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viernes, 25 de mayo de 2007

¿DONDE MORAN LOS ANTIGUOS DIOSES? // CUENTO // JOSE JORQUERA

¿Dónde moran los antiguos dioses?

José Jorquera

La nieve y la lluvia azotaban la maltrecha y desvencijada casa. El invierno
estaba siendo frío en extremo y la repentina tormenta, surgida de la nada, golpeaba
el antiguo caserón montañés con vehemencia. En su interior una vieja chimenea
crepitaba con el sonido de la resina seca de los troncos arrojados al fuego. El calor
templaba los huesos cansados del único habitante de la vivienda en la pequeña sala
de estudios que permanecía iluminada. Pero hoy no se encontraba solo.
—¿Todavía leyendo abuelo? Sabe que es tarde y el médico le ha
recomendado que no fuerce su vista.
El abuelo la ignoró enfrascado en su lectura.
—Tenga —dijo ofreciéndole un tazón de caldo caliente— al menos tómeselo.
Le hará entrar en calor.
A pesar de las cálidas palabras de su sobrina, éstas no hicieron mella en él
que continuaba enfrascado en su lectura.
Con un rápido movimiento ella cerró el libro, bastante gastado y con ese
peculiar aroma que tienen los libros antiguos, y le obligó a beberse el caldo para
después acompañarlo hasta su dormitorio.
—No sé por qué no quieres instalar la calefacción, sabes de sobra que
nosotros nos encargaremos de pagarla.
—Estoy ya muy mayor para obras, además sabes que prefiero el calor de la
chimenea. —contestó con su mirada cansada y lacrimosa
—Como quieras... vendré la semana que viene a ver si necesitas algo.
Arrópate bien y no cojas frío. Sabes que como empeores te llevaremos a nuestro
piso. Papá y mamá están preocupados por ti. Como sigas haciendo tonterías te
llevaremos allí enseguida.
—¿Es pedir tanto dejar a un anciano acabar los últimos días de su vida en su
casa en paz y tranquilidad?
—¡No digas eso! Estoy cansada de oírte decir lo mismo. ¡Por mí puedes irte al
infierno!
Salió de la habitación rápidamente dando un enorme portazo que resonó por
todas las paredes de piedra.
—Al fin sólo...
Respiró calmadamente en la oscuridad, intentando distinguir algo en ella, pero
resultó en vano. Una pequeña sensación de alegría iluminó su rostro mientras
evocaba recuerdos de infancia. Sus canicas, sus chapas y la interminable lista de
libros que devoró, aquellas tardes maravillosas descubriendo misteriosas islas,
tesoros escondidos, dioses olímpicos, guerras interminables.
¡Oh! lo que daría este pobre anciano por beber otra vez de los vinos servidos
por los sátiros de Baco, la danza interminable de mujeres exóticas bailando
cubiertas de velos insinuantes y vaporosos. Esos pensamientos le hicieron
sonrojarse un poco, más por el recuerdo que por la vergüenza.
—Felicidad —pensó el anciano acurrucándose en la cama caliente mientras el
cansancio y la edad lo hicieron quedarse profundamente dormido.
Sus sueños difusos y oscuros empezaron a adquirir otro cariz. Atrás
quedaban sus interminables pesadillas que le dejaban desvalido y enfermo y
oleadas de color dispararon sus recuerdos mientras caminaba, no, más bien
¿flotaba? por los edificios de mármol del Olimpo.
Contemplaba a Hefesto en su fragua trabajando el metal, como si fuese
mantequilla en sus manos, con una pericia envidiable. Más adelante surgiendo del
agua la diosa Tetis, la de pies argénteos, caminando por encima de las olas. Avanzó
hacia el edifico central del Olimpo mientras los dioses y diosas ignoraban su
presencia.
En un trono de mármol y oro permanecía, sedente, Zeus. Lanzando sus rayos
con furia y apatía hacia lo que parecía un muro invisible que rodeaba todo el Olimpo.
Maravillado, el anciano permaneció en silencio.
—Esposo mío, no te irrites. O acabarás golpeando a alguno de tus bien
amados hijos.
