STEPHEN
KING
Historias fantásticas
Contenido
Hay tigres
Apareció Caín
Zarabanda nupcial
Paranoia: Un canto
El procesador de palabras de los Dioses
El hombre que no quería estrechar manos
La playa
La imagen de la muerte
Para Owen
El camión de tío Otto
Reparto matutino (El lechero, 1)
Ruedas: Un cuento de lavandería (El lechero, 2)
El brazo
HAY TIGRES
Charles necesitaba angustiosamente ir al lavabo. Ya era inútil engañarse diciendo que podía
esperar al recreo. Su vejiga protestaba desesperadamente, y Miss Bird le había descubierto
retorciéndose.
Había tres profesoras en el tercer grado de la Escuela Elemental de Acorn Street. Miss
Kinney era joven y rubia y llenó de vivacidad. Mrs. Trask tenia la hechura de un almohadón
moruno, se peinaba con trenzas y se reía ruidosamente. Y luego, estaba Miss Bird.
Charles había sabido que terminaría con Miss Bird. Lo había sabido. Había sido inevitable.
Porque era obvio que Miss Bird quería destruirle. No permitía que los niños fueran al sótano. El
sótano, explicó Miss Bird, era donde se guardaban las calderas de la calefacción, y las señoras y
los caballeros bien educados jamás irían allí, porque los sótanos eran lugares feos, viejos y llenos
de hollín. Las jóvenes y los caballeros, repitió, no bajan al sótano. Van al cuarto de bario, dijo.
Charles volvió a retorcerse. Miss Bird le miró.
-Charles -dijo claramente, señalando Bolivia con el puntero-, ¿no necesitas ir al baño?
Cathy Scott, que tenía el pupitre delante de él, se rió pero cubriéndose prudentemente la boca
con la mano.
Kenny Griffen hizo una mueca y dio una patada a Charles por debajo del pupitre. Charles se
ruborizó.
-Di algo, Charles -insistió Miss Bird, vivamente-. Necesitas... (dirá orinar, siempre dice
orinar)
-Si, Miss Bird.
-¿Sí qué?
-Que tengo que ir al só..., al baño.
Miss Bird sonrió.
-Muy bien, Charles. Puedes ir al baño a orinar. ¿Es eso lo que necesitas hacer? ¿Orinar?
Charles bajó la cabeza abrumado.
-Muy bien, Charles. Puedes ir. Y la próxima vez, por favor, no esperes a que te lo pregunte.
Risitas generales. Miss Bird golpeó su mesa con el puntero.
Charles recorrió el pasillo hasta la puerta, con treinta pares de ojos clavados a su espalda y
cada uno de esos niños, incluida Cathy Scott, sabía que iba al baño a orinar. La puerta estaba a una
distancia tan larga como un campo de fútbol. Miss Bird no siguió con la clase, sino que mantuvo
silencio hasta que él hubo abierto la puerta, pasado el vestíbulo milagrosamente vacío, y vuelto a
cerrar la puerta.
Anduvo hacia el baño de los chicos...
(sótano, sótano, sótano, SI QUIERO)
... arrastrando los dedos a lo largo de la fresca tira de mosaico de la pared, dejándolos saltar
sobre el tablón de anuncios con los boletines pegados con chinchetas y resbalar sobre la...
(ROMPAN EL CRISTAL EN CASO DE EMERGENCIA)
... superficie roja de la caja de la alarma contra incendios.
Miss Bird disfrutaba. Miss Bird disfrutaba haciéndole ruborizarse. Delante de Cathy Scott
-que nunca necesitaba ir al sótano, ¿hay derecho?- y de todos los demás.
P-E-R-R-A, pensó. Lo deletreó porque el año pasado había decidido que, si se deletreaba,
Dios no lo consideraba pecado.
Entró en el baño de los chicos.
Dentro estaba muy fresco, con un leve, aunque no desagradable, olor a cloro, colgado
insistentemente del aire. Ahora, a media mañana estaba limpio y desierto, tranquilo y agradable, no
como el maloliente y humoso cubículo del Star Theatre» en la ciudad.
El baño...
(¡sótano!)
... estaba construido como una L, la pata corta con una hilera de pequeños espejos cuadrados
sobre palanganas de porcelana y un rollo de toallas de papel...
(NIBROC)
- ... y la pata más larga con dos urinarios y tres cubiculos con sus tazas.
Charles dio la vuelta a la esquina después de contemplarse, aburrido; su rostro delgado y
pálido en uno de los espejos.
El tigre estaba echado al fondo, exactamente debajo de la ventanita blanca. Era un gran tigre,
con rayas y manchas oscuras pintadas en su piel. Levantó la cabeza vivamente para mirar a Charles
y sus ojos verdes se estrecharon. Una especie de gruñido suave como ronroneo escapó de su boca.
Los ágiles músculos se flexionaron y el tigre se levantó. Agitó la cola y golpeó con un ruidito
corltra-los lados de porcelana del último urinario.
El tigre parecía muy hambriento y agresivo.
Charles salió precipitadamente por donde había entrado. La puerta parecía tardar años en
cerrarse, neumáticamente, tras él, pero cuando lo hizo se creyó a salvo. Esta puerta solamente se
abría empujándola, y no recordaba haber leído jamás, u oído, que los tigres supieran abrir puertas.
Charles se secó la nariz con el dorso de la mano. Su corazón latía con tal fuerza que podía
oírlo. Seguía necesitando ir al sótano, más que nunca.
Se revolvió, bailó, y apretó la mano contra el vientre. Realmente tenía que ir al sótano. Si
solamente pudiera tener la seguridad de que no se acercaría nadie, podía entrar en el de las niñas.
Estaba del otro lado del vestíbulo. Charles lo miró anhelante, sabiendo que no iba á atreverse en un
millón de años. ¿Y si llegara Cathy Scott? Oh... horror de los horrores... ¿Y si la que llegara fuera
Miss Bird?
Quizás había imaginado el tigre.
Abrió la puerta lo suficiente para acercar un ojo y miró. El tigre le miró a su vez desde el
ángulo de la L, con los ojos de un verde resplandeciente. Charles imaginó que podía ver una
minúscula manchita azul en aquel brillo profundo, como si el tigre se hubiera comido uno de sus
ojos. Como si...
Una mano rodeó su cuello.
Charles lanzó un grito sofocado y sintió que tanto el corazón como el estómago se le
anudaban en la garganta. Por un momento, tuvo la terrible sensación de que iba a mojarse.
Era Kenny Griffin, sonriendo complaciente:
-Me ha mandado Miss Bird porque llevas anos sin volver. Prepárate.
-Si, pero no puedo entrar en el baño -dijo Charles medio muerto del susto que le había dado
Kenny.
-¡Estás estreñido! -lanzó Kenny alegremente-. ¡Espera a que se lo cuente a Caaathy!
- ¡ No se te ocurra! -dijo Charles asustado-. Además, no lo estoy. Hay un tigre allá dentro.
-¿Y qué está haciendo? -preguntó Kenny-. ¿Pis?
-No lo sé -murmuró Charles mirando a la pared-. Yo sólo querría que se fuera -y se echó a
llorar.
-Eh -dijo Kenny, desconcertado y un poco asustado-. ¡Eh!
-¿Y qué pasa si tengo que ir? ¿Y si no puedo hacer otra cosa? Miss Bird dirá que...
-Vamos -insistió Kenny, cogiéndole del brazo con una mano y empujando la puerta con la
otra-. Te lo estás inventando.
Estuvieron dentro antes de que Charles, aterrorizado, pudiera soltarlo y arrimarse a la puerta.
-¡Un tigre! -exclamó Kenny asqueado-. Chico, Miss Bird te matará.
-Está del otro lado.
Kenny empezó a andar junto a las palanganas:
-¿Gatito-gatito-gatito-gatito? ¿Gatito?
-¡No lo hagas! -chilló Charles.
Kenny desapareció en la esquina.
-¿Gatito-gatito? ¿Gatito-gatito? Gat...
Charles salió disparado por la puerta y se apoyó en la pared, esperando, con las manos
apretando la boca, y los ojos cerrados con fuerza.
No se oyó ningún grito.
No tenía idea de cuanto tiempo permaneció allá, helado, con la vejiga a punto de reventar.
Contemplaba la puerta del sótano de chicos. Pero no le decía nada. Era sólo una puerta.
No iría.
No podría..
Pero al fin entró.
Las palanganas y los espejos seguían ordenados, y el vago olor a cloro persistía. Pero ahora
parecía que había otro olor por debajo de aquél. Era un olor vagamente desagradable, como de
cobre rallado.
Con gemidos de impaciencia (pero silenciosos), se acercó al ángulo de la L y miró.
El tigre estaba echado en el suelo, lamiendo sus patazas con una enorme lengua color de
rosa. Miró a Charles sin curiosidad. Enganchado en una de sus garras había un trozo de camisa.
Pero su necesidad era ahora pura agonía, y ya no podía esperar. Tenía que hacerlo. Charles
se acercó de puntillas a la palangana más cercana a la puerta.
Miss Bird entró como un huracán cuando ya se abrochaba los pantalones.
-¡Vaya, niño sucio, repugnante! -le increpó casi reflexiva.
Charles, asustado, no perdía de vista la esquina.
-Lo siento, Miss Bird..., el tigre..., voy a limpiar la palangana..., lo haré con jabón..., le juro
que lo haré...
-¿Dónde está Kenneth? -preguntó Miss Bird con calma.
-No lo sé.
La verdad es que no lo sabia.
-¿Está allá dentro?
-¡No! -gritó Charles.
Miss Bird se acercó al lugar donde la habitación hacía ángulo:
-Ven aquí, Kenneth. Ahora mismo.
-Miss Bird...
Pero Miss Bird ya había dado la vuelta a la esquina. Iba dispuesta a atacar, pensó Charles,
pero iba a descubrir lo que era un ataque de verdad.
Volvió a traspasarla puerta. Bebió agua en la fuente de la entrada. Miró la bandera americana
colgada sobre la entrada del gimnasio. Miró el tablón de anuncios. El Mochuelo del Bosque,
avisaba: GRITAD, PERO NO CONTAMINÉIS. El Buen Amigo, aconsejaba: NO OS VAYÁIS
CON DESCONOCIDOS. Charles lo leyó todo por dos veces.
Después, volvió a la clase, recorrió el pasillo hasta su sitio con los ojos en el suelo, y se
deslizó en su asiento. Eran las once menos cuarto. Sacó Caminos a todas partes y se puso a leer
sobre «Bill en el Rodeo».
APARECIÓ CAÍN
Garrish salió del sol resplandeciente del mes de mayo y pasó al frescor de la entrada. Le
costó un poco ajustar la vista y en el primer momento Harry el Castor no fue más que una voz
incorpórea saliendo de las sombras.
-¿Era una zorra, verdad? -preguntó el Castor-. ¿Verdad que era una verdadera zorra?
-Sí -constestó Garrish-. Fue difícil.
Ahora pudo fijar sus ojos en el Castor. Se estaba frotando los granos de la frente con la mano
y le sudaban las orejas. llevaba sandalias y una camiseta con «69» y un botón en la parte delantera,
que decía: Bien venido es un Pervertido. Los enormes dientes delanteros del Castor se distinguían
en la oscuridad.
-Iba a dejarlo en enero -explicó el Castor-. No dejé de decírmelo mientras todavía tenia
tiempo. Y luego, pasaron las recuperaciones y ya fue cuestión de volver a intentarlo o dejar el
curso incompleto. Creo que he suspendido, Curt. Lo juraría.
La gobernanta estaba en la esquina, junto a los buzones.
Era una mujer sumamente alta que se parecía vagamente a Rodolfo Valentino. Estaba
esforzándose por meter un tirante de combinación por el sobaco sudado de su traje con una mano,
mientras que con la otra ponía una chincheta a una hoja de salida de dormitorio.
-Muy difícil -repitió Garrish.
-Quise copiar algo de ti, pero no me atreví, te lo juro, aquel tío tiene ojos de águila. ¿Crees
que sacaste tu sobresaliente?
-A lo mejor he suspendido -dijo Garrish.
-¿Crees que tú suspendiste? -exclamó el Castor-. Crees que...
-Voy a ducharme, ¿vale?
-Claro, Curi. Claro. ¿Fue éste tu último examen?
-Sí. Fue mi último examen.
Garrish cruzó el vestíbulo, empujó la puerta y'empezó a subir. El hueco de la escalera olía
como un suspensorio atlético. Siempre la dichosa escalera. Su habitación estaba en el quinto piso.
Quinn y aquel otro idiota del tercero, el de las piernas peludas, le pasaron lanzándose una
pelotita. Un pequeño, con gafas de montura de concha y un valiente principio de barba, le pasó
entre el cuarto y el quinto, con un libro de cálculo apretado contra su pecho como si fuera la Biblia,
y desgranando un rosario de logaritmos. Tenía los ojos tan vacíos como pizarras.
Garrish se paró a mirarle, preguntándose si no estada mejor muerto, pero el pequeño no era
ya más que una sombra que aparecía y desaparecía en la pared. Volvió a verle una vez más y luego
desapareció del todo. Garrish llegó al quinto y anduvo hasta su habitación. Pig Pen se había ido
hacía dos días. Cuatro finales en tres días, bam-bam y hasta la vista, madam. Pig Pen sabía
arreglarse las cosas. Había dejado únicamente sus cromos en la pared, dos calcetines desparejados
y sucios y una parodia, en cerámica, del Pensador de Rodin sentado en la taza de un retrete.
Garrish metió la llave en la cerradura.
- ¡Curi! ¡Eh, Curi!
Rollins, el imbécil consejero del piso, que había enviado a Jimmy Brody a visitar al decano
porque había bebido, se acercaba por el corredor, haciéndole señales con la mano.
Era alto, bien plantado, con el cabello recortado en cepillo, simétrico en todo. Parecía
barnizado.
-¿Has terminado todo? -preguntó Rollins.
-Sííí.
-No te olvides de barrer tu cuarto y llenar la hoja de desperfectos, ¿vale?
-Sííí.
-Pasé una hoja de desperfectos por debajo de tu puerta, el otro día, ¿verdad?
-Sííí.
-Si no me encuentras en mi cuarto, echa la hoja por debajo de la puerta, y la llave también.
-Está bien.
Rollins le cogió de la mano, se la sacudió un par de veces, rápidamente, pumpumpum. La
mano de Rollins estaba seca, rasposa. Estrechar la mano de Rollins era como estrechar un puñado
de sal.
-Que tengas un buen verano, hombre.
-Bien.
-No trabajes demasiado.
-No.
-Úsalo, pero no abuses.
-Sí, y no.
Rollins pareció momentáneamente desconcertado, luego se echó a reír:
-Cuídate.
Dio una palmada al hombro de Garrish y se volvió, endose una vez para advertir a Ron Frane
que apagara el estéreo. Garrish imaginó a Rollins muerto en una cuneta con los ojos llenos de
gusanos. A Rollins no le importaría. A los gusanos tampoco. O te comías el mundo o el mundo te
comía a ti, y estaba bien de ambos modos.
Garrish se quedó pensativo viendo alejarse a Rollins hasta que lo perdió de vista, entonces
entró en su habitación.
Con el desorden ciclónico de Pig Pen, desaparecido, la habitación parecía yerma y estéril. De
la montaña, retorcida, destartalada, que había sido la cama de Pig Pen, no quedaba sino el
colchón... manchado. Dos portadas de Playboy le contemplaban con dos glaciales
bi-dimensionales.
No había mucha diferencia en la mitad de habitación correspondiente a Garrish, que siempre
estaba perfectamente ordenada al estilo militar. Si dejabas caer una moneda sobre la colcha de la
cama de Garrish, rebotaba. Tanto orden había crispado los nervios de Piggy. Se había graduado en
inglés y sus frases eran perfectas. A Garrish le llamaba el encasillado. Lo único que había en la
pared sobre la cama de Garrish era una enorme ampliación de Humphrey Bogart que había
comprado en la librería de la Facultad. Bogie llevaba una pistola automática en cada mano y lucia
tirantes. Pig Pen decía que las pistolas y los tirantes eran símbolos de impotencia. Garrish dudaba
de que Bogie hubiera sido impotente, aunque nunca había leído nada sobre él.
Se acercó a su ropero, lo abrió con la llave y sacó el gran «Magnum» de culata de nogal, del
352 que su padre, un ministro metodista, le había comprado por Navidad. En marzo, él se compró
la mira telescópica.
No debían guardarse armas en la habitación, ni siquiera rifles de caza, pero no había sido
difícil. Lo había sacado la víspera de la consigna de armas de la Universidad, con una autorización
para retirarlo, falsificada. Lo metió en su funda impermeable de cuero, y lo dejó escondido en el
bosque, detrás del campo de fútbol. Luego, de madrugada, a eso de las tres, salió a buscarlo y se lo
trajo arriba por los dormidos corredores.
Se sentó en la cama con el rifle sobre las rodillas y lloró un poco. El Pensador, sentado en su
taza, le estaba mirando. Garrish dejó el rifle sobre la cama, cruzó la estancia y de un manotazo lo
hizo caer de la mesa al suelo, donde se hizo mil pedazos. Llamaron a la puerta. Ganish colocó el
rifle debajo de la cama.
-Adelante.
Era Bailey, medio desnudo. Tenía un poco de borra de algodón en el ombligo. No había
futuro para Bailey. Bailey se casaría con una estúpida y tendrían hijos estúpidos. Después, moriría
de cáncer o de fallo renal.
-¿Cómo estuvo el final de química, Curt?
-Muy bien.
-Me preguntaba si me podrías prestar tus apuntes. Yo lo tengo mañana.
-Los quemé con todo lo que no me servía.
-Oh. ¡Oh, Dios mío! ¿Lo ha hecho Piggy? -y señaló los restos del Pensador.
-Creo que si.
-¿Por qué tuvo que hacerlo? A mi me gustaba. Iba a comprárselo.
Bailey tenía unas facciones recortadas, como de ratón. Sus calzoncillos le colgaban por
detrás. Garcish podía ver cómo sería con el tiempo, cómo moriría de enfisema o de algo, metido en
una tienda de oxigeno. Tendría un color amarillento. «Yo podría ayudarte», pensó Garrish.
-¿Crees que le importaría si me quedara con sus cromos?
-Me figuro que no.
-Bien -Bailey cruzó la habitación, pisando cuidadosamente con sus pies desnudos los
fragmentos de cerámica y retiró las chinchetas de las portadas de Playboy-. Esta fotografía de
Bogad es realmente asombrosa, también. ¡Sin tetas, pero...! Oye -Bailey miró a Garrish para ver si
Garrish sonreía. Al ver que no lo hacía, -le preguntó-: ¿supongo que no ibas a tirarla, o algo así,
verdad?
-No. Estaba preparándome para ir a la ducha.
-Bueno. Que tengas un buen verano, por si no te vuelvo a ver, Curt.
-Gracias.
Bailey se dirigió hacia la puerta, bailándole el fondillo del calzoncillo. Se detuvo y preguntó:
-¿Cuatro puntos este semestre, Curt?
-Como mínimo.
-Enhorabuena. Hasta el año que viene.
Salió y cerró la puerta. Garrish se quedó sentado en la cama un momento, luego sacó el rifle,
lo desmontó y lo limpió. Se acercó el cañón al ojo y contempló el pequeño circulo de luz del otro
extremo. El cañón estaba limpio. Volvió a montar el arma.
En el tercer cajón de su escritorio había tres pesadas cajas de balas «Winchester». Las colocó
en el alféizar de la ventana. Cerró con llave la puerta del cuarto y volvió a la ventana. Subió las
persianas.
La explanada estaba verde y jugosa, salpicada toda ella de estudiantes que paseaban. Quinn y
su amigo idiota estaban jugando a la pelota. Corrían de un lado a otro como hormigas heridas,
escapándose de un hormiguero aplastado. -Voy a decirte algo -dijo Garrish a Bogan- Dios se
enfureció con Caín, porque Caín tenia la idea de que Dios era vegetariano. Su hermano lo vela de
otro modo. Dios hizo el mundo a Su imagen, y si no te comes el mundo, el mundo te come a ti. Así
que Caín va y le dice a su hermano: «¿Por qué no me lo dijiste?» y su hermano contesta: «¿Por qué
no me escuchaste?» Y Caín dice: «Está bien, ahora te escucho.» Así que se carga a su hermano y
dice: ¡Eh, Dios! ¿Quieres carne? ¡Aquí la tienes! ¿Quieres lomo, o chuletas o Abelbur guesas o
qué?» Y Dios le dijo que se preparara. Así que..., ¿qué te parece?
Bogie no contestó.
Garrish abrió la ventana y apoyó los codos en el alféizar, sin dejar que al cañón del rifle 352
le diera el sol. Puso el ojo en la mira.
Lo tenia apuntando al dormitorio de chicas del Carlton Memorial, del otro lado de la
explanada. Carlton era popularmente conocido como la «perrera». Situó la cruz de la mira sobre
una enorme furgoneta «Ford». Una rubia con tejanos y una blusa azul pálido estaba hablando con
su padre y su madre, mientras su padre, rubicundo y calvo, cargaba las maletas en el coche.
Alguien llamó a la puerta.
Garrish esperó.
Volvieron a llamar.
-¿Curt? Te daré medio pavo por el póster de Bogan.
Bailey.
Garrish no contestó. La chica y su madre se reían de algo, sin enterarse de que sus intestinos
estaban llenos de microbios que comían, se dividían y se multiplicaban. El padre se reunió con
ellas y se quedaron juntos al sol, un retrato de familia en la cruz de la mira.
-¡Maldita sea! -protestó Bailey. Oyó sus pasos pasillo abajo.
Garrish apretó el gatillo.
El rifle retrocedió con fuerza contra su hombro, pero era el retroceso blando y perfecto que
recibes cuando has apoyado el arma exactamente en el punto apropiado. La cabeza rubia de la
muchacha sonriente se cortó.
Su madre siguió sonriendo por un instante y luego se llevó la mano a la boca. Chilló a través
de la mano. Garrish le disparó. Mano y cabeza se desintegraron en un surtidor rojo. El hombre que
había estado cargando las maletas echó a correr.
Garrish le siguió y le disparó a la espalda. Entonces levantó la cabeza, abandonando la mira
por un momento. Quinn sostenía la pelota y contemplaba los sesos de la chica rubia que se habían
estrellado en el cartel de PROHIBIDO APARCAR que había detrás de su cuerpo tendido. Quinn
no se movió. En toda la explanada la gente se había quedado petrificada, como niños jugando a
estatuas.
Alguien volvió a golpear la puerta, y sacudió el picaporte. Otra vez Bailey:
-¿Curt? ¿Estás bien, Cun? Creo que alguien ha...
-Buena bebida, buena carne, buen Dios, ¡vamos a comer! -exclamó Garrish y disparó a
Quinn. Tiró del gatillo en lugar de apretar y el tiro salió desviado. Quinn echó a correr. Ningún
problema. El segundo disparo dio en el cuello de Quinn y le hizo volar unos, tal vez, cinco metros.
-¡Curt Garrish se está matando! -chillaba Bailey-. ¡Rollins! ¡Rollins! ¡Ven corriendo!
Sus pasos volvieron a perderse por el corredor.
Ahora todos echaban a correr. Garrish podía oír cómo gritaban. También podía oír el
apagado sonar de los pies en la explanada.
Miró a Bogie. Bogie sostenía sus dos pistolas y miraba por encima de él. Contempló los
restos esparcidos del Pensador de Piggy y se preguntó qué estaría haciendo Piggy hoy, si estaba
durmiendo, o viendo la televisión, o disfrutando de un enorme y maravilloso ágape.
¡Cómete el mundo, Piggy! -pensó Garrish-. ¡Hay que tragarlo de golpe!»
-¡Garrish! -Ahora era Rollins el que golpeaba la puerta-. ¡Abre, Garrish!
-Se ha encerrado -jadeó Bailey-. Tenía mala cara, se ha matado, lo sé.
Garrish volvió a sacar el cañón por la ventana. Un muchacho con una camisa a cuadros
estaba en cuclillas detrás de un seto, vigilando las ventanas de los dormitorios con
desesperada intensidad. Quería escapar, correr, Garrish lo vio, pero sus piernas estaban
yertas.
-Santo Dios, vamos a comer -murmuró Garrish y empezó a apretar de nuevo el gatillo.
ZARABANDA NUPCIAL
En el año 1927 estábamos tocando jazz en una taberna de Morgan, Illinois, una ciudad a
unos cien kilómetros de Chicago. Era una región algo despoblada, no había ninguna otra ciudad
grande en un radio de treinta y tantos kilómetros. Pero había muchos granjeros que suspiraban por
algo más fuerte que una música dulzona y muchas supuestas bailarinas de jazz que salían con sus
novios vaqueros. También había algunos casados (se les reconoce siempre, amigo, como si
llevaran una etiqueta) que se iban lejos de casa para ir a donde nadie les reconocerla mientras se
daban un garbeo con sus no del todo legítimas acompañantes.
