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sábado, 31 de diciembre de 2011

HOP-FROG Edgar Allan Poe


HOP-FROG
Edgar Allan Poe
No he conocido nunca a nadie tan agudamente animado a la chanza como aquel rey. Parecía vivir sólo para las bromas. Contar una buena historia del género chusco, y contarla bien, era el medio más seguro de conseguir su favor. Por eso ocurría que sus siete ministros se distinguían por sus cualidades como bromistas. Seguían todos el ejemplo del rey, que era un hombre grande, corpulento, grueso, tal como son los guasones inimitables. Que la gente engorde por las bromas o que haya en la grasa algo que predisponga a la chanza, no he sido nunca capaz de decidirlo; pero es indudable que un bromista flaco es rara avis in terris. Respecto a los refinamientos, o fantasmas del ingenio como él los llamaba, al rey le preocupaban muy poco. Sentía una especial admiración por la broma de resuello, y la soportaba con frecuencia en su longitud, por amor a ella. Los melindres le aburrían. Hubiera él preferido el Gargantúa, de Rabelais, al Zadig, de Voltaire, y por encima de todo, las chanzas efectivas se ajustaban a su gusto mejor que las de palabra. En la fecha de mi relato, los bufones de profesión no habían pasado por completo de moda en la corte. Varias de las grandes «potencias» continentales conservaban aún sus «locos», quienes iban vestidos de un modo abigarrado con gorros de cascabeles, y debían estar siempre prontos a lanzar en todo momento dichos agudos, en compensación a las migajas que caían de la mesa real. Nuestro rey, como era natural, conservaba su «loco». El hecho es que él necesitaba algo en el sentido de la locura, aunque sólo fuese para contrapesar la pesada sabiduría de los siete sabios que eran sus ministros, sin mencionarle a él. Su «loco» o bufón profesional era, además, no sólo un loco. Su valía aparecía triplicada a los ojos del rey por el hecho de ser también enano y cojitranco. En aquellos tiempos los enanos eran tan corrientes en la corte como los «locos» y muchos monarcas hubieran encontrado difícil pasarse los días (días que son más largos en la corte que en cualquier otra parte) sin un bufón para reírse con él, y sin un enano para reírse de él. Pero, como he indicado ya antes, sus bufones, en noventa y nueve casos de ciento, son gordos, redondos y pesados; de modo que era un motivo no pequeño de personal satisfacción para nuestro rey poseer en Hop-Frog (éste era el nombre del «loco») un triple tesoro en una misma persona. Creo que el nombre de Hop-Frog* no era el que le habían puesto al bautizarle sus padrinos, sino que le fue conferido, con el asentimiento unánime de los siete ministros, dada su torpeza para andar
*. Hop, saltar, brincar, y frog, rana.
como los otros hombres. En realidad, Hop-Frog podía avanzar únicamente con una especie de paso interjeccional, algo entre el salto y la reptación, un movimiento que producía al rey una diversión ilimitada, y por supuesto, un consuelo, pues (no obstante la protuberancia de su panza y una hinchazón constitucional de su cabeza) el monarca era considerado por toda su corte como un tipo magnífico. Pero aunque Hop-Frog, a causa de la distorsión de sus piernas, podía moverse tan sólo con,
mucho trabajo y dificultad por un camino o por el suelo, la prodigiosa potencia muscular con que la naturaleza parecía haber dotado a sus brazos, a modo de compensación por la deficiencia de sus miembros inferiores, le hacía capaz de realizar muchos actos de una maravillosa destreza cuando se trataba de árboles, cuerdas o cualquier otra cosa por donde trepar. En tales ejercicios se parecía mucho más a una ardilla que a un mono pequeño o que a una rana. No podría yo decir con exactitud de qué país procedía Hop-Frog. Debía de ser de alguna comarca bárbara de la que nadie había oído hablar, muy alejada de la corte de nuestro rey. Hop-Frog y una joven mucho menos enana que él (pero de exquisitas proporciones y maravillosa danzarina) habían sido arrebatados con violencia de sus respectivos hogares, en unas provincias contiguas, y enviados como presentes al rey por uno de sus generales siempre victoriosos. En tales circunstancias no era nada sorprendente que una estrecha intimidad uniese a los dos pequeños cautivos. En realidad, llegaron a ser muy pronto dos amigos juramentados. Hop-Frog que, pese a dedicarse mucho a la broma, era poco popular, no podía prestar grandes servicios a Tripetta; pero ella, merced a su gracia y exquisita belleza (aun siendo enana), era universalmente admirada y mimada, poseía, por tanto, mucha influencia, y no dejaba nunca de emplearla, siempre que podía, en beneficio de Hop-Frog. En una gran ocasión fastuosa - no recuerdo ya cuál - el rey decidió dar una mascarada, y siempre que se celebraba una mascarada o cualquier fiesta por el estilo en su corte, los talentos de Hop-Frog y de Tripetta tenían una intervención segura en ello. Hop-Frog especialmente poseía tal inventiva en materia de espectáculos, sugiriendo nuevos personajes y creando trajes para los bailes de disfraces que parecía que nada podía hacerse sin su concurso. Había llegado la noche señalada para la fiesta. Se había decorado o un magnífico salón, bajo la dirección de Tripetta, con toda la ingeniosidad posible para dar brillantez a la mascarada. La corte entera vivía en una. espera febril. En cuanto a los trajes y prestancias, cada cual como puede suponerse, había hecho su elección en semejante materia Muchos los habían decidido (así como los róles que iban a adoptar) con una semana y hasta con un mes de anticipación, y al fin y al cabo, no existía la menor indecisión en ningún participante, excepto en lo que concernía al rey y a sus siete ministros. No podría yo decir por qué vacilaban, como no se tratase de otro género de bromas. Era muy probable que la dificultad en adoptar su decisión tuviera por causa su gordura. Sea como fuere, transcurría el tiempo, y como último recurso enviaron a buscar a Tripetta y a Hop-Frog. Cuando los dos amiguitos obedecieron el requerimiento del rey, le encontraron tomando su vino en compañía de los siete miembros de su consejo de ministros; pero el monarca parecía estar de muy mal humor. Sabía que Hop-Frog no era aficionado al vino, pues la bebida excitaba al pobre cojitranco hasta la locura, y la locura no es un sentimiento grato. Pero al rey le agradaban sus propias chanzas y hallaba placer en forzar a Hop-Frog a beber y (según la expresión real) «en que estuviese alegre». -Ven aquí, Hop-Frog -dijo, cuando el bufón y su amiga entraron en el salón-; tómate este vaso lleno a la salud de vuestros amigos ausentes -al oírlo Hop-Frog suspiró-, y luego préstanos el concurso de tu imaginación. Necesitamos papeles (papeles que representar, hombre), algo nuevo, fuera de lo corriente. Estamos aburridos de esta eterna monotonía. ¡Vamos, bebe! El vino iluminará tu ingenio. Hop-Frog se esforzó, como de costumbre, por replicar con una chanza a los requerimientos del rey; pero el esfuerzo fue excesivo. Era casualmente el cumpleaños del pobre enano, y la
orden de beber por sus «amigos ausentes» hizo brotar lágrimas de sus ojos. Gruesas y amargas gotas cayeron abundantes en el vaso que con humildad había cogido de la mano de su tirano. --Ja, ja, ja!--rugió este último, mientras el enano vaciaba con repugnancia el vaso--. ¡Mira lo que puede hacer un vaso de buen vino! ¡Vaya, tus ojos ya brillan! ¡Pobre muchacho! Sus grandes ojos centelleaban más que brillaban, pues el efecto del vino sobre su excitable mentalidad era tan poderoso como instantáneo. Dejó el vaso nerviosamente sobre la mesa y miró a su alrededor a los presentes con una fijeza de semidemencia. Parecían todos ellos muy divertidos con el éxito de la broma regia. --Y ahora, al trabajo --dijo el primer ministro, un hombre muy grueso. --Sí-dijo el rey--. Vamos, Hop-Frog, préstanos tu ayuda. Papeles, mi buen mozo; necesitamos papeles, los necesitamos todos nosotros. ¡Ja, ja, ja! Y como aquello significaba una seria broma, las siete risas hicieron coro a la del rey. Hop-Frog rió también, aunque débilmente, como algo distraído. --Vamos, vamos! --dijo el rey, impaciente--. ¿No se te ocurre nada? --Intento encontrar algo nuevo --replicó el enano, absorto, pues se sentía de todo punto trastornado por el vino. --Cómo que intentas! --gritó el tirano con ferocidad--. ¿Qué quieres decir con eso? ¡Ah! Ya comprendo. Estás malhumorado y necesitas más vino. ¡Vamos, tómate esto! Llenó hasta el borde otro vaso y se lo ofreció al cojitranco, que lo miró, atónito, y respiró entrecortado. --Bebe, te digo --gritó el monstruo-- o por los demonios...! El enano titubeaba. El rey se puso rojo de rabia. Los cortesanos sonreían estúpidamente. Tripetta, pálida como un cadáver, avanzó hasta el asiento del monarca, y arrodillándose ante él, le suplicó que perdonase a su amigo. El tirano la miró durante unos instantes, asombrado, sin duda, de su audacia. Parecía no saber qué hacer ni qué decir, ni cómo expresar dignamente su indignación. Por último, sin pronunciar una sílaba, la empujó con violencia lejos de él y le arrojó el contenido del vaso lleno a la cara. La pobre muchacha se levantó como pudo, y no atreviéndose siquiera a suspirar, volvió a ocupar su puesto junto a la mesa. Hubo como medio minuto de silencio de muerte, durante el cual hubiese podido oírse caer una hoja o una pluma. Fue interrumpido por el sonido de un rechinamiento bajo, pero ronco y prolongado, que pareció salir de repente de todos los rincones de la estancia. --Por qué, por qué, por qué haces ese ruido? --preguntó el rey, volviéndose, furioso, hacia el enano. Este último parecía haberse repuesto en gran parte de su embriaguez, y mirando fija, pero tranquilamente a la cara del tirano, exclamó con sencillez: --Yo, yo? ¿Cómo puedo haberlo hecho yo? --El ruido me pareció venir de fuera --observó uno de los cortesanos--. Me figuro que es el loro en la ventana afilándose el pico sobre los barrotes de su jaula. --Es cierto--confirmó el monarca, como sintiendo un gran alivio ante aquella idea--; pero por mi honor de caballero hubiese jurado que era el rechinar de los dientes de este vagabundo. A lo cual el enano se echó a reír (el rey era un bromista harto inveterado por hacer ninguna objeción a nadie que riese) y mostró una ancha, potente y muy repulsiva dentadura. Además, declaró que bebería gustoso cuanto vino quisieran. El monarca se apaciguó; y Hop-Frog, habiendo ingerido otro vaso lleno, sin notarse que le hiciera ningún mal efecto, entró inmediatamente en el plan de la mascarada.
