-

.

SEARCH GOOGLE

..

-

domingo, 12 de junio de 2011

Cuentos Clasificados









Cuentos Clasificados

Poe

Cortázar

Bioy Casares

Bradbury
Saki
Sorrentino
Veríssimo




Cuentos Clasificados

EDGAR ALLAN POE

El gato negro1



Título original: The Black Cat
Traducción : Julio Cortázar


No espero ni pido que alguien crea en el extraño aunque simple relato que me dispongo a escribir. Loco estaría si lo esperara, cuando mis sentidos rechazan su propia evidencia. Pero no estoy loco y sé muy bien que esto no es un sueño. Mañana voy a morir y quisiera aliviar hoy mi alma. Mi propósi­to inmediato consiste en poner de manifiesto, simple, sucinta­mente y sin comentarios, una serie de episodios domésticos. Las consecuencias de esos episodios me han aterrorizado, me han torturado y, por fin, me han destruido. Pero no intentaré explicarlos. Si para mí han sido horribles, para otros resultarán menos espantosos que baroques.2 Más adelante, tal vez, apare­cerá alguien cuya inteligencia reduzca mis fantasmas a lugares comunes; una inteligencia más serena, más lógica y mucho menos excitable que la mía, capaz de ver en las circunstancias que temerosamente describiré una vulgar sucesión de causas y efectos naturales.
Desde la infancia me destaqué por la docilidad y bondad de mi carácter. La ternura que abrigaba mi corazón era tan grande que llegaba a convertirme en objeto de burla para mis compañeros. Me gustaban especialmente los animales, y mis padres me permitían tener una gran variedad. Pasaba a su lado la mayor parte del tiempo, y jamás me sentía más feliz que cuando les daba de comer y los acariciaba. Este rasgo de mi carácter creció conmigo y, cuando llegué a la virilidad, se con­virtió en una de mis principales fuentes de placer. Aquellos que alguna vez han experimentado cariño hacia un perro fiel y sagaz no necesitan que me moleste en explicarles la naturaleza o la intensidad de la retribución que recibía. Hay algo en el generoso y abnegado amor de un animal que llega directamente al corazón de aquel que con frecuencia ha probado la falsa amis­tad y la frágil fidelidad del hombre.
Me casé joven y tuve la alegría de que mi esposa com­partiera mis preferencias. Al observar mi gusto por los animales domésticos, no perdía oportunidad de procurarme los más agradables de entre ellos. Teníamos pájaros, peces de colores, un hermoso perro, conejos, un monito y un gato.
Este último era un animal de notable tamaño y hermo­sura, completamente negro y de una sagacidad asombrosa. Al referirse a su inteligencia, mi mujer, que en el fondo era no poco supersticiosa, aludía con frecuencia a la antigua creencia popu­lar de que todos los gatos negros son brujas metamorfoseadas. No quiero decir que lo creyera seriamente, y sólo menciono la cosa porque acabo de recordarla.
Plutón —tal era el nombre del gato— se había convertido en mi favorito y mi camarada. Sólo yo le daba de comer y él me seguía por todas partes en casa. Me costaba mucho impedir que anduviera tras de mí en la calle.
Nuestra amistad duró así varios años, en el curso de los cuales (enrojezco al confesarlo) mi temperamento y mi carácter se alteraron radicalmente por culpa del demonio. Intemperan­cia. Día a día me fui volviendo más melancólico, irritable e indiferente hacia los sentimientos ajenos. Llegué, incluso, a hablar descomedidamente a mi mujer y terminé por infligirle violencias personales. Mis favoritos, claro está, sintieron igual­mente el cambio de mi carácter. No sólo los descuidaba, sino que llegué a hacerles daño. Hacia Plutón, sin embargo, con­servé suficiente consideración como para abstenerme de mal­tratarlo, cosa que hacía con los conejos, el mono y hasta el perro cuando, por casualidad o movidos por el afecto, se cru­zaban en mi camino. Mi enfermedad, empero, se agravaba —pues, ¿qué enfermedad es comparable al alcohol?—, y finalmente el mismo Plutón, que ya estaba viejo y, por tanto, algo enojadizo, empezó a sufrir las consecuencias de mi mal humor.
Una noche en que volvía a casa completamente embria­gado, después de una de mis correrías por la ciudad, me pare­ció que el gato evitaba mi presencia. Lo alcé en brazos, pero, asustado por mi violencia, me mordió ligeramente en la mano. Al punto se apoderó de mí una furia demoníaca y ya no supe lo que hacía. Fue como si la raíz de mi alma se separara de golpe de mi cuerpo; una maldad más que diabólica, alimentada por la ginebra, estremeció cada fibra de mi ser. Sacando del bolsillo del chaleco un cortaplumas, lo abrí mientras sujetaba al pobre animal por el pescuezo y, deliberadamente, le hice saltar un ojo. Enrojezco, me abraso, tiemblo mientras escribo tan condenable atrocidad.
Cuando la razón retornó con la mañana, cuando hube disipado en el sueño los vapores de la orgía nocturna, sentí que el horror se mezclaba con el remordimiento ante el crimen cometido; pero mi sentimiento era débil y ambiguo, no alcan­zaba a interesar al alma. Una vez más me hundí en los excesos y muy pronto ahogué en vino los recuerdos de lo sucedido.
El gato, entretanto, mejoraba poco a poco. Cierto que la órbita donde faltaba el ojo presentaba un horrible aspecto, pero el animal no parecía sufrir ya. Se paseaba, como de costumbre, por la casa, aunque, como es de imaginar, huía aterrorizado al verme. Me quedaba aún bastante de mi antigua manera de ser para sentirme agraviado por la evidente antipatía de un animal que alguna vez me había querido tanto. Pero ese sentimiento no tardó en ceder paso a la irritación. Y entonces, para mi caída final e irrevocable, se presentó el espíritu de la PERVERSIDAD. La filosofía no tiene en cuenta a este espíritu; y, sin embargo, tan seguro estoy de que mi alma existe como de que la perver­sidad es uno de los impulsos primordiales del corazón humano, una de las facultades primarias indivisibles, uno de esos sen­timientos que dirigen el carácter del hombre. ¿Quién no se ha sorprendido a sí mismo cien veces en momentos en que cometía una acción tonta o malvada por la simple razón de que no debía cometerla? ¿No hay en nosotros una tendencia per­manente, que enfrenta descaradamente al buen sentido, una tendencia a transgredir lo que constituye la Ley por el solo hecho de serlo? Este espíritu de perversidad se presentó, como he dicho, en mi caída final. Y el insondable anhelo que tenía mi alma de vejarse a sí misma, de violentar su propia naturaleza, de hacer mal por el mal mismo, me incitó a continuar y, finalmente, a consumar el suplicio que había infligido a la inocente bestia, una mañana, obrando a sangre fría, le pasé un lazo por el pescuezo y lo ahorqué en la rama de un árbol; lo ahorqué mientras las lágrimas manaban de mis ojos y el más amargo remordimiento me apretaba el corazón; lo ahorqué porque recordaba que me había querido y porque estaba seguro de que no me había dado motivo para matarlo; lo ahorqué porque sabía que, al hacerlo, cometía un pecado, un pecado mortal que com­prometería mi alma hasta llevarla —si ello fuera posible— más allá del alcance de la infinita misericordia del Dios más miseri­cordioso y más terrible.
La noche de aquel mismo día en que cometí tan cruel acción me despertaron gritos de: "¡Incendio!" Las cortinas de mi cama eran una llama viva y toda la casa estaba ardiendo. Con gran dificultad pudimos escapar de la conflagración mi mujer, un sirviente y yo. Todo quedó destruido. Mis bienes terrenales se perdieron y desde ese momento tuve que resignarme a la desesperanza.
No incurriré en la debilidad de establecer una relación de causa y efecto entre el desastre y mi criminal acción. Pero estoy detallando una cadena de hechos y no quiero dejar ningún eslabón incompleto. Al día siguiente del incendio acudí a visitar las ruinas. Salvo una, las paredes se habían desplomado. La que quedaba en pie era un tabique divisorio de poco espesor, situa­do en el centro de la casa, y contra el cual se apoyaba antes la cabecera de mi lecho. El enlucido había quedado a salvo de la acción del fuego, cosa que atribuí a su reciente aplicación, una densa muchedumbre habíase reunido frente a la pared y varias personas parecían examinar parte de la misma con gran aten­ción y detalle. Las palabras "¡extraño!, ¡curioso!" y otras simi­lares excitaron mi curiosidad. Al aproximarme vi que en la blanca superficie, grabada como un bajorrelieve, aparecía la imagen de un gigantesco gato. El contorno tenía una nitidez verdadera­mente maravillosa. Había una soga alrededor del pescuezo del animal.
Al descubrir esta aparición —ya que no podía conside­rarla otra cosa— me sentí dominado por el asombro y el terror. Pero la reflexión vino luego en mi ayuda. Recordé que había ahorcado al gato en un jardín contiguo a la casa. Al producirse la alarma del incendio, la multitud había invadido inmediata­mente el jardín: alguien debió de cortar la soga y tirar al gato en mi habitación por la ventana abierta. Sin duda, habían tratado de despertarme en esa forma. Probablemente la caída de las paredes comprimió a la víctima de mi crueldad contra el enluci­do recién aplicado, cuya cal, junto con la acción de las llamas y el amoníaco del cadáver, produjo la imagen que acababa de ver.
Si bien en esta forma quedó satisfecha mi razón, ya que no mi conciencia, sobre el extraño episodio, lo ocurrido impre­sionó profundamente mi imaginación. Durante muchos meses no pude librarme del fantasma del gato, y en todo ese tiempo dominó mi espíritu un sentimiento informe que se parecía, sin serlo, al remordimiento. Llegué al punto de lamentar la pérdida del animal y buscar, en los viles antros que habitualmente fre­cuentaba, algún otro de la misma especie y apariencia que pudiera ocupar su lugar.
Una noche en que, borracho a medias, me hallaba en una taberna más que infame, reclamó mi atención algo negro posa­do sobre uno de los enormes toneles de ginebra que constituían el principal moblaje del lugar. Durante algunos minutos había estado mirando dicho tonel y me sorprendió no haber advertido antes la presencia de la mancha negra en lo alto. Me aproximé y la toqué con la mano. Era una gato negro muy grande, tan grande como Plutón y absolutamente igual a este, salvo un detalle. Plutón no tenía el menor pelo blanco en el cuerpo, mien­tras este gato mostraba una vasta aunque indefinida mancha blanca que le cubría casi todo el pecho.
Al sentirse acariciado se enderezó prontamente, ronrone­ando con fuerza, se frotó contra mi mano y pareció encantado de mis atenciones. Acababa, pues, de encontrar el animal que precisamente andaba buscando. De inmediato, propuse su compra al tabernero, pero me contestó que el animal no era suyo y que jamás lo había visto antes ni sabía nada de él.
Continué acariciando al gato y, cuando me disponía a volver a casa, el animal pareció dispuesto a acompañarme. Le permití que lo hiciera, deteniéndome una y otra vez para incli­narme y acariciarlo. Cuando estuvo en casa, se acostumbró a ella de inmediato y se convirtió en el gran favorito de mi mujer.
Por mi parte, pronto sentí nacer en mí una antipatía hacia aquel animal. Era exactamente lo contrario de lo que había anticipado, pero —sin que pueda decir cómo ni por qué— su marcado cariño por mí me disgustaba y me fatigaba. Gradual­mente, el sentimiento de disgusto y fatiga creció hasta alcanzar la amargura del odio. Evitaba encontrarme con el animal; un resto de vergüenza y el recuerdo de mi crueldad de antaño me vedaban maltratarlo. Durante algunas semanas me abstuve de pegarle o de hacerle víctima de cualquier violencia; pero gra­dualmente —muy gradualmente— llegué a mirarlo con inex­presable odio y a huir en silencio de su detestable presencia, como si fuera una emanación de la peste.
Lo que, sin duda, contribuyó a aumentar mi odio fue des­cubrir, a la mañana siguiente de haberlo traído a casa, que aquel gato, igual que Plutón, era tuerto. Esta circunstancia fue pre­cisamente la que le hizo más grato a mi mujer, quien, como ya dije, poseía en alto grado esos sentimientos humanitarios que alguna vez habían sido mi rasgo distintivo y la fuente de mis placeres más simples y más puros.
El cariño del gato por mí parecía aumentar en el mismo grado que mi aversión. Seguía mis pasos con una pertinacia que me costaría hacer entender al lector. Dondequiera que me sen­tara venía a ovillarse bajo mi silla o saltaba a mis rodillas, prodi­gándome sus odiosas caricias. Si echaba a caminar, se metía entre mis pies, amenazando con hacerme caer, o bien clavaba sus largas y afiladas uñas en mis ropas, para poder trepar hasta mi pecho. En esos momentos, aunque ansiaba aniquilarlo de un solo golpe, me sentía paralizado por el recuerdo de mi primer crimen, pero sobre todo —quiero confesarlo ahora mismo— por un espantoso temor al animal.
Aquel temor no era precisamente miedo de un mal físico y, sin embargo, me sería imposible definirlo de otra manera. Me siento casi avergonzado de reconocer —sí, aún en esta celda de criminales me siento casi avergonzado de reconocer que el te­rror, el espanto que aquel animal me inspiraba, era intensificado por una de las más insensatas quimeras que sería dado con­cebir—. Más de una vez mi mujer me había llamado la atención sobre la forma de la mancha blanca de la cual ya he hablado, y que constituía la única diferencia entre el extraño animal y el que yo había matado. El lector recordará que esta mancha, aunque grande, me había parecido al principio de forma indefinida; pero gradualmente, de manera tan imperceptible que mi razón luchó durante largo tiempo por rechazarla como fan­tástica, la mancha fue asumiendo un contorno de rigurosa pre­cisión. Representaba ahora algo que me estremezco al nombrar, y por ello odiaba, temía y hubiera querido librarme del monstruo si hubiese sido capaz de atreverme; representaba, digo, la ima­gen de una cosa atroz, siniestra..., ¡la imagen del PATÍBULO! ¡Oh lúgubre y terrible máquina del horror y del crimen, de la agonía y de la muerte!
Me sentí entonces más miserable que todas las miserias humanas. ¡Pensar que una bestia, cuyo semejante había yo destruido desdeñosamente, una bestia era capaz de producir tan insoportable angustia en un hombre creado a imagen y seme­janza de Dios! ¡Ay, ni de día ni de noche pude ya gozar de la bendición del reposo! De día, aquella criatura no me dejaba un instante solo, de noche, despertaba hora a hora de los más ho­rrorosos sueños, para sentir el ardiente aliento de la cosa en mi rostro y su terrible peso —pesadilla encarnada de la que no me era posible desprenderme— apoyado eternamente sobre mi corazón.
Bajo el agobio de tormentos semejantes, sucumbió en mí lo poco que me quedaba de bueno. Sólo los malos pensamien­tos disfrutaban ya de mi intimidad; los más tenebrosos, los más perversos pensamientos. La melancolía habitual de mi humor creció hasta convertirse en aborrecimiento de todo lo que me rodeaba y de la entera humanidad; y mi pobre mujer, que de nada se quejaba, llegó a ser la habitual y paciente víctima de los repentinos y frecuentes arrebatos de ciega cólera a que me abandonaba.
Cierto día, para cumplir una tarea doméstica, me acom­pañó al sótano de la vieja casa donde nuestra pobreza nos obli­gaba a vivir. El gato me siguió mientras bajaba la empinada escalera y estuvo a punto de tirarme cabeza abajo, lo cual me exasperó hasta la locura. Alzando un hacha y olvidando en mi rabia los pueriles temores que hasta entonces habían detenido mi mano, descargué un golpe que hubiera matado instantánea­mente al animal de haberlo alcanzado. Pero la mano de mi mujer detuvo su trayectoria. Entonces, llevado por su interven­ción a una rabia más que demoníaca, me zafé de su abrazo y le hundí el hacha en la cabeza. Sin un solo quejido, cayó muerta a mis pies.
Cumplido este espantoso asesinato, me entregué al punto y con toda sangre fría a la tarea de ocultar el cadáver. Sabía que era imposible sacarlo de casa, tanto de día como de noche, sin correr el riesgo de que algún vecino me observara. Diversos proyectos cruzaron mi mente. Por un momento pensé en descuartizar el cuerpo y quemar los pedazos. Luego se me ocurrió cavar una tumba en el piso del sótano. Pensé también si no con­venía arrojar el cuerpo al pozo del patio o meterlo en un cajón, como si se tratara de una mercadería común, y llamar a un mozo de cordel3 para que lo retirara de casa. Pero, al fin, di con lo que me pareció el mejor expediente y decidí emparedar el cadáver en el sótano, tal como se dice que los monjes de la Edad Media emparedaban a sus víctimas.
El sótano se adaptaba bien a este propósito. Sus muros eran de material poco resistente y estaban recién revocados con un mortero ordinario, que la humedad de la atmósfera no había dejado endurecer. Además, en una de las paredes se veía la saliencia4 de una falsa chimenea, la cual había sido rellenada y tratada de manera semejante al resto del sótano. Sin lugar a dudas, sería muy fácil sacar los ladrillos en esa parte, introducir el cadáver y tapar el agujero como antes, de manera que ningu­na mirada pudiese descubrir algo sospechoso.
No me equivocaba en mis cálculos. Fácilmente saqué los ladrillos con ayuda de una palanca y, luego de colocar cuida­dosamente el cuerpo contra la pared interna, lo mantuve en esa posición mientras aplicaba de nuevo la mampostería en su forma original. Después de procurarme argamasa, arena y cerda, preparé un enlucido que no se distinguía del anterior y revoqué cuidadosamente el nuevo enladrillado. Concluida la tarea, me sentí seguro de que todo estaba bien. La pared no mostraba la menor señal de haber sido tocada. Había barrido hasta el menor fragmento de material suelto. Miré en torno, triunfante, y me dije: "Aquí, por lo menos, no he trabajado en vano".
Mi paso siguiente consistió en buscar a la bestia causante de tanta desgracia, pues al final me había decidido a matarla. Si en aquel momento el gato hubiera surgido ante mí, su destino habría quedado sellado, pero, por lo visto, el astuto animal, alar­mado por la violencia de mi primer acceso de cólera, se cuidaba de aparecer mientras no cambiara mi humor. Imposible describir o imaginar el profundo, el maravilloso alivio que la ausencia de la detestada criatura trajo a mi pecho. No se pre­sentó aquella noche, y así, por primera vez desde su llegada a la casa, pude dormir profunda y tranquilamente; sí, pude dormir, aun con el peso del crimen sobre mi alma.
Pasaron el segundo y el tercer día y mi atormentador no volvía, una vez más respiré como un hombre libre. ¡Aterrado, el monstruo había huido de casa para siempre! ¡Ya no volvería a contemplarlo! Gozaba de una suprema felicidad, y la culpa de mi negra acción me preocupaba muy poco. Se practicaron algunas averiguaciones, a las que no me costó mucho respon­der. Incluso hubo una perquisición en la casa; pero, natural­mente, no se descubrió nada. Mi tranquilidad futura me parecía asegurada.
Al cuarto día del asesinato, un grupo de policías se pre­sentó inesperadamente y procedió a una nueva y rigurosa inspección. Convencido de que mi escondrijo era impenetrable, no sentí la más leve inquietud. Los oficiales me pidieron que los acompañara en su examen. No dejaron hueco ni rincón sin revisar. Al final, por tercera o cuarta vez, bajaron al sótano. Los seguí sin que me temblara un solo músculo. Mi corazón latía tranquilamente, como el de aquel que duerme en la inocencia. Me paseé de un lado al otro del sótano. Había cruzado los bra­zos sobre el pecho y andaba tranquilamente de aquí para allá. Los policías estaban completamente satisfechos y se disponían a marcharse. La alegría de mi corazón era demasiado grande para reprimirla. Ardía en deseos de decirles, por lo menos, una palabra como prueba de triunfo y confirmar doblemente mi inocencia.
Caballeros —dije, por fin, cuando el grupo subía la escalera—, me alegro mucho de haber disipado sus sospechas. Les deseo felicidad y un poco más de cortesía. Dicho sea de paso, caballeros, esta casa está muy bien construida... (En mi frenético deseo de decir alguna cosa con naturalidad, casi no me daba cuenta de mis palabras.) Repito que es una casa de excelente construcción. Estas paredes... ¿ya se marchan us­tedes, caballeros?... tienen una gran solidez.
Y entonces, arrastrado por mis propias bravatas, golpeé fuertemente con el bastón que llevaba en la mano sobre la pared del enladrillado tras de la cual se hallaba el cadáver de la esposa de mi corazón.
¡Que Dios me proteja y me libre de las garras del archidemonio!5 Apenas había cesado el eco de mis golpes cuando una voz respondió desde dentro de la tumba, un quejido, sordo y entrecortado al comienzo, semejante al sollozar de un niño, que luego creció rápidamente hasta convertirse en un largo, agudo y continuo alarido, anormal, como inhumano, un aullido, un clamor de lamentación, mitad de horror, mitad de triunfo, como sólo puede haber brotado en el infierno de la garganta de los condenados en su agonía y de los demonios exultantes en la condenación.
Hablar de lo que pensé en ese momento sería locura. Presa de vértigo, fui tambaleándome hasta la pared opuesta. Por un instante el grupo de hombres en la escalera quedó paraliza­do por el terror. Luego, una docena de robustos brazos atacaron la pared, que cayó de una pieza. El cadáver, ya muy corrompi­do y manchado de sangre coagulada, apareció de pie ante los ojos de los espectadores. Sobre su cabeza, con la roja boca abierta y el único ojo como de fuego, estaba agazapada la ho­rrible bestia cuya astucia me había inducido al asesinato, y cuya voz delatora me entregaba al verdugo. ¡Había emparedado al monstruo en la tumba!