Esto ocurría cuando el jazz era jazz, no ruido. Formábamos un grupo de cinco: batería,
cornetín, trombón, piano, trompeta..., y éramos muy buenos. Esto ocurrió tres años antes de que
grabáramos nuestro primer disco y cuatro años antes del cine sonoro.
Estábamos tocando Bamboo Bay, cuando ese individuo, muy alto, entró, vestido de blanco y
fumando una pipa con más adornos que un cuerno de caza. Todo el grupo estaba algo bebido para
entonces, pero la gente estaba ciega y armando jaleo. Pero, sin dar guerra; no habíamos tenido una
sola pelea en toda la noche. Todos nosotros sudábamos a mares y Tommy Englander, el que
llevaba el negocio, seguía mandándonos un whisky tan suave como la seda. Englander era un buen
hombre para quien trabajar, y le gustaba el ruido que hacíamos. Por supuesto esto le hacía crecer
en mi aprecio.
El tío del traje blanco se sentó en la barra y me olvidé de él. Terminamos la noche con Aunt
Hagar's Blues que era una pieza que se consideraba entonces atrevida y nos ganamos unos buenos
aplausos. Manny lucía una gran sonrisa que le iluminaba el rostro cuando dejó su trompeta -y yo le
di unas palmadas en la espalda al bajar del tablado de los músicos. Vi a una muchacha de aspecto
solitario, con traje de fiesta verde, que no me había quitado los ojos de encima en toda la noche.
Era pelirroja y yo siempre he tenido debilidad por las pelirrojas. Sus ojos y la inclinación de la
cabeza eran como una llamada, así que empecé a circular por entre la gente para ir a ver si quería
beber algo.
Me encontraba a mitad de camino cuando el hombre del traje blanco se plantó delante de mí.
Visto de cerca su aspecto era de tío duro. Se le erizaba el pelo en el cogote a pesar de que olía
como una botella entera de crema-brillantina, y tenía esa clase de ojos planos, de extraño brillo,
que poseen ciertos peces de aguas profundas.
-Quiero hablar- con usted, fuera -me dijo.
La pelirroja apartó la mirada con un mohín de desencanto.
-Puede esperar -dije-. Déjeme pasar.
-Me llamo Scollay. Mike Scollay.
Me sonaba el nombre. Mike Scollay era un gángster de poca monta que pagaba su cerveza y
sus juergas traficando con alcohol procedente de Canadá. Aquella mezcla de alta tensión se había
originado donde los hombres llevan faldas y tocan la gaita..., cuando no cuidan de los toneles,
vaya. Su fotografía había aparecido alguna vez en los periódicos. La última vez fue cuando otro
rival tabernero, Dan, había tratado de coserle a tiros.
-Se encuentra usted muy lejos de Chicago, amigo -le dije.
-Me he traído algunos acompañantes, no se preocupe. Fuera.
La pelirroja me lanzó otra mirada. Le señalé a Scollay y me encogí de hombros. Arrugó la
nariz y me dio la espalda.
-Vea -protesté-. Me ha chafado el plan.
-Nenas como ésta, las hay a montones en Chi.
-Yo no quiero un montón.
-Fuera.
Le seguí fuera, claro. El aire me resultaba fresco, después de la atmósfera cargada de humo
del club, perfumado por el aroma dulce de la alfalfa recién cortada. Las estrellas habían salido, y
brillaban suavemente. También habían salido los acompañantes, pero su aspecto no tenia nada de
dulce, y lo único que brillaba eran sus cigarrillos.
-Tengo un trabajo para usted -dijo Scollay.
-No me diga.
-La paga serán doscientos. Puede repartir con su banda o quedarse con cien para usted solo.
-¿De qué se trata?
-De música, ¿qué otra cosa? Mi hermana va a casarse. Quiero qué toque usted para la
recepción. Le encanta el jazz. Dos de mis muchachos dicen que lo hace usted muy bien.
Ya les he dicho que trabajar para Englander estaba muy bien. Nos pagaba ochenta dólares
por semana. Ese tío me ofrecía más del doble por una sola zarabanda.
-Será el próximo viernes, de cinco a ocho -aclaró Scollay- en la sala de «Los Hijos de Erin»,
en la calle Grover.
-Es demasiado -dije-. ¿Por qué?
-Hay dos razones.
Scollay dio unas chupadas a su pipa. Parecía fuera de lugar en aquella cara. Hubiera debido
tener un cigarrillo «Lucky Strike verde», colgando de los labios, o mejor un «Sweet Caporal», el
cigarrillo de los vagos. Con la pipa no parecía un vago. La pipa le hacía parecer triste y gracioso.
-Por dos razones -repitió-. Tal vez ha oído decir que el Griego intentó liquidarme.
-Vi su fotografía en el periódico. Usted era el hombre que se arrastraba por la acera.
-Muy listo -rezongó, pero sin fuerza-. Soy demasiado grande para él. El Griego se está
haciendo viejo. Debería estar de vuelta en su tierra, bebiendo aceite de oliva y mirando al Pacífico.
-Me parece que es el Egeo -le corregí.
-Me importa un pepino incluso si es el lago Hurón. El caso es que no quiere envejecer. Sigue
queriendo liquidarme. No sabe lo que se le viene encima, ni viéndolo.
-Y eso es usted.
-Es usted un jodido de primera clase.
-En otras palabras, me va a pagar doscientos porque nuestra última pieza podría tocarse con
acompañamiento de rifle.
La ira iluminó su rostro, pero había en él algo más también. No supe entonces qué era, pero
creo que ahora lo sé. Creo que era tristeza.
-Amigo listo, tengo la mejor protección que se puede conseguir con dinero. Si algún gracioso
intenta meter las narices por allá, no tendrá la oportunidad de olfatear por segunda vez.
-¿Y la otra razón?
-Mi hermana se casa con un italiano -dijo a media voz.
-Tan buen católico como usted -rezongué.
Apareció la ira de nuevo, incandescente, y por un minuto creí haber ido demasiado lejos.
- ¡Un buen irlandés! ¡De buena vieja raíz irlandesa, hijo, y mejor que no lo olvide! -Luego
añadió, tan bajo que casino pude oírle-.Incluso si he perdido la mayor parte del cabello, lo tenía
rojo.
Empecé a decir algo, pero no me dio la oportunidad. Me hizo girar y me acercó su cara tanto
que casi nuestras narices se tocaban. Jamás había visto tal ira y humillación y rabia y
determinación en la cara de un hombre. Hoy en día ya no se ve tal expresión en un rostro blanco,
como se siente uno cuando le hieren y le hacen sentirse pequeño. Todo ese amor y todo ese odio.
Pero lo vi en su rostro aquella noche y supe que si decía alguna otra frase chistosa podía darme por
muerto.
-Es gorda -murmuró y pude oler a pastillas de menta en su aliento-. Mucha gente se ha reído
de mí, a mis espaldas. Pero no lo hacen cuando puedo verles. Voy a decirle una cosa, señor
músico. Quizás ese hombre sea el único que lo consiguió. Pero usted no va a reírse de mí, o de ella
o del italiano. Porque va a tocar, y a tocar muy fuerte. Nadie va a reírse de mi hermana.
-Nunca nos reímos cuando estamos tocando. No podríamos soplar.
Esto alivió la tensión. Se echó a reír..., una risa seca, como un ladrido.
-Bueno, preséntese allí a las cinco, dispuesto a tocar «Los Hijos de Erin», en la calle Grover.
También les pagaré los gastos de viaje, ida y vuelta.
No preguntaba nada. Me sentí arrastrado a la decisión, pero no me iba a dar tiempo a
consultarlo. Vi que se alejaba y que uno de los acompañantes le mantenía abierta la puerta de su
cupé «Packard».
Se alejaron. Permanecí fuera un rato más y fumé un cigarrillo. La noche era estupenda, suave
y Scollay parecía, cada vez más, algo que hubiera soñado. Estaba deseando poder sacar el tablado
al terreno de aparcamiento y tocar allá, cuando Biff puso la mano en mi hombro.
-Ya es hora -me dijo.
-Bien.
Volvimos dentro. La pelirroja había cazado a un marinero entrecano que parecía doblarle la
edad. Ignoro lo que un miembro de las Fuerzas de Marina estaba haciendo en Illinois pero, por mí,
podía quedarse con él si tenía tan mal gusto. No me sentía bien, el whisky se me había subido a la
cabeza y Scollay me parecía más real aquí dentro, donde las emanaciones de lo que él y los de su
calaña vendían eran bastante sólidas para flotar encima de ellas.
-Nos han pedido Camptown Races -dijo Charlie.
-Olvídalo -corté-. No tocamos esa música negra hasta pasada media noche.
Pude ver a Billy-Boy, sentado al piano, envararse, pero al momento su rostro perdió la
crispación. Me hubiera abofeteado de buena gana pero, maldita sea, un hombre no puede cambiar
su ritmo, su vocabulario, de la noche a la mañana, o en un año, o quizás incluso en diez. En
aquellos días, negro era una palabra que odiaba y que decía continuamente. Me acerqué a él:
-Lo siento Bill..., esta noche no estoy en mis cabales.
-Claro -respondió, pero sus ojos pasaron por encima de mi hombro y comprendí que no
había aceptado mis excusas. Mal asunto, pero les diré lo que era mucho peor: saber que le había
decepcionado.
Les hablé de la zarabanda en el siguiente descanso, siendo sincero con ellos respecto al
dinero y les dije que Scollay era un maleante (aunque no les conté sobre el otro maleante que iba a
por él). También les dije que la hermana de Scollay era gorda y que Scollay era muy sensible sobre
el asunto. Que cualquiera que hiciera bromas sobre fragatas en tierra podía terminar como un
colador.
Mientras hablaba no perdía de vista a Billy-Boy Williams, pero no pude leer nada en aquella
cara de gato. Habría sido más fácil intentar descubrir lo que pensaba una nuez leyéndole las
arrugas de la cáscara. Billy-Boy era el mejor pianista que habíamos tenido y lamentábamos los
disgustos que le daban cuando viajábamos de un lugar para otro. Lo peor, naturalmente era el
Sur..., el cielo de los negros en las películas, y cosas así..., pero tampoco lo pasaba muy bien en el
Norte. ¿Y qué podía hacer yo? ¿Eh? Venga, díganmelo. En aquellos días uno tenia que vivir con
todas esas diferencias.
Aparecimos en la sala de «Los Hijos de Erin», el viernes a las cuatro, una hora antes.
Viajamos en una furgoneta especial «Ford» que Biff y Manny y yo habíamos montado. La parte de
atrás estaba cubierta por una lona y dentro llevábamos dos literas atornilladas al suelo. Incluso
llevábamos un hornillo eléctrico, enchufado a la batería, y el nombre del grupo pintado en el
exterior.
El día era perfecto..., como hecho a medida, si alguna vez ha habido uno, con nubecillas de
verano, blancas, proyectando sombras en los campos. Pero una vez en la ciudad hacía calor y
estaba sucia, llena de ajetreo, que uno acaba olvidando cuando se vive en un lugar como Morgan.
Para cuando desembarcamos eri la sala, la ropa se me pegaba al cuerpo y necesitaba visitar la
estación de consuelo. También me hubiera sentado bien un trago del elixir de Tommy Englander.
«Los Hijos de Erin» era un gran edificio de madera, filial de la iglesia donde la hermana de
Scollay iba a casarse. Ya saben el tipo de lugar, si es de los que han hecho la comunión,
supongo..., reuniones de los OYC los martes, bingo los miércoles y una fiesta para niños los
sábados por la noche.
Emprendimos la marcha llevando cada uno su instrumento y parte de los componentes de la
batería de Biff. Una señora delgada, sin delantera aparente, por decirlo de algún modo, dirigía el
tráfico en el interior. Dos hombres sudorosos colgaban guirnaldas de papel. Había una tarima para
la banda en la parte delantera de la sala y por encima una bandera y un par de enormes campanas
de papel de color de rosa. Las letras doradas de la bandera decían LO MEJOR PARA MAUREEN
Y RICO.
Maureen y Rico. Maldito si no me daba cuenta de lo mal que lo pasaba Scollay. Maureen y
Rico. Una pedrada en el ojo.
La señora delgada nos cayó encima. Como parecía tener mucho que decir, me adelanté
anunciando:
-Somos los músicos.
-¿Los músicos? -Miró desconfiada los instrumentos-. Oh, esperaba que fueran los de la
alimentación.
Sonreí como si los proveedores de comida llegaran siempre con timbales y trombones.
-Pueden... -empezó, pero justo en aquel momento apareció un niñato de unos diecinueve
años. Le colgaba un cigarrillo de la comisura de los labios pero, por lo que pude ver, aquello no
mejoraba su imagen y en cambio le hacía llorar el ojo izquierdo.
-Abran esta mierda -ordenó.
Charlie y Biff me miraron. Me encogí de hombros. Abrimos nuestros estuches y él miró al
interior de las trompas. Viendo que no había nada que pareciera poder cargarse y disparar, se
volvió a su rincón y se sentó en una silla plegable.
-Ya pueden montar sus cosas cuando quieran -prosiguió la señora delgada como si nunca la
hubieran interiumpido-. Hay un piano en la otra habitación. Haré que mis hombres lo entren tan
pronto como terminen de colocar las decoraciones.
Biff empezó a arrastrar su batería- hasta el pequeño escenario.
-Yo creí que eran los proveedores -iba repitiendo desesperada-. El señor Scollay encargó un
pastel de bodas y hay unos entrantes, y asados de buey, y...
-Ya llegarán, señora -le dije-. Cobran al entregar.
-...y dos asados de cerdo y un capón y el señor Scollay se pondrá furioso si... -Vio a uno de
sus hombres encendiendo un cigarrillo precisamente debajo de una guirnalda de papel, y le gritó-:
¡¡¡ HENRY !!! -El hombre dio un salto como si le hubieran disparado. Yo me refugié en la tarima.
A las cinco menos cuarto estábamos listos. Charlie, el del trombón, iba tocando en sordina y
Biff se desentumecía las muñecas. Los proveedores había llegado a las 4.20 y Miss Gibson (éste
era el nombre de la dama flaca; su negocio era ese tipo de fiestas) casi se les echó al cuello.
Habían montado cuatro mesas, largas, cubiertas de manteles blancos y cuatro mujeres negras
con cofia y delantales blancos ponían platos y cubiertos. El pastel fue colocado en el centro de la
habitación para que todo el mundo pudiera verlo y admirarlo. Tenía seis pisos de altura y arriba
habían colocado una parejita de novios.
Salí a la calle para fumar un cigarrillo y a mitad de camino me pareció oírles llegar...,
bocineando y armando gran estruendo. Me quedé donde estaba hasta que vi el primer coche dando
la vuelta a la esquina más cercana a la iglesia, entonces desistí de fumar y entré.
-Ya vienen -dije a Miss Gibson.
Palideció y casi se tambaleó sobre sus tacones. He aquí una mujer que debió haber elegido
otra profesión..., decoradora, quizás, o bibliotecaria.
-¡El zumo de tomate! -chilló-. ¡Traigan el zumo de tomate!
Volví junto al grupo y nos preparamos. Habíamos tocado en celebraciones como ésta -y
¿quién no?- y cuando se abrieron las puertas, nos lanzamos a una interpretación sincopada de la
Marcha Nupcial, que yo mismo había arreglado. Si les parece que todo esto suena como un cóctel
de limonada, les daré la razón, pero en la mayoría de las recepdones donde lo tocamos, lo
aceptaron, y ésta no era diferente de las otras. Todo el mundo aplaudía y gritaba y silbaba, luego
empezaron a hablar entre ellos. Pero por la forma en que alguno de ellos movía los pies mientras
hablaba, pensé que iba siendo hora. Empezamos..., me dije que iba a ser una buena zarabanda. Sé
todo lo que se dice de los irlandeses, y la mayor parte es verdad, pero demonio, lo pasan en grande
una vez se han decidido a hacerlo.
De todos modos, tengo que confesar que por poco lo estropeo todo cuando el novio y la
ruborosa novia entraron. Scollay, vestido de chaqué, me echó una mala mirada y no crean que no
la vi. Logré mantener un rostro impasible, y el resto del grupo también... ni uno sólo desafinó. Fue
una suene para nosotros. Parecía como si todos los invitados fueran los guardaespaldas de Scollay
y sus mujeres, y ya habían sufrido la primera impresión. Tenía que ser así si habían estado en la
iglesia. Yo sólo oí vagos rumores, por decirlo así.
Ya habrán oído hablar de Jack Sprat y su mujer. Bien, pues esto era cien veces peor. La
hermana de Scollay tenia el pelo rojo, que él estaba perdiendo, y lo tenía largo y rizado. Pero no
era aquel bonito color cobrizo que a lo mejor imaginan. No, éste era rojo de la región de Cork...,
brillante como una zanahoria y rizado como los muelles de una cama. Su tez era naturalmente
blanca pero llevaba encima demasiadas pecas. Y, uno dijo Scollay que era gorda? Amigo, esto era
como decir que uno puede comprar algo en «Macys». Era un dinosaurio humano..., ciento
cincuenta kilos como mínimo. Yestaban todos en el pecho y las caderas, y los muslos como suele
ocurrir con las gordas, haciendo que lo que debía ser sexy fuera grotesco y terrorífico a la vez.
Algunas gorditas tienen caras patéticamente bonitas, pero la hermana de Scollay no tenía ni eso.
Sus ojos estaban demasiado juntos, su boca demasiado grande y las orejas despegadas. Luego,
claro, estaban las pecas. Incluso delgada, hubiera sido lo bastante fea para parar un reloj...,
demonio, todo un escaparete de relojes.
Esto, por si solo, no hubiera hecho reír a nadie, a menos que fueran estúpidos y de naturaleza
malvada. Era cuando se añadía el novio, Rico, al conjunto, cuando uno deseaba reír hasta llorar.
Podía haberse puesto una chistera y así todo no llegaba a la mitad de su sombra. Parecía como si
hubiera podido pesar unos cuarenta y cinco kilos, empapado. Era delgado como un riel, y su tez,
olivácea oscura. Cuando sonreía nervioso, sus dientes parecían una valla de barriada pobre.
Seguimos tocando.
Scollay rigió:
-¡Vivan los novios! ¡Que Dios les dé toda suerte de felicidades!
Y si Dios no se las diera, anunciaba su expresión feroz, mejor que se las deis vosotros..., por
lo menos hoy.
Todo el mundo gritó y aplaudió. Terminamos nuestro número con un floreo y esto mereció
otros aplausos. Maureen, la hermana de Scollay, sonrió. Dios, qué grande era su boca. Rico reía
como un bobalicón.
De momento, todo el mundo paseaba, comía queso, o fiambres o galletitas y bebían el mejor
whisky escocés importado», de Scollay. Yo había bebido ya tres, entre pieza y pieza, y dejaba en la
sombra al de Tommy Englander.
Scollay pareció también sentirse más feliz..., un poco, por lo menos.
Una vez llegó hasta el escenario y nos dijo:
-Tocáis muy bien -y esto, viniendo de un amante de la música como él, supuse que sería un
verdadero cumplido.
Antes de que todos se sentaran a la mesa, Maureen se acercó personalmente. Todavía era
más fea vista de cerca y su traje blanco (debía haber suficiente raso blanco alrededor de aquella
mole para vestir unas tres camas) no la ayudaba nada. Nos pidió si podíamos tocar Rosas de
Picardía, como Red Nichols y sus Cinco Peniques, porque, nos dijo, era su canción favorita. Fea y
gorda sí era, pero no tonta..., como algunas de las que habían venido a pedirnos piezas. La
tocamos, pero no muy bien. De todas formas nos dedicó una dulce sonrisa que casi la hacía bonita,
y aplaudió cuando hubimos terminado.
Se sentaron a comer sobre las 6.15 y las camareras de Miss Gibson les fueron sirviendo. Se
echaron sobre los platos como una manada de animales, lo que no sorprendía demasiado, y
siguieron tragando aquel producto de alta tensión todo el tiempo. Yo no pude evitar contemplar
cómo comía Maureen. Me esforcé por desviar la mirada, pero mis ojos volvían como para
asegurarse de que estaban viendo lo que pensaban que veían. Los demás también tragaban pero
ella les hacía parecer viejas damas en un salón de té. Ya no tenía tiempo ni para dulces sonrisas, ni
para escuchar Rosas de Picardía; podía haberse colocado un letrero delante de ella que explicara:
MUJER TRABAJANDO. Esa señora no necesitaba ni un cuchillo ni un tenedor; lo que necesitaba
era una pala mecánica y una cinta transportadora. Era triste contemplarla. Y Rico (solamente se le
veía la barbilla sobre la mesa donde se sentaba la novia y un par de ojos castaños tan tímidos como
los de un ciervo) le iba pasando cosas, sin por ello perder su sonrisa bobalicona.
Descansamos veinte minutos mientras tenía lugar la ceremonia de cortar el pastel y la propia
Miss Gibson nos dio de comer en la cocina. Hacía un calor de espanto porque -el fogón estaba
encendido y ninguno de nosotros tenía mucha hambre. La zarabanda había empezado bien, y ahora
estaba mal. Lo leía en las caras de mi gente..., y en la de Miss Gibson, también, no crean.
Cuando volvimos al escenario, la bebida había empezado en serio. Unos individuos con
aspecto de «duros», circulaban con falsas sonrisas en sus caras o se reunían en los rincones
haciendo cambalaches con hojas de apuestas. Algunas parejas querían bailar charleston, así que
tocamos Aunt Hagar's Blues (y esos memos se lo tragaron) y I'm Gonna Charleston Back to
Charleston y otras piezas por el estilo. Música para jovencitos. Las muchachas se agitaban por la
pista, enseñando las medias y chasqueando los dedos junto a la cara y chillando vi-do-di-oh-du una
frase que hasta hoy me produce ganas de vomitar la cena. Estaba oscureciendo. Las mosquiteras de
algunas ventanas se habían caído y las polillas entraron y revolotearon en bandadas alrededor de
las luces. Y como dice la canción, la orquesta siguió tocando. La novia y el novio se mantenían en
segundo plano..., ninguno de los dos parecía interesado en marcharse..., casi olvidados. Incluso
Scollay parecía haberse olvidado de ellos. Estaba bastante bebido.
Serían casi las 8.00 cuando entró el hombrecito. Me di cuenta al momento, porque estaba
sobrio y parecía asustado; asustado como un gato, corto de vista, en un perrera. Se acercó a Scollay
que estaba hablando con una muñeca junto al escenario, y le golpeó en el hombro. Scollay dio la
vuelta, y oí cada una de las palabras que dijeron. Creánme, ojalá no hubiera oído nada.
-¿Quién demonios eres? -preguntó Scollay con malos modos.
-Mi nombre es Demetrius -explicó el hombrecito-. Demetrius Katzenos. Vengo de parte del
Griego.
Todo movimiento cesó en la sala. Se desabrocharon las chaquetas y las manos
desaparecieron debajo de las solapas. Vi a Manny que se ponía nervioso. Maldición, tampoco me
sentía yo muy tranquilo. Pero seguimos tocando, cómo no.
-No me diga -respondió Scollay plácidamente.
El hombrecillo estalló:
-¡Yo no quería venir, Mr. Scollay! El Griego tiene a mi mujer. Dice que la matará si no le
doy su recado.
-¿Qué recado? -gruñó Scollay. La tormenta volvía a aparecer en su frente.
-Dice... -El pobre hombre se calló, con expresión angustiada. Se le movía la garganta como
si las palabras fueran cosas vivas atrapadas allí y le estuvieran ahogando-. Dijo que le dijera que su
hermana es un cerdo gordo. Dice..., dice... -Sus ojos se volvieron alocados al verla expresión de
Scollay. Eché una mirada a Maureen. Parecía como si la hubieran abofeteado-. Dice que tiene
picor. Dice que si una gorda tiene picor en la espalda, debe comprarse un rascador. Dice que si una
gorda tiene picor en cierto sitio, se compra un hombre.
Maureen lanzó un terrible grito ahogado y salió corriendo, sollozando. El suelo tembló. Rico
corrió tras ella, desconcertado, retorciéndose las manos.
Scollay había enrojecido de tal forma que sus mejillas estaban realmente moradas. Yo casi
temí..., bueno, algo más que casi temí..., que se le salieran los sesos por el oído. Y volví a ver
aquella expresión de enloquecida angustia que le había visto aquella noche, fuera, delante del local
de Englander. Tal vez era un bandido de poca monta, pero le compadecí. Usted lo habría hecho
también.- Cuando volvió a hablar su voz estaba muy tranquila..., casi bondadosa.
-¿Hay algo más?
El pequeño griego se encogió. Su voz estaba quebrada r.porel pánico:
-¡Por favor, no me mate, Mr. Scollay! Mi mujer..., el Griego tiene a mi mujer. Yo no quería
decir estas cosas. Tiene a mi esposa, mi mujer...
-No voy a hacerte daño -dijo Scollay con voz aún más mansa-. Pero termina de decírmelo
todo.
-Dijo que toda la ciudad se reía de usted.
Habíamos dejado de tocar y por unos segundos hubo un silencio de muerte. Entonces Scollay
levantó los ojos al techo. Le temblaban las manos y las cruzó delante de él. Las mantenía tan
apretadas que me pareció que podía verle los tendones a través de su camisa.