--No puedo decir por qué asociación de ideas --observó, muy tranquilo y como si no hubiese probado vino en su vida--, precisamente después que vuestra majestad golpease a esta muchacha y le tirase el vino a la cara, y mientras el loro hacía ese extraño ruido por fuera de la ventana, uno de los juegos de mi país que figuran con frecuencia en nuestras mascaradas, pero que aquí resultará nuevo en absoluto. Por desgracia, no obstante, requiere un grupo de ocho personas y... --Aquí somos ocho!--gritó el rey, riendo de su agudo descubrimiento de aquella coincidencia--, ocho en un grupo. Yo y mis siete ministros. ¡Vamos! ¿Cuál es esa diversión? --Nosotros la llamamos --explicó el cojitranco-- los «Ocho orangutanes encadenados», y es, de veras, un juego soberbio cuando se realiza bien. --Lo reslizaremos así --dijo el rey, levantándose y frunciendo el ceño. --La belleza del juego --prosiguió Hop-Frog-- consiste en el espanto que produce en las mujeres. --Magnffico! --rugieron a coro el monarca y su gobierno. --Os vestiré yo de orangutanes -. -continuó el enano-; confiad en mí. El parecido será tan sorprendente, que todos los compañeros de la mascarada os tomarán por verdaderos animales, y naturalmente, se quedarán aterrados y atónitos. eso es delicioso! --exclamó el rey--. ¡Hop-Frog, haré de ti un hombre! --Las cadenas tienen por objeto aumentar la confusión con su ruido discordante. Se supondrá que habéis escapado, en massa a vuestros guardianes. Vuestra majestad no puede concebir el efecto que producen en una mascarada ocho orangutanes encadenados, que la máyoría de los asistentes se imaginan son de verdad, precipitándose con gritos salvajes entre una multitud de hombres y mujeres delicada y suntuosamente vestidos. El contraste es inimitable. --Lo será --dijo el rey; y el consejo se levantó en seguida (pues se hacía tarde) para poner en ejecución el plan de Hop-Frog. Su manera de disfrazar a todo aquel grupo de orangutanes era muy sencilla, pero eficaz prácticamente para su propósito. En la época de mi relato se veían muy rara vez los animales en cuestión en cualquiera de las partes del mundo civilizado, y como las imitaciones hechas por el enano eran lo bastante semejantes a unas bestias, y más que bastante horrorosas, su parecido a las verdaderas estaba asegurado. El rey y sus ministros fueron, ante todo, embutidos en camisas y calzoncillos muy ajustados, de elástica. Luego los untaron de brea. En este momento de la operación alguien de la partida sugirió el empleo de plumas; pero la sugestión fue al punto rechazada por el enano, que convenció pronto a los ocho, por medio de una demostración ocular, de que el pelo de unos animales como los orangutanes se representaba mucho mejor con lino. Por consiguiente, pusieron una espesa capa encima de la brea. Buscaron luego una larga cadena. Primero la pasaron alrededor de la cintura del rey, y la remacharon; después, alrededor de otro miembro del grupo, y la remacharon tanbién; luego, sucesivamente, alrededor de cada uno, de la misma manera. Cuando estuvo terminado este encadenamiento, separándose unos de otros lo más posible, formaron un círculo, y para hacer mayor el parecido, Hop-Frog pasó el resto de la cadena de un lado a otro del círculo, en dos diámetros, conforme a la manera adoptada hoy día por los cazadores del chimpancé u otros grandes simios en Borneo. El gran salón, donde se iba a celebrar la mascarada, era una pieza circular, muy alta, que recibía la luz solar por una sola claraboya en el techo. De noche (que era la hora en que se utilizaba en particular aquella estancia) estaba iluminada principalmente por una gran aralia colgada de una cadena en el centro de la claraboya, y que bajaba o subía por medio de un contrapeso ordinario; pero (con objeto de no afear su aspecto) este último pasaba por fuera
de la cúpula y por encima del techo. El arreglo del salón había sido confiado a la dirección de Tripetta, si bien en algunos detalles estuvo guiada, al parecer, por el criterio tranquilo de su amigo el enano. Por sugerencia de éste, en aquella ocasión habían quitado la araña. El goteo de la cera (que hubiera sido imposible evitar en una atmósfera tan caldeada) habría causado un serio detrimento en los ricos trajes de los invitados, quienes, dado el amontonamiento de la gente en el salón, no hubiesen podido todos mantenerse apartados del centro, es decir, de debajo de la araña. Candelabros adicionales fueron instalados en varias partes del salón, fuera del sitio destinado a la gente, y una antorcha, que exhalaba un grato olor, fue colocada en la mano derecha de cada de las cariátides, que se erguían contra el muro en número de cincuenta o sesenta en total. Los ocho orangutanes, siguiendo el consejo de Hop-Frog, esperaron pacientemente hasta medianoche (cuando el salón estaba lleno de máscaras) para hacer su aparición. Pero apenas el reloj acababa de dar las companadas, cuando se precipitaron, o más bien rodaron todos juntos, adentro, pues la traba de sus cadenas hizo caer a muchos de ellos, y tropezar a todos al entrar. La excitación entre las máscaras resultó prodigiosa y llenó de alegría el corazón del rey Como se esperaba, fue grande el número de invitados que supusieron que aquellos feroces seres eran efectivos animales de cierta especie, sino orangutanes de verdad. Muchas damas se desmayaron de terror, y si el rey no hubiese tenido la precaución de prohibir toda clase de armas en el salón, él y su banda habrían pa.gado la broma con su sangre. En suma, hubo una carrera general hacia las puertas; pero el rey había mandado que las cerrasen inmediata-mente después de su entrada, y por indicación del enano, habían depositado las llaves en sus manos. Cuando el tumulto estaba en su apogeo, y cada máscara no atendía más que a su propia salvación (pues, en realidad, con aquellas apreturas y con aquella excitación de la multitud existía un gran peligro real), pudo verse la cadena que servía de costumbre para colgar la araña y que había sido también retirada, descender gradualmente hasta que su extremo ganchudo estuvo a tres pies del suelo. Pocos instantes después, el rey y sus siete amigos habiendo rodado por la sala en todas direcciones, se hallaron, por último, juntos en el centro, y por de contado, en contacto inmediato con la cadena. Mientras estaban en aquella posición, el enano, que les había ido pisando, sin ruido, los talones, incitándolos a preservarse del choque, asió la cadena por la unión de las dos partes que cruzaban el círculo diametralmente y en ángulos rectos. Entonces, con la rapidez del pensamiento, encajó en ella el gancho que servía para colgar la aralia; y en un instante como por un agente invisible, la araña encadenada se elevó lo bastante alta para poner el gancho fuera de todo alcance, y como consecüencia inevitable, arrastró a los orangutanes juntos en apretada unión y cara cara. Las máscaras, entretanto, se habían repuesto en cierto modo de su alarma, y empezando a considerar todo aquello como una broma bien preparada, lanzaron una fuerte carcajada ante la posición de los monos. --Dejádmelos!--gritó entonces Hop-Frog; y su voz penetrante se oía fácilmente entre el estrépito-- Dejádmelos a mí. Creo que los conozco. Con sólo que pueda verlos bien, podré deciros en seguida quiénes son. Entonces, gateando sobre las cabezas de la multitud, se las compuso para llegar al muro; luego cogiendo una antorcha de una de las cariátides, volvió como había venido hacia el centro del salón, saltó con la agilidad de un mono sobre la cabeza del rey, y desde allí trepó unos cuantos pies por la cadena, bajando la antorcha para examinar el grupo de orangutanes,
gritando sin cesar: -¡Pronto descubriré quiénes son! Y entonces, mientras la reunión entera (incluyendo los monos) se retorcía de risa, el bufón lanzó de pronto un agudo silbido, al tiempo que la cadena subió violentamente cerca de treinta pies, arrastrando con ella a los aterrados y forcejeantes orangutanes, y dejándolos suspendidos en mitad del aire entre la claraboya y el suelo. Hop-Frog, aferrado a la cadena, se elevó con ella manteniendo aún su posición con respecto a los ocho disfrazados y bajando siempre su antorcha hacia ellos, como si intentase descubrir quiénes eran. Toda la reunión quedóse tan atónita ante aquella ascensión, que hubo después un silencio de muerte, que duró unos minutos. Fue interrumpido precisamente por un ruido de rechinamiento bajo, ronco, como el que antes había atraído la atención del rey y de sus consejeros cuando aquél arrojó el vino a la cara de Tripetta. Pero en la presente ocasión no se trataba de buscar de dónde salía aquel ruido. Salía de los agudos dientes del enano, quien los hacía rechinar como si los triturase en la espuma de su boca, y clavaba sus ojos, con una expresión de rabia enloquecida, en el rey y sus siete compañeros, cuyas caras estaban vueltas hacia él. --jJa, ja, ja! --dijo, por último, el furibundo enano--. ¡Ja, ja, ja! ¡Empiezo a ver ahora quiénes son estas gentes! Y entonces, con el pretexto de examinar al rey desde más cerca, aproximó la antorcha al vestido de lino que envolvía a aquél y que ardía al instante como una sábana de llama viva. En menos de medio minuto los ocho orangutanes ardían todos furiosamente, en medio de los chillidos de la multitud que los contemplaba desde abajo, sobrecogida de horror y sin poder prestarles la menor ayuda. Finalmente, las llamas, aumentando de pronto en virulencia, obligaron al bufón a trepar más arriba por la cadena, fuera de su alcance,y al hacer este movimiento la multitud volvió a quedar sumida durante un segundo en el silencio. El enano aprovechó la oportunidad y habló de nuevo: --Ahora veo claramente --dijo-- qué clase de gentes son estas máscaras. Veo un gran rey y sus siete ministros, un rey que no tiene escrúpulos en golpear a una muchacha indefensa, y sus siete ministros que le incitan a ese ultraje. En cuanto a mí, soy no más que Hop-Frog, el bufón, y ésta es mi última bulonada. A causa de la gran combustibilidad del lino y de la brea a que estaba adherido, apenas terminó el enano su breve discurso. cuando se había consumado la obra vindicadora. Los ocho cadáveres se balanceaban en sus cadenas, masa fétida, negruzca, horrenda y confusa. El cojitranco arrojó su antorcha sobre ellos, trepó despacio hacia el techo, y desapareció por la claraboya. Se supone que Tripetta, apostada sobre el tejado del salón, sirvió de cómplice a su amigo en aquella venganza incendiaria, y que huyeron juntos hacia su país, pues a niguno de los dos se los volvió a ver nunca mas.

viernes, 25 de noviembre de 2011

ÁNGELES IGNORANTES








ÁNGELES IGNORANTES



ÁNGELES IGNORANTES

Zenna Henderson



Todavía la tengo, esa extraña pieza de metal en forma de flor, mostrando las marcas de
la marea en su parte superior y en su fondo el poso de arena y gravilla. Se adapta
fácilmente a la palma de mi mano y puedo rodearla con los dedos; y tantas veces ha
ocurrido así que los bordes están suaves y pulidos ahora... suaves contra la línea
blanquecina de la cicatriz de la herida producida donde un agudo borde brillante y aún
caliente me tocó, cuando la recogí, increíblemente, de donde había caído, fundida,
desde la inclinada pared al suelo arenoso del cañón, más allá de Margin. Es un
recuerdo, y cuando ahora la tomo en mi mano, mirando sin ver los múltiples tejados del
Margin de hoy, me recuerda vívidamente al Margin de ayer... e incluso acuden a mi
mente recuerdos anteriores a Margin.
Solamente hacía una hora que nos hallábamos en la carretera cuando nos tropezamos
con aquella escena. Durante unos quince minutos, sin embargo, se había percibido un
extraño olor en el aire, un olor que me hacia arrugar la nariz, y relinchar y agitar la
cabeza al viejo Nig, sacudiendo los arreos y molestando a Prince, que alzaba
pacientemente la cabeza, miraba a su alrededor y volvía a su tarea.
Nosotros éramos la tarea; Nils, yo y nuestro carromato cargado con pertenencias
personales, arrastrando tras de nosotros a Molly, nuestra aún joven vaca jersey. Íbamos
de camino hacia Margin para establecer un hogar. Nils comenzaría su brillante y nueva
carrera como ingeniero de minas, como superintendente de la mina que había hecho
nacer a Margin.
Por supuesto, aquél sería un primer paso que conduciría a otros empleos más sólidos y
mejor pagados, culminando en el más maravilloso de los futuros que podían florecer de
aquella semilla poco atractiva que estábamos a punto de plantar. Aún nos quedaban
tres días para llegar a Margin, cuando al tomar una cerrada curva en el camino,
haciendo rechinar fuertemente nuestras ruedas de hierro sobre la tierra de aluvión,
descubrimos el desastre.
Nils detuvo inmediatamente los caballos. Un poco más abajo de nosotros y cerca de la
masa protectora formada por la falda de granito gris de la colina se veían las ruinas de
una casa y los derruidos restos de unos cobertizos levantados en un extremo de un
viejo corral. Una delgada columna de humo se alzaba en línea recta, en el aire de la
temprana mañana. No se advertían señales de vida por ninguna parte.
Nils agitó las riendas y animó a los caballos con un cloqueo gutural. Cruzamos sobre el
suelo de arena poco firme y el vehículo se tambaleó peligrosamente cuando las dos
ruedas de la izquierda casi se hundieron hasta los ejes en una falla del terreno.
- Debe de haberse incendiado esta misma noche - comentó Nils, asegurando las
riendas y saltando a tierra.
A continuación alzó ambos brazos para ayudarme a bajar del alto asiento y sostenerme
unos segundos en apretado abrazo, como solía hacer siempre. Luego me soltó y
caminamos juntos hasta lo que había sido el corral de la casa.
- Han desaparecido los establos - dijo Nils; - y, al parecer, todos los animales también.
Hizo una mueca ante el olor que se desprendía de la masa aún candente.
- Seguramente habrán salvado a las bestias - dije, frunciendo el ceño -. No creo que las
hayan dejado encerradas en un cobertizo incendiado.
- Eso, si estaban aquí cuando se declaró el incendio - dijo Nils.
Miré hacia la construcción principal.
- No se le puede llamar casa. Y no parece que viva nadie ahí. Quizá esto sea un hogar
abandonado. Y, en tal caso, ¿qué habrá sido de los animales?
Nils no dijo nada. Había recogido una larga astilla y hurgaba entre las cenizas.
- Voy a mirar qué hay en la casa - dije, contenta de tener una excusa para apartarme
del insoportable olor a carne quemada.
La casa se desmoronaba. La puerta no se abría y las desvencijadas ventanas habían
dejado caer sus cristales rotos sobre el semiderruido porche delantero. Me acerqué
lentamente a su parte posterior. La habían construido tan cerca de las rocas, que
solamente quedaba un estrecho paso entre éstas y la casa. La puerta posterior colgaba
de un solo gozne, y más allá vi el destrozado pavimento. En otros tiempos, debía de
haber sido un lugar muy agradable: vidrios en las ventanas... pavimento entarimado...
cuando la mayor parte de nosotros, en el territorio, nos conformábamos con un suelo de
tierra apisonada y muselina en las ventanas.
Atravesé el umbral de la puerta, arrimándome bien a uno de sus lados y vigilé mis
pasos sobre el suelo, que crujía de modo alarmante. Miré hacia arriba para ver si había
desván, ¡y entonces sentí que todo mi cuerpo temblaba repentinamente de terror y de
sorpresa!
Arriba, recortándose contra la clara luz del día que penetraba por el derruido tejado vi
una cara... ¡un rostro que me miraba! Era un rostro sucio, casi salvaje, enmarcado por
un enmarañado cabello negro que caía sobre las sucias mejillas. Estaba mirándome
desde el hueco de lo que, en otros tiempos, había sido un techo. Luego, la boca se
abrió sin articular ningún sonido, los ojos giraron en sus órbitas y se cerraron. Me lancé
hacia delante, casi instintivamente, y cogí entre mis brazos aquel cuerpo que caía y que
me arrastró al suelo en su caída. Sentí que el semipodrido pavimento cedía y nos
hundíamos en la poco profunda cámara de aire que había debajo de las deterioradas
tablas.
Grité:
- ¡Nils!
Inmediatamente oí la respuesta:
- ¡Gail!
Y, acto seguido, el ruido de los pies de Nils, que corría.
Sacamos a la criatura de la derruida casa y la colocamos sobre la hierba, casi rala, de
unas seis semanas, que crecía entre la arena como un pequeño río verde que siguiera
los repliegues de la tierra allí donde ésta conservaba más humedad. Flexionamos los
brazos y piernas de aquel ser, dándonos cuenta muy pronto de que no era una mujer,
sino una niña todavía. Traté de estirarle la falda para cubrir mejor sus piernas, pero el
borde cedió sin rasgarse, quedándome entre los dedos un conjunto de lo que parecía
ser tela quemada y hollín. Le alcé la cabeza para allanar la arena bajo ella, y me detuvo
cuando algo me llamó la atención.
- Mira, Nils: el cabello. La mitad está quemado. Esta pobre niña debe de haber estado
metida en pleno incendio. Quizá trataría de libertar a los animales...
- No se trata de animales - respondió Nils con voz tensa y tono de cólera. - Son... eran
personas.
- ¡Personas! ¡Oh, no!
- Por lo menos cuatro - añadió Nils, asintiendo con un movimiento de cabeza.
- ¡Oh, pero... eso es terrible! - dije, al mismo tiempo que apartaba un mechón de
cabellos de aquel pacífico rostro. - Seguramente el fuego prendió durante la noche.
- Esas personas estaban atadas - aclaró Nils; - atadas de pies y manos.
- ¿Atadas? Pero, Nils...
- Atadas. Deliberadamente quemadas.
- ¡Indios! - exclamé, poniéndome en pie y casi tropezando con el borde de mis largas
faldas -. ¡Oh, Nils!
- Desde hace casi cinco años no hay ataques indios en el territorio. Y el último tuvo
lugar más allá de sus límites. Me dijeron en Margin que por aquí nunca se habían
mostrado agresivos. En esta zona no hay indios.
- Entonces, ¿quién?...
Nuevamente me dejé caer de rodillas junto a la inmóvil figura, y murmuré en voz baja:
- ¡Oh, Nils!, ¿a qué clase de país hemos venido?
- No importa la clase que sea - dijo Nils -. Tenemos aquí un problema ¿Está muerta esa
niña?
- No.
Apoyé una mano sobre el pecho de la pequeña y sentí cómo ascendía y descendía, al
compás de la respiración. Rápidamente le flexioné brazos y piernas, y luego examiné
sus miembros cuidadosamente.
- No le encuentro ninguna herida. ¡Pero está tan sucia y harapienta!