El rostro de Zeus se relajó.
—Cómo siempre, Hera, esposa mía, no puedo negar la verdad de tus
palabras. Pero permanecer aquí encerrado... ¡Yo quien una vez fuera el dios más
grande del firmamento! Permanecer aquí, eclipsado y encerrado, olvidado por
todos...
—Así nos sentimos todos, olvidados, perdidos en el tiempo, sin nadie que nos
escuche, que nos adore o a quien proteger...
—Sin nadie con quien jugar... ¿No es así Padre?
Los dos ancianos dioses se giraron, las palabras de Atenea habían disparado
su curiosidad y la del anciano que escuchaba.
—Los mortales son caprichosos, les dimos regalos, pero siempre querían
más. Mirad lo que ocurrió con nuestros tesoros, nuestros templos, toda nuestra
sabiduría. Perdida, quemada o destruida por los mismos a quienes se la
entregamos. Y aún así permanecimos impasibles, dejándoles, abandonándolos a su
suerte. ¿Esperas acaso que nos recuerden o incluso adoren? Creo que ellos
mismos nos encerraron aquí. Fue su manera de repudiarnos.
—Pudiera ser Atenea, pudiera ser... pero yo pienso más en otros dioses.
¡Ellos!, estoy seguro... son los responsables.
—Tal vez los nuevos dioses tuvieran algo que ver. No lo discuto, pero
permanecen tan ocultos... Si supiéramos al menos dónde están podríamos
combatirlos como hiciéramos antaño.
—Pero nunca han mostrado su cara esposa mía. Y me temo que es una
batalla que perdimos hace tiempo.
—Y este el precio que debemos pagar, ¿no Padre?
Fascinado, expectativo, anhelante de la respuesta no pudo más que maldecir
en voz alta mientras continuaba ascendiendo hacia quien sabe dónde.
El paisaje cambió y dio paso a montañas frías y escarpadas, chozas
construidas en madera ardían, las casas permanecían derruidas. En la distancia un
ligero resplandor multicolor despertó su atención, dos guerreros enormes combatían
en los campos sembrados de muerte. Dos impresionantes ejércitos se disputaban
las tierras con ferocidad, sin preocuparse de la destrucción a su paso, que tan
palpable era que hacía preguntarse el objetivo de tamaña disputa.
Entonces un retumbar en el cielo, como de cascos de caballos, anunció la
llegada de las doncellas guerreras que cabalgaban por los cielos, prestas para
unirse al combate. Las Valquirias.
En la lejanía distinguió una ciudad, casi destruida, donde combatía una
gigantesca serpiente, el único acceso a Midgar, el puente del arco iris, permanecía
roto suspendido en el aire, y ahora, por fin, fue capaz de distinguir a los dioses allí
reunidos.
Odin, Thor, Frigga... incontables guerreros luchando contra la muerte segura
del Ragnarok.
La contienda, que probablemente se disputase desde eones, empezó a
tornarse desesperada para los guerreros de la Ciudad Dorada. En aquel momento,
¡algo inaudito!, Odin golpeó con furia a la gigantesca serpiente, asestándola un
golpe mortal.
Pero el resultado fue una victoria pírrica, los pocos dioses supervivientes se
retiraron a las antiguas montañas de los Aesir para yacer por toda la eternidad.
Muspelsheim se fusionó con el reino de Niffleheim y las tierras de Asgard y
sus reinos quedaron enterradas y destruidas salvo en el recuerdo de los mortales.
La compasión llenó el corazón del anciano.
—¿Por qué luchar cuando todo estaba perdido?
Con esa duda royéndole la cabeza viajó en la lejanía hasta donde el sol
abrasa a los hombres y antiguas civilizaciones descansan en el polvo de los
desiertos.
En las ruinas de los magníficos templos permanecían inermes estatuas de los
dioses del antiguo Egipto, algunas de ellas con cabezas de aves u otro tipo de
rasgos hieráticos.
A pesar del peso de los siglos, aún mantenían su lustre y esplendor. Los
relieves y jeroglíficos permanecían casi intactos y el polvo era una fina capa muy
parecida a una película protectora.
