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viernes, 7 de junio de 2013

La fuente del unicornio - Theodore Sturgeon - Mundos Imaginarios

La fuente del unicornio
Theodore Sturgeon

 Mundos Imaginarios




Hay un pueblo cerca de las Ciénagas, y en el pueblo hay una Casa Grande. En la Casa Grande vivía un escudero que tenía tierras y tesoros y, por hija, a Rita.
En el pueblo vivía Del, cuya voz era un trueno en la taberna cuando iba a beber; cuyo cuerpo fornido y musculoso tenía piel dorada y cuyo cabello lanzaba desafíos al sol.
En lo más profundo de las Ciénagas, que eran salobres, había una fuente con el agua más pura, protegida de la luz por sauces y álamos temblones, rodeada por orillas de musgo de un maravilloso azul. Allí crecía la mandrágora, y en verano se oían extraños trinos. Nadie los oía, salvo una tranquila muchacha cuya belleza era tan contenida que no se le notaba. Se llamaba Barbara.
La tarde era verde y el crecimiento de las cosas cortaba la respiración cuando Del echó a andar por el camino de siempre y pasó junto a la casa solariega y vio una sombra blanca detrás de la alta valla de hierro. Se detuvo y la sombra se acercó y se transformó en Rita.
-Da la vuelta hasta la entrada -dijo ella- y te abriré la puerta.
Llevaba un vestido como una nube y y un aro de plata alrededor de la cabeza. Tenía la noche atrapada en el cabello, la luna en la cara, y en sus enormes ojos nadaban secretos.
-No quiero tener problemas con el escudero -dijo Del.
-No está -dijo la muchacha-. He despachado a los criados. Ve hasta la puerta.
-No necesito puerta.
Del saltó y aferró el travesaño más alto de la valla y, con un movimiento fluido y continuo, pasó por encima y aterrizó al lado de la muchacha. Ella le miró los brazos, uno, el otro; después el cabello. Se apretó con fuerza las manos pequeñas y soltó una risita; después desapareció entre los cuidados árboles, liviana, rápida, sin mirar atrás. Él la siguió, cada paso como tres de los de ella, sintiendo un nuevo latido en los lados del cuello. Atravesaron un macizo de flores y una amplia terraza de mármol. Había una puerta abierta, y después de cruzarla él se detuvo, pues no veía a la muchacha. En ese momento la puerta se cerró con un chasquido a sus espaldas y él se dio media vuelta rápidamente. Allí estaba ella, con la espalda apoyada en la madera, riéndose de él en la penumbra. Del pensó que entonces ella iría a su encuentro, pero al pasar a su lado lo esquivó, mirándolo a los ojos. Olía a violetas y a sándalo. La siguió hasta una sala grande, bastante oscura pero colmada por las luces tenues de la madera lustrada, el esmalte alveolado, el cuero labrado y los tapices con hilos de oro. La muchacha abrió otra puerta y se encontraron en una sala pequeña con una alfombra hecha de silencios rosados y una mesa alumbrada por velas. Había cubiertos para dos, cada uno con cinco diferentes copas de cristal y con tanta plata vieja como hierro había en la valla, allá afuera. Seis escalones de teca llevaban hasta una gran ventana ovalada.
-La luna -dijo la muchacha- saldrá por ahí para nosotros.
Lo invitó por señas a sentarse en un sillón y cruzó la sala hasta un aparador donde había varios botellones con vino tinto y blanco; uno de los botellones tenía dibujos de extraños abalorios castaños; otros, rosados y ámbar. Sacó el primero y sirvió la bebida en las copas. Después sacó las tapas de plata de las bandejas y un aroma mágico llenó el aire. Había exquisiteces ahumadas, mariscos raros y tajadas de aves de corral y bocados de extraña carne envueltos en pétalos de flores, asados con frutos exóticos y pequeños y blandos caracoles marinos. Por todas partes había especias, cada una como una voz individual en el distante murmullo de una multitud: azafrán y sésamo, comino y mejorana y macis.
Del, asombrado, miraba todo el tiempo a la muchacha, viendo cómo las velas le dejaban la luz de la la luna en la cara, y cómo ella confiaba por completo en las manos, que hacían todas aquellas destrezas como por impulso propio; estaba muy serena, a pesar de la risa silenciosa y secreta que le tiraba de los labios, de todos los misterios claramente oscuros que giraban y navegaban dentro de ella.
Comieron, y la ventana ovalada se puso amarilla y se oscureció mientras se fortalecía la luz de las velas. La muchacha sirvió otra copa de vino, y otra, y a medida que comían él y ella se fueron volviendo como mayo para el azafrán y como la escarcha para la manzana.
Del sabía que eso era alquimia, y se entregó sin dudarlo. Aquello que intencionadamente era demasiado dulce, se lo contrarrestaba con algo picante; la sed inducida era saciada con exquisita sincronización. Sabía que ella lo estaba mirando; sabía que ella era consciente del calor que él sentía en las mejillas y de las cosquillas que sentía en las yemas de los dedos. Su asombro aumentó, pero no tenía miedo.
En todo ese tiempo ella apenas habló, pero por fin terminó el banquete y se levantaron. La muchacha tiró de una cuerda de seda que había en la pared y los paneles se abrieron. La mesa se deslizó entrando en silencio en un ingenioso escondite y los paneles se cerraron. La muchacha lo invitó a sentarse en un sofá con forma de L que había en un rincón, y mientras él se acercaba ella se volvió y sacó el laúd que colgaba de la pared que tenía detrás. Del tuvo un momento de confusión; sus brazos estaban preparados para recibirla, pero no con el instrumento. A ella le brillaban los ojos pero no perdía la compostura.
La muchacha empezó a hablar, mientras sus dedos se paseaban y bailaban sobre el laúd y sus palabras entraban y salían de la música. Tenía mil voces, y Del se preguntó cuál sería realmente la de ella. Unas veces cantaba; otras tarareaba sin palabras. En ocasiones parecía muy lejana, desconcertada por el giro que tomaba la música, y a veces parecía oír los rugientes latidos de los tímpanos de Del y lo acompañaba con alegres síncopas. Cantó unas palabras que él casi entendió:

La abeja a la flor, rocío de miel,
la garra al ratón y la lluvia al árbol,
la luna a medianoche, yo a ti;
el sol a las estrellas, tú a mí...

y cantó algo sin palabras:

Ake ya rundefle, rundefle fye,
orel ya rundefle kown,
en yea, en yea, ya bunderbee tye
en sor, en see, en sown.

que casi entendió también.
Con otra voz diferente, ella le contó la historia de una enorme araña peluda y de una niña sonrosada que la encontró entre las hojas de un libro semiabierto; al principio Del sintió miedo y lástima por la niña, pero entonces la muchacha contó todo lo que sufría la araña, con la casa desbaratada por aquella giganta boquiabierta, y lo contó tan vívidamente que al final Del empezó a reírse de sí mismo y poco le faltó para echarse a llorar por la pobre araña.
Así pasaron las horas, y de repente, entre canciones, la muchacha cayó en sus brazos; e instantáneamente se desasió y se alejó, y Del se quedó respirando con dificultad.
-No, Del -dijo ella, con otra voz, sobria y queda-. Tenemos que esperar a que salga la luna.
A Del le dolían los muslos, y se dio cuenta de que había empezado a levantarse, alargando los brazos y tratando de aferrar algo con las manos, sintiendo la extraordinaria tela del vestido de la muchacha aunque ya no la tenía entre los dedos; y se hundió de nuevo en el sofá emitiendo un sonido extraño y débil, inadecuado para aquella habitación. Flexionó los dedos y, a su pesar, la sensación de tejido blanco y vaporoso los abandonó. Al fin la miró, y ella se echó a reír y dio un gran salto y fue como si se detuviera en el aire un momento antes de descender a su lado, inclinarse y besarlo en la boca y alejarse de otro salto.
El rugido en los oídos de Del creció, y fue como si hubiese adquirido un peso tangible. Inclinó la cabeza, metió los nudillos en la curva superior de las cuencas de los ojos y apoyó los codos en las rodillas. Oía los dulces susurros del vestido de Rita mientras ella daba vueltas por la habitación; sentía las violetas y el sándalo. La muchacha bailaba, sumida en la alegría del movimiento y de la cercanía de Del. Producía su propia música, tarareando, a veces susurrando las melodías que tenía en la mente.
Después de un rato, Del se dio cuenta de que había parado; no oía nada, aunque sabía que estaba cerca. Levantó con esfuerzo la cabeza. Ella estaba en el centro de la habitación, agazapada como una enorme mariposa blanca, los ojos ahora muy oscuros con los secretos en calma. Miraba la ventana, preparada, esperando.
Del siguió aquella mirada. El enorme óvalo ya no era negro, sino que estaba espolvoreado de luz plateada. Despacio, Del se levantó. El polvo era una neblina, una presencia, y entonces, por un borde, apareció un fragmento de la propia luna, asomando y creciendo.
Como Del dejó de respirar, pudo oír la respiración de la muchacha; era rápida, y tan profunda que le rasgueaba levemente las versátiles cuerdas vocales.
-Rita...
Sin responder, la muchacha corrió al aparador y llenó dos pequeñas copas. Le dio una a Del.
-Espera -musitó-, ¡ay, espera!
Embelesado, Del esperó mientras la mancha blanca trepaba por la ventana. De repente entendió que debía quedarse inmóvil hasta que el gran óvalo estuviese totalmente lleno de luz lunar directa, y eso le ayudó, porque ponía un límite previsible a la espera; y también le produjo sufrimiento, porque nada en la vida, pensó, se había movido jamás con tanta lentitud. Tuvo un momento de rebelión, en el que se maldijo por haber aceptado ese ritmo tan complejo; pero entonces notó que la plata más oscura iba menguando, ahora tenía el ancho de un dedo, ahora de un hilo, y ahora, y ahora...
La muchacha soltó un crispado grito felino y saltó subiendo por los oscuros escalones hacia la ventana. Tan brillante era el resplandor que, a contraluz, el cuerpo de ella era un camafeo azabache. Tan delicadamente labrado estaba el vestido que Del veía las charreteras de luz plateada que le ponía la luna. Ella era tan hermosa que los ojos le escocían.
-Bebe -susurró la muchacha-. Bebe conmigo, mi amor, mi amor...
Por un instante no entendió, y sólo poco a poco se fue dando cuenta de que tenía una pequeña copa en la mano. La levantó hacia la muchacha y bebió. Y de todos los sabores y estímulos del paladar que había tenido esa noche, ése fue el más sorprendente, pues carecía de gusto, casi no tenía sustancia y su temperatura era casi exactamente la de la sangre. Miró la copa con aire estúpido y después miró a la muchacha. Creía que había dado media vuelta y lo estaba observando, pero no podía estar seguro, porque la silueta era la misma.
Y entonces se llevó la segunda e insoportable sorpresa, pues se apagó la luz.
Desapareció la luna, la ventana, la habitación, desapareció Rita.
Por un instante se quedó tenso, abriendo los ojos de par en par. Soltó un sonido que no era una palabra. Dejó caer la copa y se llevó las palmas de las manos a los ojos, y notó cómo parpadeaban, sintiendo la tiesa seda de las pestañas. Después apartó las manos y seguía estando oscuro, y más que oscuro; aquello no era oscuridad. Aquello era como tratar de ver con un codo o con la lengua; no era oscuridad; era la Nada.
Cayó de rodillas.
Rita se echó a reír.
Una parte de su mente, extraña y atenta, se concentró en esa risa y la entendió, y el horror y la ira se le extendieron por todo el ser; pues ésa era la risa que había estado tirando de los labios de la muchacha toda la noche, y era una risa dura, cruel, confiada. Y al mismo tiempo, a causa de la ira o a pesar de ella, un deseo incandescente le estalló dentro del cuerpo. A tientas, moviendo los labios, avanzó hacia el sonido. En los escalones hubo una rápida y apenas perceptible serie de susurros, y entonces, a su alrededor, cayó una ligera y resistente red. Del arremetió contra ella y de repente la reconoció como el objeto inolvidable que era: el vestido de la muchacha. Lo agarró con la mano, lo rasgó, lo pisoteó. Oyó que los pies descalzos y ligeros de ella bajaban y pasaban a su lado, y él embistió pero sus manos no encontraron nada. Se quedó jadeando dolorosamente.
La muchacha volvió a reír.
-Estoy ciego -dijo Del con voz ronca-. Rita, ¡estoy ciego!
-Ya lo sé -dijo ella con frialdad, a corta distancia. Y soltó otra carcajada.
-¿Qué me has hecho?
-He visto que eres un sucio animal -dijo.
Del lanzó un gruñido y embistió de nuevo. Sus rodillas golpearon contra algo -una silla, un mueble- y cayó pesadamente. Pensó que tocaba un pie de la muchacha.
-¡Aquí, mi amor, aquí! -se burló ella.
Del buscó a tientas la cosa en la que había tropezado, la encontró, la usó para levantarse. Miró alrededor, en vano.
-¡Aquí, mi amor!
Del saltó y se estrelló contra la jamba de la puerta: el pómulo, la clavícula, la cadera, el tobillo fueron un solo estallido de dolor. Se aferró a la madera lustrada.
-¿Por qué? -dijo después de un rato, desesperado.
-Ningún hombre me ha tocado ni me tocará jamás -cantó la muchacha. Del sintió su aliento en la mejilla. Alargó la mano pero no encontró nada, y entonces oyó que ella saltaba desde el pedestal de una estatua junto a la puerta, adonde se había subido y desde donde le había hablado.
Ni el dolor, ni la ceguera, ni siquiera la certeza de que estaba sufriendo los efectos del brebaje que le había dado podían sofocar el desenfrenado deseo que sentía ante su cercanía. Nadá podía domeñar la furia que se apoderó de él mientras la muchacha reía. Del soltó un bramido y se tambaleó yendo hacia ella.
La joven bailó a su alrededor, riendo. Una vez lo empujó contra un estante lleno de ruidosos atizadores y palas para la chimenea. Una vez le aferró un codo desde atrás y lo hizo girar. Y otra, aunque parezca increíble, saltó pasando por delante y, en el aire, lo volvió a besar en la boca.
Del descendió al Infierno, rodeado por un pequeño y seguro golpeteo de pies descalzos y una dulce y serena risa. Corrió y chocó, se agachó y sangró y gimoteó como un perro. Sus rugidos y sus tumbos empezaron a tener eco: por lo tanto debía de estar en la sala grande. Después hubo paredes que parecían más que rígidas; contraatacaban. Y había paneles en los que se apoyaba, jadeando, y se convertían en puertas que se abrían. Y siempre la nada oscura, la estremecedora tentación de la carne firme golpeteando en las piedras lisas, y la furia voraz.
El aire estaba más fresco, y no había ecos. Notó el susurro del viento en los árboles. El balcón, pensó; y entonces, en el oído, para que sintiese el aliento cálido:
-Ven, mi amor... -Y Del saltó.
Saltó y no encontró nada, y en vez de quedar despatarrado en la terraza, no había nada, y nada, y nada, y entonces, cuando menos lo esperaba, sintió una lluvia de golpes crueles mientras rodaba bajando por los escalones de mármol.
Debía de quedarle un resto de conocimiento, pues fue vagamente consciente de que se acercaban los pies descalzos de la muchacha, de que una mano cautelosa le tocaba el hombro y después la boca y el pecho. A continuación la mano se apartó, y la muchacha se echó a reír o Del tenía todavía el sonido en la mente.
En lo más profundo de las Ciénagas, que eran salobres, había una fuente con el agua más pura, protegida de la luz por sauces y álamos temblones, rodeada por orillas de musgo de un maravilloso azul. Allí crecía la mandrágora, y en verano se oían extraños trinos. Nadie los oía, salvo una tranquila muchacha cuya belleza era tan contenida que no se le notaba. Se llamaba Barbara.
Nadie se fijaba en Barbara, nadie vivía con ella, a nadie le importaba. Y la vida de Barbara era muy plena, porque había nacido para recibir. Otros nacen con el deseo de recibir, y por lo tanto llevan máscaras brillantes y producen sonidos atractivos como las cigarras y las operetas, de manera que los demás se ven obligados, de un modo u otro, a darles algo. Pero los receptores de Barbara estaban siempre abiertos, siempre lo habían estado, y no necesitaba ningún sustituto del sol en un pétalo de tulipán, ni el sonido de las campanillas trepando, ni el penetrante aroma dulzón del ácido fórmico que es el único grito de muerte posible para una hormiga, ni el otro millar de cosas que pasa por alto la gente que sólo desea recibir. Barbara tenía un jardín y un huerto, y llevaba cosas al mercado cuando tenía ganas, y pasaba el resto del tiempo recibiendo lo que le daban. En su huerto crecían hierbajos, pero como eran bien recibidos sólo crecían donde podían impedir que el sol quemase las sandías. Los conejos eran bienvenidos, y por lo tanto se atenían a las dos hileras de zanahorias, a la única de lechugas y a la única de tomateras que había plantado para ellos, y dejaban el resto en paz. Las varas de San José brotaban junto a los macizos de alubias para servirles de apoyo, y los pájaros sólo comían los higos y los melocotones de las ramas más altas, y a cambio patrullaban las más bajas en busca de orugas y moscas ponedoras de huevos. Y si alguna fruta se mantenía verde durante dos semanas más, hasta que Barbara tuviese tiempo de ir al mercado, o si un topo canalizaba humedad hasta las raíces del maíz, bueno, era lo menos que podían hacer.
Durante un par de años, Barbara había deambulado cada vez más, impelida por algo que no podía identificar, si es que tenía alguna conciencia de la situación. Sólo sabía que del otro lado de la loma había un sitio extraño y agradable, y que era un placer llegar allí y descubrir que delante había otra loma. Es muy probable que ahora necesitase amar a alguien, pues amar implica recibir, como puede atestiguar cualquiera que haya sido amado sin corresponder ese amor. Es el amado quien debe dar y dar. Y ella encontró su amor, no deambulando sino en el mercado. La forma de su amor, sus colores y sonidos, formaban parte de ella hasta tal punto que al verlo por primera vez no se sorprendió; y después, durante un largo tiempo, le bastó con que él viviese. Él le daba cosas con sólo estar vivo, con hacer vibrar el aire con aquella voz potente, con la manera resuelta de caminar, que era para un hombre de a pie el equivalente de lo que un jinete llama «cabalgar bien».
Después de verlo ella recibió, por supuesto, más del doble de lo que había recibido antes. Un árbol era recto y alto por la magnífica y sencilla razón de que era recto y alto, pero ¿acaso la rectitud y la altura no eran parte de él? La oropéndola daba ahora más que el canto, y el halcón más que el caminar por el viento, pero ¿acaso no tenían un corazón como el de él, sangre caliente y el mismo empeño por conservarla así en el futuro? Y cada vez más, el otro lado de la loma era el sitio para ella, pues sólo allí podía haber más y más cosas como él.
Pero cuando encontró la fuente pura en las Ciénagas salobres dejó de pensar en el otro lado de la loma. Estaba en un sitio sin dureza y sin odio, donde los álamos temblaban sólo de asombro y donde toda alegría tenía su recompensa. Cada conejo era el que mejor husmeaba y cada ave acuática podía mantenerse más tiempo sobre un pie que ninguna otra, y sentirse orgullosa. Hongos yesqueros colgaban de los troncos de los sauces, creando aquel color morado único del que es incapaz el crepúsculo, y un tangará y un cardenal se transmitían mutuamente la definición de «rojo».
Allí Barbara llevó un corazón aligerado por la felicidad, agrandado por el amor, y lo puso sobre el musgo azul. Y como el corazón amante puede recibir más que cualquier otra cosa, también es el más necesitado, y Barbara tomó las mejores canciones de los pájaros, los colores más vivos, la paz más profunda y todas las cosas que más conviene dar. Las ardillas le llevaban nueces cuando tenía hambre y cuando no, las piedras más bonitas. Una culebra verde le explicó, con pantomima, cómo un río de piedras preciosas puede correr cuesta arriba, y tres nutrias locas le describieron cómo un atado de felicidad puede deslizarse y resbalar bajando más y más y ser por eso más feliz. Y hubo un momento mágico cuando zumbó sobre ella un mosquito, y después una abeja, y después un abejorro, y finalmente un colibrí; y siguieron allí en el aire, tocando un acorde en la menor.
Entonces, un día, la fuente quedó en silencio, y Barbara descubrió por qué el agua era pura.
Los álamos dejaron de temblar.
Todos los conejos salieron del matorral y se apiñaron en la orilla azul, con los lomos tiesos, las orejas levantadas y la nariz inmóvil como un coral.
Las aves acuáticas dieron un paso atrás, como cortesanas, y se detuvieron en el borde con la cabeza vuelta de lado y un ojo cerrado para ver mejor con el otro.
Las ardillas, respetuosamente, vaciaron las bolsas de las mejillas, se restregaron las patas y las escondieron; después se quedaron inmóviles como estacas.
La presión del crecimiento alrededor de la fuente cesó: la propia hierba esperaba.
El último sonido que se oyó -y entonces se produjo un profundo silencio- fue el suave chasquido de los párpados de un búho que se despertó para mirar.
Llegó como una nube, y la tierra se ahuecó para recibir cada uno de los cascos de oro. Se detuvo en la orilla y bajó la cabeza, y por un breve instante su mirada se encontró con la de Barbara, y ella contempló un segundo universo de sabiduría y compasión. Entonces vio el arco del magnífico pescuezo, el cegador destello del cuerno de oro.
Y bebió y se fue. Todo el mundo sabe que donde bebe el unicornio el agua es pura.
¿Cuánto tiempo había estado allí? ¿Cuánto tiempo hacía que se había ido? ¿Acaso el tiempo esperaba también, como la hierba?
-¿Y no podría haberse quedado? -lloró Barbara-. ¿No podría haberse quedado?
Haber visto el unicornio es una cosa triste, porque quizá no se lo vuelva a ver nunca más. Pero... ¡haber visto el unicornio!
Barbara empezó a componer una canción.
Era tarde cuando Barbara salió de las Ciénagas, tan tarde que la atmósfera estaba desteñida por el frío y huía hacia el horizonte. Encontró el camino por debajo de la Casa Grande y giró para pasar por delante y seguir hasta su propia casa.
Cerca de la cerrada puerta principal un animal ladraba. Un animal enfermo, un animal grande...
Barbara veía mejor que la mayoría en la oscuridad, y pronto vio a la criatura aferrada a la verja, trepando, emitiendo aquel carraspeante sonido. Al llegar a la parte superior, la criatura cayó hacia adelante y quedó allí colgando; entonces algo se rasgó y la criatura cayó pesadamente al suelo y quedó allí inmóvil, en silencio.
Barbara se acercó corriendo y la criatura empezó a emitir el sonido de nuevo. Era un hombre, y lloraba.
Era su amor, su amor, tan alto y recto y tan vivo... su amor, apaleado y sangrando, hinchado, destrozado, la ropa desgarrada, llorando.
Ése, de todos los momentos posibles, era el más indicado para que un amante recibiese, para que recibiese del amado el dolor, los problemas, el miedo.
-Ah, calla, calla -susurró Barbara, tocándole la frente con manos como plumas veloces-. Ya pasó. Ya pasó todo.
Lo hizo girar poniéndolo boca arriba y se arrodilló para incorporarlo. Levantó uno de aquellos gruesos brazos y se lo puso alrededor de los hombros. Él era muy pesado, pero ella era muy fuerte. Cuando él estuvo sentado, jadeando débilmente, Barbara miró a un lado y a otro el camino a la pálida luz de la luna. Nada, nadie. La Casa Grande estaba a oscuras. Pero del otro lado del camino había un prado con setos altos que podían cortar un poco el viento.
-Ven, mi amor, mi dulce amor -susurró Barbara. El hombre temblaba violentamente.
Casi llevándolo en brazos, atravesó con él el camino, la zanja poco profunda y una abertura en el seto. Allí casi cayó al suelo con él. Apretó los dientes y lo depositó con suavidad. Le dejó apoyado en el seto y después fue corriendo a recoger grandes brazadas de retama. Hizo con ellas un atado apretado y mullido y lo colocó en el suelo al lado del hombre, y encima puso una punta de su capa, y con suavidad bajó la cabeza del herido hasta apoyarla en la almohada. Dobló el resto de la capa poniéndosela encima. Estaba muy frío.
No había agua cerca, y no se atrevía a dejarlo. Con el pañuelo le limpió parte de la sangre que tenía en la cara. Seguía muy frío.
-Demonio -dijo el hombre-. Asqueroso demonio.
-Shh. -Barbara se acurrucó contra él y le sostuvo la cabeza contra el pecho-. En un minuto te calentarás.
-Quédate quieta -masculló el hombre-. Sigue huyendo.
-No huiré -susurró Barbara-. Ay, querido, te han lastimado tanto, tanto. No te abandonaré. Prometo que no te abandonaré.
El hombre se quedó muy quieto. Volvió a mascullar algo.
-Te contaré una cosa maravillosa -le dijo ella al oído-. Escúchame y piensa en esa cosa maravillosa -cantó con voz suave-. Hay un sitio en la ciénaga, una fuente de agua pura, donde los árboles llevan una vida prodigiosa, sauces y álamos y abedules, donde todo es tranquilo, mi amor, y las flores crecen sin arrancarse los pétalos. El musgo es azul y el agua es como diamantes.
-Me cuentas historias con mil voces -masculló el hombre.
-Shh. Escucha, mi amor. Esto no es una historia: es un sitio verdadero. Seis kilómetros hacia el norte y un poco hacia el oeste puedes ver los árboles de la loma con dos robles enanos. ¡Y sé por qué el agua es pura! -gritó contenta-. ¡Sé por qué!
El hombre no dijo nada. Aspiró hondo, y el aire le lastimó los pulmones, pues su cuerpo se estremeció de dolor.
-El unicornio bebe allí -susurró Barbara-. ¡Lo vi! El hombre siguió sin decir nada.
-Compuse una canción sobre eso -dijo Barbara-. Escúchala:

Y Él... ¡de repente brilló! Mis ojos deslumbrados
 que llegaban del sol exterior a ese verde
 y secreto ocaso, encontraron sin sorpresa
 la visión. Sólo después, cuando el brillo
 y el esplendor de su partida se disiparon,
 sentí asombro, admiración y desesperación
 porque había llegado y se había ido,
 ¡el sedoso y veloz, el gloriosamente bello!,
 que había llegado y se había ido,
 para que desde entonces, siempre, yo tuviese que ir,
 tomar el largo camino que sube contra el día,
 viajando con la esperanza de conocer
 otra vez aquel momento elevado, sublime y dulce,
 en algún sitio -un páramo morado, una loma ventosa—,
 recordando todavía aquellas patas salvajes y delicadas,
 la magia y el sueño... ¡recordando todavía!

La respiración del hombre era más regular.
-¡De veras lo vi! -dijo Barbara.
-Estoy ciego -dijo el hombre-. Ciego, estoy ciego.
-Ay, mi amor...
El hombre buscó a tientas la mano de la muchacha, la encontró. Durante un largo momento la retuvo. Después, despacio, alargó la otra mano y con las dos palpó la de ella, la hizo girar, la apretó.
-¡Estás aquí! -gruñó de repente, incorporándose a medias.
-Claro que sí, mi amor. Claro que estoy aquí.
-¿Para qué? -gritó el hombre-. ¿Para qué? ¿Para qué? ¿Para qué todo esto? ¿Para qué cegarme? -Se sentó, moviendo los labios, y puso su enorme mano en la garganta de Barbara-. ¿Para qué hacer todo eso si ...? -Las palabras se transformaron en un ruido animal. Dentro de sus venas bullían el vino y la brujería, la ira y la agonía.
La muchacha soltó un grito.
La muchacha soltó un sollozo.
-Ahora -dijo el hombre- ya no atraparás unicornios. Vete.
Le dio una bofetada.
-Estás loco -gritó ella-. Estás enfermo.
-Vete -dijo el hombre en tono inquietante.
Aterrada, Barbara se levantó. Él agarró la capa y se la arrojó. El golpe de la capa casi la derribó mientras se alejaba corriendo, llorando en silencio.
Después de un largo rato, desde el otro lado del seto empezaron a oírse de nuevo los sollozos angustiados y la tos.

Tres semanas más tarde Rita estaba en el mercado cuando una mano dura le aferró la parte superior del brazo y la apretó contra la esquina de una casa.
No se sobresaltó. Miró hacia arriba y lo reconoció.
-No me toques -dijo con voz serena.
-Necesito que me cuentes algo -dijo él-. ¡Y me lo vas a contar!
La voz era tan dura como la mano.
-Te contaré todo lo que quieras -dijo ella-. Pero no me toques.
El hombre vaciló y la soltó. Ella lo miró con toda tranquilidad.
-¿Qué pasa?
La mirada de la muchacha saltó de la cara a las heridas casi cicatrizadas. El esbozo de sonrisa le torció una comisura de la boca.
Los ojos del hombre eran rendijas.
-Tengo que saber esto: ¿por qué hiciste todas aquellas... exquisiteces, aquella comida, aquel veneno... exclusivamente para mí? Me podrías haber tenido por menos.
La muchacha sonrió.
-Cuando hay luna llena... y no está el escudero.
-¡Mientes!
-¡Te olvidas! -dijo ella de repente. Después, con una sonrisa, agregó-: Es la verdad.
-He oído decir...
-¿De veras? Dime, ¿cuántos amigos tuyos se enteraron de tu humillante aventura?
El hombre bajó la cabeza. La muchacha asintió.
-¿Ves? Se van hasta que terminan de curarse; después vuelven y no cuentan nada. Nunca lo harán.
-Eres un demonio... ¿Por qué lo haces? ¿Por qué?
-Ya te lo expliqué -dijo ella descaradamente-. Soy una mujer, y a mi manera actúo como una mujer. Pero ningún hombre me tocará jamás. Soy virgen y lo seré siempre..
-¿Eres qué? -rugió el hombre.
La muchacha alzó un delicado guante, como un escudo.
-Por favor -dijo, ofendida.
-Escucha -dijo él, sin levantar la voz, pero con tanta intensidad que por una vez ella dio un paso atrás. El hombre cerró los ojos, tratando de pensar-. Me hablaste... de la fuente, la fuente del unicornio, y de una canción. «El sedoso y veloz, el gloriosamente bello...» ¿Te acuerdas? Y entonces... ¡Me aseguré de que jamás atraparías un unicornio!
La muchacha movió la cabeza y lo miró con total ingenuidad.
-Me gusta eso, «El sedoso y veloz». Bonito. Pero créeme... ¡no! Eso no es mío.
Él le acercó la cara y aunque sus palabras fueron un susurro salieron como balas.
-¡Mentirosa! ¡Mentirosa! No lo puedo olvidar. Estaba enfermo, estaba herido, estaba envenenado, ¡pero sé lo que hice!
Dio media vuelta y se alejó.
La muchacha apoyó el pulgar del guante en los dientes superiores durante un segundo y después echó a correr detrás del hombre.
-¡Del!
El hombre se detuvo pero, groseramente, no se dio la vuelta. Ella se adelantó y lo enfrentó.
-No dejaré que creas eso de mí. Es lo único que me queda -dijo con voz trémula.
El hombre ni siquiera intentó ocultar su sorpresa. La muchacha controló su expresión con visible esfuerzo.
-Por favor -dijo-. Cuéntame algo más... de la fuente, de la canción, de lo que sea.
-¿No te acuerdas?
-¡No lo ! -replicó ella. Estaba muy agitada.
-Me hablaste de la fuente de un unicornio en las Ciénagas -explicó él con falsa paciencia-. Dijiste que lo habías visto beber allí. Compusiste una canción sobre eso. Y entonces yo...
-¿Dónde? ¿Dónde fue?
-¿Tan pronto te olvidas?
-¿Dónde? ¿Dónde ocurrió?
-En el prado, del otro lado del camino frente a la puerta de tu casa, adonde me seguiste -dijo el hombre-. Donde recuperé la vista cuando salió el sol.
La muchacha lo miró sin comprender, y poco a poco su expresión fue cambiando. Primero la sonrisa aprisionada que trataba de liberarse y entonces... volvió a ser ella misma, y se echó a reír. Se rió a carcajadas con la misma risa que tanto lo había atormentado, y no paró hasta que él se puso una mano detrás de la espalda y después la otra, y ella vio que aquellos hombros se hinchaban a causa del esfuerzo que el hombre hacía para contenerse y no golpearla en la cabeza.
-¡Animal! -dijo ella, de buen humor-. ¿Sabes lo que hiciste? Oh, tú... ¡qué animal! -Miró alrededor para cerciorarse de que no había nadie escuchando-. Te dejé al pie de los escalones de la terraza.-Le brillaban los ojos-. Por el lado de adentro de la verja, ¿entiendes? Y tú...
-No te rías -dijo él sin levantar la voz. La muchacha no se rió.
-La que estaba afuera era otra persona. No sé quién. Pero no era yo.
El hombre palideció.
-Me seguiste fuera de la casa.
-No, no lo hice -replicó ella, muy seria. Y contuvo otra carcajada.
-Eso no puede ser -dijo el hombre-. Yo no podría...
-¡Pero estabas ciego, ciego y loco, mi adorado Del!
-Hija de escudero, ten cuidado -dijo el hombre entre dientes. Entonces se pasó la enorme mano por el pelo-. No puede ser. Han pasado tres semanas; se me habría acusado...
-Algunas no lo harían -dijo ella con una sonrisa-. O quizá lo haga, con el tiempo.
-Nunca hubo una mujer tan repugnante -dijo él sin alterarse, mirándola a la cara-. Mientes, y lo sabes.
-¿Qué debo hacer para demostrarlo, exceptuando aquello que no haré con ningún hombre?
Los labios del hombre dibujaron una mueca de desprecio.
-Atrapa el unicornio -dijo.
-Si lo hiciera, ¿creerías que soy virgen?
-No tendría más remedio -admitió Del. Dio media vuelta-. Pero... ¿? -dijo por encima del hombro.
La muchacha lo miró pensativa hasta que él salió del mercado. Le brillaban los ojos. Fue rápidamente a ver al orfebre y le encargó una brida de oro tejido.
Si la fuente del unicornio estaba allí cerca, en las Ciénagas, pensó Rita, alguien que estuviese familiarizado con aquel páramo salobre tenía que conocerla-. Y cuando hizo una lista mental de los pocos que viajaban a las Ciénagas, supo a quién preguntar. Con eso, la otra deducción fue fácil. Su risa atrajo varias miradas mientras andaba por el mercado.
Al llegar al puesto de la verdura se detuvo. La muchacha, pacientemente, levantó la mirada.
Rita hacía oscilar un costoso guante contra la otra muñeca, esbozando una sonrisa.
-Así que eres tú. -Estudió la cara feúcha, introspectiva, tranquila, hasta que Barbara tuvo que apartar la mirada-. Quiero que me muestres la fuente del unicornio dentro de dos semanas -dijo Rita sin más preámbulo.
Barbara volvió a mirar y esta vez fue Rita quien bajó la mirada.
-Por supuesto, puedo hacer que la busque algún otro. Si tú prefieres no hacerlo -dijo Rita. Habló con mucha claridad, y la gente se volvió para escuchar. Miraron a Barbara y a Rita, una y otra vez, y esperaron.
-No tengo inconveniente -dijo Barbara con voz apenas audible.
En cuanto Rita se fue, sonriendo, recogió sus cosas y se marchó en silencio a su casa.

