaron sin freno y fue sólo cuestión de tiempo que comen-
zaran a salir a la superficie.
Aquellos animales, asociados tradicionalmente por el folclore
con la figura de Satanás, tenían un comportamiento sacrilego
que no desmerecía en absoluto su fama. No respetaban ni las se-
pulturas de los pontífices de la antigüedad ni la residencia del ac-
tual. Su ansia destructiva se aplicaba con igual saña a los tapices
(ya muy castigados por la polilla) y al mobiliario. La situación
alcanzó un punto tan alarmante que ya no se guardaban hostias
consagradas en los sagrarios por miedo a que los roedores come-
tieran la más terrible de las profanaciones para un católico: man-
cillar el cuerpo de Cristo.
En medio de aquella situación, a muchos les parecía irónico
que el apellido del papa fuera precisamente Ratti.
La elección de Pío XI fue complicada y no se decidió hasta
después de quince votaciones. No obstante, fue un cónclave
relativamente corto si se compara con los anteriores. Como
en tantas otras ocasiones, el cónclave se encontraba dividido
entre los más conservadores, partidarios del cardenal español
Rafael Merry del Val, y los progresistas, cuyas simpatías se
decantaban por el cardenal Gasparri.
El nuevo pontífice pronto demostró que su pontificado no iba
a ser intrascendente. Pío XI, nada más ser elegido, hizo algo que
no habían hecho ni Pío X ni Benedicto XV a causa de la pérdida
de los Estados Pontificios: apareció en el gran ventanal de la fa-
chada de San Pedro para impartir la bendición urbi et orbe. El
hombre que se asomó a aquella ventana conservaba en estampa
mucho de la imponente y atlética figura de su juventud. Su ros-
tro, de frente despejada y ojos penetrantes, inspiraba respeto a
quienes se encontraban con él. Se involucraba en todos los aspec-
tos del gobierno de la Iglesia, realizando toda clase de preguntas
a sus colaboradores.8 (Alguno de ellos llegó a afirmar que prepa-
rar una reunión con el Santo Padre era peor que un examen.)


_
LA PAZ DE CRISTO EN EL REINO DE CRISTO
Pío XI se volcó en la expansión de la Iglesia por todo el planeta,
de hecho, «Papa de las Misiones» era el título que más agradaba
a Pío XI. Su doctrina era que los territorios extraeuropeos fueran
confiados al clero local; buena prueba de ello fue el nombramien-
to de los primeros obispos chinos y japoneses en 1926 y 1927.
También hizo construir en el Gianicolo (Roma) la grandiosa sede
del Colegio y la Universidad Urbana de Propaganda Fide, para
que los jóvenes de los países de misiones destinados al sacerdocio
tuviesen una adecuada preparación para sus futuras tareas. En
1927, con la institución del Museo Misionero-Etnológico del Va-
ticano, se abrió la posibilidad de conocer a fondo la actividad mi-
sionera y las grandes religiones y culturas del mundo.
Al contrario que la mayoría de sus antecesores. Pío XI fue un
gran protector de las ciencias, algo que no es de extrañar dado su
trabajo durante años como archivista e investigador. De hecho,
la reforma de la Biblioteca Vaticana fue una de sus prioridades,
tras lo cual fundó el Instituto Cristiano de Arqueología, la Aca-
demia de Ciencias y el Observatorio Vaticano en Castelgandolfo.
En el terreno político y social también destacó su labor. La
elección de su lema —«La paz de Cristo en el reino de Cristo»—
nos habla de un pontífice partidario de la militancia activa en los
asuntos terrenales. En este sentido, su gran enemigo fue el comu-
nismo, sobre el que promulgó una encíclica titulada Divini re-
demptoris. Para Pío XI era un «satánico azote» cuyo objetivo era
«derrumbar radicalmente el orden social y socavar los funda-
mentos mismos de la civilización cristiana», constituyendo «una
realidad cruel o una seria amenaza que supera en amplitud y vio-
lencia a todas las persecuciones que anteriormente ha padecido
la Iglesia».10 Esto explica las simpatías con que miró, al menos en
principio, a dictadores como Franco, Hitler y Mussolini.
Sin embargo, como ya hemos visto, en la primera etapa de su
pontificado Pío XI tuvo problemas mucho más cercanos y acu-
ciantes que los planteados por el comunismo. La ambiciosa cade-
na de fundaciones y reformas que hemos repasado se hizo con un
exiguo presupuesto anual que apenas superaba el millón de dóla-
res.n Cada día que pasaba la situación se tornaba más insosteni-
ble. Los resultados de una auditoría realizada por la comisión
cardenalicia no pudieron ser más desalentadores. El déficit vati-
cano crecía de forma desmedida, al tiempo que los ingresos y las do-
naciones descendían vertiginosamente. Los acreedores, de los
cuales uno de los más importantes era el Reichbank alemán, co-
menzaron a perder la paciencia y exigieron el pago de las deudas.