¡ESTÁ BIEN! -chilló-. ¡ESTÁ BIEN!
Se fue hacia la puerta. Dos de sus hombres le siguieron intentando detenerle, trataron de
decirle que aquello era un suicidio, que era lo que precisamente quería el Griego, pero Scollay
estaba como loco. Los derribó y salió fuera, a la negra noche veraniega.
En el silencio absoluto que siguió, lo único que pude oír fue la entrecortada respiración del
mensajero y por alguna parte en el fondo del salón, el dulce llanto de la novia.
Entonces, el jovenzuelo que nos había registrado cuando llegamos soltó una maldición y
corrió hacia la puerta. Fue el único.
Antes de que pudiera llegar a pasar por debajo del gran trébol de papel de la entrada,
chirriaron los frenos de un cuche en la calle y los motores se pusieron en marcha..., muchos
motores. Sonaba como el Memorial Day, allá afuera.
-¡Oh, buen Jesus! -chilló el joven desde la entrada-. ¡Es una jodida concentración de coches!
¡Agáchese jefe! ¡Agáchese! ¡Agáchese...!
La noche se llenó de explosivos, de tiros. Por un minuto, o tal vez dos, ¡aquello fue como la
Primera Guerra Mundial! las balas entraban por la puerta abierta del vestíbulo y uno de los globos
de luz, del techo, explotó. Fuera la noche resplandecla con los fuegos artificiales de los
Winchester. Luego los coches se retiraron. Una de las puütas se estaba quitando trozos de vidrio
del cabello.
Ahora que había terminado el peligro, el resto de los acompañantes se precipitaron fuera. La
puerta de la cocina se abrió de golpe y Maureen la cruzó corriendo. Todo lo que tenía le bailaba.
Su cara estaba más hinchada que de ordinario. Rico iba tras ella como un sirviente desconcertado.
Cruzaron la puerta.
Miss Gibson apareció en la sala vacía, con los ojos muy abiertos, impresionada. El
hombrecito que había empezado todo aquel jaleo se había esfumado.
-Fue un timteo -murmuró Miss Gibson- ¿Qué ha pasado?
-Creo que el Griego acaba de enfriar al pagano -aclaró Biff.
Me miró, asombrada, pero antes de que pudiera traducir, Billy-Boy dijo con su voz dulce y
correcta:
-Quiere decir que Mr. Scollay acaba de ser liquidado, Miss Gibson.
Miss Gibson se le quedó mirando, con los ojos cada vez más abiertos y de pronto se
desmayó. Yo también me sentí dispuesto al desmayo.
Precisamente entonces, desde fuera, llegó el grito más angustiado que jamás oí, entonces, o
desde entonces. Aquel espantoso aullido siguió y siguió. No había que asomarse a la puerta para
saber quién se estaba partiendo el corazón en la calle, llorando sobre su hermano muerto mientras
los polis y los cazadores de noticias estaban en camino.
-Esfumémonos -dije-. Rápidamente.
Antes de que pasaran cinco minutos lo habíamos recogido todo. Algunos de los
acompañantes volvieron a entrar, pero estaban demasiado borrachos y demasiado asustados para
fijarse en gente como nosotros.
Salimos por la parte de atrás, llevando cada uno parte de la batería de Biff. ¡Vaya
espectáculo que debimos dar, para los que nos vieron, yendo calle amiba! Yo abría la marcha con
el estuche de mi trompeta bajo el brazo y un címbalo en cada mano. Los muchachos esperaron en
la esquina mientras yo iba en busca de la furgoneta. La poli no había aparecido aún. La pobre
gorda estaba agachada junto al cuerpo de su hermano, en mitad de la calle, gimiendo como un
fantasama irlandés, mientras su menudo marido giraba a su alrededor como una luna en órbita de
un gran planeta.
Yo llevé la furgoneta a la esquina y los muchachos lo echaron todo dentro de cualquier
modo. Luego salimos pitando de allí. Hicimos una medié de setenta kilómetros por hora, de
regreso a Morgan, por caminos vecinales y demás y, o bien los compañeros de Scollay no
pensaron en denunciarnos a la Policía, o a la Policía no les interesamos, porque nunca tuvimos
noticias suyas.
Tampoco cobramos los doscientos dólares.
Diez días después, una chica irlandesa, gorda, vestida de hito, apareció en el local de Tommy
Englander. El negro le sentaba tan mal como el raso blanco.
Englander debía de saber quién era (su fotografía había mido en los periódicos de Chicago,
junto a la de Scollay) porque la acompañó, personalmente, a una mesa y mandó callar a un par de
borrachos, en el bar, que se habían estado riendo.
Yo lo sentí por ella, lo mismo que compadezco a veces a Billy-Boy. No hace falta estar en el
lugar de ellos para darse cuenta, aunque también creo que uno no puede saber lo que es. Y la había
encontrado simpática, por lo poco que hablé con ella.
Cuando llegó el descanso, me acerqué a su mesa.
-Siento lo de su hermano -le dije torpemente-. Sé que le quería mucho y...
-Fue como si yo hubiera disparado aquellas armas contra él. -Se miró las manos, y ahora que
me fijaba en ellas vi que realmente era lo mejor que tenía, pequeñas y bien formadas-. Todo lo que
aquel hombrecito dijo era verdad.
-Oh, no lo diga -repliqué... un non sequitur, si alguna vez lo hubo, pero ¿qué podía decirle?
Lamenté haberme acercado, hablaba de una forma muy rara, como si estuviera sola y loca.
-Pero no voy a divorciarme de él -prosiguió-. Antes me mataría y me condenaría al infierno.
-No diga estas cosas -le rogué.
-¿Nunca ha querido matarse? -pregunto mirándome
exaltada- ¿No lo ha pensado nunca cuando la gente le trata mal y encima se ríen de usted?
¿O nunca nadie se lo ha hecho? Aunque me lo diga, me perdonará, pero no le creeré. ¿Sabe lo que
se siente cuando uno come y come y se odia por ello, y sigue comiendo? ¿Sabe lo que una siente
cuando mata a su propio hermano porque está gorda?
La gente se volvía a mirarnos, y los dos borrachos volvían a reírse.
-Lo siento -murmuró.
Quería decirle que yo también lo sentía. Quería decirle... Oh cualquier cosa, supongo, que la
hiciera sentirse mejor. Gritarle, hasta dar con ella en el fondo de todo aquella carne..., pero no se
me ocurrió nada. Sólo le dije:
-Tengo que irme. Tenemos que volver a tocar un poco más.
-Naturalmente -musitó con dulzura-. Claro que debe irse..., o empezarán a reírse de usted.
Pero yo venía por... ¿Quiere tocar Rosas de Picardía? Pensé que lo había tocado muy bien en la
recepción. ¿Quiere hacerlo por mi?
-Claro. Encantado.
Y tocamos. Pero se marchó a mitad, y como era una cosa que desentonaba en casa de
Englander lo dejamos y nos lanzamos a una versión sincopada de Varsity Drag. Esto siempre les
encanta. Bebí demasiado aquella noche y a la hora de cerrar me había olvidado de ella. Bueno,
casi.
Cuando ya me iba, se me ocurrió..., lo que hubiera debido decirle. Que la vida sigue..., esto
es lo que hubiera debido decirle. Es lo que se dice a la gente cuando se les muere un ser querido.
Pero, pensándolo mejor, me alegro de no haberlo hecho. Porque quizás esto era lo que la asustaba.
Naturalmente, ahora todo el mundo conoce a Maureen Romano y a su esposo Rico, que la ha
sobrevivido como invitado de los contribuyentes, en la Penitenciaría Estatal de Illinois. Se sabe
que ella se hizo cargo de la modesta organización de Scollay y la transformó en un Imperio de la
Ley Seca que rivalizó con el de Capone, que liquidó a otros dos gángsters de la región y absorbió
sus operaciones, que mandó traer al Griego ante ella y al parecer le mató metiéndole una cuerda de
piano por el ojo izquierdo hasta llegar al cerebro, mientras de rodillas ante ella lloraba y suplicaba
por su vida. Rico el asombrado servidor, fue su primer lugarteniente y fue responsable, él solito, de
una docena de matanzas.
-Fui siguiendo las hazañas de Maureen desde la Costa Oeste donde estábamos grabando unos
discos de gran éxito. Pero sin Billy-Boy. El había formado su propio grupo poco después de que
dejáramos a Englander, un grupo enteramente negro que tocaban jazz y sincopado. Tuvieron
mucha , suerte por el Sur y yo me alegré por ellos. Fue una suerte, porque en muchos lugares no
querían ni probarnos al enterarse de que había un negro con nosotros.
Pero les estaba hablando de Maureen. Era siempre noticia, y no solamente porque fuera una
especie de Ma Barkercon cerebro, aunque esto también contaba. Era terriblemente gorda y
terriblemente mala, y los americanos de costa a costa sentían un extraño afecto por ella. Cuando
murió, de un ataque al corazón en 1933, algunos de los periódicos dijeron que pesaba doscientos
cincuenta kilos. Pero yo lo dudo. No creo que nadie llegue a ser tan gordo, ¿no creen? En todo
caso, su entierro llenó las primeras páginas, mucho más de lo que se hizo con su hermano, que no
pasó de la página cuatro en toda su miserable carrera. Se necesitaron diez hombres para llevar el
ataúd. En uno de los ilustrados había una fotografía del transporte. Era una fotografía horrible; no
se podía mirar. Su ataúd era del tamaño de una cámara para carne..., lo que, en definitiva, creo que
era. Rico no era lo bastante inteligente para llevar solo el negocio y le cazaron por asalto e intento
de asesinato al afilo siguiente.
Nunca he podido olvidarla, ni tampoco la tremenda expresión angustiada de Scollay la
primera noche en que habló de ella. Pero volviendo la vista atrás, tampoco la compadezco
demasiado. Los gordos pueden siempre dejar de comer. Los muchachos como Billy-Boy Williams
sólo, pue:din dejar de respirar. Todavía no veo bien qué pude haber hecho para ayudarles, pero de
vez en cuando me remuerde la conciencia. Probablemente será porque he envejecido y no duermo
tan bien como dormía antes, cuando era un guiño. Será esto, ¿no les parece?
-¿No les parece?
PARANOIA: UN CANTO
Ya no puedo salir.
Hay un hombre junto a la puerta
con impermeable
fumando un cigarrillo.
Pero
Lo he puesto en mi diario
y las direcciones están todas en fila
sobre la cama, ensangrentadas por la luz
del letrero del bar vecino.
Él sabe que si muero
(o incluso si desaparezco)
aparece el diario y todo el mundo se entera
que la CIA está en Virginia.
500 etiquetas compradas en
500 mostradores de tiendas, todas distintas,
y 500 cuadernos
con 500 páginas en cada uno.
Estoy preparado
Puedo verle desde aquí.
Su cigarrillo brilla
por encima del cuello de la trinchera
y por alguna parte hay un hombre en un Metro
sentado debajo de un anuncio y pensando en mi nombre.
Los hombres me han discutido en cuartos traseros.
Si suena el teléfono sólo hay aliento de muerte.
En el bar, al otro lado de la calle, un revólver
achatado ha cambiado de dueño en el lavabo.
Cada bala lleva mi nombre.
Mi nombre está escrito en viejos ficheros
y buscado en las listas del depósito de cadáveres.
Mi madre ha sido investigada;
gracias a Dios que ha muerto.
Tienen muestras de escritura
y examinan las vueltas de las pés
y las cruces de las tés.
Mi hermano está con ellos, ¿se lo dije?
Su esposa es rusa y él
no deja de pedirme que rellene formularios.
Lo tengo en mi diario.
Escuchen...
escuchen
escuchen por favor:
deben escucharme.
Bajo la lluvia, en la parada del autobús,
negros cuervos con negros paraguas
simulan mirar sus relojes, pero
no está lloviendo. Sus ojos son dólares de plata.
Algunos son eruditos a sueldo del FBI,
la mayoría extranjeros que invaden
nuestras calles. Les engañé
salté del autobús entre la 25 y Lex
donde un cochero me miraba por encima de su periódico.
En la habitación que hay sobre la mía, una vieja
ha montado una succión eléctrica en su suelo.
Se lleva rayos de mi instalación eléctrica
y ahora escribo a oscuras
al resplandor del letrero del bar.
Les digo que lo sé.
Me mandarán un perro con manchas pardas
y una radio de telaraña en el hocico.
Lo ahogué en la fregadera y lo escribí
en la carpeta GAMMA.
Ya he dejado de mirar el buzón.
Las felicitaciones son cartas-bomba.
(¡Aléjate! ¡Maldito seas!
¡Aléjate! ¡Ya conozco a los altos!
¡Les digo que conozco a gente muy alta!)
El pequeño restaurante equipado con suelos parlantes
y la camarera dijo que era sal, pero yo conozco el arsénico
cuando me lo ponen delante. Y el gusto amarillo de la mostaza
para encubrir el amargo olor de las almendras.
He visto extrañas luces en el cielo.
Anoche, un hombre oscuro, sin rostro, se arrastró nueve millas
de recorrido de cloacas para salir en mi retrete, esperando
oír llamadas telefónicas a través de la endeble madera
con orejas de cromo.
Se lo digo, hombre, oigo.
Vi las huellas embarradas de sus manos
sobre la porcelana
Ya no contesto al teléfono
¿se lo había dicho?
Se proponen inundar la tierra con mierda.
Se proponen penetrar a la fuera.
Tienen médicos que
abogan por extrañas posturas sexuales.
Fabrican laxantes con droga
y supositorios que queman.
Saben cómo apagar el sol
con explosivos.
Yo me envuelvo en hielo..., ¿se lo había dicho?
Evita sus infralcances.
Conozco encantamientos y llevo amúletos.
Podéis creer que me teméis, pero podría destruiros
Ahora, en cualquier momento.
En cualquier momento.
En cualquier momento.
¿Quieres algo de café, mi amor?
¿Les dije que ya no puedo salir?
Hay un hombre junto a la puerta
con un impermeable.
EL PROCESADOR DE PALABRAS DE LOS DIOSES
A primera vista parecía un procesador de palabras Wang..., tenía un teclado Wang y un
revestimiento Wang. Solamente cuando Richard Hagstrom lo miró por segunda vez vio que el
revestimiento había sido abierto (y no con cuidado, además; le pareció como si el trabajo se
hubiera hecho con una sierra casera) para encajar en él un tubo catódico IBM ligeramente más
grueso. Los discos de archivo que habían llegado con ese extraño bastardo no eran nada flexibles;
eran tan duros como los disparos que Richard había oído de niño.
-Por el amor de Dios, ¿qué es esto? -preguntó Lina, cuando él y Mr. Nordhoff lo trasladaron
penosamente hasta su despacho. Mr. Nordhoff había sido vecino de la familia del hermano de
Richard Hagstrom... Roger, Belinda y su hijo, Jonathan.
-Una cosa que construyó Jon -explicó Richard-. Dice Mr. Nordhoff que quería que yo lo
tuviera. Parece un procesador de palabras.
-Eso es -dijo Mr. Nordhoff. Tenía más de sesenta años y respiraba con dificultad-. Esto
mismo fue lo que dijo que era, pobrecillo... ¿Cree que podríamos descansar un momento, Mr.
Hagstrom? Estoy sin aliento.
-No faltaba más -respondió Richard y llamó a su hijo, Seth, que estaba fabricando acordes
extraños y átonos en su guitarra «Fender», abajo..., la habitación que Richard había destinado
como .cuarto de estar cuando lo había empapelado, se había transformado en la sala de ensayo» de
su hijo-. Seth -gritó-. Ven a echarnos una mano.
Abajo, Seth siguió arrancando acordes a su «Fender». Richard miró a Mr. Nordhoff y se
encogió de hombros; avergonzado e incapaz de disimularlo. Nordhoff hizo lo mismo como si
quisiera decirle: ¡Los chicos! ¿Quién puede esperar nada bueno de ellos hoy en día? Excepto que
ambos sabían que ion, el hijo de su hermano loco... había sido estupendo.
-Ha sido usted muy amable ayudándome con esto -dijo Richard.
-¿Qué otra cosa puede hacer un viejo con el tiempo que le sobra? Y creo que es lo menos que
puedo hacer por Jonny. Venía a recortarme el césped, gratis, ¿sabe? Quería pagarle, pero el
muchacho no lo aceptó nunca. Era un gran chico... -Nordhoff seguía ahogándose-. ¿Podría darme
un vaso de agua, Mr. Hagstrom?
-Claro. -Se lo fue a buscar él mismo cuando su mujer ni se movió de la cocina donde estaba
leyendo una novelucha y comiendo galletas-.¡Seth! -volvió a llamar-.Sube y ayúdanos, ¿quieres?
Pero Seth siguió tocando sus acordes amortiguados y feos en la «Fender» por la que Richard
estaba aún pagando.
Invitó a Nordhoff a que se quedara a cenar, pero Nordhoff se excusó cortésmente. Richard lo
aceptó, de nuevo avergonzado pero disimulándolo mejor esta vez. ¿Qué hace un tipo estupendo
como tú con una familia como ésta? le preguntó un día su amigo Bernie Epstein, y Richard sólo
había podido mover la cabeza, sintiendo la misma embarazosa vergüenza que sentía ahora. Era un
buen tipo, y ya ven, esto era lo que le había tocado..., una mujer gorda y aburrida que se sentía
estafada por no tener lo mejor de la vida, que sentía que había apostado por un caballo perdedor
(pero que era incapaz de atreverse a decirlo) y un hijo de quince años, nada comunicativo y que
trabajaba lo menos posible en la misma escuela donde Richard enseñaba... un hijo que tocaba
horripilantes acordes en la guitarra, mañana, tarde y noche (sobre todo por la noche) y que parecía
pensar que aquello le bastaría para salir adelante.
-Bueno, ¿y qué me dice de una cerveza? -preguntó Richard. Se resistía a dejar marchar a Mr.
Nordhof£.., quería oír más sobre ion.
-Una cerveza me encantaría -dijo Nordhoff, y Richard se lo agradeció.
-Magnífico -y se fue a buscar un par de «Buds».
Su despacho estaba en un pequeño pabellón, más como un cobertizo, separado de la casa y,
lo mismo que el cuarto de estar, se lo había arreglado él mismo. Pero, al contrario del cuarto de
estar, éste era un lugar que consideraba propio..., un lugar donde podía aislarse de la forastera con
la que se había casado y del extraño que había concebido.
A Lina, por supuesto, no le parecía bien que él tuviera un refugio personal, pero no lo había
podido evitar..., había sido una de las pocas, pequeñas, victorias que él había conseguido obtener.
Suponía que, en cierto modo, ella sí había apostado por un perdedor... Cuando se casaron,
dieciséis años atrás, ambos creían que él escribiría novelas maravillosas y lucrativas y que no
tardarían en circular en sendos «Mercedes-Benz». Pero la única novela que publicó no había sido
lucrativa y los críticos no tardaron en decir que tampoco era muy buena. Lina había visto las cosas
desde el mismo punto de vista que los críticos y esto había sido el principio de su distanciamiento.
Así que las clases en la escuela superior, que ambos habían creído que no serian más que una
escalera hacia la fama, la gloria y la riqueza, eran su principal fuente de ingresos desde hacía
quince años..., una interminable escalera, se decía a veces. Pero jamás había abandonado su sueño.
Escribía cuentos y algún que otro articulo. Era miembro, bien considerado, de la Hermandad de
Autores. Ganaba unos 5.000 dólares extra todos los años, con su máquina de escribir, y por mucho
que Lina protestara, aquello le daba derecho a su propio estudio..., especialmente dado que ella se
negaba a trabajar.
-Un sitio estupendo -dijo Nordhoff, contemplando la pequeña estancia con su abundancia de
antiguos grabados en las paredes.
El procesador bastardo estaba sobre la mesa con el CPU guardado debajo. La vieja
«Olivetti» eléctrica de Richard había sido colocada, de momento, encima de uno de los ficheros.
-Es lo que necesito -contestó Richard. Con la cabeza señaló el procesador-. ¿Cree que esto va
a funcionar? Jon sólo tenia catorce años.
-Es un poco raro, ¿verdad?
-Ya lo creo -asintió Richard.
-No conoce ni la mitad -rió Nordhoff-. Eché una mirada por detrás del vídeo. Algunos de los
cables llevan impreso IBM, y algunos «Radio Shack».Ahí metido hay gran parte de un teléfono
«Western Electric». Y, créalo o no, hay un pequeño motor procedente de un «Erector Set.» -Sorbió
la cerveza y dijo, reminiscente-: Quince. Acababa de cumplir quince. Un par de días antes del
accidente... -Pasado unos segundos repitió, mirando la botella de cerveza-. Quince -pero lo dijo en
voz baja.
-«¿Erector Set?» -preguntó Richard, curioso, mirando al viejo.
-Eso es. «Erector Set» fabrica un pequeño modelo eléctico. Jon tenia uno, desde que era...,
oh, desde los seis años. Se lo regalé un año por Navidad. Ya entonces le volvían loco las cosas
mecánicas. Cualquier aparatito le encantaba, así que imagine lo que fue aquella caja de pequeños
motores «Erector Set» para él. Le debió encantar. Lo guardó por más de diez años. Pocos niños lo
hacen, Mr. Hagstrom.
-Es verdad -asintió Richard pensando en la cantidad de cajas de juguetes de Seth que había
tirado en aquellos años..., rotos, olvidados, destrozados por el placer de destrozar. Miró el
procesador de palabras-. Entonces seguro que no funciona.
-No lo diga hasta que lo haya probado -advirtió Nordhoff-. El muchacho era lo más parecido
a un genio electrónico.
-Creo que está exagerando. Sé que era hábil con la mecánica, y que ganó el premio de la
Feria Estatal de la Ciencia, cuando estaba en sexto grado...
-Compitiendo con muchachos mucho mayores que él..., alguno de ellos de la Escuela
Superior. Por lo menos esto fue lo que dijo su madre.
-Es cierto. Todos estuvimos muy orgullosos de él.
Pero no era exactamente verdad. Richard se había sentido orgulloso, y la madre de Jon
también; al padre del muchacho le importaba un bledo.
-Pero una cosa son los proyectos de la Feria de la Ciencia y otra construir tu propia máquina
de palabras... -se encogió de hombros.
Nordhoff dejó su cerveza:
-Allá por los cincuenta, un chico fabricó un propulsor atómico con dos latas de sopa y un
equipo eléctrico por valor de cinco dólares. Jon me lo contó. También me dijo que había un chico
en alguna ciudad rural de Nuevo México que descubrió los taquiones... partículas negativas que
por lo visto pueden viajar hacia atrás a través del tiempo..., en 1954. Y un niño de Waterbury,
Connecticut, de once años, que fabricó una bomba con el plástico que arrancó de las cartas de una
baraja. Con ella voló una caseta de perro, vacía. Los chicos son raros, a veces. Sobre todo los
genios. Le sorprendería.
-A lo mejor. Puede que me sorprenda.
-En todo caso, era un muchacho estupendo.
-Usted le quería un poco, ¿verdad?
-Le quería mucho, Mr. Hagstrom -confesó Nordhoff-. Era realmente estupendo.
Y Richard pensó en lo extraño que era..., su hermano, que había sido un verdadero desastre
desde la niñez, había encontrado una mujer magnifica y un hijo inteligente. El mismo, que siempre
había tratado de ser amable y bueno, (lo que podía significar bueno» en este mundo de locos) se
había casado con Lina que se hizo una mujer silenciosa, desastrada, y con ella había tenido a Seth.
Mirando ahora el rostro honrado, sincero y cansado de Nordhoff, se encontró preguntándose cómo
había podido ocurrir y cuánto había sido por su culpa, como resultado natural de su propia y
callada debilidad.
-Si -dijo Richard- realmente lo era.
-No me sorprendería que esto funcionara -comentó Nordhoff-. No me sorprendería nada
Y después de que Nordhoff se fuera, Richard Hagstrom había enchufado el procesador y lo
había puesto en marcha. Oyó un zumbido, y esperó a ver si las letras IBM aparecían en la pantalla.
No aparecieron. En cambio, misteriosamente, como una voz de la tumba, de la oscuridad subieron
unas palabras, fantasmas verdes:
¡FELIZ CUMPLEAÑOS, TÍO RICHARD! JON
-¡Cristo! -murmuró Richard cayéndose sentado.
El accidente que había matado a su hermano, su esposa y su hijo, había ocurrido dos
semanas antes... Regresaban de una excursión, y Roger estaba borracho. Estar borracho era algo
perfectamente ordinario en la vida de Roger Hagstrom. Pero esta vez la suerte le había vuelto la
espalda y había conducido su destartalado y viejo coche hasta el borde de un precipicio. Se estrelló
y ardió. Jon tenía catorce años, no, quince. Quince recién cumplidos, dos días antes del accidente,
dijo el viejo. Tres años más y se hubiera liberado de aquel pedazo de oso estúpido. Su
cumpleaños... y el mío poco después.
Dentro de una semana. El procesador de palabras había sido el regalo de cumpleaños de Jon.
