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domingo, 8 de agosto de 2010

EL ASTRONAUTA MUERTO -- J.G. Ballard




EL ASTRONAUTA MUERTO

J.G. Ballard

Cabo Kennedy y sus enormes instalaciones erigidas sobre las dunas ya no eran ahora más que un mausoleo. La arena había sepultado el Banana River y todos sus riachuelos, convirtiendo el antiguo complejo espacial en un desierto pantanoso lleno de islas de hormigón cuarteado. Durante el verano los cazadores se emboscaban entre los restos de los desmantelados vehículos de servicio, pero cuando nosotros llegamos, Judith y yo, era principios de noviembre y no había ni un alma. Tras Cocoa Beach, donde aparqué el coche, los moteles en ruinas desaparecían a medias bajo la vegetación salvaje. Las rampas de lanzamiento apuntaban hacia el atardecer, como los oxidados grafismos de una extraña álgebra celeste.

- La verja de entrada está a ochocientos metros ahí delante - dije -. Esperaremos aquí hasta que se haga de noche. ¿Te sientes mejor?

Judith contemplaba en silencio la enorme nube de color rojo cereza en forma de embudo que parecía estar arrastrando consigo al muriente día hacia el otro lado del horizonte. El día anterior, en Tampa, había sufrido un momentáneo desvanecimiento sin ninguna causa aparente.

- ¿Y el dinero? - dijo de pronto -. Quizá nos pidan más, ahora que estamos aquí.

- ¿Más de cinco mil dólares? No, es suficiente. Los cazadores de reliquias son una especie en vías de extinción. Cabo Kennedy ya no interesa a nadie. ¿Qué te ocurre? - estaba tironeando nerviosamente con sus afilados dedos las solapas de su chaquetón de ante.

- Bueno, es que, pienso... quizás hubiera tenido que vestirme de negro.

- ¿Por qué? Esto no es un entierro, Judith. Vamos, hace veinte años que Robert está muerto. Sé lo que representaba para nosotros, pero...

Ella miraba fijamente los destrozados neumáticos y los restos de los coches abandonados. Sus ojos claros parecían tranquilos en su tenso rostro.

- ¿Pero es que no lo comprendes, Philip? - murmuró -. Vuelve. Es preciso que alguien esté ahí esperándolo. Los servicios efectuados en su memoria ante el aparato de radio no fueron más que una farsa atroz. ¿Imaginas el shock que hubiera recibido el pastor si Robert le hubiera respondido? Ahora, aquí, tendría que haber todo un comité de recepción esperándole, en lugar de solo nosotros dos en medio de toda esta ruina.

- Judith - dije, con voz más firme -, podría haber un comité de recepción... si le dijéramos a la NASA lo que sabemos. Sus restos serían inhumados en la cripta de la NASA en el cementerio militar de Arlington, habría toda una ceremonia, quizás incluso asistiera el propio presidente. Aún estamos a tiempo.

Esperé, pero ella no dijo nada. Miraba con ojos fijos cómo la verja de entrada se diluía en el cielo nocturno. Quince años antes, cuando el astronauta muerto, girando en órbita en torno a la Tierra en el interior de su calcinada cápsula, fue cayendo lentamente en el olvido, Judith se había erigido en un firme comité de recuerdo. Quizá dentro de algunos días, cuando tuviera por fin entre sus manos los restos de lo que había sido Robert Hamilton, se viera libre por fin de su obsesión.

- ¡Philip! - dijo de pronto -. Allá arriba. ¿Acaso es...?

Al oeste, arriba en el cielo, entre Cefeo y Casiopea, un punto luminoso avanzaba hacia nosotros como una estrella errante en busca de su zodíaco. Unos minutos después paso por encima de nuestras cabezas, una débil baliza parpadeante entre los cirros que coronaban el mar.

- Lo es, Judith. - Le mostré los horarios de trayectorias que había anotado en mi bloc -. Los cazadores de reliquias calculan mejor las órbitas que cruzan el cielo que cualquier ordenador. Debe hacer años que observan sus pasos.

- ¿Quién va en ella?

- Una cosmonauta rusa, Valentina Prokrovna. Fue lanzada hace veinticinco años desde una base de los Urales para instalar un repetidor de televisión.

- ¿De televisión? Espero que los espectadores hayan disfrutado con los programas.