Por su parte, uno de los principales asesores económicos de la
Santa Sede, el arzobispo de Chicago George William Mundelein,
que había tenido que hipotecar propiedades de la Iglesia por va-
lor de un millón y medio de dólares, comunicó al pontífice su
pronóstico de una larga crisis económica cuyos efectos se deja-
rían sentir en todo el mundo. Acuciado por las necesidades eco-
nómicas de la Santa Sede, y cegado por su radical anticomunis-
mo, Pío XI no se dio cuenta de que, de una u otra forma, iba a
seguir tratando con ratas.


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EL ASCENSO DEL FASCISMO
Pío XI accedió al pontificado con el firme propósito de terminar
de una vez por todas con la anomalía que suponían las actuales
relaciones entre el Vaticano y el gobierno de Italia. El escollo más
importante lo constituía la cuestión económica. La situación fi-
nanciera de Italia no era mucho mejor que la de la Santa Sede.
Con la mayor tasa de natalidad de Europa y una inflación y paro
sólo superados por los de Alemania, la pobreza era el estado na-
tural de muchas familias italianas, lo que contribuyó notable-
mente a enrarecer aún más el ya muy agitado panorama político.
Mussolini y sus fascistas estaban, literalmente, dispuestos a todo:
«Nuestro programa es simple. Queremos gobernar Italia».Para
ello desarrollaron una feroz campaña de violencia política que
tino de sangre todo el país. Sólo en 1921 murieron, víctimas de
la violencia fascista, cerca de quinientas personas.
Por su parte, los comunistas no se quedaron de brazos cruza-
dos y respondieron con una infinita sucesión de paros laborales
que culminaron en una huelga general. En la primavera de 1922,
cuarenta mil braceros fascistas bajo el mando de ítalo Balbo ocu-
paron Ferrara como protesta por las miserables condiciones de
vida. A finales de julio de 1922, más de 700.000 trabajadores se
habían afiliado a la Confederazione Nazionale delle Corporazio-
ni, sindicato del Partido Nacional Fascista. La derrota de la iz-
quierda era evidente.
En octubre de ese mismo año, se reunió el congreso del Partido
Nacional Fascista y comenzaron los preparativos de la «Marcha so-
bre Roma», planeada como la ocupación de la capital italiana por
parte de los «camisas negras», fascistas cuyo objetivo era presionar
al rey para que encargase la formación de gobierno a Mussolini.
Víctor Manuel III, muy impresionado por la movilización fascista,
y poco afecto a los ideales y principios de la democracia parlamen-
taria, decidió recurrir a Mussolini. En 1925 el Duce había transfor-
mado el país en un régimen totalitario de partido único basado en
el poder del Gran Consejo Fascista (órgano creado en diciembre de
1922, pero institucionalizado seis años más tarde), respaldado por
las Milicias Voluntarias para la Seguridad Nacional.
. Johnson, Paúl, Modern Times: The Worid from the Twenties to the Nineties,
Harper Perennial, Nueva York, 1992


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Y LOS TRENES LLEGABAN A TIEMPO
Los efectos del ascenso al poder de Mussolini no se hicieron es-
perar. La actividad económica se reactivó como por ensalmo. Las
tasas de paro e inflación recuperaron sus niveles lógicos. Las ca-
lles volvieron a ser seguras y los trenes llegaban a tiempo. Un
verdadero paraíso si a uno no le importaban cuestiones como la
democracia, la libertad de expresión o vivir en un estado policial
sin las mínimas garantías jurídicas.
En cualquier caso, las arcas de la hacienda italiana recupera-
ron la salud perdida... y quedó claro que Mussolini era el hom-
bre con el que Pío XI tenía que tratar. El 20 de enero de 1923,
el cardenal Gasparri, secretario de Estado del Vaticano, mantu-
vo la primera de una larga serie de entrevistas secretas con
Mussolini.