JULIO CORTÁZAR

Final del juego1



Con Leticia y Holanda íbamos a jugar a las vías del Central Argentino los días de calor, esperando que mamá y tía Ruth empezaran su siesta para escaparnos por la puerta blanca. Mamá y tía Ruth estaban siempre cansadas después de lavar la loza, sobre todo cuando Holanda y yo secábamos los platos porque entonces había discusiones, cucharitas por el suelo, frases que sólo nosotras entendíamos, y en general un ambiente en donde el olor a grasa, los maullidos de José y la oscuridad de la cocina acababan en una violentísima pelea y el consi­guiente desparramo. Holanda se especializaba en armar esta clase de líos, por ejemplo, dejando caer un vaso ya lavado en el tacho del agua sucia, o recordando como al pasar que en la casa de las de Loza había dos sirvientas para todo servicio. Yo usaba otros sistemas, prefería insinuarle a tía Ruth que se le iban a paspar las manos si seguía fregando cacerolas en vez de dedi­carse a las copas o a los platos, que era precisamente lo que le gustaba lavar a mamá, con lo cual las enfrentaba sordamente en una lucha de ventajeo por la cosa fácil. El recurso heroico, si los consejos y las largas recordaciones familiares empezaban a saturarnos, era volcar agua hirviendo en el lomo del gato. Es una gran mentira eso del gato escaldado, salvo que haya que tomar al pie de la letra la referencia al agua fría; porque de la caliente José no se alejaba nunca, y hasta parecía ofrecerse, pobre animalito, a que le volcáramos media taza de agua a cien grados o poco menos, bastante menos probablemente porque nunca se le caía el pelo. La cosa es que ardía Troya, y en la con­fusión coronada por el espléndido si bemol de tía Ruth y la ca­rrera de mamá en busca del bastón de los castigos, Holanda y yo nos perdíamos en la galería cubierta, hacia las piezas vacías del fondo donde Leticia nos esperaba leyendo a Ponson du Terrail,2 lectura inexplicable.
Por lo regular mamá nos perseguía un buen trecho, pero las ganas de rompernos la cabeza se le pasaban con gran rapi­dez y al final (habíamos trancado la puerta y le pedíamos perdón con emocionantes partes teatrales) se cansaba y se iba, repitiendo la misma frase:
Acabarán en la calle, estas mal nacidas.
Donde acabábamos era en las vías del Central Argentino, cuando la casa quedaba en silencio y veíamos al gato tenderse bajo el limonero para hacer también él su siesta perfumada y zumbante de avispas. Abríamos despacio la puerta blanca, y al cerrarla otra vez era como un viento, una libertad que nos toma­ba de las manos, de todo el cuerpo y nos lanzaba hacia ade­lante. Entonces corríamos buscando impulso para trepar de un envión al breve talud del ferrocarril, y encaramadas sobre el mundo contemplábamos silenciosas nuestro reino.
Nuestro reino era así: una gran curva de las vías acababa su comba justo frente a los fondos de nuestra casa. No había más que el balasto, los durmientes y la doble vía, pasto ralo y estúpido entre los pedazos de adoquín donde la mica, el cuarzo y el feldespato —que son los componentes del granito— brilla­ban como diamantes legítimos contra el sol de las dos de la tarde. Cuando nos agachábamos a tocar las vías (sin perder tiempo porque hubiera sido peligroso quedarse mucho ahí, no tanto por los trenes como por los de casa si nos llegaban a ver) nos subía a la cara el fuego de las piedras, y al pararnos contra el viento del río era un calor mojado pegándose a las mejillas y a las orejas. Nos gustaba flexionar las piernas y bajar, subir, bajar otra vez, entrando en una y otra zona de calor, estudián­donos las caras para apreciar la transpiración, con lo cual al rato éramos una sopa. Y siempre calladas, mirando al fondo de las vías, o el río al otro lado, el pedacito de río color café con leche.
Después de esta primera inspección del reino bajábamos el talud y nos metíamos en la mala sombra de los sauces pega­dos a la tapia de nuestra casa, donde se abría la puerta blanca. Ahí estaba la capital del reino, la ciudad silvestre y la central de nuestro juego. La primera en iniciar el juego era Leticia, la más feliz de las tres y la más privilegiada. Leticia no tenía que secar los platos ni hacer las camas, podía pasarse el día leyendo o pegando figuritas, y de noche la dejaban quedarse hasta más tarde si lo pedía, aparte de la pieza solamente para ella, el caldo de hueso y toda clase de ventajas. Poco a poco se había ido aprovechando de los privilegios, y desde el verano anterior dirigía el juego, yo creo que en realidad dirigía el reino; por lo menos se adelantaba a decir las cosas y Holanda y yo acep­tábamos sin protestar, casi contentas. Es probable que las largas conferencias de mamá sobre cómo debíamos portarnos con Leticia hubieran hecho su efecto, o simplemente que la queríamos bastante y no nos molestaba que fuese la jefa. Lástima que no tenía aspecto para jefa, era la más baja de las tres, y tan flaca. Holanda era flaca, y yo nunca pesé más de cin­cuenta kilos, pero Leticia era la más flaca de las tres, y para peor una de esas flacuras que se ven de fuera, en el pescuezo y las orejas. Tal vez el endurecimiento de la espalda la hacía pare­cer más flaca, como casi no podía mover la cabeza a los lados daba la impresión de una tabla de planchar parada, de esas fo­rradas de género blanco como había en casa de las de Loza, una tabla de planchar con la parte más ancha para arriba, para­da contra la pared. Y nos dirigía.
La satisfacción más profunda era imaginarme que mamá o tía Ruth se enteraran un día del juego. Si llegaban a enterarse del juego se iba a armar una meresunda increíble. El si bemol y los desmayos, las inmensas protestas de devoción y sacrificio malamente recompensados, el amontonamiento de invocaciones a los castigos más célebres, para rematar con el anun­cio de nuestros destinos, que consistían en que las tres termi­naríamos en la calle. Esto último siempre nos había dejado per­plejas, porque terminar en la calle nos parecía bastante normal.
Primero Leticia nos sorteaba, usábamos piedritas escon­didas en la mano, contar hasta veintiuno, cualquier sistema. Si usábamos del de contar hasta veintiuno, imaginábamos dos o tres chicas más y las incluíamos en la cuenta para evitar tram­pas. Si una de ellas salía veintiuna, la sacábamos del grupo y sorteábamos de nuevo, hasta que nos tocaba a una de nosotras. Entonces Holanda y yo levantábamos la piedra y abríamos la caja de los ornamentos. Suponiendo que Holanda hubiese gana­do, Leticia y yo escogíamos los ornamentos. El juego marcaba dos formas: estatuas y actitudes. Las actitudes no requerían ornamentos pero sí mucha expresividad: para la envidia mostrar los dientes, crispar las manos y arreglárselas de modo de tener un aire amarillo. Para la caridad el ideal era un rostro angélico, con los ojos vueltos al cielo, mientras las manos ofrecían algo —un trapo, una pelota, una rama de sauce— a un pobre huerfanito invisible. La vergüenza y el miedo eran fáciles de hacer; el rencor y los celos exigían estudios más detenidos. Los orna­mentos se destinaban casi todos a las estatuas, donde reinaba una libertad absoluta. Para que una estatua resultara, había que pensar bien cada detalle de la indumentaria. El juego marcaba que la elegida no podía tomar parte en la selección; las dos restantes debatían el asunto y aplicaban luego los ornamentos. La elegida debía inventar su estatua aprovechando lo que le habían puesto, y el juego era así mucho más complicado y exci­tante porque a veces había alianzas contra, y la víctima se veía ataviada con ornamentos que no le iban para nada; de su viveza dependía entonces que inventara una buena estatua. Por lo ge­neral cuando el juego marcaba actitudes la elegida salía bien parada pero hubo veces en que las estatuas fueron fracasos ho­rribles.
Lo que cuento empezó vaya a saber cuándo, pero las cosas cambiaron el día en que el primer papelito cayó del tren. Por supuesto que las actitudes y las estatuas no eran para noso­tras mismas, porque nos hubiéramos cansado enseguida. El juego marcaba que la elegida debía colocarse al pie del talud, saliendo de la sombra de los sauces, y esperar el tren de las dos y ocho que venía del Tigre. A esa altura de Palermo los trenes pasan bastante rápido, y no nos daba vergüenza hacer la esta­tua o la actitud. Casi no veíamos a la gente de las ventanillas pero con el tiempo llegamos a tener práctica y sabíamos que algunos pasajeros esperaban vernos, un señor de pelo blanco y anteojos de carey sacaba la cabeza por la ventanilla y saludaba a la estatua o la actitud con el pañuelo. Los chicos que volvían del colegio sentados en los estribos gritaban cosas al pasar, pero algunos se quedaban serios mirándonos. En realidad la estatua o la actitud no veía nada, por el esfuerzo de mantenerse inmóvil, pero las otras dos bajo los sauces analizaban con gran detalle el buen éxito o la indiferencia producidos. Fue un martes cuando cayó el papelito, al pasar el segundo coche. Cayó muy cerca de Holanda, que ese día era la maledicencia, y rebotó hasta mí. Era un papelito muy doblado y sujeto a una tuerca. Con letra de varón y bastante mala, decía: "Muy lindas las esta­tuas. Viajo en la tercera ventanilla del segundo coche. Ariel B." Nos pareció un poco seco, con todo ese trabajo de atarle la tuer­ca y tirarlo, pero nos encantó. Sorteamos para saber quién se lo quedaría, y me lo gané. Al otro día ninguna quería jugar para poder ver cómo era Ariel B., pero temimos que interpretara mal nuestra interrupción, de manera que sorteamos y ganó Leticia. Nos alegramos mucho con Holanda porque Leticia era muy buena como estatua, pobre criatura. La parálisis no se notaba estando quieta, y ella era capaz de gestos de una enorme nobleza. Como actitudes elegía siempre la generosidad, la piedad, el sacrificio y el renunciamiento. Como estatuas busca­ba el estilo de la Venus de la sala que tía Ruth llamaba la Venus del Nilo.3 Por eso le elegimos ornamentos especiales para que Ariel se llevara una buena impresión. Le pusimos un pedazo de terciopelo verde a manera de túnica, y una corona de sauce en el pelo. Como andábamos de manga corta, el efecto griego era grande. Leticia se ensayó un rato a la sombra, y decidimos que nosotras nos asomaríamos también y saludaríamos a Ariel con discreción pero muy amables.
Leticia estuvo magnífica, no se le movía ni un dedo cuan­do llegó el tren. Como no podía girar la cabeza la echaba para atrás, juntando los brazos al cuerpo casi como si le faltaran; aparte el verde de la túnica, era como mirar la Venus del Nilo.
En la tercera ventanilla vimos a un muchacho de rulos rubios y ojos claros que nos hizo una gran sonrisa al descubrir que Holanda y yo lo saludábamos. El tren se lo llevó en un segundo, pero eran las cuatro y media y todavía discutíamos si vestía de oscuro, si llevaba corbata roja y si era odioso o simpático. El jueves yo hice la actitud del desaliento, y recibimos otro papelito que decía: "Las tres me gustan mucho, Ariel". Ahora él saca­ba la cabeza y un brazo por la ventanilla y nos saludaba riendo. Le calculamos dieciocho años (seguras de que no tenía más de dieciséis) y convinimos en que volvía diariamente de algún colegio inglés. Lo más seguro era el colegio inglés, no podíamos aceptar un incorporado cualquiera. Se veía que Ariel era muy bien.
Pasó que Holanda tuvo la suerte increíble de ganar tres días seguidos. Superándose, hizo las actitudes del desengaño y el latrocinio, y una estatua dificilísima de bailarina, sostenién­dose en un pie desde que el tren entró en la curva. Al otro día gané yo, y después de nuevo; cuando estaba haciendo la acti­tud del horror, recibí casi en la nariz un papelito de Ariel que al principio no entendimos: "La más linda es la más haragana". Leticia fue la última en darse cuenta, la vimos que se ponía co­lorada y se iba a un lado, y Holanda y yo nos miramos con un poco de rabia. Lo primero que se nos ocurrió sentenciar fue que Ariel era un idiota, pero no podíamos decirle eso a Leticia, pobre ángel, con su sensibilidad y la cruz que llevaba encima. Ella no dijo nada, pero pareció entender que el papelito era suyo y se lo guardó. Ese día volvimos bastante calladas a casa, y por la noche no jugamos juntas. En la mesa Leticia estuvo muy alegre, le brillaban los ojos, y mamá miró una o dos veces a tía Ruth como poniéndola de testigo de su propia alegría. En aquellos días estaban ensayando un nuevo tratamiento fortificante para Leticia, y por lo visto era una maravilla lo bien que le sentaba.
Antes de dormirnos, Holanda y yo hablamos del asunto. No nos molestaba el papelito de Ariel, desde un tren andando las cosas se ven como se ven, pero nos parecía que Leticia se estaba aprovechando demasiado de su ventaja sobre nosotras. Sabía que no le íbamos a decir nada, y que en una casa donde hay alguien con algún defecto físico y mucho orgullo, todos jue­gan a ignorarlo empezando por el enfermo, o más bien se hacen los que no saben que el otro sabe. Pero tampoco había que exagerar y la forma en que Leticia se había portado en la mesa, o su manera de guardarse el papelito, era demasiado. Esa noche yo volví a soñar mis pesadillas con trenes, anduve de madrugada por enormes playas ferroviarias cubiertas de vías llenas de empalmes, viendo a distancia las luces rojas de loco­motoras que venían, calculando con angustia si el tren pasaría a mi izquierda, y a la vez amenazada por la posible llegada de un rápido a mi espalda o —lo que era peor— que a último momento uno de los trenes tomara uno de los desvíos y se me viniera encima. Pero de mañana me olvidé porque Leticia amaneció muy dolorida y tuvimos que ayudarla a vestirse. Nos pareció que estaba un poco arrepentida de lo de ayer y fuimos muy buenas con ella, diciéndole que esto le pasaba por andar demasiado, y que tal vez lo mejor sería que se quedara leyendo en su cuarto. Ella no dijo nada pero vino a almorzar a la mesa, y a las preguntas de mamá contestó que ya estaba muy bien y que casi no le dolía la espalda. Se lo decía y nos miraba.
Esa tarde gané yo, pero en ese momento me vino un no sé qué y le dije a Leticia que le dejaba mi lugar, claro que sin darle a entender por qué. Ya que el otro la prefería, que la mirara hasta cansarse. Como el juego marcaba estatua, le elegimos cosas sencillas para no complicarle la vida, y ella inventó una especie de princesa china, con aire vergonzoso, mirando al suelo y juntando las manos como hacen las princesas chinas. Cuando pasó el tren, Holanda se puso de espaldas bajo los sauces pero yo miré y vi que Ariel no tenía ojos más que para Leticia. La siguió mirando hasta que el tren se perdió en la curva, y Leticia estaba inmóvil y no sabía que él acababa de mirarla así. Pero cuando vino a descansar bajo los sauces vimos que sí sabía, y que le hubiera gustado seguir con los ornamen­tos toda la tarde, toda la noche.
El miércoles sorteamos entre Holanda y yo porque Leticia nos dijo que era justo que ella se saliera. Ganó Holanda con su suerte maldita, pero la carta de Ariel cayó de mi lado. Cuando la levanté tuve el impulso de dársela a Leticia que no decía nada, pero pensé que tampoco era cosa de complacerle todos los gustos, y la abrí despacio. Ariel anunciaba que al otro día iba a bajarse en la estación vecina y que vendría por el terraplén para charlar un rato. Todo estaba terriblemente escrito, pero la frase final era hermosa: "Saludo a las tres estatuas muy atenta­mente". La firma parecía un garabato aunque se notaba la personalidad.
Mientras le quitábamos los ornamentos a Holanda, Leticia me miró una o dos veces. Yo les había leído el mensaje y nadie hizo comentarios, lo que resultaba molesto porque al fin y al cabo Ariel iba a venir y había que pensar en esa novedad y decidir algo. Si en casa se enteraban, o por desgracia a alguna de las de Loza le daba por espiarnos, con lo envidiosas que eran esas enanas, seguro que se iba a armar la meresunda. Además que era muy raro quedarnos calladas con una cosa así, sin mirarnos mientras guardábamos los ornamentos y volvíamos por la puerta blanca.
Tía Ruth nos pidió a Holanda y a mí que bañáramos a José, se llevó a Leticia para hacerle el tratamiento, y por fin pudimos desahogarnos tranquilas. Nos parecía maravilloso que viniera Ariel, nunca habíamos tenido un amigo así, a nuestro primo Tito no lo contábamos, un tilingo que juntaba figuritas y creía en la primera comunión. Estábamos nerviosísimas con la expectativa y José pagó el pato, pobre ángel. Holanda fue más valiente y sacó el tema de Leticia. Yo no sabía qué pensar, de un lado me parecía horrible que Ariel se enterara, pero también era justo que las cosas se aclararan porque nadie tiene por qué perjudicarse a causa de otro. Lo que yo hubiera querido es que Leticia no sufriera, bastante cruz tenía encima y ahora con el nuevo tratamiento y tantas cosas.
A la noche mamá se extrañó de vernos tan calladas y dijo qué milagro, si nos habían comido la lengua los ratones, después miró a tía Ruth y las dos pensaron seguro que habíamos hecho alguna gorda y que nos remordía la concien­cia. Leticia comió muy poco y dijo que estaba dolorida, que la dejaran ir a su cuarto a leer Rocambole.4 Holanda le dio el brazo aunque ella no quería mucho, y yo me puse a tejer, que es una cosa que me viene cuando estoy nerviosa. Dos veces pensé ir al cuarto de Leticia, no me explicaba qué hacían esas dos ahí solas, pero Holanda volvió con aire de gran importancia y se quedó a mi lado sin hablar hasta que mamá y tía Ruth levan­taron la mesa. "Ella no va a ir mañana. Escribió una carta y dijo que si él pregunta mucho, que se la demos." Entornando el bol­sillo de la blusa me hizo ver un sobre violeta. Después nos llamaron para secar los platos, y esa noche nos dormimos casi enseguida por todas las emociones y el cansancio de bañar a José.
Al otro día me tocó a mí salir de compras al mercado y en toda la mañana no vi a Leticia que seguía en su cuarto. Antes que llamaran a la mesa entré un momento y la encontré al lado de la ventana, con muchas almohadas y el tomo noveno de Rocambole. Se veía que estaba mal, pero se puso a reír y me contó de una abeja que no encontraba la salida y de un sueño cómico que había tenido. Yo le dije que era una lástima que no fuera a venir a los sauces, pero me parecía tan difícil decírselo bien. "Si querés podemos explicarle a Ariel que estabas descompuesta", le propuse, pero ella decía que no y se queda­ba callada. Yo insistí un poco en que viniera, y al final me animé y le dije que no tuviese miedo, poniéndole como ejemplo que el verdadero cariño no conoce barreras y otras ideas preciosas que habíamos aprendido en El Tesoro de la Juventud,5 pero era cada vez más difícil decirle nada porque ella miraba la ventana y parecía como si fuera a ponerse a llorar. Al final me fui dicien­do que mamá me precisaba. El almuerzo duró días, y Holanda se ganó un sopapo de tía Ruth por salpicar el mantel con tuco. Ni me acuerdo de cómo secamos los platos, de repente estábamos en los sauces y las dos nos abrazábamos llenas de felicidad y nada celosas una de otra. Holanda me explicó todo lo que teníamos que decir sobre nuestros estudios para que Ariel se llevara una buena impresión, porque los del secundario desprecian a las chicas que no han hecho más que la primaria y solamente estudian corte y repujado al aceite. Cuando pasó el tren de las dos y ocho Ariel sacó los brazos con entusiasmo, y con nuestros pañuelos estampados le hicimos señas de bien­venida. Unos veinte minutos después lo vimos llegar por el te­rraplén, y era más alto de lo que pensábamos y todo de gris.
Bien no me acuerdo de lo que hablamos al principio, él era bastante tímido a pesar de haber venido y los papelitos, y decía cosas muy pensadas. Casi en seguida nos elogió mucho las estatuas y las actitudes y preguntó cómo nos llamábamos y por qué faltaba la tercera. Holanda explicó que Leticia no había podido venir, y él dijo que era una lástima y que Leticia le parecía un nombre precioso. Después nos contó cosas del Industrial, que por desgracia no era un colegio inglés, y quiso saber si le mostraríamos los ornamentos. Holanda levantó la piedra y le hicimos ver las cosas. A él parecían interesarle mucho, y varias veces tomó algunos de los ornamentos y dijo: "Este lo llevaba Leticia un día", o: "Este fue para la estatua oriental", con lo que quería decir la princesa china. Nos sentamos a la sombra de un sauce y él estaba contento pero distraído, se veía que sólo se quedaba de bien educado. Holanda me miró dos o tres veces cuando la conversación decaía, y eso nos hizo mucho mal a las dos, nos dio deseos de irnos o que Ariel no hubiese venido nunca. Él preguntó otra vez si Leticia estaba enferma, y Holanda me miró y yo creí que iba a decirle, pero en cambio contestó que Leticia no había podido venir. Con una ramita Ariel dibujaba cuerpos geométricos en la tierra, y de cuando en cuando miraba la puerta blanca y nosotras sabíamos lo que estaba pensando, por eso Holanda hizo bien en sacar el sobre violeta y alcanzárselo, y él se quedó sorprendido con el sobre en la mano, después se puso muy colorado mientras le explicábamos que eso se lo mandaba Leticia, y se guardó la carta en el bolsillo de adentro del saco sin querer leerla delante de nosotras. Casi en seguida dijo que había tenido un gran pla­cer y que estaba encantado de haber venido, pero su mano era blanda y antipática de modo que fue mejor que la visita se acabara, aunque más tarde no hicimos más que pensar en sus ojos grises y en esa manera triste que tenía de sonreír. También nos acordamos de cómo se había despedido diciendo: "Hasta siempre", una forma que nunca habíamos oído en casa y que nos pareció tan divina y poética. Todo se lo contamos a Leticia que nos estaba esperando debajo del limonero del patio, y yo hubiese querido preguntarle qué decía su carta pero me dio no sé qué porque ella había cerrado el sobre antes de confiárselo a Holanda, así que no le dije nada y solamente le contamos cómo era Ariel y cuántas veces había preguntado por ella. Esto no era nada fácil de decírselo porque era una cosa linda y mala a la vez, nos dábamos cuenta de que Leticia se sentía muy feliz y al mismo tiempo estaba casi llorando, hasta que nos fuimos diciendo que tía Ruth nos precisaba y la dejamos mirando las avispas del limonero.
Cuando íbamos a dormirnos esa noche, Holanda me dijo: "Vas a ver que desde mañana se acaba el juego". Pero se equi­vocaba aunque no por mucho, y al otro día Leticia nos hizo una seña convenida en el momento del postre. Nos fuimos a lavar la loza bastante asombradas y con un poco de rabia, porque eso era una desvergüenza de Leticia y no estaba bien. Ella nos esperaba en la puerta y casi nos morimos de miedo cuando al llegar a los sauces vimos que sacaba del bolsillo el collar de per­las de mamá y todos los anillos, hasta el grande con rubí de tía Ruth. Si las de Loza espiaban y nos veían con las alhajas, seguro que mamá iba a saberlo en seguida y que nos mataría, enanas asquerosas. Pero Leticia no estaba asustada y dijo que si algo sucedía ella era la única responsable. "Quisiera que me dejaran hoy a mí", agregó sin mirarnos. Nosotras sacamos en seguida los ornamentos, de golpe queríamos ser tan buenas con Leticia, darle todos los gustos y eso que en el fondo nos quedaba un poco de encono. Como el juego marcaba estatua, le elegimos cosas preciosas que iban bien con las alhajas, muchas plumas de pavorreal para sujetar en el pelo, una piel que de lejos parecía un zorro plateado, y un velo rosa que ella se puso como un turbante. La vimos que pensaba, ensayando la estatua pero sin moverse, y cuando el tren apareció en la curva fue a ponerse al pie del talud con todas las alhajas que brillaban al sol. Levantó los brazos como si en vez de una estatua fuera a hacer una actitud, y con las manos señaló el cielo mientras echaba la cabeza hacia atrás (que era lo único que podía hacer, pobre) y doblaba el cuerpo hasta darnos miedo. Nos pareció maravillosa, la estatua más regia que había hecho nunca, y entonces vimos a Ariel que la miraba, salido de la ventanilla la miraba solamente a ella, girando la cabeza y mirándola sin vernos a nosotras hasta que el tren se lo llevó de golpe. No sé por qué las dos corrimos al mismo tiempo a sostener a Leticia que estaba con los ojos cerrados y grandes lagrimones por toda la cara. Nos rechazó sin enojo, pero la ayudamos a esconder las alhajas en el bolsillo, y se fue sola a casa mientras guardábamos por última vez los ornamentos en su caja. Casi sabíamos lo que iba a suceder, pero lo mismo al otro día fuimos las dos a los sauces, después que tía Ruth nos exigió silencio absoluto para no molestar a Leticia que estaba dolorida y quería dormir. Cuando llegó el tren vimos sin ninguna sorpresa la tercera ventanilla vacía, y mien­tras nos sonreíamos entre aliviadas y furiosas, imaginamos a Ariel viajando del otro lado del coche, quieto en su asiento, mirando hacia el río con sus ojos grises.