La crueldad de aquella observación, dicha mientras Judith descendía del coche, me hizo pensar de nuevo en las verdaderas razones que habían empujado a Judith a realizar el viaje hasta Cabo Kennedy. Seguí con la mirada la cápsula de la muerta hasta que se desvaneció sobre el Atlántico en sombras, emocionado una vez más ante el trágico pero sereno espectáculo de aquellos viajeros fantasmas regresando al cabo de tantos años, rechazados por las mareas del espacio. Lo único que conocía de aquella rusa, además de su nombre, era su clave: Gaviota. Sin embargo, sin saber exactamente la razón, me sentía contento de estar allí en el momento de su regreso. Judith, por el contrario, no experimentaba nada de aquello. A lo largo de todos aquellos años había permanecido sentada en el jardín, en el frescor del anochecer, demasiado cansada para subir a la habitación y acostarse, sin preocuparse más que de uno solo de los doce astronautas muertos que orbitaban en el cielo.

Aguardó, de espaldas al mar, mientras yo metía el coche en un garaje abandonado, a cincuenta metros de la carretera. Tomé las dos maletas del capó. Una de ellas, la más ligera, contenía nuestras cosas. La otra, forrada interiormente con una chapa metálica, provista de doble asa y con correas de refuerzo, estaba vacía.

Avanzamos en dirección a la verja metálica, como dos viajeros retrasados llegando a una ciudad abandonada desde hace mucho.

Hace veinte años que los últimos cohetes abandonaron los silos de lanzamiento de Cabo Kennedy. Por aquel entonces la NASA nos había transferido - yo era programador de vuelos - al gran complejo espacial planetario de Nuevo Méjico. Poco después de nuestra llegada conocimos a uno de los astronautas que se entrenaban allí, Robert Hamilton. Han pasado dos decenios desde entonces, y lo único que recuerdo de aquel muchacho exquisitamente educado es su penetrante mirada y su tez albina. Tenía los mismos ojos claros y los mismos cabellos opalinos que Judith, y la misma frialdad de comportamiento, casi ártica. Intimamos durante apenas seis semanas. Judith se había sentido atraída por él, un capricho pasajero nacido de esas confusas pulsiones sexuales que las mujeres jóvenes y convenientemente educadas expresan de la misma ingenua y típica manera; viéndoles juntos en la piscina o jugando al tenis, no era irritación lo que sentía, sino más bien aprensión ante la idea de que, para ella, todo aquello no era más que una efímera ilusión.

Y un año más tarde, Robert Hamilton estaba muerto. Había vuelto a Cabo Kennedy para efectuar uno de los últimos lanzamientos militares antes de que el lugar fuera cerrado. Tres horas después del lanzamiento, su cápsula había entrado en colisión con un meteorito que había averiado irrecuperablemente el sistema de distribución de oxígeno. Vivió todavía cinco horas gracias a su traje. Aunque tranquilos al principio, sus mensajes por radio fueron haciéndose más y más frenéticos hasta convertirse al final en un galimatías incoherente. Ni Judith ni yo fuimos autorizados a escucharlos.

Una docena de astronautas habían muerto accidentalmente en órbita, y sus cápsulas seguían girando en torno a la Tierra como las estrellas de una nueva constelación. Al principio, Judith no se mostró tan traumatizada, pero más tarde, tras su aborto, la imagen del astronauta muerto girando en el cielo por encima de nuestras cabezas empezó a obsesionarla. Durante horas permanecía con los ojos fijos en el reloj de la habitación, como si estuviera aguardando algo.

Cinco años más tarde, cuando presenté mi dimisión de la NASA, acudimos por primera vez a Cabo Kennedy. Algunas unidades militares custodiaban todavía las desmanteladas instalaciones, pero la antigua base de lanzamiento había sido convertida ya en cementerio de satélites. A medida que iban perdiendo su velocidad orbital, las cápsulas muertas eran llamadas de nuevo por las radiobalizas. Además de los americanos, los satélites rusos y franceses lanzados en el marco de los proyectos espaciales conjuntos euro-americanos regresaban a Cabo Kennedy, y las cápsulas carbonizadas se estrellaban contra el resquebrajado cemento.

Y entonces surgían los cazadores de reliquias, hurgando entre la requemada maleza en busca de los tableros de control, los trajes espaciales y, lo más valioso de todo, los cadáveres momificados de los astronautas.