Encontramos un manantial, bajo un saliente de granito, a medio camino entre la casa y
el corral. Nils hurgó entre nuestras cosas en el carromato y encontró una pequeña
palangana, algunos trapos limpios y jabón. Encendimos un pequeño fuego y
calentamos agua en un cubo abollado. Mientras se calentaba el agua quité a la
pequeña los harapos chamuscados que la cubrían. Llevaba puesta una prenda interior
de una sola pieza, ajustada a su cuerpo tan ceñidamente como su propia piel, y tan
flexible como esta última. Le cubría desde los hombros hasta la parte alta de los
muslos. El desarrollo de su cuerpo me hizo calcularle entonces una edad un poco
mayor de la que le había supuesto en un principio.
La prenda estaba intacta, pero no pude hallar la forma de desabrocharla para
quitársela; así es que se la dejé puesta y envolví a la muchacha, aún inconsciente, en
una colcha. Luego, cuidadosamente, fui bañándola poco a poco, excepto la cabeza,
secando luego aquella extraña prenda interior, que quedó limpia y brillante sin ningún
esfuerzo. Luego le puse uno de mis camisones, que casi le estaba bien, ya que yo
tampoco soy muy alta.
- ¿Qué voy a hacer con sus cabellos? - pregunté a Nils, mirando los chamuscados
mechones de la chica. - La mitad están quemados casi hasta las orejas.
- Corta el resto para igualarlos - dijo Nils. - ¿Tiene quemaduras en alguna parte?
- No - repliqué, un tanto asombrada. - Ni la menor señal de quemaduras y, sin embargo,
sus ropas se han quemado casi por completo, lo mismo que el pelo...
Sentí que un estremecimiento recorría todo mi cuerpo y miré a mi alrededor
aprensivamente, aunque nada podía ser más terriblemente vulgar que aquella escena
de desolación. Excepto... quizá aquella tenue columna de humo que ascendía hacia el
cielo desde las ruinas del cobertizo.
- Aquí están las tijeras - dijo Nils, llegando con ellas desde el carromato.
De mala gana, fijándome en aquellas trenzas que me rozaban la cintura, corté a la
muchacha sus largos cabellos hasta que ambos lados de su cabeza quedaron más o
menos igualados. Luego, haciendo un hueco en la arena para colocarle la pequeña
palangana bajo la cabeza, le lavé el pelo hasta que el agua salió limpia. La sequé
cuidadosamente. Los cabellos, una vez desembarazados de la suciedad, cayeron en
suaves y espesos rizos sobre su cuello.
- ¡Qué pena haber tenido que cortárselos! - dije a Nils, sosteniendo la húmeda cabeza
sobre mi doblado brazo -. ¡Debieron de ser unos cabellos muy hermosos!
Casi dejé caer mi carga cuando la muchacha abrió los ojos y me miró con expresión
vacía. Forcé una sonrisa y exclamé:
- ¡Hola!... Nils, dame una taza de agua.
Al principio la muchacha miró hacia la taza de agua como si se tratara de un veneno;
luego, suspirando hondo, se la bebió a grandes y apurados tragos.
- Ahora ya estás mejor, ¿verdad? - dije, al mismo tiempo que apretaba su cabeza
afectuosamente sobre mi regazo.
No hubo respuesta ni sonrisa, sino solamente una lenta tensión de los músculos, que
sentí bajo mis manos, hasta que, todavía en mis brazos, la muchacha fue apartándose
de mí poco a poco. Le pasé la mano suavemente por los rizos y añadí:
- Siento mucho haber tenido que cortarlos, pero estaban...
Me interrumpí; sentí otra tensión muscular de la chica, y la ayudé a sentarse. Miró a. su
alrededor, como aturdida, y en aquel momento sus ojos parecieron fijarse en la tenue
columna de humo del corral. Al ver lo que estaba mirando, avancé un hombro para
tapar aquel horrendo espectáculo. La boca de la muchacha se abrió, pero no pronunció
ni una sola palabra. Sus dedos se hundieron, crispadamente en uno de mis brazos
cuando se puso en pie y comenzó a andar hacia el corral.
- Déjala mirar - dijo Nils -. Ella sabe lo que ha sucedido. Déjala. De lo contrario estaría
haciéndose preguntas toda su vida.
Nils la tomó por un brazo cuando la muchacha llegó a su altura y la condujo hasta el
corral. Yo no pude ir. Me ocupé en vaciar la palangana y en enterrar las quemadas
ropas. Luego extendí la colcha para recibir a la pequeña cuando regresara.
Finalmente, Nils la trajo y la dejó sobre la colcha. La muchacha permaneció tendida con
los ojos cerrados, inmóvil, como sin respirar siquiera. Entonces vi que dos lágrimas se
deslizaban por entre sus párpados cerrados y se perdían entre los rizos que cubrían sus
orejas. Nils tomó una pala y, frunciendo el ceño, inició la tarea de enterrar lo que
quedaba de aquellos carbonizados cuerpos.
Encendí el fuego nuevamente y comencé a preparar la comida. El día estaba muriendo
rápidamente; pero, fuese tarde o temprano, cuando Nils terminara, partiríamos. Si
comíamos algo en aquellos momentos y nos poníamos en viaje podríamos hacerlo
durante las horas de oscuridad, hasta que aquel maldito lugar quedase bien atrás.
Finalmente llegó Nils, deteniéndose junto al manantial, resoplando repetidamente, al
tiempo que se echaba agua por el cuello y la cabeza. Salí a su encuentro con una toalla.
- La comida está preparada dije. - Podremos irnos tan pronto como acabemos.
- Mira lo que encontré - dijo, entregándome un trozo de papel. - Estaba clavado en la
puerta del cobertizo. La puerta no ardió.
- ¿Qué es? - interrogué. - Aquí no dice nada.
- Se trata de una cita, una cita de la Biblia.
- ¡Oh! - exclamé. - Sí. Déjame ver.
Sostuve el papel cuidadosamente y lo examiné, al principio un poco desorientada.
Decía, con letra casi ilegible: Ex. 22, 18.
- ¡Ah, sí! - exclamé -. Éxodo, capitulo 22, versículo 18. ¿Lo conoces?
- No estoy seguro, pero tengo una vaga idea. ¿Tienes la Biblia a mano? Lo comprobaré.
- Está guardada en una de mis cajas, en el fondo de todo nuestro equipaje. ¿Quieres
que vaya a buscarla?
- No, ahora no - dijo Nils. - Esta noche, cuando acampemos.
- ¿De qué crees que se trata? - le pregunté.
- Prefiero esperar hasta más tarde. Espero estar equivocado.
Comimos. Intenté animar a la muchacha, pero se volvió hacia otro lado. Puse en su
mano media rebanada de pan y cerré sus dedos sobre ella, obligándola a que se la
llevase a la boca. En la mitad de nuestra silenciosa comida hubo un movimiento que me
llamó la atención. La muchacha se había vuelto para inclinarse y apoderarse con ambas
manos del pan, temblorosamente. Comenzó a masticar con grandes precauciones.
Tragaba con gran esfuerzo y se atiborraba la boca de pan una y otra vez, al mismo
tiempo que las lágrimas se deslizaban por sus mejillas. Comía como una persona que
estuviese muerta de hambre, y cuando acabó el pan le di una taza de leche. La tomé
por los hombros para que se incorporase un poco y la sostuve mientras bebía.
Me hice cargo de la taza vacía y luego dejé que la muchacha se tendiera nuevamente
sobre la colcha. Durante un momento mi mano quedó atrapada bajo su cabeza y sentí
una deliberada presión de su mejilla contra mi muñeca. Luego la muchacha se volvió
hacia el otro lado.
Antes de abandonar aquel lugar rezamos un poco sobre la fosa común que había
cavado Nils. La muchacha estaba a nuestro lado y permanecía inmóvil,
contemplándonos. Cuando terminamos nuestras oraciones, la chica tenía una mano
extendida en la que sostenía una flor blanca, tan blanca que casi parecía proyectar una
luz intensa sobre su rostro. Cogí la flor y la deposité cuidadosamente sobre la sepultura.
Lugo Nils tomó a la muchacha en brazos, y la condujo hasta el carromato. Yo me quedé
atrás durante un momento, no deseando abandonar tan pronto aquella solitaria tumba.
Volví a coger la flor y la examiné. Bajo la luz del sol, sus pétalos parecían brillar con luz
interior y su dorado centro era casi etéreo. Me pregunté que clase de flor podría ser. La
alcé para mirarla al trasluz, y ví que era bastante parecida a una margarita que
estuviera marchitándose con el calor del día. La dejé nuevamente sobre la tierra, que
acaricié con una mano; recé una última oración, y regresé al carromato.
Cuando acampamos aquella noche, estábamos demasiado agotados por las millas
recorridas forzadamente, por el calor, y por los acontecimientos como para hacer algo
más, a no ser cuidar de los animales y dejarnos caer a continuación sobre nuestros
jergones extendidos en tierra, cerca del carromato. No habíamos hecho nada por
detenernos en el anterior pozo que habíamos encontrado, a causa de la demora en
nuestro viaje, pero de momento disponíamos de agua suficiente. Yo me sentía
demasiado cansada para comer, pero aún hallé fuerzas para dar a Nils lo que había
quedado de la comida del mediodía y para ordeñar a Molly. Di a la muchacha una taza
de leche fresca y cremosa y un poco más de pan. Inmediatamente lo despachó todo
ansiosamente, como si aún tuviese hambre. Contemplando sus delgadas muñecas y
sus oscuras ojeras me pregunté cuanto tiempo habría estado sin alimentarse.
Dormimos todos profundamente bajo el cielo cuajado de estrellas; pero a una hora ya
avanzada de la noche me desperté; y como hacía fresco, extendí una mano para ver si
la muchacha estaba bien tapada. Se encontraba sentada sobre el jergón, con las
piernas cruzadas y mirando al cielo. Vi como volvía lentamente la cabeza, para ver el
firmamento de un extremo a otro. Luego volvió a tenderse lentamente sobre el jergón,
suspirando audiblemente.
Yo también contemplé el cielo. Resultaba muy espectacular, todo lleno de estrellas en
una noche sin luna y en aquella región de montañas y llanuras infinitas. Pero ¿qué era
lo que buscaba la muchacha? Quizá disfrutaba sólo con saber que continuaba viviendo
y con ver las estrellas.
Nos pusimos en marcha nuevamente, muy temprano, y alcanzamos la siguiente aguada
cuando todavía las sombras se alargaban con el amanecer.
- Los carromatos estuvieron aquí - dijo Nils. - Anteanoche, supongo.
- ¿Qué carromatos? - pregunté, deteniéndome en mi labor de sacar agua del pozo.
- Desde que abandonamos aquel lugar, no hemos hecho más que seguir sus huellas -
me explicó Nils. - Dos carromatos ligeros y varios jinetes.
- Probablemente se trate de antiguas rodaduras... - insinué. - Pero acabas de decir que
estuvieron aquí anteanoche; ¿crees que habrán tenido algo que ver con aquel incendio?
- No había huellas de ninguna clase antes que llegásemos a aquel lugar. Parece ser
que pasaron la noche aquí y luego se dirigieron expresamente a aquel lugar, para
regresar por este mismo camino a la noche siguiente.
- Se dirigieron allí expresamente... - repetí, sintiendo un escalofrío. - No irás a creer que
en pleno siglo XIX la gente pueda ser tan violenta... La gente civilizada, quiero decir...
Además...
Mis palabras murieron antes de poder expresar la horrorosa imagen que tenía en el
pensamiento.
- ¿No atar a otras personas para quemarlas? - concluyó Nils, arrastrando el pellejo de
agua hacia el carromato. - Gail, nuestro próximo campamento será en Grafton's Vow:
Creo que sería mejor tomarnos un poco de tiempo para ver esa Biblia antes de
continuar.
Así lo hicimos. Y nos miramos mutuamente por encima del dedo de Nils, que señalaba
sobre el libro y el papel que había encontrado en la puerta del cobertizo.
- ¡Oh, no! - exclamé horrorizada -. ¡No puede ser! ¡No en estos días y en esta época!
- Puede ser - replicó Nils -. Puede ser en cualquier época de la vida, cuando las gentes
pervierten la bondad, el amor, y la obediencia y adoran a un pequeño dios que conviene
a sus almas degeneradas.
El dedo de Nils señalaba unas breves líneas: «No permitirás que viva una bruja».
- ¿Por qué has querido consultar esta cita antes de llegar a Grafton's Vow? - pregunté.
- Porque es esa clase de lugar - dijo Nils. - Me lo advirtieron en County Seat. En
realidad, algunos opinaban que sería más prudente tomar el otro sendero: un día más
de viaje, una llanura reseca; pero se evita Grafton's Vow. Se relatan historias de
lapidaciones, y...
- ¿Pero qué clase de lugar es ése? - pregunté.
- No estoy seguro. Aunque he oído historias muy extrañas. Lo fundó hace unos veinte
años un tal Arnold Grafton. Llevó hasta allí a su pequeño rebaño de seguidores para
establecer la nueva Jerusalén. Son gente muy rígida y de estrecha mentalidad. No se
puede discutir pon ellos, y nada de veleidades ni lascivia. Nada de violar las leyes de
Dios; que, según dicen, observan todos. Cuando se apartan de las bíblicas, entonces
parece ser que Grafton aplica las suyas allí donde Dios omitió algo.
- Pero... - dije yo, preocupada. - ¿No son cristianos?
- Eso dicen...
Ayudé a Nils a alzar el pellejo del agua, y él añadió:
- Excepto que creen que sólo han de ceñirse a las leyes del Antiguo Testamento,
suplementadas por las que dicta Grafton. Luego, si obedecen buena cantidad de ellas,
tras una vida de lucha para conseguirlo, Cristo les recibe en un cielo donde no hay
leyes. Cada ley que obedezcan en la tierra será una ley que en la eternidad no existirá
ya para ellos. De manera que ya puedes imaginarlo: cuanto más rígidos sean aquí más
libertad tendrán en el otro mundo. Imagina también lo que debe de ser su cielo:
abstemios, castos, honrados aquí... ¡Un ahorro, un seguro para la prometida Libertad
Total!
- ¿Y el señor Grafton encontró suficientes partidarios de esa doctrina para fundar una
ciudad? - pregunté un poco aturdida.
- Toda una ciudad - replicó Nils. - En la que no seremos admitidos. Hay un lugar para
acampar en las afueras, donde se nos permitirá pasar la noche si es que deciden que
no contaminaremos la zona.
A mediodía nos detuvimos, tras haber rebasado el Millman's Pass. Los caballos
sudaban y respiraban agitadamente, y la pobre Molly, que era arrastrada pesadamente,
se sintió muy agradecida cuando pudo pastar a la sombra de los pinos y álamos.
Estaba ocupada con la artesa donde conservábamos carne cuando, sorprendida, vi a la
muchacha, que se deslizaba en aquel momento fuera del carromato, donde la
habíamos acostado durante el viaje. Se asió a un lado del carruaje e hizo una mueca al
tocar sus pies la gravilla que cubría el terreno. Parecía muy joven y delgada, perdida en
la amplitud de mi camisón de dormir, pero sus ojos ya no estaban tan hundidos y sus
labios ya tenían color.