LUIS FERNANDO VERÍSSIMO

Residuos1


Título original: Lixo
Traducción: Adrián Fanjul


Un hombre y una mujer se encuentran en el palier, cada uno con su bolsa de residuos. Es la primera vez que se hablan.
Buen día.
Buen día.
Usted es del 610.
Y usted es del 612.
Sí.
Todavía no lo conocía personalmente.
Ajá.
Disculpe mi indiscreción, pero he visto sus bolsas de resi­duos...
¿Mis qué?
Sus residuos.
Ah.
Noté que nunca es mucho. Su familia debe ser chica...
La verdad, soy yo solo.
Hmmm. Vi también que usa mucha comida en lata.
Es que tengo que hacerme la comida. Y como no sé cocinar...
Entiendo.
Usted también...
Tratáme de vos.
Vos también perdoná mi indiscreción, pero vi algunos restos de comida en tus bolsas. Champiñones, cosas por el estilo...
Es que me gusta mucho cocinar. Hacer platos diferentes. Pero como vivo sola, a veces sobra...
¿Usted... vos no tenés familia?
Tengo, pero no aquí.
En Espíritu Santo.
¿Cómo sabés?
Vi unos sobres en la basura. De Espíritu Santo.
Sí. Mamá escribe todas las semanas.
¿Ella es maestra?
¡Qué increíble! ¿Cómo fue que adivinaste?
Por la letra en el sobre. Me pareció letra de maestra.
Usted no recibe muchas cartas. A juzgar por sus residuos...
Y... no.
El otro día tenía un telegrama abollado.
Sí.
¿Malas noticias?
Mi padre. Murió.
Lo siento mucho.
Ya estaba muy viejito. Allá en el Sur. Hace tiempo que no nos veíamos.
¿Fue por eso que volviste a fumar?
¿Cómo sabés?
De un día para otro empezaron a aparecer en tu basura eti­quetas de cigarrillos.
Es cierto. Pero conseguí dejar otra vez.
Yo, gracias a Dios, nunca fumé.
Ya sé. Pero he visto frasquitos de pastillas en tu basura.
Tranquilizantes. Fue una etapa. Ya pasó.
¿Te peleaste con tu novio, no es cierto?
¿Eso también lo descubriste en la basura?
Primero el ramo de flores con la tarjeta, arrojado afuera. Des­pués, muchos pañuelos de papel.
Sí, lloré bastante, pero ya pasó.
Pero hoy todavía veo unos pañuelitos...
Es que estoy un poco resfriada.
Ah.
Muchas veces veo revistas de palabras cruzadas en tus bol­sas.
Sí..., es que... me quedo mucho en casa. No salgo mucho, sabés.
¿Novia?
No.
Pero hace algunos días había una foto de una mujer en tus bolsas. Y muy bonita.
Estuve limpiando unos cajones. Cosas viejas.
Pero no rompiste la foto. Eso significa que, en el fondo, querés que ella vuelva.
¡Vos ya estás analizando mis residuos!
No puedo negar que me interesaron.
Qué gracioso. Cuando examiné tus bolsas, pensé que me gustaría conocerte. Creo que fue por la poesía.
¡No! ¿Vos viste mis poemas?
Los vi y me gustaron mucho.
¡Pero son malísimos!
Si realmente creyeras que son malos, los habrías roto. Sola­mente estaban doblados.
Si hubiera sabido que los ibas a leer...
No me los quedé porque, a fin de cuentas, estaría robando. A ver, no sé; ¿lo que alguien tira a la basura, sigue siendo de su propiedad?
Creo que no, la basura es de dominio público.
Tenes razón. A través de la basura, lo particular se hace públi­co. Lo que sobra de nuestra vida privada se integra con las sobras de los otros. Es comunitario, es nuestra parte más social. ¿Será así?
Bueno, ya estás profundizando demasiado en el tema de la basura. Creo que...
Ayer, en tus residuos...
¿Qué?
¿Me equivoco o eran cáscaras de camarones?
Acertaste. Compré unos camarones grandes y los pelé.
Me encantan los camarones.
Los pelé, pero todavía no los comí. Quizás podríamos...
¿Cenar juntos?
Claro.
No quiero darte trabajo.
No es ningún trabajo.
Se te va a ensuciar la cocina.
No es nada. En seguida se limpia todo y se tiran los restos.
¿En tu bolsa o en la mía?


FERNANDO SORRENTINO

En espera de una definición1



Yo estoy dominado por un mosquito. En cuanto se le antoje, me matará. Por suerte, hasta ahora no ha abusado de su poder: ejerce su autoridad con moderación, sin arbitrariedad, en una forma —diríamos— constitucional. Pero, en cualquier caso, debe sobrentenderse que mi obediencia no emana de un reconocimiento de sus méritos o virtudes, sino del temor que me infunde.
Si él lo considerara conveniente, me mataría, y su crimen —o ejecución— quedaría impune. Aun en el caso de que las autoridades judiciales pudiesen establecer fehacientemente que él es el homicida, no podrían castigarlo: no sólo por el hecho secundario de que esa figura delictiva no está prevista por el código penal, sino también porque él no permitiría que lo hicie­ran. Afortunadamente, tengo suficientes elementos de juicio para suponer que —si yo no le doy motivo— ha desechado definitivamente la idea de ajusticiarme.
Él se halla sobre la pared, cerca del vértice de un cuadro pintado al óleo que representa un paisaje imposible donde dos pastoras aparentemente españolas, con sendos cayados, con­versan sobre asuntos desconocidos, rodeadas de dóciles ovejas, el recto lomo de una de las cuales coincide horriblemente con la línea del horizonte. La topografía es abundante: hay una llanura verde, hay dos montañas violetas coronadas de blanco y hay un río azul que desemboca en un lago grisáceo. Nada entiendo de artes plásticas, pero siempre me ha parecido que ese cuadro carece de todo valor estético. Sin embargo, se diría que al mos­quito no le interesan los valores estéticos —y, tal vez, ninguna otra clase de valores—. Por lo menos, nunca ha manifestado aplauso ni reprobación.
Más bien tiende a ocuparse de otros menesteres. Durante la mañana le agrada recorrer la casa, quizá sin un fin determi­nado. Pero el hecho es que, desde el comedor, donde ha establecido su sede gubernamental, se dirige primeramente hacia la cocina, donde parece —pero, sin duda, es una mera ima­ginación mía— interesarse especialmente en el brillo de una cacerolita de mango negro y alargado. A veces he pensado en por qué le llamará tanto la atención un objeto totalmente insípi­do; después razoné que él, al fin y al cabo, no es más que un mosquito. En la cocina es donde más tiempo permanece. Luego recorre el vestíbulo, el dormitorio y la otra piecita, sin detenerse de manera especial en ningún elemento. Creo que su fin es menos controlar el buen funcionamiento de la casa que ratificar su autoridad sobre sus dominios.
Al mediodía —para ser más preciso, exactamente a las doce y media— almuerza. Su dieta no es demasiado variada. Todos los días come una rodaja de morcilla vasca, que yo le sirvo en un platito de porcelana (él no admitiría otro). Aún recuerdo el día en que rechazó con indignación una tajada de morcilla criolla que yo, en mi obsecuencia, le había llevado para ganar su favor: tuve que bajar presuroso hasta la carnicería y comprarle su manjar preferido y excluyente. Una vez que he dejado el platito sobre la mesa, debo retirarme en seguida, pues no quiere que haya nadie presente mientras come. No obstante, también yo tengo alguna dosis de astucia, y, en ciertas oca­siones —cuando no tengo otra cosa más urgente para hacer—, lo espío a través del ojo de la cerradura. Lo cierto es que esta es una acción bastante tonta: confieso que no hay nada particular­mente notable en lo que veo. Apenas el mosquito tiene la seguridad de que yo he abandonado el comedor, desciende, con la lentitud apropiada a su investidura, hasta el platito de porce­lana. Luego clava su trompita en la morcilla y sorbe pausada y ávidamente la sangre (despreciando, paradójicamente, los trocitos de nuez, que son los que diferencian a la morcilla vasca de la criolla): en esta acción no hay nada que lo distinga del resto de los mosquitos del mundo. Su almuerzo dura, por lo general, entre dos y tres minutos. (En realidad, he mentido al decir que lo espío cuando no tengo otra cosa más urgente para hacer: lo cierto es que lo espío todos los días. Es fascinante penetrar en la intimidad de los poderosos.)
Una vez que ha satisfecho su apetito, lo invade una suerte de modorra y pesadez, y, aparentemente, ya no puede regresar a su residencia vecina al cuadro de las ovejas. Prefiere dormir entonces una especie de siesta, sobre el zócalo, en un preciso lugar en que la pintura está ligeramente descascarada. Se despierta a eso de las cinco de la tarde, y ya no vuelve a reco­rrer la casa: se ubica nuevamente junto al cuadro y permanece allí hasta la hora de la cena.
A propósito de estos detalles, supuse —erróneamente— que el conocer con tanta exactitud sus hábitos de vida me pro­porcionaba alguna ventaja para deshacerme de él. Lo intenté una sola vez: tan mal me fue, que no osé una segunda. Los hechos —me avergüenza recordarlos— se produjeron de la siguiente manera:
En esa ocasión me pareció que su almuerzo había durado más de lo habitual y que el mosquito estaba especialmente abo­tagado. Entonces me descalcé y, llevando como arma una alpargata, me acerqué, con el alma en un hilo, lo más sigilosa­mente que pude, hasta hallarme junto al zócalo en que él dormía o simulaba dormir. Por un instante la soberbia me cegó y creí con candidez que podría estrellarlo fácilmente con la alpar­gata contra la madera del zócalo. Pero, en el preciso segundo en que ya le asestaba el golpe fatal, remontó vuelo con rapidez no exenta de majestuosidad, y se lanzó hacia mi rostro. Inicié entonces, gritando de terror, enloquecido, una fuga despavorida por toda la casa. ¡Cuan rápidamente volaba él, cómo se mimetizaba contra los fondos oscuros, qué silenciosa era su persecu­ción, cuántos obstáculos me impedían desplazarme con la velocidad que lo peligroso del caso requería! Intenté hacer girar la llave en la cerradura para abrir la puerta y huir para siempre de mi casa; pero esta operación era imposible. El mosquito no me daba tiempo, la llave se me trababa, mis dedos estaban agarrotados. Corrí, corrí por toda la casa, corrí sin poder inter­poner una puerta cerrada entre él y yo, corrí tropezando con muebles, derribando sillas, rompiendo jarrones y cristales, des­garrándome la ropa, hiriéndome las rodillas y los pies descalzos. Corrí, corrí, corrí, hasta que, extenuado de cansancio y terror, caí de rodillas.
¡Perdón! ¡Perdón! —grité con las manos entrelazadas y extendidas en expresión suplicante—. ¡Lo juro, lo juro por lo más sagrado! ¡Juro no intentarlo más!
El mosquito se detuvo y comenzó a girar en breves círcu­los, mientras yo, llorando torrencialmente, repetía aquellas y otras expresiones semejantes. No sé si me escuchaba. Parecía estar meditando qué haría conmigo. Tenía que tomar una decisión importante, para la cual, sin duda, necesitaba la refle­xión que sólo dan la calma y el silencio; y yo, en vez de per­manecer callado, seguía gimiendo, anhelante, jadeando, con las ropas empapadas de transpiración y llegando, con todo, a observar que las venas de mis manos estaban hinchadas y azules, casi violetas, casi negras. Él pensaba, cavilaba, refle­xionaba gravemente; era evidente que no se precipitaría a adop­tar una decisión de la que luego pudiera arrepentirse. Revoloteaba y revoloteaba, cada vez más lentamente, como si fuera a detenerse, pero lo exasperante era que no se detenía. Más de media hora duró esta situación, y yo, mientras tanto (con el rostro desencajado, los ojos llenos de lágrimas y temblando de pies a cabeza, esperaba su veredicto y su senten­cia —que serían simultáneos—), observaba por la ventana las vagas figuras de los albañiles que trabajaban en la obra en construcción de la acera de enfrente y pensaba que ellos estaban en un mundo de sol, de aire, de baldes y ladrillos límpidos, un mundo donde no tenía lugar un mosquito siniestro y poderoso que ahora decidiría mi vida o mi muerte... Y, finalmente, el mosquito fue misericordioso: con indecible alivio vi cómo se dirigía parsimoniosamente hacia su zócalo, sin vanidad alguna —es cierto—, pero seguro ya de que yo no me atrevería nunca más a molestarlo.
Después de este episodio, comprendí que debía resig­narme a mi suerte. Al fin y al cabo, poco es lo que exige de mí: sus dos tajadas diarias de morcilla y el platito de porcelana. Tengo, sin embargo, un escrúpulo, uno solo: me subleva, me hiere, me humilla estar dominado por un ser tan pequeño, un ser que apenas pesa unos pocos miligramos, cuando mi peso es de casi ochenta kilos. Al mismo tiempo, no me siento en absoluto disminuido por estar bajo las órdenes de un ente irracional —un ente que tiene, literalmente, cerebro de mosquito—. Quizás esta resignación se deba a que muchas veces fui subordinado de gente que no tenía mayor inteligencia que un gato, y, sin duda, mucho menos belleza.
Pero, así como tengo un escrúpulo, tengo también una esperanza. Sé que la vida de un mosquito no dura sino unos pocos meses: por eso, cada mañana echo una furtiva mirada al calendario, esperando el día en que pueda marcar con un lápiz verde que tengo oculto la fecha en que el mosquito muera. Sin embargo, por otra parte, mañana se van a cumplir veinte años desde el día en que fundó su imperio. Esto, aparte de contrade­cir las leyes naturales, me sumerge en una suerte de aluci­nación: el pensamiento de que el mosquito es inmortal.
De ser falsa esta idea, caben, a su vez, dos posibilidades:
La primera es que ese mosquito no haya sido siempre el mismo, y que, durante la noche, cuando yo estoy durmiendo, se produzca el relevo del mosquito moribundo por otro más joven y fuerte. Me ha llevado a esta suposición el haber encontrado una mañana, al pie de la mesa del comedor, el cadáver de un mosquito. Es cierto que esta no es una prueba decisiva: no tengo ninguna seguridad de que ese mosquito muerto sea el que me tenía dominado; acaso fuera un mosquito común y silvestre, de esos que abaten fácilmente la palmeta y el insecticida.
La segunda posibilidad excluye a la primera. El poderoso podría ser el mosquito muerto, y el que se halla junto al cuadro de las ovejas, un mero mosquito usurpador, sin poder ninguno, que basa su autoridad en una simple cuestión de investidura o similitud. Pero, como este argumento no explica los veinte años de dominio, cabría suponer que los mosquitos usurpadores son muchos y efectúan disciplinadamente el relevo. De todos modos, sea como fuere, no osaré a asegurarme de ello: podría serme fatal.
Mientras tanto, como nada puedo hacer, pasan los días, los meses, los años. Yo envejezco y me marchito consumido en mi propia angustia y, siempre dominado por un mosquito, con­tinúo en espera de una definición.