Esos renegridos fragmentos de tibias y de clavículas, de rótulas y de costillas, reliquias únicas de la era del espacio, eran tan preciosos como los huesos de los santos en la Edad Media. Tras los primeros accidentes mortales en el espacio, la opinión pública había desatado una campaña para que aquellos ataúdes orbitales fueran atraídos de nuevo a la Tierra. Desgraciadamente, cuando un cohete lunar se estrelló en el desierto de Kalahari, los indígenas penetraron en él, tomaron a los astronautas por dioses, cortaron cuatro pares de manos y desaparecieron entre los matorrales. Fueron necesarios dos años para hallarlos. Después de lo cual se deja que las cápsulas orbiten y se consuman hasta el momento en que efectúan la reentrada por sus medios naturales.

Los vestigios que sobreviven al brutal aterrizaje en el cementerio de satélites son recuperados por los cazadores de reliquias de Cabo Kennedy. Esos nómadas viven allí desde hace años, acampando en los cementerios de coches y en los moteles abandonados, arrebatando sus iconos en las propias narices de los guardianes que patrullan por las pistas de cemento. A principios de octubre, cuando un antiguo compañero de la NASA me comunicó que el satélite de Robert Hamilton había entrado en su fase de inestabilidad, me dirigí a Tampa y empecé a informarme del precio que iba a costarme la compra de sus despojos. Cinco mil dólares para lograr que su fantasma fuera depositado por fin bajo tierra y dejara de atormentar el espíritu de Judith no era caro.

Franqueamos la verja a ochocientos metros de la carretera. Las dunas habían aplastado en algunos lugares aquella cerca de seis metros de altura, y la maleza crecía por entre el enrejado. No lejos de nosotros se divisaba la entrada que, más allá de un semiderruido puesto de guardia, se dividía en dos caminos pavimentados que partían en direcciones opuestas. Cuando llegamos al lugar de la cita, los faros de los semitractores de los guardianes iluminaron el lado de la playa.

Cinco minutos más tarde un hombre bajo de piel curtida surgió de un coche medio sepultado en la arena, a cincuenta metros de nosotros, y avanzó con la cabeza baja.

- ¿Señor y señora Groves? - preguntó. Hizo una pausa para estudiarnos atentamente, antes de presentarse a sí mismo en forma lacónica -: Quinton. Sam Quinton.

Nos estrechamos las manos. Sus dedos parecidos a garras, palparon mis muñecas y mis antebrazos. Su afilada nariz dibujaba círculos en el aire. Tenía los ojos huidizos de un pájaro, unos ojos que escrutaban incesantemente las dunas y la vegetación. Un cinturón militar mantenía en su sitio su remendado pantalón de terciopelo. Agitaba las manos como si dirigiera una orquesta de cámara oculta tras las arenosas colinas, y observé las profundas cicatrices que surcaban sus palmas, como pálidas estrellas en la noche.

Por un momento, pareció inquieto y como casi sin deseos de continuar. Luego, con un gesto brusco, se giró y avanzó a buen paso entre las dunas, mientras nosotros trastabillábamos tras él, sin que pareciera preocuparle lo más mínimo. Al cabo de una media hora llegamos a una especie de depresión cercana a una instalación transformadora de amoníaco. Tanto Judith como yo estábamos agotados de transportar las maletas por en medio de todos aquellos montones de neumáticos de desecho y piezas metálicas oxidadas.

Algunos bungalows, edificados originalmente junto a la playa, habían sido transportados al interior de una hoya. Su equilibrio era más bien precario debido a la pendiente, y sus paredes exteriores estaban adornadas con cortinas y papeles estampados.

La hoya estaba llena de material espacial recuperado: elementos de cápsulas, protectores térmicos, antenas, fundas de paracaídas. Dos hombres de rostro pálido, vestidos con monos, estaban sentados en un asiento trasero de coche, junto a la abollada carcasa de un satélite meteorológico. El de más edad de los dos llevaba un rajado casco de aviador hundido hasta los ojos, y sus manos llenas de cicatrices pulían el visor de un casco espacial. El más joven, cuya boca permanecía oculta por una pequeña pero espesa barba, miró como nos acercábamos con la misma fría e indiferente mirada de un empresario de pompas fúnebres.