Esto empeoraba la cosa. Richard no sabía bien porqué, o cómo, pero así era. Alargó la mano
para apagar la pantalla, pero la retiró al momento.
Un chico fabricó un propulsor atómico con dos latas de sopa y piezas de coche, eléctricas,
por valor de cinco dólares.
Sí, claro, y las cloacas de la ciudad de Nueva York están llenas de cocodrilos y las FA de
USA guardan el cuerpo congelado de un extraterrestre en alguna parte de Nebraska. Cuéntame
algo más. ¡Trolas! Pero quizás es que hay algo que no quiero saber con seguridad
Se levantó, pasó por detrás y miró el vídeo a través de las rendijas. Sí, tal como había dicho
Nordhoff. Cables marcados RADIO SHACK MADE IN TAIWAN. Cables marcados WESTERN
ELECTRIC y WESTREX y ERECTOR SET, con la r de la marca metida en el pequeño círculo y
vio algo más también, algo que se le había escapado a Nordhoff, o que no había querido
mencionar. Había un transformador de tren Lionel, envuelto en alambres como la novia de
Frankenstein.
-¡Cristo! -repitió riendo, pero al borde de las lágrimas-. Cristo, Jonny, ¿qué creíste que
estabas haciendo?
Pero también conocía esta respuesta. Había soñado y hablado de que llevaba años deseando
poseer un procesador de palabras, y cuando la risa de Lina se hizo demasiado sarcástica para poder
soportarla, lo había comentado con Jon:
-Podría escribir más de prisa, repasar y corregir más de prisa, y producir más -recordó
habérselo contado a Jon el pasado verano...
El muchacho le había mirado gravemente, con sus ojos azul claro, inteligentes, pero siempre
cuidadosamente cautos, agrandados por los cristales de sus gafas.
-Sería estupendo..., realmente estupendo.
-¿Y por qué no te compras uno, tío Rich?
-No los regalan precisamente -contestó Richard sonriendo-. El modelo Radio Shack» cuesta
cerca de tres mil. De ahí puedes ir subiendo hasta llegar al de dieciocho mil dólares.
-Bueno, a lo mejor te hago uno algún día -había dicho Jon.
-A lo mejor -le había contestado Richard dándole una palmada en la espalda. Y hasta que
llegó Nordhoff, no había vuelto a pensar en aquello.
Cables de la tienda para aficionados a los modelos eléctricos. Un transformador de tren
Lionel.
¡Cristo!
Volvió a la parte delantera dispuesto a apagarlo, como si intentar escribir algo y fracasar,
fuera algo así como mancillar lo que su frágil y delicado (predestinado) sobrino había dispuesto.
Por el contrario, apretó el botón EXECUTE en el tablero. Un estremecimiento extraño
recorrió su espinazo al hacerlo... EXECUTE era una extraña palabra de que servirse, si uno lo
pensaba un poco. No era una palabra que pudiera asociarse con la escritura; era una palabra que
asociaba con cámaras de gas y sillas eléctricas..., y quizá con coches viejos y destartalados
saltando fuera de las carreteras.
EXECUTE.
El aparato zumbaba con más ruido que el que hacían cualquiera de los que había oído cuando
los contemplaba en los escaparates, en realidad casi rugía. ¿Qué hay en la sección de memoria,
lon? se preguntó-. ¿Muelles? ¿Transforrnadores Li onel puestos en fila? ¿Latas de sopa? Volvió a
recordar los ojos de Jón, su rostro pálido y delicado. ¿No .era extraño, quizás incluso morboso,
tenercelos del hijo de otro hombre?
Pero debió haber sido mío. Lo sabía..., y creo que él también lo sabía. Luego estaba Belinda,
la esposa de Roger. Belinda, que llevaba gafas de sol incluso en los días nublados, de las grandes,
porque las marcas alrededor de los ojos tienen la mala costumbre de extenderse. Pero, a veces la
miraba, sentada quieta y vigilante a la sombra de la risa escandalosa de Roger, y pensaba también
casi lo mismo: Debía de haber sido mía.
Era un pensamiento espantoso, porque ambos hermanos habían conocido a Belinda en la
escuela superior y ambos habían salido con ella. Él y Roger se llevaban dos años de diferencia y
Belinda estaba perfectamente entre los dos, un año mayor que Richard y un año más joven que
Roger. Richard había sido el primero en salir con la muchacha que con el tiempo iba a ser madre
de Jon. Luego se había interpuesto Roger, Roger que era mayor que ella, y más fuerte, y que
siempre conseguía lo que quería. Roger que era capaz de lastimar si uno trataba de cruzarse en su
camino.
Tuve miedo. Tuve miedo y dejé que se me escapara. ¡Fue tan sencillo! Que Dios me valga,
creo que sí. Me gustaría pensar que ocurrió de otro modo, pero tal vez es mejor no mentirse
respecto a cosas como la cobardía. Y la vergüenza.
Y si aquello era verdad..., si Lina y Seth hubieran pertenecido al sinvergüenza de su
hermano, y si Belinda y Jon hubieran sido suyos, ¿qué demostraba? ¿Y cómo una persona bien
pensante podía entretenerse con semejantes absurdos, semejantes locuras? ¿Se rió? ¿Gritó? ¿Se
pegó un tiro por su cobardía?
No me sorprendería que esto funcionara. No me sorprendería nada.
EXECUTE.
Sus dedos se movieron ágiles sobre el teclado. Miró la pantalla y vio esas letras flotando,
verdes, sobre la superficie de la pantalla.
MI HERMANO ERA UN BORRACHO INDECENTE.
Flotaban allí, delante de él, y Richard recordó de pronto un juguete que había tenido de
pequeño. Se llamaba Ocho Bolas Mágicas. Se le formulaba una pregunta que podía contestarse con
sí o con no, y entonces se hacia funcionar el Ocho Bolas Mágicas para ver lo que tenia que decir
sobre la pregunta... Sus respuestas eran una farsa, pero en cierto modo atractivamente misteriosas,
decían cosas como ES CASI SEGURO, YO NO PENSARÍA EN ELLO, y VUELVE A
PREGUNTARLO.
Roger estaba celoso del juguete y por fin, un día, después de obligar a Richard a que se lo
regalara, Roger lo había tirado contra la acera con tanta fuera como pudo y lo rompió. Luego se
había reído. Ahora, sentado aquí, escuchando el extraño ruido del interior del aparato que Jon
había construido, Richard recordó cómo se había desplomado en la acera, llorando, incapaz de
creer que su hermano hubiera podido hacerle tal cosa.
-Nene llorón, nene llorón, mirad al nene llorón -se había burlado Roger-. No era otra cosa
que un juguete barato, de mierda, Richie. Fíjate no había más que un montón de letras y mucha
agua.
-¡VOY A CONTARLO! -había chillado Richard con todas sus fuerzas. Le dolía la cabeza.
Tenía la nariz taponada por tantas lágrimas de desesperación-. ¡CONTARÉ LO QUE HAS
HECHO, ROGER! SE LO CONTARÉ A MAMÁ.
-Si lo cuentas te romperé el brazo -le amenazó Roger, y en su sonrisa glacial Richard vio que
lo decía en serio. No lo contó.
MI HERMANO ERA UN BORRRACHO INDECENTE.
Bueno, montado misteriosamente o no, la pantalla quedaba escrita. Si era o no capaz de
retener información, quedaba por ver, pero el empalme que había hecho Jon de un tablero Wang a una pantalla de IBM, había funcionado. No creía que fuera culpa de Jon el hecho de que, por
coincidencia, despertara en él desagradables recuerdos.
Miró a su alrededor y sus ojos se fijaron en la única fotografla que había allí y que él no
había elegido ni le gustaba.
Era un retrato de estudio de Lina, su regalo de Navidad de dos años atrás. Quiero que la
cuelgues en tu despacho, le había dicho y, naturalmente, lo había hecho así. Suponía que era su
forma de vigilarle cuando ella no estuviera. No te olvides de mi Richard Estoy aquí Puede que
apostara por un caballo perdedor, pero todavía estoy aquí y será mejor que no lo olvides.
El retrato con su colorido artificial no hacia juego con los grabados de Whistler, Homer y
N.C. Wyeth. Los ojos de Lina estaban entrecerrados, sus gruesos labios formaban algo que no
acababa de ser una sonrisa. Sigo aquí Richard, le decía aquella boca. Y que no se te olvide.
Tecleó:
LA FOTO DE MI MUJER ESTÁ COLGADA EN LA PARED OESTE DE MI
DESPACHO.
Contempló las palabras y le gustaron tan poco como la propia fotografía. Apretó el botón
DELET. Las palabras desaparecieron. Ahora ya no quedaba nada en la pantalla excepto el firme
latido del cursor.
Miró hacia la pared y vio que la fotografía de su mujer también había desaparecido.
Permaneció sentado allí, durante un buen rato..., por lo menos así se lo pareció..., mirando la
pared donde había estado la fotografía. Lo que finalmente le sacó del atontamiento producido por
el shock de absoluta incredulidad, fue el olor del CPU..., un olor que recordaba desde la infancia,
tan claramente como recordaba las Ocho Bolas Mágicas que Roger le había roto porque no era
suyo. El olor era del fluido del transformador del tren eléctrico. Cuando se olía había que
desenchufarlo rápidamente para que el aparato pudiera enfriarse.
Y así lo haría.
Dentro de un minuto.
Se levantó y anduvo hasta la pared sobre unas piernas que no sentía. Pasó la mano por el
revestimiento «strong» de la pared. La fotografía había estado allí, sí, precisamente aquí. Pero ya
no estaba, y el clavo en el que estaba colgada también se había ido, y no había rastro de ningún
agujero donde él había atornillado el clavo en el revestimiento.
Ido.
El mundo se le volvió gris de pronto y dio unos traspiés hacia atrás, creyendo, vagamente,
que se iba a desmayar. Se contuvo, sombrío, hasta que todo volvió a enfocarse de nuevo.
Recorrió con la vista desde el lugar vacío, donde había estado antes la fotografía de Lina, al
procesador que su difunto sobrino había logrado componer.
Le sorprendería, oía mentalmente a Nordhoff diciéndole: Le sorprendería, le parecería
sorprendente, oh, si enterarse de que un niño, en los años cincuenta, pudiera descubrir partículas
que viajaban hacia atrás en el tiempo, le sorprendería lo que el genio de su sobrino era capaz de
hacer con un montón de elementos desparejados, unos cables y unas piezas eléctricas. Le
sorprendería sentir que se está volviendo loco.
El olor del transformador era cada vez más intenso, más acusado y podía ver unas volutas de
humo que salían de la envoltura junto a la pantalla. También el ruido del CPU era más fuerte. Iba
siendo hora de desconectarlo... Por listo que hubiera sido Jon, aparentemente no había tenido
tiempo de solucionar todos los tropiezos de aquel loco aparato.
Pero, ¿sabia acaso que iba a hacer aquello?
Sintiéndose como un ser quiniérico, Richard volvió a sentarse ante la pantalla y escribió:
LA FOTOGRAFÍA DE MI MUJER ESTÁ EN IA PARED.
Lo leyó, volvió a mirar el teclado, y luego apretó el botón: EXECUTE.
Miró la pared.
La fotografía de Lina volvía a estar otra vez donde había estado siempre.
-Jesús -musitó-. Cristo Jesús.
Se pasó la mano por la mejilla, miró el teclado (ahora no había nada excepto el cursor) y
escribió:
EL SUELO ESTÁ VACÍO.
Luego, apretó el botón INSERT, y volvió a escribir:
EXCEPTO POR DOCE MONEDAS DE ORO DE VEINTE DÓLARES EN UNA
PEQUEÑA BOLSA DE ALGODÓN.
Apretó EXECUTE.
Miró al suelo donde había, ahora, una pequeña bolsa de algodón, blanco, con un cordón que
la cerraba. Sobre la bolsa y escrito en tinta negra, algo descolorida, se leía WELLS FARGO.
-Santo Dios -se oyó decir en una voz que no era suyaSanto Dios, Santo Dios...
Hubiera podido seguir invocando el nombre del Salvador por unos minutos más, o por una
horas, si el procesador de palabras no le hubiera reclamado insistentemente con su bip bip. Escrito
en la parte alta de la pantalla se leía la palabra SOBRECARGA.
Richard lo apagó todo precipitadamente y abandonó el despacho como si le persiguieran
todos los demonios del infierno.
Pero antes de salir recogió la bolsita de algodón y se la guardó en el bolsillo del pantalón.
Cuando llamó a Nordhoff aquella noche, soplaba un helado viento de noviembre que parecía
un lamento de gaitas por entre los árboles. El grupo de Seth esta abajo, destrozando una melodía
de Bob Seger. Lina había ido a Nuestra Señora del Perpetuo Socorro a jugar al bingo.
-¿Funciona el aparato? -preguntó Nordhoff.
-Funciona perfectamente -contestó Richard. Metió la mano en el bolsillo y sacó una moneda.
Era pesada..., más pesada que un reloj «Rolex». En una de las caras había un águila de perfil
recortado, en relieve, junto con la fecha 1871-. Funciona de un modo increíble.
-Lo creo -dijo Nordhoff impasible-. Era un muchacho muy inteligente y le quería a usted
mucho, Mr. Hagstrom. Pero tenga cuidado. Un chico no es más que un chico, listo 0 no, y el amor
puede estar mal dirigido. ¿Entiende lo que quiero decirle?
Richard no entendía nada. Sentía calor y estaba febril. El periódico de aquel día decía que el
precio del oro en el mercado era de 514 dólares la onza. Las monedas habían pesado una media de
4.5 onzas cada una, en su balanza postal. Al precio del mercado, aquello sumaba 27.756 dólares.
Sospechó que eso era solamente la cuarta parte de lo que podía sacar si vendía las monedas como
monedas.
-Mr. Nordhoff, ¿podría usted venir? ¿Ahora? ¿Esta noche?
-No. No creo que quiera hacerlo, Mr. Hagstrom. Creo que esto debe quedar entre usted y
Jon.
-Pero...
-Recuerde solamente lo que le dije. Por Dios, tenga cuidado -se oyó un pequeño clic y
Nordhoff se había ido.
Media hora más tarde volvía a estar en su despacho, contemplando el procesador de
palabras. Tocó la tecla ON/OFF pero sin haberlo enchufado aún. La segunda vez que Nordhoff lo
dijo, Richard lo había oído perfectamente. Por el amor de Dios, tenga cuidado. Sí. Debería tener
cuidado. Una máquina que podía hacer aquello...
¿Cómo podía una máquina hacer tal cosa?
Ni idea...,pero en cierto modo, hacía aceptable toda aquella locura. El era profesor de lengua
inglesa y escritor a veces, no un técnico, y había un interminable número de cosas cuyo
funcionamiento desconocía: fonógrafos, motores de gasolina, teléfonos, televisores, y la cadena del
depósito del inodoro. Su vida había sido una historia de comprensión de operaciones más que de
principios. Había alguna diferencia, aquí, ¿excepto de grado?
Conectó la máquina. Como la primera vez, le dijo: ¡FELIZ CUMPLEAROS, TÍO
RICHARD! JON. Apretó el botón EXECUTE y el mensaje de su sobrino desapareció.
Esta máquina no durará mucho, se le ocurrió de pronto. Tenía la seguridad de que Jon debía
estar aún trabajando en ella cuando murió, creyendo que todavía le quedaba tiempo. El
cumpleaños de tío Richard sería dentro de tres semanas, después de todo...
Pero a Jon se le había terminado el tiempo y este asombroso procesador de palabras, que
aparentemente podía insertar cosas nuevas y suprimir cosas viejas del mundo real, olía como un
transformador de tren que se estuviera friendo y empezaría a soltar humo dentro de muy pocos
minutos. Jon no había tenido oportunidad de perfeccionarlo. ¿Había...
Condado en que todavía le quedaba tiempo?
Estaba en un error. Todo era un error. Richard lo sabía. El rostro tranquilo, atento, los ojos
serenos tras los gruesos cristales de sus gafas... No, no estaba confiado, ni creía en lo acomodaticio
del tiempo. ¿Cuál era la palabra que se le había ocurrido antes, aquel mismo día? Predestinado. No
era precisamente una buena palabra para ion; era la palabra apropiada. La sensación de
predestinación había envuelto al muchacho tan palpablemente que, a veces, Richard había querido
abrazarle, decirle que se animara un poco, que a veces las cosas terminaban bien y que los buenos
no siempre tenían que morir jóvenes.
Luego pensó en Roger tirando su juego de Ocho Bolas Mágicas a la acera, tirándolo tan
fuerte como pudo; oyó partirse el plástico y vio el fluido mágico del juego -agua al fin y al cabo-,
deslizándose por la acera. Y esta imagen se mezcló con una imagen del viejo cacharro de Roger
con, HAGSTROM REPARTOS AL POR MAYOR escrito en los costados, saltando por encima de
un polvoriento acantilado, en pleno campo, golpeando de frente el fondo, con un ruido que, como
Roger, no valía nada. Vio, aunque no quería verlo, el rostro de la mujer de su hermano
desintegrándose en sangre y huesos. Vio a ion ardiendo entre los restos, gritando, volviéndose
negro.
Ni confianza, ni esperanza. Siempre había reflejado la sensación de que el tiempo se le
escapaba. Y al final había resultado que tenía razón.
-¿Qué significa eso? -murmuró Richard mirando la pantalla vacía.
¿Cómo hubiera contestado el juego de las bolas mágicas? ¿VUELVE A PREGUNTAR?
¿DIFÍCIL Y CONFUSO? ¿O quizá CIERTAMENTE ASí?
El ruido que escapaba del CPU volvía a ser fuerte, y más rápido que por la tarde. Ya podía
oler al transformador de tren que ion había acoplado a la maquinaria detrás de la pantalla
recalentada.
Máquina de sueños mágicos.
Procesador de palabras, de los dioses.
¿Era eso, lo que era? ¿Era eso lo que ion había querido regalar a su tío para su cumpleaños?
¿Lo equivalente, en espacio y época, a la lámpara maravillosa o al pozo de los deseos?
Oyó abrirse la puerta trasera de la casa y a continuación las voces de Seth y de los otros
miembros de la banda de Seth. Las voces eran demasiado fuertes, ordinarias. Habían estado
bebiendo o fumando droga.
-¿Dónde está tu viejo, Seth? -oyó que uno de ellos preguntaba.
-Haciendo el vago en su despacho, supongo, como siempre -respondió Seth-. Creo que...
-pero entonces volvió a levantarse el viento, borrando el final, pero no sus horrendas risotadas.
Richard les estuvo escuchando, sentado, con la cabeza inclinada a un lado y, de pronto,
escribió:
MI HIJO ES SETH ROGER HAGSTROM.
Su dedo se posó sobre el botón DELETE.
¿Qué estás haciendo? -le chilló la mente-. ¿Lo haces en serio? ¿Te propones asesinar a tu
propio hijo?
-Algo estará haciendo ahí dentro -dijo otro.
-Es un pobre imbécil -observó Seth-.Pregúntaselo a mi madre algún día. Te lo contará.
Nunca ha...
-No voy a asesinarle. Voy a.. borrarle.
Su dedo apretó el botón.
-... hecho nada excepto...
Las palabras MI HIJO ES SETH ROGER HAGSTROM desaparecieron de la pantalla.
Fuera, también desaparecieron las palabras de Seth.
No se oía otra cosa ahora, excepto. el frío viento de noviembre, soplando negras advertencias
para el invierno.
Richard apagó el procesador de palabras y salió fuera. El camino de entrada estaba vacío. El
primer guitarrista del grupo, Norm no-sé-qué, conducía una monstruosa y siniestra furgoneta, una
vieja LTD en la que el grupo transportaba su equipo en sus infrecuentes contrataciones. No estaba
aparcada en el camino. Quizás estaba en alguna otra parte del mundo, resoplando por alguna
carretera, o aparcada en él aparcamiento de algún establecimiento de hamburguesas, y Norm
también estaba en alguna parte del mundo, lo mismo que Davey el bajo, cuyos ojos eran
impresionantemente vacíos y que llevaba un imperdible colgado del lóbulo de una oreja, lo mismo
que el del tambor, que no tenía dientes delanteros. Estarían por alguna parte, pero no aquí, porque
Seth no estaba, Seth nunca había estado aquí.
Seth había sido borrado.
-No tengo hijo -masculló Richard. ¿Cuántas veces había leído esa melodramática frase en
novelas malas?
¿Cien? ¿Doscientas? Nunca le había sonado a cierta. Pero ahora lo era. Ahora era verdad.
Oh, si.
El viento siguió soplando y Richard sintió de pronto un terrible espasmo, en el estómago,
que le hizo doblarse, jadeando. El viento pasó, explosivo.
Cuando cedió el espasmo, caminó hacia la casa.
En lo primero que se fijó fue en que las viejas playeras de Seth-tenía cuatro pares de ellas y
se negaba a tirar ninguno-, habían desaparecido de la entrada. Se acercó al pasamano de la escalera
y pasó el pulgar por una sección del mismo. A los diez años (bastante mayorcito para darse cuenta,
pero Lina se había opuesto a que Richard le pusiera la mano encima a pesar de ello) Seth había
grabado sus iniciales, profundamente, en la madera del pasamano, una madera que Richard había
pulido laboriosamente durante casi todo un verano. La había lijado y empastado y rebarnizado pero
el fantasma de aquellas iniciales persistió.
Ahora habían desaparecido.
Arriba. La habitación de Seth. Estaba limpia y ordenada, no vívida, seca y carente de
personalidad. Podía haber habido un letrero en la puerta, colgado del pomo, que dijera
HABITACIÓN DE INVITADOS.
Abajo. Y ahí fue donde Richard se entretuvo más. Los rollos de cable habían desaparecido;
los amplificadores y micrófonos, habían desaparecido; el desbarajuste de las piezas de la grabadora
que Seth iba siempre a .componer» habían desaparecido (carecía de la concentración y de las
manitas de Jon). En cambio, la estancia llevaba el profundo sello. (no especialmente agradable) de
la personalidad de Lina..., muebles pesados, recargados, tapices de terciopelo de tema dulzón (uno
de ellos representaba Ia última Cena en la que Cristo se parecía a Wayne Newton, otro mostraba
unos ciervos a la puesta del sol en un cielo de Alaska), una alfombra agresiva de un color tan vivo
como la sangre arterial. Ya no quedaba la menor huella de que un muchacho llamado Seth
Hasgtrom hubiera ocupado la habitación; esta habitación, o cualquiera de las otras de la vivienda.
Richard seguía aún al pie de la escalera, mirando a su alrededor cuando oyó llegar un coche.
Lina, pensó y sintió una casi trepidante oleada de culpabilidad. Es Lina de regreso del Bingo,
y ¿qué va a decir cuando vea que Seth ha desaparecido? ¿Qué... qué...?
¡Asesino! la oyó gritar. ¡Has asesinado a mi niño!
Pero él no había asesinado a Seth.
Le BORRÉ, murmuró, y subió a la cocina a recibirla.
Lina estaba más gorda.
Había enviado al bingo a una mujer que pesaba unos noventa kilos. La mujer que regresaba
pesaba por lo menos ciento cincuenta, o más; había tenido que ladearse un poco para entrar por la
puerta trasera. Unas caderas y muslos elefantinos se estremecían dentro de unos pantalones de
poliéster del color de aceitunas demasiado maduras. Su tez, cetrina tres horas antes, parecía ahora
enfermiza y pálida. Aunque no era médico, Richard creyó descubrir en aquella piel los síntomas de
una enfermedad de hígado o una incipiente dolencia de corazón. Sus ojos cubiertos de pesados
párpados contemplaron a Richard con una curiosa fijeza despectiva.
Llevaba un pavo congelado, enorme, en una de sus gordas manos. Se movía y se retorcía en
su funda de celofán como el cuerpo de un extraño suicida.
-¿Qué estás mirando, Richard? -le preguntó.
A ti, Lina, te miro a ti. Porque así es como te has vuelto en un mundo en el que no hemos
tenido hijos. Asíes como te has vuelto en un mundo en el que no hay objeto para tu amor..., por
venenoso que pueda ser tu amor. Así es como apareces, Lina, en un mundo, en un mundo en el que
todo entra y nada sale. Tú, Lina. Esto es lo que estoy mirando. A ti.
-Eso, Lina -consiguió decir por fin-, es uno de los mayores malditos pavos que he visto en mi
vida.
-Bien, pues no te quedes aquí mirándolo, idiota ¡Ayúdame!
Le cogió el pavo y lo depositó sobre el tablero de la cocina notando su desagradable frío. El
ruido fue como el de un bloque de madera.
-Allí no -le gritó impaciente y le indicó la despensa-. No va a caber, mételo en el congelador.
-Lo siento -murmuró- nunca habían tenido un congelador. Nunca en un mundo en el que
había habido un Seth.
Llevó el pavo a la despensa, donde había un enorme congelador «Amana» brillando a la luz
de los fluorescentes como un blanco y helado ataúd. Lo metió dentro junto con otros cuerpos,
criogénicamente conservados, de aves y demás animales, y volvió a la cocina. Una había sacado el
bote de las galletas de crema de cacahuete y se las estaba comiendo metódicamente, una tras otra.