El orfebre, por supuesto, no ocultó un pedido tan extraordinario; y eso, y los chismosos que habían oído a Rita hablando con Barbara, hizo que la expedición se convirtiese en una cabalgata. Todo el pueblo salió a ver; los niños se contenían con firmeza para que Rita abriese la marcha; se alineaban detrás de ella (algunos menos despreocupados de lo que podrían ser) y otros ahogaban la risita con la mano. Detrás de ellos las niñas, una o dos un poco pálidas, otras ansiosas como gatas por ver cómo fracasaba la hija del escudero, y quizá hasta... pero sólo ella tenía la brida de oro.
La llevaba con naturalidad, pero la naturalidad no podía ocultarla, pues no estaba envuelta y oscilaba y brillaba al sol. Rita tenía puesta una túnica blanca, larga y suelta, un poco recortada para poder andar por el agreste cenagal; llevaba un cinturón de oro y pequeñas sandalias de oro, y una cadena de oro le ceñía la cabeza y el pelo como una corona.
Barbara caminaba en silencio unos pasos detrás de Rita, sumida en sus propios pensamientos. En ningún momento miró a Del, que avanzaba sombríamente solo.
Rita se detuvo un momento y dejó que Barbara la alcanzase, y después caminó a su lado.
-Oye -dijo sin levantar la voz-, ¿por qué viniste? No era necesario que estuvieras.
-Soy su amiga -dijo Barbara. Tocó rápidamente la brida con el dedo-. El unicornio.
-Ah -dijo Rita-. El unicornio. -Miró maliciosamente a la otra muchacha-. No traicionarías a tus amigos, ¿verdad?
Barbara la miró pensativa, sin ira.
-Si... cuando atrapes el unicornio -dijo con prudencia-, ¿qué harás con él?
-¡Qué pregunta increíble! ¡Me lo llevaré, por supuesto!
-Pensé que podría convencerte de que lo dejaras en libertad.
Rita sonrió y colgó la brida del otro brazo.
-No podrías hacer eso nunca.
-Ya lo sé -dijo Barbara-. Pero pensé que podía probar, por eso vine.
Y antes de que Rita tuviera tiempo de contestar, volvió a quedarse detrás.
La última loma, la que daba sobre la fuente del unicornio, fue testigo de una serie de ahogados gritos de asombro a medida que las filas de habitantes del pueblo llegaban a la cima y, uno tras otro, veían lo que había allá abajo; aquello era hermoso de verdad.
Para sorpresa general, fue Del quien gritó, usando aquella potente voz:
-¡Que todo el mundo espere aquí!
Y todo el mundo esperó; la cima de la loma se fue llenando poco a poco, de lado a lado, con gente que murmuraba y estiraba el cuello. Y entonces Del bajó saltando detrás de Rita y Barbara.
-Yo me quedo aquí -dijo Barbara.
-Un momento -dijo Rita con tono imperioso. Encarando a Del, preguntó-: ¿Y tú a qué vienes?
-A ver si hay juego limpio -gruñó Del-. Por lo poco que sé de brujería esto no me gusta nada.
-Muy bien -dijo Rita con calma, y esbozó aquella sonrisa tan suya-. Ya que insistes, también me gustaría contar con la compañía de Barbara.
Barbara vaciló.
-Vamos, no te va a hacer daño -dijo Rita-. Ni siquiera sabe que existes.
-Oh -dijo Barbara, sorprendida.
-Yo sí -dijo Del con tono brusco-. Tiene el puesto de verdura.
Rita miró a Barbara sonriendo, con los ojos llenos de brillantes secretos. Barbara no dijo nada, pero fue con ellos.
-Tendrías que regresar -le dijo Rita a Del con voz suave, cuando tuvo la oportunidad-. ¿O quieres seguir humillándote?
Del no respondió.
-¡Qué animal más tozudo! -dijo Rita-. ¿Crees que habría llegado tan lejos si no estuviera segura?
-Sí -dijo Del-. Creo que eres capaz de hacerlo.
Llegaron al musgo azul. Rita lo removió con los pies y después, con gracia, lo pisó hundiéndose en él. Barbara se quedó sola bajo la sombra de los sauces. Del golpeó con suavidad un álamo con el puño. Rita, sonriendo, preparó la brida para arrojarla, y se la puso sobre el regazo.
Los conejos se mantenían ocultos. En el bosquecillo había una sensación de desasosiego. Barbara se arrodilló y alargó la mano. Una ardilla corrió a acurrucarse contra ella.
Esa vez hubo una diferencia. Esa vez no fue el paulatino silencio de las cosas vivas que advertían de su llegada, sino un repentino murmullo de la gente que estaba en la loma.
Rita recogió las piernas debajo del cuerpo como una velocista, y preparó la brida. Tenía los ojos redondos y brillantes, y entre los dientes blancos le asomaba la punta de la lengua. Barbara era una estatua. Del apoyó la espalda contra un árbol y se quedó tan inmóvil como Barbara.
Entonces, de lo alto de la loma, llegó el sonido de una sola inhalación, y el silencio. Uno sabía, sin mirar, que unos miraban boquiabiertos, y que otros escondían la cara o se tapaban los ojos con el brazo.
Llegó.
Llegó despacio esta vez, midiendo los pasos como si las patas fueran agujas de bordar. Llevaba erguida la espléndida cabeza. Contempló con gravedad el árbol de la orilla y después se volvió para mirar la loma un instante. Finalmente dio media vuelta y bordeó la fuente que había junto a los sauces. Al llegar al musgo azul se detuvo y miró el agua. Pareció que aspiraba hondo, una vez. Entonces inclinó la cabeza y bebió, y la levantó para sacudirse las brillantes gotas.
Se volvió hacia los tres seres humanos embelesados y los fue mirando uno a uno. Y al final no fue hacia Rita, ni hacia Barbara. Fue hacia Del, y así como había bebido de la fuente, profundamente y tomándose su tiempo, bebió de los ojos de Del. La belleza y la sabiduría estaban allí, y la compasión, y lo que parecía ser un blanco y brillante punto de ira. Del supo entonces que la criatura había leído todo, y que los conocía a los tres de maneras que los seres humanos no conocían.
Hubo una tristeza majestuosa en la manera en que se volvió y agachó la luminosa cabeza y avanzó delicadamente hacia Rita. La muchacha suspiró y levantó un poco el cuerpo, alzando la brida. El unicornio bajó el cuerno para recibirla...
... y sacudió la cabeza, arrancó la brida de las manos a la muchacha y la arrojó al aire. La brida de oro giró allá arriba, al sol, y cayó dentro de la fuente.
Y en el instante en que tocó el agua, la fuente se transformó en una ciénaga y los pájaros salieron llorando de los árboles. El unicornio los miró y se sacudió. Después trotó hasta donde estaba Barbara y se arrodilló y le puso la cabeza suave e inmaculada en el regazo.
Las manos de Barbara siguieron en el suelo, a los lados. Su mirada recorría aquella cálida belleza blanca, subiendo hasta la punta del cuerno de oro y volviendo a bajar.
El grito fue aterrador. Las manos de Rita se alzaron como garras, y se había mordido la lengua; tenía sangre en la boca. Volvió a gritar. Desde el musgo ahora marchito se lanzó hacia el unicornio y Barbara.
-¡Ella no puede ser! -chilló Rita. Chocó contra la ancha mano derecha de Del-. Te aseguro que hay un error, ella, tú, yo...
-Estoy satisfecho -dijo Del con voz gutural-. No te acerques, hija de escudero.
Rita retrocedió, e hizo como si tratara de dar la vuelta alrededor. Del se adelantó un paso. Rita hundió la barbilla en un hombro y después en el otro, en un gesto de pura frustración; después, de repente, giró y echó a correr hacia la loma.
-Es mío, es mío -gritó-. Os digo que no puede ser de ella, ¿no entendéis? -chilló-. Yo nunca, jamás, pero ella, ella...
Aminoró la marcha y se detuvo, y calló al oír el sonido que aumentaba en la loma. Aquello empezó como el primer tamborileo de la lluvia en las hojas de los robles, y creció hasta que fue un estruendo y después un rugido. Se quedó mirando hacia arriba, haciendo muecas, bañada por el sonido. Retrocedió.
Era risa.
Miró una vez hacia atrás, mientras se le formaba una súplica en el rostro. Del la contempló con frialdad. Rita se volvió entonces hacia la loma, enderezó el cuerpo y echó a andar cuesta arriba, para meterse en la risa y atravesarla, para que la siguiera todo el camino de vuelta a casa y todos los días de su vida. Del miró a Barbara en el momento en que se inclinaba sobre la hermosa cabeza.
-Sedoso y veloz... quedas en libertad -dijo ella.
El unicornio levantó la cabeza y miró a Del. Del se quedó boquiabierto. Dio un torpe paso adelante, volvió a detenerse.
!
El rostro de Barbara estaba húmedo.
-No tenías que haberte enterado -dijo ella con un nudo en la garganta-. No tenías que haberte enterado jamás... Me alegró mucho que estuvieses ciego, porque pensé que nunca te enterarías.
Del se arrodilló junto a ella. Y mientras lo hacía, el unicornio tocó la cara de la muchacha con su sedosa nariz, y toda la belleza reprimida de la muchacha salió a raudales. El unicornio se levantó y soltó un suave relincho. Del miró a Barbara, y sólo el unicornio era más hermoso. Alargó la mano y tocó aquel brillante pescuezo, y por un momento sintió la increíble seda de la crin entre los dedos. Entonces el unicornio se irguió en dos patas, giró y de un gran salto atravesó la ciénaga, y en dos más llegó a la cima de la otra loma. Allí se detuvo un instante, bañado por el sol, y después desapareció.
-Por nosotros -dijo Barbara- perdió esta fuente, esta maravillosa fuente.
-Encontrará otra -dijo Del-. Tiene que encontrarla. -Con dificultad, agregó-: No se lo podía... castigar... por ser tan gloriosamente bello.

-Duerme -dijo el monstruo.
Habló con el oído, moviendo unos labios diminutos dentro de los pliegues de carne porque tenía la boca llena de sangre.
-Ahora no quiero dormir. Tengo un sueño -dijo Jeremy-. Cuando duermo se me van todos los sueños. O no son sueños de verdad. Ahora tengo un sueño de verdad.
-¿Qué sueñas ahora? -preguntó el monstruo.
-Sueño que soy un hombre mayor...
-De dos metros diez y muy gordo -dijo el monstruo.
-Qué tonto eres -dijo Jeremy-. Yo mediré un metro sesenta y seis. Seré calvo y usaré gafas como pequeños ceniceros. Daré conferencias a los jóvenes sobre el destino humano y la metempsícosis de Platón.
-¿Qué es una metempsícosis? -preguntó el monstruo, hambriento.
Jeremy tenía cuatro años y podía permitirse el lujo de ser paciente.
-Una metempsícosis es algo que pasa cuando una persona se muda de una casa a otra.
-¿Como cuando nuestro padre vino a vivir aquí desde la calle Monroe?
-Algo parecido. Pero no me refiero a aquel tipo de casa, con tejas y cloacas y cosas. por el estilo. Me refiero a este tipo de casa -explicó, y se golpeó el pecho.
-Ah -dijo el monstruo, subiendo y agazapándose sobre la garganta de Jeremy, con más aspecto de osito de felpa que nunca-. ¿Ahora? -pidió.
No era muy pesado.
-Ahora no -dijo Jeremy, enfurruñado-. Me dará sueño. Quiero mirar un poco más la escena del sueño. Hay una chica que no escucha mi conferencia. Piensa en su cabello.
-¿Y qué pasa con su cabello? -preguntó el monstruo.
-Es castaño -dijo Jeremy-. Y tiene brillo. Le gustaría tener rizos de oro.
-¿Por qué?
-A alguien llamado Bert le gustan los rizos de oro.
-Entonces qué esperas. Hazle rizos de oro.
-¡No puedo! ¿Qué dirían los demás jóvenes?
-Eso ¿tiene alguna importancia?
-No, tal vez. ¿Podría hacerle rizos de oro?
-¿Quién es ella? -quiso saber el monstruo.
-Es una chica que nacerá aquí dentro de unos veinte años -dijo Jeremy.
El monstruo se le acomodó mejor en el cuello.
-Si va a nacer aquí, claro que le puedes cambiar el cabello. Hazlo de una vez y duérmete.
Jeremy rió de alegría.
-¿Qué pasó? -preguntó el monstruo.
-Lo cambié -dijo Jeremy-. La chica que estaba detrás de ella chilló como un ratón con una pata atrapada. Después pegó un salto. Es una sala de conferencias grande, con pasillos laterales muy empinados. Resbaló en un escalón.
El niño se echó a reír de felicidad.
-¿Qué pasa ahora?
-Se rompió la crisma. Está muerta.
El monstruo soltó una risita.
-Es un sueño muy divertido. Ahora cámbiale otra vez el cabello a la chica, y pónselo como antes. ¿Aparte de ti alguien vio el cambio?
-Nadie más lo vio -dijo Jeremy-. ¡Mira! Ya cambió. Ni siquiera se enteró de que por un instante tuvo rizos de oro.
-Muy bien. ¿Con eso acaba el sueño?
-Supongo que sí -dijo Jeremy con pesar-. De todos modos acaba la conferencia. Todos los jóvenes rodean a la chica del cuello roto. Todos los jóvenes tienen. sudor debajo de la nariz. Todas las chicas tratan de meterse el puño en la boca. Puedes seguir con lo tuyo.

El monstruo hizo un ruido de felicidad y apretó con fuerza la boca contra el cuello de Jeremy. Jeremy cerró los ojos.
Se abrió la puerta.
Jeremy, querido -dijo su madre. Tenía cara blanda, cansada, y ojos sonrientes-. Oí que te reías.
Jeremy abrió despacio los ojos. Sus pestañas eran tan largas que cuando le levantaban parecían generar una diminuta ola de viento, como ventiladores diminutos. Sonrió, y tres de sus dientes asomaron y sonrieron también.
-Mamá, le conté una historia a Osito, y le gustó -dijo medio dormido.
-Muy bien, querido -murmuró su madre, acercándose y acomodándole la manta alrededor de la barbilla. Jeremy sacó una mano y apretó el monstruo contra el cuello.
-¿Osito duerme? -preguntó su madre con voz suave.
-No -dijo Jeremy-. Está muerto de hambre.
-¿Por qué?
-Cuando yo como se me va el hambre. Osito es diferente.
La madre lo miró con tanto amor que no pudo... no pudo pensar.
-Eres un niño extraño -susurró-, y tienes las mejillas más rosadas del mundo.
-Sí, claro -dijo el niño.
-¡Qué risa más divertida! -dijo la madre, palideciendo.
-No fui yo. Fue Osito. Le resultas rara.
Mamá se quedó encima de la cuna, mirándolo. Era como si lo mirara el entrecejo y los ojos miraran un poco más allá. Finalmente la mujer se humedeció los labios y le palmeó la cabeza.
-Buenas noches, bebé.
-Buenas noches, mamá.
El niño cerró los ojos. Mamá salió de la habitación de puntillas. El monstruo no dejó de hacer lo que estaba haciendo.

Era la hora de la siesta del día siguiente, y por centésima vez la madre lo había besado y había dicho:
-¡Eres tan bueno para la siesta, Jeremy!
Claro que lo era. Cuando llegaba la hora de la siesta, como cuando llegaba la hora de dormir, siempre se iba directamente a la cama. Mamá, por supuesto, no sabía por qué. Quizá tampoco lo supiese Jeremy. Osito lo sabía.
Jeremy abrió el arcón de los juguetes y sacó a Osito.
-Apuesto a que tienes hambre -dijo.
-Sí. Date prisa.
Jeremy trepó a la cuna y abrazó con fuerza el osito de felpa.
-Sigo pensando en aquella chica -dijo. -¿Qué chica?
-Aquella a la que le cambié el color del cabello.
-Quizá porque fue la primera vez que cambiaste a una persona.
-¡No fue la primera vez! ¿Qué me dices del hombre que cayó en el agujero del metro?
-Moviste aquel sombrero. El que se le cayó. Se lo moviste debajo de los pies para que pisara el borde con un pie y enredara el otro en la copa y se cayera.
-Bueno, ¿y la niña que arrojé al pasar el camión?
-No la tocaste -dijo el monstruo con ecuanimidad-. Andaba en patines sobre ruedas. Rompiste algo en una rueda para que dejase de girar. Así que se cayó delante del camión.
Jeremy se quedó pensando.
-¿Por qué no toqué nunca a nadie?
-No lo sé -dijo Osito-. Supongo que estará relacionado con que hayas nacido en esta casa.
-Supongo que sí -dijo Jeremy sin convicción.
-Tengo hambre -dijo el monstruo, instalándose en el estómago de Jeremy mientras el niño se acostaba boca arriba.
-Bueno, está bien -dijo Jeremy-. ¿La siguiente conferencia?
-Sí -dijo Osito, impaciente-. Ahora sueña intensamente. Con las cosas que dices en las conferencias. Eso es lo que quiero. Olvídate de la gente que está allí. La gente que está allí no importa. Tampoco importa tu conferencia. Importa lo que dices.

La extraña sangre empezó a correr mientras Jeremy se relajaba. Miró el techo, encontró la delgada grieta que siempre miraba mientras soñaba de verdad y empezó a hablar.
-Allí estoy. Allí está la sala, sí, y la... sí, todo está allí, otra vez. Está la chica. La que tiene cabello castaño y brillante. El asiento que hay detrás está vacío. Esto debe de ser después que la otra chica se rompió el pescuezo.
-No importa -dijo el monstruo, impaciente-. ¿Qué dices tú?
-Yo. Jeremy se quedó en silencio. Finalmente Osito lo presionó-. Oh. Es sobre el desafortunado acontecimiento de ayer, pero como ocurre con el espectáculo, los estudios deben seguir.
-Pues sigue -jadeó el monstruo.
-De acuerdo, de acuerdo -dijo Jeremy con impaciencia-. Empezamos. Llegamos ahora a los gimnosofistas, cuya escuela ascética no ha tenido parangón en cuanto a extremismo. Esos extraños aristócratas creían que la ropa e incluso la comida perjudicaban la pureza de pensamiento. Los griegos también los llamaban Hylobioi, término que nuestros estudiantes más eruditos reconocerán como análogo del sánscrito Vana-Prasthas. Es evidente que tuvieron una profunda influencia sobre Diógenes Laercio, el fundador elíseo del escepticismo puro...
Y siguió con su discurso. Tenía a Osito agazapado contra el cuerpo, haciendo pequeños movimientos masticatorios con las suaves orejas; y a veces, estimuladas por algún valioso dato esotérico, las orejas se babeaban.
Después de casi una hora, la suave voz de Jeremy se fue apagando y finalmente calló. Osito, irritado, se movió un poco.
-¿Qué pasa?
-Esa chica -dijo Jeremy-. Sigo mirando esa chica mientras hablo.
-Bueno, deja de hacerlo. No he terminado.
-No queda nada que decir, Osito. Miro y miro a esa chica hasta que ya no puedo seguir con la charla. Ahora estoy diciendo lo de las páginas del libro y dando la tarea. La clase ha terminado.
La boca de Osito casi estaba llena de sangre. Suspiró por las orejas.
-No fue mucho. Pero si es todo, qué le vamos a hacer. Si quieres, ahora puedes dormir.
-Quiero mirar un rato.
El monstruo infló las mejillas. Dentro no tenía mucha presión.
-Adelante.
Se apartó del cuerpo de Jeremy y se acurrucó formando un enfurruñado ovillo.
La extraña sangre se movía sin parar por el cerebro de Jeremy. Con ojos abiertos y fijos miró cómo sería, un delgado y calvo profesor de filosofía.

Estaba sentado en la sala, mirando cómo los estudiantes subían tropezando por los empinados pasillos, pensando en la extraña compulsión que lo llevaba a mirar a aquella chica, la señorita... la señorita... ¿la señorita qué?
Ah.
-¡Señorita Patchell!
Miró, asombrado de lo que acababa de hacer. Por cierto que no había querido llamarla. Se apretó las manos con fuerza, recuperando la seca rigidez que en él era lo que más se acercaba a la dignidad.
La chica bajó despacio por los escalones, mirando asombrada con aquellos ojos separados. Llevaba unos libros bajo el brazo y le brillaba el pelo.
-¿Sí, profesor?
-Sé... -Se interrumpió y se aclaró la voz-. Sé que hoy es la última clase, y que sin duda se irá a encontrar con alguien. No la retendré mucho tiempo... y si lo hago -agregó, asombrándose de nuevo-, podrá ver a Bert mañana.
-¿Bert? ¡Oh! -En la cara de la chica apareció un agradable rubor-. No sabía que usted supiese... ¿Cómo pudo enterarse?
Él se encogió de hombros.
-Señorita Patchell -dijo-. Espero que disculpe usted las divagaciones de un viejo, quiero decir de un hombre maduro. Hay algo que le concierne y que...
-¿Sí?
En los ojos de la chica había cautela, y una pizca de miedo. Echó una ojeada hacia atrás, a la sala ahora vacía.

Golpeó bruscamente la mesa.
-No permitiré que esto siga un minuto más sin enterarme. Señorita Patchell, usted empieza a temerme, y se equivoca.
-Creo que debo... -dijo ella con timidez, y empezó a retroceder.
-¡Siéntese! -rugió él.
Era la primera vez en toda su vida que rugía a alguien, y la impresión de la chica no fue mayor que la suya. Ella se hundió en el asiento de la fila delantera, y pareció mucho más pequeña de lo que era, menos los ojos, que eran mucho más grandes.
El profesor movió la cabeza con irritación. Se levantó, bajó del estrado, caminó hacia ella y se sentó en el asiento de al lado.
-Ahora calle y  preste atención. -En los labios del profesor se movió la sombra de una sonrisa-. La verdad es que no sé lo que voy a decir. Escuche y sea paciente. No hay nada más importante.
El profesor se quedó un rato pensando, siguiendo mentalmente unas vagas imágenes. Oía o era consciente del acelerado ritmo, ahora un poco más tranquilo, de aquel corazón asustado.
-Señorita Patchell -dijo con voz suave, volviéndose hacia ella-. En ningún momento consulté sus antecedentes. Hasta... digamos... ayer, usted era un rostro cualquiera dentro de la clase, otra fuente de pruebas para corregir. No he consultado el archivo de la secretaria en busca de información. Y, por lo que sé casi con certeza, ésta es la primera vez que hablo con usted.
-Es cierto, señor -dijo la chica con suavidad.
-Muy bien. -El profesor se humedeció los labios-. Usted tiene veintitrés años. La casa donde nació tenía dos pisos y era bastante vieja, con una ventana emplomada en saliente en la curva de las escaleras. El pequeño dormitorio, o habitación de los niños, estaba exactamente sobre la cocina. Cuando la casa estaba en silencio se oía allí debajo el ruido de los platos. La dirección era calle Bucyrus número 191.
-¡Pero... sí! ¿Cómo lo sabía?
El profesor se llevó las manos a la cabeza.
-No lo sé. No lo sé. Yo también viví en esa casa de niño. No sé por qué sé que también usted vivió allí. Hay cosas que... -Se dio un golpe con los nudillos en la cabeza-.

Pensé que usted podría ayudarme. La chica lo miró. Era un hombre pequeño, brillante, cansado, que envejecía rápidamente. Le apoyó una mano en el brazo.
-Ojalá pueda -dijo en tono afectuoso-. Ojalá pueda.
-Gracias, niña.
-Quizá si me contara algo más...
-Quizá. Algunas cosas son... feas. Todo está lejos, envuelto en una nebulosa, y apenas lo recuerdo. Sin embargo...
-Continúe, por favor.
-Recuerdo -dijo el profesor, y su voz era casi un susurro- cosas que ocurrieron hace mucho tiempo, y cosas recientes que recuerdo... dos veces. Un recuerdo es claro y nítido, y el otro es viejo y borroso.
Y de la misma manera borrosa recuerdo lo que sucede ahora mismo... ¡y lo que sucederá!
-No entiendo.
-Aquella chica. La señorita Symes. Murió aquí ayer.
-Estaba sentada detrás -dijo la señorita Patchell.
-¡Lo sé! Sabía lo que le iba a pasar. Lo sabía vagamente, como si fuera un recuerdo antiguo. A eso me refiero. No sé qué podría haber hecho para evitarlo. Supongo que nada. Pero en el fondo tengo la sensación de que fue culpa mía, que resbaló y cayó por culpa de algo que hice yo.
-¡Oh, no!
El profesor tocó el brazo de la chica con muda gratitud por la comprensión que notaba en el tono de su voz, e hizo una mueca triste.
-No fue la primera vez -dijo-. Ocurrió muchas, muchas veces. De niño, de joven, estuve plagado de accidentes. Llevaba una vida tranquila. No era muy fuerte, y siempre me interesaron más los libros que el béisbol. Pero fui testigo de más de una docena de muertes violentas e inútiles: accidentes de tránsito, . ahogados, caídas y uno o dos... -Le tembló la voz-. ...que no mencionaré. Y hubo innumerables accidentes menores: huesos rotos, mutilaciones, puñaladas... y cada vez, de alguna manera, yo tenía la culpa, como en el caso de ayer... y yo... yo...
-No -susurró la muchacha-. No, por favor. Usted no estaba ni siquiera cerca cuando cayó Elaine Symes.
-¡No estaba cerca de ninguna de las víctimas! Eso no importaba. Jamás me liberé del peso de la culpa. Señorita Patchell...
-Catherine.
-Catherine. ¡Muchas gracias! Hay personas a las que los actuarios de seguros llaman «propensas a los accidentes». La mayoría sufren accidentes por propia negligencia, o por alguna anomalía psíquica que los lleva a desafiar el mundo, o a exigir atención haciéndose daño. Pero algunos lo único que hacen es estar presentes cuando ocurre un accidente, sin verse involucrados: son catalizadores de la muerte, si me permite una frase tan ampulosa. Aparentemente yo pertenezco a ese grupo.
-Entonces... ¿por qué siente culpa?
-Fue... -De repente se interrumpió y la miró. La muchacha tenía una cara dulce, y ojos llenos de compasión. El profesor se encogió de hombros-. Ya he dicho muchas cosas -admitió-. Que agregue otra ya no parecerá más fantástico, y no me perjudicará más.
-Nada que me cuente a mí lo perjudicará -dijo la muchacha con un destello de firmeza.
El profesor le dio esta vez las gracias con una sonrisa, se serenó y dijo:
-Esos horrores, las mutilaciones, las muertes, hace mucho tiempo resultaban divertidas. En esa época habré sido niño, bebé. Entonces algo me enseñó que había que fomentar y disfrutar la agonía y la muerte de los demás. Recuerdo... casi recuerdo cuando se acabó todo eso. Había un... un juguete... un...

Jeremy parpadeó. Había estado mirando tanto tiempo la grieta en el techo que le dolían los ojos. -¿Qué haces? -preguntó el monstruo.
-Tengo un sueño verdadero -dijo Jeremy-. Soy mayor y estoy sentado en la enorme sala de conferencias, hablando con la chica del cabello castaño que brilla. Se llama Catherine.
-¿De qué estás hablando?
-Ah, de todos los sueños divertidos. Sólo... -¿Y bien?
-No son tan divertidos.
El monstruo se le abalanzó sobre el pecho. -Es hora de dormir. Y quiero que...
-No -dijo Jeremy. Se llevó una mano a la garganta-. Basta por ahora. Espera a que vea un poco más este sueño.
-¿Qué quieres ver?
-Ah, no lo sé. Hay algo...
-Divirtámonos un poco -dijo el monstruo-. Ésa es la chica que puedes cambiar, ¿verdad?
-Sí.
-Pues adelante. Dale una trompa de elefante. Haz que le crezca la barba. Tápale las ventanas de la nariz. Adelante. Puedes hacer cualquier cosa.
Jeremy esbozó una sonrisa. -No quiero.
-Vamos, hazlo. Verás qué divertido...

-Un juguete -dijo el profesor-. Pero más que un juguete. Creo que hablaba. ¡Ojalá pudiera recordar con mayor claridad!
-No se esfuerce tanto. Ya le vendrá a la memoria -dijo la muchacha. Siguiendo un impulso, lo agarró de la mano-. Cuénteme.
-Era una cosa -dijo el profesor, con voz entrecortada-, una cosa... blanda y no muy grande. No recuerdo...
-¿Era lisa?
-No. Peluda... velluda. ¡Velluda! Empiezo a recordar. Espere... Una cosa parecida a un osito de felpa. Hablaba. Y ¡sí, claro! ¡Claro que estaba viva!
-Entonces era un animal doméstico. No un juguete.
-Ah, no -dijo el profesor, estremeciéndose-. No hay duda de que era un juguete. Al menos eso era lo que pensaba mi madre. Me hacía... tener sueños verdaderos.
-¿Como Peter Ibbetson, dice usted?
-No, no. No ese tipo de sueños. -El profesor se echó hacia atrás y puso los ojos en blanco-. Solía verme como sería más adelante, cuando fuese una persona mayor. Y antes. Ah. Ah, creo que fue entonces... ¡Sí! Debe de haber sido entonces cuando empecé a ver todos esos terribles accidentes. ¡Sí! ¡Sí, fue entonces!
-Tranquilícese -dijo Catherine-. Cuéntemelo con calma.
El profesor se relajó.
-Osito. El demonio, el monstruo. Sé lo que hacía ese demonio. No sé cómo, me hacía ver cómo sería yo de grande. Me hacía repetir lo que había aprendido. Y se alimentaba... ¡de los conocimientos! De veras; se alimentaba de los conocimientos. Tenía una extraña afinidad conmigo, con algo mío. Absorbía los conocimientos que yo transmitía. Y.. transformaba los conocimientos en sangre de la misma manera que una planta transforma la luz del sol y el agua en celulosa.
-No entiendo -dijo la muchacha.
-¿No? ¿Por qué habría de entenderlo? ¿Por qué habría de entenderlo yo? Pero sé que hacía eso. Me hacía... ¡la bestia me hacía soltar todas aquellas charlas cuando yo tenía cuatro años! Las palabras, el sentido, llegaban de la persona que soy ahora a la persona que era entonces. Y yo daba todo eso al monstruo, que devoraba ese conocimiento y lo sazonaba con cosas que me hacía hacer en los sueños verdaderos. Hacía, entre otras cosas absurdas, que yo obligara a un hombre a tropezar en un sombrero y caer en una excavación subterránea. Y cuando era adolescente estaba al borde de la excavación para ser testigo del accidente. ¡Y así sucedió con todos los demás! Antes de que sucediesen, recordaba a medias todas las cosas horribles que presencié. No hubo manera de impedirlas. ¿Qué voy a hacer?
Había lágrimas en los ojos de la muchacha.
-¿Y yo? -susurró, más quizá para distraerlo de aquella desesperación que por cualquier otro motivo.
-Usted. Hay algo que tiene que ver con usted, si puedo recordarlo. Algo relacionado con lo que le sucedió a... a aquel juguete, aquella bestia. Usted estaba en el mismo ambiente que yo y aquel demonio. De alguna manera, ante él usted es vulnerable y... Catherine, Catherine, creo que se le hizo algo a usted que...
Se interrumpió en la mitad de la frase. Abrió los ojos, aterrado. La chica seguía sentada a su lado, ayudándolo, compadeciéndolo, y su expresión no había cambiado. Pero sí todo lo demás.
La cara se le encogió y se le arrugó. Los ojos se le alargaron. Le crecieron las orejas hasta que fueron orejas de burro, orejas de conejo, largas y peludas patas de araña. Los dientes se le agrandaron transformándose en colmillos. Los brazos se le secaron, volviéndose pajitas articuladas, y el cuerpo le engordó.
Olía a carne podrida.
De los lustrados zapatos abiertos brotaban unas zarpas mugrientas. Había unas llagas muy vivas. Había... otras cosas. Y todo el tiempo, aquello le sostenía la mano y lo miraba con pena y simpatía.
El profesor...

Jeremy se levantó y arrojó el monstruo lo más lejos que pudo.
-¡No me parece divertido! -gritó-. ¡No es, no es, no es divertido!
El monstruo se levantó y lo miró con aquella expresión blanda, insulsa, de osito de felpa.
-No grites -dijo-. Ahora aplastémosla toda, dejémosla como un jabón húmedo. Y con avispas en el estómago. Y podemos ponerla...
Jeremy se tapó las orejas con las manos y cerró con fuerza los ojos. El monstruo seguía hablando. Jeremy se echó a llorar, saltó de la cuna y arrojó el monstruo al suelo y lo pateó. El monstruo soltó un gruñido.
-¡Qué divertido! -chilló el niño-. ¡Ja ja! -gritó mientras plantaba los dos pies sobre aquel estómago blando. Levantó aquella masa temblorosa y la arrojó al otro lado de la habitación. Chocó contra el reloj. El reloj y el monstruo se estrellaron juntos contra el suelo en una lluvia de cristal, metal y sangre. Jeremy lo pateó hasta transformarlo en una masa pastosa, irregular, mezclando la sangre de sus propios pies con la sangre del monstruo, la misma extraña sangre que el monstruo le había inyectado en el cuello...
Mamá casi se desmayó cuando llegó corriendo y lo vio. Gritó, pero Jeremy se echó a reír mientras gritaba. El médico le dio sedantes hasta que se durmió, y le curó los pies. Después de eso nunca fue demasiado fuerte. Lo salvaron para que viviera su vida y viera sus sueños verdaderos, unos sueños muy curiosos, y finalmente muriese en una sala de conferencias con los ojos dilatados por el horror mientras el horror le paralizaba el corazón y una aterrorizada joven salía corriendo, pidiendo ayuda a gritos.

La madre llevaba a Bianca cuando Ran la vio por primera vez. Bianca era rechoncha y pequeña, el cabello grasiento y dientes podridos. Tenía la boca torcida y babeaba. O era ciega o no le importaba chocar contra las cosas. En realidad no importaba, porque Blanca era imbécil. Sus manos...
Eran manos preciosas, manos elegantes, manos suaves y tersas y blancas como copos de nieve, manos cuyo color tenía un leve tinte rosado como el brillo de Marte en la Nieve. Descansaban juntas sobre el mostrador, mirando a Ran. Estaban allí medio cerradas y agazapadas, latiendo con un movimiento como el del jadeo de una criatura salvaje, y miraban. No observaban. Después lo observaron. Ahora miraban. No había duda, porque Ran sentía aquella mirada conjunta, y su corazón latió con fuerza.
La madre de Blanca exigió queso con voz chillona. Ran se lo llevó a su ritmo mientras ella lo reprendía. Era una mujer resentida, como tiene derecho a serlo cualquier mujer que no sea esposa de ningún hombre y madre de un monstruo. Ran le dio el queso y guardó el dinero y nunca se dio cuenta de que no era suficiente, a causa de las manos de Bianca. Cuando la madre de Bianca trató de agarrar una de ellas, la manó se escabulló alejándose del contacto no deseado. No se levantó del mostrador, sino que corrió sobre las puntas de los dedos hasta el borde y saltó a un pliegue del vestido de Bianca. La madre la agarró del dócil codo y la llevó afuera.
Ran se quedó allí junto al mostrador, inmóvil, pensando en las manos de Bianca. Ran era fuerte y bronceado y no muy listo. Nunca le habían enseñado nada sobre la belleza y lo extraño, pero no necesitaba ese tipo de enseñanza. Tenía hombros anchos y brazos pesados y gruesos, pero ojos grandes y suaves y pestañas gruesas. Ahora las pestañas eran como cortinas. Ahora, con ojos soñadores, estaba viendo de nuevo las manos de Bianca. Le costaba respirar...
Regresó Harding. Harding era el dueño de la tienda, un hombre grande cuyas facciones apenas podían separar las mejillas.
-Barre la tienda, Ran -dijo-. Hoy cerramos temprano.
Después se fue detrás del mostrador.
Ran buscó la escoba y se puso a barrer despacio.
-Vino una mujer a comprar queso -dijo de pronto-. Una mujer pobre, vestida con ropa muy vieja. Vino con una muchacha. No recuerdo qué aspecto tenía esa muchacha, sólo que... ¿quién era?
-Las vi salir -dijo Harding-. La mujer es la madre de Bianca, y la muchacha es Bianca. No sé el apellido. Casi no hablan con la gente. Ojalá no vinieran aquí. Date prisa, Ran.
Ran hizo todo lo necesario y guardó la escoba. Antes de irse, preguntó:
-¿Dónde viven, Bianca y su madre?
-Del otro lado. En una casa sin calle, lejos del pueblo. Buenas noches, Ran.

Ran fue directamente de la tienda al otro lado, sin esperar la cena. Encontró la casa con facilidad, pues sí estaba alejada de la calle, y se levantaba groseramente sola. Los vecinos habían aislado la casa rodeándola de campos sin cultivar.
-¿Qué quieres? -dijo con dureza la madre de Bianca al abrir la puerta.
-¿Puedo entrar?
-¿Qué quieres?
-¿Puedo entrar? -preguntó Ran de nuevo. La mujer hizo como si fuera a dar un portazo, pero se apartó-. Entra.
Ran entró y se quedó. inmóvil. La madre de Bianca atravesó la habitación y se sentó en la sombra, debajo de una vieja lámpara. Ran se sentó frente a ella, en un taburete de tres patas. Bianca no estaba en la habitación.
La mujer trató de hablar, pero la vergüenza le ahogó la voz. Se refugió en su amargura y no dijo nada. Siguió espiando a Ran, allí sentado con los brazos cruzados y la luz vacilante en los ojos. Sabía que ella hablaría pronto, y podía esperar.
-Bueno... -dijo la mujer, y después calló un rato, pero ya había perdonado esa intromisión. Entonces agregó-: Hacía mucho tiempo que no venía nadie a verme; mucho tiempo... Antes era diferente. Yo era una chica bonita...
Mordió las palabras y su cara salió de las sombras, arrugada y fofa mientras se inclinaba hacia adelante. Ran vio que estaba derrotada e intimidada y no quería que se rieran de ella.
-Sí -dijo él con voz suave.
La mujer suspiró y se reclinó en la silla, de manera que su cara volvió a desaparecer. Por el momento no dijo nada; se quedó allí sentada mirando a Ran, que le caía bien.
-Éramos felices, los dos -reflexionó-, hasta que vino Bianca. A él no le gustaba, pobre criatura, como no me gusta a mí ahora. Se fue. Yo me quedé con ella porque era su madre. Me iría, pero la gente me conoce, y no tengo un céntimo... Me obligarían a volver con ella, a cuidarla. Pero ahora no importa mucho, porque la gente me quiere tan poco como a ella...
Ran movió los pies, incómodo, porque la mujer estaba llorando.
-¿Tiene sitio para mí en esta casa? -preguntó.
La cabeza de la mujer salió a la luz.
-Le daré dinero todas las semanas -se apresuró a decir Ran-, y traeré mi propia cama y mis cosas.
Temía que la mujer no aceptase.
Ella volvió a fundirse con las sombras.
-Si quieres -dijo, temblando ante ese golpe de suerte-. Aunque no sé por qué... pero supongo que si tuviera algo que cocinar, y una buena razón para hacerlo, podría lograr que este sitio fuese acogedor. Pero... ¿por qué?
Se levantó. Ran atravesó la habitación y la empujó obligándola a sentarse de nuevo en la silla. La miró desde arriba.
-No quiero que me vuelva a preguntar eso -dijo, hablando muy despacio-. ¿Me oye?
La mujer tragó saliva y asintió con la cabeza.
-Volveré mañana con la cama y con las cosas -dijo Ran.
Dejó a la mujer debajo de la lámpara, parpadeando en la oscuridad, rumiando el sufrimiento y el asombro.
La gente hablaba.
La gente decía: «Ran se ha mudado a la casa de la madre de Bianca.» «Debe de ser porque...» «Ah -decían algunos-, Ran siempre fue un chico raro. Debe de ser porque... » « Oh, no -decían otros, consternados-. Ran es un chico tan bueno. No sería capaz de ... »
Se enteró Harding, que asustó a la mujer entrometida que se lo contó.
-Ran es muy callado, pero es honrado y hace su trabajo. Mientras venga aquí por la mañana y se gane su sueldo, puede hacer lo que quiera, donde quiera, y no tendré derecho a impedírselo.
Dijo eso con tanta vehemencia que la mujer no se atrevió a agregar nada.
Ran estaba muy feliz viviendo allí. Hablando poco, empezó a aprender cosas sobre las manos de Bianca.
Observaba cómo le daban de comer a Bianca. No lo hacían aquellas manos, pequeñas y encantadoras aristócratas. Eran hermosos parásitos que sacaban su vida animal de aquel cuerpo pesado y rechoncho que las transportaba, y no le daban nada a cambio. Se quedaban a los lados del plato, latiendo, mientras la madre de Bianca llevaba la comida a aquella apática y babeante boca. Aquellas manos se mostraban tímidas ante la hechizada mirada de Ran. Sorprendidas allí desnudas a la luz, sobre la mesa, se alejaban sigilosamente hasta el borde y desaparecían de la vista, dejando sólo cuatro yemas rosadas aferradas al mantel.
Nunca se levantaban de una superficie. Cuando Bianca caminaba, las manos no se le balanceaban libremente, sino que se le enroscaban en la tela del vestido. Y cuando se acercaba a una mesa o a la repisa de la chimenea y se detenía, trepaban con suavidad y saltaban, aterrizando juntas, en silencio, vigilantes, latiendo de aquella manera peculiar.
Se cuidaban mutuamente. No tocaban a la propia Bianca, pero una mano acicalaba a la otra. Era el único trabajo que estaban dispuestas a hacer.
Tres noches después de su llegada, Ran trató de agarrarle una mano. Bianca estaba sola en la habitación, y Ran se le acercó y se sentó a su lado. Ella no se movió, y sus manos tampoco. Descansaban sobre una mesa pequeña delante de ella, acicalándose. Entonces fue cuando realmente empezaron a observarlo. Lo sintió hasta el fondo del encantado corazón. Las manos seguían acariciándose una a la otra, pero sabían que él estaba allí, sabían de su deseo. Se estiraron delante de él de manera lánguida, pícara, y la sangre latió con ardiente fuerza dentro de Ran, que sin poder resistir alargó una mano y trató de agarrarlas. Era fuerte, y su acto fue repentino y torpe. Una de las manos pareció desaparecer, debido a la rapidez con que se dejó caer en el regazo de Bianca. Pero la otra...
Los gruesos dedos de Ran se cerraron sobre ella y la tomaron prisionera. La mano se retorció y casi estuvo a punto de liberarse. No sacaba fuerzas del brazo donde vivía, porque los brazos de Bianca eran flácidos y débiles. Su fuerza, como su belleza, era intrínseca, y sólo al cambiar la presión al hinchado antebrazo pudo Ran capturarla. Tan decidido estaba a tocarla, a retenerla, que no vio cómo la otra mano saltaba del regazo de la muchacha idiota y aterrizaba, agazapada, sobre el borde de la mesa. Se irguió, encrespando los dedos como una araña, y saltó y se le cerró sobre la muñeca. Apretó terriblemente, y Ran sintió cómo los huesos cedían y crujían. Con un grito, soltó el brazo de la muchacha. Las manos se juntaron y se exploraron, palpándose en busca de algún pequeño rasguño, algún diminuto daño que él hubiese podido hacerles movido por la pasión. Mientras estaba allí apretándose la muñeca, vio cómo las manos corrían hasta el otro lado de la pequeña mesa, se aferraban al borde y, con una contracción, arrancaban a la muchacha de su lugar. Ella no tenía voluntad propia, pero las manos ¡vaya si tenían! Arrastrándose por las paredes, agarrándose a oscuros y precarios asideros, la llevaron fuera de la habitación.
Y Ran se quedó allí sentado, sollozando, no tanto por el dolor en el brazo cada vez más hinchado sino por la vergüenza ante lo que había hecho. Quizá se las podría haber ganado si hubiera actuado de otra manera, más delicada...
Ran tenía la cabeza inclinada, pero de repente sintió la mirada de aquellas manos. Levantó la vista con suficiente rapidez como para ver que una se deslizaba entrando pegada a la jamba de la puerta. Así que había regresado para ver... Ran se levantó pesadamente, dispuesto a irse y llevarse su vergüenza. Pero se vio forzado a detenerse en la puerta como se habían detenido las manos de Bianca. Miró con disimulo y vio cómo entraban en la habitación arrastrando a la dócil idiota. La llevaron al largo banco donde Ran se había sentado con ella. La hicieron sentarse, se arrojaron sobre la mesa y empezaron a deslizarse de una manera muy curiosa. Ran comprendió de repente que de alguna manera lo tenían en cuenta. Las manos se regocijaban y bebían con avidez, deleitándose con sus lágrimas.
Después, durante diecinueve días, las manos obligaron a Ran a hacer penitencia. Sabía que eran inmaculadas e implacables; no se mostraban, sino que se escondían siempre en el vestido de Bianca o bajo la mesa. Durante esos diecinueve días, la pasión y el deseo de Ran aumentaron. Más aún: su amor se volvió un amor verdadero, pues sólo el amor verdadero conoce la veneración, y la posesión de las manos fue desde entonces para Ran la razón de su vida, la meta vital que esa razón le había dado.
Finalmente lo perdonaron. Lo besaban tímidamente cuando él no miraba, lo tocaban en la muñeca, lo apretaban y mantenían la presión durante un dulce momento. Fue en la mesa... Sintió que lo invadía una poderosa energía, y miró las manos, que ahora habían vuelto al regazo de Bianca. Un potente músculo de la mandíbula le tembló una y otra vez, se hinchó y se aflojó. La felicidad, como una luz dorada, lo inundó; la pasión lo espoleó, el amor lo encarceló, la reverencia era el oro de la luz dorada. La habitación giró a su alrededor y dentro de él parpadeaban unas fuerzas inimaginables. Luchando consigo mismo, pero relajado por ese momento glorioso, Ran se quedó inmóvil, más allá del mundo, esclavizado pero dueño de todo. Las manos de Bianca se sonrojaron, y si alguna vez unas manos se sonrieron mutuamente, fueron ésas.
Ran se levantó bruscamente, arrojando lejos la silla, sintiendo la fuerza de la espalda y de los hombros. La madre de Bianca, que ya había perdido la capacidad de asombrarse, lo miró y enseguida apartó la mirada. Había algo en los ojos de Ran que no le gustaba, y comprenderlo la perturbaría, y no quería tener problemas. Ran salió de la habitación y de la casa, para estar solo y quizá aprender algo más acerca de esa cosa nueva que lo había poseído.
Atardecía. El sinuoso horizonte bebía el sol, lo arrastraba hacia abajo, lo succionaba con avaricia. Ran estaba en una loma, con las ventanas de la nariz abiertas, sintiendo la profundidad de los pulmones. Aspiraba el aire fresco y le olía a nuevo, como si de veras contuviera las sombras del crepúsculo. Tensó los músculos de los muslos y miró los puños lisos y sólidos. Levantó las manos por encima de la cabeza y lanzó un grito tan fuerte que el sol se puso. Lo miró, sabiendo lo grande y alto que era, lo fuerte que era, sabiendo el significado de la añoranza y de la pertenencia. Y entonces se acostó en la tierra limpia y lloró.