Entramos en la mayor de las cabañas, dos habitaciones construidas a partir de uno de los bungalows de la playa. Quinton encendió una lámpara de petróleo y, haciendo un gesto vago hacia el deteriorado interior, murmuró sin excesiva convicción:

- Estarán bien aquí. - Al ver la expresión visiblemente disgustada de Judith, añadió -: Bueno, no tenemos demasiados visitantes, ¿saben?

Dejé nuestro equipaje sobre la cama metálica. Judith se dirigió a la cocina, y Quinton señaló la maleta vacía.

- ¿Están ahí?

Saqué del bolsillo dos fajos de billetes de a cien dólares y se los tendí.

- La maleta es... para los restos. ¿Es lo bastante grande?

Me miró, a la rojiza claridad de la lámpara de petróleo, como si nuestra presencia allí le desconcertara.

- Hubiera podido ahorrarse toda esta molestia, señor Groves. Hace un montón de tiempo que están ahí arriba, ¿sabe? Después del impacto... - una misteriosa razón le hizo dirigir una mirada fugaz a Judith -... una caja de las usadas para guardar las piezas de un juego de ajedrez hubiera bastado.

Cuando se fue, me reuní con Judith en la cocina. De pie ante el hornillo, con las manos apoyadas sobre una caja de latas de conserva, estaba mirando a través de la ventana todos aquellos detritus del cielo donde Robert Hamilton seguía girando todavía. Tuve la fugitiva sensación de que toda la tierra estaba recubierto de detritus, y que era precisamente allí, en Cabo Kennedy, donde habíamos hallado por fin la fuente.

Apoyé mis manos en sus hombros.

- ¿Por qué todo esto, Judith? ¿Por qué no regresamos a Tampa? Lo único que tendríamos que hacer sería volver otra vez dentro de diez días, cuando ya todo hubiera terminado...

Se giró y frotó su chaqueta de ante, como si quisiera borrar la huella dejada por mis manos.

- Quiero estar aquí, Philip. Por penoso que sea. ¿Acaso no puedes comprenderlo?

A medianoche, cuando terminé de preparar nuestra parca cena, ella estaba de pie en lo alto de la pared de hormigón del silo de fermentación. Los tres cazadores de restos, sentados sobre el asiento trasero de coche, la contemplaban sin moverse, con sus manos llenas de cicatrices parecidas a llamas en medio de la noche.

A las tres de la madrugada, mientras permanecíamos tendidos en la estrecha cama, inmóviles, sin dormir, Valentina Prokrovna regresó del cielo. Realizó su última vuelta en un esplendoroso catafalco de aluminio incandescente de casi trescientos metros de longitud. Cuando salí, los cazadores de reliquias ya no estaban allí. Los vi correr entre las dunas, saltando como liebres por encima de los neumáticos viejos y de la chatarra.

Volví a entrar en la habitación.

- Está llegando, Judith. ¿Quieres verla?

Con sus rubios cabellos sujetos con un pañuelo blanco, tendida boca arriba sobre la cama, contemplaba fijamente el resquebrajado yeso del techo. Poco después de las cuatro, mientras yo permanecía sentado a su lado, un resplandor fosforescente inundó la hoya. A lo lejos resonaron una serie de explosiones que atronaron a lo largo de la muralla de dunas. Se encendieron algunos proyectores, seguidos por el estruendo de motores y sirenas.

Los cazadores de reliquias regresaron al amanecer, con sus destrozadas manos envueltas en vendajes hechos a toda prisa, arrastrando su botín.

Tras aquel melancólico ensayo general, Judith pareció ser presa de una febril actividad tan inesperada como repentina. Como si preparara la casa para alguna visita, colgó las cortinas y barrió las dos habitaciones con un meticuloso cuidado. Incluso le pidió a Quinton un producto para abrillantar el suelo. Durante horas, sentada frente al tocador, cepillaba sus cabellos, probando uno tras otro nuevos peinados. La observé varias veces palpando sus hundidas mejillas, como buscando en ellas los contornos de un rostro que había desaparecido hacía veinte años. Cuando hablaba de Robert Hamilton, parecía tener miedo de parecerle demasiado vieja. En otras ocasiones lo evocaba como si él fuese un niño, el hijo que no habíamos podido tener tras su aborto. Aquellos papeles contrapuestos se iban encadenando como las peripecias de un psicodrama íntimo. Sin embargo, y sin saberlo, ambos utilizábamos a Robert Hamilton desde hacía años, cada uno por distintas razones personales. Esperando su regreso con la certeza de que, después, Judith ya no tendría a nadie más hacia quien volverse excepto a mí, yo esperaba y callaba.