-Era el bingo de Acción de Gracias -explicó-. Lo tuvimos esta semana en lugar de la próxima
porque el padre Phillips tiene que ingresar en el hospital para que le extraigan una piedra de la
vejiga. Yo gané el gordo... -sonrió. Una mezcla de chocolate y crema de cacahuete le resbalaba por
la barbilla.
-Lina -le preguntó- ¿has lamentado alguna vez que no tuviéramos hijos?
Se le quedó mirando como si se hubiera vuelto loco de remate:
-Por el amor de Dios, ¿para qué iba yo a querer una mocosa en la casa? -preguntó. Apartó el
bote de las galletas, reducido a la mitad, y volvió a guardarlo en el armario-. Me voy a la cama.
¿Vienes o vas a volver allí a suspirar un poco más sobre tu máquina de escribir?
-Iré un rato más, creo -contestó. Su voz era sorprendentemente firme-. No tardaré.
-¿Funciona aquel aparato?
- ¿Qué.. ? - De pronto la entendió y sintió otro remalazo de culpa. Conocía la existencia del
procesador de palabras, claro. La desaparición de Seth no había afectado para nada la existencia de
Roger, y el conocimiento de la familia de Roger había persistido-. Oh. Oh, no. No hace nada.
Asintió con la cabeza, satisfecha:
-Ese sobrino tuyo. Siempre con la cabeza en las nubes. Igual que tú, Richard. Si no fueras tan
corto, me pregunto si no la metiste donde no tenías que haberla metido, hace quince años. Lanzó
una risotada ordinaria, sorprendentemente fuerte..., la risotada de una vieja y cínica alcahueta..., y
por un momento estuvo en un tris de abalanzarse sobre ella. Luego, sintió que una sonrisa asomaba
a sus labios, una sonrisa tan delgada y blanca y fila como el congelador que había remplazado a
Seth en esta nueva vida.
-No tardaré -le dijo-. Sólo quiero anotar unas cosas.
-¿Por qué no escribes un cuento que gane el premio Nobel, o algo así? -preguntó indiferente.
Las maderas del piso crujieron cuando inició su pesado camino hacia la escalera-. Todavía
debemos la factura del óptico por mis gafas de leer y llevamos un pago de retraso del «Betamax».
¿Por qué no nos ganas más maldito dinero?
-Pues, no lo sé, Lina. Pero tengo grandes ideas esta noche. De verdad.
Se volvió a mirarle, pareció como si fuera a decirle algo sarcástico..., algo sobre que ninguna
de sus grandes ideas les había sacado de apuros pero que, en todo caso, se había quedado con él ...,
luego desistió. Quizás algo en su sonrisa la había frenado. Marchó hacia arriba. Él permaneció
abajo, escuchando su paso atronador. Tenía la frente mojada de sudor. Se sentía a la vez mareado y
excitado.
Dio media vuelta y se fue hacia su despacho.
Esta vez cuando conectó el aparato, el CPU ni zumbó, ni rugió; empezó a hacer un ruido
desigual, un especie de quejido. El olor caliente del transformador del tren salió casi al momento
desde detrás de la pantalla y tan pronto como pulsó el botón EXECUTE para borrar el FELIZ
CUMPLEAÑOS TÍO RICHARM, empezó a salir humo.
Queda poco tiempo, pensó. No... no es ast No queda nada de tiempo. Jon lo sabía, y ahora
yo también lo sé.
Tenía dos alternativas: traer a Seth de vuelta con el botón INSERT (sabía que podía hacerlo;
sería tan fácil como lo fue crear los doblones españoles) o terminar el trabajo.
El olor se hacía más potente, más urgente. Dentro de un instante, lo mínimo, la pantalla
empezaría a mandar su mensaje de SOBRECARGA.
Escribió:
MI MUJER ES ADELINA MABEL WARREN HAGSTROM.
Apretó el botón DELETE.
Escribió.
SOY UN HOMBRE QUE VIVE SOLO.
Ahora la palabra empezó a aparecer en la esquina superior, a la derecha de la pantalla:
SOBRECARGA, SOBRECARGA, SOBRECARGA.
Por favor. Por favor déjame terminar. Por favor, por favor, por favor...
El humo que salía ahora de las rendijas y ranuras del vídeo era más denso y más gris. Miró al
ruidoso CPU y vio que también salta humo de su rejilla... y al fondo de aquel humo pudo ver una
opaca chispita roja, de fuego.
Ocho Bolas Mágicas, ¿tendré salud, seré rico o sabio? ¿O viviré solo y quizá me matará la
soledad y la pena? ¿Queda tiempo aún?
NO LO SÉ AHORA. PRUEBA MÁS TARDE.
Excepto que no quedaba más tarde.
Pulsó el botón INSERT y la pantalla oscurecióse, excepto por el insistente mensaje de
SOBRECARGA, que parpadeaba ahora a toda velocidad aunque irregular.
Escribió:
EXCEPTO POR MI ESPOSA BELINDA Y MI HIJO JONATHAN.
Por favor. Por favor.
Pulsó el botón EXECUTE.
La pantalla se vació. Durante lo que parecieron siglos permaneció vacía, excepto por la
SOBRECARGA, que ahora aparecía con tal rapidez que a excepción de una ligera sombra, parecía
mantenerse constantemente allí, como una computadora ejecutando una cerrada orden de mando.
Algo dentro del CPU saltó y chisporroteó, y Richard exhaló un gemido.
Las letras verdes reaparecieron en la pantalla, flotando místicamente sobre el negro:
SOY UN HOMBRE QUE VIVE SOLO, EXCEPTO POR MI MUJER BELINDA Y MI
HIJO JONATHAN.
Pulsó por dos veces el botón EXECUTE.
Ahora, se dijo, ahora escribiré: TODAS LAS PIEZAS DE ESTE PROCESADOR DE
PALABRAS ESTABAN PERFECTAMENTE ENSAMBLADAS ANTES DE QUE MR
NORDHOFF ME LO TRAJERA. O escribiré: TENGO IDEAS PARA POR LO MENOS
VEINTE NOVELAS SENSACIONALES. O escribiré: MI FAMILIA Y YO VIVIREMOS
FELICES PARA SIEMPRE JAMÁS. O escribiré...
Pero no escribió nada. Sus dedos revolotearon estúpidamente por encima del teclado
mientras sentía..., literalmente sentía..., que todos los circuitos de su cerebro se quedaban
bloqueados como los coches en el peor bloqueo de tráfico de Manhattan en la historia de la
combustión interna.
La pantalla se llenó de pronto con la palabra:
ACABADOACABADOACABADOACABADOACABADOACABADOACABADOACA
BADOACABADO.
Hubo otro chasquido y luego una explosión en el CPU. Salieron unas llamaradas del aparato,
y después se apagaron. Richard se echó atrás en su sillón, cubriéndose la cara por si acaso
explotaba la pantalla. No explotó. Solamente se apagó.
Permaneció sentado, contemplando la oscuridad de la pantalla.
NO PUEDO DECIRLO. VUELVE A PREGUNTAR DESPUÉS.
-¿Papá?
Se volvió rápidamente, con el corazón latiéndole con tal fuerza que temió que se le saltara
del pecho.
Jon estaba allí, Jon Hagstrom, y su rostro era el mismo pero algo distinto..., la diferencia era
sutil pero visible. Quizá, pensó Richard, la diferencia estribaba en la diferencia de paternidad entre
los dos hermanos. O quizás era simplemente que aquella expresión inquieta, vigilante, había
desaparecido de sus ojos ligeramente aumentados por las gafas (de montura metálica, ahora,
observó, y no la fea montura de concha industrial que Roger había comprado siempre al muchacho
porque costaba quince dólares menos).
Quizás era algo todavía más sencillo: el aspecto de predestinación había desaparecido de los
ojos del muchacho.
-¿Jon? -preguntó con voz ronca, preguntándose si en realidad había querido algo más que
esto. ¿Era así? Parecía ridículo, pero se figuraba que sí. Suponía que la gente siempre quería más-.
Jon, ¿eres tú, verdad?
-¿Quién iba a ser sino? -indicó con la cabeza el procesador de palabras-. ¿No te lastimaste
cuando este bebé se fue al cielo de los datos, verdad?
Richard sonrió:
-No, estoy perfectamente.
-Lamento que no funcionara. No sé qué me hizo montarlo
con todas esas piezas inútiles. -Movió la cabeza-. Por Dios que no lo sé. Es como si
hubiera tenido que hacerlo. Cosas de niño.
-Bueno -dijo Richard, acercándose a su hijo y pasándole un brazo por los hombros-, quizá te
saldrá mejor la próxima vez.
-Quizás. O a lo mejor pruebo otra cosa.
-Puede que sea mejor.
-Mamá dice que tiene cacao para ti, si te apetece.
-Ya lo creo -y ambos salieron juntos del despacho a una casa donde no había ningún pavo
congelado procedente de un premio ganado al bingo-. Una taza de cacao me vendrá más que bien
ahora.
-Recuperaré cualquier cosa recuperable que haya en aquel trasto, mañana, y lo demás lo iré a
echar al vertedero -anunció Jon.
Richard asintió, diciendo:
-Bórralo de nuestras vidas... -y entraron en la casa y al aroma de cacao caliente, riendo
juntos.
EL HOMBRE QUE NO QUERÍA ESTRECHAR MANOS
Stevens sirvió las bebidas y pronto, después de las ocho en aquella noche glacial de invierno,
la mayoría de nosotros nos fuimos, con ellas, a la biblioteca. Por un momento, nadie dijo nada; lo
único que se oía era el chisporrotear del fuego en la chimenea, el lejano chasquido de las bolas de
billar y, desde el exterior, el gemido del viento. No obstante, allí se estaba bastante caliente, en el
nº 249 B de la calle Este 35.
Recuerdo que aquella noche David Adley estaba sentado a mi derecha, y a mi izquierda
Emlyn McCarron que una vez nos contó una historia espeluznante sobre una mujer que había dado
a luz en extrañas circunstancias. Después de él estaba Johanssen, con su Wall Street Journal
doblado sobre las rodillas.
Entró Stevens con un pequeño paquete, blanco, y se lo entregó a George Gregson sin hacer
la menor pausa. Stevens es el mayordomo perfecto a pesar de su ligero acento de Brooklyn (o
quizá por causa de él) pero su mayor atributo, por lo que a mí se refiere, es que siempre sabe a
quién debe entregar el paquete aunque nadie lo reclame.
George lo captó sin protestar y permaneció un momento sentado en su sillón de alto respaldo
y orejas, contemplando la chimenea que es lo bastante grande como para asar un buey. Vi como
sus ojos se dirigían momentáneamente a la inscripción grabada en la piedra: LO QUE VALE ES
LA HISTORIA, NO EL QUE LA CUENTA.
Abrió el paquete con sus dedos viejos y temblorosos y tiró su contenido al fuego. Por un
instante las llamas se transformaron en un arco iris, y se oyeron risas apagadas. Me volví y vi a
Stevens allá lejos, en la sombra, junto a la puerta. Tenia las manos cruzadas a la espalda. Su rostro
se mostraba cuidadosamente inexpresivo.
Supongo que todos nos sobresaltamos un poco cuando su voz ronca, casi quisquillosa
rompió el silencio; yo confieso que si.
-Una vez vi asesinar a un hombre en esta misma habitación -nos dijo George Gregson-,
aunque ningún jurado hubiera condenado al que mató. Pero, al final, se acusó a si mismo..., y actuó
como su propio verdugo.
Siguió una pausa mientras encendía su pipa. El humo envolvió su rostro arrugado en una
nube azulada, y apagó el fósforo de madera con el gesto lento, teatral, del hombre cuyas
articulaciones le producen gran dolor. Tiró el palito a la chimenea, donde cayó sobre los restos
quemados del paquete. Contempló cómo las llamas tostaban la madera. Sus agudos ojos azules
parecían cavilar bajo sus hirsutas cejas entrecanas. Su nariz era grande y ganchuda, sus labios
delgados y firmes, sus hombros alzados hasta casi la base de su cráneo.
-No nos mantengas sobre ascuas, George -refunfuñó Peter Andrews- ¡Suéltalo ya!
-Ni lo sueñes. Ten paciencia -y todos tuvimos que esperar hasta que su pipa quedó prendida
a su gusto.
Cuando unas brasas se encendieron perfectamente repartidas en la enorme cazoleta de brezo,
George cruzó sus manos grandes, ligeramente temblorosas, sobre una de sus rodillas y dijo:
-Está bien. Tengo ochenta y cinco años y lo que voy a relataros ocurrió cuando yo tenia más
o menos veinte. En todo caso, sé que fue en 1919 y acababa de regresar de la Gran Guerra. Mi
novia había muerto cinco meses antes, de la gripe. Sólo tenía diecinueve años, y yo me lancé a
beber y jugar a las cartas mucho más de lo que hubiera debido. Me había esperado dos años,
¿comprenden?, y durante todo ese tiempo recibí, fielmente, una carta todas las semanas. Quizá
podrán comprender por qué me abandoné tanto. No tenia creencias religiosas; la idea general y las
teorías del cristianismo me resultaban algo cómicas en las trincheras, y no tenia familia que me
ayudara. Así que puedo decir con sinceridad que los buenos amigos que me ayudaron en este
tiempo de prueba, rara vez me abandonaron. Eran cincuenta y tres (más de lo que tiene la
mayoría): cincuenta y dos naipes y una botella de whisky wCutty Sark». Me había instalado en el
mismo lugar en que sigo viviendo ahora, en Brennan Street. Pero entonces era mucho más barato y
había muchas menos botellas de medicinas, y píldoras y demás, llenando las estanterías. Sin
embargo, pasaba la mayor parte de mi tiempo aquí, en el 249 B, porque siempre había alguna
partida de póquer en marcha.
David Adley interrumpió, y aunque sonreía, no creo que estuviera bromeando:
-¿Y ya estaba Stevens aquí, entonces, George?
George se volvió a mirar al mayordomo:
-¿Era usted, Stevens, o era su padre?
Stevens se permitió la sombra de una sonrisa.
-Como 1919 fue hace más de sesenta y cinco . años, señor, debo decir que se trataba de mi
abuelo.
-Debemos, pues, entender que su empleo es hereditario -musitó Adley.
-Tal como dice, señor -respondió Stevens imperturbable.
-Ahora que lo pienso -comentó George-,hay un parecido sorprendente entre usted y su...,
¿dijo usted abuelo, Stevens?
-Si, señor, eso dije.
-Si les pusiera de lado, me costaría decir quién es quién..., pero esto no tiene que ver,
¿verdad?
-No, señor.
-Me encontraba en la sala de juego..., al otro lado de esta pequeña puerta, allá..., haciendo
solitarios, la primera y única vez que nos encontramos Henry Brower y yo. Éramos cuatro
dispuestos a sentarnos y jugar una partida de póquer; solamente necesitábamos un quinto para que
la velada empezara. Cuando Jason Davidson me dijo que George Oxley, nuestro habitual quinto,
se había roto la pierna y estaba en cama con la pierna enyesada y colgada de una polea, pareció
que aquella noche nos íbamos a quedar sin partida. Empecé a pensar en la posibilidad de terminar
la noche con nada mejor para distraer mis pensamientos que hacer solitarios y soplar la mayor
cantidad de whisky que pudiera, cuando un individuo sentado al fondo de la habitación dijo con
voz tranquila y agradable:
-Si ustedes, caballeros, estaban hablando de póquer, disfrutaría mucho jugando una mano, si
no tienen nada que objetar.
-Había estado escondido tras el World de Nueva York hasta aquel momento, así que cuando
levanté la mirada lo vi por primera vez.
Era un hombre joven con cara de viejo, no sé si me entienden. Alguna de las huellas que vi
en su rostro había empezado a descubrirlas en el mío, desde la muerte de Rosalie. Algunas..., no
todas. Aunque el joven no podía tener más de veintiocho años a juzgar por su cabello, sus manos,
y el modo de andar, su rostro parecía marcado por la experiencia y sus ojos, que eran muy oscuros,
parecían más que tristes; parecían atormentados. Era guapo, con un bigote pequeño y recortado y
cabello rubio oscuro. Vestía un buen traje de color marrón y se había soltado el botón del cuello.
-Me llamo Henry Brower- dijo.
-Davidson se precipitó a través de la estancia para estrecharle la mano; la verdad es que
parecía como si fuera a cogerle la mano que Brower tenía sobre las rodillas. Ocurrió una cosa
extraña: Brower dejó caer el periódico y levantó ambas manos, lejos de su alcance. La expresión,
en su rostro, era de horror.
Davidson se detuvo; confuso, más estupefacto que indignado. Sólo tenía veintidós años..:
¡Cielos, qué jóvenes eramos todos en aquellos días!, y era como un cachorrillo.
-Perdóneme- se excusó Brower con suma gravedadpero nunca estrecho la mano de nadie.
Davidson parpadeó:
-¿Nunca? Qué curioso. ¿Y por qué no?
Bueno ya les he dicho que era algo así como un cachorro. Brower no se molestó y lo tomó
con una sonrisa (algo turbada) abierta.
-Acabo de llegar de Bombay -explicó-. Es un lugar extraño, populoso, sucio, lleno de
pestilencia y enfermedades. Los buitres se pasean y presumen sobre los muros de la ciudad, por
millares. Hace dos años estuve allí en misión comercial y se me contagió el horror a nuestra
costumbre occidental de estrechar manos. Sé que es una tontería y una incorrección, pero no puedo
remediarlo. Así que si no les importa que me retire y me perdonan...
-Con una condición -dijo Davidson sonriéndole.
-¿Cuál será?
-Que se acerque a la mesa y comparta conmigo un vaso del whisky de George, mientras voy
a por Baker, French y Jack Wilden.
Brower le sonrió, asintió y dejó el periódico. Davidson le hizo un gesto de aceptación y
corrió en busca de los otros. Brower y yo nos acercamos a la mesa cubierta de fieltro verde y
cuando le ofrecí labebida rehusó, dándome las gráciar, y encargó su propia botella. Supuse que
tendría algo que ver con su extraña manía y no dije nada. He conocido hombres cuyo horror por
los microbios y enfermedades va mucho más lejos..., como los habréis conocido vosotros.
Hubo gestos de asentamiento.
-Es estupendo estar aquí -me dijo Brower pensativo-. He evitado toda compañía desde que
llegué de mi destino. No es bueno, para un hombre, estar solo, ¿sabe? Creo que incluso para
aquellos que se valen por si solos, el estar aislados del resto de la Humanidad debe ser la peor
forma de tortura! -Todo eso lo dijo con un curioso énfasis, y yo asentí. Había experimentado
semejante soledad en las trincheras, generalmente por la noche. Volví a sentirla de nuevo, más
acuciante, después de enterarme de la muerte de Rosalie. Me sentí atraído por él pese a su
declarada excentricidad.
-Bombay debió haber sido un lugar fascinante- le dije.
-¡Fascinante... y terrible! Hay cosas allí que nuestra filox; softa no puede ni soñar. Su
reacción a los automóviles, es divertida: los niños se apartan de ellos cuando pasan, pero luego los
siguen manzanas enteras. Encuentran que el avión es terrorífico e incomprensible. Naturalmente,
nosotros los americanos, los contemplamos con completa ecuanimidad... incluso con
complacencia..., pero le aseguro que mi reacción fue como la de ellos cuando vi por primera vez a
un mendigo callejero tragarse un paquete entero de alfileres de acero y luego ir sacándolos uno a
uno de las heridas abiertas que tenia en la punta de los dedos. No obstante, eso es algo que los
nativos de aquella parte del mundo encuentran perfectamente natural. Quizás -añadió sombrío-, no
estaba previsto que ambas culturas fueran a mezclarse, sino que debíamos mantener separadas sus
respectivas maravillas. Para un americano como usted, o como yo, tragarse un paquete de alfileres
significaría una muerte lenta y horrible. En cuanto al automóvil... -se calló y una expresión
torturada asomó a su rostro.
Yo me disponía a hablar, cuando Stevens, el viejo, apareció con la botella de whisky escocés
de Brower, y tras él, Davidson y los demás.
Davidson explicó antes de hacer las presentaciones:
-Les he contado su pequeña manía, Henry, así que no tiene nada que temer. Este es Darrel
Baker, este espantoso barbudo es Andrew French y el último, aunque no menos importante, es
Jack Wilden. A George Gregson ya le conoce.
Brower sonrió y se inclinó ante todos ellos en lugar de darles la mano. Aparecieron tres
barajas nuevas y las fichas, se cambió el dinero por fichas y empezó el juego.
Jugamos por más de seis horas, y yo gané quizás unos doscientos dólares. Darrel Baker, que
no era muy buen jugador, perdió unos ochocientos (aunque ni siquiera iba a notarlo; su padre era el
propietario de tres de las mayores fábricas de zapatos de New England) y los demás compartían la
pérdida de Baker conmigo, casi a partes iguales. Davidson, un poco por encima y Brower, un poco
por debajo; sin embargo para Brower aquello era toda una hazaña, porque sus cartas habían sido
malísimas casi toda la noche. Era tan hábil en la modalidad tradicional de cinco cartas como en la
nueva variedad de siete, y yo me dije que a veces había ganado dinero en faroles que yo no me
hubiera atrevido a intentar.
Pero me fijé en una cosa: aunque bebía mucho -para cuando French estuvo listo para dar la
última mano, había casi terminado una botella entera de escocés-, hablaba con toda claridad, su
habilidad en el juego jamás se alteró, y su obsesión sobre no tocar manos tampoco cedió. Cuando
ganaba, nunca tocaba el montón si alguien tenia que poner fichas o dinero o si alguien «estaba
distraído» y tenía aún que entregar fichas. Una vez, cuando Davidson dejó su vaso demasiado
cerca de su codo, Brower se apartó bruscamente, tirando casi su bebida. Baker pareció
sorprendido, pero Davidson lo dejó pasar con un vago comentario.
Jack Wilden había comentado un poco antes que tenía ante él un viaje a Albany, en coche,
para última hora de la mañana, y que una vuelta más le bastaría. Así que le tocó dar a French, y
decidió jugar a siete cartas.
Recuerdo aquella última mano tan claramente como mi nombre, y en cambio me vería en un
apuro si tuviera que decirles lo que comí ayer o con quién comí. Misterios de la edad, supongo,
aunque creo que si vosotros hubierais estado allí lo recordaríais como yo.
Medio dos corazones, cubiertos, y una carta descubierta. No puedo decir lo que tenían
Wilden o French, pero el joven Davidson tenía el as de corazones y Brower el diez de pique.
Davidson apostó dos dólares -cinco era nuestro límite-, y volvió a repartir cartas. Davidson había
cogido un tifo que no parecía mejorar su mano, sin embargo echó tres dólares al pozo.
-La última mano- anunció alegremente- ¡Hay una dama en la ciudad que quería salir
conmigo mañana por la noche!
No creo que hubiera creído a una echadora de cartas si hubiese dicho cuantas veces me
atormentaría esta frase, a ratos perdidos, hasta hoy en día.
French repartió la tercera vuelta. No tuve suerte con mi escalera, pero Baker, que era siempre
el gran perdedor, logró unas parejas... de reyes, creo. Brower había logrado un par de diamantes
que no parecían servir para gran cosa. Baker apostó hasta el limite por su pareja y Davidson subió
a cinco. Todos nos quedamos en el juego y llegó nuestra última carta descubierta. Yo saqué el rey
de corazones para mi escalera, Baker sacó una tercera para sumara su pareja y Davidson un
segundo as que le hizo brillar los ojos. Brower recogió una reina de pique, y les juro que no
comprendí por qué no abatía. Sus cartas parecían tan malas como las que había ido teniendo
aquella noche.
Pero las apuestas fueron subiendo. Baker apostó cinco, Davidson llegó a cinco, Brower
también. Jack Wilden dijo:
-No sé, pero creo que mi pareja no vale gran cosa -y tiró las cartas-. Yo canté y volví a poner
cinco. Baker también.
-Bueno, no voy aburriros con el relato de las apuestas. Solamente os diré que había un límite
de tres alzas por persona, y Baker, Davidson y yo hicimos tres pujas de cinco dólares. Brower se
limitó a repetir cada embite y apuesta, siempre cuidando de no poner su dinero en el pozo hasta
que todas las manos estaban lejos. Y había mucho dinero..., algo más de doscientos dólares...,
cuando French nos sirvió nuestra última carta cubierta.
Hubo una pausa mientras todos nos miramos, aunque a mí no me importaba; yo ya tenía mi
juego y por lo que podía ver sobre la mesa, era bueno. Baker puso cinco, Davidson también y
esperamos para ver lo que iba a hacer Brower. Su rostro estaba algo congestionado por el alcohol,
se había quitado la corbata y desabrochado el segundo botón de la camisa, pero parecía tranquilo.
«Voy..., y pongo cinco», dijo.
Yo parpadeé un poco porque esperaba que abatiera. No obstante, las cartas que yo tenía en
la mano me decían que debía jugar para ganar, y puse cinco más. Seguimos jugando sin tener en
cuenta el límite de pujas que podían hacerse sobre la última carta, y el pozo creció
extraodinariamente. Yo fui el primero en pararme en vista del gran juego que alguien debía tener.