Cuando el cielo se enfrió lo suficiente como para que la luna siguiese al sol más allá de las colinas, y todavía una hora más tarde, Ran regresó a la casa. Encendió una luz en la habitación de la madre de Bianca, donde ella dormía sobre un montón de ropa vieja. Ran se sentó a su lado y dejó que la luz la despertara. La mujer se volvió hacia él y soltó un quejido, abrió los ojos y retrocedió.
-Ran... ¿Qué quieres?
-A Bianca. Quiero casarme con Bianca.
El aliento silbó entre las encías de la mujer.
-¡No!
No era una negativa, sino asombro. Ran le tocó el brazo con impaciencia. Entonces la mujer se echó a reír.
-Casarte... con Bianca. Es tarde, muchacho. Vuelve a la cama, y por la mañana habrás olvidado esto, este sueño.
-Quiero saber si me dará a Bianca por esposa. No me he acostado todavía -dijo Ran, pacientemente pero empezando a enfadarse.
La mujer se incorporó y apoyó el mentón en la rodillas debilitadas.
-Haces bien en pedírmelo, porque soy su madre. Además, Ran, has sido bueno con nosotras, con Bianca y conmigo. Tú... tú eres un buen chico, pero, perdóname que te diga que eres un poco tonto. Bianca es un monstruo. Lo digo a pesar de lo que soy de ella. Haz lo que quieras, y jamás diré una palabra. Tú sabrás lo que haces. Lamento que me lo hayas pedido, porque me has dado el recuerdo de estas palabras. No te entiendo; pero haz lo que quieras.
Iba a ser una mirada, pero le clavó los ojos al verle la cara. Ran puso las manos detrás de la espalda, y la mujer supo que hacía eso para no matarla.
-Entonces ¿me casaré con ella? -susurró.
La mujer asintió, aterrorizada. -Como quieras.
Ran apagó la luz y se fue.

Ran trabajaba duro y ahorraba el sueldo, y construyó una hermosa habitación para Blanca y para él. Hizo un sillón mullido y una mesa que era como un altar para las manos sagradas de Bianca. Había una cama magnífica, y telas pesadas para ocultar y ablandar las paredes, y una alfombra.
Se casaron, aunque les llevó tiempo. Ran tuvo que buscar mucho para encontrar a alguien dispuesto a hacer lo necesario. El hombre vino de lejos y se fue enseguida, para que nadie se enterase, y nadie se metió con Ran y con su mujer. La madre habló en nombre de Bianca, y la mano de Bianca tembló de manera aterradora al sentir el anillo, se retorció y forcejeó y después se quedó quieta, ruborizada y hermosa. Pero estaba hecho. La madre de Bianca no protestó porque no se atrevió. Ran era feliz, y Bianca... bueno, a nadie le importaba Bianca.
Después de casarse, Bianca siguió a Ran y a sus dos novias a la magnífica habitación. Lavó a Bianca y usó ricas lociones. Le lavó y le peinó el cabello, y se lo cepilló muchas veces hasta que brilló, para que concordara más con las manos que él había desposado. Nunca tocaba las manos, aunque les daba jabones y cremas y utensilios con los que ellas podían arreglarse solas. Las manos estaban encantadas. Una vez una de ellas le subió por la chaqueta y le tocó la mejilla y lo llenó de alegría.
Las dejó y volvió a la tienda con el corazón lleno de música. Trabajó más duro que nunca, y Harding estaba tan satisfecho que le permitió irse a casa temprano. Usó esas horas para caminar por la orilla de un arroyo, mirando el sol en la superficie del agua cantarina. Llegó un pájaro y voló alrededor de él en círculos, aleteando sin temor dentro del aura de alegría que lo envolvía. La delicada punta de un ala le rozó la muñeca con el toque del primer beso secreto de las manos de Bianca. La música que lo colmaba formaba parte de la naturaleza de la risa, del discurrir del agua, del sonido del viento en los juncos a orillas de la corriente. Ansiaba aquellas manos, y sabía que podía ir ahora y apretarlas y poseerlas; pero en vez de hacer eso se acostó en la orilla y se quedó sonriendo, perdido en la dulzura y el dolor de la espera, negando el deseo. Se rió de pura alegría en un mundo sin odio, contenido en las inmaculadas palmas de las manos de Blanca.
Al oscurecer se fue a casa. Durante toda aquella comida nupcial las manos de Bianca se enroscaron en una de las suyas mientras él comía con la otra y la madre de Bianca daba de comer a la muchacha. Los dedos se enganchaban unos en otros y en los de él, de manera que las tres manos parecían estar forjadas con una sola carne para convertirse en una cosa de encantador peso en el extremo de su brazo. Cuando estuvo bastante oscuro, fueron a la habitación hermosa y se acostaron dónde él y las manos pudieran ver, por la ventana, las estrellas limpias y brillantes que salían nadando del bosque. La casa y la habitación estaban oscuras y silenciosas. Ran era tan feliz que casi no se atrevía a respirar.
Una mano le revoloteó en el pelo, le bajó por la mejilla y se arrastró hasta el hueco de la garganta. Sus latidos imitaban los latidos del corazón de Ran, que abrió sus propias manos y las cerró, como para atrapar y retener ese momento.
Pronto la otra mano se arrastró subiendo y se unió a la primera. Durante cosa de una hora se quedaron allí, pasivas, con su frescor apoyado en el tibio cuello de Ran. Las sentía con la garganta, cada protuberancia, cada pequeña parte lisa. Se concentró, con la mente y el corazón en la garganta, en cada parte de las manos que lo tocaban, sintiendo con todo su ser primero un toque y después otro, aunque el contacto era allí inmóvil. Y sabía que ocurriría pronto, muy pronto.
Como obedeciendo una orden, Ran se puso boca arriba y hundió la cabeza en la almohada. Mirando los vagos tapices oscuros que colgaban de la pared, empezó a comprender para qué había trabajado y soñado tanto tiempo. Hundió aún más la cabeza y sonrió, esperando. Aquello sería posesión, culminación. Respiró hondo, dos veces, y las manos comenzaron a moverse.
Los pulgares se le cruzaron sobre la garganta y las yemas de los dedos se le fueron asentando una por una debajo de las orejas. Durante un largo momento se quedaron allí quietas, reuniendo fuerzas. Entonces, juntas, en perfecta armonía, cooperando unas con otras, se pusieron rígidas, duras como piedra. La presión seguía siendo suave, suave... No, ahora le estaban transmitiendo su rigidez, que se transformaba en contracción. Lo hicieron poco a poco, con una presión moderada y pareja. Ran seguía en silencio. Ahora no podía respirar, y tampoco quería hacerlo. Tenía los enormes brazos cruzados sobre el pecho, los puños cerrados debajo de las axilas, la mente sosegada por una gran paz. Ahora pronto...
Olas de envolvente y maravilloso dolor empezaron a ir y venir. Veía un color imposible, sin luz. Arqueó la espalda sobre la cama, arriba, arriba... Las manos empujaban hacia abajo con toda su oculta fuerza, y el cuerpo de Ran se dobló como un arco, apoyado en los pies y los hombros. Arriba, arriba...
Algo dentro de él, no importa qué -los pulmones, el corazón- estalló. Aquello estaba terminado.
Había sangre en las manos de la madre de Bianca cuando la encontraron por la mañana en la hermosa habitación, tratando de aliviar el cuello de Ran. Se llevaron a Bianca y enterraron a Ran, pero ahorcaron a la madre de Bianca porque trató de hacerles creer que aquello lo había hecho Bianca, Bianca cuyas manos estaban totalmente muertas y le colgaban de las muñecas como hojas secas.

Si está muerta, pensé, jamás la encontraré en esta blanca riada de luz lunar sobre el mar blanco, con el oleaje que va y viene sobre la pálida, pálida arena como un gran champú. Casi siempre, los suicidas que se clavan un cuchillo o se pegan un tiro en el corazón toman la precaución de desnudarse el pecho; el mismo extraño impulso hace que, por lo general, los que se suicidan en el mar vayan desnudos.
Un poco más temprano, pensé, o más tarde, y proyectarían sombras las dunas y la espasmódica respiración de la espuma. Ahora la única sombra real era la mía, una cosa pequeña allí debajo, pero suficientemente negra como para alimentar la negrura de la sombra de un zepelín.
Un poco antes, pensé, y podría haberla visto caminar arrastrando los pies por la orilla plateada, buscando un sitio bastante solitario donde morir. Un poco después y mis piernas se rebelarían contra ese trote difícil por la arena, la exasperante arena que no podía sostener y no estaba dispuesta a ayudar a un hombre con prisa.
Mis piernas cedieron entonces y me arrodillé de pronto, sollozando: no por ella, todavía, sino por el aire. Había tantas corrientes: viento, y espuma enredada, y colores sobre colores y tonos de colores que no eran colores sino variaciones de blanco y plateado. Si una luz como aquélla fuera sonido, sonaría como el mar en la arena, y si mis oídos fueran ojos, verían esa luz.
Me quedé allí en cuclillas, jadeando en medio del remolino, y entonces me golpeó el agua, una ola rápida y poco profunda, que al tocarme las rodillas saltó y giró como pétalos de flor, mojándome hasta la cintura. Apreté los ojos con los nudillos para que se abrieran de nuevo. Tenía en los labios el mar con el sabor de las lágrimas, y toda la noche blanca gritaba y lloraba en voz alta.

Los hombros blancos de ella eran una curva más alta entre los montículos de espuma. Debió de sentirme -quizá grité-, porque se volvió y me vio y la cara se le crispó y soltó un desgarrador aullido de desesperación y de furia, y entonces se arrojó al mar y se hundió.
Me quité los zapatos y corrí hacia las olas, gritando, buscando, tratando de aferrar destellos de blanco que entre mis dedos se convertían en frío y sal. Me zambullí delante de ella y su cuerpo me golpeó un costado mientras una ola me azotaba la cara y nos revolcaba a los dos. Boqueé dentro del agua sólida, abrí los ojos debajo de la superficie y vi una luna deforme, blanco verdosa, que pasaba volando mientras yo giraba. Entonces, debajo de mis pies volvió a haber arena como una ventosa, y tenía la mano izquierda enredada en el pelo de la mujer.
La ola que se retiraba la remolcó, y por un momento se me escapó de la mano como el vapor de una sirena. En ese momento tenía la certeza de que estaba muerta, pero en cuanto quedó sobre la arena hizo un esfuerzo y se levantó.
Me golpeó en la oreja, un golpe húmedo, duro, y un dolor agudo me perforó la cabeza. La mujer tiró alejándose de mí, y todo el tiempo mi mano estuvo enganchada en su pelo. No podría haberla soltado aunque quisiera. Se volvió hacia mí con la siguiente ola, y me aporreó y trató de clavarme las uñas, y nos hundimos más en el agua.
-¡No... no... no sé nadar! -grité, y ella me arañó más.
-Déjame en paz -gritó-. Dios mío, ¡por qué (dijeron las uñas) no puedes... dejarme (dijeron las uñas) en paz! (dijo el puño duro y pequeño).
Así que le bajé la cabeza hasta el hombro blanco; y con el canto de la mano libre la golpeé dos veces en el cuello. Volvió a flotar y la llevé hasta la orilla.
La llevé hasta donde una duna se interponía entre nosotros y la ancha y ruidosa lengua del mar y el viento quedaba en algún sitio por encima de nosotros. Pero seguía habiendo la misma luz. Le froté las muñecas y le acaricié la cara y dije «Tranquila», y «Todo está bien» y palabras que solía usar para un sueño que había tenido mucho, mucho antes de saber de la existencia de ella.
La mujer estaba inmóvil, boca arriba, con la respiración silbándole entre los dientes, con los labios esbozando una sonrisa que los ojos fruncidos y apretados convertían no en sonrisa sino en tortura. Estuvo bien y consciente durante mucho rato mientras seguía respirando entre dientes y con los ojos cerrados y apretados.
-¿Por qué no pudiste dejarme en paz? -preguntó al fin. Abrió los ojos y me miró. Tenía tanto sufrimiento que no le quedaba sitio para el miedo. Volvió a cerrar los ojos y dijo-: Sabes quién soy.
-Lo sé -dije.
Se echó a llorar.

Esperé, y cuando dejó de llorar había sombras entre las dunas. Un largo rato.
-No sabes quién soy -dijo-. Nadie sabe quién soy.
-Estaba en los periódicos -dije.
-¡Eso! -Abrió despacio los ojos y su mirada recorrió mi cara, mis hombros, se detuvo en mi boca, me tocó un fugaz instante los ojos. Hizo una mueca y apartó la mirada-. Nadie sabe quién soy.
Esperé a que se moviese o dijese algo.
-Cuéntamelo -dije al fin.
-¿Quién eres tú? -preguntó ella, todavía mirando para otro lado.
-Alguien que...
-Te escucho.
-Ahora no -dije-. Quizá más tarde.
La mujer se incorporó y trató de ocultarse.
-¿Dónde están mis ropas?
-Yo no las vi.
-Ah -dijo ella-. Ya recuerdo. Me las saqué y les eché arena encima, donde las taparía una duna, donde las escondería como si nunca hubieran existido... Odio la arena. Quería ahogarme en la arena, pero no me dejaba... ¡No debes mirarme! -La mujer miró a un lado y a otro, buscando-. ¡No puedo quedarme así en este sitio! ¿Qué puedo hacer? ¿Adónde puedo ir?
-Vamos -dije.
La mujer dejó que la ayudara y después apartó con violencia la mano.
-No me toques -dijo, volviendo apenas la cabeza-. No te me acerques.
-Vamos -dije de nuevo, y caminé por la duna que se curvaba bajo la luz lunar, se inclinaba hacia el viento y bajaba hasta convertirse no en duna sino en playa-. Vamos.
Señalé detrás de la duna.
Al fin me siguió. Miró por encima de la duna donde le llegaba al pecho, y de nuevo donde le llegaba a la rodilla.
-¿Allí? Asentí.
-Está tan oscuro... -Atravesó la duna y se metió en la profunda oscuridad de aquellas sombras lunares. Avanzó con cautela, buscando con los pies, hasta donde la duna era más alta. Se hundió en la oscuridad y desapareció. Me senté en la arena, a la luz-. No te me acerques -escupió.
Me levanté y retrocedí. Invisible en aquellas sombras, dijo:
-No te vayas.
Esperé, y entonces vi que su mano asomaba saliendo de las nítidas sombras.
-Allí -dijo-, allí. En la oscuridad. Quiero que seas... No te me acerques... Quiero que seas... una voz.
Hice lo que me pedía y me senté en las sombras quizá a unos dos metros de ella.
Me lo contó. No de la manera en que aparecía en los periódicos.

Tenía quizá diecisiete años cuando ocurrió. Estaba en el Parque Central de Nueva York. Hacía demasiado calor para un día de comienzos de primavera, y las laderas castañas tenían una capa de verde de exactamente la misma consistencia que la escarcha de aquella mañana en las piedras. Pero la escarcha había desaparecido y la hierba era valiente y había tentado a cientos de pares de pies para que dejaran el asfalto y el cemento y fueran a pisarla.
Entre ellos estaban los de la mujer. El suelo fértil fue una sorpresa para esos pies, lo mismo que el aire para los pulmones. Sus pies, mientras caminaban, dejaron de ser zapatos, y su cuerpo tuvo conciencia de ser más que ropa. Era el único tipo de día que puede lograr que alguien criado en la ciudad levante la mirada. Ella lo hizo.
Por un momento se sintió separada de la vida que vivía, en la que no había fragancia, en la que no había silencio, en la que nada encajaba de verdad y en la que nada se satisfacía. En ese momento la ordenada desaprobación de los edificios que rodeaban el pálido parque no podía alcanzarla; durante dos, tres limpias bocanadas de aire no le importó que todo el ancho mundo perteneciese a imágenes proyectadas en una pantalla; a diosas delicadamente acicaladas en aquellas torres de acero y cristal; que perteneciese, en resumen, siempre, siempre, a algún otro.
Así que levantó la mirada, y allí, encima de ella, estaba el platillo.
Era hermoso. Dorado, con una terminación mate como una uva de Concord verde. Producía un sonido apenas audible, un acorde compuesto por dos tonos y un silbido apagado como el viento en el trigo maduro. Iba a un lado y a otro como una golondrina, planeando, ascendiendo y bajando. Daba vueltas, brillando, se elevaba y descendía como un pez. Era como todas esas cosas vivas, pero además de esa belleza tenía todo el encanto de las cosas torneadas y bruñidas, medidas, mecánicas, métricas.
Al principio no sintió ningún asombro, pues aquello era tan diferente de todo lo que había visto antes que tenía que ser una ilusión óptica, una falsa evaluación de tamaño y velocidad y distancia que en un momento se resolvería como reflejo en un avión o el persistente resplandor de un soplete de soldar.
Apartó la mirada y de repente se dio cuenta de que muchas otras personas lo veían, de que también veían algo. La gente, a su alrededor, había dejado de moverse y de hablar y estiraba el cuello hacia arriba. Alrededor de ella había un globo de silencioso asombro, y fuera de él sentía el ruido de la vida de la ciudad, el gigante de respiración pesada que nunca inhala.
Volvió a mirar hacia arriba y por fin empezó a darse cuenta de lo grande que era y de lo lejos que estaba el platillo. No: de lo pequeño que era y de lo cerca que estaba. Era exactamente del tamaño del círculo más grande que podía trazar con las dos manos, y flotaba a menos de cincuenta centímetros de su cabeza.

Entonces llegó el miedo. Retrocedió y levantó un antebrazo, pero el platillo seguía allí flotando. Se inclinó de lado, torció el cuerpo, saltó hacia adelante, miró hacia atrás y hacia arriba para ver si se había librado de él. Al principio no pudo verlo; después, al mirar más hacia arriba, lo encontró, cerca y reluciente, vibrando y canturreando, exactamente encima de la cabeza.
Se mordió la lengua.
Por el rabillo del ojo vio que un hombre se persignaba. Lo hizo porque me vio aquí con una aureola sobre la cabeza, pensó. Y eso fue lo más importante que le había ocurrido en toda la vida. Nadie la había mirado y hecho un gesto de respeto, nunca, jamás. Debido al terror, al pánico y al asombro, el consuelo de ese pensamiento se le metió en la cabeza y quedó allí, para sacarlo y mirarlo de nuevo en momentos de soledad.
Pero lo más fuerte ahora era el terror. Retrocedió, mirando hacia arriba, ensayando un ridículo paso de baile. Podría haber chocado con alguien. Había muchas personas conteniendo el aliento y estirando el pescuezo, pero no tocó a nadie. Dio varias vueltas y descubrió, horrorizada, que era el centro de una multitud opresiva que señalaba algo. El mosaico de ojos miraba desorbitado y el círculo interior usaba sus muchas piernas para empujar alejándose de ella.
La suave nota del platillo se volvió más grave. El objeto se inclinó, bajó dos o tres centímetros.
Alguien gritó, y la gente se alejó en todas direcciones, se arremolinó y volvió a calmarse en un nuevo equilibrio dinámico, un anillo mucho más grande a medida que más y más personas corrían a engrosarlo contra los esfuerzos del círculo interior para escapar.
El platillo zumbó y se inclinó...
La mujer abrió la boca para gritar, cayó de rodillas y el platillo la golpeó.
Le cayó sobre la frente y quedó allí pegado. Casi pareció que la levantaba. La mujer se irguió de rodillas, hizo un esfuerzo por llegar a aquello con las manos y entonces se le agarrotaron los brazos. Durante quizá un segundo el platillo la mantuvo rígida, entonces le envió un temblor extático por todo el cuerpo y la soltó. La mujer cayó al suelo, golpeando dolorosamente los muslos contra los tacones y los tobillos.
El platillo cayó a su lado, rodó una vez sobre el borde describiendo un pequeño círculo y se detuvo. Quedó allí quieto y apagado y metálico, diferente y muerto.

La muchacha se quedó allí tendida, mirando vagamente el azul grisáceo del buen cielo de primavera, y vagamente oyó unos silbatos.
Y algunos gritos tardíos.
Y una voz potente y estúpida gritando «¡Aire, necesita aire! », lo que hizo que todo el mundo se acercara más.
Entonces no quedó mucho cielo a causa de la mole vestida de azul con los botones metálicos y la libreta de cuero sintético.
-Bueno, bueno, ¿qué pasó aquí? Todos atrás, por favor.
Y las oleadas cada vez más amplias de observación, interpretación y comentario: «La derribó.» «Alguien la derribó.» «Alguien la derribó y...» «A plena luz del día...» «El parque va a tener que ser... », etcétera, etcétera: la adulteración del hecho hasta que se perdió del todo, porque la excitación es mucho más importante.
Alguien con un hombro más duro que el resto, y también con una libreta en la mano, se abrió paso con ojo de testigo, dispuesto a cambiar «... una morena bonita...» por «una morena atractiva» para las ediciones vespertinas, pues «atractiva» es lo menos que puede ser una mujer si es víctima en las noticias.
La placa brillante y la cara rubicunda se inclinaron sobre ella:
-¿Estás muy herida, hermana?
Y los ecos que se fueron perdiendo entre la multitud: Muy herida, muy herida, herida muy grave, la molió a palos, a plena luz del día...
Y otro hombre más, delgado y resuelto, gabardina de color habano, mentón partido y una sombra de barba:
-¿Así que un platillo volador? Muy bien, agente, yo me hago cargo.
-¿Y quién demonios es usted para hacerse cargo? El destello de una cartera de cuero marrón, una cara tan cerca por detrás que la barbilla se apretó contra el hombro de la gabardina. La cara dijo, con temor: «FBI» y los ecos de aquello también se fueron alejando. El policía asintió: todo el policía se inclinó en un solo cabeceo genuflexo.
-Busque ayuda y despeje esta zona -dijo la gabardina.
-¡Sí, señor! -dijo el policía.
«FBI, FBI», murmuró la multitud, y encima de la mujer hubo más cielo para mirar.
Se incorporó y había gloria en su cara.
-El platillo me habló -cantó la mujer.
-Cállese -dijo la gabardina-. Ya tendrá oportunidad de hablar.
-Sí, hermana -dijo el policía-. Dios mío, este gentío podría estar lleno de comunistas.
-Cállese usted también -dijo la gabardina.
Alguien entre la multitud dijo a algún otro que un comunista había golpeado a esa muchacha, mientras que otro hizo correr la voz que la muchacha había sido golpeada porque era comunista.

Empezó a levantarse, pero unas manos solícitas la obligaron a sentarse de nuevo. Ya había treinta policías en el lugar.
-Puedo caminar -dijo ella.
-Tómeselo con calma -le dijeron.
Colocaron una camilla a su lado y la pusieron a ella encima y la taparon con una manta grande.
-Puedo caminar -dijo mientras la llevaban entre la multitud.
Una mujer se puso pálida y volvió la cabeza.
-¡Ay, qué horrible!
Un hombre pequeño, con ojos redondos, la miraba y miraba sin sacarle los ojos de encima, relamiéndose.
La ambulancia. La metieron dentro. La gabardina ya estaba allí.
Un hombre de chaqueta blanca con las manos muy limpias:
-¿Cómo ocurrió, señorita?
-Está prohibido hacer preguntas -dijo la gabardina-. Seguridad.
El hospital.
-Tengo que volver a trabajar -dijo la muchacha.
-Quítese la ropa -le dijeron.
Entonces, por primera vez en su vida, tuvo un dormitorio para ella. Cada vez que se abría la puerta, veía a un policía afuera. Se abría muy a menudo para dejar pasar al tipo de civiles que eran muy amables con los militares y al tipo de militares que eran aún más amables con ciertos civiles. No sabía qué hacían ni qué querían. Cada día le hacían cuatro millones quinientas mil preguntas. Aparentemente nunca hablaban entre ellos, porque cada uno le hacía las mismas preguntas una y otra vez.
-¿Cómo se llama?
-¿Qué edad tiene?
-¿Dónde nació?
A veces la ponían en extraños aprietos con las preguntas.
-Su tío. Se casó con una mujer de Europa Central, ¿verdad? ¿De qué sitio de Europa Central?
-¿A qué clubes o a qué organizaciones fraternales perteneció? ¡Ah! Hablando de aquella banda de estafadores de la calle Sesenta y tres, ¿quién estaba realmente detrás?
Una y otra vez:
-¿Qué quiso decir cuando dijo que el platillo le había hablado?
Y ella decía:
-Me habló.
Y ellos decían:
-Y dijo...
Ella negaba con la cabeza.
Había muchos que gritaban y después muchos que eran amables. Nadie había sido nunca tan amable con ella, pero pronto comprendió que nadie estaba siendo amable con ella. Lo que hacían era tratar de que se relajara, que pensara en otras cosas, para poder dispararle de pronto la pregunta: «¿Qué quiere decir con eso de que le habló? »

Pronto fue como mamá o como la escuela o como cualquier otro sitio, y se quedaba con la boca cerrada y los dejaba gritar. Una vez la sentaron durante horas y horas en una silla dura con una luz delante de los ojos y no le dieron nada de beber. En su casa había un tragaluz sobre la puerta del dormitorio y su madre solía dejar la luz de la cocina encendida toda la noche, todas las noches, para que no tuviese miedo. La luz no le molestaba nada.
La sacaron del hospital y la metieron en la cárcel. En algunos sentidos eso era bueno. La comida. La cama también estaba bien. Por la ventana veía a muchas mujer haciendo ejercicio en el patio. Le explicaron que ellas tenían camas mucho más duras.
-Aunque le parezca mentira, usted es una joven muy importante.
Al principio eso fue agradable, pero como siempre resultó que no lo decían de verdad. Siguieron trabajando con ella. Una vez le llevaron el platillo. Estaba dentro de una enorme caja de madera con candado y ésta metida a su vez en una caja de acero con cerradura Yale. El platillo sólo pesaba un kilo, pero cuando terminaron de empaquetarlo hicieron falta dos hombres para llevarlo y cuatro hombres con armas para custodiarlos.
Le hicieron representar toda la escena de cómo había ocurrido, mientras unos soldados sostenían el platillo sobre su cabeza. No fue lo mismo. Habían hecho muchas muescas y sacado muchos pedazos del platillo, y además tenía aquel color gris apagado. Le preguntaron si sabía algo, y por una vez les contó.
-Ahora está vacío -dijo.
Con la única persona que hablaba era con un hombre pequeño y barrigón que la primera vez que estuvo solo con ella le dijo:
-Mira, me da asco ver cómo te han tratado. Pero quiero que entiendas que yo tengo que hacer mi trabajo. Mi trabajo consiste en descubrir por qué no les cuentas lo que dijo el platillo. Yo no quiero saber qué dijo, y jamás te lo preguntaré. Ni siquiera quiero que me lo cuentes. Averigüemos, nada más, por qué guardas ese secreto.
Averiguarlo llevó horas de conversación sobre una neumonía que había tenido y la maceta que había hecho en segundo grado y que su madre había arrojado por la escalera de incendios y cómo la habían dejado en la escuela y el sueño de tener una copa de vino entre las manos y mirar por encima a un hombre.
Y un día, tal como le vino a la cabeza, le explicó por qué no quería contar nada acerca del platillo:
-Porque habló conmigo, y eso a nadie más le incumbe.
Hasta le contó lo del hombre que se había persignado aquel día. Era la única otra cosa propia que tenía.
El hombre era agradable. Fue el que le advirtió sobre el juicio.
-No me corresponde decirte esto, pero te van a dar un tratamiento completo. juez y jurado y todo lo demás. Mi consejo es que digas lo que quieras, nada más y nada menos. Y no dejes que te saquen de quicio. Tienes derecho a ser dueña de algo.
Se levantó, soltó un juramento y se fue.

Primero vino un hombre y durante un largo rato le explicó cómo podrían atacar la tierra desde el espacio sideral, seres mucho más fuertes y listos que nosotros, y quizá ella tenía la clave para la defensa. De manera que había contraído esa deuda con el mundo entero. Y aunque no atacasen la tierra, pensemos en la ventaja que ella podría dar a ese país sobre los enemigos. Después le apuntó con un dedo y dijo que lo que ella hacía equivalía a trabajar para los enemigos de su país. Y resultó que ese hombre era quien la iba a defender en el juicio.
El jurado la declaró culpable de desacato al tribunal y el juez recitó una larga lista de castigos que podía aplicarle. Le aplicó uno y lo suspendió. La volvieron a meter otro tiempo en la cárcel, y un buen día la soltaron.
Al principio fue maravilloso. Consiguió un trabajo en un restaurante y una habitación amueblada. Había aparecido tanto en los periódicos que su madre no la quería en casa. Su madre estaba borracha casi todo el tiempo y a veces le daba por romper todo el barrio, pero igual tenía ideas muy especiales sobre la decencia, y aparecer todo el tiempo en los diarios por espionaje no era lo que ella consideraba ser respetable. Así que puso su nombre de soltera en el buzón y pidió a su hija que no volviese nunca más a vivir con ella.
En el restaurante conoció a un hombre que la invitó a salir. La primera vez que le ocurría. Gastó todo lo que tenía en comprar un bolso rojo haciendo juego con los zapatos. No eran del mismo tono, pero todo era rojo. Fueron al cine y después él no trató de besarla ni nada parecido, sino que trató de averiguar qué le había dicho el platillo volador. Ella no contó nada. Volvió a casa y lloró toda la noche.
Después unos hombres se sentaron en un reservado y se pusieron a hablar, y cada vez que ella pasaba cerca callaban y la fulminaban con la mirada. Hablaron con el jefe, y el jefe se acercó y le contó que eran ingenieros electrónicos que trabajaban para el gobierno y tenían miedo de hablar del trabajo mientras ella anduviese por allí: ¿acaso no era una especie de espía? La echaron.
Una vez vio su nombre en una máquina tocadiscos. Metió una moneda y tecleó aquel número, y la canción decía «el platillo volador bajó un día y le enseñó una nueva manera de tocar que no explicaré, pero ella me llevó fuera de este mundo». Y mientras la escuchaba, alguien del lugar la reconoció y la llamó por su nombre. Cuatro de ellos la siguieron hasta su casa y tuvo que trancar la puerta.

A veces estaba bien durante meses seguidos, y entonces alguien la invitaba a salir. Tres de cada cinco veces los siguieron a ella y al que la había invitado. Una vez el hombre que estaba con ella arrestó al hombre que iba detrás. Dos veces el hombre que iba detrás arrestó al hombre que estaba con ella. Cinco de cada cinco veces trataban de sacarle información sobre el platillo volador. A veces salía con alguien y fingía que era una cita verdadera, pero no lo hacía bien.
Así que se mudó a la costa y consiguió un puesto de limpiadora nocturna de oficinas y tiendas. No había muchos sitios que limpiar, pero eso también significaba que había menos personas que recordaran su cara de los periódicos. Como un reloj, cada dieciocho meses algún periodista volvía a sacar toda la historia en una revista o en un suplemento dominical; y cada vez que alguien veía un faro en una montaña o una luz en un globo sonda, tenía que ser un platillo volador, y tenía que haber chistes trillados sobre la voluntad del platillo volador de contar secretos. Entonces, por dos o tres semanas, ella no salía a la calle durante el día.
Una vez pensó que lo había conseguido. La gente no la quería, así que empezó a leer. Durante un tiempo las novelas estuvieron muy bien, hasta que descubrió que la mayoría eran como las películas: sobre la gente guapa que es la verdadera dueña del mundo. De modo que aprendió cosas: sobre los animales, los árboles. Una asquerosa ardilla atrapada en el alambre de una cerca la mordió. Los animales no la querían. A los árboles no les importaba.
Entonces se le ocurrió la idea de las botellas. Reunió todas las que pudo y escribió en papeles y los metió dentro y las tapó con el corcho. Recorría a pie kilómetros de playa arrojando las botellas lo más lejos posible. Sabía que si la persona apropiada encontraba una, daría a esa persona la única cosa en el mundo que le ayudaría. Esas botellas la sostuvieron durante tres años continuos. Todo el mundo tiene que hacer algo en secreto.
Y por fin llegó el momento en el que eso dejó de servir. Uno puede seguir tratando de ayudar a alguien que quizá existe; pero pronto se deja de fingir que existe esa persona. Y eso es todo. El fin.

-¿Tienes frío? -pregunté cuando terminó de contarme.
Las olas eran más tranquilas y las sombras más largas.
-No -respondió ella desde las sombras. De repente dijo-: ¿Crees que estaba furiosa contigo porque me viste sin ropa?
-¿Por qué no habrías de estarlo?
-¿Sabes una cosa? No me importa. No hubiera querido... No hubiera querido que irme vieras ni siquiera con vestido de baile o con una túnica. Es imposible cubrir mi esqueleto. Se nota; está allí hagas lo que hagas. No quería que me vieras. En absoluto.
-¿Yo o cualquiera?
La muchacha vaciló.
-Tú.
Me levanté y me estiré y caminé un poco, pensando.
-El FBI ¿no intentó impedirte que tiraras esas botellas?
-Sí, claro. Gastaron no sé cuánto dinero de los contribuyentes recogiéndolas. Todavía hacen alguna inspección de vez en cuando. Pero se están cansando. Todos los mensajes de las botellas dicen lo mismo.
Se echó a reír. No sabía que pudiese hacerlo.
-¿De qué te ríes?
-De todos: los jueces, los carceleros, las máquinas tocadiscos, la gente. ¿Sabes que no me habría ahorrado ningún problema si les hubiera contado todo al principio?
-¿No?
-No. No me habrían creído. Lo que querían era una nueva arma. Ciencia superior de una raza superior para destruir a esa raza superior si tenían la oportunidad o la nuestra si no la tenían. Todos esos cerebros -musitó, con más asombro que desdén-, todas esas medallas. Piensan «raza superior» y asocian eso con «ciencia superior». ¿Acaso no se les ocurre que una raza superior también tiene sentimientos superiores, tal vez risa superior o hambre superior? -Hizo una pausa-. ¿No es hora de que me preguntes qué dijo el platillo?
-Te lo diré -mascullé.

Hay en ciertas almas vivas
una atroz forma de soledad,
tan grande que debe ser compartida
como la compañía que comparten los seres inferiores.
Esa soledad es mía, y quiero que con esto sepas
que en la inmensidad
hay alguien más solo que tú.

-Santo Dios -dijo ella, con fervor, y se echó a llorar-. ¿Y a quién está dirigido?
-A la persona más sola...
-¿Cómo lo sabías? -susurró la muchacha.
-¿Acaso no fue lo que pusiste en las botellas?
-Sí -dijo ella-. Cuando la situación se vuelve insoportable, cuando a nadie le importas ni le importaste nunca... tiras una botella al mar y con ella se va una parte de tu soledad. Te sientas y piensas que alguien, en alguna parte, la encontrará... y que por primera vez descubrirá que es posible comprender la peor cosa que existe.
La luna se estaba poniendo y las olas habían callado. Miramos hacia arriba, hacia las estrellas.
-No sabemos lo que es la soledad. La gente pensó que era un platillo, pero no lo era. Era una botella con un mensaje dentro. Tuvo que cruzar un océano más grande, todo el espacio, sin muchas probabilidades de encontrar a alguien. ¿Soledad? Nosotros no conocemos la soledad.
Cuando pude le pregunté por qué había tratado de matarse.
-Lo que me dijo el platillo -explicó- me ayudó. Quería... retribuirle el favor. Estaba lo bastante mal como para recibir ayuda; quería saber si estaba lo bastante bien como para ayudar. ¿Nadie me quiere? Perfecto. Pero no me digas que nadie, en ninguna parte, quiere mi ayuda. Eso no lo puedo soportar.
Respiré hondo.
-Encontré una de tus botellas hace dos años. Desde entonces te he estado buscando. Cartas de mareas, tablas de corrientes, mapas y... mucho caminar. Aquí oí hablar de ti y de las botellas. Alguien me dijo que habías dejado de hacerlo, que ahora te daba por salir a caminar por las dunas de noche. Yo sabía por qué. Corrí hasta aquí.
Necesitaba aspirar otra vez.
-Tengo un pie deforme. Pienso bien, pero las palabras no me salen de la boca como están en mi cabeza. Tengo esta nariz. Jamás tuve relación con una mujer. Nunca me quisieron contratar para trabajos donde tuvieran que mirarme. Tú eres hermosa -dije-. Tú eres hermosa.
La muchacha no dijo nada, pero fue como si saliera de ella una luz, más luz y menos sombra que las que podría proyectar la experta luna. Entre las muchas cosas que eso significaba era que hasta la soledad tiene un límite para quienes están suficientemente solos durante suficiente tiempo.