Le sonreí.
- Ese camisón es un poco largo para trepar por las montañas. Esta noche trataré de
encontrar mis otros vestidos y veré si puedo conseguirte algo. Creo que mi vieja falda
azul...
Me detuve, pues evidentemente la muchacha no entendía una sola palabra de lo que yo
estaba diciendo. Agarré el borde del camisón que llevaba puesto y añadí:
- Camisón.
La muchacha miró la arrugada muselina blanca, y luego a mí; pero no dijo nada.
Coloqué entre sus manos un trozo de pan y dije:
- Pan.
La muchacha lo dejó cuidadosamente sobre el plato donde yo tenía las demás
rebanadas para comer y tampoco dijo nada. Luego lanzó una ojeada a su alrededor, me
miró y, volviéndose de repente, caminó con rapidez hacia los espesos matorrales con
los codos altos, como si estuviese haciendo un esfuerzo para sostener su peso sobre
los pies descalzos.
- ¡Nils! - exclamé, arrebatada por un súbito pánico. - ¡Se va!
Nils se echó a reír desde el otro lado de la lona que estaba extendiendo. Luego dijo:
- Incluso el mejor de nosotros tiene que meterse entre los arbustos de vez en cuando.
- ¡Oh, Nils! - protesté, enrojeciendo, al mismo tiempo que llevaba el plato de pan hacia
la lona. - De todas maneras, no debe correr por ahí con un camisón como ése. ¡Que
diría el señor Grafton! Y..., ¿te has dado cuenta? No ha dicho una sola palabra desde
que la encontramos.
A continuación llevé el resto de la comida hasta el lienzo extendido sobre el terreno y
añadí:
- Ni una sola palabra. Ni un solo sonido.
- Si, tienes razón - dijo Nils; - puede que la muchacha sea sordomuda.
- Estoy segura de que oye - dije.
- Pero quizá no hable inglés - sugirió Nils. - Tiene el pelo negro. Es probable que sea
mexicana, o incluso italiana. Aquí, en la frontera, hay gente de todas las razas. Es difícil
adivinar de dónde puede ser.
- Pero ¿no crees que diría algo en cualquier idioma, que de su garganta saldría algún
sonido? - insistí.
- Quizás se deba a la fuerte impresión que acaba de sufrir - replicó Nils, muy serio. -
Evidentemente, la experiencia habrá sido muy dura para ella.
- Si, quizá sea eso, pobre chiquilla...
Miré hacia el lugar por donde había desaparecido la muchacha y repetí:
- Si... pobre chiquilla. La llamaremos Marnie, Nils. Necesitamos algún nombre para
dirigirnos a ella,
Nils se echó a reír.
- Me parece a mí que ese nombre te consuela un poco de estar separada de tu
hermanita, ¿no? La devolví la sonrisa y repliqué:
- Me suena bien: Marnie, Marnie.
Cómo si acabase de llamarla, la muchacha, Marnie, salió de entre los matorrales. El
camisón le cubría completamente los desnudos pies. Sus manos estaban ocupadas con
un ramo de amapolas, que examinaba atentamente. «¡Qué graciosa es! - pensé -. ¡Y es
bonita!»
- En aquel instante contuve la respiración y mis manos se crisparon sobre el plato que
sostenían. ¡Aquel camisón resultaba demasiado largo para Marnie! ¡No podía caminar
con él sin que lo arrastrara por el suelo o sin tener que sostener su borde con una
mano! ¿Y aquella pausa que hacia entre pasos? Siseé a Nils.
- ¡Mira! - musité casi roncamente. - ¡Está... está flotando! ¡Ni siquiera toca el suelo con
los pies!
Justamente en aquel momento, Marnie nos miró. Su rostro se retorció con una mue
de terror y se dejó caer en tierra. No solamente sobre sus pies, sino al suelo, encogida y
aplastando el ramo de flores con su cuerpo.
Corrí hacia ella y traté de levantarla, pero de pronto se agitó convulsivamente,
intentando huir de mí. Nils acudió en mi ayuda. Entre los dos luchamos por retener a la
chiquilla, que se mostraba tan violenta que incluso pensé en si se haría daño.
- ¡Teme... tiene miedo de algo! - dije agitadamente. - ¡Puede que... piense... que
queremos matarla!
- ¡Ven aquí! - exclamó Nils, cogiéndola por un brazo y sujetándola con firmeza. -
¡Háblale! ¡Dile tú algo! ¡Haz algo! ¡No podré sostenerla durante mucho tiempo!
- ¡Marnie! ¡Marnie! Grité, intentando acariciarle la cabeza y el tenso rostro, procurando
llamar su atención -. Marnie, ¡no temas nada!,
Traté de sonreír y añadí:
- Descansa, pequeña, no tengas miedo...
Le enjugué el sudor y el rostro bañado en lágrimas, con una esquina de mi delantal.
- Vaya, vaya, - murmuró en tono tranquilizador, preguntándome si la muchacha me
entendería.
Pero finalmente la tensión muscular de su cuerpo comenzó a ceder y por fin quedó
inmóvil, totalmente agotada, entre los brazos de Nils. La cogí en brazos y apoyó su
rostro contra uno de mis hombros.
- Tráele una taza de leche - dije a Nils. - Y a mí otra, también.
Hice una breve pausa, sonreí y añadí alegremente:
- ¡Esta es una dura labor!
En la lucha había olvidado casi qué era lo que la había iniciado, pero lo recordé en
cuanto llevé a Marnie hasta el manantial y la obligué a que se lavara la cara y las
manos. Así lo hizo, siguiendo el ejemplo que yo le daba. Luego se secó con una toalla
que le entregué, de tela de saco de harina; y cuando yo comenzaba a volverme para
alejarme, la muchacha alzó el borde del camisón y hundió los pies en el arroyo. Cuando
los sacó para secárselos vi las enrojecidas plantas y dije:
- No me extraña que no quisieras andar. Espera un minuto.
Volví al carromato, cogí mis viejas zapatillas y, al pensarlo dos veces, tomé también
unos cuantos alfileres. Marnie todavía estaba sentada junto al arroyo, inclinada sobre el
agua y sumergiendo en ella los dedos de una mano. Se puso las zapatillas, un poco
grandes para ella, y luego observó con interés mi operación de achicarle el borde del
camisón, empleando para ello los alfileres.
- Ahora - dije, - al menos podrás andar con más comodidad. Pero estropearás
totalmente este camisón si no te encontramos otras ropas.
Nos pusimos a comer, y Marnie despachó todo cuanto preparamos, después de probar
poco a poco los alimentos y de observar cómo comíamos nosotros. Más tarde me
ayudó a recoger las cosas, a guardar lo que había sobrado de la comida y a plegar la
lona. Incluso me echó una mano para fregar los platos, haciéndolo todo con absorbente
interés, como si estuviese aprendiendo cosas realmente nuevas para ella.
Cuando nuestro carromato rodó de nuevo por la carretera, Nils y yo charlamos casi en
voz baja para no molestar a Marnie, que dormía en el interior del carromato.
- Es una chiquilla extraña - dije. - Nils, ¿crees realmente que flotaba en el aire? ¿Cómo
pudo haberlo hecho? Es imposible.
- Bien, pareció como si, efectivamente, flotase - dijo Nils. - Y se comportó como si en
realidad hubiese hecho algo malo, algo...
Nils se detuvo, frunciendo el ceño, al mismo tiempo que con el largo látigo azotaba una
rama del árbol que colgaba sobre la carretera. Luego continuó:
-...Como si nosotros tratásemos de hacerle algún daño. Gail, puede que ésa sea la
razón por la que;... bueno, me refiero a lo de haber encontrado ese papel con la cita
bíblica. Es posible que esas otras personas fuesen como Marnie; y que alguien haya
pensado que eran brujos, y los quemaron.
- ¡Pero los brujos son malignos! - exclamé -. ¿Qué hay de malo con flotar?...
- Cualquier cosa puede ser mala, Gail, si está al otro lado de la línea que tú trazas,
marcando lo único que puede ser bueno. Te aseguro que los limites que trazan algunas
personas son excesivamente estrechos.
- ¡Pero lo que han hecho aquí es un asesinato! - casi grité. - Matar...
- Asesinar, o ejecutar;...es sólo cuestión de interpretación - dijo Nils -. Nosotros le
llamamos asesinato, pero nunca podrá demostrarse.
- Marnie - sugerí -; ¡ella vió!...
- Pero no puede hablar; o no quiere - dijo Nils.
Al primer golpe de vista sentí odio hacia el valle de Grafton's Vow. Para mí era un lugar
sombrío de un extremo a otro, a pesar del fuerte sol que brillaba y que nos hacía sentir
agradecimiento hacia las ramas de los árboles que nos proporcionaban sombra. La
carretera se extendía en aquel momento entre vallados, a medida que nos íbamos
aproximando a la ciudad. Incluso los caballos se sentían nerviosos e incómodos cuanto
más se acercaban a ella.
- Mira - dije: - ahí hay un aviso, o lo que sea; en ese poste.
Nils detuvo el carromato junto al poste, y me incliné para leer:
- Ex., 20, 16. - Luego añadió tras una breve pausa: - Eso es todo cuanto dice.
- Otra cita de la Biblia - dijo Nils. - «No prestarás falso testimonio.» Esto debe de ser
una costumbre de esta gente, colocar citas bíblicas donde se haya quebrantado una ley.
- Me pregunto qué es lo que habrá sucedido aquí - dije, comenzando a temblar, cuando
nos pusimos de nuevo en marcha.
Fuimos recibidos ante una puerta por un hombre que tenía un rifle en las manos y que
dijo:
- ¡Que Dios se muestre misericordioso!
Luego nos condujo hasta un lugar para acampar con toda seguridad, separado de la
ciudad por una empalizada de troncos de madera. Allí nos interrogó gravemente un
hombre de rostro ansioso, que también empuñaba un rifle y que miraba a intervalos
hacia el cielo, como si esperase que en cualquier momento descendiese de las alturas
la ira celestial.
- ¿Solamente un carromato? - preguntó.
- Si - dijo Nils -. Mi esposa, yo, y...
- ¿Tiene usted su partida de casamiento? - preguntó aquel hombre, con severo acento.
- Si - replicó Nils pacientemente, - la tengo guardada en el baúl.
- ¡Y probablemente su Biblia también está guardada en el baúl! - acusó el hombre de
repente.
- No - dijo Nils. - Aquí la tengo.
La sacó de debajo del asiento, y el hombre miró a su alrededor, olisqueando como un
perro sabueso.
- ¿Quién es esa persona? - preguntó a continuación, señalando a Marnie con un
movimiento de cabeza; la muchacha se hallaba tendida; durmiendo quizá.
- Mi sobrina - contestó Nils, antes de que yo dijese nada. - Está enferma.
- ¡Enferma! - exclamó el hombre, apartándose de la trasera del carromato. - ¿Qué
pecado ha cometido?
- No se trata de nada contagioso - aclaró Nils.
- ¿Por dónde han venido?
- Por Millman's Pass - respondió Nils sin parpadear, ante la aguda mirada del extraño
individuo.
El hombre palideció, y su mano se crispó sobre el cañón del rifle; se tensó la piel de su
rostro, y luego comenzó a sudar
- ¿Cómo? - exclamó.
Se pasó la lengua por los labios y habló nuevamente, tartamudeando:
- ¿Vinieron por?... ¿Había allí?...
- ¿Cómo dice? No le comprendo - dijo Nils.
- Nada;... nada - replicó el hombre, retrocediendo.
Durante unos instantes guardó silencio; luego dijo:
- Tengo que verla... A su sobrina. Es muy fácil prestar falsos testimonios...
Tomó un extremo de la colcha y tiré de ella, haciendo que Marnie volviese hacia él la
cabeza. Creí que aquel hombre iba a sufrir un colapso.
- ¡Esa es!... - casi gimió, roncamente -. ¿Cómo consiguió?... ¿Dónde la encontró usted?
Repentinamente, cerró la boca. Después, ante nuestro silencio, añadió:
- Si usted dice que es su sobrina... es su sobrina.
Hubo otro violento silencio.
- Pueden quedarse durante la noche - dijo el hombre, haciendo un esfuerzo -. Hay un
manantial cerca del vallado. No se mueven de su sitio. Recuerden sus oraciones.
Procuren temer a Dios.
Y tras pronunciar estas palabras, se alejó rápidamente.
- ¡Sobrina! - exclamé yo. - ¡Oh, Nils! ¿Tendré que clavar para ti en el carromato un
papelito donde se lea: «Ex., 20, 16»?
- La muchacha tiene que ser alguien - dijo Nils. - Cuando lleguemos a Margin
tendremos que explicar su presencia entre nosotros de alguna manera. Se llama igual
que tu hermana, por lo tanto, es nuestra sobrina. Sencillo, ¿no?
- Eso parece - dije. - Pero, Nils, ¿quién es ella? ¿Cómo sabía ese hombre?... Si
aquellas personas que murieron allí eran sus familiares, ¿dónde están sus carromatos?
¿Y sus pertenencias? La gente no cae del cielo, así como así.
- Puede que los de Grafton ejecutasen a aquellas personas - sugirió Nils -. Y
confiscaran todas sus propiedades.
- Sería más característico si las hubieran quemado en la plaza principal de la ciudad -
dije temblando, - y sus carromatos también.
Acampamos. Marnie me siguió hasta el arroyo. Miré a mi alrededor, sintiéndome
violenta por si alguien la veía en camisón, pero por allí no había nadie y estaba
oscureciendo. Atravesamos el vallado por un pequeño portillo y por vez primera
pudimos ver las casas del pueblo. Eran muy corrientes, exceptuando quizá los
innumerables papeles que aparecían clavados por todas partes. ¿Cómo era posible que
aquellas gentes pudiesen llegar a pecar teniendo ante sí constantemente tantos
recordatorios?
Cuando sacábamos agua del manantial, una muchachita ataviada con un vestido de
percal gris, de cuello y muñecas muy delgados, se aproximó a nosotros, caminando por
la orilla del manantial y mirándonos como si de un momento a otro fuésemos a saltar
sobre ella como fieras.
- Hola - saludé finalmente, sonriendo.
- Que Dios tenga piedad - respondió la chica en voz baja. - ¿Están ustedes en paz con
Dios?
- Espero que si - respondí, sin saber si la pregunta requería una respuesta.
- Está vestida de blanco - dijo la pequeña, señalando a Marnie. - ¿Se está muriendo?
- No - dije, - pero está enferma. Ese es su camisón de dormir.
- ¡Oh! - exclamó la pequeña, abriendo mucho los ojos y cubriéndose la boca con una
mano. - ¡Qué horrible... emplear esa palabra tan mala! Estar así... así... fuera de la
casa, ¡y durante el día!