Sin embargo, había una circunstancia que podría dificultar
notablemente un entendimiento entre los fascistas y la Santa
Sede. Era de dominio público que el Duce era ateo y virulenta-
mente anticlerical. En su juventud había escrito varios textos
profundamente antirreligiosos y en su vida personal ni se había
casado con su pareja ni había bautizado a sus hijos. Se cuenta
que en una ocasión se quitó el reloj y, poniéndolo violentamente
sobre la mesa, le dio a Dios un minuto para fulminarle si real-
mente existía y era todopoderoso. Pese a todo, una vez alcanza-
do el poder, Mussolini fue consciente de las dificultades de go-
bernar en Italia de espaldas a la Iglesia católica: «Creo que el
catolicismo podría ser utilizado como una de nuestras más po-
tentes fuerzas para la expresión de nuestra identidad italiana en
el mundo».
Por otro lado, el ateísmo de Mussolini irritaba a los industria-
les y financieros que le apoyaban económicamente, lo que hizo
que el Duce cambiara de táctica. Los fascistas estaban convenci-
dos del interés social de un sentimiento como el religioso, que es
vínculo comunitario en las masas. El propio Mussolini se sintió
muy sorprendido en 1922 ante la inmensa multitud que esperaba
en la plaza de San Pedro la elección de Pío XI: «Mira esta multi-
tud de todos los países del mundo. ¿Cómo es que los políticos
que gobiernan las naciones no se dan cuenta del inmenso valor
de esta fuerza internacional, de este poder espiritual universal?».
Así que, a pesar de su declarado ateísmo, Mussolini no deseaba
destruir lo que existía, sino ir, progresivamente, modificándolo,
reinterpretándolo, hasta conseguir que un día se transformase en
una cosa muy distinta y en una religión con un contenido muy
diferente. Mussolini se refería a esto como: «Roma, donde Cristo
es romano».
Tras la Marcha sobre Roma comenzaron a prodigarse algunos
gestos de buena voluntad hacia el Vaticano, como la donación al
papa de la valiosa Biblioteca Chigi. En la Santa Sede se descon-
fiaba de Mussolini, pero a la vez se mantenía un prudente silen-
cio sobre su forma de llevar las riendas de Italia. Independiente-
mente de que el Duce mandara a prisión a más de diez mil de sus
opositores o que incitase a sus fascistas a «marchar sobre el ca-
dáver podrido de la libertad», en el Vaticano no se podía escu-
char palabra alguna en contra del caudillo fascista.


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EL HOMBRE ENVIADO POR LA PROVIDENCIA
En 1924, siguiendo instrucciones expresas del Duce, el líder del
Partido Socialista, Giacomo Matteotti, que a la sazón era el más
obstinado opositor a las pretensiones absolutistas de Mussolini,
fue asesinado por militantes fascistas. La oleada de indignación
que recorrió toda Italia fue tan grande que durante esta crisis el
Duce estuvo a punto de perder todo lo que había conseguido
hasta entonces. Tanto el Partido Popular como el socialista soli-
citaron formalmente al rey la destitución de Mussolini.
Cuando la situación parecía desesperada, al líder fascista le
llegó el auxilio de donde, probablemente, menos lo esperaba. So-
cialistas y católicos negociaban una sólida coalición para apartar
del poder a Mussolini cuando el papa Pío XI advirtió severamen-
te a los cristianos italianos de que cualquier alianza con los so-
cialistas, incluido su sector más moderado, estaba estrictamente
prohibida por la ley moral, según la cual la cooperación con el
mal constituye un pecado. El papa no mencionó que tanto en
Bélgica como en Alemania esa cooperación (con los socialistas,
no con el mal) se estaba produciendo sin que nadie hubiera ad-
vertido a los católicos de aquellos países sobre el peligro que co-
rrían.
No hay que desestimar la importancia de esta tácita complici-
dad. La innegable influencia que tenía el parecer del papa sobre
buena parte de la opinión pública italiana hubiera hecho que
cualquier comentario sobre el ateísmo, la integridad moral o los
métodos violentos de Mussolini pesara como una losa en la pre-
tensión de éste de convertirse en el cesar de la nueva Roma.
Consciente de ello, el Duce supo corresponder con extrema
generosidad al favor procedente de Roma. Declaró ilegal la ma-
sonería, subvencionó con fondos públicos algunas instituciones
eclesiásticas que estaban al borde de la quiebra y eximió de obli-
gaciones fiscales a la Iglesia y a sus miembros.
El 31 de octubre de 1926, el cardenal Merry del Val, que ha-
bía sido secretario de Estado con Pío X y mantenía un puesto de
privilegio en el Vaticano, declaró públicamente: «Mi agradeci-
miento también se dirige hacia él [Mussolini], que sostiene en sus
manos las riendas del gobierno en Italia. Con su perspicaz visión
de la realidad ha deseado y desea que la religión sea respetada,
honrada y practicada. Visiblemente protegido por Dios, ha mejo-
rado sabiamente la fortuna de la nación, incrementando su pres-
tigio en todo el mundo». A lo que el propio papa apostilló el 20
de diciembre de 1926 que «Mussolini es el hombre enviado por
la Providencia».