Una exploración más detallada de las mismas indicaban la exactitud de las
facciones y fisionomías. ¡Tan reales! Que el anciano dudó por un instante si era real
lo que veía o una mera ilusión de su mente febril. La duda quedó disipada hasta que
las tocó y, por un instante, la figura pareció reaccionar a contacto. Tan sutil y leve
que el anciano se sorprendió.
—¡Habría jurado por un instante que la estatua estaba cálida como mi mano!
—pensó entre nervioso y entusiasmado.
Pero descartó la idea en seguida achacándola a la vejez y a la medicación.
¿Qué ha sido pues de los poderosos dioses del antiguo Egipto?
Ahora no son más que estatuas olvidadas en los rincones, vacías por dentro,
sólo cascarones inermes de lo que antiguamente fueran los dioses protectores de
Egipto. Encerrados, olvidados en sus formas de piedra, siendo incapaces de
recordar quién o qué eran. Y aún siendo capaces de recordar... sólo les quedaría el
tormento de los días perdidos en la lucha contra un Dios cruel que azotó a su pueblo
con la plaga, haciendo sufrir a sus preciados hijos.
De la rabia y la impotencia de Horus; del sufrimiento de Isis y Osiris debido a
la brutalidad sometida al pueblo de Egipto por estos nuevos dioses, crueles y
vengativos.
Del encadenamiento de Athor por los hombres, condenándola a la desolación
y la tristeza, mayor si cabe, ante la muerte de su esposo frente el dios de los
esclavos.
Seth, Toth, Min, Satet destruidos por una vil traición. Tantas tristes
historias despiadadas de las cuales, los pocos supervivientes yacen encerrados en
formas de piedra sin el menor recuerdo de su ser.
La misericordia y piedad del anciano crecía cada vez que tocaba las estatuas
y recibía los sueños y las visiones de los sucesos acaecidos a estos aciagos dioses.
Sin tiempo para lamentaciones se vio arrastrado hacia nuevas latitudes a tal
velocidad que su inexistente cuerpo fue incapaz de soportarlo hasta que por un
lapso de tiempo, indefinido y agradecido, quedo inconsciente.
El sonido dulce de los pájaros lo despertó suavemente, y una extraña calidez
baño su cansado cuerpo mientras contemplaba lo que antaño algunos hombres se
aventuraron a llamar el Edén.
Árboles inmensos cubiertos de plantas y flores, de tal belleza, que arrancarían
sonrisas en las almas de los más pérfidos y despiadados seres. Pájaros portando los
cantos de los dioses en sus trinos y gorjeos, animales de portentosa belleza
habitando en la inmensidad de una selva agotada.
Un sonido muy débil parecía provenir de muchos sitios y a la vez de ninguna
parte. El anciano con gran esfuerzo se forzó a escuchar y a medida que escuchaba
le parecía que el viento susurrara palabras en una lengua ya olvidada, que la misma
tierra dormía profundamente esperando a ser despertada. La fina lluvia que caía
incesantemente parecía cantar una nana, o al menos eso fue lo que le pareció.
Una voz resonó en su cabeza, o quizás la escuchó en su delirio, pero la voz
se hizo más fuerte.
—¿Quién osa despertar a los dioses en su sueño?
—Yo no pretendía despertar a nadie, señor —contestó el anciano en voz alta
si estar seguro de estar hablando con alguien o simplemente consigo mismo.
—Ahora los dioses han de reposar pues así está escrito. Marcha pues y
déjanos en nuestra desdicha.
El anciano, ahora más seguro de escuchar la voz, preguntó.
—¿De dónde provienen las voces que escucho?
—Antiguamente pediríamos tu sangre por semejante atrevimiento, pero la
hora de que sintáis nuestra ira aún no ha llegado. Contestaré a tu pregunta porque
en nada influirá en el destino. —La voz que antes era áspera se tornó más
melancólica.
—Hace tanto que ocurrió, que es difícil recordar. Barcos gigantescos como
nunca se habían visto llegaron portando seres que escapaban de nuestra influencia
y poder. Aniquilaron a todo el que se interpuso en su camino, algunos de los
nuestros guiados por Huitzilopochtli combatieron, pero la furia de los extranjeros y
por el apoyo de un dios despiadado nuestros hijos nos abandonaron.