ADOLFO BIOY CASARES

De la forma del mundo1



Un lunes a la noche, a principios de otoño del año 51, ese mozo Correa, que muchos apodan el Geógrafo, esperaba en un muelle del Tigre la lancha que debía llevarlo a la isla de su amigo Mercader, donde se había retirado a preparar las mate­rias que debía de primer año de Derecho. Por supuesto, la isla en cuestión no era más que un matorral anegadizo, con una casilla de madera sobre pilotes; lugar indescifrable en el labe­rinto de riachos y de sauces del enorme delta. Mercader le previ­no: "Allá perdido, sin más compañía que los mosquitos, ¿qué recurso te queda sino meterle el diente al estudio? Cuando suene tu hora, vas a estar hecho un campeón". El propio doctor Guzmán, viejo amigo de la familia, que por encargo de esta benévolamente vigilaba los pasos de Correa por la capital, dio su aprobación a ese breve destierro, que reputó muy oportuno y hasta indispensable. Sin embargo, en tres días de isleño, Correa no alcanzó a leer el número de páginas previsto. Perdió el sábado en cuidar un asado y en chupar mate, y el domingo fue a ver el encuentro de Excursionistas y Huracán, porque fran­camente no sentía ganas de abrir los libros. Había empezado sus dos primeras noches con la firme intención de trabajar, pero el sueño lo volteó pronto. Las recordaba como si hubieran sido muchas, y con la amargura del esfuerzo inútil y del remordimiento ulterior. El lunes tuvo que viajar a Buenos Aires, para almorzar con el doctor Guzmán y porque se había com­prometido a concurrir, con un grupo de comprovincianos, a la función vermouth del teatro Maipo. Ya de vuelta, en el Tigre, mientras esperaba la lancha, que venía con singular atraso, pensó que la culpa de esta última demora no era suya, pero que en adelante debía aprovechar todo minuto, porque la fecha del primer examen se aproximaba.
Con inquietud pasó de una preocupación a otra. "¿Qué hago —se preguntó— si el lanchero no sabe cuál es la isla de Mercader?"(El que lo llevó el domingo sabía.) "Yo no estoy seguro de reconocerla."
La gente se puso a conversar. Alejado del grupo, acoda­do en la baranda, Correa miraba las arboledas de la ribera opuesta, borrosas en la noche. Es verdad que para él, a pleno sol no hubieran sido menos confusas, ya que era un recién lle­gado a la región, que no se parecía a nada de lo que había visto anteriormente, pero sí a un paisaje muchas veces imaginado y soñado: el archipiélago malayo, según se lo reveló en las aulas del colegio de la provincia natal, más de un volumen de Salgari, forrado en papel madera, para que los curas lo confundieran con los libros de texto.
Cuando empezó a llover debió guarecerse bajo el tinglado, junto a los conversadores. Descubrió muy pronto que no había un solo grupo, como había supuesto, sino tres; por lo menos tres, una muchacha, prendida de los brazos de un hom­bre, se quejaba: "Entonces no sabes lo que siento". La respues­ta del hombre se perdió tras una voz trémula, que decía: "El proyecto, que ahora parece tan sencillo, encontró grandes resistencias, a causa de las erradas nociones que se tenía sobre los continentes". Después de un silencio, continuó la misma voz (quizá chilena), en tono de dar una buena noticia: "Felizmente Carlos acordó su más decidida protección a Magallanes". Correa quería seguir el diálogo de la pareja, pero una tercera conversación, cuyo tema eran los contrabandistas, dominó a las otras y le trajo a la memoria un libro sobre contrabandistas o piratas, que nunca leyó, porque tenía láminas con personajes de una época lejana, arropados con bombachas, faldones y camisas demasiado holgadas, que de antemano lo aburrían.
Se dijo que inmediatamente de llegar a la isla empezaría el estudio. Recapacitó luego que estaba muy cansado, que no podría concentrarse, que se dormiría sobre las páginas. Lo más juicioso era poner el despertador a las tres y echar un sueñito —eso sí, bien cómodo en el catre— y después, con la cabeza fresca, emprender la lectura. Melancólicamente imaginó el campanillazo, la hora destemplada. "Tampoco es cuestión de desanimarse —pensó— ya que en la isla no me quedará otro recur­so que estudiar. Cuando me presente a examen estaré hecho un campeón."
Le preguntaron:
¿Usted qué opina?
¿Sobre qué?
Sobre el contrabando.
Ahora nos parece (pero ahora sabemos lo que sucedió) que lo más juicioso hubiera sido salir del paso con una con­testación que no lo comprometiera. La discusión lo arrastró y antes de pensar ya estaba diciendo:
Para mí el contrabando no es delito.
Ajá —comentó el otro—. ¿Y se puede saber qué es?
Para mí —insistió Correa— una simple contravención.
Lo que usted dice me interesa —declaró un señor alto, de bigote blanco y anteojos.
Le hago notar —gritó alguien— que por esa contraven­ción corre sangre.
El fútbol también tiene sus mártires —protestó un gigantón que parecía llevar una boina encasquetada, pero que sólo tenía pelo crespo.
Y no es delito, que yo sepa —dijo el de bigote blanco y anteojos—. En materia de fútbol hay que distinguir entre afi­cionados y profesionales. En materia de contrabando, ¿el señor se declara profesional, aficionado o qué? El punto me interesa.
Voy más lejos —insistió Correa—. Para mí el contra­bando es la inevitable contravención a una ordenanza arbitraria. Arbitraria como todo lo que hace el Estado.
A través de opiniones tan personales —observó alguien— el señor se perfila como todo un ácrata.
Esas opiniones tan personales eran en realidad las del doctor Guzmán. Para formularlas ahora, Correa había repetido fielmente las frases de Guzmán y hasta le había imitado la voz.
Desde la otra punta del grupo, un gordito atildado ("un profesional —pensó Correa—, un dentista, sin duda") le sonreía como si lo felicitara. En cuanto a los demás, ya no le hablaron; pero hablaron de él, quizá desdeñosomente.
La lancha llegó al rato. Correa no estaba seguro de cómo se llamaba. "La Victoria no sé cuántos", dijo. En todo caso era una especie de ómnibus fluvial, de largo recorrido por el delta.
Cuando subieron a bordo se encontró, al azar de los empujones, junto al gordito, que le preguntó sonriendo:
¿Usted ha visto alguna vez a un contrabandista?
Que yo sepa, nunca.
El otro se llevó las manos a la solapa, sacó el pecho y declaró:
Aquí tiene uno.
Qué me cuenta.
Le cuento. Puede llamarme doctor Marcelo.
¿Dentista?
Adivinó: odontólogo.
Y contrabandista en los ratos libres.
Estoy seguro (me remito a las razones que usted explicó admirablemente) que en tal carácter no perjudico a nadie. A nadie, salvo a los comerciantes y al fisco, lo que no me quita el sueño, créame. Gano algunos pesitos, casi tantos como en el consultorio, pero de un modo que por ahora me divierte más, porque bordea la aventura, algo inédito en un hombre como yo. O como usted, apostaría.
¿El doctor me conoce?
Lo juzgo por la traza. Parece un buen muchacho, un poco tímido, pero de buena pasta, ustedes, los de tierra aden­tro, son mejores, cuando no son peores... Aunque hoy en día, con la juventud, chi lo sa?2
¿Desconfía de la gente joven? No es cuestión de creer que porque uno es joven se mete en todas las barbaridades y estupideces que andan por ahí.
No, no creo. Por eso le hablé como le hablé.
Ahora, a lo mejor se arrepiente. A lo mejor piensa que lo voy a delatar a los milicos.
Ni se me ocurre. Lo que pasa es que le hablé como si lo conociera y que, en realidad, no lo conozco.
Para tranquilizarlo, Correa le dijo quién era. Estudiaba Derecho; estaba preparando algunas materias de segundo año; iba a quedarse unos quince días en la isla de su amigo Mercader; era nuevo en la zona.
Todo lo que sé es que después de un recreo, que se llama La Encarnación, tengo que bajar. Temo no reconocer el sitio y pasar de largo. En caso de llegar a destino, me espera mi dilema de hierro: ¿estudiar o dormir?
Eso está bueno —exclamó el dentista muy contento—. usted me ha dado espontáneamente, óigame bien, la mejor prueba de sinceridad.
¿Por qué no iba a darla, si tengo ganas de dormir? Fíjese: quiero estudiar y me caigo de sueño.
¿Quiere estudiar? ¿Está seguro?
Cómo no voy a estar seguro.
Óigame bien: no le pregunto si de una manera general usted quiere estudiar. Le pregunto si quiere estudiar esta noche.
Correa pensó que el dentista era inteligente. Dijo:
La verdad es que esta noche no tengo lo que se llama ganas.
Entonces duerma. Lo mejor es que duerma. A menos que...
¿A menos qué?
Nada, nada, una idea que no mastiqué todavía.
Como hablando solo, Correa murmuró:
Eso de empezar una frase...
Cuidadito con lo que dice. Recuerde que está delante de un profesional. De un universitario.
No quise ofenderlo.
A veces me pregunto si a la gente no hay que educarla a patadas.
No se ponga así.
Me pongo como se me antoja, usted me irritó, justa­mente cuando iba a proponerle algo con la mejor intención...
En el recreo La Encarnación bajaron tumultuosamente casi todos los que discutían sobre contrabando, un rato antes. Correa preguntó:
¿Qué iba a proponerme?
Una tercera alternativa para ese dilema de fierro.
Perdone, señor, no lo sigo. ¿Qué dilema?
Dormir o estudiar. Y usted, joven, hasta en sueños me llama doctor.
Correa pensó, o simplemente sintió, que una proposición que le permitiera zafarse de la alternativa de dormir o estudiar era tentadora. Ya iba a decir que sí, cuando se acordó de las actividades del doctor.
Antes de aceptar su propuesta, voy a pedirle una aclaración. Por favor, eso sí, contésteme francamente.
¿Sugiere que yo no soy franco?
De ningún modo.
Pida, pida.
No piense que tengo miedo, pero ¡vaya que me pase algo y no pueda estudiar, o no pueda presentarme a examen! Sería un verdadero desastre. ¿Me expongo? ¿Corro peligro?
Siempre uno está expuesto a lo inesperado, así que para el cobarde hay un solo consejo: la cucha. No salir de la cucha.3 Pero en este momento usted viaja como una testa coro­nada,4 de incógnito, así que no corre el menor peligro.
Antes que dijera que sí, ya el doctor lo había aceptado como compañero y se puso a darle toda suerte de explicaciones que, según Correa, no venían al caso. Dijo el doctor que vivía con su señora en una isla; que un rematador de mucha labia5 le había propuesto un negocio, otra isla, que no quedaba lejos de la suya; que él lo dejó hablar, aunque no tenía intención de com­prarla, porque nada lo contrariaba como desprenderse del dinero, aunque fuera para una inversión beneficiosa. El día en que la señora se enteró de la oferta, se le acabó la paz.
Mi señora bulle de vida interior —explicó—. Usted no va a creer: tiene un motor adentro, y desde el principio fue par­tidaria fanática de la compra de la isla. Empezó a decirme: "Siempre hay que agrandarse. La isla es un escalón". A mi modo, yo también soy terco, así que la dejé hablar, pero no cedí un tranco, por lo menos hasta el último domingo del mes pasa­do, en que nos cayeron de visita unas amigas de mi señora, y me dije: "¿Por qué no darme una vuelta por esa isla y echarle un vistazo?". Me largué en mi lancha particular. Cuando llegué, el cuidador, que estaba oyendo un partido, me dijo que por favor la recorriera solo, aunque no había mucho que ver.
En ese punto de su relato, el doctor hizo una pausa, para después agregar con aire de misterio: —El cuidador se equivo­caba.
Si había misterio, Correa no creyó en él. Sin embargo sospechó que el doctor le hablaba para entretenerlo, para evitar que mirara a la orilla y que luego recordara o reconociera lugares del trayecto.
La verdad era que por más que los mirara, esos parajes desconocidos, sucesivos, parecidos entre sí, irremediablemente se le confundían como partes de un sueño.
¿Por qué se equivocaba el cuidador?
Ya verá. Mi abuelo, que juntó una respetable fortuna en Polonia, pero que después tuvo que emigrar, solía decir: "El que busca encuentra. Aun donde no hay nada, si uno busca bas­tante, encuentra lo que quiere". Decía también: "Los mejores lugares para un buscador son los altillos y el fondo de los jar­dines". Esta isla no será un jardín, pero...
Pero ¿qué?
Ahora bajamos —dijo el doctor y en seguida gritó—: Lanchero, atraque por favor.
El muelle, de maderas podridas, era chico y sin duda endeble.
Correa lo miró con aprensión.
Hago mal —gimió—. Yo, señor, debiera estar estudiando.
Dale con señor. Usted sabe, mejor que yo, que no iba a estudiar esta noche. Déjese de pavadas y tenga la bondad de seguirme. Pise donde piso. ¿Ve la casilla que asoma entre los sauces? Allá vive el cuidador. No tema. No hay perro.
¿Su palabra?
Mi palabra. Ese hombre no tiene más amigo que el aparato de radio. Acá, en la isla, usted sigue pisando donde piso. Hay que ir por terreno firme, para no dejar huellas. Apuesto que si no le digo nada, endereza para el barro, como los chanchos.
El doctor, con las manos en alto, apartaba las ramas, abría camino. A Correa le pareció que bajaban por un declive en la penumbra; en una penumbra que gradualmente se convirtió en oscuridad, como si estuvieran bajo tierra, en un túnel. Comprendió que era precisamente en un túnel donde se halla­ban: un angosto y largo túnel vegetal, con el piso de hojas y las paredes y el techo de hojas y de ramas, salvo en la parte más profunda que estaba realmente bajo tierra, y donde la oscuridad era absoluta. El sitio le resultó desagradable, sobre todo por lo extraño y lo inesperado. Se preguntó por qué había permitido que lo apartaran de su deber. ¿Quién era su acompañante? un contrabandista, un delincuente en el que nadie, en su sano juicio, podía fiarse. Lo peor era que dependía de él; por lo menos creyó que si el otro lo dejaba solo, no sería capaz de encontrar la salida. Se le ocurrió una idea irracional, que le pare­ció evidente: para los dos lados el túnel era infinito. Empezaba a sentirse muy ansioso cuando se encontró afuera. La travesía no había durado más de tres o cuatro minutos; a cielo abierto hubiera sido cuestión de segundos. Estaban en un paraje com­pletamente distinto del que dejaron en la otra boca del túnel. Correa lo describió como "ciudad jardín", expresión que había oído más de una vez, pero cuyo significado exacto ignoraba. Caminaron por una calle sinuosa, entre jardines y quintas, con casas blancas, de techo colorado. El doctor le preguntó en tono de reproche:
¿Se me vino sin pesos oro? Me lo figuraba, me lo fi­guraba. En cualquier lugar le darán cambio, pero no deje que lo estafen. Yo sé dónde le dan buen cambio y dónde se compra mercadería que uno puede colocar ventajosamente en Buenos Aires. Conocimientos como estos, usted comprenderá, tienen su precio y no se los voy a comunicar gratuitamente, de buenas a primeras. Un día, quién le dice, uno puede asociarse. Hoy por hoy cada cual se las arregla por su lado. ¿Ve el letrero?
¿El que dice Parada 14?
El mismo. Ahí nos encontramos mañana, a las cinco en punto de la madrugada.
Correa protestó. Eso no era lo convenido. Él se había re­signado a perder una noche y ahora iba a perder dos noches y un día.
El doctor retrocedió un paso, como si quisiera examinarlo bien.
Mire lo que me está proponiendo. Que volvamos a plena luz, para rifar nuestro secreto entre la concurrencia. ¿Sabe que si me descuido, usted a lo mejor me sale caro? Ahora, dígame ¿qué hace, en el extranjero, sin mi protección? ¿Se pone a llorar?¿Le pide al cónsul que lo repatrie en un baúl?
Correa comprendió que estaba a la merced del doctor y que más valía no enconarlo.
Hasta mañana —dijo.
Hasta mañana —dijo el doctor y miró el reloj—, a las cinco en punto, así tenemos tiempo de sobra, porque amanece a las seis. No me gusta andar con apuros. Yo me voy por acá y usted por allá. Cuidadito con seguirme, porque le rompo el alma.
Cuando Correa había caminado un rato, pensó que si el doctor faltaba a la cita, él se vería en una situación difícil. Andaba con poco dinero encima y, desde luego, no se tenía mucha fe para encontrar la boca del túnel. Lo más prudente sería buscarla antes que se le confundieran los recuerdos. Trató de rehacer el camino, pero muy pronto las calles sinuosas lo desorientaron. Había un detalle sobre el que no había pedido aclaración, para no quedar como estúpido: ¿Dónde estaban? Sintió que se mareaba y pensó que era mejor, con ese cansancio, no seguir describiendo círculos por calles que ignoraban el rudimento del trazado en damero. Comprendió también que lo más urgente para él era dormir un poco. Después encararía la situación. "Me tiro a dormir en cualquier parte —dijo en voz alta, y agregó—: En cualquier parte en que no haya perro." En segui­da empezaron las dificultades, porque en aquella comarca había un perro por jardín, cuando no dos. Tal vez para acallar su mala conciencia, pensó que si en lugar de cometer la idiotez de escucharlo al doctor, hubiera vuelto, como cualquier individuo con uso de razón, a la isla de Mercader, con semejante cansan­cio no podría estudiar. Si no encontraba pronto un jardín sin perro, dormiría en la calle. Bastante asustado entró en una quinta y avanzó por una glorieta de laureles, fantasmagórica a la luz del alba. Como ningún perro ladró, se echó a dormir.
Cuando despertó, el sol le daba en los ojos. Advirtió con sobresalto que alguien lo miraba de cerca. Era una mujer joven, que no parecía fea y tenía, quizá, la cara congestionada. Como estaba nervioso, confusamente pensó que debía tranquilizarla.
Perdón por haber entrado —dijo—. Tenía tanto sueño que me eché a dormir. No tema, no soy un ladrón.
No me importa lo que usted sea —contestó la mujer—. ¿Quiere tomar algo? Ha de estar con hambre, a estas horas, pero tendrá que contentarse con un desayuno. Hoy no prepararé nada.
Caminaron por el pasto, entre plantas, hasta que apareció la casa, blanca, de techo de tejas, rodeada de un corredor de baldosas coloradas. Adentro era sombría y fresca.
Me llamo Correa —dijo.
La mujer contestó que se llamaba Cecilia y agregó un apellido, que sonó tal vez como Viñas, pero en otro idioma. Aparentemente estaban solos en la casa.
Siéntese —dijo la mujer—. Voy a preparar el desayuno.
Correa pensó en ese extraño túnel, muy corto en definiti­va, que según todas las apariencias lo había llevado muy lejos, y se preguntó dónde estaba. Se levantó, caminó por un corre­dor, llegó a la cocina. Cecilia, de espaldas, atareada en calentar el agua y tostar el pan, no se volvió inmediatamente. Con un movimiento rápido se pasó la mano por la cara.
Voy a hacerle una pregunta —anunció Correa; pero calló, y después dijo—: ¿Qué sucede?
Me dejó mi marido —explicó Cecilia, llorando—. Ya ve, nada extraordinario.
Postergó de nuevo la pregunta, para consolar a la mujer, pero encontró dificultades, que aumentaron a medida que se enteraba de la situación. Cecilia quería a su marido, que la había dejado por otra más linda y más joven.
Ahora resulta que me engañó siempre, así que de mi gran amor no me queda ni el buen recuerdo.
Como Cecilia no paraba de llorar, Correa se dijo que tal vez fuera inoportuno señalarle que el agua hervía. Cuando olieron el pan quemado, ella sonrió entre lágrimas. A Correa la sonrisa le gustó, en parte porque interrumpía el llanto. Este, por desgracia, no tardó en empezar de nuevo, y Correa la acarició, porque no encontraba argumentos para consolarla, y descubrió que las lágrimas servían de estímulo para las caricias, que re­tribuyó Cecilia, sin dejar de llorar. Consiguió reanimarla un poco, hasta que alguna imprevisible palabra debió evocar recuerdos que amenazaron con una recaída. Cuando él se preparaba para lo peor, Cecilia observó:
Ahora yo también tengo hambre. Voy a cocinar algo.
"Mucho llanto, pero buena disposición", pensó Correa. Comieron, durmieron la siesta y pareció que había tiempo para todo. La primera vez que se acordó del doctor Marcelo, pensó: "Con tal de que no falte a la cita". Después tuvo miedo de que la hora de irse llegara demasiado pronto y encontró que su reflexión sobre el hecho de que Cecilia aceptara las caricias no era únicamente cínica, sino también grosera y estúpida. "Precisamente porque siente dolor necesita que la consuelen —pensó—. Las caricias, como lo prueban los chicos que llo­ran, son el consuelo universal." Olvidó al doctor, olvidó los exámenes. Descubrió que Cecilia le gustaba mucho.
Ese largo día, que trajo tantas cosas, le trajo también la ocasión de formular la pregunta:
¿Dónde estamos?
Cecilia contestó:
No entiendo.
¿En qué parte del mundo estamos?
En el Uruguay, naturalmente. En Punta del Este.
Correa necesitó un tiempo para comprender lo que le habían dicho. Después preguntó:
¿A qué distancia queda Punta del Este de Buenos Aires?
Como Mar del Plata. En avión se tarda más o menos lo mismo.
¿Cuántos kilómetros serán?
Alrededor de 400.
Correa le dijo que ella sabía mucho, pero que había una cosa que tal vez no supiera y que él sabía. Continuó:
Apuesto que no sabés que hay un túnel, por el que te venís caminando, lo más tranquilo, lo que se llama sin apuro, en cinco minutos.
¿De dónde?
Del Tigre, es claro. Del propio delta. ¿Creés que te miento? Anoche, con un doctor de nombre Marcelo, salimos del Tigre, navegamos un ratito nomás y llegamos a una isla cubier­ta de álamos y de maleza, como tantas otras. Ahí, bien escon­dida, se halla la boca del túnel. Nos metimos adentro y no tar­damos cinco minutos (pero, bajo tierra, aquello fue la eternidad) en aparecer entre jardines y parques, en un barrio parque, en una ciudad jardín.
¿Punta del Este?
Lo has dicho. Debo agregarte que el túnel es un secre­to para todo el mundo, salvo el doctor, vos y yo. Te pido que no se lo cuentes a nadie.
Interesado en sus explicaciones, no advirtió que Cecilia estaba de nuevo triste.
No se lo voy a contar a nadie— aseguró Cecilia; cam­biando de tono observó—: Por más que te acompañe, un mentiroso te deja sola.
Correa exclamó con sinceridad:
No entiendo cómo pudo alguien tener ganas de men­tirte.
De pronto y como porque sí, lo acometió un intolerable temor de que Cecilia creyera que el túnel era una mentira. Volvió a historiar, con más detalles, por si acaso, el viaje de esa noche, desde el encuentro con el doctor Marcelo hasta la des­pedida en la Parada 14. Enfáticamente precisó:
Justo en esa parada, mañana a las cinco en punto, me espera el doctor, para llevarme de vuelta.
¿Por el túnel?— dijo Cecilia, al borde del llanto.
Tengo que ir a estudiar. Faltan pocos días para los exámenes. Derecho, segundo año.
¿Por qué todo ese cuento? Ya me voy a acostumbrar a que me dejen.
No es cuento. Al contrario: te he dado espontánea­mente la mejor prueba de sinceridad. Si el doctor Marcelo se entera, me mata.
Ay, por favor, es como si te dijera que por un túnel vine de Europa en cinco minutos.
Es distinto. Oíme bien: entre Europa y nosotros hay muchos kilómetros y mucha agua. Si todavía no me creés, le voy a pedir al doctor Marcelo que me aclare los conceptos, así la semana que viene, cuando vuelva, te explico todo.
Cecilia dijo como hablando sola:
Cuando vuelvas.
Para ganar tiempo, hasta encontrar una respuesta decisi­va, la estrechó entre sus brazos. La mejor parte de aquel día fue muy feliz y duró mucho; más que el día mismo, según le pare­ció. Aunque un despertador se apresuraba en la mesa de luz, pudieron creer que le tiempo no iba a agotarse, pero de pronto se oscureció la casa, y Correa fue hasta la ventana, y sin saber por qué se entristeció al ver el crepúsculo.
Todavía la noche les reservaba felicidades. Comieron algo (recordaba aquello como un festín), volvieron a la cama y de nuevo pareció que el tiempo se ensanchaba. Tuvieron hambre y cuando Cecilia fue a la cocina, Correa puso el despertador en las cuatro y media. Comieron fruta, conversaron, se abrazaron, volvieron a conversar y debieron de dormir, porque el desperta­dor los sobresaltó.
¿Qué es eso? —preguntó ella—. ¿Por qué?
Yo puse el despertador. Me esperan. Acordáte.
Cecilia tardó en contestar:
Es verdad. A las cinco en punto.
Correa se vistió. La abrazó y, para mirarla en los ojos, la apartó un poco. Prometió:
Vuelvo la semana que viene.— Aunque estaba seguro de volver, le molestaban las dudas de Cecilia, que aparente­mente no creía en el túnel ni en las promesas—. Me hubiera gus­tado que me acompañaras a la Parada 14, para que vieras con tus propios ojos que el doctor Marcelo no es un invento. Ya que no venís, indicáme el camino, por favor.
Cecilia se empeñó menos en darle indicaciones que en abrazarlo.
Finalmente se fue. Más de una vez creyó que se había extraviado, pero llegó al lugar de la cita. Nadie lo esperaba. "Qué desastre si el doctor se ha ido —pensó—. Qué desastre si no me presento a exámenes."
Le daría un poco de vergüenza reaparecer en casa de Cecilia, y tener que anunciarle que traía poco dinero y que, hasta conseguir trabajo, no podría pagar su parte en los gastos. A lo mejor ese anuncio era una formalidad, porque ellos dos se querían, pero una formalidad molesta, para quien había tomado fama de embustero. Admitió, sin embargo, que la situación no era tan grave; que Cecilia estaría contenta y que si vivían juntos los malentendidos desaparecerían pronto. Ensimismado en sus imaginaciones vio, sin prestar mayor atención, a un hombre que avanzaba hacia él. Desde hacía un rato se acercaba arrastrando trabajosamente dos grandes bultos.
¿Por qué diablos no me ayuda? —gritó el hombre.
Sorprendido, Correa se disculpó:
No lo vi.
El doctor se pasó un pañuelo por la frente y suspiró. Después dijo:
¿No compró nada? Me lo palpitaba, créame, usted no traía plata, lo que me parece mal, y no me pidió un préstamo, lo que me parece bien, verdaderamente bien. En nuestra próxi­ma excursión empezará su ganancia. Ahora ayúdeme a cargar­lo.
Como pudo Correa cargó con las dos bolsas, que eran bastante pesadas. Para no tropezar, fijó su atención en el camino, más precisamente en dónde ponía los pies.
Temí que no viniera —dijo.
Casi no podía hablar. Jadeaba. El doctor le contestó:
Yo temí que usted no viniera. ¿Sabe lo que pesan esas bolsas? Ahora me parece que tengo alas, créame. Camino con gusto. Sigamos.
En pleno túnel, Correa debió hacer otro alto para des­cansar, y comentó:
Lo que no entiendo es cómo por aquí, por este simple túnel, Punta del Este y el Tigre quedan tan cerca.
El Tigre, no —puntualizó el doctor—. La isla que voy a comprar con mis ahorros.
Es lo mismo, prácticamente. Si de Punta del Este a Buenos Aires un avión tarda una hora...
Se lo digo sin ambages: el avión, a mí no me convence. Por el túnel llego en seguida, sin gastar un centavo, fíjese bien.
Ahí está lo que no entiendo. Si partimos de la premisa de que la tierra es redonda...
Qué premisa ni premisa. Usted dice que es redonda porque se lo contaron, pero en realidad no sabe si es redonda, cuadrada o como su propia cara. Le prevengo: si el detalle geográfico es lo que le llama la atención, no cuente conmigo. A mis años no tengo paciencia para estupideces. Me pregunto si tomarlo de socio no habrá sido un error fatal, un hombre como usted, que está completamente fuera de la realidad, a lo mejor se pone a ventilar mi túnel con mujeres y extraños.
Correa protestó:
¿Cómo se le ocurre que voy a ventilar estas cosas? Con extraños, menos todavía.
Con nadie —subrayó el doctor y lo miró escrutadoramente.
Con nadie.
Salieron a la isla: vio el cielo, sintió que pisaba barro, caminaron entre sauces, después entre un hijerío de álamos. Apenas podía avanzar...
¿Adrede me trae por donde es más tupido?
¿No entendió todavía que estamos buscando un lugar para esconder los bultos? ¿O pretende que los cargue en la lan­cha colectiva, a vista y paciencia de todo el mundo?
Por fin llegaron a un cañaveral que el doctor juzgó ade­cuado.
Acá ni Dios los encuentra —aseveró Correa.
No le he pedido su opinión.
Dejó pasar la impertinencia y preguntó:
¿Hasta cuándo los deja?
Me vengo esta misma noche, con mi lancha particular, y me los llevo. Pero usted se ha puesto muy curioso. ¿No andará con ganas de alzarse con lo ajeno?
Correa preguntó con furia: — ¿Por quién me ha tomado?
El otro perdió el aplomo y se excusó:
Fue una broma. Una simple broma. Ojalá que llegue pronto la lancha. Le confieso que no me siento verdaderamente cómodo en estos pantanos. Además no me gustaría que nos vieran aquí. En cualquier momento aclara y quedamos expuestos al primer mirón. Le participo que estoy por darle toda la razón a mi señora: debo comprar la isla. Cuanto antes, porque el día menos pensado uno de esos desocupados que no tiene nada que hacer va a preguntarse en qué andará el caballero ese, que dos veces por semana viaja a una isla que no es de su pertenencia. No soy partidario de tirar la plata, pero esta vez cierro los ojos y compro.
Tiene razón —observó Correa—. No vaya a pasarnos algo desagradable.
Cuando apareció la lancha, la llamaron. El doctor pagó los boletos; no se habían acomodado en el asiento, que ya reclamaba:
Estoy esperando que me salde la deuda. En cuanto uno se distrae, lo comen vivo.
Correa le dio un billete de diez pesos. Era bastante plata en aquellos años. Dijo:
Cóbrese.
¿Quiere llevarse todo mi cambio?
Le di lo que tengo.
El doctor dejó ver su irritación. Luego se palmeó un bol­sillo y con súbita alegría declaró:
Está más seguro aquí. Recibirá su cambio la próxima vez.
¿Cuándo volvemos?
No obtuvo respuesta y no se atrevió a repetir la pregunta. Por un rato guardaron silencio.
Si usted para en casa de Mercader —dijo, por último, el doctor— mejor será que se vaya arrimando a la borda, porque los lancheros no están para perder tiempo.
Obedeció Correa y preguntó:
Entonces ¿no volvemos allá?
El doctor lo empujó descomedidamente.
No tiene arreglo —protestó—. Hable bajo, si no quiere que medio mundo se entere. Nos encontramos el jueves, a la misma hora, en el mismo sitio. ¿Estamos?
Apenas podía Correa contener el júbilo. Se dijo que las perspectivas mejoraban. Cecilia lo esperaba la semana si­guiente, pero él llegaría el viernes a la madrugada y le daría una sorpresa que no vaciló en calificar de extraordinaria. Ya estaba por saltar a tierra, cuando se preguntó si no quedaría algún punto sin aclarar. Lo asustaba la posibilidad de un desencuen­tro. Murmuró:
¿A las once y media?
Perfectamente.
¿En el Tigre?
Si usted y yo sabemos todo —lo interrumpió el doctor, temblando de rabia— ¿para qué informar a los otros? Baje, hágame el favor, baje.
Desde la orilla miró cómo la lancha se alejaba. Después caminó hasta la casa, a grandes trancos subió los escalones, abrió la puerta y se detuvo, para armarse de valor, porque sabía que al entrar en ese cuarto empezaría la espera. La im­paciente y larga espera de un segundo viaje al Uruguay. Comentó en voz alta: "No sé qué tengo. Estoy nervioso". Lo que evidentemente no tenía eran ganas de estudiar. Para no malgastar el tiempo —hasta el día del examen, todos los minutos eran preciosos— lo mejor era dormir un rato. Ya se entregaría de lleno al estudio, cuando se hubiera calmado y refrescado.
No bien se echó en el catre, descubrió que tampoco tenía ganas de dormir. Se dijo que para el jueves faltaba mucho, y siglos para el viernes, en que vería a Cecilia: hasta entonces podrían ocurrir cosas que valía más no prever. Pensó en la cita del Tigre; en la posibilidad de que el doctor, por cualquier incon­veniente, faltara. Con los datos que tenía, no sería fácil dar con él. Ni siquiera le conocía el apellido. Si el doctor no se pre­sentaba el jueves, no había más remedio que pasarse todos los días de plantón en el embarcadero, hasta que se le ocurriera aparecer. ¿Y si el doctor no volvía al Tigre, si de ahora en ade­lante viajaba directamente desde su casa a la isla del túnel? Correa pensó que lo más prudente era ir esa misma tarde a esperarlo junto a los bultos. Así, por lo menos, tendría la seguri­dad de verlo, ya que el hombre los recogería al caer la noche. Se preguntó si era capaz de reconocer la isla en esa costa desconocida, donde una casa, un embarcadero, lo que fuera, se confundía, se perdía en la invariable sucesión de árboles. Por cierto, si volvía pronto, la probabilidad de identificarla sería algo mayor.
Encontró un dinero que había guardado entre las páginas de la Economía Política, de Gide. El doctor, al quedarse con el cambio, no solamente lo había privado de unos pesos, que siempre son útiles, sino también de la posibilidad de conocer el importe del viaje a la isla, lo que le hubiera servido de punto de referencia para encontrarla. Ahora no sabía qué palabras emplear para pedir el boleto. No podía pedir un boleto de tantos pesos ni un boleto hasta tal o cual lugar. Conocía de nombre pocos lugares en el delta.
Caviló sobre el viaje planeado. Había que elegir bien el momento, porque si llegaba con luz, tal vez lo vieran en la isla, y si llegaba al anochecer, tal vez no la reconociera. Con el paso de las horas imaginaba más vividamente las ansiedades a que se expondría. Quién sabe cuánto tendría que esperar agazapa­do junto a los bultos, entre nubes de mosquitos, en ese pantano con yuyos. ¿Para qué? Ni siquiera para librarse del temor de un desencuentro. Al contrario: veía razones para que el temor aumentara después de la entrevista. Hasta entonces no le había dado al doctor motivo de queja; le había sido útil, lo había ayu­dado con los bultos; pero si el doctor lo encontraba, de pronto, en la isla, ¿quién le sacaría de la cabeza que estaba ahí con la intención de robarlo o de aprovechar su conocimiento del túnel para trabajar por su cuenta?
En cambio, si no lo molestaba con apariciones intem­pestivas ¿por qué faltaría a la cita el doctor? ¿Para escamotear­le los pesos del boleto? No parecía creíble.
La única decisión inteligente era atenerse a lo convenido. Se quedaría, pues, hasta el jueves, lo más tranquilo, estudiando como Dios manda.
Apenas tomó esa decisión cayó en el peor desasosiego. Renunciaba a la acción inmediata, se dijo, porque era apocado, haragán y cobarde. Pasó el miércoles entre cavilaciones y re­soluciones contradictorias. Porque no podía estudiar, trataba de dormir; porque no podía dormir, trataba de estudiar. Al amanecer del jueves quedó dormido. Cuando despertó faltaba poco para la cita con el doctor. Se bañó y se afeitó con agua fría, se puso una camisa limpia, se vistió rápidamente y corrió a esperar la lancha que lo llevaría al Tigre. Todo salió bien. A las once y media en punto, de acuerdo con lo convenido, estaba esperando en el embarcadero. Al rato se dijo que para mayor seguridad debió llegar a las once, a más tardar a las once y cuarto. Es claro que si el doctor quería evitarlo, de nada le val­dría la anticipación, y si no quería evitarlo, no se iría antes de hora. "A menos que mi reloj atrase", pensó Correa y lo cotejó con el de un hombre que esperaba la lancha. No atrasaba.
Llegó la lancha. Preguntó si era la última. Había otra.
Si no venía el doctor, tomaría la última lancha y no sacaría los ojos de la costa, poniendo gran atención, para iden­tificar la isla. Ya en la isla, encontraría fácilmente la boca del túnel. Con el doctor las cosas hubieran sido muy simples, pero solo también se las arreglaría para llegar sin demora a donde lo esperaba Cecilia.
El doctor no llegaba. Cayó en supersticiones: en pensar que hasta que no pasaran tres embarcaciones río arriba, antes que una río abajo, no aparecería... Pasaron las tres embarca­ciones. Llegó la lancha. Estaba decidido a embarcarse, pero ¡con cuánta intensidad deseó la llegada del doctor! Ya estaba por saltar a la lancha, cuando vio a un hombre, cruzando la calle, en dirección al embarcadero. Agitó una mano, tal vez gritó algo. Sólo cuando el hombre entró en el embarcadero y en el círculo de luz del farol, Correa vio que no era el doctor, que ni siquiera se parecía al doctor, aunque los dos eran bajos y más bien gordos. Increíblemente, el desconocido se dirigió a Correa.
¿Usted espera a alguien, no? —preguntó.
Así es.
¿A un doctor?
Al doctor Marcelo.
No pudo venir. Sígame.
Tras alguna vacilación lo siguió. Bordearon el río, doblaron a la izquierda. Correa pudo leer en la chapa de la calle el nombre Tedín. Había todavía gente en las puertas.
¿Falta mucho? —preguntó.
No me diga que ya está cansado —contestó el indivi­duo; parecía menos atildado que el doctor y más fornido—.
Cruzamos el puente sobre el Reconquista y en seguida lle­gamos.
Bordearon la tapia del Club Gas del Estado. Contra la tapia, más adelante, había un hombre enorme. Correa se detu­vo un poco y dijo:
Ese no es el doctor.
Ni por asomo, ¿no me diga que desconfía?
No desconfío, pero...
No hay pero que valga. Si desconfía, sus motivos ten­drá, ¿me sigue o hay que empujarlo?
Antes de seguirlo, Correa miró rápidamente, a un lado y otro.
Inútil que mire: no hay nadie a la redonda.
No entiendo.
Entiende. Y le voy a decir más: que usted desconfíe nos da que pensar, a mí y al señor, que es un amigo.
El grandote lo miraba impávidamente. Su cabeza, notable por lo redonda, estaba cubierta de pelo negro y corto. Correa pensó que lo había visto alguna vez.
¿Van a asaltarme?
¿Por quién nos ha tomado? ¿Para ensuciarnos con las dos o tres porquerías que lleva encima? No me haga reír. Mire si seremos buenos que nos hemos costeado hasta aquí para darle un consejo. Ponga atención: al socio que se ha agenciado, usted lo olvida. Lo olvida enteramente. Por su bien, ¿sabe? El señor ese lo com-pro-me-te. ¿Está claro?
Para ganar tiempo y pensar, porque sentía la mente ofus­cada, Correa preguntó:
¿Al doctor?
Sí, al doctor o como lo llame. No se haga el que no entiende, porque el amigo se pone nervioso y a usted también podría pasarle cualquier cosa, usted sabe de quién hablamos: un gordito bastante retacón.
El grandote, que tenía una voz inesperadamente suave, dijo:
Usted, por favor, se nos va a olvidar de todo lo que sabe, y de nosotros también, y se nos mantiene alejado de los parajes donde lo vieron con el doctor en cuestión. ¿De acuerdo?
Sí, por qué no, de acuerdo —dijo Correa.
Cuando comprendió que el peligro se volvía menos apremiante, se acordó de Cecilia, y se dijo que por simple cobardía no iba a dejarla. No había que tener miedo de hablar, porque la suya era una situación bastante común, al alcance de cualquiera. Preguntó:
¿Puedo sincerarme?
Puede, puede —contestó el alto—. Siempre que no le lleve demasiado tiempo.
Es muy sencillo lo que voy a decirles. Yo no lo busco al doctor por cuestión de intereses. ¿Saben para qué lo busco? Para que me lleve a la otra Banda, a ver una persona que dejé allá.
Señalándolo, el grandote comentó:
El señor es desinteresado.
Y suertudo. Tiene una persona en la otra Banda.
Y sufre si no la ve. El señor cree que vos y yo somos sonsos.
Como creía el doctor, que en paz descanse.
Es que el doctor se pasó de vivo. Quería entretenernos con infundios.
Inventos, como la persona que el señor tiene en la otra Banda.
Airadamente Correa protestó primero por las cosas que le decían, después porque lo tocaban, pero se calló y sólo atinó a llevarse las manos a la cabeza, cuando empezó el castigo. En algún momento —bastante más tarde, según comprobó— lo despertó un hombre, que preguntaba con insistencia y afabili­dad,
¿Qué le pasa? ¿No está bien?
Ayudado por el desconocido, un señor alto, de bigote blanco y anteojos, Correa se incorporó con la mayor dificultad. Le dolía todo el cuerpo. Observó tristemente:
Creo que me dieron una paliza.
¿Tiene pensado presentar la denuncia? Lo acompaño, si quiere, a la comisaría. El comisario es un amigo.
Me parece que no tengo ganas de meterme en la comi­saría. Por esta noche con la paliza me basta.
Está en su derecho. Véngase hasta casa un momentito, a ver si le limpio esa magulladuras.
Caminando penosamente, Correa se dejó llevar. Le pare­ció que la casa era muy presentable, con rejas y arañas de hie­rro forjado y sillones fraileros.
Perdón, si molesto —dijo Correa.
Aquí voy a tener luz para curarlo. ¿Está cómodo? Es lo principal.
Lo sentaron junto a una lámpara de pie, de hierro forjado, en el rincón de una sala. Correa pensó con gratitud y respeto: "Estoy en el salón comedor, que se reserva para las grandes ocasiones." En el centro había una larga mesa de madera barnizada, negra.
El señor le desinfectó las heridas con agua oxigenada y le sopló la cara cuidadosamente.
Quema —dijo Correa.
No es nada —aseguró el señor.
Porque no le quema a usted.
Eso no le discuto. Convenga, sin embargo, que la sacó barata, si tiene bien en cuenta lo que le pasó al otro ¿me sigue? Y no vaya a creer que los muchachos son malos.
¿Los conoce? —preguntó Correa, sorprendido.
El señor sonrió afablemente.
Aquí uno conoce a todo el mundo —explicó—. Los muchachos, como le decía, no son malos; un poco nerviosos, producto de la juventud, usted no debió mentirles.
No les mentí.
El viaje a la otra Banda, para ver a una mujer, cuento viejo.
Pero no es mentira.
Mi buen señor, le hago ver que si usted se encuentra en una discusión con gente seria, más le vale no salir con esa pavada. Es natural, es humano, que nuestros amigos se alterasen. Además, para visitar una mujer ¿por qué precisaba al doctor de ladero?
El doctor conoce una isla, donde hay un túnel.
En esta altura, la escena se aceleró.
¿Usted quiere decir una cueva, una cueva para guardar mercadería? ¿Me espera un instante?
Yo me voy.
Me espera un instante.
Al salir agitó pausadamente una mano, insistiendo en que lo esperara y cerró con llave la puerta. El simple hecho de que lo encerrasen lo asustó más que la discusión de un rato antes con los matones (explicó: "Entonces los golpes llegaron sin darme tiempo"). Pudo entender, aunque no distinguía las pa­labras, que el señor hablaba por teléfono, en el cuarto de al lado. "No me embroman —pensó—. Me voy por la ventana." La ven­tana daba a un jardín oscuro y tenía rejas de barrotes muy jun­tos. Le quedaba la posibilidad de pedir socorro, con el consi­guiente riesgo de que el señor oyera antes que nadie y... Mejor no pensar.
El "instante" del señor duró media hora larga. Después oyó la llave que giraba en la cerradura, vio que la puerta se abría y que entraba el señor, seguido de los dos matones. Las alarmas de esa noche no tenían fin.
Aquí estamos juntos, de nuevo —dijo el más bajo—. Para bien de todos, quiero creer.
¿En esa cueva suya abunda la mercadería? —preguntó con sincero interés el grandote.
No es una cueva y no hay absolutamente nada.
El señor le aconsejó:
Mida sus palabras.
¿Qué quiere? ¿Que invente?
El señor dijo:
No cuesta nada ir a ver.
Eso sí —le previno a Correa el más bajo—. Por su inte­gridad personal convendría que encontráramos la cueva bien repleta.
¿Quién va a encontrarla? —preguntó Correa, sin asus­tarse.
Usted. Lo metemos en el crucerito y lo nombramos capitán —dijo alegremente el grandote.
Yo no estoy seguro de encontrarla.
¿Ahora salimos con esa?
El doctor me llevó una sola vez. Yo soy nuevo en la zona. Todos los lugares de la costa me parecen iguales.
No cuesta nada probar —dijo el señor—. Pero ustedes no me lo apabullen. Con esas compadradas6 no vamos a ningu­na parte. Si no intervengo ¿qué sabíamos de la cueva?
Lo metieron en un automóvil, en el asiento de atrás. De un lado tenía al grandote; del otro al gordo. Manejaba el señor. Cuando llegaron a la costa amanecía. Correa se acongojó y sin contenerse dijo:
Estoy seguro de que no voy a reconocer la isla y us­tedes me van a matar. Prefiero que me maten ahora.
Los matones recibieron esas palabras risueñamente. El señor les explicó:
Para él no hay motivo de risa. Viene de tierra adentro y no le gusta que lo tiren al agua.
Se embarcaron. El gordo iba en el timón, conversando con el grandote; el señor y Correa se sentaron más atrás. Correa estaba muy asustado, muy triste y aterido de frío. Le ardían los tajos de la cara y le dolía el cuerpo. Sin saber por qué, fijó su atención en un botecito que llevaban a remolque y en dos remos que había en la parte descubierta del crucero. Cuando llegaron al recreo La Encarnación, el señor dijo:
Aquí bajamos nosotros.
Con sorprendente agilidad Correa se incorporó. Los otros echaron a reír. El gordo dijo:
No se haga ilusiones, que tenemos navegación para rato. El señor recordaba nomás que bajamos aquí, la noche esa que usted viajó con su compinche7 el doctor.
El señor se dirigió al grandote:
¿Vos te quedaste dormido en seguida?
No lo hice queriendo.
No se trata de eso. Contestá lo que te pregunto.
Al promediar esta parte de la costa me mantenía despierto, pero empezaba a luchar con el sueño, lo que es un engorro.
Te luciste. —Miró fijamente a Correa y le preguntó:— ¿En algún momento ustedes cambiaron de lancha?
No, ¿por qué?
¿Cuánto tiempo navegaron antes de bajar en la isla?
Veinte minutos por lo menos. Media hora, qué sé yo. La isla queda a la derecha.
Mire con atención y con fe y la va a encontrar.
Correa afirmó:
Yo siempre he pensado que si uno busca bastante encuentra lo que quiere.
Se preguntó si no habría dicho algo peligroso.
Así me gusta —exclamó el señor y lo palmeó en la espalda.
Reflexionó Correa que tal vez el destino estaba ofreciéndole su mejor oportunidad. Parecía poco probable que él solo encontrara la isla, y, por lo visto, no debía contar con el doctor. Ahora estos hombres lo forzaban a encontrarla. El túnel lo lle­varía en un santiamén a Punta del Este y él aprovecharía el desconcierto general para fugarse. No habría fuerza en el mundo capaz de impedir su reunión con Cecilia.
Se dijo que tal vez no guardó literalmente, como había prometido, el secreto del túnel; pero obró así bajo amenaza de muerte y porque al doctor, ahora, no podía perjudicarlo.
En la calma de esa navegación pareja y sin novedades, Correa se adormeció un poco, hasta que el río entró en una zona más abierta, más vasta y de tonalidad más clara, donde apare­ció en la margen izquierda un aserradero y en la derecha una plantación de álamos en hileras interminables. Entonces (pero no inmediatamente) Correa tuvo un sobresalto. Aunque no fuera capaz de identificar ningún paraje de la costa, sabía que a estos no los había visto nunca. Asustado, murmuró:
Creo que nos pasamos.
El grandote se incorporó, sin apuro concluyó su conver­sación con el gordo, caminó hasta Correa y lo abofeteó dos veces.
Basta —ordenó el señor—. Demos vuelta. —Se dirigió a Correa y le dijo:— Usted siga mirando.
La cara le ardió y se preguntó si les diría a esos malevos8 lo que pensaba, sin importarle las consecuencias. Cuando habló finalmente, a él mismo le pareció que se quejaba como un chiquilín. Dijo:
Si vamos a navegar en sentido contrario, me desorien­to del todo.
¡Con usted hay que tener una paciencia! —comentó el señor.
Después (había pasado una media hora) logró serenarse y contestó:
Quisiera verlo, sintiéndose como me siento, y con la amenaza de más golpes. Yo creo que estoy completamente aturdido: si no ya hubiera encontrado la isla. Fíjese: como íbamos navegando, queda en la orilla derecha; tiene un embar­cadero de maderas podridas, que alguna vez habría estado pin­tado de verde...
Estoy pensando en lo que le pasó con nosotros. Como en este mundo todos mienten, no creemos en nada y cuando llega uno que dice la verdad lo escarmentamos. Yo creo en usted.
Correa continuó la explicación:
Si desde el embarcadero mira en línea recta hacia el fondo de la isla va a divisar, casi tapada por los árboles, una casilla de madera. Si camina unos cincuenta metros a la izquier­da y se mete en la zona en que hay mayor espesura de árboles y matorral, encuentra la boca del túnel. Recuerde lo que le digo: no es una cueva, es un túnel.
El señor le recordó:
Ahora, a este joven, que ya ha de estar cansado, lo dejamos en su casa.
Primero tiene que llevarnos a la cueva —dijo el gordo.
El señor le recordó:
No te di permiso de opinar. —A Correa le dijo:— Lo dejamos tranquilo, pero ¿contamos con su discreción o va andar charlando por ahí?
Yo no voy a hablar.
Sabían dónde paraba: lo llevaron directamente a la isla de Mercader. Para atracar, el grandote, con un remo hacía palanca en el fondo del río. Sin creer del todo en que esa gente lo deja­ba libre, Correa saltó al embarcadero. En ese instante, con súbi­ta vergüenza de sí mismo, se acordó de Cecilia y quiso decirle al señor que seguiría con ellos, que los ayudaría a encontrar el túnel. Al volverse para hablar, alcanzó a ver una sonrisa en la cara del señor y muy cerca, mojado, reluciente y enorme, el remo. La dureza del golpe se confundió con la caída en el pasto barroso. El golpe había sido muy fuerte, pero no terrible, porque lo vio llegar y se echó atrás. No perdió el conocimiento; quedó inmóvil, por si acaso. Cuando ya no oía el motor del crucero, miró. Se levantó, entró en la casilla, juntó sus cosas, tomó la primera lancha para el Tigre y el primer tren para Buenos Aires. Quería seguir el viaje hasta su provincia, para sentirse protegi­do y en casa, pero se quedó en Buenos Aires, con la intención de volver al Uruguay, cuando reuniera el dinero del pasaje, porque de verdad creyó que sin Cecilia no podía vivir. Mercader, a quien le pidió un préstamo, le dijo:
Te olvidás de que el gobierno ha prohibido los viajes al Uruguay. Quizá podríamos ir al Tigre y hablar con un lanchero, de esos que pasan a emigrados, o con un contrabandista.
Correa dijo: "Mejor que no". Tampoco fue a buscar el túnel. Para saber que existía, no necesitaba verlo. En cuanto a comunicar el conocimiento a los demás, le parecía un esfuerzo inútil. A su debido tiempo se recibió de abogado, se doctoró y, porque todo llega, se jubiló de empleado público. Hombre poco dado a la aventura, de carácter parejo aunque melancólico, úni­camente se dejaba arrebatar, según los amigos, en conversa­ciones que versaban sobre temas de geografía. Entonces Correa se habría mostrado, más de una vez, irritable y soberbio.