Todo el mundo los conocía como tortolitos, aunque por supuesto no eran pájaros sino seres humanos. Bueno, digamos que humanoides. Bípedos sin plumas. Su estancia en la Tierra fue breve, una maravilla de nueve días. Cualquier maravilla que dure nueve días en una Tierra de orgásmicos espectáculos trídeo, de píldoras que paralizan el tiempo, de campos inversores de sinapsis que permiten que un hombre transforme una puesta de sol en perfumes y mil otros euforizantes, en una Tierra así una maravilla de nueve días es una maravilla de verdad.
Como una repentina floración, la rara magia de los tortolitos se extendió por la faz del mundo. Había canciones de tortolitos y chucherías de tortolitos, sombreros y broches, pulseras y adornos, baratijas y bagatelas de tortolitos. Pues había algo en los tortolitos que producía un profundo hechizo. Nadie que oiga hablar de los tortolitos puede sentir ese curioso placer. Muchos son incluso inmunes a un solidógrafo. Pero mira los tortolitos, aunque sólo sea un instante, y fíjate en lo que ocurre. Es la sensación de cuando tenías doce años, estabas empapado de verano y besabas a una chica por primera vez y se te cortaba la respiración de una manera que, estabas seguro, no se repetiría nunca. Y claro que no se repetiría, a menos que mirases a los tortolitos. Entonces te quedabas embelesado durante cuatro silenciosos segundos, y de repente se te partía el corazón y unas lágrimas de incredulidad te hacían arder los ojos, y el primer movimiento que hacías era de puntillas, y tu primera palabra un susurro.
Esa magia se percibía muy bien en trídeo, y todo el mundo tenía trídeo; de manera que durante un breve período todo el mundo estuvo encantado.
Había sólo dos tortolitos. Bajaron del cielo en un solo fogonazo estridente y salieron de la nave tomados de la mano. Se miraban mutuamente con asombro y con asombro miraban el mundo. Parecían paralizados en un instante de descubrimiento a punto de estallar; se cedían el paso con gravedad y cortesía, miraban alrededor y con la mirada se hacían regalos: el color del cielo, el sabor del aire, la presión de las cosas que crecían y se encontraban y cambiaban. Nunca hablaban. Estaban juntos, nada más. Mirarlos era conocer sus vertiginosos trinos, el calor del otro mientras la carne se alimentaba silenciosamente con la luz del sol.
Salieron de la nave y el alto le tiró un polvo amarillo. La nave se desmoronó sobre sí misma y se redujo a una pila de escombros que se transformaron en una pila de reluciente arena que se deshizo en polvo que después se llevó el viento. Cualquiera veía que tenían intenciones de quedarse. Cualquiera comprendía, con sólo mirarlos, que después del maravilloso placer que sentían con el otro estaba el maravillado placer que sentían con la propia Tierra, con todo y todos los que había en ella.
Ahora, si la cultura terrestre fuera una pirámide, en la cúspide (donde reside el poder) estaría sentado un ciego, pues es tal nuestra naturaleza que sólo cegándonos poco a poco podemos ponernos por encima de nuestro prójimo. El hombre de la cúspide tiene una inmensa preocupación por el bienestar del conjunto, porque lo considera origen y estructura de su ascenso, lo que es verdad, y prolongación de sí mismo, lo que no es verdad. Fue uno de esos hombres quien, ante la abrumadora evidencia, decidió buscar una defensa contra los tortolitos, e introdujo las matrices y las coordenadas de la imagen de los tortolitos en la más maravillosa calculadora que jamás se había construido.
La máquina absorbió los símbolos, los barajó, los comparó y esperó, los cotejó y esperó en silencio mientras su abultada memoria, célula a célula, callaba y esperaba... y de repente, en un lejano rincón, resonó. Aferró esa resonancia con fórceps hechos de matemáticas, la arrancó (traduciéndola furiosamente mientras la arrancaba) y sacó una febril lengua de papel en la que había escrito:

DIRBANU

Eso cambió del todo el cariz de las cosas. Pues las naves terrestres habían recorrido el cosmos en todas direcciones con pocos obstáculos. A todos esos obstáculos se les encontró una explicación menos a Dirbanu, un planeta transgaláctico que se envolvía en impenetrables campos de energía cada vez que se acercaba una nave terrestre. Había otros mundos que podían hacer eso, pero en cada caso las tripulaciones sabían por qué lo hacían. Dirbanu, tras ser descubierto, había prohibido desde el principio cualquier aterrizaje hasta que pudiese enviar un embajador a la Tierra. Con el tiempo llegó uno (al menos fue lo que informó la calculadora, única entidad que recordaba el episodio) y fue evidente que la Tierra y Dirbanu tenían mucho en común. Pero el embajador mostró un singular desdén hacia la Tierra y sus obras, hizo una mueca de desprecio y sin decir una palabra regresó a casa y desde ese momento Dirbanu se había cerrado a la curiosidad de los terrestres.
Así, Dirbanu se convirtió en una pieza de valor y en un blanco legítimo, pero no podíamos hacer nada para horadar la anodina cara de sus defensas. Como la impenetrabilidad se demostró repetidas veces, Dirbanu pasó en nuestra mente grupal por los habituales estados de existencia: la Curiosidad, el Misterio, el Desafío, el Enemigo, el Enemigo, el Enemigo, el Misterio, la Curiosidad, y finalmente Aquello-de-lo-que-no-hay-que-ocuparse-porque está-demasiado-lejos, o el Olvidado.
Y de repente, después de todo ese tiempo, la Tierra tenía a bordo a dos auténticos nativos de Dirbanu, que embelesaban al pueblo y no soltaban ninguna información. Esa intolerable circunstancia empezó a hacerse sentir por el mundo, pero despacio, pues esta vez la magia de los tortolitos suavizaba y amortiguaba las voces de los ciegos. Podría haber llevado mucho tiempo convencer a la gente de la amenaza que tenía en su seno si no fuera por un sorprendente suceso:
Llegó un mensaje directo de Dirbanu.
El impacto colectivo del material relacionado con los tortolitos que emanaba de los transmisores terrestres había llamado la atención de Dirbanu, que de inmediato nos informó que los tortolitos, en efecto, procedían de su mundo, y que además eran fugitivos, y que Dirbanu tomaría a mal que la Tierra se considerase refugio de los criminales de Dirbanu, pero que por otra parte se sentiría muy contenta si la Tierra lo devolvía.
Entonces, desde las profundidades de su hechizo, la Tierra logró calcular las medidas necesarias. Por fin se presentaba una oportunidad para tratar con Dirbanu en términos amistosos; el gran Dirbanu, que a causa de aquellos campos de energía que la Tierra no podía imitar debía forzosamente tener muchas otras cosas útiles para la Tierra; el poderoso Dirbanu ante el que éramos capaces de arrodillarnos en actitud suplicante (con bombas estrictamente defensivas escondidas en los bolsillos) con la cabeza gacha (ocultando el cuchillo entre los dientes) y pedir migas del banquete (para calcular dónde estaban las cocinas).
Entonces el episodio de los tortolitos pasó a ser otro artículo de la tediosa procesión de pruebas de que la más razonable intolerancia de la Tierra puede vencer cualquier cosa, incluso la magia.
Sobre todo la magia.
Así que arrestaron a los tortolitos, prepararon la Ácaro Estelar 439 como nave prisión, eligieron con mucho cuidado a los tripulantes y despacharon el cargamento que nos permitiría ganar un mundo.

La tripulación estaba compuesta por dos hombres: uno un gallito pintoresco y el otro un enorme toro pardo. Eran, respectivamente, Rootes, capitán, y Grunty, encargado de todo lo demás. Rootes era un gallito ágil, blanco y enérgico. Tenía pelo de color castaño rojizo, lo mismo que los ojos, y los ojos eran duros. Grunty era desgarbado, con manos grandes y suaves y hombros pesados, casi tan anchos como alto era Rootes. Quizá tendría que haber llevado capucha y hábito con cinturón de soga. Quizá tendría que haber llevado una capa morisca. No tenía puesta ninguna de esas cosas, pero el efecto estaba allí. Había algo que sólo él conocía: el hecho de que palabras e imágenes, conceptos y comparaciones giraban dentro de él como un interminable torbellino. Había algo que sólo él y Rootes conocían: el hecho de que tenía libros y libros y libros, y a Rootes no le importaba si los tenía o si dejaba de tenerlos. Lo llamaban Grunty[2] desde que había aprendido a hablar, y Grunty era nombre suficiente. Pues las palabras no le salían de la cabeza sino de a una o de a dos, separadas por largas pausas. Así que había aprendido a condensar sus mensajes verbales en gruñidos entrecortados, y cuando no se condensaban no decía nada.
Los dos eran primitivos, lo que equivale a decir que eran hacedores, mientras que el Hombre Moderno es pensador y/o sentidor. Los pensadores componen nuevas variaciones y permutaciones de la euforia, y los sentidores corresponden a los pensadores reaccionando ante sus invenciones. En las naves no había sitio para el Hombre Moderno, y el Hombre Moderno sólo usaba las naves de manera muy ocasional.
Los hacedores pueden cooperar como la polea y la cadena, como el tornillo y la tuerca, y esa conexión crea un fuerte vínculo. Pero Rootes y Grunty eran únicos entre las tripulaciones en el sentido de que esas partes mecánicas no eran intercambiables. Cualquier buen capitán puede mandar a una buena tripulación si el entorno es equivalente. Pero Rootes no podía ni quería salir en una nave con nadie que no fuera Grunty, y Grunty tenía la misma dependencia. Grunty entendía ese vínculo, y también entendía que la única manera de romperlo sería explicárselo a Rootes. Rootes no lo entendía porque no se le ocurría intentarlo, y aunque lo intentara fracasaría, porque no estaba equipado para la tarea. Grunty sabía que su extraordinario vínculo era para él asunto de vida o muerte. Rootes no sabía eso, y habría rechazado la idea con violencia.
Así que Rootes veía a Grunty con tolerancia y con moderado humor. La moderación se debía a que percibía de manera inarticulada la total dependencia de Grunty. Grunty veía a Rootes con... bueno, con el incesante y silencioso torbellino de palabras que le daba vueltas en la cabeza.
Había, además de la armonía de funciones y el otro vínculo, entendido sólo por Grunty, un tercer complemento de su espectacular eficiencia como tripulación. Era orgánico, y estaba relacionado con la propulsión estelar.
Los motores de reacción estaban olvidados desde hacía mucho tiempo. La llamada propulsión «de torsión» sólo se usaba de modo experimental en caso de urgencia en ciertas naves de guerra, puesto que en ese caso el costo no era problema. La Ácaro Estelar 439, como la mayoría de las naves estelares, usaba para su propulsión una planta de ER. Como el transistor, el generador de Estasis Referencial es muy sencillo de construir y muy difícil de explicar. Los cálculos necesarios para hacerlo bordean el misticismo, y la teoría contiene ciertas imposibilidades que se pasan por alto en la práctica. El efecto consiste en trasladar la zona de estasis de la nave y todo lo que hay dentro de un punto de referencia a otro. Por ejemplo, una nave apoyada en la superficie de la Tierra está en estasis con relación al suelo sobre el que descansa. Lanzar la nave en estasis con relación al centro de la Tierra equivale a darle al instante una velocidad real similar a la de la superficie del planeta alrededor del núcleo, unos mil seiscientos kilómetros por hora. El estasis con relación al sol saca la Tierra de debajo de la nave a la velocidad orbital de la Tierra. El estasis CG «mueve» la nave a la velocidad angular del sol alrededor del centro galáctico. Se puede usar el arrastre galáctico, así como cualquier centro masivo simple o complejo en este universo en expansión. Hay resultantes y hay multiplicadores, y las velocidades reales pueden ser enormes. Pero la nave está siempre en estasis, de modo que nunca hay un factor de inercia.
El único inconveniente del ER es que los desplazamientos de un referente a otro siempre hacen perder el conocimiento a la tripulación por razones psiconeurológicas. El período de desvanecimiento varía ligeramente entre los individuos de una a dos horas y media. Pero alguna anomalía en el corpachón de Grunty reducía esos períodos de desmayo a treinta o cuarenta minutos, mientras que Rootes estaba siempre desvanecido dos horas o más. Por la manera de ser de Grunty, aquellos momentos de aislamiento constituían una necesidad vital, pues un hombre debe de vez en cuando ser él mismo, cosa que Grunty no era si estaba acompañado. Pero después de los desplazamientos del estasis Grunty tenía más o menos una hora para sí mientras su capitán yacía abierto de brazos y piernas en la camilla de los desmayos, y dedicaba esa hora a comuniones de su propio agrado. A veces eso significaba sólo un buen libro.
Ésa era, entonces, la tripulación escogida para llevar la nave prisión. Habían estado más tiempo juntos que cualquier otra tripulación del Servicio Espacial. Su historial mostraba una eficacia métrica y una resistencia al debilitamiento físico y psíquico jamás vista en un oficio donde el encierro estrecho durante viajes largos era considerado un riesgo. En el espacio, los turnos se seguían tranquilamente, y los aterrizajes se hacían en horario y sin incidentes. En puerto, Rootes salía rugiendo hacia los antros de perdición en los que se revolcaba ruidosamente hasta una hora antes del despegue, mientras que Grunty buscaba una librería.
Estaban contentos de haber sido elegidos para el viaje a Dirbanu. A Rootes no le producía ningún remordimiento llevarse el nuevo deleite de la Tierra, dado que él era uno de los pocos inmunes a él. («Bonitos», dijo cuando los vio.) Grunty simplemente gruñó, pero lo mismo hicieron todos los demás. Rootes no se dio cuenta, y Grunty no comentó el hecho evidente de que aunque la expresión de asombro de los tortolitos ante la presencia de los otros en todo caso se había agudizado, su placer extremo ante la Tierra y las cosas de la Tierra había desaparecido. Estaban encerrados, firme pero cómodamente, en la cabina trasera, detrás de una nueva puerta transparente, para poder observar todos sus movimientos desde la cabina principal y la consola de mando. Iban sentados muy juntos, abrazados, y aunque la radiante alegría que les producía el contacto no había disminuido nunca, era un placer ensombrecido, una belleza lacrimosa como una música desgarradora.

El impulso ER apoyó la mano en la luna y saltaron lejos. Grunty salió del desmayo y encontró todo muy tranquilo. Los tortolitos seguían abrazados, con aspecto muy humano si no fuera por la posición de los párpados que cerraban hacia arriba y no hacia abajo como los de los terrestres. Rootes estaba despatarrado lánguidamente en la otra camilla, y Grunty asintió al verlo. Apreciaba profundamente el silencio, dado que Rootes había llenado la pequeña cabina con su cháchara primitiva sobre las conquistas portuarias, detalle por detalle, con pelos y señales, durante las dos horas que precedieron a la partida. Era una rutina que a Grunty le resultaba especialmente aburrida, en parte por el contenido, que no le interesaba nada, pero sobre todo por su inevitabilidad. Hacía mucho tiempo que Grunty había notado que esos recitados, a pesar de todos los detalles, daban más sensación de hambre que de saciedad. Tenía sus propias conclusiones sobre el tema pero, como era característico en él, se las guardaba. Pero dentro, sus torbellinos de palabras podían darles muy buena forma, y lo hacían. «¡Y si vieras cómo gemía!», salmodiaba Rootes. «¿Cobrarme? Ella me dio dinero. ¿Y qué hice con él? ¡Pues compré más de lo mismo.» ¡Y lo que podías comprar por un shekel de ternura, mi príncipe!, cantaron sus silenciosas palabras. «... por el suelo y alrededor de la alfombra hasta que pensé que íbamos a subir por la pared. ¡Qué cargado estaba, Grunty, qué cargado!» Pobrecito, dijo el silencioso susurro, tu pobreza es tan grande como tu alegría y diez veces más pequeña que tu ruido vacío. Una de las cosas que más placer daban a Grunty era el hecho de que ese tipo de murmullo se limitaba al primer día en el espacio; casi no ensayaba ninguna otra palabra hasta la siguiente salida, aunque estuviese a muchos meses de distancia. Chíllame de amor, querido ratón, reían sus palabras. Súbete a tu queso y mordisquea tu sueño. Después, aburrido: Pero oh, este tesoro que llevo es una carga demasiado pesada para que la arrastre tu resonante vacío.
Grunty dejó el sofá y fue a los mandos. Los rumbos prefijados fueron cotejados con los indicadores. Los anotó y preparó el mando del buscador para localizar cierto nexo de masa en la Nebulosa del Cangrejo. Aquello sonaría cuando estuviese listo. Con el botón que había al lado de su camilla puso el interruptor para el cierre final y fue a popa a esperar.
Como no tenía nada más que hacer, se quedó mirando a los tortolitos.
Estaban muy quietos, pero el amor los impregnaba de tal manera que lo expresaban con su propia postura. Los cuerpos laxos se anhelaban mutuamente, y la mano del alto parecía derramarse hacia los dedos de su ser querido, como los andrajos de una tela rota que se esfuerzan por recuperar la unidad. Y así como su humor era triste, también lo era su postura, la de ambos y la de cada uno, y la expresaban juntos y por separado, y cada uno de ellos, silenciosamente, habló a través del otro de la pérdida que habían sufrido, y de cómo esa pérdida aseguraba otras mayores en el futuro. Despacio, esa imagen fue invadiendo el pensamiento de Grunty, y sus palabras la recogieron y la atravesaron y la alisaron, y finalmente murmuraron: Cepillad el polvo de la tristeza del futuro. Ya tenéis tristeza suficiente. El dolor sólo debe vivir después de nacer, no antes.
Sus palabras cantaron:

Ven y llena la copa y en el fuego de la primavera
arroja tu invernal ropa de arrepentimiento.
El pájaro del tiempo tiene poca distancia
que aletear, y el pájaro ya está volando.

y agregó Omar Khayyam, nacido hacia 1073, pues también ésa era una de las funciones de las palabras.
Y entonces se paralizó de terror; sus manazas se levantaron convulsivamente y arañaron el vidrio de aquella prisión...
Los tortolitos le sonreían.
Le sonreían, y en sus caras y en sus cuerpos no había tristeza.
¡Lo habían oído!
Echó una mirada convulsiva a la forma inconsciente del capitán y después a los tortolitos.
Que se recuperaran tan rápidamente del desmayo era, como mínimo, una intromisión; pues los momentos de soledad eran preciosos y más que preciosos para Grunty, y bajo la atenta mirada de aquellos ojos enjoyados no le servirían para nada. Pero aquello era poca cosa comparado con eso otro, con el hecho terrible de que oían.
Las razas telepáticas no eran comunes, pero existían. Y lo que ahora experimentaba era lo que invariablemente ocurría cuando los seres humanos encontraban una. Él sólo podía transmitir; los tortolitos sólo podían recibir. ¡Y no debían recibirlo! Nadie debía. Nadie debía saber lo que él era, lo que pensaba. Si alguien lo sabía, sería un desastre insoportable. Significaría el fin de los viajes con Rootes. Lo que implicaría, por supuesto, no viajar con nadie. ¿Y cómo podría vivir... adónde podría ir?
Se volvió hacia los tortolitos. Mostró los dientes. Con los labios blancos, mostrando los dientes, soltó un gruñido de pánico y de furia. Por un instante de extrema tensión les sostuvo la mirada. Los tortolitos se apretaron aún más uno contra el otro y juntos lo observaron con una expresión radiante, ansiosa y amistosa que le hizo rechinar los dientes.
Entonces, en la consola, sonó el buscador.
Grunty se alejó de la puerta transparente y fue hasta su camilla. Se acostó y acercó el pulgar al botón.
Detestaba a los tortolitos, y no sentía ninguna alegría. Apretó el botón, la nave entró en otro estasis y él se desmayó.

Pasó el tiempo.
-¡Grunty!
-¿Les diste de comer durante este turno?
-No.
-¿Durante el turno anterior?
-No.
-¿Qué te pasa, mudo cabrón? ¿De qué esperas que vivan?
Grunty lanzó una incendiaria mirada de odio hacia popa.
-Del amor -dijo.
-Dales de comer -dijo Rootes, bruscamente. Sin decir una palabra, Grunty se puso a preparar una comida para los prisioneros. Rootes se quedó en el centro de la cabina, con los puños pequeños y duros en las caderas, con la reluciente cabeza castaño rojiza ladeada, mirando cada movimiento.
-Nunca tenía que decirte nada -gruñó Rootes, medio dolorido y medio preocupado-. ¿Estás enfermo?
Grunty dijo que no con la cabeza. Abrió dos latas y las puso a calentar y sacó los tubos para tomar agua.
-¿Tienes rabia a esa pareja de luna de miel o qué?
Grunty apartó la mirada.
-Llegarán a Dirbanu vivos y sanos, ¿me oyes? Si se enferman, juro que tú te enfermarás. Me encargaré de que eso ocurra. No me crees problemas, Grunty, o me lo pagarás. Nunca te azoté, pero ya lo haré.
Grunty llevó la bandeja a popa.
-¿Me oyes? -gritó Rootes.
Grunty asintió sin volver la cabeza. Tocó el control y una pequeña ventana de comunicación se abrió en la pared de vidrio. Metió por ella la bandeja. El tortolito más alto se acercó y aceptó la bandeja con avidez, con gracia, y le dirigió una deslumbrante sonrisa de agradecimiento. Grunty soltó un gruñido gutural, como un carnívoro. El tortolito volvió con la bandeja hasta donde estaban sentados y empezaron a comer, ofreciéndose mutuamente pequeños bocados.
Un nuevo estasis y Grunty salió luchando del desmayo. Se sentó bruscamente y miró alrededor. El capitán estaba despatarrado sobre los almohadones, formando con el cuerpo compacto y el brazo extendido esa imagen relajada, de resorte de acero que por lo general sólo se ve en los gatos dormidos. Los tortolitos, aunque profundamente inconscientes, parecían partes componentes de un todo, el pequeño en la camilla, el alto en la cubierta, boca abajo, con el brazo estirado, suplicante.
Grunty soltó un bufido y se levantó. Atravesó la cabina y se quedó mirando de cerca a Rootes.
El colibrí es una avispa, dijeron sus palabras. Zumba y pasa como una flecha, silba y desaparece como un relámpago. Veloz e hiriente, hiriente...
Se quedó un rato inmóvil mientras los enormes
músculos de los hombros chocaban unos contra otros y la boca le temblaba.
Miró a los tortolitos, que seguían quietos. Entornó despacio los párpados.
Las palabras rodaron y subieron y se ordenaron:

Gracias al amor he aprendido tres cosas,
que trae dolor, pecado y muerte.
Pero día a día el corazón en mi pecho
se atreve a la pena y el dolor, la muerte y el pecado...

Y se apresuró a agregar Samuel Ferguson, nacido en 1810. Lanzó una mirada iracunda a los tortolitos y descargó el puño en la palma de la mano haciendo un ruido parecido al que hace un garrote al golpear un hormiguero. Habían vuelto a oírlo, y esta vez no sonrieron; se miraron a los ojos y se volvieron juntos para contemplarlo, asintiendo con gravedad.
Rootes empezó a revisar los libros de Grunty, hojeándolos y desechándolos. Era la primera vez que los tocaba.
-Qué porquería -se burló-. El jardín del Plynck. El viento en los sauces. El gusano Uroboros. Cosas de niños.
Grunty avanzó torpemente y con paciencia recogió los libros que el capitán había arrojado al suelo y los volvió a poner uno a uno en su sitio, acariciándolos como si los hubieran magullado.
-¿No tienes nada con fotos?
Grunty lo miró en silencio un instante y después sacó un volumen alto. El capitán se lo arrancó de las manos y lo hojeó.
-Montañas -gruñó-. Casas viejas. -Pasó más páginas-. Malditos barcos. -Estrelló el libro contra la cubierta-. ¿No tienes nada de lo que yo quiero?
Grunty esperó con atención.
-¿Necesitas que te haga un dibujo? -rugió el capitán-. Tengo el viejo gusanillo, Grunty. Tú no te enteras. Me dan ganas de mirar fotos, ¿entiendes?
Grunty le clavó la mirada, sin mostrar ninguna expresión, pero por dentro lo atenazaba el pánico. El capitán nunca, nunca se comportaba así en pleno viaje. Se daba cuenta de que la situación iba a empeorar. Mucho. Y enseguida.
Lanzó a los tortolitos una mirada despiadada, sanguinaria. Si no estuvieran a bordo...
No podía esperar. No en esas circunstancias. Algo había que hacer. Algo...
-Vamos, vamos -dijo Rootes-. Hasta un imbécil como tú debe de tener algo para divertirse.
Grunty volvió la cabeza, cerró con fuerza los ojos durante un atormentado segundo y después se calmó. Pasó la mano por los libros, vaciló y finalmente sacó uno grande y pesado. Se lo entregó al capitán y fue hasta la consola. Allí se desplomó junto al archivo de cintas de computadora, fingiendo hacer algo.
El capitán se sentó en la camilla de Grunty y abrió el libro.
-Miguel Ángel, qué demonios es esto -masculló. Gruñó casi como su compañero de viaje-. Estatuas -susurró con hiriente desdén. Pero finalmente se calló y se puso a hojear y a mirar con atención.
Los tortolitos lo miraban con ternura triste, y entonces, juntos, lanzaron suplicantes miradas a la enfadada espalda de Grunty.
El modelo de la matriz de la Tierra pasó entre los dedos de Grunty, y de repente rompió la cinta en dos y después en cuatro. La Tierra era un sitio asqueroso. No hay nada, pensó, como el conservadurismo de la licencia. Dada una cultura de sibaritas, con una infinita libertad de elección de estímulos mecánicos, lo que se consigue es un pueblo de inflexible y rígida formalidad, un pueblo con pocos peto masivos tabúes, un pueblo de mentalidad impresionable, estrecha, remilgada que acata las normas, incluso las normas de sus calculadas depravaciones, y protege sus preciadas y especializadas mojigaterías. En un grupo así hay palabras que uno quizá no dice por miedo a las burlas, colores que uno quizá no usa, gestos y entonaciones a los que hay que renunciar para que no lo despedacen a uno. Las normas son complejas y absolutas, y en un sitio así el corazón no puede cantar, para que la libre y cálida felicidad no nos traicione.
Y si quieres disfrutar de ese tipo de alegría, si quieres libertad para ser tú mismo, tienes que irte al espacio... a la rutilante y oscura soledad. Y dejar pasar los días, y dejar pasar el tiempo, y acurrucarte debajo de tu impenetrable tegumento y esperar, y esperar, y muy, muy de vez en cuando te llega ese momento de solitaria conciencia cuando no hay nadie cerca que pueda verte; y entonces das rienda suelta a todo lo que llevas dentro y bailas o lloras o te retuerces el pelo hasta que te arden los ojos o haces cualquiera de las otras cosas que tu carácter tan poco conformista exige con avidez.
A Grunty le llevó media vida descubrir esa libertad: conservarla merecía cualquier precio. Ni las vidas ni la diplomacia interplanetaria ni la Tierra compensaban esa pérdida espantosa.
Y perdería la libertad si alguien se enterara, y los tortolitos ya se habían enterado.
Se apretó las manos hasta que le crujieron los nudillos. Dirbanu, leyendo todo en las ardientes mentes de los tortolitos; Dirbanu transmitiendo la noticia entre las estrellas; el rugido de la reacción, y entonces Rootes, Rootes, cuando recibiese el enorme y feo impacto...
Muy bien, que Dirbanu se ofenda. Que la Tierra acuse a la nave de torpeza, incluso de traición... todo menos la hiriente información que habían robado los tortolitos.

Otro nuevo estasis, y el primer pensamiento de Grunty al recuperar el conocimiento en la nave silenciosa fue Tiene que ser pronto.
Se levantó de la camilla y lanzó una mirada de odio a los inconscientes tortolitos. Los indefensos tortolitos.
Aplástales la cabeza.
Después Rootes... ¿Qué le diría a Rootes? ¿Que los tortolitos lo habían atacado, que habían tratado de apoderarse de la nave?
Sacudió la cabeza como un oso en una colmena. Rootes nunca creería eso. Aunque los tortolitos abriesen la puerta, cosa imposible, era más que ridículo imaginar que esas cosas delgadas y vivarachas atacasen a alguien, sobre todo a un enemigo tan fuerte y macizo.
¿Veneno? No, en las eficientes e indefectiblemente beneficiosas bodegas de alimentos no había nada que sirviese.
Su mirada se desvió hasta el capitán y se quedó paralizado.
¡Por supuesto!
Corrió al armario personal del capitán. Tenía que haber sabido que un gallito como Rootes no podría vivir, no podría alardear ni pavonearse si no tuviera un arma. Y si era el tipo de arma que elegiría un hombre así...
Mientras buscaba, un movimiento le llamó la atención.
Los tortolitos estaban despiertos. Eso no tenía importancia.
Les dirigió una sonora y fea carcajada. Los tortolitos se encogieron uno contra el otro y se les iluminaron los ojos.
Sabían.
Grunty tuvo conciencia de que de repente estaban muy ocupados, tan ocupados como él. Y entonces encontró la pistola.
Era una cosa pequeña y cómoda, suave e íntima en la mano. Era exactamente lo que había supuesto, lo que había esperado... exactamente lo que necesitaba. Era silenciosa. No dejaría marcas. Ni siquiera hacía falta apuntar bien. Sólo un toque de aquella salvaje radiación y de pronto los axones de todo el cuerpo se negarían a transmitir los impulsos nerviosos. Ningún pensamiento sale del cerebro, y deja de producirse para siempre toda contracción del corazón o de los pulmones. Y después no queda ninguna señal de que se haya usado esa arma.
Fue hasta la ventanilla por donde les pasaba los alimentos con la pistola en la mano. Cuando despierte, los dos estarán muertos, pensó. No pudieron recuperarse del desmayo del estasis. Qué pena. Pero nadie tiene la culpa, ¿verdad? Nunca habíamos llevado pasajeros de Dirbanu. ¿Cómo podríamos saberlo?
Los tortolitos, en vez de retroceder asustados, se habían acercado a la ventanilla con rostros suplicantes, haciendo señas con manos delicadas, tratando frenéticamente de transmitir algo.
Tocó el mando y el panel se deslizó hacia un lado.
El tortolito más alto sostenía algo en alto como para protegerse. El otro señalaba esa cosa y asentía con urgencia, y le dirigió una de aquellas sonrisas detestables e inquietantemente dulces.
Grunty levantó la mano para barrer aquella cosa, y entonces se detuvo.
La cosa era un papel.
Dentro de Grunty despertó toda la crueldad del género humano. Una especie que no puede protegerse no merece vivir. Levantó la pistola.
Y entonces vio los dibujos.
Económicos y exactos, y a pesar del tema hechos con la inefable gracia de los propios tortolitos, los dibujos mostraban tres figuras:
El propio Grunty, descomunal, impasible, los ojos brillantes, las piernas como troncos y los hombros encorvados.
Rootes, en una postura tan característica y tan hábilmente realizada que Grunty ahogó un grito. Nítida y limpia, la imagen de Rootes tenía un pie en una silla, los dos codos en la rodilla levantada y la cara ladeada. Los ojos centelleaban en el papel.
Y una muchacha.
Era hermosa. Tenía los brazos detrás de la espalda, los pies ligeramente separados y la cara un poco inclinada hacia abajo. Tenía una mirada intensa y estaba pensativa, y verla implicaba callar, esperar a que aquellos párpados se levantaran y rompieran el hechizo.
Grunty arrugó el ceño y titubeó. Levantó la desconcertada mirada de los dibujos exquisitos y encontró los rostros suplicantes, fervientes, ansiosos y esperanzados de los tortolitos.
El tortolito puso un segundo papel contra el vidrio.
Estaban las mismas tres figuras, idénticas en todo a las anteriores, salvo en un detalle: estaban desnudas.
Se preguntó cómo hacían para conocer tan bien la anatomía humana.
Antes de que pudiese reaccionar apareció otra hoja.
Esta vez eran los tortolitos, el alto y el bajo, de la mano. Y junto a ellos había una tercera figura, más o menos parecida, pero pequeña, rechoncha y con brazos grotescamente cortos.
Grunty miró las tres hojas, una tras otra. Había algo... algo...
Y entonces el tortolito sacó el cuarto dibujo, y lenta, lentamente, Grunty empezó a entender. En el último dibujo los tortolitos aparecían exactamente como antes, salvo que estaban desnudos, lo mismo que la pequeña criatura que había al lado. Nunca había visto a tortolitos desnudos. Quizá nadie los hubiese visto.
Despacio, bajó la pistola. Empezó a reír. Metió las manos por la ventanilla y estrechó las manos de los tortolitos, que se echaron a reír con él.

Rootes se desperezó con los ojos cerrados, apretó la cara contra la camilla y se volvió boca arriba. Dejó caer los pies sobre la cubierta, sostuvo la cabeza entre las manos y bostezó. Sólo entonces se dio cuenta de que Grunty estaba de pie a su lado.
-¿Qué te pasa?
Siguió la mirada torva de Grunty. La puerta de vidrio estaba abierta.
Rootes se levantó de un salto, como si la camilla se hubiera puesto al rojo vivo.
-¿Dónde... qué...?
La cara de Grunty apuntaba hacia el mamparo de estribor. Rootes giró hacia allí, haciendo equilibrio sobre las plantas de los pies como si estuviera boxeando. Su cara lisa brillaba bajo el resplandor rojo de la luz que había sobre la cámara estanca.
El bote salvavidas... ¿Quieres decir que se apoderaron del bote salvavidas? ¿Que se fugaron? Grunty asintió.
Rootes mantuvo la cabeza erguida.
-Ah, muy bien -protestó. De repente se acercó a Grunty-. ¿Y dónde estabas tú cuando ocurrió eso?
-Aquí.
-Bueno, ¿qué demonios pasó?
Rootes estaba al borde de la histeria.
Grunty se golpeó el pecho.
-¿No me estarás queriendo decir que los dejaste escapar?
Grunty asintió y esperó... no mucho tiempo.
-Te voy a quemar -rugió Rootes-. Te voy a degradar tanto que vas a tener trepar una docena de años antes de poder conseguir trabajo de barrendero en un cuartel. Y cuando haya acabado contigo te entregaré al Servicio. ¿Qué crees que te harán? ¿Qué crees que me harán a mi?
Saltó hacia Grunty y le descargó un golpe duro y cortante en la mejilla. Grunty no levantó las manos y no hizo nada para evitar el puñetazo. Se quedó inmóvil, esperando.
-Quizá esos dos fueran criminales, pero eran ciudadanos de Dirbanu -rugió Rootes cuando recuperó el aliento-. ¿Cómo vamos a explicar esto a Dirbanu? ¿Te das cuenta de que esto puede significar una guerra?
Grunty dijo que no con la cabeza.
-¿Qué quieres decir? Sabes algo. Te conviene hablar mientras puedas. Vamos, genio, ¿qué contaremos a las autoridades de Dirbanu?
Grunty señaló la celda vacía.
-Muertos -dijo.
-¿Para qué servirá decir que están muertos? No lo están. Aparecerán algún día...
Grunty negó con la cabeza. Señaló la carta estelar. Dirbanu aparecía como el cuerpo más cercano. No había ningún planeta habitable en un radio de miles de parsecs.
-¡No fueron a Dirbanu!
-No.
-Maldita sea, sacarte algo es como poner remaches. En ese bote salvavidas o van a Dirbanu, cosa imposible, o hacia las estrellas del Borde, quizá durante años. ¡Eso es todo lo que pueden hacer! Grunty asintió.
-¿Y crees que Dirbanu no les seguirá la pista, que no los capturará?
-No tienen naves.
-¡Claro que tienen naves!
-No.
-¿Te lo dijeron los tortolitos?
Grunty dijo que sí con la cabeza.
-¿Quieres decir que la nave que destruyeron y la que usó el embajador era todo lo que tenían?
-Sí.
Rootes iba y venía por la cubierta.
-No lo entiendo. No me cabe en la cabeza. ¿Por qué lo hiciste, Grunty?
Grunty se quedó un momento mirando la cara de Rootes. Entonces fue a la mesa de computación. Rootes no tuvo más remedio que seguirlo. Grunty desplegó los cuatro dibujos.
-¿Qué es eso? ¿Quién los hizo? ¿Ellos? ¿Qué sabes? ¡Maldita sea! ¿Quién es la chica?
Grunty, pacientemente, señaló los cuatro dibujos con un movimiento. Rootes los miró, perplejo, miró un ojo de Grunty, después el otro, sacudió la cabeza y volvió a concentrarse en los dibujos.
-Éste está bien -murmuró-. Ojalá supiera que podían dibujar así.
Grunty volvió a atraer la atención de Rootes hacia todos los dibujos y no sólo hacia el que le fascinaba.
-Ése eres tú y ése soy yo. ¿Verdad? Después está esa chica. Y aquí estamos otra vez, totalmente desnudos. Dios mío, qué esqueleto. Está bien, está bien, ya miro los demás. Éstos son los prisioneros, ¿no es así? ¿Y quién es ese gordito?
Grunty le enseñó el cuarto dibujo.
-Ah -dijo Rootes-. Aquí están todos desnudos. Ajá.
De repente soltó un grito y miró el dibujo más de cerca. Entonces, rápidamente, miró las cuatro fotos en orden. Empezó a ruborizarse. Finalmente puso el dedo sobre el dibujo del extraterrestre gordito.
-Éste es... de Dirbanu..: Grunty asintió.
-Una hembra.
-Entonces esos dos... eran...
Grunty asintió.
-¡Es eso, entonces! -chilló Rootes, furioso-. ¿Quieres decir que hemos estado transportando todo el tiempo una pareja de malditos mariquitas? ¡Si lo hubiera sabido los habría matado!
-Sí.
Rootes lo miró con creciente respeto y con considerable diversión.
-¿Así que te deshiciste de ellos para que yo no tuviera que matarlos y arruinar todo? -Se rascó la cabeza-. Bueno, que me lleve el diablo. Después de todo, tienes ahí arriba una máquina de pensar. Si algo no soporto es a un invertido.
Grunty asintió.
-Ahora está claro -dijo Rootes-. Muy claro. Sus hembras no se parecen nada a los machos. Comparadas con ellas, nuestras mujeres son prácticamente idénticas a nosotros. Así que llega el embajador y encuentra lo que aparenta ser un planeta lleno de maricas. Sabe que no es cierto, pero no soporta el espectáculo. Así que regresa a Dirbanu, y Dirbanu le vuelve la espalda a la Tierra.
Grunty asintió.
-Entonces estos sodomitas huyen a la Tierra, pensando que allí se sentirían a gusto. Y casi lo consiguieron. Dirbanu los reclama porque no quiere que gente como ésa represente a su planeta. No les echo la culpa. ¿Cómo te sentirías tú si el único terrestre en Dirbanu fuera. un bujarrón? ¿No querrías sacarlo de allí rápidamente?
Grunty no dijo nada.
-Y ahora -dijo Rootes- tenemos que comunicar la buena noticia a Dirbanu.
Fue hasta el comunicador.
Tardó un tiempo sorprendentemente corto en contactar con el planeta hermético. Dirbanu acusó recibo y envió un saludo cifrado. El descodificador encima de la consola imprimió el mensaje:
SALUDOS ÁCARO ESTELAR 439. ESTABLEZCA ÓRBITA. ¿PUEDE SOLTAR LOS PRISIONEROS SOBRE DIRBANU? NO HACEN FALTA PARACAÍDAS.
-Uf -dijo Rootes-. Qué gente agradable. Eh, ¿te das cuenta de que no nos invitan a bajar? Nunca pensaron dejarnos aterrizar. Bueno, ¿qué les decimos de sus chicos perfumados?
-Muertos -dijo Grunty.
-Sí -dijo Rootes-. De todos modos es lo que quieren.
Envió rápidamente el mensaje.
Unos minutos más tarde la respuesta salió repiqueteando del descodificador.
ATENCION: VAMOS A HACER UN BARRIDO TELEPÁTICO. TENEMOS QUE COMPROBARLO. LOS PRISIONEROS PUEDEN FINGIR ESTAR MUERTOS.
-Ajá -dijo el capitán-. Aquí empiezan nuestros problemas.
-No -dijo Grunty con calma.
-Pero su detector localizará... ah, ya entiendo a qué te refieres. No hay señales de vida. Lo mismo que si no estuvieran aquí.
-Sí.
El descodificador volvió a hacer ruido.
DIRBANU AGRADECIDO. CONSIDERAMOS MISIÓN CONCLUIDA. NO QUEREMOS LOS CUERPOS. PUEDEN COMERLOS.
Rootes hizo una arcada.
-Costumbre -dijo Grunty.
El descodificador siguió haciendo ruido.
AHORA PREPARADOS PARA ACUERDO RECÍPROCO CON LA TIERRA.
-Volvemos a casa cubiertos de gloria -dijo Rootes, exultante.
Contestó:
LA TIERRA TAMBIÉN ESTÁ PREPARADA. ¿QUÉ SUGIERE DIRBANU
El descodificador hizo una pausa y después escribió:
QUE LA TIERRA NO SE META CON DIRBANU Y DIRBANU NO SE METERÁ CON LA TIERRA. NO ES UNA SUGERENCIA. ENTRA EN VIGOR INMEDIATAMENTE.
-¡Qué pandilla de cabrones!
Rootes se puso a teclear en el codificador, y aunque dieron vueltas alrededor del planeta a una respetuosa distancia durante casi cuatro días, no recibieron ninguna otra respuesta.