Baker lo hizo después que yo, parpadeando nervioso desde el par de ases de Davidson a las cartas
desconcertantes y sin valor que debía tener Brower. Baker no era un gran jugador, pero era lo
suficientemente bueno para presentir algo importante.
Entre los dos, Davidson y Brower pujaron lo menos diez veces más, o mucho más. Baker y
yo nos sentimos arrastrados, no queriendo despedirnos de nuestras enormes inversiones. Los
cuatro habíamos terminado las fichas y ahora eran billetes los que cubrían el montón enorme de
fichas.
-Bueno -dijo Davidson, después de la última puja de Brower-. Creo que voy a bajar. Si lo
suyo ha sido un farol, Henry, ha sido un gran farol. Pero he ganado y Jack tiene un largo camino
ante él mañana -y al decirlo puso otro billete de cinco dólares sobre el montón y anunció-: Me
paro.
Ignoro lo que pensaban los demás, pero me sentí realmente aliviado sin que eso tuviera nada
que ver con la gran cantidad de dinero que había dejado en el pozo. El juego había ido volviéndose
peligroso y mientras que Baker y yo podíamos permitirnos perder, el pobre Jase Davidson, no.
Siempre estaba en apuros, vivía de una renta, no muy grande, que le había dejado una tía suya. Y Brower, ¿podía permitirse perder? Recuerden caballeros, que en aquel momento había bastante más de mil dólares sobre la mesa.
George dejó de hablar. Se le había apagado la pipa.
-Bien, ¿qué ocurrió? -preguntó Adley- No nos tenga sobre ascuas, George. Nos tiene a todos
sentados al borde de ]as sillas. Déjenos caer o siéntenos bien otra vez.
-Paciencia -dijo George, imperturbable.
Sacó otra cerilla, la frotó en la suela de su zapato y volvió a chupar. Esperamos impacientes,
sin hablar. Fuera, el viento ululaba y gemía en los aleros.
Cuando la pipa estuvo bien encendida y tirando bien, George continuó:
-Como sabéis, las reglas del póquer establecen que el primero que ha anunciado juego, debe
mostrar sus cartas. Pero Bakér estaba demasiado impaciente por acabar con la tensión; levantó una
de sus cartas ocultas y mostró cuatro reyes.
-Me ganas, -le dije- color.
-Te gano yo -declaró Davidson y descubrió dos de sus cartas ocultas. Dos ases, que sumaban
cuatro -he jugado bien- y empezó a recoger el enorme pozo.
-¡Esperen! -exclamó Brower-. No hizo el menor movimiento, ni tocó la mano de Davidson
como hubieran hecho muchos, pero bastó con su voz. Davidson se paró a mirar y abrió la boca...,
se quedó con la boca abierta como si todos sus músculos se hubieran relajado. Brower descubrió
su tres cartas ocultas revelando una escalera de color, del ocho a la reina.
-Creo que esto gana a sus ases, ¿verdad? -preguntó correctamente Brower.
Davidson enrojeció, luego palideció.
-Sí -murmuró despacio como si descubriera el hecho por primera vez-. Sí, en efecto.
Daría una fortuna por conocer los motivos que empujaron a Davidson a hacer lo que hizo.
Conocía la extremada aversión de Brower a ser tocado; el hombre lo había demostrado de cien
maneras distintas, aquella noche. Tal vez Davidson lo olvidó, sencillamente, en su afán por
demostrar a Brower, y a todos nosotros, que podía hacer frente a sus pérdidas y aceptarlas
deportivamente. Les he dicho que era como un cachorro, y aquel gesto encajaba con su carácter.
Pero los cachorros también pueden morder cuando se les provoca. No son asesinos..., un cachorro
no te saltará nunca a la garganta; pero a muchos hombres les han tenido que coser los dedos como
castigo por molestar a un perrito con una zapatilla o un hueso de goma. Esto también podría ser
parte del carácter de Davidson, tal como lo recuerdo. Daría una fortuna, como ya he dicho, por
saber..., pero supongo que lo que importa es el resultado.
Cuando Davidson apartó las manos del pozo, Brower alargó las suyas para recogerlo. En
aquel instante, el rostro de Davidson se iluminó con algo así como cordial camaradería y cogió la
mano de Brower y se la estrechó diciéndole:
-Brillante, Henry, qué juego, simplemente brillante. No creo que jamás haya...
Brower le interrumpió con un alarido, casi femenino, que resultó espantoso en el silencio
desierto de la sala de juego, y se apartó. Las fichas y el dinero se desparramaron de cualquier modo
al sacudir la mesa que por poco se cae.
Todos nos quedamos inmóviles por el inesperado giro de los acontecimientos, incapaces de
dar un paso. Brower se alejó a trompicones de la mesa, manteniendo su mano en alto, delante de sí,
como una versión masculina de Lady Macbeth. Estaba blanco como un cadáver y el terror
reflejado en su rostro era tal que aun hoy soy incapaz de describirlo. Sentí que me embargaba una
oleada de horror como jamás había experimentado antes, o después, ni siquiera cuando me
entregaron el telegrama con la noticia de la muerte de Rosalie.
A continuación empezó a gemir. Era un lamento profundo, horrible, de ultratumba. Recuerdo
que pensé: Este hombre está completamente loco, y entonces dijo algo de lo más raro: .El
conmutador... he dejado el conmutador encendido en el coche... ¡Oh Dios, cuánto lo siento!», y se
precipitó por la escalera hacia el vestíbulo.
Fui el primero en reaccionar. Salté de mi silla y corrí tras él, dejando a Baker y Wilden y
Davidson sentados alrededor del enorme montón de dinero que Brower había ganado. Parecían
estatuas incas guardando un tesoro tribal.
La puerta principal aún se movía cuando salí a la calle y vi a Brower en seguida, de pie al
borde de la acera, buscando inútilmente un taxi. Cuando me vio se encogió tan angustiado que no
pude evitar sentir una mezcla de pena y asombro.
-¡Venga -dije-,espere! Siento mucho lo que ha hecho Davidson y estoy seguro de que ha sido
sin pensar; de todos modos si tiene que irse por ello, no le retengo. Pero ha dejado mucho dinero y
debe recogerlo.
-No debí haber venido -gimió-. Pero estaba tan desesperado por cualquier tipo de compañía
humana que yo..., yo -sin darme cuenta alargué la mano para tocarle...el gesto más elemental de un
ser humano a otro cuando está aplastado por el dolor...-, pero Brower se apartó de mí y gritó: «ino
me toque! ¿No basta con uno? Oh, Dios, ¿porqué no puedo morir?»
Sus ojos febriles descubrieron de pronto a un pobre perro flaco y sucio, sarnoso que andaba
por el otro lado de la calle desierta a esa hora de la mañana. Iba con la lengua colgando y andaba
agotado, cojeando, sobre tres patas. Supongo que andaba buscando cubos de basura donde revolver
y comer algo.
-Aquél podría ser yo -dijo pensativo, como para si-. Rechazado por todos, obligado a
caminar solo y a salir al exterior sólo cuando los demás seres vivientes están a salvo
tras sus puertas cerradas. ¡Perro paria!
-Venga -le insistí severamente porque lo que estaba diciendo me sonaba a melodramático-.
Ha sufrido una impresión desagradable y es obvio que algo le ha ocurrido que le ha puesto los
nervios en mal estado, pero en la guerra vi miles de cosas que...
-No me cree, ¿verdad? -preguntó-. Cree que estoy poseído de una especie de histeria,
¿verdad?
-Amigo, realmente no sé de qué está poseído o de qué es víctima, pero lo que si sé es que si
continuamos aquí fuera, con toda esta humedad, los dos seremos presa de la gripe. Ahora, si tiene
la bondad de regresar conmigo, sólo hasta la entrada, si lo prefiere, pediré a Stevens que...
Había tal locura en sus ojos que me sentí tremendamente inquieto. Ya no se veta en ellos el
menor atisbo de cordura y lo que más me recordaba era a los psicóticos, agotados por la batalla,
que había visto trasladar en carretas, desde el frente: cáscaras humanas, con ojos vacíos como
pozos del infierno, gimiendo y murmurando.
-¿Quiere ver cómo un paria responde a otro? -me pregunta, sin enterarse de lo que le había
estado diciendo-. ¡Mire, pues, y verá lo que he aprendido en extraños puertos de arribada!
Y de pronto alzó la voz y dijo imperiosamente:
-¡Perro!
El perro levantó la cabeza, le miró con desconfianza, girando los ojos (uno con un brillo de
locura; el otro, cubierto por una catarata) y, bruscamente, cambió de dirección y vino cojeando, de mala gana, a través de la calle, hasta donde estaba Brower.
Estaba claro que no quería venir; gemía y gruñía y escondía el muñón apolillado de su rabo,
entre las patas; pero, no obstante, se sentía atraído. Llegó a los pies de Brower, y entonces se echó
gimiendo, encogido y tembloroso. Sus flancos descarnados, entraban y salían como un fuelle y su
ojo sano se revolvía en su cuenca.
Brower lanzó una carcajada horrible, desesperada, que todavía oigo en mis sueños, y se
agachó junto al animal.
-¿Lo ve? -dijo- ¡sabe que soy uno de los suyos..., y sabe lo que le traigo!
Alargó la mano para tocar al perro y éste lanzó un aullido lúgubre. Enseñó los dientes.
-¡Déjelo! -grité vivamente- ¡Le morderá!
Brower no me hizo ni caso. A la luz del farol de la calle vi su rostro lívido, horrible, con los
ojos como agujeros quemados en un pergamino.
-Tonterías -salmodió- tonterías. Sólo quiero estrecharle lamano..., como su amigo hizo
conmigo -y, de golpe, agarró la pata del perro y se la estrechó. El perro lanzó un aullido horrible,
pero no intentó moderle.
Luego, Brower se enderezó. Sus ojos se habían aclarado algo y, excepto por su extrema
palidez, podía volver a ser el hombre que se había ofrecido, cortésmente, a jugar con nosotros
aquella noche, unas horas antes.
-Me voy ahora -dijo- por favor, presente mis excusas a sus amigos y dígales cuánto siento
haberme comportado como un imbécil. Quizás, en otra ocasión, tendré la oportunidad de
redimirme.
-Somos nosotros los que debemos pedirle perdón. ¿Ha olvidado usted el dinero? Hay
bastante más de mil dólares.
-Oh, sí. ¡El dinero! -y su boca se curvó en la más amarga de las sonrisas que jamás haya
visto.
-No se preocupe por tener que entrar otra vez. Si me promete que me esperará aquí, se lo
traeré. ¿Le parece bien?
-Sí, si lo desea, esperaré... -y mirando reflexivo al perro que seguía quejándose a sus pies,
añadió-: A lo mejor querrá venir a mi casa y comer decentemente por una vez en su miserable vida
-y reapareció la amarga sonrisa.
Entonces le dejé, antes de que lo pensara mejor, y bajé a la sala de juego. Alguien,
probablemente Jack Wilden, siempre había tenido una mente ordenada, había cambiado todas las fichas por billetes y los había amontonado cuidadosamente en el centro del tapete verde. Ninguno
dijo nada cuando me vieron recogerlo. Baker y Jack Wilden fumaban en silencio; Jason Davidson
estaba sentado, con la cabeza agachada, mirándose los pies. Su rostro era la imagen de la
desolación y la vergüenza. Le toqué en el hombro al irme hacia la escalera y me miró agradecido.
Cuando llegué a la calle, estaba absolutamente desierta. Brower se había ido. Permanecí allí
con un puñado de billetes en cada mano, mirando a un lado y a otro, pero no se movía nada. Llamé
una vez, por si acaso, por si me estuviera esperando en la sombra de algún lugar cercano, pero no
obtuve respuesta. Entonces se me ocurrió mirar al suelo. El pobre perro perdido seguía allí, pero
sus días de revolver en los cubos de basura habían terminado. Estaba completamente muerto. Las
pulgas y garrapatas abandonaban, en fila, su cuerpo. Di un paso atrás, asqueado, y a la vez lleno de
una especie de vago terror. Tuve la premonición de que no había terminado aún con Henry
Brower, y así era; pero jamás volví a verle.
El fuego en la chimenea había muerto y el frío había empezado a salir de entre las sombras,
pero nadie se movió, o habló, mientras George volvía a encender su pipa. Suspiró, cruzó de nuevo
las piernas, haciendo crujir las articulaciones, y continuó:
-Inútil decirles que los otros que habían tomado parte en el juego fueron unánimes en su
opinión: debíamos encontrar a Brower y entregarle el dinero. Supongo que algunos creerán que
estábamos locos, pero aquélla era un época más decente. Davidson estaba desesperado cuando se
fue; traté de retenerle y decirle unas palabras, pero se limitó a sacudir la cabeza y se marchó. Dejé
que se fuera. Las cosas le parecerían distintas después de una noche de sueño y ambos podíamos ir
en busca de Brower. Wilden se iba de la ciudad y Baker tenía que «hacer visitas». Aquél serla un
buen día, pensé, para que Davidson recobrara su propia estima.
Pero cuando, a la mañana siguiente, fui a su piso, aún no se había levantado. Pude haberle
despertado, pero era joven y decidí dejarle dormir aquella mañana mientras me dedicaba a la busca
de algunos datos elementales.
-Primero vine aquí y hablé con el... -se volvió hacia Stevens y levantó una ceja.
-Mi abuelo, señor -aclaró Stevens.
-Gracias.
-No hay de qué, señor.
Hablé con el abuelo dé Stevens. Le hablé precisamenté en el mismo sitio donde ahora se
encuentra Stevens. Dijo que Raymond Greer, un individuo que conocía vagamente, había
recomendado a.Brower. Greer pertenecía al gremio de comerciantes de la ciudad, así que me fui
directamente a su despacho, en el edificio Flatiron. Lo encontré y hablamos al momento. Cuando
le conté lo que había ocurrido la noche anterior, su rostro se llenó de confusión, tristeza, piedad y
miedo.
-¡Pobre Henry! -exclamó-. Sabía que terminaría así, pero nunca pensé que ocurriría tan
pronto.
-¿El qué? -pregunté.
-Su derrumbamiento -aclaró Greer-. Todo procede de su primer año de estancia en Bombay,
y supungo que nadie excepto el propio Henry llegará jamás a conocer toda la historia. Pero le diré
lo que pueda.
La historia que me contó Greer en su despacho aquel día, acrecento mi simpatía y
comprensión. Al parecer, Henry Brower se había visto desgraciadamente mezclado en una
auténtica tragedia. Y,.como en todas las tragedias clásicas, del teatro, había surgido de un simple
fallo..., en el caso de Brower, un olvido.
Como miembro de la comisión de trabajo en Bombay, disponía del uso de un automóvil, una
relativa rareza allí. Greer explicó que Brower disfrutaba como un niño conduciéndolo por las calles
estrechas y tortuosas de la ciudad, espantando a las gallinas en bandadas y haciendo que hombres y
mujeres se arrodillaran para rezar a sus dioses. Iba en él a todas partes, atrayendo la atención de
grandes grupos de niños que le seguían a todas horas, pero que se apartaban cuando les ofrecía
pasearles en su máquina maravillosa, como hacía con frecuencia. El coche era un «Ford A» con
carrocería de furgoneta y uno de los primeros coches que prodían ponerse en marcha no sólo con la
manivela, sino apretando un botón. Les suplico que recuerden esto.
Un día, Brower llevó el coche a la otra punta de la ciudad para visitar a uno de los altos
cargos del lugar sobre posibles partidas de cuerda de yute. Atrajo la atención, como le era habitual,
cuando su «Ford» rugió y petardeó las calles, como si fuera un despliegue de artillería en marcha...
Y, naturalmente, seguido por los niños.
Brower iba a cenar con el fabricante de yute, un acto de gran formalidad y ceremonia, y se
encontraban a mitad del segundo plato, sentados en una terraza a cielo abierto, por encima de la
populosa calle, cuando el petardeo familiar, el rugido del motor se oyó allá abajo, acompañado de
gritos y chillidos.
Uno de los muchachos más atrevidos, hijo de un oscuro santón, había subido al coche
convencido de que cualquier dragón que durmiera bajo el capot de hierro no podía ser despertado
sin que el hombre blanco se sentara al volante. Y Brower, obsesionado por las próximas
negociaciones, no había apagado el encendido.
Uno no puede imaginarse al muchacho, cada vez más atrevido ante los ojos de sus
compañeros, tocando el retrovisor, el volante, e imitando el ruido de la bocina. Cada vez que
sacaba la lengua al dragón que dormía bajo el capot, crecía el pavor en el rostro de su público.
Su pie debió de haber encontrado el embrague, quizás se apoyó en él, cuando apretó el
estárter. El motor estaba caliente; se puso en marcha al momento. El muchacho, presa de gran
terror, hubiera debido reaccionar apartando el pie del embrague inmediatamente, antes de saltar
fuera del coche. Si el coche hubiera sido más viejo o estado en peores condiciones, se habría
calado. Pero Brower lo cuidaba escrupulosamente, y por ello saltó hacia delante en medio de una
serie de ruidosas sacudidas; Brower pudo darse cuenta al salir corriendo de la casa del fabricante
de yute.
El tropiezo fatal del muchacho fue poco más que un accidente. Quizás en sus esfuerzos por
salir, su codo tropezó accidentalmente con la palanca de marchas. Quizá tiró de ella con la
angustiada esperanza de que así era como el hombre blanco hacía dormirse al dragón. No obstante,
ocurrió..., ocurrió. El auto alcanzó una velocidad suicida y cargó contra la multitud en aquella calle
abarrotada de gente, saltando sobre bultos y aplastando las jaulas de mimbre del vendedor de aves;
reduciendo a astillas la carreta del vendedor de flores. Bajó rigiendo, colina abajo, en dirección a la
esquina de la calle, saltó la acera, se estrelló contra un muro de piedra y estalló en una bola de
fuego.
-George pasó su pipa de un lado a otro de la boca.
Esto fue lo único que pudo contarme Greer, porque era lo único que tenía sentido de todo lo
que le dijo Brower. Lo demás era como una arenga desatinada sobre la locura de que dos culturas
tan dispares llegaran a mezclarse. El padre del muchacho muerto se enfrentó evidentemente con
Brower antes de que se lo llevaran y le lanzó una gallina muerta. Hubo una maldición. En este
punto, Greer me dirigió una sonrisa que era como decirme que ambos éramos hombres de mundo,
encendió un cigarrillo y comentó:
-Cuando ocurre una cosa así hay siempre una maldición. Esos miserables paganos tienen que
plantar cara a toda costa. Es su pan y mantequilla.
-¿Cuál fue la maldición? -quise saber.
-Supuse que la habría adivinado. El santón le dijo que un hombre que practicaba su brujería
sobre un muchacho tan joven debería volverse un paria, un proscrito. A continuación dijo a
Brower que cualquier ser vidente al que tocara con sus manos, morirla. Para siempre jamás,
amén... -y Greer soltó una risita.
-¿Y Brower lo creyó?
-Greer cree que si.
-Hay que tener en cuenta que el hombre había sufrido una impresión espantosa. Y ahora, por
lo que usted me dice, su obsesión se está agravando en lugar de curarse.
-¿Puede darme su dirección?
Greer buscó en sus ficheros y al fin apareció con unos datos. Me dijo:
-No le garantizo que le encuentre ahí. La gente se ha mostrado reacia a emplearle, y me
parece que no dispone de mucho dinero.
Sentí un ramalazo de culpabilidad al oírle, pero no dije nada. Greer me pareció demasiado
pomposo, demasiado creído, para merecerla poca información que yo tenía sobre Henry Brower.
Pero al levantarme, algo me empujó a decirle:
-Vi a Brower estrecharla pata de un perro sarnoso, anoche. Quince minutos después el perro
estaba muerto.
-¿De veras? ¡Qué interesante! -Levantó las cejas como si el comentario no tuviera que ver
con nada de lo que habíamos estado hablando.
Me levanté para despedirme y me disponía a estrecharla mano de Greer, cuando la secretaria
abrió la puerta del despacho:
-Perdóneme, pero, íes usted Mr. Gregson?
Le dije que efectivamente lo era, entonces añadió:
-Un tal Baker acaba de llamar. Le ruega que vaya inmediatamente al número veintitrés de la
calle 19.
Me dio un vuelco el corazón, porque ya había estado allí una vez aquel día..., era la dirección
de Jason Davidson. Cuando abandoné el despacho de Greer, le dejé ocupado con su pipa y el Wall
Street Journal. Jamás volví a verle, pero no ha sido una gran pérdida. Me sentía embargado por un
temor especifico, del tipo que nunca cristalizará del todo en temor real por un objeto determinado,
porque es demasiado espantoso, demasiado increíble para ser tenido seriamente en cuenta.
En este punto interrumpí su narración:
- ¡Santo Dios, George! ¿No irá a decirnos que estaba muerto?
-Completamente muerto -asintió George-. Llegué casi al mismo tiempo que el forense. Su
muerte se calificó de trombosis coronaria. Hacía unos dieciséis días que había cumplido veintitrés
años.
En los días siguientes, traté de decirme que todo aquello era una desgraciada coincidencia, y
que mejor olvidarlo. No dormía bien incluso con la ayuda de mi buen amigo «Cutty Sark». Me dije
que lo que había que hacer era repartir el pozo de la noche anterior entre nosotros tres y olvidar
que Henry Brower había irrumpido alguna vez en nuestras vidas. Pero no pude. Preparé en cambio
un cheque de caja por aquella cantidad y fui a la dirección que Greer me había dado, en Harlem.
No estaba. La dirección que había dejado era un lugar en el East End, un vecindario
ligeramente menos acomodado pero, de todas formas, decente. Había abandonado también esa
dirección un mes antes de la partida de póquer, y su nueva dirección estaba en East Village, un
barrio pobre.
El encargado del edificio, un hombre flaco acompañado de un enorme mastín negro que no
dejaba de gruñir, me dijo que Brower se había marchado el tres de abril..., el día siguiente al de la
partida. Le pregunté si había dejado alguna dirección y echó la cabeza hacia atrás y emitió un
graznido que aparentemente le servía de risa:
-La única dirección que dejan cuando se van de aquí es el infierno, jefe. Pero a veces se
paran en el Bowery en su camino.
El Bowery era entonces lo que los forasteros creen que es ahora: el hogar de los sin hogar, la
última parada para los hombres sin rostro que solamente desean otra botella de vino barato u otra
inyección del polvo blanco que propor, ciona sueños sin fin. Me dirigí allá En aquellos días había
docenas de casas de mala muerte, algunas misiones caritativas que recogían a los borrachos por la
noche y centenares de callejones donde un hombre podía esconder un colchón viejo cosido de
chinches. Vi docenas de hombres, todos ellos pocos más que esqueletos comidos por la bebida y
las drogas. Ni se conocían nombres, ni se usaban. Cuando un hombre llega al nivel más bajo, con
el hígado deshecho por el alcohol, con la nariz hecha llaga abierta de tanto aspirar cocaína y
potasa, con los dedos congelados y los dientes podridos..., un hombre ya no necesita el nombre
para nada. Pero yo describía a Henry Brower a todos los que veía, sin conseguir nada. Los dueños
de los bares movían la cabeza y se encogían de hombros. Los demás ni siquiera levantaban la
cabeza y seguían caminando.
No le encontré aquel día, ni el otro, ni el otro. Transcurrieron dos semanas y de pronto hablé
con un hombre que me dijo que alguien parecido había dormido tres noches atrás en la pensión de
Devarney.
Fui allí; estaba solamente a un par de manzanas del área que yo había estado recorriendo. El
hombre del mostrador era un viejo áspero, con una calva escamosa y unos ojos legañosos y
brillantes. En la ventana cargada de moscas se anunciaban habitaciones con vista a la calle por diez
centavos la noche. Mientras duró mi descripción de Brower el viejo fue moviendo afirmativamente
la cabeza y cuando hube terminado, me dijo:
-Le conozco, señorito. Le conozco muy bien. Pero no puedo recordar exactamente..., creo
que me ayudaría ver un dólar delante de mí.
Saqué un dólar y lo hizo desaparecer al instante, pese a la artritis.
-Estuvo ahí, señorito, pero se ha ido.
-¿Sabe a dónde?
-No recuerdo bien, pero quizá podría con un dólar delante de mí.
Saqué otro billete, que hizo desaparecer tan rápidamente como el primero. Algo, entonces,
debió parecerle deliciosamente cómico, y de su pecho salió una tos rasposa de tuberculoso.
-Bien, ya se ha divertido -le dije- y además le he pagado bien por ello. Dígame ahora, ¿sabe
dónde está ese hombre?
El viejo volvió a reírse divertido:
-Si... Pottér's Field es su nueva residencia; tiene un contrato para la eternidad y al diablo por
compañero. ¿Qué le parece la noticia, señorito? Debió morir ayer, durante la mañana, porque
cuando le encontré a mediodía, todavía estaba caliente y de buen ver. Sentado junto a la ventana
estaba. Yo había subido a cobrarle o a decirle que si no me pagaba que se fuera. Así que resultó ser
huésped, de un metro ochenta de tierra, de la ciudad.