La pequeña hundió su pesado cubo en el manantial y, casi arrastrándolo, se alejó de
nosotros, vertiendo mucha agua al caminar tan apresuradamente. A medio camino fue
recibida por una mujer de gesto avinagrado que le quitó el cubo de las manos, asestó a
la chica cruelmente un par de golpes con una fina vara que llevaba en la mano y, acto
seguido, sacando un papel del bolsillo, lo clavó en el tronco de un árbol, cogió a la chica
de la mano y el cubo con la otra, y ambas se alejaron con dirección al pueblo.
Me acerqué a mirar el papel: «Ex. 20, 12».
- ¡Vaya! - exclamé, lanzando luego un silbido de asombro. - ¡Y hasta lo tenía escrito ya!
Luego regresé al lado de Marnie. Una vez más, los ojos de la muchacha me parecieron
muy grandes y vacíos de expresión. Tenía las mejillas hundidas.
- Marnie - dije, tocándola en un hombro.
No hubo respuesta, ni parecía darse cuenta de mi presencia cuando la llevé hasta el
carromato.
Nils guardó el cubo del agua, y luego dimos cuenta de una cena frugal y tristona bajo el
resplandor de nuestro fuego de campaña. Marnie no comió nada y permaneció todo el
tiempo terriblemente inmóvil, hasta que la metimos en la cama.
- Puede que la pequeña sufra ataques - dije.
- Quizá haya sido por haber visto cómo pegaban a esa otra niña - dijo Nils -. ¿Qué
habrá hecho?
- Nada, a no ser hablar con nosotros y asustarse de que Marnie vistiera un camisón en
público.
- ¿Qué decía ese papel que clavó su madre en el árbol? - preguntó Nils.
- «Éxodo, 20, 12» - respondí -. La niña debió de desobedecer a su madre al conversar
con nosotros.
Tras una noche inquieta, sin descanso, amaneció; y levantamos el campamento aun
antes de que las sombras se desvaneciesen. Nos pusimos en marcha muy pronto.
Antes de partir, Nils escribió algo en un trozo de papel y sujetó éste al vallado, cerca de
nuestro carromato. Cuando al fin nos alejamos, le pregunté:
- ¿Qué escribiste ahí?
- «Éxodo, capítulo 22, versículos 21 al 24» - dijo. - ¡Si desean ira, que caiga sobre ellos!
Me sentía demasiado deprimida y cansada para seguir hablando del asunto. Solamente
sabía que debía de ser otra prohibición bíblica, y me sentí repentinamente agradecida
por haber sido conducida por mis padres por los senderos del Amor y la Alegría, en vez
de a través de la oscuridad.
Media hora más tarde, oímos ruido de cascos de caballos a nuestras espaldas, y al
mirar hacia atrás, vimos a alguien que cabalgaba hacia nosotros levantando un brazo
con ademán de apremio.
Nils detuvo el carromato y colocó el rifle cruzado sobre ambas rodillas. Esperamos.
Era el hombre de ávido rostro que nos había llevado hasta nuestro campamento
provisional. Llevaba el papel de Nils, arrugado, en una mano. Al principio me pareció
que no podía hablar. Finalmente, exclamó:
- ¡Adelante! ¡No se detengan! ¡Puede que vengan detrás de mí!
Tragó saliva y se enjugó el sudor de la frente. Nils sacudió las riendas y avanzamos de
nuevo por la carretera. El hombre dijo:
- Ustedes... ¿dejaron esto?
Y al hacer la pregunta, extendió hacia nosotros el papel. Luego continuó hablando
atropelladamente:
- «No vejarás a un forastero ni le oprimirás; no abusarás de ninguna viuda ni de ningún
huérfano. Si les ofendes de alguna manera, yo escucharé sus gritos y mi cólera
descenderá como cera derretida»...
El hombre se agitó sobre la silla de su montura, luchando por respirar más
cómodamente, y añadió:
- Esto es exactamente lo que yo les dije, les enseñé el papel, los versículos
siguientes;... pero no pudieron ver más allá del 22, 18. Ellos... se fueron luego. Ese
Archibold les habló de aquella gente. Dijo que hacían cosas que solamente los brujos
sabían hacer. Tuve que acompañarles. ¡Oh, que Dios tenga piedad! Y les ayudé a
atarles y vi cómo luego ardía el cobertizo.
- ¿Quiénes eran? - preguntó Nils.
- No lo sé - respondió el hombre, aspirando el aire ruidosamente -. Archibold dijo que
les vio volar por entre los árboles y reír. Dijo que flotaban rocas a su alrededor y
comenzaron a construir una casa con ellas. Dijo que..., que caminaban sobre el agua y
no se hundían en ella. Dijo también que uno de ellos sostenía un trozo de madera en el
aire, que de repente aparecía más madera, que ardía, y que luego hacían brotar una
higuera de la tierra...
Se enjugó de nuevo el sudor del rostro y añadió:
- ¡Tienen que haber sido brujos! De lo contrario, ¿cómo hubiesen podido hacer tales
cosas? Los cogimos. Estaban durmiendo. Volaban como pájaros. Yo cogí a esa
pequeña que tienen ustedes allí en el carromato, aunque sus cabellos entonces eran
mucho más largos. Los atamos a todos. ¡Yo no deseaba hacerlo!
Las lágrimas se deslizaban por las mejillas de aquel hombre. Hizo otra pausa y continuó
su relato:
- Yo no hice nudos en mi soga, y cuando el techo se incendió, la muchacha voló desde
el fuego y se escondió en la oscuridad. ¡No sabia que los de Grafton eran así! Yo llegué
aquí el año pasado. Ellos... ellos le dicen a uno lo que hay que hacer para salvarse. Uno
no tiene que preocuparse, ni pensar, ni preguntarse nada.
El hombre, una vez más, se enjugó el sudor con una manga, añadiendo:
- Ahora, durante toda mi vida, veré aquel cobertizo en llamas. ¿Y los demás?
- Los enterramos - dije lacónicamente -. Enterramos sus restos carbonizados.
- ¡Que Dios tenga piedad! - musitó el hombre.
- ¿De dónde venía esa gente? - preguntó Nils. - ¿Dónde están sus carromatos?
- No había carromatos - respondió el hombre. - Archibold dice que llegaron cuando el
cielo se iluminó con un gran rayo y luego sonó un trueno. El cielo estaba despejado
entonces; ni una sola nube por ninguna parte. Dice que esperó y los observó durante
tres días, antes de venir a decírnoslo. ¿No creen ustedes que serían brujos?
Miró hacia la carretera que quedaba a su espalda y añadió:
- Podrían seguirme. No les diga nada. No les diga que yo he hablado así.
Reunió las riendas en una sola mano, con rostro ansioso; espoleó a su caballo hasta
llevarlo al galope y se apartó de la carretera para cruzar el llano. Pero, antes de que se
desvaneciese en la distancia el ruido de los cascos de su caballo, dio media vuelta y se
acercó de nuevo a nosotros.
- ¡Esa muchacha debe de ser una bruja! - exclamó, con jadeante respiración. - Debe
morir. Están ustedes comprometiéndose con el diablo...
- ¿Quiere que la saque de ahí dentro para que pueda usted quemarla aquí mismo? -
preguntó Nils, con tono airado. - Para que pueda usted contemplar cómo arde, por sus
muchos pecados...
- ¡No, no lo haga! - exclamó el hombre, inclinándose sobre el pomo de su silla, en el
colmo de la indecisión. - Ningún hombre que haya puesto la mano sobre el arado y mire
hacia atrás alcanzará el reino de los cielos. ¿Y si tuviesen razón? ¿Y si el diablo me
estuviese tentando en estos momentos? ¡Puede que aún no sea demasiado tarde!
¡Puede que me salve confesando!
Y tras pronunciar estas últimas palabras, el hombre espoleó a su caballo nuevamente,
para lanzarse al galope carretera adelante, de nuevo hacia Grafton's Vow.
- ¡Bien! - exclamé yo, suspirando hondo. - ¿Qué versículo citarías para esto?
- Me estoy preguntando - dijo Nils - si ese llamado Archibold no estará loco de remate.
- Volaron como pájaros - le recordé. - Y Marnie flotaba.
- ¡Pero eso de que flotaban rocas a su alrededor y maderas ardiendo, y esos
relámpagos en un cielo azul! - protestó Nils.
- Puede que fuese alguna especie de globo - sugerí. - Puede que el globo explotara. Tal
vez Marnie no sepa hablar inglés. Si el globo navegó una gran distancia...
- No podría ir demasiado lejos - dijo Nils. - El gas se enfría y descendería. ¿Pero cómo
diablos podrían haber llegado por el aire?
Sentí un movimiento detrás de mí, y me volví. Marnie estaba sentada sobre el jergón.
¡Pero qué Marnie tan diferente! Parecía como si escuchara mejor o que una ventana
acabara de abrirse en su mente. En sus facciones se pintaba una expresión de ansiosa
atención. Luz en sus ojos, y la posibilidad de sonrisas alrededor de su boca. Me miró.
- ¡Por el aire! - gritó.
- ¡Nils! - exclamé. - ¿Has oído eso? ¿Cómo llegaste por el aire, Marnie?
La muchacha sonrió con expresión de disculpa y se tocó el cuello de la prenda que la
cubría, diciendo:
- Camisón.
- Si, camisón - repetí, buscando una palabra, cuando en realidad lo que necesitaba era
un objeto voluminoso.
Y entonces pensé: «¿Puedo alcanzar la caja del pan?»
Los brillantes ojos de Marnie abandonaron mi rostro, revolvió entre las cajas y
paquetes. Lanzó una exclamación de contento al encontrar un trozo de pan.
- ¡Pan! - dijo. - ¡Pan!
Y éste voló por los aires hasta ir a caer en mis manos.
- ¡Bien! - dijo Nils. - ¡Ya se ha iniciado la comunicación!
Se puso serio y añadió:
- Y al parecer tenemos una hija. Por lo que ha dicho ese hombre no hay nadie que se
haga cargo de ella. En consecuencia, parece ser nuestra.
Cuando nos detuvimos al mediodía para comer estábamos muy cansados, más por las
interminables especulaciones que hacíamos que por el viaje. No hubo señales de
persecución, y Marnie se había dejado caer de nuevo sobre el jergón, con los ojos
cerrados.
Acampamos junto a un pequeño arroyo e hice que Nils sacara del carromato mi baúl,
antes de atender a los animales. Abrí el baúl con Marnie a mi lado, quien contemplaba
con curiosidad cada uno de mis movimientos. Había guardado yo una vieja falda y una
blusa, colocadas las dos prendas encima del resto de la ropa que llenaba el baúl, con
objeto de que cuando llegáramos a Margin me sirvieran para usarlas a diario en la
limpieza de la casa. Acerqué la falda hasta la cintura de Marnie y comprobé que era
demasiado larga y grande; pero muy pronto le quedaría bien, empleando unos cuantos
alfileres. Inmediatamente, y ante mi sorpresa y embarazo, Marnie se quitó el camisón
con rápido movimiento y quedó sin nada encima, a no ser aquella extraña prenda
interior. Miré a mí alrededor, para ver dónde se hallaba Nils y, rápidamente, entregué la
falda y la blusa a Marnie. La muchacha también miró a su alrededor, un tanto
desorientada, y se puso ambas prendas, sosteniéndose la falda por ambos lados. Le
enseñé los botones y ojales, y entre las dos conseguimos que le sentase mejor, con la
ayuda de cuatro alfileres.
Cuando Nils llegó para comer, Marnie ya estaba vestida. Incluso tenía puestas mis
zapatillas.
- ¡Bien! - exclamó Nils. - ¡Aquí tenemos a una bella señorita! Lástima que le hayamos
cortado el cabello.
- Podemos achacarlo a que está recuperándose de unas fiebres tifoideas - dije,
sonriendo.
Pero la luz había desaparecido del rostro de Marnie repentinamente, como si entendiera
lo que estábamos diciendo. Se pasó una mano por los cortos rizos y luego las trenzas,
que yo había dejado sueltas al estilo ya que viajábamos solos y sin que nadie nos
observase.
- No te preocupes - dije a la pequeña, dándole un afectuoso apretón en un brazo. - Ya
volverán a crecer.
Marnie alzó una de mis trenzas y me miró.
- Pelo - dijo.
Luego se llevó la misma mano a su cabeza y añadió:
- Rizos...
¡Qué maravillosa sensación la de sentirse sobre aquella llanura que se alzaba sobre
Margin y saber que ya casi estábamos en casa! Al sujetar mis trenzas alrededor de la
cabeza en forma más adecuada, miré hacia las cajas y paquetes amontonados atrás,
en el carromato. Con todo aquello y muy poco más, teníamos que montar un hogar allí,
en medio de cualquier parte. Bien, con Nils sería suficiente.
El ruido de nuestras ruedas sobre la grava al entrar en la ciudad despertó la curiosidad
de la gente que habitaba en las esparcidas casas y otras construcciones que formaban
Margin. Margin parecía asirse a la falda de una colina, es decir, ocupaba casi los tres
lados de su base. Al otro lado había cientos y cientos de millas de un territorio que se
perdía a lo lejos. Era un lugar donde se podía respirar libremente y aun así sentir la
protección de aquellas eternas colinas. Afortunadamente fuimos escoltados hasta
nuestra casa, situada en el otro extremo de la ciudad, por un número de personas que
crecía constantemente. Marnie, una vez más, se había sumido en el silencio. Abría
mucho los ojos, haciéndose quizá mil preguntas, y tenía una mano crispada sobre el
asiento, como si tratara de escudarse en Nils y yo.
Los primeros días en un lugar nuevo siempre son incómodos y confusos. Todas las
tareas de establecernos y la preocupación de que Marnie comenzara a flotar como un
globo o que enviase algo por los aires, como había hecho con el pan, se combinaban
para ponerme los nervios de punta. Afortunadamente, Marnie se sentía muy tímida en
presencia de otras personas, exceptuándonos a nosotros, tan tímida en presencia de
los demás, que en cuanto le lavé el camisón, y se aseó nuevamente, y pedirnos
prestado un camastro, allí acosté a Marnie, quien inmediatamente se sumió durante
todos los días en una especie de letargo, como si hubiese ido a un lugar muy remoto,
que nosotros no pudiéramos intuir siquiera.
Por supuesto tuvimos que explicar su presencia. No la habíamos mencionado para
nada cuando habíamos dispuesto y anunciado anticipadamente nuestra llegada. La
muchacha carecía de ropas, y yo no tenía prendas en abundancia para cubrirnos las
dos decentemente. Así, me escuché a mi misma relatar las más fantásticas historias a
la señora Wardlow. Su esposo era el maestro de la escuela y el pastor, desempeñando
además cualquier otra posible función propia de un hombre culto que viviera en una
nueva ciudad de la frontera. Su esposa era una especie de gaceta viviente de noticias
de toda la ciudad y asimismo guardiana de la moral pública.
- Marnie es nuestra sobrina - dije. - Es la hija de mi hermana menor. Está convaleciente
de unas fiebres tifoideas y... y de meningitis.