Lo último que dijo Rootes antes de entrar en el primer estasis camino de casa, fue:
-Bueno, me gusta pensar en esos dos afeminados alejándose en el bote salvavidas. Ni siquiera podrán morirse de hambre. Estarán allí encerrados durante años antes de llegar a un sitio donde puedan bajar.
Las palabras seguían resonando en la mente de Grunty cuando logró salir del desmayo. Miró hacia popa, donde estaba la mampara de vidrio, y sonrió recordando. «Durante años», murmuró. Las palabras ondularon y giraron en su cabeza, y dijeron:

... Sí; el amor exige espacio focal
de recuerdos y de esperanza,
antes de medir su propio alcance.
¡Volando, volando llega la muerte a mostrar
que amamos mucho más de lo que sabemos!

Después, diligentemente, se formaron estas palabras: Coventry Patmore, nacido en 1823.
Se levantó despacio y se desperezó, encantado con su preciosa privacidad. Fue hasta la otra camilla y se sentó en el borde.
Durante un rato miró el rostro inconsciente del capitán, observándolo con gran ternura y con suma atención, como una madre con su bebé.
Sus palabras dijeron: ¿Por qué tenemos que amar donde cae el relámpago y no donde nosotros elegimos?
Y después agregaron: Pero me alegro de que seas tú, pequeño príncipe. Me alegro de que seas tú.
Alargó la enorme mano y, con la suavidad de una pluma, acarició los labios dormidos.


Mejor no lo leas. Lo digo en serio. No, ésta no es una de esas historias «que pueden ocurrirte a ti». Es mucho peor. Quizá te esté ocurriendo en este mismo momento. Y no te enterarás hasta que haya terminado. Por la propia naturaleza de las cosas, no puedes enterarte.
(Realmente, ¿a cuánto ascenderá la población?) Por otra parte, que te lo cuente quizá no cambie nada las cosas. Una vez que te acostumbres a la idea quizá hasta puedas relajarte y disfrutarla. Sabe Dios que hay mucho de que disfrutar -repito-, debido a la propia naturaleza de las cosas.
Muy bien, si crees que estás en condiciones de escuchar la historia...
La conocí en un restaurante. Quizá te suene: Murphy's: Tiene un enorme bar ovalado y después un tabique. Del otro lado del tabique hay mesas pequeñas, después un pasillo, después reservados.
Gloria estaba sentada en una de esas mesas pequeñas. De todos los reservados, sólo dos estaban ocupados; de todas las otras mesas pequeñas sólo lo estaba _una, así que yo tenía mucho espacio.
Pero sólo había un sitio donde podía ir a sentarme: la mesa de ella. Eso fue porque, cuando vi a Gloria, ya no hubo nada más en el mundo. Nunca me pasó nada parecido. Caí muerto. Solté el maletín y la miré. Tenía pelo brillante, de color castaño rojizo, y piel aceitunada. Su nariz era fina, respingona, y su boca muy dibujada, con labios carnosos. Sus ojos tenían el color del ron batido con manteca, y eran profundos como una noche de montaña.
Sin quitarle los ojos de la cara, busqué a tientas una silla y me senté frente a ella. Me había olvidado de todo. Hasta de que tenía hambre. Pero Helen no se había olvidado. Helen era la jefa de camareras y una persona sensacional. Era cuarentona y feliz. No sabía mi nombre pero solía llamarme «El Hambriento». Nunca tenía que pedir nada. Al entrar me llenaba un vaso de cerveza y mandaba preparar dos porciones de la especialidad del día en una bandeja grande. Llegó con la cerveza, recogió mi maletín y fue a buscar la comida. Yo seguí mirando a Gloria, que a esas alturas mostraba un considerable asombro y algo de respeto. El respeto, me dijo más tarde, sólo se debía al tamaño de mi vaso de cerveza, pero no estoy del todo convencido.
Ella habló primero.
-¿Haciendo un inventario?
Tenía una de esas voces poco comunes que convierten en ruido todos los demás sonidos. Asentí. Tenía barbilla redonda, muy ligeramente hendida, pero las articulaciones de la mandíbula eran cuadradas.

Creo que estaba un poco nerviosa. Bajó la mirada -me encantó porque pude ver lo largas que eran sus pestañas- y pinchó con el tenedor en la ensalada. Levantó de nuevo la mirada, esbozando una sonrisa. Sus dientes se tocaron punta con punta. Había leído sobre eso pero nunca lo había visto.
-¿Qué ocurre? -preguntó-. ¿He hecho una conquista?
Volví a asentir.
-Claro que sí.
-¡Excelente!
-Te llamas Gloria -dije con toda seguridad.
-¿Cómo lo sabías?
-Era inevitable.
Me miró detenidamente, los ojos, la frente, los hombros.
-Si te llamas Leo me pongo a gritar.
-Empieza ya. Pero ¿por qué?
-Siempre pensé que conocería a un hombre llamado Leo y...
Helen anuló el efecto de varios meses de buenas relaciones entre los dos trayéndome el almuerzo en ese preciso instante. Gloria abrió de par en par los ojos al verlo.
-Debes de ser muy aficionado a la langosta a la holandesa.
-Me gustan todas las cosas sutiles -dije-, y me gustan en grandes cantidades.
-Nunca conocí a nadie como tú -dijo ella con franqueza.
-Nunca hubo nadie como tú.
-Oh.
Agarré el tenedor.
-Claro que no. Si hubiera, seríamos una raza. -Saqué un poco de langosta-. ¿Tendrías la amabilidad de mirar con atención mientras como? Parece que no puedo dejar de mirarte y tengo miedo de pincharme la cara con el tenedor.
Gloria soltó un riplido. No era una risita ni un resoplido. Era un verdadero riplido de Lewis Carroll. Son muy poco frecuentes.
-Miraré.
-Gracias. Y mientras miras dime qué es lo que no te gusta.
-¿Lo que no me gusta? ¿Por qué?
-Quizá me pase el resto de la vida descubriendo qué cosas te gustan y haciéndolas contigo. Así que deshagámonos de todo lo accesorio.
Gloria se echó a reír.
-Muy bien. No me gusta la tapioca porque me hace sentir que llamo la atención mirándola de esa manera. No me gustan los muebles con botones en el tapizado; las cortinas de encaje que se superponen; el estampado de florecitas, los corchetes y los broches de presión donde tendría que haber cremalleras; ese director de orquesta con los saxofones acaramelados y el hermano que canta al estilo tirolés; los hombres con ropa de tweed que fuman en pipa; la gente que no me puede mirar a los ojos cuando miente; la ropa para la noche; la gente que prepara mezclas con whisky escocés... vaya, qué rápido comes.
-Lo hago para deshacerme del apetito y empezar a comer por razones estéticas. Me gusta esa lista.
-¿Qué no te gusta a ti?
-No me gustan los intelectuales hombres de letras con sus conversaciones sobrecargadas de citas. No me gustan los bañadores que no dejan entrar el sol y no me gusta el tiempo que no deja sacar los bañadores. No me gusta la comida salada; las muchachas pegajosas; la música que no va a ninguna parte o que no construye nada; las personas que se han olvidado de asombrarse como niños; los coches diseñados para ser más aerodinámicos cuando van marcha atrás que cuando van hacia adelante; las personas que son capaces que probar cualquier cosa una vez pero que tienen miedo de probarla dos veces y tomarle el gusto; y los escépticos profesionales.
Volví a concentrarme en el almuerzo.
-Brillante -dijo-. Aquí está sucediendo algo notable.
-Deja que suceda -le advertí-. No importa lo que sea, ni por qué. No hagas como aquel que tiró una bombilla al suelo para ver si era frágil.
Pasó por allí Helen y le pedí un Slivovitz.
-¡Brandy de ciruelas! -gritó Gloria-. ¡Me encanta!
-Lo sé. Es para ti.
-Algún día te vas a equivocar -dijo de pronto Gloria, triste-, y va a ser muy feo.
-Será muy bueno. Será la diferencia entre la armonía y el contraste, eso es todo.
-Leo…
-¿Mm?
Gloria me miró directamente, y la mirada era tan cálida que la sentí en la cara.
-Nada. Sólo estaba diciendo la palabra. ¡Leo!
Me atraganté con algo, no con la langosta. Pero enseguida se me pasó.
-No tengo ningún chiste para eso. No lo puedo superar. No lo puedo igualar, Gloria.
Se dijo otra cosa, pero sin palabras.
Todavía no hay palabras para esa cosa. Después ella alargó el brazo por encima de la mesa y me tocó con las puntas de los dedos. Vi colores.
Me levanté para irme, después de garabatear algo en un trozo de la carta.
-Aquí tienes mi número de teléfono. Llámame cuando no tengas más remedio.
Gloria enarcó las cejas.
-¿No quieres mi teléfono, o mi dirección, o lo que sea?
-No -dije.
-Pero...
-Esto significa demasiado -dije-. Lo siento si doy la sensación de dejar todo en tus manos. Pero quiero que cada vez que estés conmigo sea porque lo deseas y no porque crees que es lo que yo puedo querer. Tenemos que estar juntos porque estamos viajando en la misma dirección a más o menos la misma velocidad, cada uno con su propia fuerza. Si te llamo yo y hago todos los preparativos, podría resultar que actúo movido por un reflejo condicionado, como cualquier otro lobo. Si llamas tú, podemos estar seguros.
-Entiendo.
Gloria levantó aquellos ojos profundos y me miró. Dejarla era como salir de aquellos ojos palmo a palmo. Un largo trayecto. Me costó recorrerlo.

En la calle traté de organizar un poco las cosas. Lo más destacado de todo aquel notable asunto era que jamás en mi vida había sido capaz de hablar con nadie de esa manera. Siempre había sido tímido, fácil de complacer, sumiso en extremo y más bien duro de mollera.
Me sentí como las fantasías del muy publicitado alfeñique de cuarenta y nueve kilos cuando recortó aquel cupón.
-¡Eh... tú!
En esos casos, por lo general reaccionaba como con todo lo demás. Miré hacia arriba y retrocedí violentamente. Había una cabeza humana flotando en el aire, a mi lado. Estaba tan sobresaltado que ni siquiera dejé de caminar. La cabeza flotó avanzando conmigo, cabeceando como si unas piernas invisibles transportaran un cuerpo invisible al que estaba pegado la cabeza visible. La cara era de una persona madura, aficionada a la lectura, secamente graciosa.
-Eres todo un personaje, ¿verdad?
Curiosamente, la lengua se me soltó del paladar.
-Hay gente muy agradable que lo piensa -balbuceé.
Miré alrededor nervioso, esperando una estampida cuando otros viesen aquel simpático horror.
-Nadie salvo tú me puede ver -dijo la cabeza-. Nadie, en todo caso, que pueda armar un escándalo.
-¿Qué... qué quieres?
-Sólo quería decirte algo -dijo la cabeza. Debía de tener una garganta en algún sitio porque se la aclaró-. La partenogénesis -dijo en tono didáctico- tiene poco valor de supervivencia, incluso con la sicigia. Sin ella... -La cabeza desapareció. Un poco más abajo aparecieron dos hombros huesudos y descubiertos que se encogieron expresivamente y desaparecieron. Reapareció la cabeza-. ... no hay ninguna posibilidad.
-No me digas -dije con voz trémula.
No me dijo. Por esa vez no agregó nada. Desapareció.
Me detuve y di media vuelta, buscándolo. Lo que me había dicho tenía tan poco sentido para mí en ese momento como su apariencia. Tardé bastante tiempo en descubrir que me había contado el meollo de lo que te estoy contando a ti. Espero ser un poco más lúcido de lo que fue la cabeza.
De todos modos, aquélla fue la primera manifestación. En sí misma, no bastó para hacerme dudar de mi cordura. Como dije, fue sólo la primera.

Vale la pena que te cuente algo sobre Gloria. Su familia había sido suficientemente pobre como para valorar las cosas buenas, suficientemente acomodada como para probar algunas de esas cosas buenas. Así que Gloria podía apreciar lo bueno y también el esfuerzo necesario para conseguirlo. A los veintidós años era ayudante de compras de unos almacenes de artículos para hombre. (Eso era hacia el final de la guerra.) Necesitaba un poco de dinero adicional para un proyecto que le interesaba, así que cantaba en un club todas las noches. En el tiempo «libre» practicaba y estudiaba y al cabo de un año consiguió la licencia de piloto comercial. Pasó el resto de la guerra llevando aviones de un lado para otro.
¿Empiezas a tener una idea del tipo de persona que era?
Fue una de las mujeres más dinámicas que existieron jamás. Era seria y desenvuelta y cualquier cosa menos falsa.
Era fuerte. No, no tienes ni idea; algunos no saben lo fuerte que era. Yo me había olvidado... Irradiaba aquella fuerza. La fuerza la rodeaba más como una nube que como una armadura, pues detrás de la fuerza ella era tangible. Influyó en todo y en todos los que se le acercaron. A veces tuve la sensación de que el suelo donde estaban sus huellas, las sillas que usaba, las puertas que tocaba y los libros que leía seguían irradiando durante semanas, como los barcos del atolón de Bikini.
Era del todo autosuficiente. Había dado en el clavo cuando insistí en que me llamara antes de vernos de nuevo. Su propia presencia era un halago. Cuando estaba conmigo era, por definición, porque prefería ese sitio a cualquier otro lugar de la tierra. Cuando no estaba conmigo era porque verme en ese momento no habría sido una cosa perfecta, y a su manera era una perfeccionista.
Ay, sí... una perfeccionista. ¡Tendría que haberlo sabido!
Tú también tendrías que saber algo de mí, para que pudieras comprender cuán completamente se hace una cosa como ésta, y cómo se les está haciendo a la mayoría de vosotros.
Tengo veintitantos años y me gano la vida tocando la guitarra. He hecho muchas cosas y tengo un montón de recuerdos de cada una de ellas: cosas que sólo yo puedo conocer. El color de las paredes de la pensión donde me quedé cuando estaba sin trabajo en Port Arthur, Texas, porque la tripulación de mi barco estaba en huelga. El tipo de flores que llevaba aquella muchacha la noche que bajó del crucero en Montego Bay, Jamaica.
Recuerdo, borrosamente, cosas como a mi hermano llorando porque tenía miedo a la aspiradora a los cuatro años. Por lo tanto yo debía de tener tres. Recuerdo pelear con un chico llamado Boaz cuando yo tenía siete años. Recuerdo a Harriet, a quien besé bajo un fragante tulipero un anochecer de verano cuando tenía doce años. Recuerdo el extraño golpe que pegaba aquel batería cuando, y sólo cuando, estaba realmente inspirado, en la época en que yo tocaba en el hotel, y la manera en que el trompetista solía cerrar los ojos al oírlo. Recuerdo el olor exacto del carromato del tigre cuando trabajaba en el circo Barnes, y el peón manco que nos cantaba salomas y descargaba una maza de seis kilos mientras clavábamos las estacas...

Golpea, pega, clava, para, levanta,[3]
mitad, cuarto, todo, ¡ya!
... solía gritar mientras las mazas se descargaban en la estaca y la estaca se fundía con el suelo. Y todos aquellos martillos en la herrería de Puerto Rico, y el chico haciendo oscilar una maza en grandes círculos y descargándola en el yunque, mientras el viejo herrero hacía su trabajo casi con delicadeza, con el martillo de dar forma, y después tocaba todas las síncopas conocidas por el hombre haciéndolo rebotar en el yunque entre sus propios golpes y los de la enorme maza metronómica. Recuerdo la respuesta servil bajo mis manos de una excavadora mientras yo movía los mandos, y el olor penetrante producido por la fricción de los tambores. Fue en la misma cantera donde el corpulento capataz finlandés de explosivos murió a causa de una explosión prematura. Estaba al, aire libre y supo que no podría escapar. Se quedó allí erguido, quieto, esperando, ya que no podía hacer nada, y se llevó la mano izquierda a la cabeza. Mi mecánico dijo que trataba de protegerse la cara, pero en el momento yo pensé que estaba saludando algo.
Detalles; eso es lo que estoy tratando de transmitirte. Mi. cabeza estaba llena de detalles íntimos, que sólo me pertenecían a mí.

Pasaron algo más de dos semanas -dieciséis días, tres hora! y veintitrés minutos, para ser exactosantes de que me llamase Gloria. Durante ese tiempo casi perdí la calma. Estaba celoso, estaba preocupado, estaba frenético. Me maldije por no haberle pedido el teléfono... ¡Ni siquiera sabía su apellido! Hubo momentos en los que estaba decidido a colgarle si oía su voz, tan ofendido me sentía. Hubo momentos en los que dejaba de trabajar -hacía muchos arreglos para pequeñas orquestas- y me sentaba delante del teléfono silencioso, suplicándole que sonase. Había elaborado un discurso: le preguntaría qué sentía hacia mí antes de permitirle decir cualquier otra cosa. Le exigiría una explicación por su silencio. Actuaría de manera natural y desinteresada. Además...
Pero sonó el teléfono, y era Gloria, y el diálogo fue así:
-Hola.
-¿Leo?
-¡Sí, Gloria!
-Voy para ahí.
-Te espero.
Y eso fue todo. La recibí en la puerta. Nunca la había tocado, salvo por aquel breve contacto de las manos, pero con total confianza, sin pensar en hacer ninguna otra cosa, la abracé y la besé. Todo esto tiene sus aspectos horribles, pero a veces me pregunto si momentos como ése no justifican el horror.
La tomé de la mano y la conduje a la sala. Debido a la presencia de ella, todo ondeaba como si fuera una escena subacuática. El aire tenía un sabor diferente. Nos sentamos juntos con las manos entrelazadas, diciendo aquella cosa muda con la mirada. La besé de nuevo. No le pregunté nada.
Tenía la piel más suave que ha existido. Tenía la piel más suave que el cuello de un ave. Era como aluminio terminado en raso, pero cálido y flexible. Era tan suave como el Grand Marnier entre la lengua y el paladar.
Escuchamos discos: Django Reinhardt y The New York Friends of Rhythm, y Pasacalle y fuga de Bach y Tubby the Tuba. Le mostré las ilustraciones de Smith para Fantazius Mallare y mi libro de grabados de Ed Weston. Vi cosas y oí cosas en todo aquello que nunca había conocido, aunque eran cosas que amaba.
Nada, ni un libro, ni un disco, ni una ilustración, fue nuevo para ella. Por alguna extraña alquimia, había buscado al azar dentro del torrente de expresión estética que había pasado a su lado, y tenía sus preferencias; y prefería esas cosas que yo amaba, pero las amaba exclusivamente a su manera, una manera que yo podía compartir.

Hablamos de libros y de sitios, de ideas y de personas. A su manera, era una especie de mística.
-Creo que hay algo detrás de las viejas supersticiones por las que se invocan demonios y materializaciones de espíritus de difuntos -dijo, pensativa-. Pero no creo que se haya conseguido nada con toda esa superchería de los brebajes y los pentagramas y la piel de sapo. rellena de pelo humano enterrada en un cruce una medianoche de mayo, a menos que esos rituales formaran parte de algo mucho más grande, una fuerza puramente psíquica y nada fantasmagórica, producto del propio «mago».
-Nunca pensé demasiado en el tema -dije, acariciándole el pelo. Era el único pelo no fino que toqué con placer. Como todo lo demás en ella, era fuerte y controlado y brillante-. ¿Probaste alguna vez ese tipo de cosas? Eres una especie de hechicera. Por lo menos sé cuándo estoy hechizado.
-No estás hechizado -dijo Gloria con gravedad-. No te han puesto nada de magia. Tú mismo eres mágico.
-Eres una maravilla -dije-. Y eres mía.
-¡No! -respondió Gloria, con aquella extraña manera que tenía de cambiar la fantasía por la realidad-. No te pertenezco. ¡Me pertenezco a mí!
Debo de haber parecido bastante angustiado, porque de pronto se rió y me besó la mano.
-Lo que te pertenece es sólo una parte grande de «nosotros» -explicó con cuidado-. Fuera de eso tú te perteneces a ti y yo, me pertenezco a mí. ¿Te das cuenta?
-Creo que sí -dije lentamente-. Dije que quería que estuviésemos juntos porque los dos estábamos viajando con nuestra fuerza. No sabía que iba a ser tan cierto, eso es todo.
-No trates de cambiar las cosas, Leo. Nunca. Si yo empezara a pertenecerte, dejaría de ser yo misma, y tú no tendrías nada.
-Pareces muy segura de esas vaguedades.
-¡No son vaguedades! Son cosas importantes. Si no fuera por ellas, tendría que dejar de verte. Dejaría de verte.
La rodeé con los brazos y apreté con fuerza.
-No hables de eso -susurré, más asustado que nunca en mi vida-. Habla de otra cosa. Termina eso que estabas diciendo de pentagramas y espíritus.
Gloria estuvo callada un momento. Creo que le latía tanto el corazón como a mí, y que también ella estaba asustada.
-Dedico mucho tiempo a leer y a pensar sobre esas cosas -dijo después de un rato de silencio-. No sé por qué. Me fascinan. ¿Sabes una cosa, Leo? Me parece que se ha escrito demasiado acerca de las manifestaciones del mal. Creo que es cierto que el bien es más poderoso que el mal. Y creo que se ha escrito demasiado sobre fantasmas y demonios y cosas que andan tropezando en la noche, como dice la vieja oración escocesa. Creo que se ha destacado demasiado a esas cosas. Son muy notables, pero ¿te has fijado que las cosas notables son, por definición, raras?
-Si los horrores de las pezuñas hendidas y las almas en pena son notables, y lo son, ¿qué es entonces lo común y corriente?
Gloria abrió las manos: manos cuadradas, grandes, capaces y maravillosamente cuidadas.
-Las manifestaciones del bien, por supuesto. Creo que son mucho más fáciles de convocar. Creo que ocurren todo el tiempo. Una mente mala tiene que ser muy malvada para poder proyectarse en una cosa nueva con vida propia. Según todos los relatos que he leído, hace falta una mente muy, muy poderosa para convocar incluso a un demonio pequeño. Debe de ser mucho más fácil materializar cosas buenas, porque siguen las pautas de la buena vida. Hay muchas más personas llevando una buena vida que personas totalmente malas con capacidad para materializar cosas malvadas.
-Entonces ¿por qué no hay más personas trayendo cosas buenas del otro lado de esa cortina mística?
-¡Las hay! -gritó Gloria-. ¡Es necesario! ¡El mundo está tan lleno de cosas buenas! ¿Por qué crees que son tan buenas? ¿Qué fue lo que puso la bondad innata en Bach y en las cataratas de Victoria y en el color de tu pelo y en la risa de los negros y en el refresco de jengibre que te hace cosquillas en las ventanas de la nariz?
Sacudí la cabeza lentamente.
-Creo que eso es maravilloso, y no me gusta.
-¿Por qué?
La miré. Llevaba un traje color vino y un pañuelo de seda del color de la caléndula en el cuello. El pañuelo le reflejaba el cálido color aceitunado de la barbilla. Me acordé de lo que me dijo mi abuela cuando era muy pequeño: « Vamos a ver si te gustan los botones», y me puso un botón de oro debajo de la barbilla para ver cuánto amarillo reflejaba.
-Eres buena -dije despacio, buscando con cuidado las palabras-. Eres lo mejor que ha ocurrido jamás. Si lo que dices es cierto, tú podrías ser una sombra, un sueño, un pensamiento glorioso que tuvo alguien.
-Ay, idiota -dijo Gloria con lágrimas repentinas en los ojos-. ¡Qué hermoso pedazo de idiota! -Me apretó con fuerza y me mordió la mejilla con tanta intensidad que solté un grito-. ¿Eso es real?
-Si no lo fuera -dije, conmocionado-, me gustaría seguir soñando.
Se quedó otra hora -si es que existía el tiempo cuando estábamos juntos- y después se fue. Para entonces yo tenía su número de teléfono. Un hotel. Después que se hubo ido anduve dando vueltas por el apartamento, mirando las pequeñas arrugas que quedaban donde se había sentado en el sofá, tocando la copa que ella había tenido en la mano, mirando la anodina superficie negra de un disco, maravillándome de la manera en que los surcos habían desenroscado el Pasacalle para ella. Lo más maravilloso de todo fue la manera especial que descubrí de volver la cabeza mientras caminaba. Su fragancia seguía adherida a mi mejilla, y si volvía la cara de esa manera, la sentía. Pensé en cada uno de esos muchos minutos que había pasado con ella, en las cosas que habíamos hecho. También pensé en las cosas que no habíamos hecho -sé que te lo estabas preguntando- y me enorgullecí de ellas. Porque sin decir una palabra habíamos acordado que aquello que valía la pena bien podía esperar, y que donde la fe es total la exploración está fuera de lugar.
Volvió al día siguiente, y al otro. La primera de esas visitas fue maravillosa. Sobre todo, cantamos. Aparentemente yo conocía todas sus canciones preferidas. Y por un feliz accidente, mi tono preferido en la guitarra -si bemol- estaba exactamente dentro de su encantador registro de contralto. Toqué maravillosamente la guitarra siguiendo y rodeando lo que ella cantaba. Nos reímos mucho, sobre todo de cosas que eran secretos entre nosotros -¿acaso hay algún amor en alguna parte sin su propio lenguaje?- y durante un largo rato hablamos de un libro llamado El manantial, que aparentemente le había producido el mismo efecto que a mí; bueno, es un libro extraordinario.
Fue ese día, después que se marchó, cuando empezaron a pasar cosas raras: las cosas raras que conducirían a un verdadero terror. No hacía ni siquiera una hora que se había ido cuando oí el asustado alboroto de pequeñas garras en el salón. Estaba enfrascado en la parte del contrabajo de un arreglo para trío y levanté la cabeza y escuché. Era el correteo más aterrorizado imaginable, como si un regimiento de tritones y salamandras hubiese roto filas en salvaje retirada. Recuerdo con claridad que el pequeño susurro de garras no me inquietó nada, pero el horror que había detrás de ese movimiento me sobresaltó de maneras que no eran nada agradables.
¿De qué escapan? era infinitamente más importante que ¿Qué son?
Despacio, dejé el manuscrito y me levanté. Fui hasta la pared y, siguiéndola, caminé hasta el arco de entrada, no tanto para esconderme como para sorprender a la cosa que tanto había aterrorizado a los dueños de aquellos pequeños y asustados pies.
Y fue la primera vez que pude sonreír mientras se me erizaban los pelos de la nuca. Pues allí no había nada; nada que brillase en la oscuridad antes de encender la luz, nada después. Pero los pies -debía de haber cientos- corrieron más rápido, golpeando y arañando en un perfecto crescendo de aterrorizada huida. Eso era lo que hacía que se me erizasen los pelos de la nuca. Lo que me hacía sonreír...
¡Los sonidos partían de mis pies!
Me quedé allí quieto, con los ojos doloridos por el esfuerzo para ver aquella desbandada invisible; y desde el umbral, a derecha e izquierda y hacia adelante, hacia los últimos rincones de la sala, corrían los sonidos de las pequeñas patas y zarpas. Era como si se generaran debajo de las plantas de mis pies y después huyeran desesperados. Ninguno corría a mis espaldas. Parecía haber algo que les impedía ir al salón. Di otro cauteloso paso entrando en la sala, y ahora corrieron a mis espaldas, pero sólo hasta el arco de entrada. Oía cómo llegaban hasta allí y se escabullían hacia las paredes laterales. ¿Te das cuenta de qué era lo que me hacía sonreír?
¡Yo era el terror que tanto los asustaba!
El ruido fue disminuyendo poco a poco. No era que disminuyera en general, sino que cada vez había menos criaturas huyendo. Se fue apagando rápidamente, y al cabo de unos noventa segundos se había reducido a correteos esporádicos. Una criatura invisible corrió a mi alrededor, una y otra vez, como si todos los invisibles agujeros de las paredes estuvieran tapados y anduviera buscando uno frenéticamente: Encontró uno y desapareció.
Entonces me reí y volví a mi trabajo. Recuerdo que después de ese episodio me quedé pensando un rato con claridad. Recuerdo haber escrito un pasaje de un glissando que era un golpe de genio: algo que enloquecería al jefe pero que garantizaba enloquecer aún más a los clientes si se lo podía ejecutar. Recuerdo haberlo tarareado entre dientes, y sentirme muy satisfecho conmigo mismo.
Y entonces sentí el ataque de la reacción.
Esas pequeñas zarpas...
¿Qué me estaba sucediendo?
Pensé enseguida en Gloria. Aquí actúa alguna mortífera ley de compensación, pensé. Por cada luz amarilla, una sombra violeta. Por cada carcajada, un grito de angustia en alguna parte. Por la felicidad de Gloria, un toque de terror para equilibrar las cosas.
Me pasé la lengua por los labios porque los tenía húmedos y la lengua seca.
¿Qué me estuvo pasando?
Pensé otra vez en Gloria y en los colores y sonidos de Gloria, y sobre todo en la realidad, en la sólida normalidad de gloria, a pesar de su exquisito sentido de la fantasía.
No podía enloquecer. ¡No podía! ¡No ahora! Sería... inoportuno.
¡Inoportuno! En ese momento me pareció tan aterrador como lo era el grito de «Impuro» en la Edad Media.
Gloria, querida, tendría que decir, Mi amor, tendremos que dar por terminada esta relación. Estoy chiflado, sabes. Ay, hablo en serio. Sí, de veras. Los hombres de blanco vendrán con su furgoneta hasta la puerta y me llevarán a la academia de la risa. Y no nos veremos más. Una gran pena. Ahora dame un fuerte apretón de manos y búscate otro hombre.
-¡Gloria! -grité.
Gloria era todos esos colores, y los encantadores sonidos, y la fragancia adherida a mi mejilla que olía cuando la movía y ladeaba la cabeza de aquella manera.
-Ah, no lo sé -dije con un quejido-. ¡No sé qué hacer! ¿Qué es? ¿Qué es?
-Sicigia.
-¿Qué? -De repente levanté la cabeza y miré frenéticamente alrededor. A cincuenta centímetros por encima del sofá flotaba la cara de mi jovial fantasma de la calle delante de Murphy's-, ¡Tú! ¡Ahora sé que estoy fuera de mis...! ¡Eh! ¡Qué es sicigia?
-Lo que te está pasando.
-Bueno, ¿qué es lo que me está pasando?
-Sicigia.
La cabeza sonrió con mucho encanto. Puse mi cabeza en sus manos. Hay un grado emocional a partir del cual nada sorprende, y yo lo había alcanzado.
-Por favor, explícame -dije débilmente-. Dime quién eres y qué es eso de sici... lo que sea.
-Yo no soy nadie -dijo la cabeza-, y la sicigia es concomitante de los animales partenogenéticos y de otras formas de vida inferiores. Creo que lo que ocurre es sicigia. Si no lo fuera... -La cabeza desapareció y apareció una mano que hizo chasquear explosivamente los dedos con forma de espátula; desapareció Ja mano y reapareció la cabeza, sonriendo-. ... serías un caso perdido.
-No hagas eso -dije, abatido.
-¿Que no haga qué?
-Eso de darme la información con cuentagotas. ¿Por qué lo haces?
-Ah, eso. Ahorro de energía. También funciona aquí, sabes.
-¿Dónde es «aquí»?
-Eso resulta un poco difícil de explicar hasta que uno entiende el truco. Es un sitio donde existen proporciones inversas. Quiero decir que si algo se dispone allí en proporción de tres a cinco, aquí la proporción es de cinco a tres. Las fuerzas deben equilibrarse.
Casi lo entendía. Lo que decía aquella cabeza casi tenía sentido. Abrí la boca para hacerle otra pregunta pero había desaparecido.
Después me quedé allí sentado. Quizá lloré.
Y Gloria vino al día siguiente. Eso fue malo. Hice dos cosas que no debía hacer. Primero, le oculté información, cosa imperdonable. Si vas a compartir todo, debes compartir también lo malo. La otra cosa que hice fue interrogarla como un adolescente celoso.
Pero ¿qué más podía esperar? Todo había cambiado. Todo era diferente. Le abrí la puerta y Gloria pasó a mi lado con una sonrisa, no muy cálida por cierto, dejándome allí con los brazos abiertos y en una postura torpe.
Se quitó el abrigo y se acurrucó en el sofá.
-Leo, pon algo de música.
Me sentía destruido y sabía que mi aspecto no lo desmentía. ¿Ella se daría cuenta? ¿Le importaría? ¿Tendría alguna importancia lo que yo sintiese, lo que yo estuviese sufriendo?
Fui y me detuve delante de ella.
-Gloria -dije en tono severo-, ¿dónde has estado?
Me miró y soltó un pequeño y retrospectivo suspiro que me puso verde y me hizo brotar cuernos en la cabeza. Era un sonido de felicidad y satisfacción. La fulminé con la mirada. Ella esperó un momento más y después se levantó, encendió el amplificador y el tocadiscos y buscó La danza de las horas; subió el volumen, agregó demasiados bajos y puso el amplificador, que es lo que no se debe hacer con ese disco. Atravesé la habitación y bajé el volumen.
-Por favor, Leo -dijo en tono ofendido-. Me gusta así.
Con rabia fui y subí de nuevo el volumen; después me senté con los codos apoyados en las rodillas. Estaba frenético. Aquello era un desastre.
Sé lo que tendría que hacer, pensé sombríamente. Tendría que arrancar el enchufe del equipo y echarla de aquí.
¡Qué razón tenía! Pero no lo hice. ¿Cómo iba a poder hacerlo? ¡Era Gloria! Al mirarla y ver que ella me estaba observando con aquella mueca, no lo hice. Bueno, ya era demasiado tarde. Me miraba comparándome con...
Sí, eso era. Me comparaba con alguien. Alguien que era diferente de ella, alguien que pasaba por encima de todo lo que ella tenía de delicado y sutil, todo lo que a mí me gustaba y compartía con ella. Y ella, por supuesto, se lo tragaba.
Me refugié en la táctica de dejar que ella diera el primer paso. Creo que entonces me despreció. Y con razón.
Entonces me atravesó la mente un diálogo que había oído una vez:
-¿Nos quieres, Alf? -Sí.
-Entonces péganos un poco.
¿Te das cuenta? Sabía lo que tenía que hacer, pero...
Pero se trataba de Gloria, y no podía.

Terminó el disco, y ella dejó que el automático parara el plato giratorio. Creo que esperaba que yo fuera a darle vuelta. No lo hice.
-Está bien, Leo -dijo con voz cansada-. ¿Qué pasa?
Me dije: «Empezaré con lo peor que podría ocurrir. Ella lo negará y entonces al menos me sentiré mejor.» Así que se lo dije.
-Has cambiado. Hay algún otro.
Gloria me miró y sonrió.
-Sí -dijo-. Claro que sí.
-¡Uff! -dije, porque me dio en el plexo solar. Me senté bruscamente.
-Se llama Arthur -dijo con ojos soñadores-. Es un hombre verdadero, Leo.
-Ah -dije con amargura-. Entiendo. Sombra de barba a las cinco y la cabeza llena de sustancia blanca. Un tupé en el pecho y lenguaje de capataz. Mucho hombro, poca cadera y, para citar a Thorne Smith, voz tan baja como sus intenciones. Un hombre que nunca aprendió la diferencia entre comer y cenar, cuya idea de la calentura consiste en...
-Basta -dijo Gloria. Lo dijo con naturalidad, sin levantar la voz. Como yo sí la levantaba, contrastaba lo suficiente corno para tener un efecto decididamente ensordecedor. Me quedé allí con la mandíbula floja mientras ella proseguía-: Leo, no seas venenoso.
Que ella usara esa frase tan de mujer a mujer era un insulto deliberado, y los dos lo sabíamos. De repente me invadió lo que los franceses llaman esprit d'escalier, el ingenio de la escalera; en otras palabras, el conocimiento tardío de lo que uno tendría que haber dicho si lo hubiera pensado a tiempo, eso que uno farfulla con frustración mientras baja por las escaleras hacia la puerta. Tendría que haberla abrazado cuando me esquivó al entrar; tendría que haberla ahogado en... -¿cómo era aquella frase sensiblera?- «en besos que les partieron los labios a los dos con salado y exquisito dolor». Después tendría que haberla amenazado con unas tijeras dentadas.
Entonces pensé en la rutilante y equilibrada estructura de abnegación que había construido con ella y estuve a punto de llorar.
-¿Por qué vienes aquí a pavonearte? -grité-. ¿Por qué no te llevas a tu bulldozer humano y atraviesas con él un par de horizontes? ¿Por qué vienes a restregármelo por las narices?

Se levantó, pálida y más encantadora de lo que jamás pensé que podía parecer un ser humano, tan hermosa que tuve que cerrar los ojos.
-Vine porque necesitaba tener algo con que compararlo -dijo con voz segura-. Eres todo lo que he soñado, Leo, y mis sueños son... muy detallados... Finalmente se le entrecortó la voz, y tenía los ojos brillantes-. Arthur es... es... -Sacudió la cabeza. Le falló la voz; tuvo que susurrar-. De ti sé todo, Leo. Sé cómo piensas, y lo que vas a decir, y qué te gusta, y eso es maravilloso, maravilloso... pero Leo, Arthur es algo que está fuera de mí. ¿Te das cuenta? ¿Te das cuenta? No siempre me gusta lo que hace Arthur. ¡Pero no sé qué va a hacer! Tú... tú, Leo, Leo querido, compartes todo pero no... ¡no te llevas nada!
-Oh -dije con voz ronca.
Sentía tenso el cuero cabelludo. Me levanté y eché a andar por la sala hacia ella. Me dolía la mandíbula.
-Para, Leo -dijo ella respirando entrecortadamente-. Para ya. Puedes hacerlo, pero sería una actuación. Nunca actuaste. Sería una equivocación. No eches a perder lo que queda. No, Leo... no... no...
Tenía razón. Tenía mucha razón. Siempre tenía razón en cuanto a mí; me conocía muy bien. Ese tipo de melodrama no encajaba con mi manera de ser. Tendí la mano hacia ella. Le agarré el brazo y ella cerró los ojos. Sufrí cuando mis dedos la apretaron. Tembló pero no trató de soltarse. Le agarré la muñeca y se la levanté. Di vuelta a la mano y le puse un beso en la palma y le cerré los dedos.
-Guarda eso -dije-. Quizá te guste tenerlo alguna vez.
Entonces dejé que se fuera.
-Oh, Leo, querido -dijo-. Querido -dijo, haciendo una mueca...
Dio media vuelta para irse. Y en ese momento...
-¡Ahhh!
Soltó un grito desgarrador y se volvió hacia mí, casi derribándome al suelo en su prisa por huir de Abernathy. Me quedé allí sosteniéndola con fuerza mientras ella empujaba, y se apretaba contra mí, y entonces me eché a reír. No lo sé: quizá era una reacción. Pero me reí a carcajadas.
Abernathy es mi ratón.
Nuestra relación empezó poco después de llegar yo al apartamento. Sabía que el pequeño sinvergüenza estaba allí porque encontré pruebas de sus depredaciones debajo del fregadero, donde guardaba las patatas y la verdura. Así que salí a comprar una trampa. En esos tiempos no era fácil encontrar el tipo de trampa que yo quería; tardé cuatro días y me costó una pequeña fortuna en taxis dar con una. Lo que pasa es que no soporto esas que lanzan una barra de alambre sobre la parte del ratón que tiene más cerca, de manera que el pobre bicho muere entre chillidos agónicos. Quería -y por suerte conseguí- uno de esos cestos de alambre preparados de tal manera que, al tocar el cebo, un resorte cierra la puerta y el ocupante queda dentro.
Atrapé a Abernathy con ese artilugio la primera noche. Era un pequeño ratón gris con orejas muy redondas, hechas de un tejido finísimo y cubiertas con la pelusa más suave del mundo. Además, eran traslúcidas, y si se miraba con atención se veía una meticulosa línea de vasos sanguíneos. Siempre sostendré que Abernathy debía su éxito en la vida a la belleza de sus orejas. Nadie que se jactase de tener alma podría destruir semejante tracería divina.
Bueno, lo dejé allí solo hasta que superó el susto y la desesperación, hasta que tuvo hambre y se comió todo el cebo, y unas cuantas horas más. Cuando pensé que estaba preparado para atender a razones puse la trampa sobre mi mesa y le di un buen sermón.
Le expliqué detenidamente (claro que en lenguaje sencillo) que roer y echar a perder los alimentos de esa manera era el colmo de lo antisocial. Le expliqué que de niño me habían enseñado a terminar todo lo que empezaba a comer, y que lo seguía haciendo, y yo era un ser humano y mucho más grande y fuerte y listo que él. Y lo que a mí me servía, a él le serviría por lo menos para probarlo. Expliqué todas las reglas a aquel ratón. Dejé que se lo pensase -un rato y después le metí queso entre los barrotes hasta que la barriga se le puso como una pelota de pimpón. Después lo dejé salir.