Esto le produjo otro desagradable ataque de risa senil.
-¿No observó nada raro? -pregunté, sin atreverme a analizar el alcance de mi pregunta-.
¿Algo fuera de lo habitual?
-Me parece recordar algo..., espere...
Le enseñé un dólar para ayudarle a recordar, pero esta vez no provocó risa, aunque
desapareció con la misma rapidez que las otras veces.
-Sí, había algo más que raro -dijo el viejo-. He llamado al forense infinidad de veces, lo
bastante para ver cosas. i Qué no habré visto yo, buen Dios! Los he encontrado colgados de un
clavo en la puerta, muertos en la cama, les he visto en la escalera de incendios con una botella
entre las piernas y congelados, tan azules como el Atlántico. Incluso encontré a uno ahogado en la
palangana del lavabo, aunque de esto hace más de treinta años. Pero ese hombre..., sentado,
erguido, con su traje marrón, como si fuera un elegante de ciudad, y el cabello bien peinado. Tenía
la muñeca derecha agarrada por su mano izquierda, sí, señor. He visto de todo, pero nunca he visto
a un muerto estrechando su propia mano.
Marché; me fui andando todo el camino hasta llegar a los muelles, y las últimas palabras del
viejo se repetían una y otra vez en mi cerebro como un disco de gramófono que se atasca en un
surco. Es el único que he visto que haya muerto estrechando su propia mano.
Anduve hasta el final de uno de los muelles, hasta donde el agua sucia y gris batía contra los
pilares costrosos. Entonces rasgué el cheque en mil pedazos y los tiré al agua.
George Gregson se movió y se aclaró la garganta. El fuego había quedado en brasas y el filo
se adueñaba del salón desierto. Las mesas y las sillas parecían espectrales e irreales, como vistas
en un sueño donde se mezclan el pasado y el presente. El resplandor teñía las palabras de la piedra
de la chimenea de un color naranja apagado: LO QUE VALE ES LA HISTORIA, NO EL QUE
LA CUENTA.
Sólo le vi una vez, y una vez fue bastante; no se me ha olvidado jamás. Pero sirvió para
sacarme de mi propio duelo, porque cualquier hombre que pueda moverse entre sus semejantes, no
está completamente solo.
-Si me trae el abrigo, Stevens, creo que me iré hacia casa..., me he quedado mucho más tarde
que de costumbre.
Y cuando Stevens se lo trajo, George sonrió y señaló un pequeño lunar debajo de la comisura
izquierda de Stevens.
-Realmente el parecido es asombroso, sabe..., su abuelo tenía un lunar exactamente en el
mismo sitio.
Stevens sonrió, pero no comentó nada. George se fue, y nosotros fuimos desfilando poco
después.
LA PLAYA
La Nave Fed ASN/29 cayó del cielo y se estrelló. Pasado un momento, dos hombres salieron
de su cráneo abierto como si fueran su cerebro. Dieron unos pasos y luego se detuvieron, con sus
cascos bajo el brazo, y contemplaron el lugar donde habían ido a parar.
Era una playa que no necesitaba océano..., era su propio océano, un esculpido mar de arena,
un mar como una fotografía en blanco y negro, helado para siempre en crestas y hondonadas, y
más hondonadas y crestas.
Dunas.
Profundas, empinadas, lisas, arrugadas. Crestas cortantes, crestas planas, dunas de crestas
irregulares que parecían dunas amontonadas sobre otras dunas..., dominó de dunas.
Dunas. Pero océano, no.
Los valles, que eran las depresiones entre esas dunas, serpenteaban en negros laberintos. Si
uno miraba esas líneas retorcidas y bastante largas, podía parecer que trazaban palabras..., palabras
negras flotando sobre las blancas dunas.
-Joder -dijo Shapiro.
-Inclínate -aconsejó Rand.
Shapiro se dispuso a escupir, pero lo pensó mejor. Lo que le hizo pensarlo mejor fue toda
aquella arena. Quizá no era éste el momento de ir desperdiciando liquido. Medio enterrado la
arena, ASN/29 ya no parecía un pájaro moribundo: parecía una calabaza que se hubiera abierto
descubriendo la podredumbre interior. Había habido fuego. Todos los depósitos de combustible de
estribor habían explotado.
-Una pena lo de Grimes -dijo Shapiro.
-Si-. Los ojos de Rand recorrían el mar de arena, hasta la línea del horizonte y volvían otra
vez.
Si, era una pena lo de Grimes. Grimes estaba muerto. Grimes no era otra cosa, ahora, que
pedazos grandes y pedazos pequeños en el almacén de proa. Shapiro había mirado y pensado:
Parece como si Dios hubiera decidido comerse a Grimes, le hubiera parecido que sabía mal y lo
hubiera vomitado. Aquello había sido excesivo para el estómago de Shapiro. Eso y la visión de los
dientes de Grimes esparcidos por el suelo del compartimiento.
Shapiro esperaba ahora a que Rand dijera algo inteligente, pero Rand se callaba. Los ojos de
Rand recorrían las dunas, y hacían un trazado de las espirales formadas por las depresiones de
ellas.
- ¡Eh! -exclamó Shapiro finalmente-. ¿Qué hacemos? Grimes está muerto; tú mandas ahora.
¿Qué vamos a hacer?
-¿Hacer? -Los ojos de Rand fueron de un punto a otro, de un punto a otro, sobre las dunas
silenciosas. Un viento seco, persistente, levantaba el cuello impermeabilizado de su traje de
Protección Ambiental-. Si no tienes una pelota de balón-volea, no lo sé.
-¿Qué estás diciendo?
-¿No es eso lo que se supone que se hace en la playa? -preguntó Rand-. ¿Jugar con el balón?
Shapiro había tenido miedo en el espacio muchas veces, y presa del pánico cuando empezó
el fuego; ahora, mirando a Rand, sintió un rumor de miedo demasiado grande para comprenderlo.
-Es enorme -dijo Rand pensativo y por un momento Shapiro creyó que Rand se refería al
propio miedo de Shapiro-. Una playa infernalmente grande. Algo como esto podría no tener fin.
Podrías andar cien kilómetros con la tabla de surfing bajo el brazo y seguir en el punto donde
habías arrancado, casi, sin nada más detrás de ti que cinco o seis huellas de tus pies. Y si
permanecieras cinco minutos en el mismo sitio, las últimas seis o siete también desaparecerían.
-¿Conseguiste un compscan topográfico antes de caer? -Decidió que Rand estaba
emocionado. Rand estaba conmocionado pero Rand no estaba loco. Si era preciso, podría dar una
píldora a Rand. Si Rand continuaba divagando, podía darle una inyección-. ¿Conseguiste echar una
mirada a...?
Rand le miró fugazmente:
-¿Qué?
Los puntos verdes. Eso era lo que iba a decirle. Parecía una cita de los Salmos y no pudo
decirlo. El viento hizo un repique de campanas en su boca.
-¿Qué? -volvió a preguntar Rand.
-Compscan ¡Compscan! -chilló Shapiro- ¿No has oído nunca hablar de un compscan,
zángano? ¿Dónde estamos? ¿Dónde está el océano al final de la jodida playa? ¿Dónde están los
lagos? ¿Dónde la franja verde más cercana? ¿En qué dirección? ¿Dónde termina la playa?
-¿Termina? Oh. Ya caigo. No termina nunca. Ni franjas verdes, ni casquetes de hielo. Ni
océanos. Esto es una playa en busca de un océano, compañero. Dunas y dunas, y nunca terminan.
-Pero, ¿de dónde sacaremos el agua?
-No podemos hacer nada.
-La nave..., está hecha pedazos.
-Muy listo, Sherlock.
Shapiro se calló. Ahora era el momento de callarse o de ponerse histérico. Tenia la
sensación..., casi la seguridad..., de que si se ponía histérico, Rand seguiría contemplando las
dunas hasta que Shapiro encontrara la solución, o no la encontrara.
¿Cómo se llamaba a una playa que no tenía fin? Claro, i se llamaba un desierto! El mayor
jodido desierto del universo, ¿no es verdad?
Y, mentalmente, oyó contestar a Rand: Muy listo, Sherlock
Shapiro permaneció aún, un momento, junto a Rand, esperando a que el hombre despertara,
que hiciera algo. Pero, poco después se le acabó la paciencia. Empezó a deslizarse a trompicones
por el flanco de la duna a la que se había subido para mirar a su alrededor. Podía sentir la arena
chupándole las botas. Quiero absorberte, chuparte, Bill, imaginó que le estaba diciendo la duna.
En su mente era como la voz seca, árida, de una mujer ya vieja pero aún terriblemente fuerte.
Quiero chuparte aquímismo y darte un gran... abrazo.
Esto le hizo pensar en cómo solían turnarse dejando que los otros les enterraran en la playa,
hasta el cuello, cuando eran pequeños. Entonces había sido divertido..., ahora le asustaba. Así que
hizo que aquella voz enmudeciera..., no tenía tiempo para recuerdos, Cristo, no..., y echó a andar
por la arena con pasos cortos, dando patadas, tratando inconscientemente de destruir la perfección
simétrica de su inclinación y superficie.
-¿A dónde te vas? -La voz de Rand tenía por primera vez un deje de sensatez y
preocupación.
-El radiofaro -respondió Shapiro- voy a encenderlo. Seguíamos una ruta marcada en los
mapas. Lo captarán los vectores. Será una cuestión de tiempo. Ya sé que las probabilidades son
una mierda, pero quizá venga alguien antes de que...
-El radiofaro está hecho añicos -dijo Rand- ocurrió cuando caímos.
-A lo mejor puede arreglarse -grito Shapiro por encima del hombro.
Al entrar, con dificultad, por la escotilla, se sintió mejor a pesar de los olores... cables
quemados y un agrio olor a gas Freon. Se dijo que se sentía mejor porque había pensado en el
radiofaro. Por mal que estuviera, el faro ofrecía cierta esperanza. Pero no era la idea del faro lo que
había levantado su moral; si Rand decía que estaba roto, estaba, probablemente, más que roto. Pero
es que ya no veía las dunas..., ya no podía ver aquella playa enorme, interminable.
Eso era lo que le hacía sentirse mejor.
Cuando volvió a llegar a la cima de la primera duna, luchando y jadeando, con las sienes
latiéndole a causa del dolor seco, Rand estaba aún'allí, todavía mirando, mirando y mirando. Había
transcurrido una hora. El sol caía perpendicular sobre ellos. La cara de Rand estaba cubierta de
sudor. En sus cejas brillaba como una joya. Por sus mejillas las gotas se deslizaban como lágrimas.
Más gotas resbalaban por los músculos del cuello y por él se metían en su traje de PA como
goterones de aceite bajando por el viento de un bello androide.
Le he llamado zángano, pensó Shapiro estremeciéndose. Cristo, eso es lo que parece..., no
un androide, sino un zángano que se acaba de pinchar con una jeringa enorme.
Y Rand se había equivocado, después de todo.
-¿Rand?
Nada.
-El radiofaro no estaba roto. -Brilló un destello en los ojos de Rand. Pero al momento
volvieron a quedar vacíos, dirigidos hacia las montañas de arena. Shapiro había creído al principio
que estaban congeladas, pero supuso que se movían. El viento era constante. Se moverían. A lo
largo de un período de décadas y siglos, se..., bueno, caminarían. ¿Dunas andarinas? Creía
recordar esto de su niñez. O de la escuela. O de alguna parte, ¿pero qué demonio importaba?
Vio en aquel momento una delicada piel de arena deslizarse por el flanco de una de ellas.
Como si le hubiera oído.
(oyó lo que estaba pensando).
El sudor empapó su cuello, por detrás. Está bien, estaba perdiendo la cabeza. ¿Y quién no?
Estaban en un aprieto, en un gran aprieto. Y Rand no parecía darse cuenta..., o no le importaba.
-Tenía algo de arena dentro, y el zumbador estaba roto, pero debía haber lo menos sesenta en
la caja de repuestos de Grimes.
¿A caso me oye?
No sé cómo pudo meterse la arena dentro..., estaba guardado donde tenía que estar, en el
compartimento de almacenaje detrás de la litera, tras tres escotillas cerradas entre él y el exterior,
pero...
-Oh, la arena se mete por todas partes. ¿Te acuerdas de cuando ibas a la playa, de niño, Bill?
¿Cuando volvías a casa y tu madre se enfadaba porque dejabas arena por todas partes? ¿Arena en
el sofá, arena en la mesa de la cocina, arena en los pies de tu cama? La arena de la playa es muy...
-hizo un gesto vago y luego volvió a aparecer aquella sonrisa soñadora, perturbadora-
...omnipresente.
-... No se ha estropeado -prosiguió Shapiro-. El productor de energía, de emergencia, está
funcionando, así que le enchufé el radiofaro. Me coloqué los auriculares por unos minutos y pedí
una lectura de equivalencias a cincuenta par secs. Suena como una sierra mecánica. Es mejor de lo
que podíamos esperar.
-No vendrá nadie. Ni siquiera los chicos de la playa. Los chicos de la playa llevan muertos
más de ocho mil años. Bien venido a la Ciudad de los Rompientes, Bill. Ciudad de los
Rompientes, sin rompientes.
Shapiro contempló las dunas. Se preguntaba cuánto tiempo llevarla la arena allí. ¿Un trillón
de años? ¿Un quintillón? ¿Había habido vida allí, alguna vez? ¿Quizás incluso algo con
inteligencia? ¿Ríos? ¿Manchas verdes? ¿Océanos para hacer de aquello una verdadera playa en
lugar de un desierto?
Shapiro estaba junto a Rand y pensaba en todo aquello. El viento persistente le despeinaba.
Y, de repente, tuvo la seguridad.de que todo aquello había existido, y pudo imaginar por qué
debieron acabar.
El lento retroceso de las ciudades cuando sus manantiales y áreas circundantes se vieron
primero manchadas, luego empolvadas, finalmente empujadas y ahogadas por la arena deslizante.
Podía ver los brillantes abanicos oscuros de barro de aluvión, al principio brillantes como
pieles de foca, pero haciéndose cada vez más opacos y apagados de color al ir creciendo y
extendiéndose desde las bocas de los ríos..., más y más adelante, hasta encontrarse. Veía el barro
brillante como piel de foca transformándose en pantanos infestados de cañas, luego volviéndose
grises, rasposos, y al fin en arenas blancas y movedizas.
Podía ver las montañas recortadas como lápices afilados, fundiéndoseles la nieve a medida
que la creciente arena traía corrientes termales y calientes contra ellas; veía los últimos picos
señalando al cielo como los dedos de hombres enterrados vivos; los veía cubiertos, e
inmediatamente olvidados, por las profundamente idiotas dunas.
¿Cómo las había llamado Rand?
Omnipresentes.
Si acabas de tener una visión, Billy-boy, era una horrible maldita visión.
Oh, pero no, no lo era. No era horrible; era plácida. Era tan tranquila como una siesta en una
tarde de domingo. ¿Qué puede haber más plácido que una playa?
Apartó estos pensamientos. Le ayudó a pensar otra vez en la nave.
-No vendrá la caballería -dijo Rand-. La arena nos cubrirá y al poco tiempo nosotros seremos
la arena y la arena será nosotros. La Ciudad de los Rompientes sin rompientes... ¿Captas la onda,
Bill?
Y Shapiro estaba aterrorizado porque podía captarla. No se podían ver todas aquellas dunas
sin captarla.
-Jodido zángano de mierda -masculló y regresó a la nave.
Y se escondió de la playa.
Por fin llegó la puesta de sol. La hora en que, en la playa..., en cualquier playa de verdad...,
uno guardaba la pelota y se ponía el jerseyy se sacaban los bocadillos y la cerveza. Todavía faltaba
un poco para empezar el besuqueo, pero muy poco. Era la hora de esperar el besuqueo.
Bocadillos y cerveza no formaban parte de las provisiones de ASN/29.
Shapiro pasó la tarde embotellando toda el agua disponible de la nave. Utilizó un trozo de
tubo para succionar la que había salido de las venas rotas del sistema de aprovisionamiento de la
nave, y que había formado charcos en el suelo. Recuperó la poca que había quedado en el fondo
del tanque hidráulico. No pasó por alto ni siquiera el pequeño cilindro de las entrañas del sistema
de purificación del aire que circulaba por las áreas de almacenamiento.
Al final entró en la cabina de Grimes.
Grimes tenía peces en una pecera circular construida especialmente en vista de las
condiciones de ingravidez. El tanque estaba hecho de plástico polimar, claro, resistente al impacto,
y había sobrevivido fácilmente a la caída. Los peces de colores, como su dueño, no habían
resistido al impacto. Flotaban en grupo anaranjado en la parte alta de la esfera que había ido a
parar debajo de la litera. de Grimes, junto con tres pares de ropa interior sucísima y media docena
de cubos-holográñcos porro.
Sostuvo el globo-acuario un momento, mirándolo fijamente:
-«Ay, pobre Yorick, le conocía bien» -declamó de pronto y lanzó una risotada estridente,
enloquecida. Luego, buscó la red que Grimes guardaba en su taquilla y la metió en el acuario.
Retiró los peces y después se preguntó qué iba a hacer con ellos. Pasado unos minutos los llevó a
la cama de Grimes y levantó la almohada.
Había arena.
Dejó los peces allí, indiferente, y a continuación, cuidadosamente, vertió el agua en el envase
que utilizaba para recogerla. Habría que purificarla, pero incluso en el caso de que los
purificadores no hubieran funcionado, pensó que en un par de días no le molestarla beber agua del
acuario sólo porque tuviera flotando en ella alguna que otra escama y un poco de mierda de los
peces de colores.
Purificó el agua, la dividió, y llevó la parte correspondiente a Rand hasta la ladera de la duna.
Rand seguía donde le había dejado, como si no se hubiera movido.
-Rand. He traído tu parte del agua. -Corrió la cremallera de la bolsa delantera del traje PA de
Rand y le metió dentro la botella plana, de plástico. Se disponía a cerrar la bolsa cuando Rand le
apartó la mano. Sacó la botella. Escrito en la parte delantera se leía ASN/CLASS. BOTELLA DEL
ALMACÉN DE PROVISIONES DE LA NAVE 23196755 ESTERILIZADA, SI EL PRECINTO
ESTÁ ENTERO.
Evidentemente, ahora el precinto estaba roto; Shapiro había tenido que llenar la botella.
-La purifiqué...
Rand abrió la mano. La botella cayó sobre la arena con un plop blando.
-No la quiero.
-Que no..., pero Rand, ¿qué te pasa? Jesucristo, ¿quieres dejar de hacer el tonto?
Rand no contestó.
Shapiro se inclinó y recogió la botella n .o 23196755. Sacudió la arena pegada a los lados
como si fueran enormes e hinchados gérmenes.
-¿Qué te ocurre? -repitió Shapiro-. ¿Estás conmocionado? ¿Eso es lo que crees? Porque
puedo darte una píldora..., o una inyección. Pero me estás contagiando, no me importa decírtelo.
Aquí, tieso, mirando hacia las cuarenta, siguientes, millas de nada ¡Es arena! Solamente arena!
-Es una playa -dijo Rand soñador-. ¿Quieres hacer un castillo de arena?
-Bueno, está bien. Me voy a buscar una jeringa y una ampolla de Yellowjack. Si quieres
actuar como un loco rematado, yo te trataré como a tal.
-Si intentas inyectarme algo, mejor que no te oiga cuando te acerques por detrás -advirtió
Rand mansamente-. De lo contrario, te romperé el brazo.
Y podía hacerlo. Shapiro, el astrogante, pesaba unos setenta kilos y medía alrededor de un
metro cincuenta. El combate físico no era su especialidad. Masculló una palabrota y regresó a la
nave, con la botella de Rand.
-Creo que está viva -musitó Rand-. En realidad, estoy completamente seguro.
Shapiro se volvió a mirarle, y luego a las dunas. La puesta de sol colocaba una filigrana de
oro en sus crestas, una filigrana que las sombreaba delicadamente hasta transformarse en el más
oscuro ébano en las depresiones; en la duna siguiente el ébano se transformaba en oro. De oro a
negro. De negro a oro. Oro a negro y negro a oro y oro a..
Shapiro parpadeó rápidamente, y se frotó los ojos con la mano.
-Varias veces he notado cómo esta determinada duna se movía bajo mis pies -Rand contó a
Shapiro-. Se mueve con mucha gracia. Es como sentir la marea. Puedo oler su olor en el aire, y el
olor es como de sal.
-Estás loco -le dijo Shapiro. Estaba tan empavorecido que le parecía que su cerebro se había
vuelto de cristal.
Rand no contestó. Los ojos de Rand acechaban las dunas, que pasaban del oro al negro, del
oro al negro, al ponerse el sol.
Shapiro regresó a la nave.
Rand permaneció en la duna toda la noche, y todo el día siguiente.
Shapiro se asomó y le vio. Rand se había despojado de su traje PA, y la arena lo cubría casi
por completo. Solamente sobresalía una manga, desolada y suplicante. La arena encima y debajo,
hizo pensar a Shapiro en un par de labios chupando con desdentada gula un bocado tierno. Shapiro
sintió el loco deseo de desmoronar el costado de la duna y salvar el traje PA de Rand.
Pero no lo hizo.
Permaneció sentado en su cabina y esperó la nave de salvamento. El olor a Freon se había
disipado. Fue remplazado por el mucho menos deseable hedor de Grimes descomponiéndose.
La nave de salvamento no vino aquel día, ni aquella noche, ni al tercer día.
La arena apareció, sin saber cómo, en la cabina de Shapiro, aunque había cerrado la escotilla
y parecía estar perfectamente hermética. Aspiró los pequeños charcos de arena con el aspirador,
como había hecho con los charcos de agua derramada, el primer día.
Estaba sediento todo el tiempo. Su botella estaba casi vacía.
Creyó que había empezado a oler a sal en el aire; en sueños oyó el graznar de las gaviotas.
Y podía oír la arena.
El viento, incansable, acercaba la primera duna a la vera de la nave. Su cabina seguía esiando
bien, gracias al aspirador, pero la arena se estaba apoderando de lo demás. Unas mini-dunas habían
entrado por las mamparas destrozadas y se adueñaban de la ASN/29. Se movía como filamentos y
membranas por los intersticios. En uno de los tanques reventados se estaba formando un montón.
El rostro de Shapiro pareció demacrarse por culpa de la barba incipiente.
Cerca de la puesta del sol del tercer día, subió a la duna para estudiar a Rand. Pensó llevarse
una aguja hipodérmica, pero desistió. Era bastante más que una conmoción; ahora estaba seguro.
Rand estaba loco. Lo mejor sería que muriera rápidamente. Y por lo visto esto era exactamente lo
que iba a ocurrir.
Shapiro estaba demacrado; Rand, extenuado. Su cuerpo era como un palo descarnado. Sus
piernas, anteriormente fuertes 'y gruesas, hechas de músculos de hierro, eran ahora blandos
colgajos. La piel, en ellas, era como calcetines demasiado grandes que le caían. Estaba en
calzoncillos y eran de nilón rojo y parecían un bañador absurdo. Había empezado a nacerle una
ligera barba, cubriendo con su pelusa, la barbilla y sus hundidas mejillas. La barba era del color de
la arena de las playas. Su cabello anteriormente de color castaño desvaído, se había vuelto casi
rubio. Le colgaba sobre la frente. Solamente sus ojos, que miraban a través del flequillo con una
viva intensidad azul, seguían viviendo. Estudiaban la playa.
(Las dunas, maldita sea, las DUNAS).
Implacables.
Ahora Shapiro veía algo muy malo. En verdad, una cosa muy mala. Vio que el rostro de
Rand se estaba transformando en una duna. Su barba y su cabello estaban ahogando su rostro.
-Te vas a morir -dijo Shapiro-. Si no vienes a la nave y bebes, te vas a morir.
Rand no dijo nada.
-¿Es esto lo que quieres?
Nada. Sólo el rumor del viento, pero nada más. Shapiro se fijó en que las arrugas del cuello
de Rand se iban llenando de arena.
-Lo único que yo quiero -oyó decir a Rand en una voz apagada, lejana, como el viento- es mi
casette de los Beach Boys. Está en mi cabina.
-¡Jódete! -exclamó Shapiro furioso-. ¿Sabes lo que deseo yo? Deseo que llegue una nave
antes de que mueras. Quiero verte debatiéndote y gritando cuando te arranquen de tu preciosa
condenada playa. Quiero ver lo que pase entonces.
-La playa también se quedará contigo -dijo Rand. Su voz era vacua y sonaba como el viento
dentro de una calabaza reventada..., una calabaza abandonada en un campo al terminar la última
cosecha del pasado octubre-. Escucha bien, Bill. Escucha el rompiente.
Rand ladeó la cabeza. Su boca, medio abierta, dejaba ver la lengua. Estaba tan arrugada
como una esponja seca.
Shapiro oyó algo.
Oyó las dunas. Cantaban canciones de tardes de domingos en la playa..., siestas en la playa,
sin sueños. Largas siestas. Paz despreocupada. El grito triste de las gaviotas. Partículas movedizas,
desaprensivas. Dunas andarinas. Oyó... y se sintió atraído. Atraído hacia las dunas.