- ¡Dios mío! - exclamó la señora Wardlow -. ¿Y sufrió todas esas cosas de una sola vez?
- No - repliqué, entusiasmándome con mis propios embustes. - Quedó muy débil de las
tifoideas y a continuación padeció una meningitis. Casi llegó a perder el cabello con
esta última enfermedad. También creímos que la perderíamos a ella.
No necesité fingir en absoluto para estremecerme al recordar repentinamente la visión
de aquella débil columna de humo que ascendía hacia el cielo...
- Mi hermana la dejó con nosotros, esperando que el clima de aquí protegiera a Marnie
contra una probable anemia. Mi hermana abriga también la esperanza de que
nuevamente enseñemos a hablar a la muchacha.
- He oído hablar de personas que han tenido que aprender a andar otra vez, después
de padecer unas fiebres como las de esa enfermedad, pero nunca que tuviesen que
aprender a hablar nuevamente.
- El término científico de ese padecimiento es afasia - dije calmosamente -. Fue cosa de
la meningitis. Ya había comenzado a hacer progresos al hablar, y el viaje la ha
perjudicado mucho en tal sentido...
- No estará... bueno, perturbada, ¿verdad? - preguntó la señora Wardlow casi en voz
baja.
- ¡Claro que no! - dije con tono de indignación. - Y debo advertirle que oye
perfectamente...
- ¡Oh! - exclamó la señora Wardlow, enrojeciendo -. Ya, ya, naturalmente; no deseaba
ofenderla con mis palabras. Cuando se recupere lo suficiente, el señor Wardlow se
sentiría muy complacido con darle algunas lecciones, hasta que pueda acudir a la
escuela.
- Gracias - dije. - Su esposo es muy amable. - Luego cambié de tema al servir el té.
Cuando la señora Wardlow se retiró, tomé asiento junto a Marnie, cuyos ojos brillaron
ante mi sola presencia.
- Marnie - dije. - No sé hasta qué punto podrás entenderme, pero eres mi sobrina.
Tienes que llamarme tía Gail y a Nils tío Nils. Has estado enferma. Tienes que aprender
a hablar nuevamente.
Sus ojos me contemplaban con atención sostenida, pero ni siquiera parpadearon
indicándome que me había entendido. Suspiré hondo y me volví. Marnie extendió una
mano y me cogió del brazo. Me tuvo así durante un rato, con los ojos cerrados.
Finalmente hice un movimiento como para zafarme de su mano, y la muchacha abrió
los ojos y sonrió.
- Tía Gail, estuve enferma. Perdí el cabello. ¡Quiero pan! - recitó calmosamente.
- ¡Oh, Marnie! - exclamé, abrazándola encantada. - ¡Que Dios te bendiga! ¡Estás
aprendiendo a hablar!
Acerqué mi mejilla a sus rizos y luego la solté.
- En cuanto al pan - añadí, - esta mañana he amasado y ahora mismo está en el horno.
No hay nada como el aroma a pan cocido para que un lugar cualquiera parezca un
hogar.
Tan pronto como Marnie estuvo bastante fuerte, comencé a enseñarle a realizar las
labores más necesarias de la casa y me sentí muy desconcertada cuando la vi alzar
una escoba torpemente, sin saber literalmente cuál extremo emplear o que hacer con
ella. ¡Cualquiera sabe para qué sirven una aguja y un dedal! Pero Marnie los miró como
si se tratase de maravillas de otro mundo. Vio cómo la aguja cosía, deslizando la hebra
de hilo en la tela, una y otra vez, hasta que la aguja cayó al suelo porque no había
anudado el hilo en un extremo.
Aprendía a hablar, aunque al principio lo hizo con mucha lentitud. Tenía que entablar
una lucha consigo misma y buscar las palabras. Un día le hice una pregunta y ella me
contestó:
- No conozco tu idioma. Tengo que cambiar las palabras al mío para ver cómo son, y
luego cambiarlas otra vez a tu idioma...
Marnie suspiró y añadió tras una ligera pausa:
- ¡Es tan lento! Pero pronto podré tomar las palabras de tu pensamiento para no tener
que cambiarlas.
Parpadeé, no muy segura de desear que fuese lo que yo pensaba.
La gente de Margin adoptó muy pronto a Marnie, y todo el mundo se sentía muy
complacido con sus progresos. Incluso los jóvenes escuchaban pacientemente sus
calmosas palabras. La muchacha hallaba más cómodo jugar con niños menores que
ella porque los pequeños no necesitaban hablar muy correctamente para entenderse y
porque sus juegos se relacionaban con las cosas fundamentales de la casa y la
comunidad en sus formas más simples y los repetían interminablemente.
Para incomodidad mía, descubrí que Marnie podía llevarse tan bien con los pequeños...
el día en que Marwin Wardlow llegó hasta mí gritando su indignación de siete años de
edad.
- ¡Marnie y mi hermana no me dejan jugar! - exclamó encolerizado.
- ¡Oh!, estoy segura de que te dejarán si juegas tranquilamente - dije, dejando a un lado
mi labor de ganchillo para una nueva enagua de Marnie.
- ¡No quieren dejarme!
Y el chico se dispuso a chillar nuevamente. Sus chillidos rivalizaron con la sirena de la
mina, que sonaba a las seis en punto. Suspiré, y cogiendo al niño por una mano, le
conduje hasta donde jugaban, bajo los olmos.
Marnie estaba jugando con Tessie Wardlow, de cinco años de edad. En aquel momento
se ocupaban en construir una casita. Ya habían esbozado varias estancias, sirviéndose
de piedrecitas, y las estaban amueblando con astillas y otras piedras, viejos botes de
conserva y restos de platos rotos. Marnie estaba arreglando unas flores en un jarrón
roto que había colocado entre dos piedras. Tessie se ocupaba en llevarle flores y
algunas hojas de árbol; ¡Y no se cambiaba entre ellas ni una sola palabra! Tessie
miraba a Marnie y luego salía corriendo para coger otra flor. Antes de coger la que le
parecía, detenía su mano, que ya la tocaba, miraba hacia la espalda de la atareada
Marnie, dejaba aquella flor y tomaba otra, hasta que regresaba con ella, correteando
alegremente.
- ¡Marnie! - llamé.
Y a continuación parpadeé al sentir en mi mente algo que respondía: «¿Qué?».
- ¡Marnie! - llamé nuevamente.
Marnie se sobresaltó y me miró.
- Si, tía Gail - dijo cuidadosamente.
- Marwin dice que no le dejáis jugar.
- ¡Oh, eso es un cuento! - exclamó Tessie, con indignación. - No hace nada de lo que
dice Marnie, y ella es hoy el ama.
- ¡No me dice que haga nada! - chilló Marwin.
- ¡Si que te lo dice! - gritó a su vez Tessie, golpeando la tierra con un pie. - Te lo dice
igual que a mí, pero tú no quieres hacerlo.
Me ahorré tener que servir de árbitro en la disputa cuando la señora Wardlow llamó a
sus chicos para cenar. Aliviada, tomé asiento en el «vestíbulo», una roca cubierta de
musgo. Marnie se sentó en el suelo, a mi lado.
- Marnie - dije -, ¿cómo sabia Tessie qué clase de flores tenía que traerte?
- Se lo dije - respondió Marnie, con sorpresa. - Dijeron que hoy yo sería el ama. Marwin
no quería jugar.
- ¿No le dijiste las cosas que tenía que hacer?
- ¡Oh, si! - exclamó Marnie. - Pero no hizo nada.
- ¿Y esa última flor que te trajo Tessie? - continué. - ¿Acaso le pediste esa flor especial?
- Si. Porque iba a coger una que tenía mal los pétalos en un lado.
- Marnie - dije pacientemente, - yo estaba aquí y no escuché ni una sola palabra.
¿Hablaste a Tessie?
- ¡Oh, sí!
- ¿Con palabras? ¿En voz alta? - insistí.
- Creo que...
Marnie se detuvo, suspiró hondo y se apoyó sobre mis rodillas para trazar una curva
sobre la tierra con uno de sus dedos. Luego, añadió:
- Creo que no. Es mucho más fácil adivinar sus pensamientos antes de que se
conviertan en palabras. Yo puedo hablar con Tessie sin palabras. Pero Marwin, creo
que necesita palabras.
- Marnie - dije, dando de mala gana unos pasos en el desierto de mi ignorancia,
deseosa de saber qué hacer con una muchacha que suponía «más difíciles las
palabras», - tienes que emplear siempre palabras. Puede parecerte más sencillo... de la
otra manera, pero tienes que hablar, ¿sabes? La mayor parte de las personas no
entienden si no se usan palabras. Cuando las personas no entienden se atemorizan.
Cuando se atemorizan se enfadan. Y cuando se enfadan... tienen que hacer daño.
Permanecí inmóvil en mi asiento, contemplando cómo Marnie asimilaba mis palabras,
pensaba en una respuesta y luego la convertía en palabras que salieran de sus infelices
labios.
- Entonces fue... Nos mataron porque no nos entendieron - dijo. - Por eso prendieron
fuego.
- Si - repliqué. - Exactamente.
Hubo un silencio y añadí:
- Marnie, nunca has llorado por las personas qué murieron en el incendio. Estabas
triste, pero... ¿no era tu propia familia?
- Si - dijo Marnie, tras un largo silencio. - Mi padre, mi madre y mi hermano...
La muchacha tragó saliva y añadió:
- Y un vecino nuestro. Un hermano fue llamado a los cielos cuando nuestra nave se
rompió y el salvavidas de mi hermana pequeña no venía con el nuestro.
¡Y entonces los vi! Vívidamente, los vi, a medida que la muchacha iba nombrándolos. Al
padre le vi con vida antes de que su sonriente imagen se desvaneciese de nuevo en mi
mente; tenía los cabellos negros, como Marnie. La siguiente era una mujer bajita y
regordeta.
- Pero - dije, parpadeando, - ¿no sientes pena por ellos? ¿No estás triste porque hayan
muerto?
- Estoy triste porque ya no están conmigo - dijo Marnie, lentamente. - Pero no siento
que el Poder les llamará a su Presencia. Sus cuerpos estaban rotos y muy heridos.
Marnie tragó saliva nuevamente y, tras otro silencio, añadió:
- Mis días aún no han terminado, pero no importa el tiempo que pase hasta que yo sea
llamada, porque mi familia vendrá a buscarme. Reirán y correrán hacia mí y yo...
Marnie ocultó su rostro durante unos instantes en los pliegues de mi falda. Finalmente,
alzó la barbilla.
- Estoy triste por estar aquí sin ellos, pero mi mayor tristeza es no saber dónde está mi
hermanita o adónde ha sido llamado Timmy. Timmy y yo éramos gemelos.
La mano de Marnie se cerró sobre el borde de mi falda; y la muchacha continuó:
- Pero, ¡la Presencia sea alabada!, te tengo a ti y al tío Nils, que no os enfadáis porque
no entendéis.
- Pero al llegar aquí, a la Tierra... - comencé a decir.
- ¿Se llama a esto Tierra? - preguntó Marnie, mirando a su alrededor. - ¿Es la Tierra el
lugar adonde vinimos?
- El mundo entero se llama Tierra - dije. - Todo, todo cuanto puedas ver... y allá, muy
lejos, hasta donde puedas llegar. Vinisteis a este territorio...
- Tierra - musitó Marnie -. ¡Así que este refugio en los cielos se llama Tierra!
Marnie se puso en pie de un salto, y dijo:
- Siento mucho haberte molestado, tía Gail. Mira esto, es para prometerte no ser
interrestre.
Cogió la última flor que había colocado en el jarrón de la casa de muñecas y la puso en
mis manos.
- Pondré la mesa para cenar - exclamó, cuando corría ya hacia la casa. - Esta vez,
tenedores para cada uno... y bien colocados en su sitio.
Suspiré hondo y di vueltas a la flor entre mis dedos. Luego me eché a reír sin saber por
qué. Aquella flor, que había crecido tan prosaicamente para luego ser arrancada en la
falda de nuestra colina, refulgía maravillosamente, con un brillo intenso, y su dorada
corola parecía arder, tornándose casi transparentes los pétalos que acariciaban mis
dedos. ¡No parecía terrenal! Pero cuando aquella noche enseñé la flor a Nils, y le conté
lo sucedido durante el día, la flor era otra vez sencillamente una flor, desmadejada y
marchita.
- Una de las dos, o tú o Marnie, tiene una imaginación portentosa - comentó Nils.
- Entonces será Marnie - repliqué. - En un millón de años no sería yo capaz de inventar
las cosas que ella me dijo. Pero, Nils, ¿cómo podemos estar seguros de que no es
verdad?
- ¿Qué verdad? ¿Qué crees que te ha dicho?
- Pues..., verás - murmuré. - Ella dijo que podía leer el pensamiento de los demás, por
lo menos el de Tessie. Y que éste es un mundo extraño para ella. Y...
- y si ésa es la manera en que la muchacha desea hacer más llevadera la pérdida de su
familia, déjala. Es mejor que la histeria o la melancolía. Además, es mucho más
emocionante, ¿verdad?
Y tras pronunciar estas palabras, Nils se echó a reír.
¡Aquella reacción no me servía de mucha ayuda para calmar mi imaginación! Pero lo
cierto era que él no tenía que luchar mano a mano con Marnie y sus hábitos. No tenía
que insistir en que Marnie aprendiese a hacer las camas a mano en lugar de lanzar las
ropas por el aire, flotando, hasta que caían perfectamente en su sitio, o en que las
jóvenes usaban zapatos en lugar de preferir ir descalzas, caminando a unas cuantas
pulgadas de altura sobre la dura gravilla y cantos rodados del patio posterior de la casa.
Por otra parte, tampoco tenía que persuadirla para que, por muy oscura y sin luna que
fuese la noche, entendiese que la gente no recortaba por las buenas flores de papel y
las hacía florecer y lucir como pequeñas velas encendidas por los rincones de las
habitaciones. Nils habla estado aquel fin de semana en la capital del condado. Yo no
sabia de dónde era aquella muchacha, pero si que éste era un nuevo mundo para ella y
que, fuera cual fuese aquel otro mundo de donde procedía, yo no tenía el menor
recuerdo de haber leído en. los libros nada sobre él.
Cuando Marnie comenzó a recibir lecciones en la única aula que servia de escuela al
señor Wardlow, finalmente hizo amistad con los pocos chicos y chicas de su edad que
había en Margin. Calculando su edad, cualquiera pensaría que tendría algo menos de
los veinte años y más de trece. Entre sus amigos estaban Kenny, el hijo del capataz de
la mina, y Loolie, la hija de la cocinera de la posada. Los tres corrían juntos por las
colinas, y Marnie aprendió de ellos un extenso vocabulario y se hizo un poco más
prudente en su forma de comportarse. La sorprendió un par de veces haciendo cosas
que parecían imposibles, pero reaccionaron airadamente y se retiraron, por lo que
Marnie tuvo que esperar más o menos pacientemente, antes de que volviesen a aceptar
su compañía. Uno no olvida tan fácilmente las cosas en tales circunstancias.