SAKI1

La ventana abierta2


Título original: The open window
Traducción: Eduardo Paz Lenton


Mi tía bajará en seguida, señor Nuttel —dijo con mucho aplomo una señorita de quince años—; mientras tanto debe hacer lo posible por soportarme.
Framton Nuttel se esforzó por decir algo que halagara debidamente a la sobrina sin dejar de tomar debidamente en cuenta a la tía que estaba por llegar. Dudó más que nunca que esta serie de visitas formales a personas totalmente desconoci­das fueran de alguna utilidad para la cura de reposo que se había propuesto.
Sé lo que ocurrirá —le había dicho su hermana cuando se disponía a emigrar a este retiro rural—; te encerrarás no bien llegues y no hablarás con nadie, y tus nervios estarán peor que nunca debido a la depresión. Por eso te daré cartas de pre­sentación para todas las personas que conocí allá. Algunas, por lo que recuerdo, eran bastante simpáticas.
Framton se preguntó si la señora Sappleton, la dama a quien había entregado una de las cartas de presentación, podía ser clasificada entre las simpáticas.
¿Conoce a muchas personas de aquí? —preguntó la sobrina, cuando consideró que ya había habido entre ellos sufi­ciente comunicación silenciosa.
Casi a nadie —dijo Framton—. Mi hermana estuvo aquí, en la Rectoría, hace unos cuatro años, y me dio cartas de pre­sentación para algunas personas del lugar.
Hizo esta última declaración en un tono que denotaba claramente un sentimiento de pesar.
Entonces no sabe prácticamente nada acerca de mi tía —prosiguió la aplomada señorita.
Sólo su nombre y su dirección —admitió el visitante. Se preguntaba si la señora Sappleton estaría casada o sería viuda. Algo indefinido en el ambiente sugería la presencia masculina.
Su gran tragedia ocurrió hace tres años —dijo la niña—; es decir después que se fue su hermana.
¿Su tragedia? —preguntó Framton; en esta apacible campiña las tragedias parecían algo fuera de lugar.
Usted se preguntará por qué dejamos esa ventana abierta de par en par en una tarde de octubre —dijo la sobrina señalando una gran ventana que daba al jardín.
Hace bastante calor para esta época del año —dijo Framton—; pero ¿qué relación tiene esa ventana con la trage­dia?
Por esa ventana, hace exactamente tres años, su mari­do y sus dos hermanos menores salieron a cazar por el día. Nunca regresaron. Al atravesar el páramo para llegar al terreno donde solían cazar quedaron atrapados en una ciénaga traicio­nera. Ocurrió durante ese verano terriblemente lluvioso, sabe, y los terrenos que antes eran firmes de pronto cedían sin que hubiera manera de preverlo. Nunca encontraron sus cuerpos. Eso fue lo peor de todo.
A esta altura del relato, la voz de la niña perdió ese tono seguro y se volvió vacilantemente humana—. Mi pobre tía sigue creyendo que volverán algún día, ellos y el pequeño spaniel3 que los acompañaba, y que entrarán por la ventana como solían hacerlo. Por tal razón la ventana queda abierta hasta que ya es de noche. Mi pobre y querida tía, cuántas veces me habrá con­tado cómo salieron, su marido con el impermeable blanco en el brazo, y Ronnie, su hermano menor, cantando como de cos­tumbre "¿Bertie, por qué saltas?", porque sabía que esa canción la irritaba especialmente. Sabe usted, a veces, en tardes tran­quilas como la de hoy, tengo la espantosa sensación de que todos ellos volverán a entrar por la ventana...
La niña se estremeció. Fue un alivio para Framton cuan­do la tía irrumpió en el cuarto pidiendo mil disculpas por haberlo hecho esperar tanto.
Espero que Vera haya sabido entretenerlo —dijo.
Me ha contado cosas muy interesantes —respondió Framton.
Espero que no lo moleste la ventana abierta —dijo la señora Sappleton con animación—; mi marido y mis hermanos están cazando y volverán aquí directamente, y siempre suelen entrar por la ventana. No quiero pensar en el estado en que dejarán mis pobres alfombras después de haber andado cazan­do por la ciénaga. Tan típico de ustedes los hombres ¿no es ver­dad?
Siguió parloteando alegremente acerca de la caza y de que ya no abundan las aves, y acerca de las perspectivas que había de cazar patos en invierno. Para Framton, todo eso resultaba sencillamente horrible. Hizo un esfuerzo desesperado pero sólo a medias exitoso de desviar la conversación a un tema menos repulsivo; se daba cuenta de que su anfitriona no le otor­gaba su entera atención, y su mirada se extraviaba constante­mente en dirección a la ventana abierta y al jardín. Era por cier­to una infortunada coincidencia venir de visita el día del trágico aniversario.
Los médicos han estado de acuerdo en ordenarme completo reposo. Me han prohibido toda clase de agitación mental y de ejercicios físicos violentos —anunció Framton, que abrigaba la ilusión bastante difundida de suponer que personas totalmente desconocidas y relaciones casuales estaban ávidas de conocer los más ínfimos detalles de nuestras dolencias y enfermedades, su causa y su remedio—. Con respecto a la dieta no se ponen de acuerdo.
¿No? —dijo la señora Sappleton ahogando un bostezo a último momento. Súbitamente su expresión revelaba la atención más viva... pero no estaba dirigida a lo que Framton estaba diciendo.
¡Por fin llegan! —exclamó—. Justo a tiempo para el té, y parece que se hubieran embarrado hasta los ojos ¿no es verdad?
Framton se estremeció levemente y se volvió hacia la sobrina con una mirada que intentaba comunicar su compasiva comprensión. La niña tenía la mirada puesta en la ventana abierta y sus ojos brillaban de horror. Presa de un terror desconocido que helaba sus venas, Framton se volvió en su asiento y miró en la misma dirección.
En el oscuro crepúsculo tres figuras atravesaban el jardín y avanzaban hacia la ventana; cada una llevaba bajo el brazo una escopeta y una de ellas soportaba la carga adicional de un abrigo blanco puesto sobre los hombros. Los seguía un fatigado spaniel de color pardo. Silenciosamente se acercaron a la casa, y luego se oyó una voz joven y ronca que cantaba: "¿Dime, Bertie, por qué saltas?"
Framton agarró de prisa su bastón y su sombrero; la puer­ta de entrada, el sendero de grava y el portón, fueron etapas apenas percibidas de su intempestiva retirada, un ciclista que iba por el camino tuvo que hacerse a un lado para evitar un choque inminente.
Aquí estamos, querida —dijo el portador del imperme­able blanco entrando por la ventana—; bastante embarrados, pero casi secos. ¿Quién era ese hombre que salió de golpe no bien aparecimos?
Un hombre rarísimo, un tal señor Nuttel —dijo la seño­ra Sappleton—; no hablaba de otra cosa que de sus enfer­medades, y se fue disparando sin despedirse ni pedir disculpas al llegar ustedes. Cualquiera diría que había visto un fantasma.
Supongo que ha sido a causa del spaniel—dijo tranqui­lamente la sobrina—; me contó que los perros le producían ho­rror, una vez lo persiguió una jauría de perros parias hasta un cementerio cerca del Ganges, y tuvo que pasar la noche en una tumba recién cavada, con esos bichos que gruñían y mostraban los colmillos y echaban espuma encima de él. Así cualquiera se vuelve pusilánime.
La fantasía sin previo aviso era su especialidad.