En esta aparente complacencia hacia el Duce había mucho
más de corrección política que de sincera admiración. En más de
una ocasión, el papa había calificado en privado al dictador de
«hijo del diablo». Este sentido de la conveniencia era mutuo. Sin
variar un ápice lo que pensaba en su fuero interno, el comporta-
miento externo de Mussolini hacia la Santa Madre Iglesia experi-
mentó un importante giro. El Duce comenzó a acudir a misa,
pasó por la vicaría para dar validez eclesiástica a su unión matri-
monial e incluso bautizó a sus hijos, renunciando en su nombre,
como todo buen padre cristiano, al «diablo y sus obras». En el
terreno estrictamente político, esta nueva relación con el Vatica-
no quedó patente con medidas legislativas, como los impuestos
para las parejas sin hijos o la consideración del adulterio como
delito penal.



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CONVERSACIONES SECRETAS
Así pues, y a pesar del recelo mutuo, existía en aquel momento un
clima favorable para la firma de un concordato, tarea que el papa
encomendó al cardenal Gasparri. Tras algunas conversaciones, el
dictador manifestó su deseo de compensar a la Iglesia con una más
que generosa remuneración por la humillación sufrida durante
años por los «papas prisioneros». El primer contacto entre ambas
partes había acontecido, sin embargo, mucho antes, el 6 de agosto
de 1926, cuando Domenico Barone —emisario de Mussolini— se
entrevistó secretamente con el doctor Francesco Pacelli —laico
adscrito a la Santa Sede y hermano del futuro papa Pío XII, que
por aquel entonces era nuncio en Berlín— para hacerle saber el in-
terés de Mussolini por reabrir la «cuestión romana». Pacelli mani-
festó al enviado del futuro dictador que si realmente estaba dis-
puesto a negociar, había dos cuestiones que el papa consideraba
imprescindibles como punto de partida: el reconocimiento de la
posesión de un Estado soberano bajo la autoridad del pontífice y
la igualdad jurídica entre matrimonio civil y religioso.
El Duce dio su consentimiento al inicio de las conversaciones
bajo estos términos y las reuniones comenzaron a nivel estricta-
mente confidencial: el jefe del Gobierno había advertido a los
participantes de que la menor indiscreción llevaría, de manera in-
evitable, a la ruptura de las negociaciones y se consideraría aten-
tatoria contra la seguridad del Estado, condenando al responsa-
ble de la filtración (fuera éste seglar o religioso) a ser desterrado
de por vida a las islas Lípari. Buena parte del contenido de las
reuniones se centró en regatear las condiciones económicas del
acuerdo, que en una primera oferta de Mussolini consistía en la
donación por parte del gobierno italiano de alrededor de cin-
cuenta millones de dólares en Obligaciones del Estado. Final-
mente, esos cincuenta millones se convirtieron en noventa, es de-
cir, 1.750 millones de liras.
La mañana del lunes 11 de febrero de 1929, las calles de
Roma se fueron poblando de un gentío murmurante que parecía
desafiar lo que estaba siendo uno de los inviernos más fríos de
los últimos años. A pesar del celo puesto tanto por el gobierno
como por la Santa Sede, buena parte de los romanos sabían que
algo importante iba a suceder en el Vaticano. Cuando el Duce
descendió de su Cadillac negro estacionado a un costado de la
plaza de San Juan, media hora antes del mediodía, le sorprendió
encontrar a una muchedumbre expectante que aguardaba su lle-
gada. Un acceso de ira le sobrevino al comprobar que sus órde-
nes no se habían cumplido fielmente; es posible que incluso se
viera tentado de dar media vuelta en uno de sus célebres raptos
temperamentales, pero finalmente decidió subir los peldaños de
la escalinata del palacio de Letrán, en cuyo interior el papa Pío
XI, y casi todos los miembros del gobierno vaticano, le espera-
ban desde hacía unos minutos.