A partir de ahí no hubo señales de Abernathy durante un par de días. Entonces volví a atraparlo; pero como no había robado nada lo dejé con una advertencia -muy amistosa esta vez; la primera, por supuesto, había estado bastante severo- y con un poco más de queso. Una semana más tarde lo estaba atrapando todas las noches, y el único problema que tuve con él fue una vez en la que puse el cebo en la trampa y la dejé cerrada. No podía llegar al queso y armó un buen lío hasta que me desperté y lo dejé entrar. Después de eso supe que habíamos establecido buenas relaciones y prescindí de la trampa y simplemente le dejaba queso. Al principio no lo comía si no estaba en la trampa, pero su confianza aumentó tanto que terminó comiéndolo en el suelo. Hacía ya tiempo que le había advertido que tuviese cuidado con la comida envenenada que le podían dejar los vecinos, y creo que se asustó como corresponde. La verdad es que se portó de maravilla.
Pues allí estaba Gloria, totalmente petrificada, y en el centro del suelo de la sala estaba Abernathy, moviendo la nariz y frotándose las manos. En medio de la carcajada me dio cierto cargo de conciencia. ¡Abernathy no había recibido nada de queso los últimos dos días! Sic semper amoris. Había estado tan preocupado por Gloria que no había cumplido con mis responsabilidades.
-Querida, yo me ocuparé de él -le dije a Gloria en tono tranquilizador.
La llevé hasta un sillón y fui a buscar a Abernathy: Sé hacer un ruido apoyando la lengua contra los dientes delanteros, una mezcla de silbido y chillido, y siempre lo hacía cuando le daba queso a Abernathy. El ratón echó a correr hacia mí, vio a Gloria, vaciló, hizo un movimiento de cola como diciendo «vete al demonio», se volvió hacia mí y trepó por la pierna de mi pantalón.
Por el lado de afuera, por suerte.
Después se me aferró con fuerza a la palma de una mano mientras yo hurgaba con la otra en el refrigerador buscándole algo de queso. No lo agarró rápidamente; esperó a que yo le mirase de nuevo las orejas. jamás se habían visto orejas tan hermosas. Le di el queso, rompí otro trozo como postre y lo puse en el rincón cerca del fregadero. Después volví junto a Gloria, que me había estado mirando con los ojos muy abiertos, temblando.
-Leo... ¿cómo puedes tocarlo?
-Es agradable. ¿Nunca tocaste un ratón?
Gloria se estremeció.
-No los soporto.
-¿A los ratones? ¡No me digas que tú, nada menos, tienes de verdad la tradicional fobia victoriana a los ratones!
-No te rías de mí -dijo ella con voz débil-. No me pasa sólo con los ratones. Me pasa con todos los animales pequeños: ranas y lagartos y hasta gatitos y cachorros. Me gustan los perros y los gatos y los caballos grandes. Pero por algún motivo... -Volvió a temblar-. Si oigo algo parecido a zarpas corriendo por el suelo, o si veo a cosas pequeñas escabulléndose por las paredes, me da un ataque.
La miré boquiabierto.
-Si oyeras... Eh, qué suerte que anoche no te quedaras una hora más.
-¿Anoche? -Y después-: Anoche... -dijo, con una voz totalmente diferente, con ojos que miraban hacia adentro, felices. Se rió entre dientes-. Anoche le contaba... a Arthur lo de esta fobia mía.
Si creía que mi magistral manejo del ratón iba a servir para algo, aparentemente me equivocaba.
-¿Por qué no te largas? -dije con amargura-. Arthur puede estar esperándote.
-Sí -dijo Gloria sin ningún grado de irritación-, es posible. Adiós, Leo.
-Adiós.
Durante un rato nadie dijo nada.
-Bueno -dijo ella-, adiós.
-Sí -dije-, te llamaré.
-Hazlo -dijo Gloria, y salió.
Me quedé sentado en el sofá un largo rato, tratando de acostumbrarme a la situación. Las ilusiones no servían para nada; lo sabía muy bien. Algo había ocurrido entre nosotros. Se llamaba sobre todo Arthur. Lo único que no entendía era cómo se había metido, teniendo en cuenta la relación que había entre Gloria y yo. En toda mi vida, en todo lo que había leído, jamás había encontrado tal fusión de dos individuos. Los dos lo habíamos sentido en el momento de conocernos; pero la relación no tuvo tiempo de envejecer. Arthur tenía que luchar contra una competencia increíble, pues una de las cosas ciertas era que Gloria correspondía perfectamente mis sentimientos, y uno de mis sentimientos era la fe. Entendía -si me esforzaba mucho- que otro hombre pudiese superar este o aquel dominio que yo tenía sobre ella. Hay hombres más inteligentes que yo, más guapos que yo, más fuertes. Cualquiera de esas cualidades podía irse por la borda y dejarnos intactos.
¡Pero no la fe! ¡Eso no! Era demasiado grande; nada más de lo que teníamos era suficientemente importante como compensar la pérdida de la- fe.
Me levanté para encender la luz y resbalé. El suelo estaba mojado. No sólo estaba mojado: estaba blando. Caminé con torpeza hacia la lámpara y moví los dos interruptores.
La habitación estaba cubierta de tapioca. En el suelo me llegaba a la rodilla, y en las sillas y en el sofá tenía varios centímetros de espesor.
-Ella está pensando en la tapioca en ese momento -dijo la cabeza. Sólo que esta vez no era una cabeza. Era una masa flácida de tejido plegado. Dentro de él veía cómo latían los vasos sanguíneos. Sentí que se me revolvía el estómago.
-Lo siento. Estoy fuera de foco.
La cosa repugnante -aparentemente un cerebro seccionado- se me acercó más y se convirtió en una cara.
Levanté un pie de la masa gomosa, lo sacudí y volví a apoyarlo.
-Me alegro de que se haya ido -dije con voz ronca.
-¿Te da miedo esa cosa?
-¡No! -dije-. ¡Claro que no!
-Ya desaparecerá -dijo la cabeza-. Escucha; lamento tener que decírtelo. No es sicigia. Estás acabado, hijo.
-¿Qué no es sicigia? -exigí-. Y ¿qué es sicigia?
-Arthur. Todo el asunto con Arthur.
-Vete -dije apretando los dientes-. Di algo sensato o vete. En lo posible... vete.
La cabeza se movió a un lado y a otro con expresión amable.
-Date por vencido -dijo-. Quédate en paz. Recuerda las cosas que fueron buenas y desaparece.
-No eres bueno conmigo -mascullé, y fui arrastrando los pies hasta la biblioteca.
Saqué un diccionario, fulminando con la mirada a la cabeza, que ahora registraba una mezcla de lástima y diversión.
De repente, la tapioca desapareció.
Hojeé el diccionario. Sicalíptico, sicambro, sicamor, sicano...
-Aquí está -dije triunfalmente. Leí del libro-. «Conjunción u oposición de la Luna con el Sol.» ¿Qué tratas de decirme? ¿Que estoy atrapado en medio de alguna superchería astrológica?
-De ninguna manera -contesto la cabeza-. Pero te diré que si eso es lo único que dice tu diccionario, no es un buen diccionario.
La cabeza desapareció.
-Pero -dije vagamente.
Volví al diccionario. Eso era todo lo que decía sobre la sicigia. Temblando, lo puse de nuevo en su estante.

Algo peludo, del tamaño de un gato, saltó por el aire y me arañó en el hombro. Sobresaltado, retrocedí hacia el armario de los discos y aterricé de espalda debajo del arco de la puerta. La cosa brincó desde mi hombro al sofá y se quedó erguida, acomodando la larga y ancha cola contra la espalda y mirándome con ojos enjoyados. Una ardilla.
-¡Vaya! ¡Hola! -dije, poniéndome de rodillas y después de pie-. ¿De dónde diablos sales?
La ardilla, con el movimiento instantáneo de su raza, se lanzó en picado hasta el borde del sofá y se quedó allí inmóvil con las cuatro patas separadas, la cabeza levantada, describiendo exactamente su reciente trayectoria y preparada para saltar instantáneamente en cualquier dirección, incluyendo hacia arriba. La miré con algo de desconcierto.
-Iré a ver si tengo nueces -le dije.
Avancé hacia el arco de la puerta, y al hacerlo la ardilla me saltó encima. Levanté una mano para protegerme la cara. La ardilla volvió a pegarme en el hombro, y desde allí saltó...
Y por lo que sé saltó a la cuarta dimensión o a cualquier otra parte. Pues miré. debajo de cada cama, silla, armario, aparador y estante de la casa y no encontré ninguna señal de nada que se pareciese a una ardilla. Había desaparecido tan completamente como las masas de tapioca...
¡Tapioca! ¿Qué había dicho la cabeza de la tapioca?
-Ahora está pensando en ella.
Ella... Gloria, por supuesto. Toda esa locura estaba de algún modo relacionada con Gloria. Gloria no sólo detestaba la tapioca: le tenía miedo.

Me quedé un rato pensando en todo aquello, y entonces miré el reloj. Gloria había tenido tiempo suficiente para volver al hotel. Corrí al teléfono y disqué el número.
-Hotel San Dragon -dijo una voz de chicle.
-Habitación 748, por favor -pedí con urgencia. Un par de chasquidos. Después:
-Hola.
-Gloria -dije-. Escucha. Yo...
-Ah, eres tú. ¿Me puedes llamar más tarde? Estoy muy ocupada.
-Puedo y lo haré, pero dime algo rápidamente: ¿Tienes miedo a las ardillas?
No me digas que no se puede enviar un estremecimiento por la línea telefónica. Uno llegó en aquel momento.
-Las odio. Llámame de nuevo dentro de...
-¿Por qué las odias?
Con exagerada paciencia, midiendo las palabras, Gloria dijo:
-Cuando era niña, estaba dando de comer a unas palomas y me saltó una ardilla al hombro. Me dio un susto de muerte. Ahora, por favor...
-De acuerdo, de acuerdo -dije-. Hablaré contigo más tarde.
Colgué. No tendría que hablar conmigo de aquella manera. No tenía derecho...
Pero ¿qué hacía en aquella habitación de hotel?
Escondí el feo pensamiento en alguna parte y fui a servirme una cerveza. Gloria tiene miedo a la tapioca y la tapioca aparece aquí. Tiene miedo al ruido de las patas de animales pequeños y lo oigo aquí. Tiene miedo a las ardillas que saltan sobre la gente y me encuentro con una ardilla que salta sobre la gente.
Todo eso debe de tener algún sentido. Por supuesto, podría tomar el camino fácil y admitir que estaba loco. Pero por algún motivo ya no estaba dispuesto a admitir semejante cosa. Por dentro, hice un pacto conmigo mismo de no admitir aquello hasta que hubiese agotado todas las demás posibilidades.
Un asunto muy estúpido. Trata de no hacer lo mismo. Quizá sea mucho más inteligente no tratar de entender las cosas.
Sólo había una persona, pensé de repente, que podía enderezar aquel lío -ya que la cabeza no podía-, y esa persona era Gloria. Entonces entendí por qué no había jugado antes. Tenía miedo de poner en peligro aquello que compartíamos Gloria y yo. Pero tenía que reconocer que ya no lo compartíamos. Ese reconocimiento me ayudó.
Caminé hasta el teléfono y marqué el número del hotel.
-Hotel San Dragon.
-Habitación 748, por favor.
Un momento de silencio. Después:
-Lo siento, señor. La persona de esa habitación ruega que no se la moleste.

Me quedé allí mirando el teléfono, sin comprender, mientras el dolor daba vueltas y me subía por el cuerpo. Creo que hasta ese momento había tratado la situación como una mezcla de enfermedad y de sueño; pero eso hizo que todo se volviera más tangible. Nada que ella hubiese podido hacer habría sido tan calculado y tan cruel.
Colgué el auricular y eché a andar hacia la puerta. Antes de llegar, una niebla gris me envolvió. Por un momento sentí como si estuviera caminando sobre una rueda; caminaba pero no llegaba a ninguna parte. Entonces, de repente, todo volvió a ser normal.
-Debo de estar en un muy mal día -mascullé.
Sacudí la cabeza. Era increíble. Me sentía bien, aunque un poco mareado. Fui hasta la puerta y salí.
El viaje al hotel fue la peor pesadilla. La única conclusión a la que podía llegar era que yo tenía algún problema extraño y serio, aparte de la furia y el dolor que sentía por lo que pasaba con Gloria. Seguía golpeándome la cabeza contra la pared mientras alrededor todo adquiría un aspecto irreal. La luz no parecía natural. En la calle pasaba al lado de personas que no estaban allí cuando me volvía para mirarlas. Oía voces donde no había gente, y veía hablar a gente que no tenía voz. Tuve que dominarme para no volver a casa. No podía volver; lo sabía; sabía que tenía que enfrentar aquella locura, y que Gloria tenía algo que ver con ella.

Finalmente encontré un taxi, aunque juro que uno de ellos desapareció cuando iba a meterme en él. Habrá sido otra de aquellas ilusiones. Después todo fue más fácil. Me desplomé temblando en una esquina del asiento, con los ojos cerrados.
Al llegar al hotel pagué al conductor y entré tropezando por la puerta giratoria. El hotel parecía mucho más sólido que todo lo demás desde que me habían empezado a pasar todas aquellas cosas horribles. Fui hacia la recepción, decidido a dar al recepcionista un mensaje de vida o muerte que anulase aquella torturante orden de «no molestar». Miré hacia la cafetería al pasar por delante de la puerta y me detuve en seco.
Gloria estaba allí, en un reservado, con... con otra persona. Del hombre no veía más que una cabeza con pelo negro brillante y un cuello grueso y rubicundo. Gloria le sonreía: la sonrisa que yo creía que había nacido y crecido para mí.
Caminé hacia allí a grandes zancadas, temblando. Cuando llegué junto a ellos, el hombre se levantó un poco, se inclinó sobre la mesa y la besó.
-Arthur... -musitó ella.
-Basta -dije con firmeza.
No se movieron.
-¡Basta! -grité.
No se movieron. Nada se movía, en ninguna parte. Aquello era un cuadro vivo, una fotografía, una maldita cosa congelada para destrozarme.
-Eso es todo -dijo con suavidad una voz ya conocida-. Ese beso define la situación. Estás acabado.
Era la cabeza, pero ahora era un hombre completo, una criatura normal y corriente de edad madura, con un cuerpo flaco y huesudo que hacía juego con aquella cara sosa de persona mayor. Se sentó en el borde de la mesa, separándome de aquel beso torturador.
Le eché las manos encima y lo aferré por los delgados hombros.
-Dime qué es eso -le supliqué-. Dímelo si lo sabes... Creo que lo sabes. ¡Dímelo! -rugí, hundiéndole los dedos en la carne.
El hombre levantó las manos y me las apoyó con suavidad en las muñecas, y las dejó allí hasta que me tranquilicé un poco. Lo solté.
-Lo siento, hijo -dijo-. Tenía la esperanza de que entendieras todo tú solo.
-Lo intenté -dije. Miré alrededor. Volvía a estar aquella neblina grisácea, y a través de ella veía las figuras inmóviles de las personas que había en la cafetería, todas congeladas en pleno movimiento. Era un fotograma tridimensional de una inimaginable película. Sentí que un sudor frío me brotaba por los poros de la cara-. ¿Dónde estoy? -chillé.
-Por favor -me tranquilizó-. Cálmate y te lo contaré. Ven aquí y siéntate y relájate. Cierra los ojos y no trates de pensar. Escucha.
Hice lo que me pedía y poco después dejé de temblar. Esperó hasta que sintió que yo me había calmado y entonces empezó a hablar.
-Hay un mundo de cosas psíquicas: llamémoslas pensamiento vivo, si quieres, o sueños. Pero entre todos los animales sólo el hombre puede llegar a esas cosas psíquicas. Fue un accidente biológico. Los seres humanos tienen algo que toca ese mundo psíquico en un plano tangente. Tienen el poder de abrir una puerta entre los dos mundos, pero rara vez controlan ese poder, y muchas veces ni siquiera son conscientes de él. Pero cuando se abre esa puerta, algo se materializa en el mundo de los humanos. Para hacer eso basta con la imaginación. Si en lo hondo tienes avidez por cierto tipo de mujer, y si te la representas de manera suficientemente vívida, la puerta puede abrirse y entrar por ella la mujer. Puedes verla y tocarla; será muy poco diferente de una mujer verdadera.
-Pero... ¿hay alguna diferencia?
-Sí, claro que sí. No es algo independiente de ti-, Es parte tuya. Es producto tuyo. Hacia eso apuntaba cuando hablé de la partenogénesis, que funciona así.
-La partenogénesis... Es el proceso de reproducción sin fertilización, ¿verdad?
-Exacto. Esa «materialización» tuya es un paralelo perfecto. Pero como ya te dije, no es un proceso con un alto valor de supervivencia. Por un lado, no permite mezclas genéticas. Si una criatura viva no incorpora otras características, debe morir.
-Entonces, ¿por qué no mueren todas las criaturas partenogenéticas?
-Se utiliza un proceso mediante el cual las formas de vida simples, unicelulares, se encargan de eso. Recuerda -señaló de pronto- que uso toda esta terminología biológica de manera simbólica. Hay leyes básicas que obran en ambos mundos, en el mundo de las formas de vida superiores y en las formas de vida inferiores. ¿Te das cuenta?
-Me doy cuenta. Ésos son sólo ejemplos. Pero explícame cómo hacen las criaturas partenogenéticas para mezclar su material genético.
-Es muy sencillo. Dos de esos organismos dejan que sus núcleos confluyan durante un rato. Después se separan y cada uno sigue por su lado. No es de ninguna manera un proceso reproductor. Es simplemente una manera de obtener cada uno una parte del otro. Eso se llama... sicigia.
-Ah -dije-. Eso. Pero todavía no... A ver. Lo mencionaste por primera vez cuando...
-Cuando Gloria conoció a Arthur -dijo el hombre, terminando la frase-. Dije que si fuera sicigia todo estaría bien. Y no lo era, como pudiste comprobar. El material genético externo, aunque no era tan compatible como el tuyo, era demasiado fuerte. Eso te hizo sufrir. Bueno, al funcionar las leyes realmente básicas, siempre hay algo que sufre.
-¿Y tú? ¿Quién eres tú?
-Soy simplemente alguien que ha pasado por todo eso. Debes entender que mi mundo es diferente del que recuerdas. El propio tiempo es diferente. Aunque empecé en un tiempo que está quizá a treinta años de distancia, pude abrir una puerta cerca de ti. Una puerta pequeña, por supuesto. Lo hice para intentar hacerte pensar a tiempo sobre el asunto. Creo que si lo hubieras hecho te habrías ahorrado todo esto. Quizá hasta te podrías haber quedado con. Gloria.
-¿Qué significa esto para ti?
-¿No lo sabes? ¿De veras no lo sabes?
Abrí los ojos y lo miré, y sacudí la cabeza. -No, no lo sé. Pero me caes bien... viejo. El hombre ahogó una risita.
-Qué raro. Yo no me caigo bien.

Estiré el cuello y miré a Gloria y a su hombre, todavía inmóviles en pleno beso.
-¿Toda esa gente soñada quedará así para siempre?
-¿Gente soñada?
-Supongo que es eso. ¿Sabes una cosa? Estoy bastante orgulloso de Gloria. No sé cómo pude hacer para soñar algo así... tan encantador. Eh... ¿Qué pasa?
-¿No entendiste lo que te dije? Gloria es verdadera. Gloria sigue viviendo. Lo que ves ahí es lo que sucedió cuando dejaste de ser parte de ella. Leo: ¡ella te soñó a ti! Tú sólo eres un sueño detallado, Leo, un espléndido trabajo. Eres un fragmento de psiquis de otro mundo inyectado en un ideal que Gloria soñó. No trates de ser ninguna otra cosa. No hay muchos seres humanos verdaderos, Leo. La mayor parte del mundo está poblada por los sueños de unos pocos. ¿No lo sabías, Leo? ¿Por qué crees que tan pocas de las personas que conociste sabían algo del mundo en general? ¿Por qué crees que los seres humanos limitan sus intereses y reducen su ambiente? ¡La mayoría, Leo, no son humanos!
-Yo soy yo -dije tercamente-. ¡Gloria no podría haberme soñado de manera tan completa! ¡Gloria no sabe manejar una excavadora! ¡Gloria no sabe tocar la guitarra! ¡Gloria no sabe nada del hombre de circo que cantaba, ni del capataz finlandés de explosivos que murió!
-Claro que no. Gloria sólo soñó a un tipo de Hombre que era producto de esas cosas, o de cosas -parecidas. ¿Has manejado una pala desde que la conociste? Si intentaras hacerlo, descubrirías que no puedes: Desde que la conociste no tocaste la guitarra para nadie más. ¡Has dedicado todo el tiempo a componer música que nadie tocará jamás!
-¡Yo no soy un sueño de nadie! -grité-. No. Si fuera un ideal de Gloria,-habríamos seguido juntos. Fracasé con ella, viejo. ¿No lo sabes? Quería que yo fuera agresivo, y no lo era.
El hombre me miró con tanta tristeza que pensé que se iba a echar a llorar.
-Gloria quería que tomaras algo. Eras parte de ella, y nadie puede tomar algo de sí mismo.
-Ella tenía un miedo mortal a cosas que a mí no me molestan nada. ¿Cómo lo explicas?
-¿Las ardillas y el ruido de las zarpas? No, Leo; ésas eran fobias infundadas, y ella tenía el poder de vencerlas. Nunca lo intentó, pero no era nada difícil crearte sin ellas.
Miré al hombre.
-¿Quieres decir que...? Viejo, ¿de veras hay más como yo?
-Muchos, muchos -suspiró-. Pero pocos que se aferren tanto como tú a sus inexistentes y fantasmales egos.
-Las personas de verdad, ¿saben lo que hacen?
-Muy pocas. Muy pocas. El mundo está lleno de personas que se sienten incompletas, personas que tienen todo lo que pueden desear y que sin embargo no son felices, personas que se sienten solas en una multitud. El mundo está poblado casi exclusivamente por fantasmas.
-Pero... ¡la guerra! ¡La historia de Roma! ¡Los nuevos modelos de coches! ¿Qué me dices de todo eso?
El hombre volvió a sacudir la cabeza.
-Algunos son verdaderos, otros no. Depende de lo que los verdaderos seres humanos quieren en cada momento.
Pensé un minuto con amargura.
-¿Qué fue aquello que dijiste de volver en el tiempo -le pregunté- y mirar por una pequeña puerta las cosas que habían pasado?
El hombre suspiró.
-Si tienes que aferrarte al ego que ella te dio -dijo con voz cansada-, te quedarás como eres ahora. Pero envejecerás. Te llevará el equivalente de unos treinta años orientarte en ese extraño mundo psíquico, pues tendrás que moverte y pensar como un ser humano. ¿Por qué quieres hacer eso?
-Entonces -dije con determinación- voy a volver, aunque me lleve un siglo. Voy a buscarme inmediatamente después de conocer a Gloria, y me voy a aconsejar todo lo que haga falta para que pueda encontrar la manera de pasar con Gloria el resto de su vida.
El hombre me puso las manos en los hombros y ahora tenía realmente lágrimas en los ojos.
-Ay, pobre muchacho -dijo.
Lo miré, y entonces le pregunté:
-¿Cómo te llamas, viejo?
-Me llamo Leo.
-Ah -dije-. Ah.

Hospital...
No me dejaban salir, aunque me molestaba el ruido de los platos y el de las conversaciones y las quejas sin sentido. Sabían que me molestaban; tendrían que saberlo. Almidón y aburrimiento y el blanco olor a muerto. Lo sabían. Sabían que lo detestaba, así que todas las noches ocurría lo mismo.
Podía salir. No de verdad; no hasta fuera del todo, hasta los sitios donde la gente no llevaba puesta túnica gris y molestos pantalones largos de franela. Pero podía salir hasta donde podía ver el cielo y oler el olor del río y fumar un cigarrillo. Si cerraba bien la puerta e iba hasta la barandilla y miraba y olía con mucho cuidado, a veces podía olvidar las cosas que había dentro del edificio y también las que había dentro de mí.
Me gustaba la noche. Encendí el cigarrillo y miré hacia el cielo. Estaba cuajado, y limpio entre las nubes. El aire estaba frío y me calentaba, y en el río, sobre las aguas, se extendía una larga cinta dorada, atada a un farol en la orilla de enfrente. Volvió mi música, débilmente, afinándose. Yo estaba muy orgulloso de mi música porque era mía. Era algo que me pertenecía a mí y no al hospital, como el incómodo pantalón de franela y la túnica gris. El hospital tenía viejos edificios rojos y vallas y muchas enfermeras que sabían mucho de cuñas, pero no tenía música en ninguna, ninguna parte.
Por encima del suelo flotaba una ligera neblina porque había cubos de basura formando una abollada hilera y la neblina era muy limpia y no pasaba entre ellos. La música recibió con dulzura al gato.
Era un gato sarnoso blanco y negro que salió de las sombras al claro donde estaban los cubos de basura y se detuvo con la cabeza ladeada, moviendo la cola. Era una cola delgada y se movía como una cosa hermosa.
Entonces apareció la rata, un pequeño y gordo bulto pardo con cola larga como un gusano. La rata se deslizó saliendo entre los cubos, se detuvo y se dejó caer sobre la barriga. La música bajó de tono para compensar el aumento de volumen, y el gato se puso tenso. Sentí dolor en alguna parte y me di cuenta, vagamente, de que me estaba cortando la lengua con las uñas. Mi rata, mi gato, mi música. El gato saltó y la rata mordió primero y chilló y murió allí al aire libre donde yo podía verle la sangre. El gato se lamió la herida y maulló y desgarró aquella cosa temblorosa. Había sangre en la rata y en el gato y en mi lengua.
Me alejé de allí, impresionado y exultante, mientras la música repetía como un eco su tema de muerte. Ella estaba saliendo del edificio. Dentro era la señorita Starchy pero ahora era un bulto pardo, un pequeño y gordo bulto pardo. Yo era delgado y me movía como una cosa hermosa... Ella me sonrió y dio media vuelta hacia los escalones. Yo me sentía muy contento y me acerqué para acompañarla, mirándole el cuello suave. Salimos juntos a la neblina. Delante de los cubos se detuvo y me miró con ojos muy abiertos.
El gato observó con curiosidad y siguió comiendo. Seguimos comiendo y escuchando la música.

Hay un momento en que esa carga que llevamos en la mente es tan agobiante que es necesario soltarla. Pero su naturaleza es tal que no la podemos dejar en una roca ni en la horqueta de un árbol, como un bártulo pesado. Sólo una cosa tiene la forma indicada para recibirla, y es otra mente humana. Sólo se puede hacer en un momento, en la soledad compartida. No se puede hacer cuando un hombre está solo, y un hombre que anda altivamente en medio de la multitud nunca lo hace.
La inspección de alambrados propicia esta soledad especial, capaz de atragantar a un hombre. La cabalgata puede durar dos o tres semanas, con los días llenos de calor y mosquitos y la vibración del alambre bajo el travesaño, y la noche llena de estrellas y silencio. A veces, en esas noches, un bulto cae en la fogata, o un lobo aúlla, y sólo entonces un hombre nota que su compañero también está despierto, y que una carga agobiante crece y se hincha en su mente. Si pesa demasiado, la apoya suavemente, como porcelana fina, protegida con gruesas tiras de silencio.
Por eso un capataz sabio sabe escoger sus parejas de peones. A veces un hombre cuenta cosas, cosas que han crecido en él como los callos que le hicieron las tenazas, cosas que son tan parte de él como un tajo en la oreja o las cicatrices que una bala le dejó en el vientre, y el oyente debe ser un hombre que no mencionará esas cosas después del amanecer, que quizá no las mencione hasta que su compañero haya muerto, quizá nunca.
Kellet era un hombre que tenía las manos encallecidas por las tenazas, y un tajo en la oreja, y viejas cicatrices que una bala le había dejado en el vientre. Ahora está muerto. Powers nunca le pidió que le hablara de las cicatrices. Powers era un buen jinete y un buen compañero. Trabajaban en silencio, salvo algún gruñido para avisar que el pozo donde clavarían un poste ya tenía profundidad suficiente, o una advertencia cuando se arrojaban una herramienta. Cuando acampaban por la noche, no decían «Trae la leña» o «Prepara el café». Uno de ellos lo hacía y ya. Luego se quedaban fumando. A veces hablaban, a veces no; a veces decían cosas importantes, a veces no.
Kellet habló de la oreja una noche, mientras cocinaba. Acuclillado frente al fuego, movía diestramente la sartén de mango largo, y súbitamente se sorprendió mirándola como un hombre que observa el diseño de un anillo que ha usado durante años.
-Fue una pelea -dijo.
-Una mujer -dijo Powers.
-Sí -dijo Kellet-. Me enamoré de una costurera de Kelso cuando era joven como tú. Comía allí. Ella preparaba un buen guiso.
Diez minutos después, cuando estaban comiendo, Kellet continuó:
-Apareció un tío con brillantina en el pelo. Olía bonito.
-¿Mejicano?
-Hombre del Este.
El silencio de Powers era más alentador que receptivo.
-Ella lo invitó a pasar. Le sirvió mi segunda porción de guiso. Se puso a reír como boba y a coquetear. -Kellet hizo una pausa y masticó. Escupió con vehemencia cuando eliminó esa obstrucción alimentaria-. Creo que rezongué. No pude contenerme. De pronto el tío empezó a decirme que no era modo de hablar frente a una dama. Dimos vueltas y vueltas, pero duró poco. ¿Ves esta oreja?
-Él desenvainó un cuchillo.
Kellet sacudió su cabezota poblada de arrugas.
-No. Ella me golpeó con la sartén. Me arrancó un pedazo de oreja. Después tardé una hora en lavarme la brillantina de los nudillos con jabón de brea.
Los agujeros del estómago eran producto de un balazo. Kellet se lo contó una tarde a Powers lacónicamente, mientras se zambullían en un arroyo helado.
-En esa época tenía barriga -dijo Kellet-. La bala entró por un lado y salió por el otro. Por un tiempo creí que ya era carne ahumada para el otoño. Pero sobreviví. Claro que perdí la barriga en ese hospital público. Sólo me daban natillas y cosas así. Tenía toda la fontanería mal acoplada. El tío de la cama contigua murió una noche. Nos despertaban antes del amanecer con el desayuno. Él tenía ciruelas pasas. Yo quería esas ciruelas. Cuando vi que no las necesitaba, me las comí. Pensé que nadie se enteraría. -Rió entre dientes.
Más tarde, cuando estaban vestidos y cabalgaban a lo largo de la alambrada, añadió: -Encontraron los carozos de las ciruelas en mis vendas.
Pero era de noche cuando Kellet contó esa otra cosa, la cosa que crecía como un callo y era más profunda que las cicatrices que le había dejado la bala.
Para variar, Powers era el que hablaba. Mujeres.
-Siempre tienen quejas -se lamentó. Sacó un brazo del saco de dormir y se acodó sobre él. Afectando una grave voz de soprano, dijo-: Me gustarías más, George, si actuaras como un caballero.
Metió el brazo en el saco y se acostó con un golpe elocuente.
-Yo sé qué es un caballero. Es algo que no puedes ser nunca, aunque te crezcan alas y tengas aureola. Yo nunca he visto uno. Es decir, nunca he visto a un hombre al que una mujer no pueda decirle, alguna vez, que actúe como tal.
El fuego chisporroteó, y al cabo de un rato perdió brillo.
-Yo soy un caballero -dijo Kellet.
Entonces Powers detectó esa cosa, ese recuerdo agobiante. No dijo nada. Estaba despierto, y supo que de algún modo Kellet lo sabía.
-¿Conoces la comarca de Pushmataha? -preguntó Kellet-. No, claro que no. Allá hay un río llamado Kiamichi. Yo acababa de irme de un establecimiento de Winding Stair y andaba a la deriva. Llegué a un promontorio y estaba vadeando el río cuando vi un relumbrón en el agua. Había una mujer. Me detuve en seco, mudo de sorpresa. Estaba desnuda como cuando llegó al mundo.
»Ella fue hacia el otro lado hasta quedar con el agua hasta las rodillas. Se sacudió el pelo y entonces me vio. Trató de llegar a la orilla, y creo que se resbaló. Lo cierto es que se cayó y se quedó quieta.
»Te juro que me sentí pésimo. No me gusta sobresaltar a una dama. Hubiera preferido darme la vuelta y olvidar el asunto. Pero ¿qué iba a hacer? ¿Dejar que se ahogara? Quizá se hubiera lastimado.
»Me dirigí hacia ella. Pensé que preferiría estar vergonzosamente viva antes que púdicamente muerta.
»Se había lastimado, en efecto. Se había golpeado la cabeza. Cien metros corriente abajo había una granja. Recogí a la mujer, que pesaba menos que un becerro de búfalo, y la llevé allá. Llamé, pero no había nadie. Entré, encontré una cama y la acosté. La dejé, llamé a mi caballo y revisé las alforjas. Cuando regresé, ella estaba sangrando. Le puse una toalla bajo la cabeza. Le lavé el tajo con whisky. Cuatro pulgadas y media, justo debajo del pelo. Tenía ese pelo negro que es azul cuando le da el sol.
Kellet calló largo rato. Powers encontró la pipa, . la llenó, la encendió con una brasa del fuego moribundo y regresó a su manta. No dijo nada.
Cuando estuvo preparado, Kellet continuó:
-Estaba viva, pero aterida. Yo no sabía qué hacer. La hemorragia paró al rato, pero yo no sabía si frotarle las muñecas o hacer el pino. No soy doctor. Al fin me senté a esperar. Tal vez se despertara, tal vez viniera alguien. Y si venía alguien, tal vez me encontrara en un brete. Pero ¿qué iba a hacer? ¿Largarme?
» Cuando oscureció dos o tres horas después, me levanté, encendí una lámpara de sebo y un fuego, y preparé café. Usé mi propia provisión. Cuando estuvo listo, oí un chillido raro en la otra habitación. Ella estaba sentada, bien erguida, mirándome por la puerta, apretándose la manta con tanta fuerza como para que le atravesara el cuerpo, con ojos redondos como argollas. Me acerqué. Chilló de nuevo, se acu-. rrucó en un rincón y me dijo que no la tocara.
»-Claro que no -le dije-. Usted está lastimada. Será mejor que se calme.
»-¿Quién es usted? -me preguntó-. ¿Qué hace aquí?
»Le dije mi nombre, y le hice notar que estaba sangrando de nuevo. Le pedí que se acostara y me dejara curarla..
»No sé si confió en mí o sólo se sintió débil. Lo cierto es que se acostó y le puse un paño frío en el tajo. Me preguntó qué había pasado.
»Se lo conté como pude. Se levantó de nuevo.
»-¡Me estaba bañando! -exclamó-. No tenía puesto...
»Y no dijo nada más, pero siguió chillando.
»-Escuche -le dije sin rodeos-, se cayó y se lastimó la cabeza. Es lo único que recuerdo. Yo no podía hacer más de lo que hice. Supongo que de todos modos fue culpa mía. No tengo malas intenciones. En cuanto consiga ayuda, me marcharé. ¿Dónde está su gente?
»Eso la calmó. Me habló de ella. Había ocupado ese terreno para trabajar la tierra. La ley le daba derechos preferenciales y le quedaban dieciocho meses para obtener la posesión. Un alud había matado al marido. Ella le había jurado que conservaría esa tierra. No sabía qué haría después, pero sin duda iba a hacer eso primero. Tenía agallas.
Kellet calló de nuevo. El telar de la luna tomó la negrura del cielo para teñir el risco del este. La pipa de Powers gorgoteó súbitamente.
-El vecino de río abajo se había largado el invierno anterior. El sujeto que vivía del otro lado se había ido a un rodeo en Winding Stair, y se había llevado a su mujer. No regresaría en dos meses. Esta muchacha sembraba maíz, guisantes y patatas. Nadie se acercaba a esos parajes. Hacía calor, y naturalmente se había bañado en el río.
»Le pregunté si no tenía miedo de que apareciera un viajero como yo, pero que fuera un facineroso. Metió la mano bajo la cama, sacó una Derringer.
»-Esto es para esa bazofia -dijo. Sacó un cuchillo afilado-. Y esto es para mí -dijo sin pestañear.
»Le pedí que guardara ambas cosas. Me daba pena, y su coraje me gustaba tanto que me tenía a mal traer.
»Iba a acostarme afuera, junto al cobertizo. Después que hablamos un rato y le preparé torta de maíz, dijo que podía acostarme en la cocina si quería. Le dije que trabara la puerta. La trabó con un aldabón de madera. Yo tendí la manta y me acosté.
La luna fue un abalorio en la aureolada frente del cerro, después una diadema, luego una corona.
Powers guardó la pipa.
-Por la mañana -siguió Kellet-, ella no podía levantarse. Tumbé la puerta cuando no me respondió. Tenía mucha fiebre. Estaba profundamente dormida. Se despertaba a ratos y volvía a dormirse. Me quedé con ella casi todo el día, salvo para atender mi caballo y preparar unas vituallas. La cuidé como si fuera una niña. Le mojaba la cara con agua fría. Nunca había hecho semejante cosa. No sabía qué hacer, e hice lo que pude.
»Por la tarde habló durante más de una hora. Deliraba. Le hablaba a su hombre, como si allí estuviera él en vez de yo. Era un tío afortunado. Ella dijo...
»Al cuerno con lo que dijo. Pero yo le respondía de cuando en cuando, diciéndole «Sí, querida» cuando ella lo llamaba. Un hombre muerto un año atrás... no creo que ella se lo creyera del todo. Le decía cosas que ninguna mujer me dijo nunca. Cuando yo le respondía, me hablaba en voz baja. Si no le respondía, se ponía a berrear, se zamarreaba y le sangraba la cabeza. ¿Qué otra cosa podía hacer yo?
»El día siguiente estaba mejor, pero débil como un potrillo hambriento en medio de una ventisca. Durmió mucho. Descubrí que tenía venado salado, y lo terminé. Limpié algunas malezas de sus raquíticos guisantes. Iba a verla cada tanto para ver si estaba bien. Recordé que había un espino rojo en el risco, cabalgué hasta allí, recogí unas bayas y las puse a secar al sol para que pudiera preparar pastel en el invierno.
»Así pasaron cuatro o cinco días. Una vez cacé un ciervo, lo desollé y lo salé. Hice algunas reparaciones en el establo y la casa. Hice lo que pude. Una vez que estaba arreglando la puerta de la cocina, la que había tumbado ese primer día, ella se quedó mirando. Cuando terminé, dijo que yo era bueno. "Usted es bueno, Kellet", dijo. Contado así, no parece gran cosa, pero significaba mucho.
Powers miró la luna que se elevaba y se balanceaba sobre el risco, disponiéndose a flotar libremente. En la cima un árbol muerto se perfiló contra la luna como una mano enguantada de negro contra un rostro dorado.
-Mira ese viejo árbol -dijo Kellet-. Parece tan fuerte, y está tan muerto.
Cuando la luna surcaba el cielo, Kellet dijo:
-Arreglé esa puerta con una nueva viga y buenos pernos. El hombre que quisiera tumbarla tendría bastante trabajo. Ella...
Powers esperó.
-Ella nunca la usaba. Cuando se repuso lo suficiente como para levantarse y andar por ahí, tampoco. La dejaba abierta. Tal vez no pensaba en eso. Aunque tal vez sí. Por la noche, yo tendía mi manta, me acostaba y esperaba. Pronto ella saludaba: «Buenas noches, Kellet. Que duerma bien.» Esas palabras tan dulces compensaban de sobra las faenas del día.
»Una noche, diez u once días después de mi llegada, me desperté. Ella lloraba en la oscuridad de la otra habitación. Le pregunté qué pasaba. No quería decírmelo. Sólo seguía lloriqueando. Pensé que le dolía la cabeza. Me levanté, fui hasta la puerta. Le pregunté si estaba bien. Ella seguía llorando. No en voz alta, pero con mucha intensidad. Era para romperte el corazón.
»Entré. La llamé por el nombre. Ella palmeó el costado de la cama. Le apoyé la mano en la cara para ver si volvía a tener fiebre. Tenía la cara fresca. Y húmeda. Me cogió la mano y se la apretó contra la boca. Yo no había notado que era tan fuerte.
»Se quedó en silencio dos o tres minutos. Aparté la mano.
»-¿Por qué llora? -pregunté.
»-Es bueno tenerlo a usted aquí -dijo.
»Me levanté, diciéndole que volviera a dormirse. Ella...
Hubo una pausa de varios minutos, pero la voz no había cambiado cuando continuó.
-Ella lloró una hora. Paró de golpe. Tal vez yo me dormí, tal vez no. La verdad, no lo recuerdo.
»A la mañana siguiente madrugó y se puso a cocinar. Por primera vez desde que se había levantado. Le dije que lo tomara con calma, que todavía estaba débil.
»-Pude haber hecho esto hace tres días -dijo. Parecía furiosa. No entendí con quién. Preparó un suculento desayuno.
»Ese día parecía igual, pero fue muy diferente. En otros días no hablábamos de nada salvo de trabajo: las orugas en los tomates, la gotera que necesitaba reparación en el cobertizo, cosas así. Ese día hablamos de las mismas cosas. La diferencia era que teníamos que esforzarnos para que la charla no se desviara. Y había algo más... Ninguno de los dos dijo una palabra sobre el trabajo que habría que hacer al día siguiente.
»Al mediodía recogí mis cosas y preparé mis alforjas. Llevé el caballo al establo, le di de beber y lo ensillé. No la vi mucho, pero sabía que me miraba desde el interior de la casa.
»Cuando terminé, palmeé el pescuezo de mi caballo. Le pegué tan fuerte que corcoveó. Me sorprendí a mí mismo.
»Entonces ella salió. Se quedó mirándome.
»-Adiós, Kellet -dijo-. Que Dios lo bendiga.
»Me despedí. Ninguno de los dos se movió por un minuto.
»-Creerá que soy mala mujer -me dijo ella.
»-En absoluto -le respondí-. Usted estaba enferma, y muy sola. Ahora estará bien.
»-Estoy bien -dijo-. Estaré bien mientras viva, gracias a usted, Kellet. Kellet, usted tuvo que pensar por los dos y así lo hizo. Es usted un caballero, Kellet.
»Monté y me marché. En el promontorio miré hacia atrás y vi que ella me miraba desde el establo. Agité el sombrero y seguí viaje.
La noche era blanca, pues la luna había cambiado su oro flotante por su plata viajera. Powers oyó que Kellet daba la vuelta, y supo que ahora podía hablar si quería. En alguna parte un ratón chilló bajo las silenciosas garras de un búho. A lo lejos, la hambrienta llamada de un coyote reverberó en la cavernosa soledad.
-Conque eso es un caballero -dijo Powers-. Un hombre que puede pensar por dos personas cuando hace falta.
-No -murmuró Kellet desdeñosamente-. Eso es sólo lo que ella llegó a creer, porque nunca la toqué.
-¿Por qué no la tocaste? -preguntó Powers sin rodeos.
A veces un hombre cuenta cosas, cosas que han crecido en él como los callos que le hicieron las tenazas, cosas que son tan parte de él como un tajo en la oreja o las cicatrices que una bala le dejó en el vientre, y el oyente debe ser un hombre que no mencionará esas cosas después del amanecer, que quizá no las mencionará hasta _ que su compañero haya muerto, quizá nunca.
-Es que no puedo -dijo Kellet.