RAY BRADBURY

Abril de 2005. Usher II1


Traducción: Francisco Abelenda


"Durante todo un día de otoño, triste, oscuro y silen­cioso, en que las nubes se cernían deprimentemente bajas, recorrí a caballo una región del país singularmente lóbrega, y al fin, al acercarse las sombras de la noche, me encontré ante la melancólica Casa Usher..."
El señor William Stendahl dejó de recitar. Allí, sobre una colina baja y negra, estaba la Casa. En una de sus piedras se leía esta inscripción: 2005 A. D.
Ya está terminada —dijo el señor Bigelow, el arquitec­to—. Aquí tiene la llave, señor Stendahl.
Las dos figuras se alzaban inmóviles en la tranquila tarde otoñal. Los planos azules crujían sobre la hierba oscura y bri­llante.
La Casa Usher—dijo el señor Stendahl con satisfacción— . Proyectada, construida, comprada, pagada. ¡El señor Poe estaría encantado!2
El señor Bigelow entornó los ojos.
¿Era esto lo que quería, señor?
¡Sí!
¿El color está bien? ¿Es desolada y terrible?
¡Muy desolada, muy terrible!
¿Las paredes son... lívidas?
¡Asombrosamente lívidas!
¿La laguna es bastante negra y siniestra?
Increíblemente negra y siniestra.
No sé si sabe usted, señor Stendahl, que hemos teñido los juncos. ¿Tienen ahora el color gris y ébano apropiado?
¡Son horribles!
El señor Bigelow consultó sus planos arquitectónicos.
¿La Casa, la laguna, el suelo, "enfrían y acongojan el corazón, entristecen el pensamiento"?
Señor Bigelow, ¡esto es hermosísimo!
Gracias. He tenido que trabajar a ciegas. Afortunada­mente disponía usted de sus propios cohetes, o no hubiésemos podido traer la mayor parte de los materiales. Ya habrá obser­vado usted el permanente crepúsculo, el invariable mes de octubre, la tierra desnuda, estéril, muerta. Hemos trabajado mucho. Matamos todo. Diez mil toneladas de DDT. No ha queda­do una serpiente, ni una rana, ni siquiera una mosca. Crepúsculo permanente, señor Stendahl. Estoy orgulloso de mi obra, unas máquinas, ocultas, oscurecen el sol. Un ambiente adecuadamente "siniestro".
Stendahl respiró la tristeza, la opresión, los vapores pesti­lentes, la atmósfera tan sutilmente recreada. ¡Y la Casa! ¡Ese horror tambaleante, la laguna maléfica, los hongos, la extendi­da putrefacción! ¿Quién podía adivinar si era o no de material plástico?
Stendhal miró el cielo de otoño. En alguna parte, allá arri­ba, más allá, muy lejos, estaba el sol. En alguna parte reinaba la primavera marciana, una primavera amarilla con cielo azul. En alguna parte, allá arriba, descendían las naves con una estela de llamas, dispuestas a civilizar un planeta maravillosa­mente muerto. Pero en este mundo sombrío y silencioso, en este antiguo mundo otoñal, y a prueba de ruidos, no se oía el fragor de los cohetes.
Ahora que mi tarea ha terminado —dijo el señor Bigelow intranquilo—, ¿puedo preguntarle qué va a hacer usted con todo esto?
¿Con Usher? ¿No lo ha adivinado?
No.
¿El nombre de Usher no le recuerda nada?
Nada.
¿Y el nombre de Edgar Allan Poe?
El señor Bigelow sacudió la cabeza.
Por supuesto —gruñó delicadamente el señor Stendahl, con desaliento y desprecio a la vez—. ¿Cómo pude pensar que usted conoce al bendito señor Poe? Murió hace mucho tiempo, antes que Lincoln. Quemaron todos sus libros en la Gran Hoguera. Hace ya treinta años... en 1975.
Ah —dijo juiciosamente el señor Bigelow—. ¡Uno de aquellosl
Sí, Bigelow, uno de aquellos. Allí ardieron Poe y Lovecraft y Hawthorne y Ambrose Bierce, y todos los cuentos terroríficos y fantásticos, y con ellos los cuentos del futuro. Implacablemente. Se dictó una ley. Oh, no era casi nada al prin­cipio, un grano de arena en 1950 y 1960. Primero censuraron las revistas de historietas, las novelas policiales, y naturalmente las películas, siempre en nombre de algo distinto: la política, la religión, los intereses profesionales. Siempre había una minoría temerosa de algo, y una gran mayoría temerosa de la oscuridad, del futuro, del presente, temerosa de sí misma y de su propia sombra.
Ya.
Temerosa de la palabra "política", que entre los ele­mentos más reaccionarios acabó por ser sinónimo de comunis­mo, de tal modo que emplear esa palabra podía costarle a uno la vida. Y apretando un tornillo aquí y una tuerca allá, presio­nando, sacudiendo, tironeando, muy pronto convirtieron el arte y la literatura en una pasta de caramelo, retorcida y aplastada, sin consistencia y sin sabor. Poco después las cámaras cine­matográficas se detuvieron, los teatros quedaron a oscuras, y de las imprentas que antes inundaban el mundo con libros, revistas y periódicos, brotó una materia inofensiva e insípida, como de un cuentagotas. ¡Oh, hasta el "entretenimiento" era extremista, se lo aseguro!
¿De veras?
Así es. El hombre, decían, debe afrontar la realidad. Debe afrontar el presente. Todo lo demás debe desaparecer. ¡Las hermosas mentiras literarias, los vuelos de la fantasía, deben ser derribados a tiros! Y los alinearon contra la pared de una biblioteca un domingo por la mañana, hace treinta años, en 1975. Alinearon a Santa Claus, y al Jinete sin Cabeza, y a Blanca Nieves y Pulgarcito, y a Mi Madre la Oca. Oh, ¡qué lamentos!, y quemaron los castillos de papel y las ranas encan­tadas y a los viejos reyes, y a todos los que "fueron eternamente felices" (pues estaba demostrado que nadie fue eternamente feliz), y el "había una vez" se convirtió en "no hay más". Y las cenizas del fantasma Rickshaw se confundieron con los escom­bros del país de Oz, e hicieron unos paquetes con los huesos de Ozma y Glinda la Buena, y destrozaron a Policromo en un espectroscopio y sirvieron a Jack Cabeza de Calabaza con un poco de merengue en el baile de los Biólogos. La Bella Durmiente se despertó con el beso de un hombre de ciencia y expiró con el fatal pinchazo de su jeringa. Devolvieron a Alicia su tamaño normal para que no volviera a gritar "más curioso y más curioso" y rompieron el Espejo a martillazos, y acabaron con el Rey Rojo y la Ostra.
El señor Stendahl apretó los puños, jadeante, el rostro enrojecido. ¡Oh, Dios, no había pasado tanto tiempo!
Lo siento. No sé de qué me habla usted. No reconozco esos nombres —dijo el señor Bigelow parpadeando. La larga explosión del señor Stendahl lo había dejado estupefacto—. Según me han dicho, la Gran Hoguera fue útil y necesaria.
¡Fuera! —gritó Stendahl—. ¡Su trabajo ha terminado, y ahora déjeme solo, idiota!
El señor Bigelow llamó a sus obreros y se alejó.
El Señor Stendahl se quedó solo ante su Casa.
Oídme —les dijo a los invisibles cohetes—. Vine a Marte para alejarme de vosotros, gente de mente limpia, pero llegáis en enjambres cada vez más espesos, como moscas a la ca­rroña. Os daré una buena lección por lo que le hicisteis al señor Poe en la Tierra. ¡Desde hoy, cuidado! ¡La Casa Usher está abierta!
Y alzó al cielo un puño amenazante.
El hombre salió del cohete con aire despreocupado. Le echó una mirada a la Casa, y una expresión de irritación y dis­gusto le ensombreció los ojos grises. Cruzó el foso y se acercó al hombrecito que esperaba allí.
¿Usted es Stendahl?
Sí.
Yo soy Garrett, inspector de Climas Morales.
¿De modo que al fin llegaron a Marte, ustedes los del Clima Moral? Me estaba preguntando cuándo aparecerían.
Llegamos la semana pasada. Muy pronto todo será aquí limpio y ordenado como en la Tierra —dijo Garrett, y sacudió irritado su cédula de identidad, señalando la Casa—. ¿Qué es esto, Stendahl?
Un castillo encantado, si le parece.
No me gusta, Stendahl, no me gusta. El sonido de esa palabra "encantado".
Bueno. En el año de gracia 2005, he construido un san­tuario mecánico: murciélagos de cobre que vuelan en rayos electrónicos, ratas de bronce que corretean por sótanos de material plástico, vampiros artificiales, arlequines, lobos, fan­tasmas blancos, esqueletos, productos todos de la química y el ingenio del hombre.
Lo que me temía —dijo Garrett sonriendo pacífica­mente—. Tendremos que echar abajo la casa, señor Stendahl.
Sabía que vendrían ustedes, tan pronto como se ente­raran.
Hubiera venido antes, pero en Climas Morales que­ríamos estar seguros de sus intenciones. Los desmanteladores y la brigada de incendios llegarán al anochecer. Y a medianoche no quedará de su Casa ni los cimientos. Señor Stendahl, me parece usted un poco bobo. Gastar tanto dinero en una tontería. Por lo menos le ha costado a usted tres millones de dólares...
Cuatro millones. Pero en mi juventud heredé veinticinco millones. Me puedo permitir este gasto. Es una lástima, sin embargo, haber terminado la Casa no hace más de una hora y que ya se precipiten sobre ella usted y sus desmanteladores. ¿No podría dejarme disfrutar de mi juguete durante, digamos,
veinticuatro horas?
Ya conoce usted la ley. Es muy estricta. Nada de libros, nada de Casas, nada que pueda sugerir de algún modo fantas­mas, vampiros, hadas y otros seres imaginarios.
¡Pronto quemarán ustedes a los Babbitt!
Usted nos dio mucho que hacer, señor Stendahl. Consta en nuestros registros. Hace veinte años. En la Tierra. Usted y su biblioteca.
Sí, yo y mi biblioteca. Y unos pocos más como yo. Oh, ya nadie se acordaba de Poe, de Oz y de los otros. Pero yo tenía mi pequeño refugio, unos pocos ciudadanos conservamos nuestras bibliotecas algún tiempo. Luego llegaron ustedes, con sus antorchas y sus incineradores, y destrozaron y quemaron mis cincuenta mil libros. Un día atravesaron también con un palo el corazón de la Víspera de Todos los Santos, y les dijeron a los productores de películas cinematográficas que se limitasen a repetir y a repetir, una y otra vez, a Ernest Hemingway. ¡Dios santo, cuántas veces he visto Por quién doblan las campanas!. Treinta versiones diferentes. Todas realistas. ¡Oh, el realismo! ¡Qué infierno!
Es inútil amargarse.
Señor Garrett, usted tiene que presentar un informe completo, ¿no es cierto?
Sí.
Aunque sólo sea por curiosidad, entre y mire un rato. No tardaremos más de un minuto.
Muy bien. Guíeme. Y nada de trampas. Estoy armado.
La puerta de la Casa Usher se abrió rechinando, y dejó escapar un viento de humedad, y se oyeron unos gemidos y unos suspiros muy hondos, como si grandes fuelles subterrá­neos respiraran en lejanas catacumbas.
Una rata corrió por el suelo de piedra. Garrett dio un grito y le lanzó un puntapié. La rata rodó por el piso y de su piel de nailon brotó una increíble horda de moscas metálicas.
¡Asombroso! —dijo Garrett inclinándose para ver mejor.
Una vieja bruja, sentada en un nicho, barajaba con temblorosas manos de cera un mazo anaranjado y azul de naipes de Tarot. Sacudió la cabeza, y golpeando los naipes grasientos con las puntas de los dedos, lanzó hacia Garrett un agudo silbido a través de las desdentadas encías.
¡La muerte! —gritó.
A esto, precisamente, me refería —dijo Garrett—. ¡Deplorable!
Permitiré que usted mismo la queme.
¿De veras? —dijo Garrett satisfecho. En seguida frunció el ceño—. Acepta usted todo serenamente.
Me basta haber podido crear este sitio. Me basta haber creado un ambiente medieval en un mundo moderno e incrédu­lo.
Confieso que admiro, hasta cierto punto, su genio inventivo, señor.
Garrett miró una niebla que pasaba, susurrando y susurrando, y que parecía una hermosa y vaporosa mujer. En el fondo de un húmedo pasillo giraron unas ruedas, y como hilos de azúcar o algodón lanzados por una máquina centrífuga, las neblinas flotaron murmurando en los silenciosos aposentos.
Un gorila surgió de la nada.
¡Cuidado! —gritó Garrett.
Sthendahl golpeó suavemente el pecho negro del animal.
No tenga miedo. Es un robot. Cobre y otros materiales, como la vieja. ¿Ve?
Abrió un poco la piel y aparecieron unos tubos de metal.
Sí —dijo Garrett alargando tímidamente una mano—. Pero, ¿por qué? ¿Por qué todo esto, señor Stendahl? ¿Qué obsesión tiene usted?
La burocracia, señor Garrett. Ahora no puedo explicár­selo. Pero el gobierno lo sabrá muy pronto.
Y Stendhal le hizo una seña al gorila.
Bien. Ahora.
El gorila mató al señor Garrett.

¿Estamos listos, Pikes?
Pikes alzó los ojos.
Sí, señor.
Ha hecho usted un magnífico trabajo.
Para eso me pagan, señor Stendahl —dijo Pikes suave­mente mientras levantaba el párpado plástico del robot y ajusta­ba con precisión el ojo de vidrio a los músculos de goma—. Ya está.
La vera efigie3 del señor Garrett.
Pikes señaló la mesa rodante donde yacía el cadáver del verdadero señor Garrett.
¿Qué hacemos con él, señor?
Quémelo, Pikes. No necesitamos dos Garretts, ¿no es cierto?
Pikes arrastró la mesa hasta el incinerador de ladrillo, metió en el horno al señor Garrett y cerró la puerta.
Adiós.
Stendahl miró al robot.
¿Recuerda las instrucciones, Garrett?
Sí, señor. —El robot se sentó.— Vuelvo a Climas Mora­les. Redactaré un informe complementario. Demoren interven­ción cuarenta y ocho horas. Continúo investigando.
Bien, Garrett. Adiós.
El robot corrió hacia el cohete de Garrett, entró, y se fue.
Stendahl se volvió.
Bueno, Pikes, ahora enviaremos las últimas invitaciones para esta noche. Creo que nos divertiremos, ¿no es cierto?
¡Muchísimo! Hemos esperado veinte años.
Se guiñaron los ojos.
Las siete. Stendahl miró su reloj. Era casi la hora. Hizo girar la copa de jerez en la mano, y luego se sentó, tranquila­mente. Sobre su cabeza, entre las vigas de roble, los murciéla­gos, de delicados huesos de cobre ocultos bajo la carne de cau­cho, chillaban y lo miraban parpadeando. Stendahl levantó la copa hacia ellos.
Por nuestro éxito —dijo.
Y reclinándose en el sofá cerró los ojos y se abandonó a sus pensamientos.
Con qué placer recordaría esta noche en los útimos años de su vida. El gobierno antiséptico pagaba al fin sus conflagra­ciones y sus terrores literarios. Oh, cómo había aumentado con el tiempo su furia y su odio. Cómo su mente aletargada, había concebido lentamente el plan. Luego, hacía ya tres años, había conocido a Pikes.
Ah, sí, Pikes. Pikes, corroído por la amargura como un oscuro pozo de ácido verde. ¿Quién era Pikes? El más grande de todos. El hombre de diez mil caras, una furia, una humareda, una niebla azul, una lluvia blanca, un murciélago, una gárgola, un monstruo, ¡eso era Pikes! ¿Superior a Lon Chaney, padre? Stendahl, que había visto a Lon Chaney noche tras noche, en películas viejas, muy viejas, meditó unos instantes. Sí, superior a Lon Chaney. ¿Superior a aquella otra vieja momia? ¿Cómo se llamaba? ¿Karloff? Muy superior. ¿Lugosi? La comparación era odiosa. No, no había más que un Pikes. Y le habían prohibido todas sus fantasías. ¡No había lugar para él en la Tierra, ni gente que pudiera admirarlo! ¡Ni siquiera podía representar ante un espejo, ante sí mismo!
¡Pobre, invisible y derrotado Pikes! ¡Qué habrás sentido, Pikes, aquella noche en que arrancaron tus películas de las cámaras, como si les sacaran las entrañas, tus propias entrañas, para arrojarlas luego en un montón retorcido a las llamas de un horno! ¿Habrás sufrido tanto como yo cuando destruyeron mis cincuenta mil libros sin una disculpa? Sí, sí. Stendahl sintió que una furia insensata le helaba las manos. Cómo no iba a ser na­tural que durante noches y noches conversaran consumiendo interminables cafeteras, y que de esas conversaciones y de ese fermento amargo saliera... la Casa Usher.
Se oyeron las campanadas de una iglesia. Llegaban los invitados.
Stendahl, sonriente, fue a recibirlos.
Adultos sin memoria, los robots esperaban. Esperaban vestidos de verde como los charcos en los bosques, las ranas y los helechos. Esperaban envueltos en pieles amarillas, como el sol y la arena, o aceitados, con los huesos de tubos de bronce sumergidos en gelatina. En cajas de madera, en ataúdes fabri­cados para los que no estaban vivos ni muertos, los metrónomos esperaban que los pusieran en marcha, un silencio de cementerio. Sexuados, pero sin sexo, nominados, pero sin nombre, con todas las características humanas menos la humanidad, en una muerte que ni siquiera era muerte, ya que nunca había sido vida, los robots miraban fijamente las tapas cerradas de sus cajas, esas cajas en las que alguien había grabado las letras F. O. B. Y de pronto rechinaron los clavos. De pronto se levantaron las tapas, hubo sombras en las cajas, y una mano apretó una lata de aceite. Se oyó el leve tictac de un reloj, luego otro y otro, hasta que el sótano se convirtió en una inmen­sa relojería. Los párpados de goma se abrieron y descubrieron los ojos de mármol; las narices palpitaron; los robots se levan­taron vestidos con una velluda piel de mono, .o una piel blanca de conejo; Tweedledum detrás de Twedledee, Mock-Turtle y Dormouse, cadáveres flotantes de ahogados manchados de sal y algas, ahorcados de rostros violáceos y ojos desorbitados y viscosos, seres de hielo y de lentejuelas, enanos de arcilla y gnomos de pimienta, Tik-Tok, Ruggedo, Santa Claus precedido por un torbellino de nieve, Barba Azul con patillas de acetileno, nubes sulfurosas con lenguas de fuego verde y, por fin, un dragón gigantesco y escamoso, con un horno en el vientre, que cruzó la puerta con un grito, un rugido, un silencio, un torrente, una ráfaga. Diez mil tapas cayeron. La relojería invadió Usher. La noche estaba encantada.