La voz se tomó una pausa larga, el anciano temió que no continuara, mientras
los extraños sonidos llegaban hasta sus oídos.
—Así pues lo que escuchas son los sonidos de los míos, encerrados o
dormidos, esperando que alguno de nuestros hijos escuche nuestra llamada.
Quetzacóalt susurrando en el viento, Teteu Innan durmiendo en la tierra,
Chalchiuhtliicue en el agua y Xiuhtecuhtli en el fuego.
—¿Y por qué tú permaneces despierto?
—Como guardián del destino debo observar su descanso hasta que
Macuilxóchitl Xochipilli haga despertar el recuerdo a través de las historias que se
esfuerza en hacer perdurar, ¡y los antiguos dioses volvamos a resurgir! Ahora parte
para no apresurar lo que aún está por llegar...
El anciano atravesó la selva con el recuerdo de la voz en su cabeza que le
impelía a avanzar cada vez más rápido.
La sensación le recordó a una persecución invisible de un implacable
depredador a punto de lanzarse sobre su presa, hambriento y al acecho.
Según empezaba a salir de la selva multicolor toda su percepción se
emborronó, y las cosas que antes le resultaban grandes se tornaban más pequeñas.
Su cuerpo se expandió como si solamente estuviese compuesto por aire alcanzando
el cosmos y ante la inmensidad de la visión del universo, arropándolo como una
capa negra destellante, observó la tierra.
Una mujer decrépita halló en su lugar, acurrucada y encogida en posición fetal
mientras minúsculos virus la taladraban y corrompían. Avanzaban lentamente por
todo su cuerpo como gusanos que comen la carne una vez muerta. Miles y miles de
termitas luchando por robarla su mejor trozo y trasladándola al borde de la muerte.
Ella lucha, gime, llora, intenta moverse... Pero el virus estaba extendido por todo su
cuerpo como un cáncer, y aunque conseguía librarse de algunas pequeñas
picaduras, otras más surgían una vez eliminadas las otras.
Así esta diosa llamada por algunos naturaleza, por otros Gaia, Gea... estaba
abocada a su destrucción lenta y dolorosamente.
Su cuerpo comenzó a retraerse y el anciano sucumbió ante tal shock. Su
mente y la realidad comenzaban a dar vueltas en una espiral mientras se vaciaba de
recuerdos, historias, ideas...
A la mañana siguiente el anciano se encuentra dormido en su cama en un
sueño del que nunca más regresará. Su cuerpo ha sido sustraído para reposar por
siempre en el cuerpo de una mujer destrozada por sus hijos.
Atrás deja el dolor y los sufrimientos, los pesares pero también la alegría.
Recueros, fotos, experiencias, algunas ya olvidadas, libros... Muchos libros en su
biblioteca que quedarán inútiles en las estanterías.
¿Dónde moran los antiguos dioses?
En las fantasías de los soñadores, en la locura de las personas, o tal vez en el
fanatismo humano. Quizás en el simple miedo a la muerte.
Ésta es sólo una de las historias que quedaron perdidas en la mente de un
anciano, una simple mancha de tinta en una hoja de papel. Pues es bien conocida la
capacidad del hombre para interpretar las cosas más simples y retorcerlas en miles
de espirales insulsas y sinuosas.
Los antiguos dioses permanecen dormidos o despiertos, pero siempre en la
memoria de aquellos paganos que supieron protegerlos y esconderlos. Encerrados y
olvidados escuchan lo que les susurran los siglos. Ahora, quizás, más angustiados
tras la muerte de su único profeta, el único que entregó su vida por y para ellos
hasta que lo condujeron a su irrevocable final.
Pero no sintáis pena por él, si hemos de creer las tradiciones, ¡se encontrará
disfrutando de paraísos mil! Indagando y resolviendo las preguntas que quedaron sin
respuesta tras sus descubrimientos y su furtiva vigilancia.



                                                                                              José Jorquera

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