Durante todo aquel tiempo, los cazadores de reliquias trabajaban sobre los restos de la cápsula de Valentina Prokrovna: la deformada porcelana térmica, el chasis de la unidad telemétrica, varias cajas de película en las que había quedado registrada la colisión y la muerte de la cosmonauta (si la película estaba intacta, recibirían elevados precios por ellas: los cines clandestinos de Los Angeles, Londres y Moscú se disputarían aquellas imágenes de violencia y horror que crisparían a sus públicos). Al pasar ante la cabina adyacente a la nuestra, vi un plateado traje espacial desgarrado cuidadosamente extendido sobre dos asientos de coche. Quinton y sus compañeros, con los brazos metidos en las mangas y las perneras de la escafandra, me miraron con una expresión extática en sus ojos.

Una hora antes del amanecer fui despertado por el ruido de motores procedentes de la playa. Los tres cazadores de reliquias estaban escondidos tras el silo, con sus crispados rostros iluminados por sus lámparas frontales. Un largo convoy de camiones y de semitractores evolucionaba por el área de lanzamiento. Algunos soldados saltaron de sus vehículos y empezaron a descargar tiendas y material.

- ¿Qué están haciendo? - le pregunté a Quinton -. ¿Acaso nos están buscando?

El hombre colocó una costurada mano formando visera sobre sus ojos.

- Es el ejército - dijo con voz insegura -. Quizás estén de maniobras. Es la primera vez que veo al ejército aquí.

- ¿Y Hamilton? - murmuré, aferrando su descarnado brazo -. ¿Está seguro de que...?

Me apartó con un gesto irritado que revelaba su inquietud.

- Seremos los primeros, no se preocupe. Va a llegar antes de lo que ellos creen.

Como profetizara Quinton, Robert Hamilton emprendió su último descenso dos noches más tarde. Lo vimos surgir de entre las estrellas y efectuar su última pasada. Reflejado miles de veces en los cristales de los coches apilados, su cápsula llameó entre la vegetación que nos rodeaba. Una difusa estela plateada dejó un fantasmagórico rastro a su paso.

Se produjo una repentina y febril actividad en el campamento militar. Los haces luminosos de los faros se entrecruzaron sobre las pistas de hormigón. En contra de la opinión de Quinton, yo había comprendido que no se trataba de maniobras, sino que los soldados estaban allí preparándose para el aterrizaje de la cápsula de Robert Hamilton. Una docena de semitractores patrullaban entre las dunas, incendiando los bungalows abandonados y aplastando las viejas carcazas de los automóviles. Equipos especializados reparaban la verja y reemplazaban los elementos de señalización desmantelados por los cazadores de reliquias.

Robert Hamilton apareció por última vez un poco después de medianoche, a una elevación de 42 grados noroeste, entre la Lira y Hércules. Judith se levantó de un salto y lanzó un grito. Al mismo instante, un gigantesco dardo de claridad desgarró el cielo. El deslumbrante halo que no dejaba de aumentar de tamaño se precipitaba sobre nosotros como un gigantesco cohete luminoso, mostrando el paisaje hasta sus más mínimos detalles.

- ¡Señora Groves! - Quinton se lanzó sobre Judith, que echaba a correr hacia el satélite en caída libre, y la tiró de bruces al suelo. A trescientos metros, en la cúspide de una duna, se erguía la aislada silueta de un semitractor; el llamear del meteoro ahogaba sus luces de posición.

La cápsula incandescente, el ataúd del astronauta muerto, pasó sobre nuestras cabezas con un sordo y metálico suspiro, haciendo llover gotas de metal derretido. Al cabo de unos segundos, mientras yo me protegía los ojos, una columna de arena surgió tras de mí, y un chorro de polvo se elevó hacia el cielo en medio de la noche, como un inmenso espectro hecho de huesos pulverizados. El sonido del impacto repercutió de duna en duna. Cerca de las rampas se elevaron llamaradas allá donde caían fragmentos de la cápsula. Un sudario de gases fosforescentes flotaba centelleando en el aire.