Una cálida brisa pasó sobre el paisaje. Los invitados lle­garon en cohetes que abrasaban el cielo y transformaban el otoño en primavera.
Los hombres salieron de los cohetes vestidos de etiqueta, y detrás de ellos salieron las mujeres con peinados muy altos y complicados.
¡Así que esto es Usher!
¿Pero dónde está la puerta?
En ese momento apareció Stendahl. Las mujeres reían y charlaban. El señor Stendahl levantó una mano imponiendo silencio. Se volvió, miró una alta ventana de castillo y llamó:
Rapunzel, Rapunzel, suéltate el pelo.
Y allá arriba, una hermosa doncella se inclinó sobre el viento de la noche, y se soltó el cabello dorado. Y el cabello flotó y se retorció y fue una escalera, y los invitados subieron riendo, y entraron en la Casa.
¡Eminentes sociólogos! ¡Inteligentes psicólogos! ¡Tremen­damente importantes políticos, bacteriólogos y neurólogos! Allí estaban, entre paredes húmedas.
¡Bienvenidos!
El señor Tyron, el señor Owen, el señor Dunne, el señor Lang, el señor Steffen, el señor Fletcher, y dos docenas más.
Pasen, pasen.
La señorita Gibbs, la señorita Pope, la señorila Churchill, la señorita Blunt, la señorita Drummond y una veintena de otras mujeres resplandecientes.
Personas importantes, importantes todas ellas, miembros de la Sociedad de Represión de lo Imaginario, enemigos de la Víspera de Todos los Santos y del día de Guy Fawkes, cazadores de murciélagos, incendiarios de libros, portadores de antorchas; ciudadanos pacíficos y limpios, ciudadanos que habían, todos ellos, esperado a que los hombres toscos llegaran a Marte, enterraran a los marcianos, limpiaran las ciudades, constru­yeran pueblos, repararan las carreteras y suprimieran todos los peligros. Después, cuando ya todo estaba tranquilo, vinieron ellos, los aguafiestas, gentes con ojos de color de yodo y sangre de mercurio cromo a imponer sus Climas Morales, a repartir bondad. ¡Y esos eran los amigos de Stendahl! Sí, cuidadosa­mente, minuciosamente, los había buscado, uno por uno, y en el último año pasado en la Tierra se había hecho amigo de todos ellos.
¡Bienvenidos a las antesalas de la Muerte! —les gritó.
Hola, Stendahl, ¿qué es esto?
Ya lo verán. Que se desvista todo el mundo. Entren en estos cuartos y cámbiense de ropa. Los hombres aquí, las mujeres allá.
Los invitados, un poco intranquilos no se movieron.
No sé si debemos quedarnos —dijo la señorita Pope—. No me gusta el aspecto de todo esto. Es casi... una blasfemia.
¡Qué tontería! Es un baile de disfraz.
Parece algo ilegal —gruñó el señor Steffens.
Stendahl se echó a reír.
Vamos, vamos, diviértanse. Mañana todo estará en ruinas. Entren en los cuartos.
La Casa resplandeció, de vida y color. Los arlequines co­rrían con gorros de cascabeles; los ratones blancos bailaban unas cuadrillas al compás de una música que unos enanos toca­ban con arcos diminutos en violines diminutos; en las vigas chamuscadas ondeaban los banderines, nubes de murciélagos volaban entre unas gárgolas, y de las bocas de las gárgolas salía un vino fresco, puro y espumante. Un arroyo serpenteaba por las siete salas del baile de máscaras. Los invitados probaban el líquido y descubrían que era jerez. Los invitados salían de los cuartos transformados en personajes de otra época, con los ros­tros cubiertos por antifaces, olvidándose, gracias a las más­caras, de todo su odio a la fantasía y al terror. Las mujeres vesti­das de rojo se reían desplazándose por los salones. Los hombres las cortejaban. Y en las paredes había sombras, aun donde no había cuerpos, y los espejos no reflejaban ninguna imagen.
¡Todos vampiros! —rió el señor Fletcher—. ¡Muertos!
Las siete salas eran de distinto color: una azul, una mora­da, una verde, una anaranjada, una blanca, una violeta, y la últi­ma amortajada en terciopelo negro. En esta sala negra un reloj de ébano daba sonoramente la hora. Y los invitados, ya casi bo­rrados, corrían por las salas entre fantásticos robots, entre ratones y Sombrereros Locos, gnomos y gigantes, Gatos Negros y Reinas Blancas, y bajo los pies de los bailarines el suelo latía pesadamente como un oculto corazón delator.
Señor Stendahl.
Un murmullo.
Señor Stendahl.
Un monstruo, con el rostro de la Muerte, se detuvo junto a Stendahl. Era Pikes.
Quiero hablar con usted.
¿Qué pasa?
Pikes extendió una mano esquelética con unas cuantas ruedas, tuercas, tornillos y pernos calcinados o fundidos a medias.
Stendahl los contempló largamente. Luego llevó a Pikes a un pasillo.
¿Garrett?—susurró.
Pikes asintió con la cabeza.
Ha mandado a un robot. Cuando limpié el horno, encontré estas piezas de metal.
Pikes y Stendahl miraron los fatídicos dados.
Esto significa que la policía llegará en cualquier momento —dijo Pikes—. Y arruinarán nuestros planes.
Stendahl observó a los bailarines; un torbellino amarillo, anaranjado y azul. La música flotaba en la niebla de los salones.
No sé. Debía haber adivinado que Garrett no vendría personalmente. No es tan tonto. Pero, espere...
¿Qué pasa?
Nada. No pasa nada. Garrett nos envió un robot. Bien, pero nosotros enviamos otro. Si no lo examina cuidadosamente, no notará el cambio.
¡Claro!
La próxima vez vendrá él mismo, pues pensará que no hay peligro. Es posible que se presente en cualquier momento. ¡Más vino, Pikes!
Se oyó un enorme tañido.
Apuesto a que es él. Hágalo pasar.
Rapunzel se soltó el cabello dorado.
¿El señor Stendahl?
¿El señor Garrett? ¿El verdadero señor Garrett?
Garrett examinó las paredes húmedas y los bailarines dis­frazados.
El mismo. He creído conveniente una inspección per­sonal. No se puede confiar en los robots, menos aún en los ajenos. Antes de salir para aquí he citado a los desmanteladores. Llegarán dentro de una hora, preparados para derribar esta horrible guarida.
Stendahl se inclinó ceremoniosamente.
Gracias por advertírmelo. Mientras tanto, podría usted divertirse, ¿un poco de vino?
No, gracias. ¿Qué pasa aquí? ¿A qué extremos puede llegar un hombre?
Mire usted mismo, señor Garrett.
El crimen —dijo Garrett.
El más repugnante.
Una mujer chilló. La señorita Pope llegó corriendo, con la cara blanca como un queso.
¡Ha ocurrido algo horrible! ¡Un mono ha estrangulado a la señorita Blunt y la ha metido en una chimenea!
Stendahl y Garrett se dieron vuelta y vieron una larga cabellera amarilla, desparramada al pie de la chimenea. Garrett dio un grito.
¡Horroroso! —sollozaba la señorita Pope. De pronto dejo de llorar—. ¡Señorita Blunt!
Sí, aquí estoy —dijo la señorita Blunt.
¡Pero si acabo de ver cómo la metían en la chimenea!
No —dijo la señorita Blunt riéndose—. Era un robot, un doble perfecto.
Pero, pero...
No llore, querida. Estoy perfectamente bien. Voy a verme a mí misma. ¡Pues sí, aquí estoy! En la chimenea, como usted dijo. Tiene gracia, ¿eh?
Y la señorita Blunt se fue, riéndose.
¿Quiere un vaso de vino, Garrett?
Creo que sí. Este asunto me ha puesto los nervios de punta. Dios mío, qué lugar. Merece verdaderamente que lo echemos abajo. Durante un momento creí...
Bebió un poco de vino. Otro alarido. El piso se abrió mágicamente y cuatro conejos blancos descendieron por una escalera, llevando en hombros al señor Steffens. Y allá fue el señor Steffens, al fondo de un foso, y allá lo dejaron amordaza­do y atado, bajo la cuchilla de acero de un gran péndulo oscilante que ahora descendía y descendía, acercándose cada vez más al cuerpo inmóvil.
¿Soy yo el que está ahí abajo? —preguntó el señor Steffens apareciendo al lado de Garrett. Se inclinó sobre el pozo—. Qué extraño, qué curioso es verse morir.
El péndulo dio un golpe final.
Qué realismo —dijo Steffens alejándose.
Otro vaso de vino, señor Garrett.
Sí, por favor.
Esto no durará. Pronto llegarán los desmanteladores.
Gracias a Dios.
Y por tercera vez, un grito.
¿Ahora qué? —dijo Garrett receloso. —Ahora me toca a mí —dijo la señorita Drummond—. Miren.
Y un segundo después la señorita Drummond chillaba dentro de un ataúd mientras la enterraban debajo del piso, en un suelo frío y húmedo.
Pero cómo, yo recuerdo esto —jadeó el investigador del Climas Morales—. Estaba en los viejos libros prohibidos. El enterramiento prematuro. Y lo demás. La fosa, el péndulo y el mono, la chimenea y los asesinatos de la calle Morgue.4 ¡Sí! ¡En uno de los libros que quemé!
Otro trago, Garrett. No mueva la copa.
¡Dios mío, qué imaginación!
Y en seguida vieron morir a otros cinco. Uno en la boca de un dragón, los otros en las aguas negras de una laguna, donde se hundieron y desaparecieron.
¿Le gustaría ver lo que hemos proyectado para usted? —preguntó Stendahl.
¿Por qué no? ¿Qué importa? Pronto vamos a destruir este infierno. Es usted horrible, Stendahl.
Venga por aquí.
Y Stendahl llevó a Garrett, a través de numerosos pasillos, por una interminable escalera de caracol, hacia el interior de la tierra, hacia las catacumbas.
¿Qué quiere mostrarme? —preguntó Garrett.
Su propia muerte.
¿La muerte de mi doble?
Sí. Y otra cosa.
¿Qué?
El Amontillado5 —dijo Stendahl adelantándose y alzan­do una linterna deslumbrante.
Unos esqueletos se asomaban a los bordes de sus ataúdes. Garrett, con un gesto de repugnancia, se llevó una mano a la nariz.
¿El qué?
¿No ha oído hablar usted del Amontillado?
No.
¿No reconoce usted eso? —le preguntó Stendahl seña­lándole una celda.
¿Debiera reconocerlo?
Stendahl sonrió y sacó de entre los pliegues de su capa una paleta de albañil.
¿Y esto?
¿Qué es eso?
Venga.
Entraron en la celda y Stendahl encadenó a Garrett que estaba casi borracho.
Por Dios, ¿qué está usted haciendo? —gritó Garrett sacudiendo las cadenas.
Me siento irónico. No interrumpa a un hombre que se siente irónico. No sea descortés. Ya está.
¡Me ha encadenado!
Es cierto.
Pero, ¿qué pretende?
Dejarlo en esta celda.
Usted bromea.
Una broma muy graciosa.
¿Dónde está mi doble? ¿No vamos a ver cómo lo matan?
No hay doble.
Pero, ¿y los otros?
Los otros están muertos. Los que usted vio matar eran los verdaderos. Los dobles, los robots, miraban solamente.
Garrett calló.
Ahora usted debe decir: "¡Por amor de Dios, Montresor!" —continuó Stendahl—. Y yo contestaré: "¡Sí, por amor de Dios!" ¿No quiere usted decirlo? Vamos. Dígalo.
Imbécil.
¿Debo repetírselo? Dígalo. Diga: "¡Por amor de Dios, Montresor!"
Garrett se sentía más despejado.
No lo diré, idiota. Sáqueme de aquí.
Póngase eso —dijo Stendahl tirándole algo que tintineó suavemente.
¿Qué es?
Un gorro de cascabeles. Póngaselo y quizá lo deje salir.
¡Stendahl!
Le he dicho que se lo ponga.
Garrett obedeció. Los cascabeles sonaron débilmente.
¿No siente usted como si esto hubiera sucedido antes? —preguntó Stendahl, y comenzó a trabajar con la paleta, un mortero y unos ladrillos.
¿Qué hace?
Estoy amurallándolo. Ya hay una hilera. Ahora va otra.
¡Usted esta loco!
No lo discuto.
Stendahl mojó un ladrillo en el mortero, cantando entre dientes. Golpes y gritos salieron de la celda, cada vez más oscu­ra. La pared crecía lentamente.
Un poco más de ruido, por favor —dijo Stendahl—. Representemos bien la escena.
¡Déjeme salir! ¡Déjeme salir!
Sólo faltaba un ladrillo. Los gritos eran ahora continuos.
¿Garrett? —llamó Stendahl en voz baja. Garrett calló—. ¿Sabe usted por qué hago esto? Porque quemó los libros del señor Poe sin haberlos leído. Le bastó la opinión de los demás. Si hubiera leído los libros, habría adivinado lo que yo le iba a hacer, cuando bajamos hace un momento. La ignorancia es fatal, señor Garrett.
Garrett no replicó.
Quiero que esto sea perfecto —dijo Stendahl levantan­do la linterna e iluminando la encogida figura de Garrett—. Agite suavemente los cascabeles. —Los cascabeles tintinearon.— Ahora diga usted: "¡Por amor de Dios, Montresor!" Es posible que lo deje salir.
La luz de la linterna alumbró la cara de Garrett. Garrett titubeó y luego dijo grotescamente:
Por amor de Dios, Montresor.
Ah —exclamó Stendahl con los ojos cerrados.
Colocó el último ladrillo y lo aseguró con una capa de cemento.
Requiescat in pace, querido amigo —añadió.
Y salió de prisa de la catacumbas.

Las doce campanadas de la medianoche resonaron en las siete salas de la Casa, y de pronto, todo se detuvo.
Apareció la Muerte Roja.6
Stendahl, ya en el umbral, se volvió un momento, y luego echó a correr alejándose de la Casa, cruzó el foso, y fue hacia un helicóptero.
¿Listos, Pikes?
Listo.
Vamos entonces.
Miraron, sonriendo, hacia atrás. Las paredes de la Casa comenzaron a abrirse, como en un terremoto y mientras Stendahl contemplaba la escena, oyó a Pikes que recitaba con voz suave y cadenciosa:
"Cuando vi que las enormes paredes se hundían, sentí un vértigo... Se oyó un largo ruido tumultuoso, como la voz de innumerables cataratas, y la laguna profunda y oscura que había a mis pies se cerró triste y silenciosamente sobre las ruinas de la Casa Usher."
El helicóptero se elevó sobre las aguas hirvientes del lago y se alejó hacia el oeste.

Manos a la obra

Edgar Allan Poe, El gato negro



1. El cuento y sus voces

a) ¿Cuál de los tipos de narrador definidos en Puertas de acce­so corresponde a este relato?

b) Observen estas afirmaciones y piensen en qué se diferencian:
* El narrador protagonista refiere su historia.
* El narrador informa la historia de un personaje que es él mismo.
* El narrador juzga la historia de un personaje que es él mismo.
¿Cuál de las tres les parece más adecuada a este cuento? ¿Por qué?

c) A continuación hay una lista de conceptos. De cada par, ¿cuál asignarían al narrador (voz del relato) y cuál al personaje (actor de la historia)?

victimario / víctima
matar / morir
deseo del bien / deseo del mal
reflexión / impulso
cordura / enfermedad
palabra / acción

Aunque narrador y personaje son la misma "persona" (ficcional), en el relato los separan estas y otras diferencias. Propongan ustedes otro par de conceptos.

d) Observen el fragmento polifónico en que el narrador habla sobre el "espíritu de la PERVERSIDAD" y formula dos pregun­tas.
Pregunten al profesor qué se entiende por "filosofar". Reflexionen: ¿Para qué los seres humanos nos hacemos preguntas filosóficas?


2. El cuento y su mundo

Relean el comienzo del cuento: "No espero ni pido que alguien crea en el extraño aunque simple relato que me dispon­go a escribir".

Así empieza el narrador, presentando dos ideas: lo "extraño" y lo "simple". Extraño es aquello que nos asombra, que encierra algún misterio, que nos inquieta. Simple es algo sencillo, claro, sin complicaciones.

a) Lean un trecho más. Para cada oración, anoten si se propone una idea "simple" o una idea "extraña":

"Loco estaría si lo esperara, cuando mis sentidos rechazan su propia evidencia."
"Pero no estoy loco y sé muy bien que esto no es un sueño."
"Mañana voy a morir y quisiera aliviar hoy mi alma."
"Mi propósito inmediato consiste en poner de manifiesto, simple, suscintamente y sin comentarios, una serie de episodios domés­ticos. "

b) La búsqueda de explicaciones.

El narrador comienza afirmando que no intentará explicar los hechos. Sin embargo, su relato es también una búsqueda de causas. Prefiere explicaciones posibles para la naturaleza del mundo que conocemos. Por eso reflexiona sobre problemas que la razón acepta: su propia caída en el mal, los efectos del alco­hol sobre su personalidad, la casualidad. Pero por momentos sugiere otra explicación: fuerzas sobrenaturales que actuaron sobre su vida.

b.1) Busquen en el relato párrafos que den explicaciones de los dos tipos posibles en nuestro mundo o sobrenaturales. ¿Cuáles predominan? ¿Cuáles resultan más simples y cuáles más extrañas en este relato?

b.2) Escriban una versión corta de este relato eligiendo alguna de estas opciones:

-Narrador testigo. Da explicaciones simples.
-Narrador omnisciente en 3° persona. Da explicaciones extrañas.
-Narrador en 3° persona, con el punto de vista de la esposa del personaje. Sólo explica lo que sabe.
-Narrador testigo. Le interesa lo inexplicable.

¿Por cuál de las dos explicaciones propuestas en b) parece inclinarse el personaje según el final del cuento?


3. El cuento y su tiempo

"Mañana voy a morir y quisiera aliviar hoy mi alma."
"Desde la infancia me destaqué por la bondad y la docilidad de mi carácter."

Estos datos dan la perspectiva de una vida completa, desde la infancia hasta la muerte. Pero el relato se interesa en un tramo de esa vida: el episodio con los gatos.
Revisando los datos del tiempo en el relato, respondan:

a) ¿Cuánto tiempo de la historia del personaje abarca el episo­dio narrado?
b) ¿Qué indicadores del tiempo introducen los sucesos princi­pales: ataques al primer gato, llegada del segundo, muerte de la esposa?
c) Teniendo en cuenta lo respondido en a) y b), ¿dirían que el tiempo pasado en el relato es preciso o impreciso? ¿El presente y futuro del narrador es preciso o impreciso?


4. Para terminar reuniendo todo...

Observen estas "duplas" que se fueron formando al realizar el trabajo anterior:

alguien habla de sí mismo como si fuera otro
buenas palabras, malas acciones
historia extraña, relato simple
certeza sobre el mañana, dudas sobre el ayer
dos gatos que son uno: el gato negro

Separados, podemos encontrar estos "pares" en otras histo­rias, en noticias o en conversaciones cotidianas. Aquí se juntaron para producir un relato inquietante. Alguien, sin embargo, podría reunirlos para construir algo distinto. A cada uno de ustedes, segu­ramente, le habrán sugerido cosas diferentes. Ahora... a ponerlas en palabras.
A partir de los "pares" presentados y usando la imagi­nación, les proponemos que hagan una construcción nueva, en un trabajo libre de escritura.


Julio Cortázar, Final del juego


1. Las voces y el mundo en este cuento

a) ¿Cuál de los tipos de narrador definidos en Puertas de acce­so corresponde a este relato?

b) En la voz de la narradora resuena por momentos la polifonía, es decir, las voces provenientes de otros discursos. Atiendan a estas tres:

* Las novelas de folletín: "...La encontré al lado de la ventana, con muchas almohadas y el tomo noveno de Rocambole...". Lo que Leticia lee es parte de una serie escrita por el francés Ponson du Terrail. Este era un "folletín", novela cuyos capítulos se distribuían en entregas se­manales. Este género se desarrolló en el siglo xix. Sus perso­najes eran héroes "omnipotentes" que protagonizaban innumerables intrigas y pasaban por peligros. Siempre se enfrenta­ban con algún "villano" completamente malo, como ellos eran absolutamente buenos. Vivían en un "tiempo de aventuras", por lo cual siempre conservaban su juventud y sus cualidades. Del folletín provienen algunos héroes que luego continuarán en la historieta, como Sandokán, creado por el italiano Emilio Salgari y Tarzán, de Edgard Rice Burroughs.

* Las cualidades representadas: "...Las actitudes no requerían orna­mentos pero sí mucha expresividad: para la envidia mostrar los dientes, crispar las manos y arreglárselas de modo de tener un aire amarillo. Para la caridad el ideal era un rostro angélico, con los ojos vueltos hacia el cielo; mientras las manos ofrecían algo —un trapo, una pelota, una rama de sauce— a un angelito invisible. La vergüenza y el miedo eran fáciles de hacer; el rencor y los celos exigían estudios más detenidos..." Envidia, caridad, vergüenza, rencor, celos, y otras cualidades que "imitan" las chicas en el cuento, no son cosas visibles. Son nociones abstractas, que el hombre creó para resumir y calificar una gran cantidad de cosas concre­tas (situaciones, personas, objetos) entre las que veía algún parecido. El hombre intentó también la "operación" inversa: representar una cualidad abstracta con algo concreto. Así aparecieron imágenes, estampas y esculturas de "la dicha", "el dolor", "la angustia", etc. (una de las más célebres es la esta­tua de La Piedad de Miguel Ángel.) Representar cualidades, por ejemplo, la "alegría" implica creer que todo lo que en el mundo es "alegre" puede estar en esa figura. En la imagen del "mal" están todos los males; en la envidia, todos los que la sintieron y la sentirán, etc.

* El Tesoro de la juventud: "...Yo le insistí un poco en que viniera, y al final me animé y le dije que no tuviese miedo, poniéndole como ejemplo que el verdadero cariño no conoce barreras y otras ideas preciosas que habíamos apren­dido en el Tesoro de la juventud..." Esta era una publicación destinada a los niños, que circulaba a principios de nuestro siglo. Incluía historias con "consejos" educativos. Se creía que la mejor forma de educar era mostrar ejemplos extremos, como el del "cariño sin barreras" del que habla la narradora, u otros como la "gen­erosidad sin límites", la "fe indestructible", etc.

Observen estos "tríos" de palabras. En cada uno señalen qué palabras les parecerían adecuadas para las voces ante­riores:

siempre - a veces - nunca
perfecto - aceptable - pésimo
todo - algo - nada
inmenso - mediano - ínfimo
primero - segundo - último
instantáneo - duradero - eterno

Supongan que con estas voces se pueden componer relatos enteros. ¿Cómo podría ser el mundo creado en esos relatos? Piensen y expongan cada uno oralmente cómo imagi­nan ese mundo. Tengan en cuenta las palabras elegidas en el ejercicio anterior.

Para conversar entre todos: ¿Qué tienen en común estas tres voces? ¿Qué relación tienen con el juego y sus protagonistas?

c) Busquen en "Final del juego" estos datos sobre el mundo en que sucede la historia:

lugar:
grupo familiar:
problemas mencionados:
actividades cotidianas de los personajes:

Según los datos reunidos, ¿dirían que la historia ocurre en un mundo parecido a la realidad o en un mundo fantástico?
¿Y cómo dirían que es el mundo creado por las niñas en el juego?

d) A propósito de juegos y mundos...

Los seres humanos podemos traer a nuestro mundo "real" otros mundos imaginarios. Eso se llama "crear". La más importante de esas actividades creativas es el juego. Hay juegos conocidos por todos, como el fútbol, la rayuela o la mancha. Pero hay otros que se inventan con la imaginación, entre amigos o com­pañeros. "...Nuestro reino era así...", dice la narradora, evocando el mundo que creaban con sus compañeras de juego: "...[Leticia] dirigía el juego, yo creo que en realidad dirigía el reino..."

¿Cuál es el "parecido" entre Leticia y el juego que crea con sus compañeras? El juego tiene algunas reglas. ¿En qué momento del relato se rompen? ¿Por qué?


2. El juego y su tiempo

En el tiempo real el mundo cambia, la gente crece, viaja, algunas cosas se construyen, otras se destruyen. Pero en el mundo imaginario de los juegos, el tiempo produce un efecto diferente. Podemos retomar una "fantasía" después de días o meses y el mundo imaginado estará igual, con las mismas atracciones, bellezas y peligros. Pero en el cuento se habla de un "final del juego", y el final es el último tiempo.

Para pensar juntos y después escribir solos: ¿Qué causó el final del juego? ¿Por qué las tres lo entienden sin decírselo?
Para usar la imaginación: ¿Qué comienza con ese final?


Fernando Veríssimo, Residuos


1. El cuento y sus voces
a) En este relato la voz del narrador se limita a una breve inter­vención al comienzo. ¿Qué funciones creen que cumple? ¿Qué informaciones da? ¿De qué tipo de narrador se trata? ¿Con qué otras voces se completa la información del relato?

b) Los personajes "...Es la primera vez que se hablan...", pero parecen saber bastante el uno del otro. El siguiente juego les permitirá comprobar cuánto se conocen. Las mujeres del curso pónganse en el lugar del personaje femenino; los varones, en el del per­sonaje masculino. Imaginen el día anterior al encuentro del rela­to. Ellos aún no se han hablado por primera vez, pero, como se ve en el cuento, ya han pensado el uno en el otro. Ella escribe algo sobre él y él algo sobre ella.

Completen el título con las opciones dadas o cualquier otro sustantivo que les parezca adecuado, según cómo piensen que su personaje considera al otro.