Durante aquel tiempo, sus cabellos crecieron y también ella; hasta el punto de que tuvo
que abandonar aquella extraña prenda interior que ya llevaba puesta cuando la
encontramos. Marnie dio un profundo suspiro al dejarla a un lado, guardándola a
continuación en el fondo de uno de los cajones de la cómoda.
- En casa - dijo - se celebraría una ceremonia y haría una promesa. Todas nosotras, las
muchachas, sabríamos a partir de entonces que acababan de empezar nuestras
responsabilidades como adultos...
Sin saber a qué achacarlo, desde aquel día Marnie nos pareció otra; menos extraña,
menos distinta a los demás, quizá.
No transcurrió mucho tiempo antes de que Marnie comenzara a detenerse súbitamente
en medio de una frase para ponerse a escuchar atentamente o dejar de pronto los
platos que estaba colocando en la mesa para correr hacia la ventana. Yo la
contemplaba ansiosamente, preguntándome a mi misma si se sentiría preocupada por
algo. Luego, una noche, después de apagar la lámpara, creí oír algo que se movía en la
habitación de al lado. Me acerqué descalza, caminando cautelosamente. Marnie se
hallaba en la ventana.
- ¡Marnie!
Su borrosa figura se volvió hacia mí.
- ¿Qué es lo que te preocupa? - pregunté, acercándome a ella y mirando luego hacia la
soledad de las colinas iluminadas por la luz de la luna.
- Ahí fuera hay algo - dijo - Algo malo y que me da miedo. Algo «terrible y maligno».
Las dos últimas palabras las tomó de mí mente. Yo me sentía complacida de que
Marnie, al hacer aquello, ya no me indignara ni atemorizara, como había sucedido las
primeras veces.
Marnie añadió:
- Es algo que anda alrededor de la casa una y otra vez y teme llegar hasta aquí.
- Quizá se trate de algún animal - sugerí.
- Quizá - admitió la muchacha, apartándose de la ventana. - No conozco vuestro
mundo. Este es un animal que camina erguido y solloza: «¡Que Dios tenga piedad!»
Aquel incidente resultaba algo chocante, pero ya no lo pareció tanto cuando Nils, al día
siguiente, dijo con indiferencia al servirse un poco de puré de patatas en la mesa:
- Adivina a quién he visto hoy. Dicen que lleva por aquí una semana o así.
Llenó su plato de salsa y añadió:
- Nuestro amigo, el de la duda torturada.
- ¿El de la duda? - pregunté, parpadeando, sin acabar de entenderle.
- Si - replicó Nils, tomando una rebanada de pan. - Incendiar o no incendiar; he aquí el
dilema.
- ¡Ah! - exclamé, sintiendo un escalofrío. - ¿Te refieres al hombre de Grafton's Vow?
¿Cómo se llamaba?
- Nunca lo dijo, ¿no?
Nils detuvo el tenedor camino de su boca como si repentinamente se hubiera puesto a
reflexionar sobre algo.
- Derwent - contestó Marnie, apretando los labios. - Caleb Derwent. ¡Que Dios tenga
piedad!
- ¿Cómo lo sabes? - pregunté. - ¿Te lo dijo él?
- No - dijo la muchacha. - Lo tomé de él para recordarlo con gratitud.
Y se apartó de la mesa, abriendo mucho los ojos y añadiendo:
- ¡Eso es! ¡Ese es el animal terrible que camina alrededor de la casa durante la noche!
¡Y pasa de largo durante el día! ¡Pero me salvó del incendio! ¿Por qué viene ahora?
- Marnie cree que «algo» ronda por ahí fuera - expliqué a Nils, que nos miraba
inquisitivamente.
- ¡Vaya! - exclamó él. - Las dos mentes... Marnie, sí alguna vez él...
- ¿Puedo retirarme? - preguntó Marnie, poniéndose en pie. - Lo siento, pero no puedo
comer cuando pienso en alguien que se está arrepintiendo de ser bueno.
La puerta de la cocina se cerró a espaldas de la muchacha.
- Y tiene razón - dijo Nils, reanudando su comida. - El hombre salió por detrás de un
montón de barriles en el almacén, y me habló en voz baja, advirtiéndome que yo estaba
comprometiéndome todavía con el diablo al dar albergue a una conocida bruja. Casi le
acorralé en un rincón, hasta que me dijo que, finalmente, después de transcurrido todo
este tiempo, había confesado sus pecados, su pecado por omisión, a sus superiores de
Grafton's Vow, y que le habían excomulgado hasta que se redimiera...
Nils me miró escuchando sus propias palabras. Se detuvo y, de repente, exclamó:
- ¡Gail! No supondrás que ese individuo tendrá alguna mala idea sobre Marnie, como
por ejemplo llevársela de nuevo a Grafton's Vow, ¿verdad?
- ¡O de matarla! - exclamé, apartando mi silla de la mesa. - ¡Marnie!
A continuación tomé asiento nuevamente, al ocurrírseme otra idea, y añadí:
- Pero la muchacha es lo suficientemente bruja como para sentir su presencia por los
alrededores. No podrá llevársela por sorpresa.
- Lo sienta o no - dijo Nils, comiendo apresuradamente, - la próxima vez que me
encuentre con ese Derwent le diré que es probable que disfrute de mejor salud en otra
parte cualquiera.
En los días que siguieron nos acostumbramos a ver el rostro de Derwent, que atisbaba
desde la esquina de alguna casa o desde algún matorral, pero toda su hostilidad
parecía reducirse exclusivamente a observar a Marnie a prudencial distancia, por lo que
decidirnos dejar las cosas tal y como estaban, pero... con precauciones.
Luego, un día, a última hora de la tarde, Marnie penetró corriendo por la puerta
posterior y, cerrándola, se apoyó sobre ella, jadeando.
- Marnie - dije en broma, - no he oído tus pasos en el porche. Debes recordar...
- Lo... lo siento, tía Gail - contestó la muchacha, - pero tuve que darme prisa.
La muchacha estaba temblando de arriba abajo.
- ¿Qué es lo que has hecho esta vez para hacer enfadar a Kenny y a Loolie? -
pregunté, sonriendo.
- No... no se trata de eso - dijo. - ¡Oh, tía Gail!... Ese... ese hombre está abajo, en el
pozo, y no puedo hacerle subir. Sé alzar un peso inanimado, pero él no está inanimado,
y...
- Marnie, siéntate - dije con calma. - Procura mostrarte serena y dime qué es lo que ha
ocurrido.
La muchacha tomó asiento, si es que podía llamarse así a aquella manera nerviosa de
sentarse.
- Yo estaba en el pozo Este - dijo. - Mi familia son «identificadores», algunos miembros
de ella lo son; quiero decir que mi familia lo es especialmente...
La muchacha se detuvo para tragar saliva y luego continuó:
- Los identificadores pueden localizar metales y minerales. Distinguí un trozo de cuarzo
allá abajo, en el pozo, y quise cogerlo para tu colección. Atravesé el vallado... ¡Oh, ya
sé que no debí haberlo hecho, pero lo hice! Y estaba comprobando la profundidad a
que se hallaba el mineral, cuando... cuando miré hacia arriba, ¡y allí estaba él!
Marnie enlazó ambas manos crispadamente, y continuó:
- Me dijo: «El mal debe morir. No puedo regresar porque no estás muerta. Te saqué en
esta vida de un pequeño incendio; y por eso moriré abrasado». Y entonces me empujó
hacia el pozo.
- ¡Al pozo! - exclamé, asustada.
- Desde luego, yo no caí - se apresuró a decir la muchacha. - Yo alcancé fácilmente el
otro lado del pozo, pero... pero él me había empujado con tanta fuerza que ¡él si que
cayó!
- ¡Que cayó! - repetí, horrorizada. - Niña, eso significa una caída de cientos de pies
sobre rocas y agua.
- Pero yo le cogí antes de que tocara el fondo del pozo - dijo Marnie, en tono de
disculpa. - Claro que tuve que hacerlo a nuestra manera. Detuve su caída, pero... pero
aún está allí. ¡En el aire! ¡En el pozo! Pero está vivo. Y no sé cómo subirle.
La muchacha rompió a llorar y concluyó:
- Y si le suelto caerá al fondo, para morir. Y si le dejo allí estará flotando en el aire
constantemente. ¡No puedo dejarle allí!
Marnie se abrazó a mi sollozando. Era la primera vez que lo hacia.
Nils acababa de entrar, al final del relato de la muchacha; y mientras yo consolaba a
ésta, le expliqué lo que ocurría. Acto seguido, Nils fue al cobertizo y regresó con un rollo
de soga.
- Con un poco de buena suerte, nadie nos verá - dijo.
Las últimas horas de la tarde nos rodeaban cuando trepamos por la pendiente que
había detrás de la casa. El cielo parecía muy alto, y más allá de las colinas mostraba
una curiosa tonalidad entre anaranjada y negra.
Lucía ya una estrella muy alta. Ascendimos por la colina hasta el pozo Este. Era uno de
los pozos abandonados y muy peligrosos que habían quedado abiertos después de las
prospecciones mineras que habían perforado todas las colinas que nos rodeaban.
Estaban circundados por una valla de alambre espinoso y era terreno prohibido para
todos los niños de Margin, incluyendo a Marnie.
Nils pisó el alambre de espino inferior y alzó con una mano el de la parte superior.
Marnie se deslizó por la abertura, y yo hice lo mismo torpemente, rasgándome el borde
de la enagua con las aguzadas púas.
Nos tendimos casi al borde del pozo. Estaba oscuro como boca de lobo.
- ¡Derwent!
La voz de Nils resonó en cien ecos, más allá de la escasa vegetación que crecía en la
boca del pozo.
- ¡Aquí estoy, Señor! - resonó otra voz. - La muerte me sorprendió en medio del pecado.
Arrójame al fuego, al fuego eterno con el que ayudé a incendiar aquel cobertizo. ¡Vendí
mi alma, Señor, por un rostro atemorizado! Aquí estoy, Señor. Arrójame al fuego eterno.
Nils lanzó un gruñido. Me fijé en que una profunda emoción, o quizá una honda
repugnancia le atenazaba la garganta.
- ¡Derwent! - gritó nuevamente. - ¡Voy a dejar caer una cuerda! ¡Átela alrededor de su
cintura para poder subirle!
Nils pasó un extremo de la soga por encima de un grueso madero tendido sobre la boca
del pozo. La soga comenzó a descender poco a poco, en la oscuridad... y luego osciló
flojamente.
- ¡Derwent! - gritó Nils -. ¡Caleb Derwent! ¡Coja esa soga!
- Aquí estoy, Señor - respondió monótonamente la voz anterior, pero mucho más cerca
que antes -. La muerte me sorprendió en medio de mi pecado.
- Marnie - dijo Nils por encima del hombro - ¿puedes hacer algo tú?
- ¿Puedo hacerlo? - interrogó la muchacha -. ¿Puedo hacerlo, tío Nils?
- Desde luego - respondió Nils -. Aquí no habrá nadie que se sienta molesto por eso.
Toma, coge la soga y baja, así sabremos bien hasta dónde llegas.
Marnie desapareció en la oscuridad del pozo, asiendo la fuerte soga con ambas manos.
Nils se enjugó con un brazo el sudor que cubría su frente.
- No hay peso - murmuró -. ¡Ni una sola onza de peso en la soga!
Luego se oyó un chillido y se sintió un movimiento allá abajo en la oscuridad.
¡No, no! - bramó Derwent -. ¡Me arrepiento! ¡Me arrepiento! No me arrojes hacia el
fuego...
La voz dejó de oírse y la soga sufrió una sacudida.
- ¡Marnie! - grité -. ¿Qué... qué?...
- ¡Está!... Tiene los ojos vueltos hacia arriba y la boca abierta. No puede hablar -
respondió la muchacha desde la oscuridad. - No puedo adivinar sus pensamientos...
- ¡Desmayado! - exclamó NiIs.
Luego, añadió:
- Está bien, Marnie. Sólo ha perdido el conocimiento a causa del pánico. Rodéale con la
soga.
Y así fuimos logrando subirle a la superficie. Hubo un momento en el que nuestras
manos resbalaron por la soga, ¡pero el hombre no se cayó! La soga se aflojó, pero
Derwent no cayó. Apareció el ávido rostro de Marnie, junto a la cabeza inclinada de
Derwent.
- Puedo sostenerle; puedo hacer que no caiga - dijo la muchacha. - Pero vosotros tenéis
que subirle, yo no puedo.
Muy pronto le tendimos sobre el terreno, fuera ya de peligro; pero en el breve intervalo
que Nils tardó en tenderle en tierra, aquel hombre flotó sobre ella, a unas cuantas
pulgadas de altura. Marnie le empujó hacia abajo con ambas manos.
- No está... no está sujeto a la Tierra con todas sus ligaduras. Solté algunas cuando
detuve su caída. Pero ahora tengo que volver a sujetarle. No aprendí en casa esto muy
bien. No para hacérselo a otras personas. Todos pueden hacerlo por si solos allí. Tuve
tanto miedo cuando cayó que olvidé todo cuanto sabía. Pero de todas maneras, no
podría haberlo hecho con él en ese pozo. Habría caído...
La muchacha miró a su alrededor, observando la creciente oscuridad del crepúsculo.
Luego, dijo:
- Necesito una luz.
¿Luz? Miramos también a nuestro alrededor. Las únicas luces que se veían eran la de
una estrella y una o dos que parpadeaban en la llanura, que se extendía a nuestros
pies.
- ¿Una linterna? - preguntó Nils.
- No - dijo Marnie -. La luz de la luna, o del sol o la de una estrella es suficiente. Hace
falta luz para... Marnie se encogió de hombros, extendiendo ambas manos abiertas.
- Muy pronto saldrá la luna - comentó Nils.
Nos agachamos junto a unas formaciones de rocas, esperando a que saliera la luna y
sosteniendo, al mismo tiempo, a Derwent, para que la luz lunar nos sirviese como
elemento para sujetarle a tierra, una vez más. En aquel momento, tuve ganas de
echarme a reír, quizá intempestivamente. ¡Qué historia para contar a mis nietos! Si es
que lograba salir de aquella situación y seguir viviendo, claro.
Finalmente salió la luna, haciendo transparente el aire de la noche. Marnie respiró
profundamente. Su rostro aparecía muy pálido bajo la luz lunar.
- ¡Es terrible! - exclamó. - Realizar este traslado a la luz de la luna es una actividad de
adultos. Cualquier niño puede hacerlo bajo la luz del sol, pero... Marnie se estremeció, y
añadió:
- Solamente los ancianos se atreven a usar juntas la luz de la luna y la del sol. Yo creo
que podré manejar la luz de la luna. Eso espero.