Judith corría a toda velocidad, pisándoles los talones a los cazadores de reliquias, cuyas luces zigzagueaban. Cuando los alcancé, los últimos braseros provocados por la explosión morían entre las instalaciones. La cápsula había aterrizado al lado de las antiguas rampas del cohete Atlas, excavando un pozo poco profundo de unos cincuenta metros de diámetro, cuyas paredes estaban sembradas de puntos de luz que brillaban como ojos que se fueran cerrando lentamente. Judith corría en todos sentidos, escarbando entre los restos de metal aún incandescentes.

Alguien me empujó. Quinton y sus hombres, con sus requemadas manos cubiertas de cenizas calientes, me rebasaron. Corrían como locos, con una luz salvaje brillando en sus ojos. Mientras nos alejábamos a toda velocidad de los proyectores que taladraban las tinieblas, me giré hacia la playa. Una pálida luminosidad plateada envolvía las instalaciones. Aquella nube resplandeciente fue arrastrada hacia lo lejos, como un fantasma moribundo, en dirección al mar.

Al amanecer, mientras los motores gruñían y resoplaban entre las dunas, recogimos los restos de Robert Hamilton.

Quinton entró en nuestra casa y me tendió una caja de zapatos. Judith, en la cocina, se secó las manos con un pañuelo.

Tomé la caja.

- ¿Es todo lo que han encontrado?

- Es todo lo que había. Si quiere puede ir a mirar usted mismo.

- Está bien. Nos iremos dentro de media hora.

Agitó la cabeza.

- Imposible. Están por todas partes. Si se mueven nos descubrirán.

Esperó a que yo alzara la tapa de la caja, hizo una mueca, y salió al exterior.

Nos quedamos allí otros cuatro días. El ejército rastreaba las dunas. Día y noche, los semitractores cruzaban entre los bungalows y los coches abandonados. En una ocasión, mientras espiaba la danza de vehículos desde detrás de una torre de aguas, un semitractor y dos jeeps llegaron a menos de cuatrocientos metros de nuestra hoya. Sólo el olor de los silos de sedimentación y el mal estado de las calzadas de hormigón les impidieron acercarse más.

Durante todo aquel tiempo, Judith permaneció sentada en la habitación, con la caja de cartón posada sobre su regazo. No decía nada. Como si ni yo ni el basurero de Cabo Kennedy le interesáramos ya. Se peinaba con gestos mecánicos, se maquillaba y volvía a maquillarse una y otra vez, incansablemente.

Al segundo día, me reuní con ella tras ayudar a Quinton a enterrar sus cabañas en la arena hasta las ventanas. Estaba de pie junto a la mesa.

La caja estaba abierta. En medio de la mesa estaban apilados una serie de bastoncillos carbonizados, como si hubiera estado intentando encender un fuego. Comprendí bruscamente que así había sido. Mientras removía las cenizas con sus dedos, vi asomar un fragmento de caja torácica, una mano y una clavícula.

Ella me miró con aire aturdido.

- Están negros - dijo.

La tomé en brazos y la obligué a tenderse en la cama. Me tendí a su lado. Fragmentos de órdenes amplificadas por los altavoces y cuyo eco era retransmitido por las dunas golpeaban contra los cristales.

- Ahora podemos irnos - dijo Judith cuando la columna de soldados se hubo alejado.

- Un poco más tarde, cuando ya no haya nadie - dije yo -. ¿Qué hacemos con esto?

- Enterrarlo. En cualquier lugar, ya no tiene importancia.

Parecía haber recuperado finalmente la tranquilidad. Me dedicó una breve sonrisa, como admitiendo que aquella macabra comedia por fin había terminado.

Sin embargo, una vez hube colocado de nuevo los huesos en la caja de zapatos y recuperado las cenizas de Robert Hamilton con ayuda de una cucharilla de postre, tomó de nuevo la caja de cartón y se la llevó a la cocina cuando fue a preparar la cena.

La enfermedad apareció al tercer día.

Tras una larga y agitada noche, encontré a Judith peinándose ante el espejo. Tenía la boca abierta, como si sus labios estuvieran impregnados de ácido. Cuando se sacudió la falda para eliminar los cabellos que habían caído en ella me sorprendí ante la leprosa blancura de su rostro.

Me levanté a duras penas, me dirigí pesadamente a la cocina, y me quedé contemplando el pote lleno de café frío. Sentía un cansancio indefinible, parecía como si mis huesos se hubieran reblandecido, estaba extenuado. Mi cuello y hombros estaban llenos de cabellos.

Judith se acercó a mí con paso vacilante.