Las mujeres Los varones
"El...........del 612" "La...........del 610"

Algunas opciones posibles: Algunas opciones posibles: señorita –
señor - hombre - joven – mujer - joven -chica - vecina
chico - vecino

Ya tienen el título. Ahora escriban el texto, que debe incluir:

-lo que el personaje imagina sobre el otro/otra
-alguna idea sobre por qué el otro/otra le ha interesado
-algo que diga sobre sí mismo/a

Ya conocen un poco más a estos dos personajes... ¿Qué tienen en común? ¿Qué buscan el uno en el otro?


2. El cuento y su mundo

a) En el relato no hay una descripción de los personajes, ni del lugar donde habitan ni de la vida que hacen. Sin embargo, el diálogo nos permite hacernos una idea sobre su mundo.

Respondan eligiendo una opción cada vez, y fundamen­tando con información dada por el diálogo.

* El mundo del relato parece:

( ) actual ( ) antiguo ( ) futuro

* Los personajes parecen pertenecer a una clase social:
( ) alta ( ) media ( ) baja

* Viven en:

( ) una gran ciudad ( ) una localidad pequeña

b) "Basurología"
Estos personajes se han conocido de una manera un poco "especial", a través del análisis de los residuos. En nuestros días este se practica con fines diversos. Por ejemplo:

*los equipos de marketing de los grandes supermercados tienen en cuenta los residuos de una zona. Así averiguan qué cosas y cuánto consumen los habitantes, para decidir si les conviene abrir una sucursal en un lugar determinado.

* investigadores científicos estudian la calidad de vida y las perspectivas ecológicas de una región observando qué tipo de desechos arrojan sus pobladores.

Usen la imaginación y escriban un relato eligiendo una de las siguientes opciones:

*El progreso de una familia según sus bolsas
*Un secreto descubierto entre desechos
*La bolsa de ese día le dio nuevas esperanzas

3. El cuento y su tiempo

a) Según lo explicado en Puertas de acceso bajo el subtítulo "La duración y el ritmo del tiempo", dirían que el tiempo en este relato es:

( ) ¿sintético? ¿Por qué?
( ) ¿acelerado ? ( ) ¿lentificado? ( ) ¿verosímil?

b) Por estar escrito casi exclusivamente como un diálogo, este relato podría ser, sin modificaciones, el guión de una obra teatral. ¿Cuál de los cuatro tiempos que les dimos como opciones en la pregunta anterior es más adecuado para el teatro? ¿Por qué?

Para trabajar en grupos:
Hagan una representación dramática en el aula eligiendo una de estas posibilidades:

*Representar una parte del diálogo
*Continuar imaginariamente el diálogo


Fernando Sorrentino, En espera de una definición


Duro de definir...
En Puertas de acceso se dijo que un cuento suele ser la narración de un suceso. ¿Cuál dirían que es el suceso narrado en este cuento? ¿Qué partes del texto no parecen narrativas?
¿Si esas partes no son narrativas, qué parecen ser?

1. La voz del cuento

a) Elijan una opción y expliquen por qué la eligieron:
El narrador de este cuento, por su ubicación frente a los hechos que relata, se parece más al de:
( ) "El gato negro" ( ) "Final del juego"


b)Polifonía: una cuestión "de estado"

A lo largo del relato se pueden encontrar, en el discurso del na­rrador, "voces" de distintas esferas del poder público, como la Justicia o las instituciones de gobierno. Se utiliza un vocabulario propio de estos ámbitos, que a veces ocupa frases enteras, ubiquen en el texto algunas de esas voces. ¿Qué efecto producen aplicadas a la situación que se narra en el cuento?


2. El cuento y su mundo

La historia se desenvuelve dentro de un departamento. Hay una sola vista del exterior: "... observaba por la ventana las vanas figuras de los albañiles que trabajaban en la obra en con­strucción de la vereda de enfrente y pensaba que ellos estaban en un mundo de sol, de aire, de baldes y ladrillos límpidos, un mundo donde no tenía lugar un mosquito siniestro y poderoso...".

Tachen lo que no corresponde. Este párrafo corresponde a un momento:

reflexivo /calmo / tenso.

¿Por qué piensan que el personaje habla del mundo exte­rior justo en ese momento del relato?

El personaje dice que esos albañiles están en un mundo de "sol", "aire", etc. ¿En qué mundo parece estar él?

En la última parte del relato el narrador protagonista intenta encontrar explicaciones para la situación que vive. Para ello, enumera algunas posibilidades. ¿Todas son sobrenatu­rales? ¿Qué otras posibilidades sugerirían ustedes?

3. El tiempo de la espera
"En espera de una definición" es a la vez el título y la últi­ma frase del relato. Vamos a trabajar con sus dos términos prin­cipales:

* Espera: Esta palabra implica una duración, se refiere a algo que siempre se extiende en el tiempo. Señalen en cada par el término que les parezca más adecuado para un "tiempo de espera":

variado - monótono
activo - pasivo
estático - dinámico
duda - certeza
veloz - lento

Ahora revisen el texto y observen cuáles son los dos tiempos verbales que más se usan. ¿Cuál de ellos es el que corresponde a la espera del personaje? ¿En qué parte del relato se usa el otro y para qué?

* Definición: Si se espera una definición es porque algo está indefinido.

¿Qué queda "indefinido" para el personaje y qué para los lec­tores?


4. Para terminar...

Fueron observando en el relato estos elementos:

-confusión entre mundos "exteriores" e "interiores"
-autoridad, poder, justicia
-una espera
-algo indefinido

Con ellos podría componerse algo diferente. Escríbanlo con esta sugerencia incluyan alguna desproporción y contraste, como la que se produce en este relato entre un mosquito do­minador y un hombre dominado.


Adolfo Bioy Casares, De la forma del mundo


1. El cuento y sus voces

¿Qué sabe el narrador? Observen esta cita y completen a continuación : "...Ahora nos parece (pero ahora sabemos lo que sucedió) que lo más juicioso hubiera sido salir del paso con una contestación que no lo comprometiera...".

Teniendo en cuenta la parte que está entre paréntesis, se podría decir que, por el punto de vista, es un narrador.................., porque..............................................................................................................................................Pero si se tiene en cuenta que en el resto del relato sólo se conoce lo que el personaje de Correa ve y oye, se podría decir que el narrador es................... porque....................................................................................


2. El cuento y su mundo

a) Polifonía y mundo creado

En el cuento se transcriben fragmentos de conversaciones que Correa escucha mientras espera la lancha. Esas voces ¿de qué tipos de discurso provienen? ¿En qué contextos se suelen escuchar? ¿Qué nos anticipan sobre los sucesos y situaciones posteriores?

b) El narrador dice en el primer párrafo: "...Por supuesto, la isla en cuestión no era más que un matorral anegadizo, lugar in­descifrable en el laberinto de riachos y de sauces del enorme delta...".

El laberinto es una figura que se repite en la literatura desde la antigüedad. Aparece en el mito griego de Teseo, héroe ate­niense que debe recorrer el laberinto de Creta para derrotar al terrible monstruo Minotauro. En la tradición cultural de occi­dente, el laberinto suele aparecer como el paso a otro mundo. Por ejemplo, en el poema épico La Eneida, de Virgilio (uno de los más célebres poetas latinos del siglo i), el héroe Eneas debe descender a las moradas de los muertos, el "otro mundo" de la religión grecorromana. En la puerta del templo que conduce a esas profundidades encuentra representado el laberinto cretense: "...Allí puede verse aquel extraño edificio donde no es posible evitar perderse...".1 En el cuento de Bioy Casares, el laberinto del delta también es para Correa la antesala de un mundo distinto.

Teniendo en cuenta las características de Correa, su vida y la carrera que estudia, ¿en qué "otro mundo" entra al comen­zar a seguir al "doctor"? ¿En qué aspectos ese mundo es dife­rente del suyo?

Busquen en alguna enciclopedia información sobre el mito de Teseo, Pasifa y el Minotauro. ¿Qué parecidos encuen­tran entre esas historias y la que se narra en "De la forma del mundo"?



3. Lo "insólito"

En "De la forma del mundo" hay algo que parece sobre­natural: el túnel. ¿Cuál es la reacción de Correa cuando conoce las propiedades extrañas del túnel? ¿Le resulta sorprendente o le parece algo natural, verosímil? ¿Y al "doctor"? ¿Y a Cecilia, cuando Correa se lo cuenta?

Hay muchos relatos en los que suceden hechos insólitos. Pero en algunos se agrega una "extrañeza" más: ni los perso­najes ni el narrador se sorprenden por esos hechos. Así pasa en las narraciones de Lewis Carroll: Alicia en el país de las
maravillas y Alicia en el país del espejo. Ambas refieren reco­rridos por lugares insólitos adonde Alicia llega desde sitios cotidianos: una conejera de su jardín y el espejo de la sala. En esos otros mundos ocurren cosas disparatadas que —salvo a Alicia— a todos los personajes les parecen normales. Lean esta parte:

"...—¿Qué clase de cosas recuerda mejor usted? —se atrevió a pregun­tar Alicia.
¡Oh, las cosas que sucedieron después de la semana próxima! —replicó con displicencia la Reina. —Por ejemplo —continuó, mientras se aplicaba un gran vendaje en el dedo—, ahí tienes al Mensajero del Rey. Ahora está preso, condenado, y el proceso no comenzará hasta el miércoles próximo. Naturalmente, el crimen viene al final.
¿Y suponiendo que nunca cometa el crimen? —preguntó Alicia.
¿No sería lo mejor? —dijo la Reina, mientras fijaba el vendaje alrede­dor del dedo con una cintita.
Alicia comprendió que eso era innegable.
Claro que sería lo mejor —dijo—; pero no sería lo mejor que fuera casti­gado.
Allí te equivocas —dijo la Reina—. ¿Fuiste castigada alguna vez?
Sólo por faltas.
¡Y eso fue lo mejor para ti, lo sé! —-exclamó triunfal la Reina.
Sí, pero yo había cometido las faltas por las que fui castigada —dijo Alicia—; eso señala la diferencia.
Pero si no las hubieras cometido —dijo la Reina—, hubiera sido aún mejor. ¡Mejor, mejor y mejor!..."2

a) ¿Por qué situaciones extrañas pasa Correa en la historia de Bioy? ¿El narrador las cuenta como hechos insólitos?

b) Observen el diálogo entre Alicia y la Reina. ¿Cuál de los per­sonajes de "De la forma del mundo" hace razonamientos com­parables con los de la Reina? ¿Qué ejemplos aparecen en el dis­curso de ese personaje?

c) ¿un sueño...?
"...La verdad era que por más que los mirara, esos parajes desconocidos, sucesivos, parecidos entre sí, irremediablemente se le confundían como partes de un sueño..."

Así el narrador introduce una posibilidad: que todo haya sido un sueño. Pero esta no es la única forma posible de enten­der el cuento. Acá va un juego: lean el argumento a favor de la idea de que Correa está soñando, y basándose en lo que el rela­to dice, encuentren argumentos en contra. Argumento a favor: En los sueños, a veces las cosas insólitas no sorprenden.


4. El cuento y el tiempo

Aceptar la posibilidad del sueño es una de las formas de comprender que el tiempo pase, para Correa, con una duración diferente.

Busquen en el texto ejemplos de tiempo prolongado, acortado o detenido.
Escriban un relato de un sueño en el que el tiempo se altere de alguna manera.


Saki, La ventana abierta


1. Las voces y el mundo en este cuento

a) ¿Quién es el narrador del relato? ¿Hay relatos incluidos? Márquenlos en el texto. ¿Quién es el narrador de esos relatos incluidos?

b) ¿Cómo parece ser el mundo creado en el relato?

( ) parecido a la realidad
( )extraño, inquietante
( )fantástico, sobrenatural

¿Y el mundo de los relatos incluidos, cómo es?

c) Bromas pesadas

La risa suele originarse ante cosas y situaciones fuera de lo común o inesperadas. Pero a veces provoca risa algo que en otras circunstancias causaría terror o angustia, ¿cómo llamarían a este tipo de humor? ¿Con qué personaje del cuento rela­cionarían esta manera de divertirse?

Piensen y escriban en grupos una situación en que se pro­duzca una broma con las características que tiene la del cuento de Saki.

d)Fantaseando

Vera tiene una gran capacidad creadora. Pero lo que inventa no surge de una historia elaborada previamente, sino de detalles que observa en los objetos que la rodean o en las pa­labras de los demás. A partir de esos detalles crea sus dos relatos: el que le cuenta a Framtom y finalmente el que impro­visa para sus familiares.

¿Qué detalles le sirvieron de "inspiración" para cada una de sus dos bromas?

Escriban un relato imaginado a partir de alguno de los siguientes "detalles":

*dos automóviles nuevos estacionados en medio del campo
*iniciales en un armario
*tres enanos de jardín abandonados en la calle
*ranuras en un zócalo
*un plato con ciruelas en el porche de una casa

2. El cuento y su tiempo

a)¿El tiempo en este relato es:

( ) ¿sintético ? ( ) ¿acelerado?
( ) ¿lentificado? ( ) ¿verosímil?

¿Por qué?


Ray Bradbury, Abril de 2005: Usher II


1. Las voces y el mundo en este cuento

a) Entre dos cita

El cuento empieza y termina con un parlamento del personaje principal, el señor Stendahl. Lo que Stendahl reproduce es el comienzo y el final del cuento "La caída de la Casa Usher", de Edgar Allan Poe. Aun cuando no hayan leído este relato de Poe, piensen entre todos:

* ¿Qué tipo de mundo se sugiere con las palabras de esa cita?
* ¿Cuáles pueden ser los temas de un cuento que comienza así?

b) Mundos en lucha

Hagan un relevamiento de voces provenientes de:

* otros textos literarios
* leyendas y creencias populares
* el cine de terror

Una ayuda: para obtener información sobre los nombres que no conozcan pueden recurrir a enciclopedias, libros sobre historia del cine, recopilaciones de cuentos de hadas o de leyendas anglo-norteamericanas.

¿Qué tienen en común las voces relevadas? ¿Qué "mundos" se pueden crear con esas voces? ¿Qué "mundo" se opone, en el cuento de Bradbury, a esos mundos?

c) Cuentos transplantados

Elijan, para leer, uno de estos dos cuentos de Edgar Allan Poe: "La máscara de la muerte roja" o "El tonel de amontillado". En el relato de Bradbury hay descripciones y situaciones tomadas casi literalmente de esos cuentos. Traten de ubicarlas y, según cuál de los dos cuentos hayan elegido, encuentren relaciones entre el sentido del relato de Poe y el de Bradbury. Estas son palabras clave para empezar a trabajar: venganza, si eligieron "El tonel de amontillado" y castigo, si eligieron "La máscara de la muerte roja".

d)Las fantasías de nuestra época

Ray Bradbury publica este relato antes de 1946. En él imagina el futuro (2005) como podía ser intuido en su época. Su personaje siente amor y nostalgia por fantasías de su tiempo (el cine de monstruos), por otras del pasado reciente (los relatos de Poe o de Lewis Carroll) y por algunas de todas las épocas (duendes, brujas, hadas). También para los trucos se valió de algo contemporáneo a él: los robots del relato son mecánicos.
Hoy, hacia fines del siglo xx, las fantasías sobre el futuro han cambiado notablemente. Los monstruos ya no necesitan de la luna llena: la ingeniería genética y la energía atómica han sugeri­do a la imaginación mutaciones y metamorfosis insospechadas, como se puede ver en los filmes La mosca, El vengador del futuro o El regreso de los muertos vivos. El espacio sombrío de los viejos castillos y catacumbas ha quedado chico frente a los agujeros negros del universo. Los mundos que hoy crea la histo­rieta y el video muestran personajes completamente diferentes de los que Stendahl incluyó en su mansión artificial.

Cada uno de ustedes escriba un texto descriptivo para mostrar cómo sería su versión (actualizada) de la "mansión", incluyendo en ella personajes y escenarios de las fantasías de nuestro tiempo.

2. El tiempo en el relato: la crónica

Este cuento de Bradbury pertenece a Crónicas mar­cianas. La crónica es un tipo de narración en el que el tiempo se marca en forma precisa y detallada. Así sucede en este cuen­to, como se ve incluso en el título.
Observando los gráficos que aparecen en Puertas de acceso, La organización del tiempo, tracen los que correspon­derían a la historia y al relato en este cuento. ¿En qué momen­tos se producen saltos y en qué dirección? ¿Qué información agregan esos saltos para comprender la historia narrada?

Cuarto de herramientas

BREVE ITINERARIO BIOGRÁFICO





Julio Cortázar, argentino (1914-1984), según sus amigos gustaba de coleccionar herramientas, en espe­cial destornilladores, uno de sus principales entretenimientos era elegir al azar en el mapa un lugar de París, la ciudad donde vivía, y trasladarse hasta allí a buscar temas para sus historias, uno de sus escritos menos conocidos es la biografía que hizo de un escritor, Edgar Allan Poe, norteamericano (1809-1849)


Edgar Allan Poe quien a los quince años nadó seis millas contra la corriente del río James. Los que han estudiado la vida de Poe no saben exactamente qué hizo entre 1827 y 1829. Algunos lo ubican en aventuras por las estepas rusas, otros en Francia, otros en Inglaterra. Lo cierto es que no se movió de su país (EE.UU.), donde participó del ejército como soldado raso. Casi toda su producción literaria se publicó primero en revistas, como ocurre hoy con Luis Fernando Veríssimo, brasileño (1941).



Luis Fernando Veríssimo cuentista, cronista y músico que frecuenta los medios de comu­nicación de masas. Veríssimo ha viajado mucho y tiene una colección de crónicas sobre las impresiones que le causó cada una de las ciudades visitadas. También crónicas, pero de Marte, intentó el norteamericano Ray Bradbury (1919).


Ray Bradbury pero en su caso sin viajar hasta allí. Bradbury amaba las noches de verano de su tierra, Illinois; quizás por eso la parte de la casa que más se nombra en sus cuentos es el porche y muchas de sus historias comienzan con recuerdos familiares, interés que comparte con Fernando Sorrentino, argentino (1942).


Fernando Sorrentino. La zona de la estación Palermo es una de las que más aparece en los cuentos de Sorrentino. Fernando es profesor de Castellano y tiene tres hijos, las dos mujeres son mellizas y el varón, curiosamente, no lo es. Además de su obra narrativa para niños y adultos, ha publicado sus conversaciones con otros i38 cuentistas, entre ellos Adolfo Bioy Casares, argentino (1914).


Adolfo Bioy Casares que es de Virgo. Bioy vive en la calle Posadas, una de sus obras se titula El sueño de los héroes, otra El héroe de las mujeres y el sueño con mujeres suele ser asunto de sus héroes. Gracias a su conocimiento del inglés, realizó la primera traducción al español de los cuentos de Saki (seudónimo de Héctor Hugh Munro), británico de colonias (Birmania, 1870-1916).


Saki criado el pobre por dos tías solteronas, tan odiosas que el niño quería evitar crecer para no parecerse a los adultos. Junto con su hermano, Saki jugaba a gastar bromas pesadas. Sus últimas palabras, en un campo minado, fueron: "¡Apagá ese maldito cigarrillo!". No lo apagaron, y así murió en la guerra.

BIBLIOGRAFÍA



El primero en reflexionar sobre el cuento como género moderno fue el norteamericano Edgar Allan Poe. Es interesante su prólogo a Cuentos contados otra vez, de Nathaniel Hawthorne, que figura en cualquier edición de sus obras com­pletas; aquí Poe explica lo que para él es el relato breve.
El argentino Mario Lancelotti escribió un trabajo llamado De Poe a Kafka. Para una teoría del cuento, de lectura amena y sencilla, publicado por Eudeba (Buenos Aires, 1968). Trata sobre la evolución del cuento y sobre sus diferencias con respecto al género novela.
Para ampliar algunos de los temas tratados en este volu­men pueden recurrir, con la ayuda de su profesor, a Introducción a la literatura fantástica, de Tzvetan Todorov (Buenos Aires, Tiempo Contemporáneo, 1972), donde se profundiza todo lo referente al "mundo creado". El trabajo de Elida Ruíz, La interacción polifónica, publicado en la Enciclopedia Semiológica de la U.B.A. (1995) es un material útil para el tema polifonía. Sobre el tiempo y la diferenciación entre historia y relato pueden consultar el estudio de Gerard Gennetteemid publicado en Análisis estructural del relato (Buenos Aires, Tiempo Comtemporáneo, 1974) denominado "Fronteras del relato”.
Hay, además, muchos cuentistas recomendables. Entre los "fundamentales", porque le dieron su forma y vida al género, están los hispanoamericanos: Gabriel García Márquez, Jorge Luis Borges, Horacio Quiroga y Juan Rulfo, los brasileños Machado de Assis y Joao Guimaraes Rosa, los norteamiericanos: Mark Twain, John Updike y H. P. Lovecraft, y los europeos: Franz Kafka, Antón Chejov, Guy de Maupassant, Henry James, J. G.. Ballard e Ítalo Calvino. Sin duda hay muchos más, según cuáles sean las preferencias de cada uno de los "mundos" que les guste frecuentar.




Libros Tauro
1 Apareció publicado en Tales (1845), compilación de cuentos del autor que también incluía "La caída de la Casa Usher","El misterio de Mane Roget", "El escarabajo de oro" y "La carta robada".
2 Baroques: insólitos, extravagantes.
3 Mozo de cordel o de cuerda: el que se pone en lugares públicos con una cuerda al hom­bro dispuesto a que le soliciten llevar cosas de carga o hacer algún otro mandado
4 Saliencia (en la traducción): el saliente
5 Archidemonio: el prefijo archi con sustantivos denota preeminencia o superioridad.
1 Publicado por primera vez en 1956, en el libro de cuentos del autor que lleva el mismo título.
2 Ponson du Terrail: autor francés de la novela folletinesca Rocambole
3 Venus del Nilo: se alude a la Venus de Milo, una de las obras más perfectas de la escul­tura antigua griega
4 Rocambole: cfr. nota 2. Este folletín de varios tomos alcanzó enorme éxito en los tiem­pos en que se desarrolla la acción del cuento.
5 El Tesoro de la Juventud: publicación destinada a los niños que circulaba a comienzos de siglo, incluía historias con mensajes educativos.
1 Apareció publicado en O analista de Bagé, en 1981.
1 Del volumen de cuentos Imperios y servidumbres, publicado en 1972
1 Publicado en El héroe de las mujeres, en 1978.
2 chi lo sa: en italiano, ¿quién sabe?
3 Cucha: humorísticamente se aplica a la cama.
4 Testa coronada: monarca o soberano; alude a alguien destacado, que sobresale.
5 "de mucha labia": persuasivo al hablar.
6 Compadrada: actitud propia de compadrones, jactanciosa y arrogante.
7 Compinche: amigo, camarada.
8 Malevos: matones.
1 Seudónimo de Héctor Hugh Munro.
2 En El tigre de la señora Packletide y otros cuentos (1973).
3 spaniel: tipo de raza canina.
1 Incluido en la colección Crónicas Marcianas (1946). Primera publicación en español en 1955.
2 El cuento tiene como referente el de Edgar Allan Poe, "La caída de la Casa Usher".
3 La vera efigie, la verdadera imagen o representación.
4 Nueva referencia a cuentos de Edgar Allan Poe: "El entierro prematuro", "El pozo y el 108 péndulo", "Los crímenes de la calle Morgue".
5 Alude a otro cuento de Poe: "El tonel de amontillado".
6 Refiere a "La máscara de la Muerte Roja", de Poe.
1 Aeneidos, Inglaterra, Oxford University Press. Fragmento traducido especialmente para esta edición.
2 Alicia en el país del espejo en Carroll, Lewis: Los libros de Alicia, Buenos Aires, 128 Corregidor, 1976.

¿QUIERES SALIR AQUI? , ENLAZAME

-