Marnie alzó las dos manos, formando con ellas una especie de cuenco. Inmediatamente
se le llenaron de luz lunar. La luz parecía fluir a través de sus palmas y dedos, con un
gran resplandor. Luego comenzó a entrelazar los rayos de luz, formando un complicado
diseño que se movía y variaba, hasta que, al crecer, llegó a ocultarle los codos,
proyectando un fulgor intenso sobre su rostro, lleno de ansiedad. Una curva de aquel
fantástico dibujo me tocó a mí. Fue algo que jamás había sentido hasta entonces, y di
un salto, apartándome de la luz. Pero, fascinada, volví a acercarme. Una exclamación
ahogada de Marnie me detuvo cuando ya extendía una mano para intentar tocar
aquella luz.
- ¡Es demasiado grande! - exclamó. - Es demasiado poderoso. No..., no sé lo suficiente
para controlarlo...
Sus dedos se movieron, y la intrincada luz envolvió a Derwent por completo. Luego
hubo una sacudida y un ruido sordo. Las rocas se movieron, chocando entre si, más
allá de nosotros; y se derrumbó el borde del pozo Este. El suelo se hundió alrededor del
punto donde antes había estado el pozo. Una fina columna de polvo ascendió en el
fresco aire de la noche. Nils y yo nos apartamos rápidamente, abrazándonos con
fuerza. Marnie miró a Derwent, que se hallaba completamente relajado.
- Es demasiado grande, demasiado rápido - se disculpó. - Me temo que he estropeado
el pozo.
Nils y yo cambiamos una mirada, y los dos sonreímos débilmente.
- Está bien, Marnie - dije. - No importa. ¿Se encuentra ese hombre bien ahora?
- Si - replicó la muchacha. - Está recobrando el sentido.
- ¡Magnifico! - dijo Nils, en voz baja, dirigiéndose a mí. - Pero ¿qué supones que habrá
hecho ese pequeño terremoto con la mina?
Mis ojos se abrieron y sentí que mis manos se crispaban sobre Nils. Efectivamente,
¿qué le habría sucedido a la mina?
El conocimiento de Derwent volvió a su cerebro lo bastante como para abandonarnos
enseguida al día siguiente, tambaleándose sobre la silla, moviéndose solamente porque
lo hacía su caballo, dirigiéndose hacia Dios sabia dónde... marchándose lejos de
Margin, de Grafton's Vow, de Marnie. Contemplamos su marcha, y Marnie hizo una
mueca.
- Ese hombre se encuentra desconcertado. Si yo fuese un «clasificador», podría ayudar
a su mente.
- ¡Trató de matarte! - exclamé, impacientándome ante su compasión.
- Pensó que jamás podría llegar ante la Presencia por mi culpa - dijo Marnie
rápidamente. - ¿Qué habría hecho yo si pensara lo mismo que él?
Y así se fue Derwent, y lo mismo ocurrió con la mina, en forma irreversible. El pozo, tan
laboriosamente horadado en sólida roca, un pozo que apenas necesitaba madera a
causa de la consistencia de aquélla; todo se había hecho trizas y derrumbado. Desde la
misma boca de la mina, reducida en aquellos momentos a la entrada de una pequeña
cueva, se podía escuchar el murmullo de las aguas que habían penetrado, inundándolo
y arruinándolo todo. Al día siguiente, un fino reguero de agua comenzó a formar un
charco a la entrada. Al tercer día, aquel arroyo inició el descenso hacia la ciudad. Casi
inmediatamente quedó el agua absorbida por aquel terreno más reseco que un hueso,
pero la humedad fue extendiéndose poco a poco y comenzó a formarse un caudaloso
torrente que descendía cerro abajo.
No hace falta mucho para que una ciudad muera. Los obreros se movieron a la entrada
de la mina durante un día o dos, hablando de los terremotos y otras calamidades que
enviaba la mano de Dios, dando gracias por no haber estado trabajando en aquellos
momentos. Fue como una muerte que aplasta todas las cosas brutalmente, en lugar de
dejarlas crecer o decrecer poco a poco. Y partió la primera familia, despidiéndose de
todo el mundo brevemente, para ocultar la tristeza y la preocupación que se reflejaba en
sus ojos. Los otros la siguieron, dejando atrás sus cabañas que acabarían por
desmoronarse también, o desmontando sus casas, que llevaron hasta la carretera como
tortugas, dejando atrás solamente los cimientos de cemento.
Nosotros, por supuesto, nos quedamos hasta el final; Nils pagando a los hombres,
tomando disposiciones sobre lo que quedaba del equipo de la mina y cuidándose, en
general, de todos los detalles de aquella carrera suya que tan esperanzadoramente se
había iniciado allí, en Margin. Pero, finalmente, también empaquetamos todas nuestras
cosas. Lo malo era que Marnie había desaparecido.
La muchacha se había sentido aterrorizada al darse cuenta de lo que le había sucedido
a la mina. Se sentía demasiado deprimida para llorar cuando llegaron Loolie y Kenny y
los Wardlow para despedirse. No sabíamos qué decirle o cómo consolarla. Finalmente,
a última hora de una tarde, la encontré sentada y medio encogida sobre su camastro,
con el rostro lleno de lágrimas.
- No te preocupes, Marnie - dije. - No nos moriremos de hambre. Nils siempre hallará la
forma de...
- No lloro por la mina - respondió la muchacha.
Ante sus palabras sentí un extraño resentimiento ante su indiferencia por la catástrofe.
Hubo un largo silencio, y Marnie añadió:
- Ahora hace un año. Justamente un año.
- ¿Un año?
Entonces recordé. Un año desde que habíamos visto ascender aquella columna de
humo del cobertizo, un año desde que yo había sentido entre mis dedos aquellos
cabellos cortados, un año desde que Nils había cavado aquella fosa común frunciendo
el ceño como jamás le había visto hacerlo.
- Bien, pero las cosas serán más fáciles ahora - dije.
- Bueno, es que ahora sería el festival en casa - dijo Marnie. - Es la época de recoger
flores, y ascender hasta el cielo, y cantar para recordar a todos aquellos que fueron
llamados durante el año. Celebramos el festival sólo tres días antes de que llegaran los
«coléricos» para matarnos.
La muchacha se enjugó las lágrimas que humedecían Sus mejillas con el dorso de
ambas manos. Luego, continuó:
- Fue un festival difícil porque estábamos muy separados por el pasillo. No sabíamos si
nuestras canciones llegarían a oírse desde el otro lado.
- No estoy muy segura de comprenderte - dije, - pero continúa, sigue llorando por tus
muertos. Eso te consolará.
- No lloro por aquellos que fueron llamados - dijo Marnie. - Están ante la Presencia y no
necesitan lágrimas. Lloro por todos los que viven en esta tierra que hemos encontrado.
Lloro porque... ¡Oh, tía Gail!
La muchacha se detuvo para abrazarse a mi y añadir:
- ¿Y si yo fuese la única que no ha sido llamada? La única...
Acaricié sus hombros, ansiando consolarla.
- Estaba Timmy - dijo la chica, aceptando el pañuelo que yo le entregaba. - Él estaba en
nuestra nave. Solamente en el último momento de despegar logramos un sitio para él,
para que nos acompañara. Pero cuando la nave se deshizo y cada uno de nosotros
tuvo recurrir, a su propio salvavidas, nos dispersamos como me enseñó a hacer el
pequeño Kenny el otro día. Y solamente pudieron permanecer unidos unos cuantos
salvavidas. ¡Oh, cómo hubiese deseado saberlo anticipadamente!
Marnie cerró los ojos cuajados de lágrimas. Le temblaba la barbilla.
- ¡Si yo supiese si Timmy está o no ante la Presencia!
Hice todo lo que pude para consolarla.
- Esta noche he celebrado un festival silencioso - dijo finalmente. - Confiando en el
Poder...
- Esta también es una noche solemne para nosotros - dije. - Mañana comenzaremos a
preparar nuestras cosas. Nils cree que podrá encontrar trabajo más cerca del valle.
Me detuve y suspiré hondo, para añadir:
- ¡Este hubiese sido un lugar tan agradable para vivir! Todo cuanto nos faltaba era una
corriente de agua y ya está aquí. Pero así es la vida en el salvaje Oeste.
A la mañana siguiente, Marnie se había ido. Sobre su almohada había dejado una nota
que decía: «Esperad».
¿Qué podíamos hacer? ¿Dónde podíamos buscar? Era imposible distinguir huellas en
aquellas pendientes rocosas. Y Marnie no dejaría ninguna aun cuando aquel terreno
fuese pura arena. Miré a Nils, desesperada.
- Tres días - dijo encolerizado. - Los acostumbrados tres días anteriores al funeral. Si no
ha regresado para entonces, nos iremos.
Al segundo día de espera en aquella fantasmal ciudad, yo ya había derramado lágrimas
suficientes como para rivalizar con aquel arroyo que iba ahondando más y más su
cauce. Nils se hallaba en la entrada de la mina, contemplando las aguas en el mismo
punto de donde habían surgido. Yo estaba agachada en un rincón, junto al arroyo y al
lado de los bloques de cemento de lo que antes habían sido los cimientos de las
oficinas, cuando de repente sentí la presencia de alguien. Me volví cautelosamente. Se
trataba de Marnie.
- ¿Dónde has estado? - le pregunté calmosamente.
- Buscando otra mina - respondió, con firmeza.
- ¿Otra mina?
Mis temblorosas manos asieron a la muchacha para arrastrarla hacia mí; y,
silenciosamente, nos abrazamos. Luego, la solté.
- Yo estropeé la otra - dijo Marnie, como si no se hubiese interrumpido -. Encontré otra,
pero no sé si la querréis.
- ¿Otra? ¿No quererla?
Mi mente funcionaba a toda velocidad cuando me puse en pie, y grité:
- ¡Nils!
Su figura salió de detrás de una roca enorme, y tras detenerse unos segundos para
comprobar que efectivamente éramos dos, descendió por la pendiente a grandes
zancadas y luego se detuvo, jadeante, junto a Marnie. La abrazó con fuerza, y yo lloré
por los dos, aunque no tan abundantemente como habría creído. Finalmente, todos
compartimos mi delantal para enjugarnos las lágrimas, y luego, llenos de felicidad,
tomamos asiento en el borde de nuestro porche.
- Está al otro lado del llano - dijo Marnie. - En una cañada que hay allí. Está lo
suficientemente cerca para que Margin pueda seguir prosperando en el mismo lugar.
Además, ahora hay aquí un arroyo.
- Pero, ¡una nueva mina! ¿Qué sabes tú sobre minería? - preguntó Nils, al mismo
tiempo que se le iluminaba el rostro de alegría.
- Nada - respondió la muchacha, - pero puedo identificar cosas. Tomé estas monedas:
un penique, como cobre...
Marnie me miró con expresión de disculpa, y añadió:
- Esta otra, como oro... y este dólar, como plata. Al mismo tiempo que hablaba mostró
las monedas la palma de su mano. Luego, añadió:
- Tu pequeña caja de caudales... Por la «identidad» de esto puedo encontrar otros
metales semejantes. Cobre... no hay tanto como en la antigua mina, pero hay «alguno»
en la nueva. También hay un poco de oro, por supuesto más que en la mina vieja, y...
Marnie se detuvo para añadir, como disculpándose:
- Lo siento, pero en su mayor parte lo que más hay es plata. Muchísima más que cobre.
Puede que si busco un poco más...
- ¡Pero, Marnie! - exclamé. - ¡Si la plata es mejor!
- ¿Hablas en serio? - preguntó Nils, con expresión de incredulidad. - ¿Crees que
posiblemente hayas encontrado una mina?
- No sé nada sobre minas - repitió Marnie. - Pero sé que estos metales están allí. Los
siento en todo un lado de la montaña, y también cómo profundizan en la tierra. Gran
parte de ellos están mezclados con otras materias, pero son iguales al mineral que
solían sacar de Margin en los carromatos de ruedas altas. Gran parte del metal es como
el dólar. No sé cómo pudo criarse ahí, entre la tierra.
- Plata pura - murmuré. - Plata y oro.
- Yo... yo podría abrir la colina para que lo vieseis - sugirió Marnie tímidamente, mirando
el impasible rostro de Nils.
- ¡No! - respondí precipitadamente. - No, Marnie... Nils, ¿no podríamos al menos echar
una ojeada?
Y así nos fuimos hasta allí, abriéndonos paso por entre los matorrales y a través de una
estrecha entrada para desembocar en una cañada situada un poco más allá del llano.
Deteniéndome para respirar más desahogadamente, entre dos altos peñascos de
granito anaranjado, contemplé el trozo de cielo azul que se cernía sobre nuestras
cabezas. Una nube blanca apareció repentinamente; pero la nube ya no se movió, sino
que lo hizo la montaña de granito. Osciló, y durante unos momentos, pareció que
estaba a punto de desmoronarse. Contuve una exclamación y aparté la vista del cielo
para mirar a Marnie y a Nils.
Nils observó detenidamente la cañada.
- Ni siquiera sabia que esto estaba aquí - dijo. - Nadie ha registrado tierras en esta
zona. Será nuestra, si es que vale la pena denunciarla. Nuestra propia mina...
Marnie se arrodilló al pie de una de las abruptas lomas que formaban la cañada.
- Aquí está la mayor parte - dijo, pasando la mano por la roca. - Está en toda la
montaña, pero cerca de aquí hay algo de plata.
Miró a Nils y leyó el escepticismo en su rostro.
- En fin... - suspiró.
Se dejó caer en tierra; enlazó ambas manos y se las miró detenidamente. Vi cómo sus
hombros se tensaban y que algo se movía, o cambiaba, o se iniciaba. Entonces, y a la
altura de su hombro, en la rocosa superficie de la montaña, se produjo una especie de
estallido y a continuación, algo brillante cayó de la roca y se deslizó, muy caliente, hacia
la arena, extendiéndose medio derretido, hasta adquirir el tamaño de un disco tan
grande como la palma de la mano. ¡Un disco de plata pura!
- Ahí está - dijo Marnie, relajándose. - Se hallaba casi a flor de tierra.
- ¡Nils! - grité. - ¡Mira!
Cogí el brillante objeto y volví a soltarlo inmediatamente, sintiendo que me brotaba
sangre en uno de los dedos con que acababa de tocar el cortante borde plateado.
No se necesita mucho tiempo para que una ciudad se desarrolle. No, si hay una mina
muy productiva y un llano ideal para construir calles rectas y comerciales. Y árboles, y
colinas, y un fresco arroyo para las zonas residenciales. Los tres contemplamos el
milagro del desarrollo y expansión de Margin. Sólo de vez en cuando Marnie se asoma
a la ventana, durante las horas de la noche... para preguntarse si ella es la única... la
última que queda de su pueblo en la Tierra. Y sólo de cuando en cuando yo la miro y
me pregunto de dónde provendría aquel pasmoso milagro, de dónde habría venido ese
ángel ignorante.
FIN

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