- Philip... ¿Te encuentras mal?... ¿Qué es esto?

- El agua - murmuré. Vacié el café en la fregadera y me apreté la garganta -. Debe estar contaminada.

- ¿Podemos irnos ya? - Se llevó una mano a la frente y, con sus uñas quebradizas, se arrancó un mechón de cabellos color ceniza -. ¡Philip! ¡Por el amor del cielo! ¡Se me está cayendo todo el cabello!

Ambos nos sentíamos incapaces de comer nada. Tras forzarme a tragar un poco de carne fría, tuve que salir a vomitar fuera de la cabaña.

Quinton y sus hombres estaban agachados junto al silo. Me acerqué a ellos y tuve que apoyarme contra la carcasa del satélite meteorológico para mantener el equilibrio. Quinton se acercó a mí. Cuando le dije que era probable que los depósitos de agua estuvieran contaminados, sus acerados e inquietos ojos de pájaro se me quedaron mirando fijamente.

Una hora más tarde se habían ido todos.

A la mañana siguiente, nuestro último día en aquel lugar, nuestro estado empeoró. Judith, temblando bajo su chaqueta de ante, permaneció tendida en la cama, con la caja de zapatos sujeta entre sus brazos. Yo pasé horas enteras buscando agua potable en los bungalows. Mi agotamiento era tal que tuve que trabajar lo indecible para alcanzar el borde opuesto de la hoya. Las patrullas militares no habían estado nunca tan cerca. Podía oír el sonido de los semitractores cuando cambiaban de marcha. Los ladridos de los altavoces martilleaban mi cráneo como puños de acero.

Mientras miraba a Judith a través de la puerta abierta, algunas palabras llegaron hasta mi conciencia:

- ...zona contaminada... evacúen... radiactividad...

Fui junto a Judith y le arranqué la caja de las manos.

- Philip... - me miró con expresión abatida -. Devuélvemela...

Su rostro era una máscara abotagada. Manchas lívidas marcaban sus muñecas. Su mano izquierda se tendió hacia mí como la garra de un cadáver.

Agité rabiosamente la caja. En su interior, los huesos entrechocaron.

- ¡Maldita sea, es esto! ¿No comprendes... no comprendes por qué estamos enfermos?

- ¿Dónde están los demás, Philip? El viejo, los otros... Ve a buscarlos... Diles que nos ayuden.

- Se han ido. Ayer. Ya te lo dije.

Dejé caer la caja de cartón sobre la mesa. La tapa se abrió, dejando escapar un fragmento de caja torácica. Las costillas parecían un manojo de ramas secas.

- Quinton sabía qué era lo que pasaba. El porqué el ejército estaba aquí. Intentó prevenirnos.

- ¿Qué quieres decir? - Se irguió. Parecía como si tuviera que esforzarse para mantener su visión clara -. No hay que dejarles que se lleven a Robert. Entiérralo en cualquier parte. Ya vendremos a buscarlo en otra ocasión.

- ¡Judith! - me incliné sobre la cama -. ¿Acaso no te das cuenta? ¡Había una bomba a bordo! ¡Robert Hamilton llevaba consigo en su cápsula un proyectil atómico! - Me acerqué a la ventana y aparté las cortinas -. Ha sido una buena broma. Veinte años aguantando porque no podía tener la certeza...

- Philip...

- No te preocupes. Yo también lo utilicé. Creía que sólo él podía permitirnos continuar. ¡Y, durante todo este tiempo, él ha estado esperando ahí arriba la hora de arreglar cuentas con nosotros!

Un tubo de escape petardeó en el exterior. Un semitractor, en cuyas puertas y capota había pintada una enorme cruz roja, apareció en el borde de la hoya. Dos hombres vestidos con trajes protectores saltaron al suelo. Esgrimían contadores geiger.

- Judith, antes de que se nos lleven, dime... Nunca te lo he preguntado...

Sentada en la cama, Judith acariciaba distraídamente los cabellos esparcidos sobre la almohada. La mitad de su cráneo estaba casi desnudo. Miraba como sin ver sus manos de epidermis cada vez más pálida y desprovistas casi de fuerza. Nunca había visto en su rostro aquella expresión: la rabia sorda que engendra la traición.

Cuando sus ojos se posaron en mí y en los huesos esparcidos sobre la mesa, supe finalmente la respuesta a mi pregunta.

FIN

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