Ni la guardia fascista, ni los carabinieri, ni la Guardia Suiza es-
taban allí. Todo se había organizado de la manera más discreta
posible para no llamar la atención. Elegantemente vestido de cha-
qué, Mussolini ascendió hasta el segundo piso, donde le esperaba
el cardenal Gasparri, con quien cruzó un prolongado apretón de
manos. Gasparri había tenido que abandonar la cama y todo el
acto, unido a lo inclemente del tiempo, iba a ser una verdadera
ordalía física para el anciano cardenal. No obstante, por nada
del mundo iba a perderse la firma, aunque ello le costase la vida,
ya que con aquel acto culminaba toda su carrera diplomática. Es-
taba previsto que la ceremonia se prolongase varias horas, pero el
público que aguardaba en el exterior y el precario estado de salud
de Gasparri —que tuvo que permanecer sentado durante todo el
acto— la redujeron a unos meros cuarenta y cinco minutos.16 La
lectura de las actas no comenzó hasta las doce en punto. Tras las
firmas, el cardenal obsequió a Mussolini con la pluma de ave con
mango de oro que había servido para rubricar el acuerdo. El líder
fascista la aceptó complacido: «Será para mí uno de los mejores
recuerdos que haya merecido».
El tratado se componía de tres apartados principales, aparte de
varios anexos y otras disposiciones; el primero, el concordato, regu-
laba las relaciones entre la Iglesia y el gobierno italiano. En él, se de-
volvía al Vaticano la completa jurisdicción sobre las organizaciones
religiosas en Italia. El catolicismo pasaba a ser la religión oficial del
Estado italiano, prohibiendo que otras confesiones religiosas pudie-
ran hacer proselitismo en el país y el gobierno asumía pagar el sala-
rio de los sacerdotes con cargo a los presupuestos nacionales. El se-
gundo apartado, el Tratado de Letrán propiamente dicho, establecía
la soberanía del Estado Vaticano, con el que automáticamente se es-
tablecían relaciones diplomáticas. Aparte del recinto vaticano se
concedía a la Santa Sede soberanía sobre tres basílicas de Roma
(Santa María la Mayor, San Juan de Letrán y San Pablo), la residen-
cia de verano del papa (el palacio de Castelgandolfo) y varias fincas
por toda Italia. Finalmente, estaba la «Convención Financiera», que
de un plumazo llevaba a la Santa Sede de la miseria a la riqueza.
Al día siguiente de la firma, en una rueda de prensa. Pío XI sin-
tetizó mejor que nadie el alcance del tratado que se había firmado:
«Mi pequeño reino es el más grande del mundo». El fervor que le-
vantó el acuerdo fue tal que incluso la mesa en que había sido ru-
bricado comenzó una gira mundial para ser venerada como si de
una reliquia se tratara.17 El manto de misterio que se tendió sobre
la dilatada negociación sólo pudo ser descorrido con lentitud tras
la ceremonia de Letrán. Se supo entonces que el texto del acuerdo
había sido impreso en el Vaticano por operarios a los que se man-
tuvo prisioneros hasta días después del 11 de febrero, y que el
papa había corregido personalmente todas las pruebas de impren-
ta: «Hay casos en que la presencia o ausencia de una coma —le
comentó a Gasparri— puede modificar todo el contenido».
Aquel contenido era tan importante que su trascendencia tras-
pasaba con mucho las diminutas fronteras del Estado Vaticano.
Tanto es así que en dos lugares muy alejados del mundo había
dos personajes que estaban particularmente atentos a los térmi-
nos del tratado por razones que nada tenían que ver con el cris-
tianismo. En Alemania, un Adolf Hitler que comenzaba a ser
algo más que el jefe de una pandilla de agitadores escribía en el
periódico del partido nazi: «El hecho de que la curia haya hecho
las paces con el fascismo muestra que el Vaticano confía en las
nuevas realidades políticas mucho más de lo que lo hizo en la an-
tigua democracia liberal, con la que no pudo llegar a un acuerdo
[...]. El hecho de que la Iglesia católica haya llegado a un acuerdo con
la Italia fascista prueba más allá de toda duda que el mundo de
las ideas fascistas está más cerca de la cristiandad que del libera-
lismo judío o incluso el ateísmo marxista».18
En Estados Unidos, el banquero Thomas William Lamont, uno
de los principales agentes de la banca Morgan, estaba mucho me-
nos interesado en las consecuencias políticas del tratado que en
los noventa millones de dólares que llevaba aparejados. A fin de
cuentas. Pío XI era un viejo amigo de la casa Morgan. Siendo
monseñor Ratti prefecto de la Biblioteca Vaticana, el que más tar-
de se convertiría en papa gestionó la restauración de una valiosa
colección de manuscritos coptos propiedad de J. Pierpoint Mor-
gan.tramas, Aquellos pergaminos pasarían a ser una de las piezas más
preciadas de la mítica «biblioteca negra» del millonario.
Comenzaba una época en que las obras del diablo iban a ser
salpicadas con agua bendita.

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