Ransome sonreía acostado en la oscuridad, pensando en su anfitriona. Ransome era muy solicitado como huésped, a causa de su magnífico talento de narrador. Dicho talento se debía totalmente a su carácter de huésped frecuente, pues era quien era gracias a la elocuente belleza de sus imágenes verbales de la gente y sus opiniones sobre la gente. Y sus mordaces ironías aludían a la gente que había conocido el fin de semana anterior. Tras pasar un tiempo en casa de los Jones, podía insinuar discretamente las cosas más hilarantes sobre los Jones cuando dos semanas después pasaba el fin de semana con los Brown. ¿Y los Jones le guardaban rencor? Claro que no. ¡Había que oír los chismes sobre los Brown! Y así seguía, una espiral bidimensional en el plano social.
Pero ahora no estaba con los Jones ni con los Brown. Estaba en casa de la señora Benedetto; y para el cruel sentido del humor de Ransome, la viuda Benedetto era un envío del cielo. Ella vivía en un mundo propio, que parecía tan poblado de antepasados y parientes de abolengo como su sala estaba abarrotada de inefables ejemplos de rococó victoriano.
La señora Benedetto no vivía sola. Al contrario. Su vida, por parafrasear sus propias palabras, estaba entregada, dedicada, consagrada y ofrendada a su bebé. Su bebé era su amado, su querido, su belleza y su -¡increíble!- preciosura primorosa. Era todo un personaje. Respondía al nombre de Bubbles[4] que era inexacto y ofendía su dignidad. Lo habían bautizado Fluffy[5] pero ya se sabe lo que pasa con los apodos. Era grande y lustroso, ese dechado entre los animales, la versión domesticada del amo del callejón.
Criaturas maravillosas, los gatos. Un gato es el único animal que puede vivir como un parásito y conservar plenamente su capacidad de cuidar de sí mismo. Oímos hablar de perros perdidos, pero nunca de gatos perdidos. Los gatos no se pierden porque los gatos no son de ninguna parte. Era imposible convencer a la señora Benedetto de creer eso. La señora Benedetto nunca pensó en poner a prueba la devoción de Fluffy declarando una moratoria de diez días sobre el salmón enlatado. Si lo hubiera hecho, habría descubierto un sentido del honor comparable al de una chinche.
Ransome, conocedor de los gatuperios gatunos -aquí se permitió jugar un poco con las palabras-, se divertía a más no poder. Las atenciones de la señora Benedetto al flemático Fluffy eran decididamente orgiásticas. Al pensarlo en detalle, comenzó a sospechar que quizá Fluffy fuera un fenómeno felino, a pesar de todo. Los oídos del gato son órganos sensibles; cualquier criatura viviente que , pudiera soportar el parloteo continuo de la señora Benedetto de sol a sol, sabiendo que de noche sólo se silenciaría para ser reemplazado por resonantes ronquidos, bien... era fenomenal. Y Fluffy lo había soportado durante cuatro años. Los gatos no son famosos por su paciencia. Sin embargo, tienen un sentido muy delicado de los valores. Fluffy obtenía algo a cambio, algo que para él valía mucho más que los tormentos que soportaba.
Ransome se quedó quieto, maravillándose del alcance de los ronquidos de la viuda. No sabía mucho sobre el difunto señor Benedetto, pero deducía que había sido un hombre con paciencia de santo, un masoquista o un sordomudo. Era imposible que una sola garganta fibrosa produjera semejante alboroto, pero ahí estaba. Ransome se complacía en imaginar que esa mujer tenía callos en el paladar y las amígdalas, nacidos de su conversación, y que la fricción de esos callos producía el tono de cuero seco de los ronquidos. Archivó la idea para consultarla en el futuro. Quizá la utilizara el próximo fin de semana. Los ronquidos no eran la canción de cuna más dulce, pero cualquier sonido es tranquilizador si se repite con frecuencia.
Hay una vieja historia acerca de un anciano que cuidaba un faro que estaba equipado con un cañón automático que se disparaba cada quince minutos, día y noche. Una noche, cuando el anciano estaba dormido, el cañón no se disparó. Tres segundos después de la hora pertinente, el vejete saltó de la cama y echó a correr por la habitación, gritando «¿Qué fue eso?» Lo mismo pasaba con Ransome.
No supo si fue una hora después de quedarse dormido, o si no se había dormido en absoluto. Pero se encontró sentado en el borde de la cama, totalmente despierto, concentrando cada nervio en aquello -¿qué era, un sonido?- que lo había despertado. La casona estaba silenciosa como un depósito de cadáveres después del cierre, y Ransome no veía nada en la alta y oscura habitación de huéspedes, salvo las ventanas plateadas por la luna y esas gruesas negruras que eran las cortinas. Detrás de esas cortinas podía ocultarse cualquier cosa, pensó alentadoramente. Volvió a acomodarse en la cama y levantó los pies del piso. Claro que no había nada bajo la cama, pero aun así...
Un objeto blanco se aproximó por el piso, atravesando los rayos del claro de luna. No emitió ningún sonido pero se tensó, dispuesto a atacar o defenderse, eludir o recular. Ransome no era un personaje admirable, pero debía su reputación -y por tanto su existencia- a una característica específica, la capacidad de ser impasible, invulnerable a la sorpresa. Dios nos libre de tener una discusión con semejante hombre.
El objeto blanco se detuvo para mirarlo con ojos verdosos. Sólo era Fluffy. El informal y desenfadado Fluffy, sin el menor ánimo de asustar a la gente. Observó a Ransome, que ahora estaba más tranquilo, y enarcó una ceja inquisitiva e hirsuta, como si disfrutara de la desazón de ese hombre.
Ransome resistió la mirada del gato sin mosquear- se y se estiró sobre la cama con toda la gracia de un Fluffy.
-Vaya -dijo de buen humor-, qué susto me diste. ¿No te enseñaron a llamar antes de entrar en la alcoba de un caballero?
Fluffy alzó una aterciopelada zarpa y se la lamió con la rosada lengua.
-¿Me tomas por bárbaro? -preguntó.
Ransome sintió un peso en los párpados, su única señal de pasmo. No creía por un segundo que el gato hubiera hablado de veras, pero había algo en esa voz que le resultaba familiar. Alguien, por cierto, intentaba gastarle una broma.
¡Por Dios! ¡Tenía que ser una broma!
Bien, necesitaba oír de nuevo esa voz para identificarla.
-No has dicho nada, por cierto -le dijo al ;gato-. Pero si dijiste algo, ¿qué fue?
-Me oíste la primera vez -dijo el gato, y saltó al pie de la cama. Ransome se alejó del animal.
-Sí, eso me pareció. -¿Dónde cuernos había oído esa voz? Y añadió, en un intento de ser jocoso-: En estas circunstancias, tendrías que haberme escrito una nota antes de llamar.
-Rehúso dejarme inhibir por los buenos modales -dijo Fluffy. Tenía el pelo inmaculadamente limpio, y parecía la fotografía publicitaria de una manta de edredón, pero empezó a lavarse meticulosamente-. No me gustas, Ransome.
-Gracias -rió Ransome, sorprendido-. Tú tampoco me gustas.
-¿Por qué? -preguntó Fluffy.
Ransome maldijo para sus adentros. Había reconocido la voz del gato, lo cual hablaba muy bien de su capacidad de observación. Era su propia voz. Se aferró a una mente que estaba al borde del colapso y, como de costumbre cuando sentía desconcierto, lanzó una cortina de humo fabricada con su versión personal de la verborrea irónica.
-Los motivos para que no me gustes son legión -dijo-. Todos están incluidos en una sola frase: ¡Eres un gato!
-Te he oído decir eso por lo menos dos veces -dijo Fluffy-, salvo que ahora has usado «gato» en vez de mujer.
-Tu actitud es ofensiva. ¿Acaso una verdad es menos verdadera por haber sido expresada más de una vez?
-No -concedió el gato-. Pero es más adocenada.
Ransome rió.
-Aparte del hecho de que hablas, te encuentro muy refrescante. Nadie ha criticado jamás mi elocuente facundia.
-Nadie te había calado -dijo el gato-. ¿Por qué no te gustan los gatos?
Para Ransome, una pregunta de este tipo era como un botón que activaba frases ordenadas.
-Los gatos -dijo retóricamente- son sin duda las criaturas más egoístas, ingratas e hipócritas de este u otros mundos. Engendros de una nefasta alianza entre Lilit y Satanás...
Fluffy abrió los ojos.
-¡Ah! -susurró-. ¡Un erudito!
-Y tienen los peores rasgos de ambos -continuó Ransome-. Su mayor cualidad es su belleza de forma y movimiento, y aun ésta respira maldad. Las mujeres son las más veleidosas de los bípedos, pero pocas mujeres son tan veleidosas como todo gato lo es por naturaleza. Los gatos no son reales. Son imposibilidades, pues la perfección es imposible. Ninguna otra criatura viviente se mueve con semejante gracia. Sólo los muertos se pueden relajar tan perfectamente. Y nada, absolutamente nada, supera la incomparable falsedad del gato.
Fluffy ronroneó.
-¡Mininos! ¡Se sientan a maullar junto al fuego! -escupió Ransome-. ¡Les sonríen con ojos serviles y amarillos a los proveedores del hígado, el salmón y la nébeda! Blandas y mullidas bolas de alegría, juegan con ovillos, haciendo que los niños batan palmas, mientras vuestro vil cerebro se complace perversamente en las imágenes que os evoca el juego. Morder la víctima para que sangre, inmovilizarla hasta que se sofoque, apoyarla en el suelo y pisotearla delicadamente, pincharla con una blanda y sedosa zarpa hasta que se mueva de nuevo, y luego golpearla. ¡Cogerla con las garras, alzarla, rodar con ella, hundirle los crueles dientes mientras le arrancáis las entrañas con las patas traseras! ¡Ovillos a mí! ¡Farsantes!
Ransome sonrió.
-Por citarte a ti, es el más cabal ejemplo de pamplinas sensibleras que estos viejos oídos han escuchado jamás. Un prodigio de espontaneidad estudiada. Una sinfonía de cinismo. Un poema de percepción. El más puro...
Ransome gruñó.
Este descarado robo de sus giros predilectos le dolía profundamente, pero aun así le temblaron los labios. Ese gato era un animal muy observador.
-El más puro epítome del eufemismo -concluyó elegantemente Fluffy-. Al escucharte, cualquiera diría que quieres eliminar a los felinos de la tierra.
-Así es -gruñó Ransome.
-Sería un favor para nosotros -dijo el gato-. Nos divertiría mucho eludirte y reírnos de tus esfuerzos. Los humanos no tienen imaginación.
-Criatura superior -ironizó Ransome-, ¿por qué no liquidáis la raza humana, si nos consideráis tan obtusos?
-¿Crees que no podríamos? -replicó Fluffy-. Superamos a tu especie en pensamiento, velocidad y capacidad de reproducción. Pero ¿para qué? Mientras sigáis actuando como estos últimos miles de años, alimentándonos y cobijándonos sin pedir nada salvo nuestra presencia para admirarnos... pues bien, podéis seguir existiendo.
Ransome rió a carcajadas.
-¡Qué considerado! Pero escucha... deja esta palabrería blanda y abstracta y cuéntame algunas cosas que quiero saber. ¿Cómo puedes hablar, y por qué escogiste hablar conmigo?
Fluffy se acomodó.
-Responderé la pregunta socráticamente. Sócrates era un griego revesado, así que contestaré con otra pregunta. ¿Cómo te ganas la vida?
-Pues bien... tengo algunas inversiones y un pequeño capital, y el interés...
Ransome calló, buscando por primera vez palabras apropiadas. Fluffy cabeceaba con picardía.
-Está bien, está bien. Sé sincero. Puedes hablar libremente.
Ransome sonrió con embarazo.
-Bien, si quieres saberlo... y parece que sí, soy un huésped permanente. Tengo un considerable acervo de anécdotas y cierta gracia para contarlas. Luzco presentable y actúo como un caballero. A veces negocio pequeños préstamos.
-Un préstamo -declaró Fluffy- es algo que uno se propone devolver.
-Los llamaremos préstamos -dijo Ransome airosamente-. También, en ocasiones, cobro una tarifa razonable por ciertos servicios prestados...
-Extorsión -dijo el gato.
-No seas grosero. En general, la vida me resulta cómoda y cautivadora.
-Quod erat demonstrandum -dijo Fluffy triunfalmente-. Te ganas la vida siendo bello y llamativo. Yo también. No ayudas a nadie salvo a ti mismo, te sirves lo que quieres. Yo también. Nadie gusta de ti salvo aquellos a quienes desangras. Todos te admiran y te envidian. Lo mismo pasa conmigo, ¿entiendes?
-Creo que sí. Gato, tu paralelismo es insidioso. En otras palabras, consideras que mi conducta es gatuna.
-Precisamente -dijo Fluffy a través de sus bigotes-. Y por eso puedo hablar contigo. Estás muy cerca de lo felino en todo lo que haces y piensas. Tu filosofía básica es la de un gato. Tu aura felina es tan intensa que entra en contacto con la mía, y por eso somos mutuamente inteligibles.
-No entiendo esa parte -dijo Ransome.
-Yo tampoco -replicó Fluffy-. Pero así son las cosas. ¿Te gusta la señora Benedetto?
-¡No! -exclamó Ransome de inmediato y con gran énfasis-. Es absolutamente insufrible. Me aburre. Me irrita. Es la única mujer del mundo que puede hacerme ambas cosas al mismo tiempo. Habla demasiado. Lee demasiado poco. No piensa en absoluto. Tiene una mentalidad histéricamente prejuiciosa. Su cara es como la cubierta de un libro que nadie quiso leer nunca. Tiene forma de botella de whisky panzona, pero sin una gota de whisky adentro. Su voz es monótona y antimusical. Su educación fue insuficiente. Su familia es mediocre, no sabe cocinar, no se cepilla los dientes con frecuencia.
-Cielos -dijo el gato alzando ambas patas con sorpresa-. Detecto cierta sinceridad en todo eso. Me agrada. Es exactamente lo que he sentido durante años. Nunca le encontré ningún defecto culinario, sin embargo; me compra comida especial, y me tiene harto. Ella me tiene harto. Increíblemente harto. Es un hartazgo casi tan grande como el odio que siento por ti.
-¿Por mí?
-Desde luego. Eres una imitación. Eres falso. Tu cuna está contra ti, Ransome. Ningún animal que suda y se rasura, que les abre la puerta a las mujeres, que se viste con imitaciones igualmente falsas de pieles de animales, puede alcanzar la jerarquía de un gato. Eres presuntuoso.
-¿Y tú no?
-Yo soy diferente. Yo soy un gato, y tengo derecho a hacer lo que me plazca. Cuando te vi esta noche, me caíste tan mal que pensé en matarte.
-¿Por qué no lo hiciste? ¿Por qué no lo haces ahora?
-No puedo -dijo fríamente el gato-. Porque duermes como un gato. No, se me ocurrió algo más divertido.
-¿Sí?
-Ya lo creo. -Fluffy extendió una pata delantera, estiró las zarpas. Ransome notó subconscientemente que eran largas y fuertes. La luna había seguido su camino, y una luz gris pizarra llenaba la habitación.
-¿Qué te despertó -preguntó el gato, saltando al antepecho- justo antes que yo entrara?
-No lo sé -dijo Ransome-. Un ruido, supongo.
-Pues no -dijo Fluffy, arqueando la cola y sonriendo entre los bigotes-. Fue la cesación de un ruido. ¿Notas cuánto silencio hay?
Así era. No había un solo ruido en la casa. Ah, sí, ahora oía las pisadas de la criada que se dirigía de la cocina al dormitorio de la señora Benedetto, y el suave tintineo de una taza de té. Pero aparte de eso... De pronto comprendió.
-¡Esa vieja yegua dejó de roncar!
-En efecto -dijo el gato. La puerta de enfrente se abrió, se oyó el murmullo de la criada, un fuerte estrépito, un alarido escalofriante, pasos resonantes en el pasillo, un alarido más distante, silencio. Ransome se levantó de un brinco.
-¿Qué diablos...?
-Sólo la criada -dijo Fluffy, lavándose la pata, pero clavando los ojos en Ransome-. Acaba de encontrar a la señora Benedetto.
Encontrar...
-Sí. Le desgarré la garganta.
-Santo cielo. ¿Por qué?
Fluffy se acomodó en el antepecho.
-Para que te echen la culpa -dijo. Riendo burlonamente, brincó y se perdió en la mañana gris.

Budgie entró en el laboratorio sin llamar, corro de costumbre. jadeaba agitadamente, los ojos brillantes de ansiedad y avidez.
-¿Qué tienes, Muley?
Muhlenberg cerró bruscamente la puerta del depósito de cadáveres, antes que Budgie pudiera pasar. -Nada -replicó-. Y entre toda la gente que no quiero ver, y en este momento eso significa toda la gente que existe, tú encabezas la lista. Lárgate.
Budgie se quitó los guantes y los guardó en una cartera enorme que arrojó a una mesa del laboratorio.
-Vamos, Muley. Vi la ambulancia afuera. Y sé lo que trajo. Ese doble homicidio en el parque. Al me lo contó.
-La bocaza de Al necesita más costuras que todos los fiambres que él lleva de aquí para allá -rezongó Muhlenberg-. Bien, no podrás ver a esos dos.
Ella se le acercó. Se le acercó mucho. A pesar de su fastidio, Muhlenberg no pudo dejar de mirar aquellos labios blandos, carnosos y tentadores. Tentadores. La súbita comprensión se sumó al fastidio. Hacía tiempo que sabía que Budgie podía activar mecanismos que lograban que todas las glándulas endocrinas de un hombre fruncieran los labios y soplaran como trompetistas. Cada vez que lo sentía, se odiaba a sí mismo.
-Aléjate de mí -gruñó-. No dará resultado.
-¿A qué te refieres, Muley? -murmuró ella.
Muhlenberg la miró a los ojos y masculló que el hígado crudo le gustaba más que Budgie.
Los labios de Budgie perdieron su blandura, aunque sin endurecerse. Ella rió de buen humor.
-Entiendo, eres inmune. Probaré con la lógica.
-Nada dará resultado -dijo él-. No entrarás para ver a esos dos, y yo no te daré detalles para esos festines de truculencia que llamas notas periodísticas.
-De acuerdo -dijo ella, desconcertándolo. Cruzó el laboratorio y cogió su cartera. Encontró un guante y se lo puso-. Lamento haberte interrumpido, Muley. Capto la idea. Quieres estar solo.
Él estaba demasiado boquiabierto para articular una respuesta. La siguió con los ojos mientras ella se iba, cerraba la puerta, volvía a abrirla y decía con voz compungida:
-Pero creo que podrías contarme por qué no quieres decir nada sobre este homicidio.
Él se rascó la cabeza.
-Mientras sepas comportarte, creo que al menos te debo eso. -Reflexionó un instante-. Esta noticia no es para ti. Es el mejor modo de decirlo.
-¿Que no es para mí? ¿Un doble homicidio en el paseo de los tórtolos? ¿Él atractivo misterio del atraco, la masiva matanza de mayo? Bromeas, Muley, no hablas en serio.
-Budgie, esto no es divertido. Es desagradable. Muy desagradable. Y es serio. Es misterioso por varios motivos que no son los que quieres describirles a tus lectores.
-¿Qué motivos?
-Médicos, biológicos, sociológicos.
-Mis notas tienen biología. También tienen sociología; uso esas obtusas perogrulladas sobre las tendencias sociales para hablar de sexo en letras de molde, ¿no lo sabías? Queda la parte médica. ¿Por qué este caso es médicamente tan extraño?
-Buenas noches, Budgie.
-Vamos, Muley. No soy tan fácil de asustar.
-Lo sé. En tus investigaciones has acumulado más perversidades patológicas que Krafft-Ebing y once revistas de historietas. No, Budgie. Basta.

-El doctor E L. Muhlenberg, joven y brillante biólogo y consultor médico de la policía, ha insinuado que estos aspectos del caso, el brutal asesinato y desfiguración de la avergonzada pareja, eran superficiales en comparación con los inenarrables hechos. «Un misterio médico», declaró. -Le guiñó el ojo-. ¿Cómo te suena? -Miró su reloj-. Y puedo llegar a la primera edición, con un titular. Algo así como médico mudo de espanto y un subtítulo: investigador oculta detalles del doble homicidio. Sí, y con tu foto.
-Si te atreves a publicar semejante cosa -rugió él—-,yo...
-Está bien, está bien -dijo ella en tono conciliador-. No lo haré. De veras.
-¿Prometido?
-Prometido, Muley... siempre que...
-¿Por qué debo negociar? -preguntó él-. Lárgate de aquí.
Empezó a cerrar la puerta.
-Y algo para el editorial -dijo ella-. ¿Tiene un médico derecho a ocultar información concerniente a un maniático homicida y sus métodos? -Y cerró la puerta.
Muhlenberg se mordió el labio inferior con tanta fuerza que gritó. Corrió a la puerta y la abrió bruscamente.
-¡Espera!
Budgie estaba apoyada en la jamba, encendiendo un cigarrillo.
-Estaba esperando -dijo tranquilamente.
-Métete adentro -rugió él. Le agarró el brazo y la obligó a entrar, cerrando de un portazo.
-Eres un troglodita -dijo ella, frotándose el brazo y sonriendo seductoramente.
-El único modo de callarte es contarte toda la historia, ¿verdad?
-Verdad. Si consigo una exclusiva cuando estés dispuesto a divulgarla.
-Tal vez en eso también haya un giro sorprendente -comentó él sombríamente. La miró con cara de pocos amigos-. Siéntate -dijo al fin.
Ella se sentó.
-Soy toda tuya.
-No cambies de tema -dijo él con un resabio de su humor natural. Encendió pensativamente un cigarrillo-. ¿Qué sabes sobre el caso hasta ahora?
-Demasiado poco -dijo ella-. Estos tórtolos tenían una plática sin palabras en el parque cuando unos asaltantes los atacaron y los mataron, con más saña que de costumbre. Pero en vez de llevarlos al depósito de cadáveres del ayuntamiento, los trajeron directamente aquí por órdenes del médico de la ambulancia, después de un rápido vistazo.
-¿Cómo te enteraste?
-Bien, si quieres saberlo, estaba en el parque. Hay un atajo junto al museo, y yo había andado cien metros cuando...
Muhlenberg esperó el tiempo que el tacto exigía, y un poco más. Ella tenía un rostro calmo, una mirada distante.
-Continúa.
-Cuando oí un alarido --continuó ella con esa voz precisa que estaba usando. Y rompió a llorar.
-Tranquila -dijo él. Se arrodilló, le apoyó una mano en el hombro. Ella lo apartó airadamente y se cubrió la cara con una toalla húmeda. Cuando la alzó, parecía estar riendo. Se reía tan convulsivamente que él se apartó, realmente alarmado.
-Lo lamento -dijo ella con un susurro muy crispado- Fue... uno de esos alaridos. Nunca había oído algo semejante. Me afectó. Contenía más sufrimiento del que debería haber en un solo sonido. -Cerró los ojos.
-¿Hombre o mujer?
Ella sacudió la cabeza.
-Bien -dijo él con voz neutra-. ¿Qué hiciste después?
-Nada. Nada en absoluto, no sé por cuánto tiempo. -Golpeó la mesa con el puño-. ¡Se supone que soy reportera! Y me quedé quieta como una imbécil, petrificada como una rata. -Se humedeció los labios-. Cuando reaccioné, estaba junto a una pared de piedra, con una mano apoyada en ella. -Le mostró el gesto-. Apretaba con tal fuerza que me partí dos perfectas uñas. Corrí hacia el lugar de donde había venido el grito. Sólo matas pisoteadas, nada más. Había una muchedumbre en la avenida. Fui hacia allá. Vi la ambulancia, a Al y a ese joven matasanos... Regal... Ruggles...
-Regalio.
-Ése. Metieron los dos cadáveres en la ambulancia. Estaban tapados con sábanas. Pregunté qué pasaba. Regalio agitó el dedo, dijo que no era «para colegialas» y puso una sonrisa siniestra. Subió a la ambulancia. Le pregunté a Al de qué se trataba. Me dijo que unos asaltantes habían matado a la pareja, y que era bastante espeluznante. Dijo que Regalio le había ordenado traerlos aquí, aun antes de presentar un informe policiaco. Ambos estaban bastante alterados.
-No me extraña -dijo Muhlenberg.
-Les pregunté si podía acompañarlos. Me dijeron que no y se fueron. Subí a un taxi cuando lo encontré, lo cual fue quince minutos después, y aquí estoy. Aquí estoy -repitió-, manipulándote para sonsacarte la historia. Me preguntaste y te respondo. -Se levantó-. Escribe la nota, Muley. Yo iré a la nevera y haré tu trabajo.
Él le apretó el brazo.
-¡No! No vayas. Como dijo ese hombre, no es para colegialas.
-¡Nada que tengas ahí puede ser peor de lo que imagino! -exclamó ella.
-Lo lamento. Lo tienes merecido por acosarme antes que pudiera pensar algo. Verás, no eran exactamente dos personas.
-¡Ya sé! -se burló ella-. ¡Siameses!
Él la miró con aire distante.
-Sí. No es gracioso, mujer.
Por una vez ella no tuvo respuesta. Se llevó una mano a la boca y al parecer se olvidó de ella, pues allí la dejó.
-Eso es lo desagradable de este asunto. Esos dos fueron... separados brutalmente. -Cerró los ojos-. Puedo verlo. Ojalá no pudiera. Esos matones que recorren el parque de noche, en busca de lo que puedan conseguir. Oyen algo... les caen encima... no sé. Luego...
-Está bien, está bien -susurró ella con voz ronca-. Te oigo.
-¡Maldición! -exclamó él airadamente-. He trabajado en este campo el tiempo suficiente para conocer todos los casos documentados de semejante criatura. Y no puedo creer que ésta existiera sin que se haya publicado en alguna revista médica. Aunque hubieran nacido en la Rusia soviética, la traducción de un informe habría aparecido en alguna parte.
-Sé que los siameses son raros, pero sin duda su nacimiento llegaría a los titulares internacionales.
-Éste sin duda -aseguró él-. Por lo pronto, los siameses suelen presentar más anomalías que el mero hecho de estar pegados. Con frecuencia son mellizos, pero no gemelos. Con frecuencia uno nace más desarrollado que el otro. En general, cuando llegan a nacer, no sobreviven. Pero éstos...
-¿Qué tienen de especial?
Muhlenberg abrió las manos.
-Son perfectos. Están unidos costalmente por un conjunto de órganos y tejidos asombrosamente complejo...
-Un momento, profesor. «Costalmente»... ¿eso significa a la altura de las costillas?
-Así es. Y el vínculo no es... no era... imposible de romper. No entiendo por qué nunca los separaron quirúrgicamente. Quizá haya una razón, desde luego, pero tendré que esperar para hacer la autopsia.
-¿Esperar?
-No tengo más remedio. -Muhlenberg sonrió-. Verás, eres mayor ayuda de lo que crees, Budge. Me muero por ponerme a trabajar en ellos, pero dadas las circunstancias tengo que esperar hasta la mañana. Regalio presentó un informe a la policía, y sé que el médico forense no vendrá a esta hora de la noche, aunque le mostrara quintillizos enlazados como salchichas. Además, no tengo ninguna identificación, ni autorización de la familia... ya sabes. En consecuencia... un examen superficial, muchas conjeturas, y la oportunidad de describírtelo para no volverme loco.
-¡Me estás usando!
-¿Eso está mal?
-Sí... cuando yo no me divierto.
Él se echó a reír.
-Adoro tus frases incendiarias. Pero no soy inflamable.
Ella lo miró de costado.
-¿En absoluto?
-No en este momento.
Ella reflexionó. Se miró las manos, como si representaran el problema de la susceptibilidad de Muhlenberg. Volvió las manos.
-A veces -dijo- lo paso bien cuando compartimos algo más que comentarios superficiales. Tal vez deberíamos ser más inhibidos.
-¿Por qué lo dices?
-No tenemos nada en común. Absolutamente nada. Somos diferentes hasta la médula. Tú buscas datos y yo también, pero no podemos compartirlos porque los usamos para cosas distintas. Tú usas los datos para encontrar más datos.
-¿Y tú?
Ella sonrió.
-Para muchas cosas. Un buen reportero no sólo narra lo que sucedió. Cuenta lo que ve... en muchos casos algo muy diferente. De todos modos...
-Me pregunto cómo estas presiones biológicas afectaban a nuestros amigos -reflexionó él, señalando el depósito de cadáveres con el pulgar.
-Del mismo modo, diría yo, con ciertas dificultades importantes. Pero aguarda... ¿eran hombres o mujeres, o uno de cada?
-No te conté, ¿verdad? -dijo él, realmente alarmado.
-No -dijo ella.
Él abrió la boca para responder, pero no pudo. Llegó el motivo.

Llegó de abajo o de afuera, de ninguna parte o de todas partes, o de un lugar sin nombre. Estaba alrededor, dentro, detrás de ellos, en el tiempo y en el espacio. Era el eco del primer llanto de ambos, cuando perdieron su primera calidez y encontraron soledad, al principio, como todos. Era sufrimiento: una porción de impacto, una porción de fiebre y delirio, y una porción de belleza insoportable. Y, como el dolor, no podía recordarse. Duraba sólo mientras era un sonido, quizá un poco más, y el tiempo congelado que le sucedía era inconmensurable.
Muhlenberg era cada vez más consciente de un dolor en las pantorrillas y los músculos de la espalda. Le enviaban un mensaje gradual y totalmente intelectualizado de tensión, y muy conscientemente él lo alivió y se sentó. Su movimiento llevó el brazo de Budgie hacia adelante, y él miró la mano con que ella le aferraba el antebrazo. Ella la apartó, abriéndola despacio, y él vio las marcas furiosas de sus dedos, y supo que por la mañana serían magulladuras.
-Ése fue el alarido -dijo ella-. El que oí. ¿Una vez no fue suficiente?
Sólo entonces él pudo dejar de pensar en sí mismo y verle la cara. Estaba húmeda y pastosa de espanto, y tenía los labios descoloridos. Se levantó de un brinco.
-¡Otro más! ¡Ven!
La obligó a levantarse y fa arrastró por la puerta.
-¿No entiendes? -exclamó-. ¡Otro más! No es posible, pero en alguna parte ha vuelto a suceder.
Ella lo retuvo.
-¿Estás seguro de que no fue...? -Señaló la puerta cerrada del depósito de cadáveres.
-No seas ridícula -resopló él-. Ellos no pueden estar vivos. -La llevó hacia la escalera.
Estaba muy oscuro. La oficina de Muhlenberg estaba en un añoso edificio que tenía bombillas de veinticinco vatios en uno de cada dos pisos. Atravesaron la penumbra, dejaron atrás las puertas del bufete de abogados, la fábrica de muñecas, la compañía de importación y exportación que sólo importaba y exportaba llamadas telefónicas, y otras empresas borrosas. El edificio parecía desierto, y salvo por el fulgor amarillento de los rellanos y las patéticas bombillas, no había luces. Y estaba tan silencioso como oscuro, silencioso como la noche, silencioso como la muerte.

Salieron a la vieja escalera de piedra rojiza y se detuvieron, temiendo mirar, ansiando mirar. No había nada. Nada salvo la calle, una luz solitaria, una bocina distante y, en la lejana esquina, el chasquido de los semáforos que pasaban de un ignorado cordel de esmeraldas a una inadvertida hilera de rubíes.
-Ve a la esquina -dijo él, señalando-. Yo iré por el otro lado. Ese ruido no sonó lejos.
-No -dijo ella-. Iré contigo.
-Bien -dijo él, tan satisfecho que se asombró a sí mismo. Corrieron hacia la esquina norte. No había nadie en la calle a dos manzanas de distancia. Vieron coches, casi todos aparcados, uno que avanzaba, pero ninguno que acabara de arrancar.
-¿Ahora qué? -preguntó ella.
Por un instante él no respondió. Ella esperó pacientemente mientras él escuchaba esos ruidos lejanos que hacían la noche tan silenciosa.
-Buenas noches, Budge -dijo al fin.
-¿Buenas qué?
Él agitó la mano.
-Ya puedes irte a casa.
-¿Pero qué hay de la...?
-Estoy cansado -dijo él-. Estoy desconcertado. Ese alarido me retorció como un trapo mojado y me hizo bajar demasiadas escaleras con demasiada prisa. Hay demasiadas cosas que no sé y es poco lo que puedo hacer. Así que vuelve a casa.
-Pero Muley...
Él suspiró.
-Lo sé. Tu nota. Budgie, te prometo sinceramente que te daré una exclusiva en cuanto tenga datos fidedignos.
Budge lo miró atentamente bajo la luz mortecina y asintió.
-De acuerdo, Muley. No quiero presionarte. ¿Me llamarás?
-Te llamaré.
Muhlenberg la miró mientras se alejaba. Qué mujer, pensó. Se preguntó por qué habría hecho ese extraño comentario sobre las inhibiciones. Las inhibiciones nunca la habían molestado. Pero quizá tuviera algo de razón. A veces, cuando tomas lo que suele llamarse «todo», te queda la rara sensación de que no has obtenido demasiado. Se encogió de hombros y regresó al laboratorio, pensando en cuestiones de morfología y teratología, y un caso donde monstra per defectum podía coexistir con monstra per fabricam alienam.

Entonces vio la luz.
Lamía la calle con un fulgor suave y cálido. Muhlenberg se detuvo para mirar. La luz venía de una ventana del tercer piso. Era anaranjada y amarilla, pero con un chisporroteo blanco y azulado. Era bonita. Y estaba en su laboratorio. No, no el laboratorio. En el depósito de cadáveres.
Muhlenberg gruñó. Después ahorró aliento. Lo necesitaba muchísimo cuando regresó al laboratorio.
Muhlenberg se lanzó hacia la gruesa puerta del depósito y la abrió de un empellón. Una gran presión térmica exhaló una bocanada de humo en el laboratorio. Muhlenberg cerró la puerta, corrió a un armario, sacó una bata, abrió los grifos del fregadero, empapó la bata. De otro armario sacó dos extintores de esfera de vidrio. Se envolvió la cara con la tela húmeda y se cubrió el pecho y la espalda con el resto. Sosteniendo los extintores en un brazo, alargó la mano para recoger el extintor tipo bomba que había junto a la puerta.
Con súbita lentitud, se detuvo de puntillas en el umbral, atisbando por una rendija de la tela húmeda. Luego se agazapó y miró de nuevo. Satisfecho, apuntó los dos extintores de vidrio, uno hacia adelante, el otro hacia abajo a la derecha. Se internó en el humo con el tercer extintor.
Se oía un gemido creciente y el humo temblaba como una entidad sólida, propagándose por la habitación. Cuando se despejó, Muhlenberg estaba apoyado en la pared, la cabeza y los hombros envueltos en la bata sucia, jadeando, con la mano en un interruptor de la pared. El enorme ventilador de una ventana succionaba el humo rápidamente.
Contra la pared izquierda había hileras de sustancias químicas, esterilizantes y vitrinas llenas de relucientes instrumentos quirúrgicos. En el piso había cuatro mesas macizas con la superficie de mármol. El resto de la habitación estaba ocupado por una mesa de trabajo, fregaderos, un cuarto oscuro con tabique y cortinas, y un enorme centrifugador.
En una de las mesas había una masa de carne quemada y grasa animal derretida. Apestaba, no con el olor de la podredumbre, sino con un tufo acre y húmedo -si un olor puede describirse de esa manera-, impregnado con el penetrante aroma de productos químicos corrosivos.
Muhlenberg se apartó la bata empapada de la cara y la arrojó a un rincón. Caminó hasta la mesa donde estaba aquella masa hedionda y la miró consternado. Extendió una mano, y con el pulgar y el índice extrajo un pedazo de hueso.
-Buen trabajo -jadeó al fin.
Rodeó la mesa, palpó un bulto que había allí y apartó la mano. Fue hasta la mesa de trabajo a recoger un par de fórceps. Los usó para levantar el bulto. Parecía un trozo de lava o escoria. Encendió una lámpara y lo estudió.
-Termita, por Dios -jadeó.
Se quedó paralizado un instante, moviendo la mandíbula cuadrada. Rodeó lentamente la monstruosidad carbonizada que había sobre la mesa, agarró los fórceps y los lanzó airadamente a un rincón. Fue hasta el laboratorio, levantó el teléfono, marcó un número.
-Emergencia -dijo-. Hola, Sue. ¿Está Regalio? Muhlenberg. Gracias... Hola, doctor. ¿Estás sentado? De acuerdo. Oye esto. Mi provisión de teratomorfos simétricos se ha agotado. No tengo más. ¡Cállate si quieres que te cuente! Estaba en el laboratorio, hablando con una reportera, cuando oí un alarido escalofriante. Salimos a la carrera y no encontramos nada. Dejé a la reportera afuera y regresé. No pude estar fuera más de... diez, doce minutos. Pero alguien entró aquí, puso los dos fiambres en una mesa, practicó una incisión del tórax al pubis, los llenó de óxido de hierro y aluminio granulado... tengo gran cantidad de ese material aquí... los encendió con un par de rollos de papel de magnesio y los incineró. Los transformó en una repugnante bomba de termita. ¡No, maldición, claro que no quedó nada de ellos! ¿Qué crees que pasa en ocho minutos a siete rail grados? ¡Cállate, Regalio! No sé quién lo hizo ni por qué, y estoy muy cansado para pensar en ello. Te veré mañana por la mañana. No... ¿De qué serviría enviar a alguien aquí? Esto no se hizo para incendiar el edificio. Alguien quería deshacerse de esos cadáveres, y sin duda lo consiguió... ¿El forense? No sé qué le diré. Me iré a tomar un trago y después me acostaré. Sólo quería que supieras. No digas nada a la prensa. Yo despistaré a esa reportera que vino antes. Más nos vale que no publiquen esas cosas. «Incendiario misterioso crema pruebas de doble homicidio en laboratorio de consultor médico. » Y a una manzana de la jefatura... Sí, y haz callar a tu chofer. De acuerdo, Regalio. Sólo quería avisarte. Bien, no lo lamentas más que yo. Tendremos que esperar doscientos años para que algo así vuelva a nacer.
Muhlenberg colgó, suspiró, fue al depósito de cadáveres. Apagó el ventilador y las luces, echó llave a la puerta, se lavó en el fregadero y cerró el lugar para irse.
Estaba a once calles de su apartamento, siempre una distancia incómoda, pues Muhlenberg no pertenecía a la cofradía de los amantes del aire puro y la respiración limpia. Once calles no era tanto como para justificar un taxi ni tan poco como para ser un pequeño paseo. En la séptima calle le entró una sed abrumadora y la sensación de que habían desenchufado su fuente de energía. Rudy's, un bar mejicano donde tocaban Yma Sumac y Villa Lobos en la máquina de discos, lo succionó como un vacío.
-Olé, amigo -saludó Rudy en español-. Esta noche no sonríes.
Muhlenberg se arrastró fatigosamente hasta un taburete.
-Dame una tequila sour, olvida la cereza -dijo en su español macarrónico-. No tengo motivos para sonreír. -De pronto se quedó tieso, los ojos desorbitados-. Ven aquí, Rudy.
Rudy dejó el limón que estaba cortando y se le acercó.
-No quiero señalar, pero ¿quién es aquélla? Rudy miró a la chica de soslayo.
-Ay -dijo cautivado-. Qué chuchín. Muhlenberg recordaba vagamente que chuchín era intraducible, pero «primor» se le parecía bastante. Sacudió la cabeza.
-Eso no sirve. -Alzó la mano-. Y no trates de encontrar una palabra española. No hay palabras para describirla. ¿Quién es?
Rudy extendió las manos.
-No sé.
-¿Está sola?
-Sí.
Muhlenberg se apoyó la mano en la barbilla.
-Prepárame el trago. Quiero pensar.
Rudy se alejó. Aún fruncía las mejillas de caoba en su versión de una sonrisa.
Muhlenberg miró de nuevo a la muchacha sentada mientras ella se volvía hacia el cantinero.
-Rudy -llamó suavemente-, ¿estás preparando tequila sour?
-Sí, señorita.
-¿Me haces uno?
Rudy sonrió. No miró a Muhlenberg, pero movió los ojos oscuros hacia él, y Muhlenberg supo que se divertía. Muhlenberg se sonrojó y se sintió idiota. Tuvo la fantasía de que sus orejas se habían plegado y cerrado, capturando el sonido aterciopelado de esa voz melodiosa, que anidaba en su cabeza como un animalito tibio.

Bajó del taburete, hurgó en los bolsillos buscando cambio y se acercó a la máquina de discos. La chica llegó antes que él, introdujo una moneda, escogió una extraña y maravillosa grabación llamada Ven a mi casa, una versión mejicana de C'mon-a My House.
-¡Iba a poner eso! -dijo él. Miró la máquina de discos-. ¿Te gusta Yma Sumac?
-¡Claro que sí!
-¿Te gusta mucho Yma Súmac?
Ella sonrió y él se mordió la lengua. Metió una moneda de veinticinco y tecleó seis pistas de Sumac. Cuando alzó la vista, Rudy estaba junto al reservado con una bandeja y dos tequila sours. Su rostro era impasible pero ladeaba la cabeza en un ángulo inquisitivo, preguntando dónde debía poner el vaso de Muhlenberg. Muhlenberg miró a la muchacha a los ojos, y no supo si ella cabeceaba apenas o sólo movía los párpados, pero la respuesta fue afirmativa. Se sentó en el reservado frente a ella.
Empezó la música. Sólo una parte venía de los discos. Muhlenberg escuchaba con avidez. Rudy vino con un segundo tequila antes que ella dijera nada, y sólo entonces él comprendió cuánto tiempo había pasado mientras miraba esa cara como si fuera una nueva pintura de un artista favorito. Ella no hacía nada para llamar la atención ni para rechazarla. No lo miraba embelesada ni lo eludía. No esperaba ni exigía. No era distante ni confianzuda. Era cálida, y eso era bueno.

En tus sueños más íntimos, pensó él, tallas un nicho dentro de ti mismo, y cuando lo terminas esperas que alguien venga a llenarlo, pero llenarlo exactamente, cada tajo, cada curva, cada hueco y cada plano. Y llegan personas, y una cubre el nicho, y otra se mece en su interior, y otra está tan rodeada por la niebla que por largo tiempo no sabes si encaja o no, pero cada una de ellas te golpea con un impacto tremendo. Y luego llega alguien y se acomoda tan silenciosamente que no sabes cuándo sucedió, y encaja tan bien que casi no sientes nada. Y eso es todo.
-¿En qué piensas? -preguntó ella.
Él se lo dijo sin vacilar. Ella cabeceó como si hablara de gatos o catedrales o árboles de levas, o cualquier otra cosa bella y compleja.
-Es cierto -dijo ella-. No está todo ahí, desde luego. Ni siquiera es suficiente. Pero todo lo demás no alcanza sin eso.
-¿Qué es «todo lo demás»? -Ya sabes -dijo ella.
Él creía saberlo. No estaba seguro. Lo dejó para después.
-¿Vienes a casa conmigo?
-Oh, sí.
Se levantaron. Ella esperó junto a la puerta, absorbiéndolo con los ojos, mientras él iba a la barra con la billetera.
-¿Cuánto le debo? -chapurreó en español.
Los ojos de Rudy tenían una hondura que él nunca había visto. Tal vez nunca la habían tenido.
-Nada -dijo Rudy.
-¿La casa invita? Muchísimas gracias, amigo. -Sabía, en su interior, que no debía oponerse.
Fueron a su apartamento. Mientras él servía brandy -brandy porque, si es bueno, se combina bien con el tequila-, ella le preguntó si conocía un sitio llamado Shank's, en la zona de los almacenes. Él creía que sí; sabía que podía encontrarlo.
-Quiero verte allí mañana a las ocho de la noche -dijo ella.
-Allí estaré -dijo él con una sonrisa. Se volvió para guardar la jarra de brandy, lleno del silencioso placer de saber que todo el día de mañana ansiaría estar con ella de nuevo.
Puso discos. Cuando podía lucir su equipo de música sentía un orgullo técnico, pero también era como un niño. Tenía un ejemplar de las Analectas confucianas en una caja de sándalo. Estaba impreso en papel de arroz e ilustrado a mano. Tenía una daga finlandesa con tallas intrincadas que, pieza por pieza y en conjunto, formaban muchas figuras. Tenía un reloj formado por cuatro discos de cristal, y cada uno de los discos interiores sostenía una manecilla, y como estaban cubiertos por un reborde no parecía haber engranajes.
A ella le encantaron estos objetos. Se sentó en el sillón más grande. Mientras él veía pasar las horas oscuras y azules, ella leyó pasajes de Thurber y Shakespeare para reír, y Shakespeare y William Morris para una deleitable tristeza.
Ella cantó, una vez.
Al fin dijo:
-Es hora de acostarse. Ve a prepararte.
Él se levantó, fue al cuarto de baño y se desvistió. Se duchó y se frotó. De vuelta en el dormitorio, oyó la música que ella había puesto en el fonógrafo. Era el segundo movimiento de la Sinfonía clásica de Prokofiev, donde la orquesta está dormida y las cuerdas altas entran de puntillas. Era la tercera vez que la ponía. Él se sentó a esperar hasta que terminó el disco, pero ella no se le acercó ni le habló. Muhlenberg fue hasta la puerta de la sala y miró adentro.
Ella se había ido.
Se quedó quieto y miró a su alrededor. Mientras estaba allí, ella había guardado discretamente cada cosa después de mirarla. El amplificador aún estaba encendido. El gramófono estaba apagado, porque se apagaba automáticamente. La cubierta de Prokofiev, apoyada en el piso junto al amplificador, estaba esperando para recibir el disco que aún seguía en el plato.
Muhlenberg entró en la sala y apagó el amplificador. De pronto fue consciente de que al hacerlo había eliminado la mitad de lo que ella había dejado ahí. Miró la cubierta del disco; sin tocarla, apagó las luces y se fue a acostar.
La verás mañana, pensó.
Ni siquiera le tocaste la mano, pensó. Si no fuera por tus ojos y oídos, no tendrías manera de reconocerla.
Poco después algo hondo se agitó y suspiró sensualmente en su interior. Muhlenberg, le dijo, ¿comprendes que ni una vez en toda la velada te detuviste a pensar que ésta era una Ocasión, un Gran Día? Ni una sola vez. Todo fue sencillo como respirar.
Al dormirse, recordó que ni siquiera le había preguntado el nombre.
Despertó profundamente descansado y miró con asombro el reloj despertador. Eran sólo las ocho.. Después de las horas que había pasado la noche anterior en el laboratorio, y de haber bebido, y de haber trasnochado, esta sensación era un auténtico privilegio. Se vistió deprisa y bajó temprano al laboratorio. El teléfono ya estaba sonando. Le dijo al forense que viniera cuanto antes con Regalio.
Todo era fácil de explicar en cuanto a los efectos: el depósito incendiado se encargó de eso. En cuanto a las causas, hablaron una hora sin llegar a ninguna conclusión. Como Muhlenberg trabajaba con el Departamento de Policía, aunque no era miembro, convinieron en silenciar la historia por el momento. Si aparecían parientes, o el dueño de un circo o cualquier otra persona, sería otro cantar. Mientras tanto optarían por la discreción.
Cuando los otros se fueron, Muhlenberg llamó al periódico.
Budgie no había ido a trabajar ni había llamado. Quizá estuviera investigando una noticia, sugirió la operadora.
El día pasó rápidamente. Muhlenberg limpió el depósito y trabajó en su proyecto de investigación. No empezó a preocuparse hasta la cuarta vez que llamó al periódico, alrededor de las cinco de la tarde, y Budgie aún no había aparecido ni llamado. Buscó el número de la casa y marcó. No, no estaba ahí. Se había ido temprano a trabajar. Búsquela en el periódico.
Fue a casa, se bañó, se cambió, buscó la dirección de Shank's y cogió un taxi. Era demasiado temprano, apenas las siete y cuarto.
Shank's era un bar en una esquina, anticuado, con lunas de cristal cilindrado en el frente y paneles maltrechos detrás. Los reservados ofrecían una vista de la calle que a su vez ofrecía una vista de los reservados. Salvo por la luz de la esquina, el resto del lugar estaba sumido en una penumbra donde chispeaban los azules y verdes irreales de letreros de neón que anunciaban cerveza.

Muhlenberg miró la hora al entrar, y quedó asombrado. Sabía que se había creado ocupaciones artificiales durante el día, y que no necesitaba mucho esfuerzo para no pensar en Budgie ni en lo que le hubiera pasado. Su actividad había logrado llevarlo a un sitio donde no tenía que hacer nada salvo esperar y pensar.
Eligió un reservado en la frontera entre la penumbra cavernosa y la luz pálida. Pidió una cerveza.
Alguien -seamos convencionales y llamémoslo señor X- se había tomado mucho trabajo para destruir dos cadáveres en su depósito. Un operador muy meticuloso. Desde luego, si el señor X quería ocultar información sobre las dos patéticas mitades del monstruo asesinado en el parque, sólo había hecho una parte del trabajo. Regalio, Al, Budgie y Muhlenberg conocían su existencia. Regalio y Al estaban bien cuando él los había visto esa mañana, y él no había sufrido ningún atentado. Por otra parte, él se había pasado el día cerca de la jefatura, y lo mismo se aplicaba al personal de ambulancias.
Pero Budgie...
No sólo era vulnerable, sino que ni siquiera la echarían de menos durante horas, pues con frecuencia salía a cazar noticias. ¡Noticias! ¡Vaya! Como reportera ella presentaba la mayor amenaza para alguien que quisiera ocultar información.
Con ese pensamiento llegó su corolario: Budgie había desaparecido, y si la habían liquidado, él era el próximo en la lista. Por fuerza. Era el único que había podido echar un buen vistazo a los cuerpos. Era el que había dado la información a la reportera y aún disponía de esa información. En otras palabras, si habían despachado a Budgie, pronto lo atacarían a él.
Miró el lugar entornando los ojos. Era una zona peligrosa de la ciudad. ¿Por qué estaba allí?
Sintió un aguijonazo de alarma y dolor. La muchacha que había conocido... no podía ser parte de ese asunto. No debía. Pero estaba allí por ella, y era, un blanco fácil de eliminar.
De pronto comprendió su renuencia a pensar en la significación de la desaparición de Budgie.
-Oh, no -dijo en voz alta. ¿Debía echar a correr?
¿Y si se equivocaba? Imaginó a la muchacha yendo allí, esperando, quizá metiéndose en problemas en ese lugar sórdido, sólo porque él se había dejado llevar por sus fantasías.
No podía irse. No hasta las ocho, por lo menos. ¿Qué más podía hacer? Si lo eliminaban a él, ¿quién sería el siguiente? Regalio, sin duda. Luego Al. Luego el forense.
Advertir a Regalio. Al menos podía hacer eso, antes de que fuera demasiado tarde. Se levantó de un salto.

Por supuesto, había alguien en la cabina telefónica. Una mujer. Lanzó un juramento y abrió la puerta.
-¡Budgie!
Metió los brazos histéricamente, la sacó. Ella giró lánguidamente en sus brazos, y por una espantosa fracción de segundo él sintió una indescriptible aprensión. Entonces ella se movió, lo abrazó, lo miró incrédulamente, lo abrazó de nuevo.
-¡Muley! ¡Oh, Muley, me alegra tanto que seas tú!
-Budgie, cabeza hueca, ¿dónde has estado?
-Oh, he tenido el más conmovedor, el más maravilloso...
-Oye, ayer lloraste. ¿No has cumplido con tu cuota anual?
-Oh, cállate. Muley, Muley, nadie podría estar más confundida que yo.
-Oh -dijo él reflexivamente-. No lo sé. Ven aquí. Siéntate. ¡Cantinero! ¡Dos whiskis dobles con soda! -Por dentro, le causó gracia la diferencia en la actitud de un hombre hacia el mundo cuando tiene algo que proteger-. Cuéntame. -Le aferró la barbilla-. Ante todo, ¿dónde has estado? Me tenías muerto del susto.
Ella lo miró, un ojo por vez. Había una expresión de súplica en su actitud.
-¿No te reirás de mí, Muley?
-Parte de este asunto no tiene la menor gracia.
-¿De veras puedo hablar contigo? Nunca lo intenté -dijo, como si no hubiera cambiado de tema-. Tú no sabes quién soy.
-Habla, y así lo sabré.
-Bien -empezó ella-, fue esta mañana. Cuando me desperté. ¡Era un día tan bello! Fui a la esquina a esperar el autobús. Pedí el Post al hombre del quiosco, eché la moneda en su taza, y a coro conmigo habló ese hombre...
-Ese hombre -urgió él.
-Sí. Bien, era un hombre joven, de... oh, no sé de qué edad. La correcta, de todos modos. Y el hombre del quiosco no sabía a quién darle el periódico porque sólo le quedaba uno. Nos miramos, este hombre y yo, y nos echamos a reír. El hombre del quiosco oyó mejor mi voz, o quiso ser un caballero, y me dio el periódico a mí. Entonces llegó el autobús, y subimos, y ese joven estaba a punto de sentarse solo... pero le dije que me ayudara a leer el periódico, ya que me había ayudado a comprarlo.
Hizo una pausa mientras el cantinero tuerto les traía los tragos.
-Ni miramos el periódico. Nos pusimos a... charlar. Nunca pude hablar con nadie de esa manera. Ni siquiera contigo, Muley, a pesar de mis esfuerzos. Las cosas que surgieron... como si lo hubiera conocido toda mi... -Calló, sacudió la cabeza brusca: mente-. No, ni siquiera así. No sé. No sé definirlo. Era agradable.
»Cruzamos el puente y el autobús siguió a lo largo del prado, entre el parque y el terreno de la feria. La hierba era demasiado verde y el cielo demasiado azul y algo en mí quería estallara Pero era algo bueno, realmente bueno, y dije que faltaría al trabajo. No dije que me gustaría, ni que tenía ganas. Dije que lo haría. Y él dijo que sí, como si le hubiera preguntado, y no cuestioné eso ni por un instante. No sé adónde iba él, ni qué dejaba de lado, pero tiramos del cordel, el autobús se detuvo, nos bajamos y caminamos a campo traviesa.
-¿Qué hicisteis todo el día? -preguntó Muhlenberg mientras ella bebía.
-Perseguimos conejos. Corrimos. Nos tendimos al sol. Alimentamos a los patos. Nos reímos mucho. Hablamos. Hablamos muchísimo. -Los ojos de Budgie regresaron al presente, a Muhlenberg-. Cielos, no sé, Muley. Traté de explicármelo después que él se fue. No pude. No pude explicármelo de forma convincente.
-¿Y todo esto terminó en una mugrienta cabina telefónica?
Ella se recobró al instante.
-Debíamos encontrarnos aquí. No podía esperar en casa. No podía digerir la sola idea de estar en la oficina. Así que vine aquí y me senté a esperar. No sé por qué me pidió que lo viera en semejante lugar... ¿Qué cuernos pasa contigo?
-Nada -murmuró Muhlenberg-. Estaba teniendo un pensamiento original, llamado «qué pequeño es el mundo». -Hizo un gesto para que ella no le hiciera más preguntas-. No dejes que te interrumpa. Tú primero, luego yo. Aquí pasa algo extraño y maravilloso.
-¿Dónde estaba? Oh. Bien, estaba aquí esperando, sintiéndome feliz, y de pronto esa sensación se disipó y tuve un mal presentimiento. Pensé en ti, y en el asesinato del parque, y la extraña situación de anoche en el laboratorio, y empecé a asustarme. No sabía qué hacer. Iba a salir corriendo pero me dominé, me pregunté si no me estaba dejando vencer por el pánico. Supongamos que él viniera y yo no estuviera aquí. No podría soportarlo. Entonces me asusté de nuevo y... me pregunté si formaría parte de todo ese asunto, el homicidio de los siameses y demás. Y me odié a mí misma por pensar semejante cosa. Me alboroté de veras. Al fin recobré la compostura y pensé que lo único que podía hacer era llamarte. Y tú no estabas en el laboratorio. Y el forense no sabía adónde te habías ido y... ¡Oh, Muley!
-¿Tanto significo para ti?
Ella asintió.
-¡Zorra veleidosa! Minutos después de dejar a tu amigo...
Ella le apoyó la mano en la boca.
-Cuidado con lo que dices -dijo enfáticamente-. Esto no fue una aventura irresponsable, Muley. No se parece a nada que haya conocido. Él no me tocó, ni actuó como si quisiera hacerlo. No era necesario; no venía al caso. Esto era algo en sí mismo, no las preliminares de otra cosa. Era... era... ¡oh, maldito sea este idioma!
Muhlenberg pensó en el álbum de Prokofiev apoyado junto al amplificador. Maldito sea, en verdad, pensó.
-¿Cómo se llamaba? -preguntó suavemente.
-¿Cómo se ...? -Ella irguió la cabeza, se volvió lentamente hacia él-. No le pregunté... -susurró con asombro.
-Me lo parecía. -¿Por qué dije eso?, se preguntó. Casi sé...
-Budgie -preguntó de golpe-, ¿lo amas?
Ella lo miró sorprendida.
-No había pensado en ello. Quizá no sé qué es el amor. Creí que lo sabía. Pero era menos que esto. -Frunció el ceño-. Aunque también era más que esto, en cierto sentido.
-Dime una cosa. Cuando él se despidió, después de un día semejante, ¿sentiste... que habías perdido algo?
Ella pensó.
-Pues... no. No, no lo sentí así. Estaba pletórica, y él me dejó todo lo que me dio. Ésa es la gran diferencia. El amor no es así. ¿Te imaginas? ¡No perdí nada!
Él asintió.
-Yo tampoco -dijo.
-¿Tú qué?
Pero él no estaba escuchando. Se estaba levantando despacio, mirando la puerta.

La muchacha estaba allí. Estaba vestida de otra manera, con mayor elegancia. Pero su cara era igual, y sus increíbles ojos. Usaba tejanos, sandalias, un suéter grueso y holgado, y dos puntas de tela blanda relucían contra el cuello y la barbilla. Tenía el pelo corto, pero estaba hermosa, hermosa...
Él miró hacia abajo, como si apartara los ojos de una gran luz. Miró la hora. Eran las ocho. Y notó que Budgie miraba fijamente a la persona de- la puerta, con cara radiante.
-Muley, vamos. Vamos, Muley. ¡Allí está!
La muchacha de la puerta lo vio y sonrió. Agitó la mano y señaló el reservado de la esquina, el que tenía ventanas sobre ambas calles. Muhlenberg y Budgie fueron hacia ella.
La muchacha se sentó mientras se acercaban. -Hola. Sentaos. Ambos.
Se sentaron al otro lado frente a ella. Budgie estaba admirada. También Muhlenberg, y algo en el fondo de su mente empezó a crecer y crecer y...
-No -dijo incrédulamente.
-Sí -dijo ella-. Es verdad. -Miró a Budgie-. Ella aún no lo sabe, ¿verdad?
Muhlenberg sacudió la cabeza.
-No tuve tiempo de decírselo.
-Quizá no debas -dijo la muchacha.
Budgie se volvió alborotadamente hacia Muhlenberg.
-¡La conoces!
-Yo... sí... -dijo Muhlenberg, con dificultad.
La muchacha se echó a reír.
-Estás buscando un pronombre:
-Muley, ¿qué significa eso? -dijo Budgie-. Cuéntame el secreto.
-Una autopsia lo habría mostrado, ¿verdad? -preguntó él.
La muchacha asintió.
-Totalmente. Faltó poco. Budgie los miró a ambos.
-¿Alguien quiere contarme qué pasa?
Muhlenberg interrogó a la muchacha con la mirada. Ella asintió. Él rodeó con el brazo a Budgie.
-Escucha, reportera. Nuestra... nuestro amigo... es algo... algo nuevo y diferente.
-Nuevo no -dijo la muchacha-. Hace miles de años que existimos.
-¿De veras? -Muhlenberg hizo una pausa para digerir ese comentario, mientras Budgie se retorcía y protestaba.
-Pero... pero... pero...
-Cállate -le dijo Muhlenberg, apretándole los hombros con ternura-. No pasaste la tarde con un hombre, Budgie, así como yo no pasé la noche con una mujer. ¿Verdad?
-Verdad -dijo la muchacha.
-Y los siameses no eran siameses, sino dos miembros de la especie de nuestro amigo, que...
-Estaban en sicigia. -Una inexpresable tristeza impregnaba la tersa voz de tenor, casi de contralto.
-¿Estaban en qué? -preguntó Budgie. Muhlenberg se lo explicó.
-En algunas formas de vida... bien, el animal microscópico llamado paramecio es un buen ejemplo... la reproducción se logra por fisión. La criatura se alarga, y también su núcleo. Luego el núcleo se divide en dos, y una mitad va para cada extremo del, animal: Luego el resto del animal se divide y... ¡sorpresa!... dos paramecios.
-Pero tú... él...
-Silencio -dijo Muhlenberg-. Estoy dando cátedra. El único problema de la reproducción por fisión es que no permite variación de cepas. Una línea de paramecios se reproduce así hasta que, por ley de promedios, todos sus rasgos dominantes son contrarios a la supervivencia... y adiós paramecios. Así que existe otro proceso para solucionar esa dificultad. Un paramecio se extiende junto a otro, y gradualmente sus costados comienzan a fusionarse. Los núcleos se desplazan hacia ese punto. Las paredes laterales se dividen, para que los núcleos tengan mutuo acceso. Los núcleos se funden, se mezclan, y al cabo se separan y la mitad va para cada criatura. Las paredes laterales cierran la abertura, se separan y cada criatura sigue su camino.
»Eso es la sicigia. No es un proceso sexual, porque los paramecios no tienen sexo. Tampoco incide directamente sobre la reproducción, que puede realizarse con o sin sicigia. -Se volvió hacia su acompañante-. Pero nunca había oído hablar de sicigia en las formas superiores.
Una vaga sonrisa.
-Sólo la usamos nosotros, al menos en este planeta.
-¿Cómo es lo demás? -preguntó Muhlenberg.
-¿La reproducción? Somos hembras partenogenéticas.
-¿Eres mujer? -tartamudeó Budgie.
-Por así decirlo -dijo Muhlenberg-. Cada individuo tiene ambas clases de órganos sexuales. Se autofecundan.
-Eso es... ¿cómo se dice...? Un hermafrodita -dijo Budgie-. Perdón -añadió con un hilo de voz.
Muhlenberg y la muchacha rieron a carcajadas, y la magia de esa criatura era tal que la risa no era ofensiva.
-Es algo muy diferente -dijo Muhlenberg-. Los hermafroditas, son humanos. Ella... nuestro amigo... no lo es.
-Tú eres el ser más humano que he conocido en mi vida -dijo Budgie con fervor.
La muchacha extendió la mano para tocar el brazo de Budgie. Muhlenberg sospechó que era el primer contacto físico que él o Budgie habían tenido con la criatura, y que era un gesto precioso y un gran cumplido.
-Gracias -murmuró la muchacha-. Muchas gracias por decir eso. -Le hizo una seña a Muhlenberg-. Continúa.
-Técnicamente, aunque no conozco ningún ejemplo concreto, los hermafroditas pueden tener contacto con cualquiera de ambos sexos. Pero las hembras partenogenéticas no lo hacen, no lo desean ni lo necesitan. Los humanos cruzan cepas mediante el proceso reproductivo. La partenogénesis separa totalmente los dos actos. -Miró a la muchacha-. Cuéntame, ¿con qué frecuencia os reproducís?
-Con la frecuencia que deseemos.
-¿Y la sicigia?
-Con la frecuencia necesaria. Y es ineludible.
-Y eso...
-Es difícil. En lo esencial, es igual que en los paramecios, pero infinitamente más complejo. Hay reunión e intercambio de células, pero en decenas, centenas, millares de millones de células. La unión comienza aquí. -Se apoyó la mano en el lugar correspondiente al corazón humano-. Luego se extiende. Tú lo has visto en los cuerpos que quemé. Eres uno de los pocos seres humanos que lo ha visto.
-No llegué a verlo -le recordó él suavemente.
Ella asintió, y de nuevo hubo esa profunda tristeza.
-¡Ese homicidio fue una cosa tan estúpida, increíble, inesperada!
-¿Por qué estaban en el parque? -preguntó él, la voz llena de piedad-. ¿Por qué allí, al descubierto, donde esas alimañas humanas podían sorprenderlas?
-Corrieron el riesgo, porque era importante para ellas -dijo fatigosamente la muchacha. Alzó la cabeza, y sus ojos eran luminosos-. Amamos el aire libre. Amamos la tierra, su contacto y su olor, lo que vive de ella y en ella. Sobre todo en ese momento. Era un matorral tan profundo, un lugar tan aislado. Fue por puro accidente que esos... esos hombres las encontraron allí. No podían moverse. Estaban... bien... médicamente dirías inconscientes. En realidad, no hay mayor conciencia que la que se experimenta con la sicigia.
-¿Puedes describirla?
Ella sacudió la cabeza lentamente, y su franqueza era manifiesta.
-¿Acaso tú podrías describirme la sexualidad para que yo la entendiera? No tengo comparación, ninguna analogía. -Los miró a ambos-. Es asombroso. En algunos sentidos os envidio. Sé que es un conflicto, algo que nosotras eludimos, pues somos muy delicadas. Pero tenéis capacidad para disfrutar del conflicto, y el dolor, la desdicha, la pobreza y crueldad que padecéis, es la piedra de toque de todo lo que construís. Y construís más que nadie o nada en el universo conocido.
Budgie estaba azorada.
-¿Tú nos envidias? ¿Tú?
Ella sonrió.
-¿Crees que las cosas que admiras en mí no son comunes entre los de mi especie? Es sólo que son raras entre los humanos.
-¿Y cuál es vuestra relación con la humanidad? -preguntó Muhlenberg lentamente.
-Simbiótica, por supuesto.
-¿Simbiótica? ¿Vivís con nosotros, y nosotros con vosotros, como los microbios que digieren celulosa en una termita? ¿Como la mariposa de la yuca, que sólo puede comer néctar del cacto de yuca, que sólo puede propagar su polen por medio de esa mariposa? Ella asintió.
-Es puramente simbiótica. Pero no es fácil de explicar. Vivimos en esa parte de los humanos que los hace diferentes de los animales.
-Y a la vez...
-La cultivamos en los humanos.
-No entiendo -dijo Budgie.
-Mirad vuestras leyendas. Allí nos mencionan con frecuencia. ¿Quiénes eran los ángeles asexuados? ¿Quién es el joven regordete y estilizado de las tarjetas del Día de los Enamorados? ¿De dónde viene la inspiración? ¿Quién conoce tres notas de la nueva sinfonía de un compositor, y silba la siguiente frase mientras pasa junto a la casa del compositor? ¿Y, lo más importante para vosotros dos, quién entiende de veras esa parte del amor humano que no es sexual, porque no podemos entender ninguna otra clase?. Leed vuestra historia, y veréis dónde hemos estado. Y a cambio obtenemos las construcciones... puentes, sí, y aviones, y pronto naves espaciales. Pero también otras clases de construcción. Canciones, poemas, y esta cosa nueva, este creciente sentimiento de unidad de vuestra especie. Ahora intenta organizar las Naciones Unidas, y luego buscará las estrellas. Y allí donde construye, nosotros prosperamos.
-¿Puedes nombrar esa cosa que obtenéis de nosotros... esta cosa que es la diferencia entre los hombres y el resto de los animales?
-No, pero la llamamos sensación de logro. Cuando tenéis esa sensación, nos alimentáis más. Y tenéis esa sensación cuando otros de vuestra especie disfrutan de vuestras construcciones.
-¿Por qué os mantenéis entonces ocultas? -preguntó Budgie-. ¿Por qué? -Entrelazó las manos en el borde de la mesa-. Sois tan bellas.
-Tenemos que escondernos -murmuró la muchacha-. Todavía matáis todo lo que sea... diferente.
Muhlenberg miró ese rostro franco y encantador y sintió un malestar, ganas de llorar.
-¿Vosotros no matáis? -preguntó, y agachó la cabeza, porque parecía una defensa del aspecto destructivo de la humanidad. Y lo era.
-Sí -dijo ella suavemente-, matamos.
-¿Podéis odiar?
-No es odio. El que odia se odia a sí mismo, además -del objeto de su odio. Hay otra emoción llamada ira justa. Eso nos impulsa a matar.
-No puedo concebir semejante cosa.
-¿Qué hora es?
-Las ocho y cuarenta.
Ella se levantó del reservado y miró la esquina. Había oscurecido, y la habitual muchedumbre de jóvenes se había reunido bajo los faroles de la calle.
-Concerté una cita con otras tres personas para esta noche -dijo-. Son asesinos. Observad. -Sus ojos parecían arder.
Bajo la luz, dos jóvenes discutían. La multitud, salvo por un par de exclamaciones, había callado y empezaba a formar un círculo. Dentro del círculo, pero lejos de los dos que discutían, había un tercero, más pequeño, más robusto y, comparado con esos dos contrincantes de ropa planchada y corbata colorida, mucho más pobremente vestido, con una cazadora raída.
Todo sucedió con escalofriante celeridad. Uno de los contrincantes le pegó al otro en la boca. Escupiendo sangre, el otro se tambaleó, metió la mano en el bolsillo de la americana. La navaja parecía un ventilador dorado mientras giraba bajo los rayos de luz del farol de la calle. Sonó un grito burbujeante, un profundo gruñido animal, y dos cuerpos trémulos cayeron enredados en la acera mientras la sangre brotaba, manchando la ropa planchada y las corbatas coloridas.
A lo lejos gritó un hombre y sonó un silbato. La esquina pareció transformarse en un polo que rechazara a los humanos. La gente echó a correr, extendiéndose en rayos. Desde arriba debía parecer una gran salpicadura en el lodo, extendiéndose hasta que el círculo creciente se disolvió y las partículas se desperdigaron y desaparecieron. Sólo quedaron los cuerpos sangrantes y el tercero, el de la cazadora raída, que vacilaba sin saber adónde ir. Se oían las pisadas de dos pies, pues los demás ya se habían alejado, y esos pies pertenecían a un hombre que corría rápidamente y se acercaba soplando un silbato de policía.
El joven de la cazadora dio media vuelta y huyó, y el policía gritó, y se oyeron dos estampidos. El joven que corría alzó las manos y cayó sin mirar atrás, cayó de bruces y se quedó tieso, con las piernas abiertas.

La muchacha del suéter oscuro y los tejanos dejó de mirar afuera y se hundió en el asiento, observando las caras ceñudas que tenía enfrente.
-Ésos eran los hombres que mataron a las dos del parque -murmuró- y así es como matamos.
-Igual que nosotros -murmuró Muhlenberg. Sacó el pañuelo y se enjugó el labio superior-. Tres de ellos por dos de vosotras.
-Oh, no entiendes -dijo ella, con voz compasiva-. No fue porque mataran a esas dos. Fue porque las separaron.
Poco a poco el pasmado Muhlenberg comprendió qué quería decirle, y el espanto creció. Esta raza separaba la inseminación de la mezcla de cepas, pero también había un tercer componente, un intercambio psíquico. Había bastado un solo toque para que él disfrutara de una noche mágica y Budgie de un día encantado; horas sin conflicto, sin ambigüedades ni malentendidos.
Si un humano, con su burda combinación de funciones, podía disfrutar tanto de un leve contacto, ¿qué sucedería cuando ese tercer componente era desgarrado en su flujo más pleno y en toda su pureza? Esto era peor que cualquier delito para un humano, y aun así, mientras los humanos podían encarcelar a un hombre un año por robar un par de zapatos y sentirse en paz con su conciencia, estas personas castigaban el más cruel sacrilegio con un golpe rápido y certero. Era eliminación, no castigo. El castigo era extraño e inconcebible para esos seres.
Irguió lentamente la cara hacia los ojos calmos y francos de la muchacha.
-¿Por qué nos has mostrado todo esto?
-Me necesitabais -dijo ella simplemente.
-Pero destruiste esos cuerpos para que nadie supiera...
-Y os encontré a vosotros dos, cada cual necesitando lo que tenía el otro, y ciegos a ello. No ciegos. Recuerdo que dijiste que si alguna vez pudieras compartir algo, lograrías la intimidad. -Ella rió-. ¿Recuerdas tu nicho, el que nunca se llena con exactitud una vez que lo terminas? Entonces te dije que no sería suficiente aunque se llenara, pero que todo lo demás no alcanzaría sin eso. Y tú... -Le sonrió a Budgie-. Nunca. ocultaste lo que querías. Y aquí estabais los dos, cada cual tomando lo que ya tenía, e ignorando lo que necesitaba.
-¡Titular! -dijo Budgie-. ¡Cosas compartidas en alza!
-¡Subtítulo! -sonrió Muhlenberg-. ¡Hombre con nicho encuentra chica con capricho!
La muchacha se marchó del reservado.
-Os irá bien -dijo.
-¡Espera! ¡No pensarás dejarnos! ¿Nunca te veremos de nuevo?
-No a sabiendas. No me recordaréis a mí, ni nada de esto.
-¿Cómo puedes... borrar...?
-Cállate, Muley. Sabes que puede.
-Sí, supongo que... Espera... un momento. Nos das estos conocimientos para que entendamos, y luego nos los arrebatas. ¿De qué nos servirá?
La muchacha se volvió hacia ellos. Quizá fuera porque ambos estaban sentados y ella estaba de pie, pero parecía erguirse a gran altura. Por una fracción de segundo, él tuvo la sensación de estar viendo una inmensa luz sobre una montaña.
-Pobrecillos... ¿no lo sabéis? El conocimiento y el entendimiento no funcionan como puntales mutuos. El conocimiento es una pila de ladrillos, y el entendimiento es un modo de construir. ¡Construid para mí!

Estaban en un tugurio llamado Shank's. Después de la triple muerte, y la loca carrera para comunicar la noticia por teléfono, regresaron a casa.
-Muley -preguntó Budgie de golpe-, ¿qué es la sicigia?
-¿Por qué me preguntas semejante cosa?
-Se me ocurrió de repente. ¿Qué es?
-Es un contacto no sexual entre los núcleos de dos animales.
-Nunca intenté eso -dijo ella pensativamente.
-Bien, no lo intentes hasta que nos casemos -dijo él. Se tomaron de la mano mientras caminaban.




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