-Lo estás oyendo -dijo Rand.
Shapiro se metió con fuerza los dedos en la nariz hasta que sangró. Entonces pudo cerrar los
ojos; sus pensamientos volvieron a reunirse lenta y torpemente. Su corazón estaba desbocado.
Basta, gimió Shapiro en su interior.
Oh, escucha esta ola, le murmuraron las dunas.
Y Shapiro, en contra del buen sentido, escuchó.
Entonces, su buen sentido dejó de existir.
Shapiro pensó: Lo escucharla mejor si me sentara.
Se sentó a los pies de Rand y apoyó los talones contra los muslos como un indio Yaqui, y
escuchó.
Oyó los Beach Boys y los Beach Boys cantaban sobre diversión, diversión, diversión. Les
oyó cantar que las chicas en la playa estaban todas, a su alcance. Oyó...
... el hueco canto del viento, no en su oído sino en el cañón situado entre el cerebro derecho y
el cerebro izquierdo..., oyó ese canto en algún lugar de la oscuridad que está cruzada solamente por
el puente colgante del corpus callosum, que conecta el pensamiento consciente con el infinito. No
sentía hambre, ni sed, ni calor, ni miedo. Oía solamente la voz en el vacío.
Y llegó una nave.
Vino deslizándose fuera del cielo, con la larga estela anaranjada de los reactores, de derecha
a izquierda. Su ruido atronador rompió la topografía ondulada, y varias dunas se deshicieron como
la trayectoria de una bala en el cerebro. El trueno reventó la cabeza de Billy Shapiro y por un
momento se sintió sacudido, desgarrado, rasgado por en medio...
Pero se puso en pie de un salto.
-¡Una nave! -chilló-. Madre ¡Nave! ¡Nave! ¡NAVE!
Era una nave comercial, sucia y destartalada por quinientos..., o cinco mil... años de servicio
tribal. Sorteó el aire, se enderezó brutalmente, patinó. El capitán soltó chorros ardientes que
fundieron la arena transformándola en vidrio negro. Shapiro vitoreó la herida. Rand miró a su
alrededor como un hombre que despierta de un sueño profundo.
-Dile que se marche, Billy.
-No lo entiendes -Shapiro iba de un lado a otro, sacudiendo los puños al aire-. Estarás bien...
Echó a correr hacia la sucia nave a grandes zancadas, casi saltos, como un canguro huyendo
de un fuego de matas. La arena le retenía. Shapiro la apartó a patadas. aJódete, arena. Tengo un
amor en Hansonville.» La arena nunca tuvo amor. La playa nunca amó.
Se abrió la cáscara del mercante. Asomó por allí una pasarela, como una lengua. Un hombre
bajó por ella detrás de tres androides y un individuo hecho de tiras metálicas que seguramente era
el capitán; en todo caso llevaba una boina con una insignia de clan.
Uno de los androides agitó un probador de muestras en su dirección. Shapiro lo apartó de un
manotazo. Cayó de rodillas frente al capitán y abrazó las tiras metálicas que remplazaban las
piernas muertas del capitán.
-Las dunas... Rand... sin agua..., vivo..., lo hipnotizaron..., un mundo de zánganos..., yo...,
gracias a Dios...
Un tentáculo metálico se enroscó en Shapiro y lo apartó, arrastrándole sobre el vientre. La
arena seca susurró debajo de él, como riendo.
-Está bien -dijo el capitán-. Bey-at-shel ¡Me! ¡Me! ¡Gat!
El androide soltó a Shapiro y se hizo atrás, parloteando, alocado para sí.
-Todo este camino para una jodida nave Fed -exclamó el capitán, amargado.
Shapiro se echó a llorar. Le dolía, no sólo en la cabeza, sino en el hígado.
-Dud ¡Gee-yat! ¡Gat! ¡Agua-para-él,-vivo!
El hombre que había ido en cabeza le tiró una botella como un biberón. Shapiro la levantó y
chupó de ella golosamente, dejando que se le llenara la boca de un agua fría como el cristal, que se
le escurriera por la barbilla, y le cayera, manchándola de oscuro, sobre la túnica, que el sol había
descolorido. Se atragantó, vomitó y volvió a beber.
Dud y el capitán le miraban fijamente. Los androides seguían con su parloteo metálico.
Por fin, Shapiro se secó la boca y se sentó. Estaba, a la vez, bien y mareado.
-¿Tú Shapiro? -preguntó el capitán.
Shapiro asintió con la cabeza.
-¿Afiliación o clan?
-Ninguno.
-¿Número ASN?
-29.
-¿Tripulación?
-Tres. Uno muerto. El otro..., Rand..., allí -señaló pero sin mirar.
La cara del capitán no cambió. La de Dud, sí.
-La playa se apoderó de él -explicó Shapiro. Se dio cuenta de sus expresiones de curiosidad
velada-. Conmoción..., quizá. Parece hipnotizado. No deja de hablar de... de los Beach Boys... No
importa, no lo entenderían. No quiso ni beber, ni comer. Está muy mal.
-Dud, llévate a uno de los androides y bajadlo de ahí. -Sacudió la cabeza-. ¡Nave Fed!
Maldita sea, sin botín.
Dud inclinó la cabeza. Al poco rato se encaramaba a la duna con uno de los androides. Éste
parecía un surfista de veinte años que a lo mejor se ganaba un dinerillo extra distrayendo a viudas
aburridas, pero la forma de andar le delataba mucho más que los tentáculos articulados que le
salían de los sobacos. El paso, común en todos los androides, era el paso lento, reflexivo, casi
doloroso, de un anciano mayordomo inglés aquejado de hemorroides.
Del tablero del capitán se oyó un zumbido.
-Estoy aquí.
-Soy Gómez, capitán. Tenemos una lectura de situación. El compscan y la telemetría de
superficie nos muestran una superficie sumamente inestable. No hay base rocosa donde poder
afianzarnos. Descansamos sobre nuestro propio escape y ahora mismo puede que sea lo más firme
de todo el planeta. Lo malo es que nuestro escape está empezando a ceder.
-¿Recomendación?
-Debemos irnos.
-¿Cuándo?
-Hace cinco minutos.
-Estás loco, Gómez.
El capitán pulsó un botón y el comunicador enmudeció. Los ojos de Shapiro giraban en sus
órbitas:
-Olvídense de Rand. Está tocado.
-Les recojo a los dos -respondió el capitán-. No he conseguido botín pero la Federación
deberá pagarme algo por ustedes dos..., y no porque, a juzgar por lo que estoy viendo, valgan algo.
Él está loco y usted cagado de miedo.
-No... Es que no lo comprende... Usted...
Los ojos amarillentos y astutos del capitán se animaron:
-¿Llevan contrabando? -preguntó.
-Capitán..., oigame..., por favor...
-Porque si lo llevan es una tontería dejarlo aquí. Dígame de qué se trata y dónde está. Lo
repartiremos setentatreinta. Es la tarifa establecida para el salvador. No conseguiría nada mejor que
ésta, ¿verdad? Lo que...
El escape se inclinó de pronto debajo de ellos. Una inclinación visible. Una bocina empezó a
sonar de pronto dentro de la nave mercante, con sorda regularidad. El comunicador del tablero del
capitán volvió a dispararse.
-¡Oigan! -chilló Shapiro-. ¿No se dan cuenta de lo que les espera? ¿Quieren hablar de
contrabando ahora? ¡TENEMOS QUE SALIR AHORA MISMO DE AQUÍ!
-Cierra el pico, bonito, o haré que uno de esos tíos te calme -advirtió el capitán. Su voz
sonaba serena pero su expresión había cambiado. Pulsó el comunicador.
-Capitán, leo diez grados de inclinación y va aumentando. El elevador está bajando, pero lo
hacé normalmente. Tenemos tiempo, pero poco, si no la nave, volcará.
-Las riostras la sostendrán.
-No, señor. Con la venia del capitán, no la sostendrán.
-Empiece el encendido de las secuencias, Gómez.
-Gracias, señor. -El alivio en la voz de Gómez era inconfundible.
Dud y el androide regresaban por el flanco de la duna.
Rand no venia con ellos. El androide se iba quedando más y más rezagado. Y de pronto
ocurrió una cosa extraña. El androide cayó de cara. El capitán frunció el ceño. El caso es que no
había caído como figura que cae un androide..., es decir, como un ser humano, más o menos. Fue
como si alguien hubiera empujado un maniquí en unos grandes almacenes. Cayó así, pum, y
levantó una nubecita de arena.
Dud retrocedió y se arrodilló a su lado. Las piernas del androide seguían moviéndose como
si soñara, en sus microcircuitos de 1.5 millones de Freón refrigerado que formaban su mente, que
seguía caminando. Pero el movimiento de las piernas era lento y restallante. Cesó. Empezó a salir
humo de sus poros y sus tentáculos se estremecieron sobre la arena. Era terrible, era como ver
morir a un ser humano. De su interior salió un crugido: ¡Craaaaaagggg!
-Se llenó de arena -murmuró Shapiro-. Es la religión de los Beach Boys.
El capitán le lanzó una mirada impaciente:
-No sea ridículo, hombre. Esta cosa podía andar a través de una tormenta de arena sin que le
entrara un sólo grano.
-No en este mundo.
El escape volvió a moverse. La nave estaba ahora claramente escorada. Se oyó un especie de
gemido al tener que soportar más peso las riostras.
-Déjelo! -gritó el capitán a Dud-. Déjelo, ¡déjelo!
¡Gee-yat! ¡Come-me-for-Cry!
Dud regresó dejando al androide que se moviera bocabajo en la arena.
-¡Maldito desastre! -masculló el capitán.
Él y Dud se lanzaron a una conversación enteramente hablada en una jerga que Shapiro
podía entender, difícilmente, hasta cierto punto. Dud explicó al capitán que Rand se negaba a
marcharse. El androide había intentado agarrarle, pero sin hacer fuerza. Ya entonces se movía a
sacudidas y de su interior salían extraños ruidos. También, había empezado a recitar una letanía,
una mezcla de coordenadas galácticas y un catálogo de las cintas de música folk del capitán. El
propio Dud había tenido que enfrentarse con Rand. Lucharon brevemente. El capitán dijo a Dud
que si Dud había permitido a un hombre que llevaba tres días expuesto al sol que le dominara, tal
vez serla mejor buscarse otro primer oficial.
El rostro de Dud se ensombreció, avergonzado, pero su expresión grave y preocupada, no se
alteró. Volvió lentamente la cabeza descubriendo así cuatro marcas profundas en la mejilla. Iban
hinchándose lentamente.
-Him gat big indics -explicó Dud-. Strong-for-Cry. Him-gat for umby.
-¿Urnby-him for-Cry? -y el capitán miró severamente a Dud. Este asintió:
-Umby. Beyat-sheL Urnby-for-Cry.
Shapiro se había concentrado, forrando su mente cansada y aterrorizada en busca de la
palabra. Por fin la encontró. Umby. Quería decir loco. Es fuerte, santo Dios. Fuerte porque está
loco. Tiene grandes medios, gran fuerza. Porque está loco.
Grandes medios..., quizá queda decir grandes rompientes. No estaba seguro. En cualquier
caso venia a ser lo mismo.
Umby.
El suelo volvió a moverse bajo sus pies, y la arena pasó por encima de las botas de Shapiro.
Por detrás de ellos se oyó el sordo ka-tud, ka-tud, ka-tud de los tubos de aireación. Shapiro
pensó que aquello era el ruido más precioso que había oído en su vida.
El capitán estaba sentado, sumido en sus pensamientos, como un fantástico centauro, cuya
parle inferior fueran cables y chapas en lugar de caballo. Después levantó la cabeza y volvió a
pulsar el comunicador.
-Gómez, envíe a Excelente Montoya, aquí, con una pistola tranquilizante.
-Entendido.
El capitán miró a Shapiro y le dijo:
-Ahora, por si era poco, he perdido un androide cuyo valores como diez años de su sueldo.
Me siento estafado, así que me propongo llevarme a su compañero.
-Capitán... -Shapiro no podía evitar mojarse los labios. Sabía que era algo inoportuno en
aquel momento; no queda parecer loco, histérico o destarifado, y el capitán, al parecer, había
decidido que era las tres cosas a la vez. Pasarse la lengua por los labios añadiría fuerza a la
impresión..., pero, sencillamente, no podía evitarlo...-. Capitán, no sé cómo decirle que es
necesario salir de este mundo tan pronto como sea pos...
-Cierre el pico, zángano -le interrumpió el capitán, con cierta amabilidad.
De la duna cercana se elevó un alarido:
-No me toquen. No se me acerquen. Déjenme en paz IDéjenme todos!
-Big indics gat umby -declaró Dud gravemente.
-Ma-him, yeah-mon -respondió el capitán, y volviéndose a Shapiro-. Está realmente mal de
la cabeza, ¿verdad?
Shapiro se estremeció.
-No lo sabe usted bien. Usted sólo...
La nave volvió a moverse. Las riostras protestaron más que nunca. El comunicador zumbó.
La voz de Gómez sonaba estridente, un poco insegura:
-¡Tenemos que salir de aquí inmediatamente, capitán!
-Muy bien. -Un hombre de tez oscura apareció en la pasarela. Sostenía una pistola, de largo
cañón, en la mano. El capitán le indicó a Rand:
-¿Ma-him, for-Cry, Can?
Excelente Montoya, impávido ante la tierra inclinada, que no era tierra sin arena fundida a
vidrio (e incluso éste empezaba a agrietarse según vio Shapiro), imperturbable ante los crujidos de
las riostras o la impresionante visión del androide que ahora parecía cavar su propia sepultura,
estudió la delgada silueta de Rand por un instante:
-Can -aseguró.
-¡Gat! ¡Gat -for-Cry! -y el capitán escupió a un lado-. Dispárale a la cabeza, no me importa,
siempre y cuando respire aún cuando lo subamos a bordo.
Excelente Montoya levantó la pistola. El gesto era aparentemente dos tercios casual y un
tercio descuidado, pero Shapiro, incluso en su estado de casi-pánico, se fijó en cómo ladeaba la
cabeza Montoya al apuntar. Como muchos de los pertenecientes a los clanes, la pistola formaba,
casi, parte de él, como señalar con el dedo.
Se oyó un sordo puf cuando apretó el gatillo y el dardo tranquilizante salió disparado del
cañón.
Una mano surgió de la duna y cogió el dardo.
Era una enorme mano parda, temblorosa, hecha de arena. Se alzó en el aire, sencillamente,
desafiando al viento y apagó el brillo momentáneo del dardo. Luego la arena volvió a caer
pesadamente haciendo trrrrrrap. Ya no había mano. Imposible creer que la hubiera habido. Pero
todos la habían visto.
-Giddy-hump -comentó el capitán en voz casi normal.
Excelente Montoya cayó de rodillas:
-¡Aidy-May-for Cry, bit-gat come! ¡saw-hoh got belly-gatfor-Cry...!
Shapiro, como atontado, se dio cuenta de que Montoya iba rezando el rosario en su extraña
lengua. Sobre la duna, Rand daba saltos, mostrando los puños al cielo, chillando débilmente por su
triunfo.
Una mano. Fue una MANO. Tiene razón éste, estd viva, viva, viva...
-¡lndic! -gritó el capitán a Montoya-. ¡Cannit! ¡Gat!
Montoya se calló. Sus ojos rozaron la figura saltarina de Rand y los apartó al instante. Su
rostro reflejaba un terror supersticioso, de una calidad casi medieval.
-Está bien -dijo el capitán-. Ya he tenido bastante. Me voy. Nos vamos.
Apretó dos botones de su tablero. El motor que debía haberle girado cara a la nave, frente a
la pasarela, no zumbó; chirrió, y gimió. El capitán blasfemó. La nave volvió a moverse.
-Capitán -gritó Gómez presa de pánico.
El capitán apretó otro botón y los cables y placas empezaron a moverse, hacia atrás, pasarela
arriba.
-Guíense -pidió el capitán a Shapiro-. Me falta el jodido retrovisor. Fue una mano, ¿verdad?
-Sí.
-Quiero salir de aquí -insistió el capitán-. Hace más de catorce años que no he tenido una
erección y ahora mismo siento como si me estuviera mojando.
¡Trrrrap! Una duna se desplomó de pronto sobre la pasarela. Sólo que no era una duna; era
un brazo.
-Joder, oh, joder -barbotó el capitán.
Rand, encima de su duna seguía dando saltos y chillando.
Ahora, las piezas de la parte inferior del capitán empezaron a rechinar. El mini-tanque, del
que la cabeza y los hombres del capitán eran la torreta, empezó a deslizarse hacia atrás.
-Qué...
Las piezas se trabaron. La arena las había invadido.
-¡Levántenme! -gritó el capitán a los dos restantes androides-. ¡Ahora! ¡AHORA MISMO!
Sus tentáculos se enroscaron en los engranajes para levantarle..., su aspecto era ridículo, algo
así como un miembro de facultad a punto de ser manteado por un grupo de brutos. Iba pulsando su
tablero.
- ¡Gómez! ¡Encienda la secuencia final! ¡Ahora! ¡Ahora!
La duna situada al pie de la escalerilla se movió. Se transformó en una mano. Una enorme
mano oscura que empezó a trepar por la pendiente.
Con un alarido, Shapiro escapó de la mano.
El capitán, soltando maldiciones, fue alejado de ella.
Se retiró la pasarela. La mano cayó y volvió a convertirse en arena. La escotilla irisada se
cerró. Los motores empezaron a rugir. No había tiempo para encontrar donde echarse; no quedaba
tiempo para una cosa así. Shapiro se dejó caer, agachado, al suelo, y la aceleración lo aplastó
contra una de las mamparas. Antes de perder el sentido, le pareció sentir la arena agarrando la nave
con brazos musculosos, oscuros, esforzándose por retenerles en tierra...
Por fin se elevaron y se alejaron.
Rand les contempló irse. Se había sentado. Cuando el rastro de vapor de los reactores
desapareció finalmente del cielo, volvió de nuevo sus ojos a la placidez de las dunas.
-Tenemos un coche del '34 y lo llamamos carro -canturreó a la arena vacía y movediza-. No
es muy divertido; pero es un buen viejo carro.
Lenta, reflexivamente, empezó a meterse puñado tras puñado de arena en la boca. Tragaba...
tragaba... tragaba. Pronto su vientre fue como un barril hinchado y la arena empezó a subirle por
las piernas.
LA IMAGEN DE LA MUERTE
-Lo trasladamos el año pasado, y fue de lo más complicado -explicó Mr. Carlin, mientras
subían la escalera-. Además, tuvimos que hacerlo a mano. No había otra forma. -Lo aseguramos de
accidentes en «Lloyd's» antes incluso de sacarlo de su caja, en el salón. Fue la única compañía que
quiso asegurarlo por la cantidad que habíamos previsto.
Spangler no dijo nada. El hombre era un imbécil. Johnson Spangler hacía tiempo que había
aprendido que la única forma de tratar con un imbécil era ignorarle.
-Lo aseguramos por un cuarto de millón de dólares -terminó Mr. Carlin cuando llegaban al
rellano del segundo piso-. Y nos costó un buen pico. -Era un hombrecito, no del todo gordo, con
gafas sin montura y una calva morena que brillaba como una pelota de voleo barnizada. Una
armadura, que guardaba la oscuridad de caoba del corredor del segundo piso, les contempló
impasible.
Era un corredor largo, y Spangler miró las paredes, y lo que estaba colgado en ellas, con un
frío ojo profesional. Samuel Glaggert había comprado cantidades ingentes, pero no había
comprado bien. Como muchos de los grandes industriales, que se habían hecho solos, en el pasado
1800, había resultado ser poco más que un amo de casa de empeños disfrazado de coleccionista, un
experto en pinturas mostruosas, novelas y colecciones de poesías, sin valor encuadernadas en
cuero valioso, y atroces esculturas, todo ello considerado como Arte, por él.
En aquel piso las paredes estaban cubiertas, festoneadas sería una mejor descripción, de
tapices marroquíes de imitación, innumerables (y sin duda anónimas) madonnas sosteniendo
innumerables niños nimbados, mientras innumerables ángeles revoloteaban de un lado a otro en el
fondo, grotescos candelabros repletos de volutas, y una lámpara monstruosa, asquerosamente
ornamentada y rematada por una ninfa sonriente y salaz.
Naturalmente, el viejo pirata había conseguido algunas piezas interesantes; la ley de los
promedios lo requiere así. Y si el Museo Particular en Memoria de Samuel Claggert (visitas
acompañadas cada hora... 1 dólar la entrada para los adultos, 50 centavos, los niños...,
nauseabundo) contenía un 98 por ciento de flagrante basura, el 2 por ciento restante, cosas como el
rifle Coombs colgado sobre la chimenea de la cocina, la curiosa y pequeña cdmara oscura en el
salón, y por supuesto el...
-El espejo Delver fue retirado del piso bajo, después de un desgraciado... incidente -terminó
bruscamente Mr. Car lin, motivado aparentemente, por un horrendo retrato de nadie en particular,
colgado en la base del !ramo de escaleras siguiente-. Hubo otros..., palaras agresivas, declaraciones
desatinadas..., pero ese fue un intento deliberado para destruir realmente el espejo. La mujer, una
tal Miss Sandra Bates, llegó con una piedra en el bolsillo. Afortunadamente tenia mala puntería y
solamente estropeó una esquina del marco. El espejo no sufrió daños. Esa muchacha Bates tenía un
hermano...
-No necesito que me recite el recorrido de a dólar -le cortó Spangler tranquilamente-.
Conozco bien la historia del espejo Delver.
-Fascinante, ¿no le parece? -Carlin le dirigió una extraña mirada de soslayo-. Tenemos a la
duquesa inglesa, de 1709..., y el comerciante de alfombras, de Pensilvania, en 1746..., por no
hablar de...
-Conozco bien la historia -repitió Spangler sin inmutarse-. Lo que a mí me interesa es el
trabajo. Y luego, naturalmente, la cuestión de autenticidad...
-¡Autenticidad! -exclamó Carlin con una seca risita que sonó como si se hubieran sacudido
huesos en la alacena, debajo de la escalera-. Todo ha sido examinado por expertos, Mr. Spangler.
-Claro, también lo fue el Stradivarius de Lemlier.
-Cierto -suspiró Mr. Carlin-. Pero ningún Stradivarius tuvo jamás la..., jamás causó tantas
perturbaciones como el espejo Delver.
-En efecto -dijo Spangler con su dulce voz despectiva.
Comprendía, ahora, que no habría forma de acallar a Carlin; tenia una mente perfectamente
acorde con su edad.
En efecto.
En silencio, subieron al tercero y cuarto piso. Al acercarse a la parte alta de la vieja
estructura, notaron un calor agobiante en las oscuras galerías superiores. Con el calor, se notó un
olor que Spangler conocía bien porque había pasado toda su vida de adulto envuelto en él..., un
olor a moscas muertas en oscuros rincones, humedad, y carcoma detrás -del yeso. El olor a vejez.
Era un olor común, únicamente, a museos y mausoleos. Imaginó que este mismo olor podía salir
de la tumba de una joven virginal que llevara cuarenta años muerta.
Allá arriba, las reliquias estaban amontonadas de cualquier modo, con la profusión típica de
las almonedas; Mr. Carlin condujo a Spangler por un laberinto de estatuas, retratos dentro de sus
marcos partidos, pajareras, doradas y pomposas, las piezas desmontadas de una antigua
bicicletatándem. Le guió hasta el fondo, a una pared a la que se había adosado una escalera, debajo
de una escotilla en el techo. De la escotilla pendía un viejo candado polvoriento.
A la izquierda, una imitación de Adonis les contemplaba despiadado con sus ojos sin
pupilas. Uno de sus brazos se tendía y de la muñeca colgaba un letrero donde se leía:
ABSOLUTAMENTE PROHIBIDA LA ENTRADA.
Carlin sacó un llavero del bolsillo de su chaqueta, eligió una llave, y subió la escalera de
mano. Se detuvo en el tercer barrote con la calva brillando levemente en la sombra:
-No me gusta el espejo -dijo-. Nunca me gustó. Me da miedo mirarlo. Temo mirar algún día
y ver... lo que los demás vieron.
-No vieron otra que su imagen -aclaró Spangler.
Mr. Carlin empezó a hablar, calló, movió la cabeza, y tanteó en el techo, torciendo el cuello
para meter la llave en la cerradura.
-Habría que cambiarlo -masculló-. Es... ¡Maldición!
El candado se abrió de pronto y se soltó de las anillas. Mr. Carlin hizo un gesto brusco para
recuperarlo y casi cayó de la escalera. Spangier lo cazó al vuelo, oportunamente, y miró hacia
arriba. Carlin se agarraba tembloroso al último barrote de la escalera, con la cara descolorida en la
oscura penumbra.
-Está usted nervioso, ¿verdad? -preguntó Spangler asombrado.
Carlin no contestó. Parecía paralizado.
-Baje, por favor -dijo Spangler-. Baja, antes de que se caiga.
Carlin bajó despacio, agarrándose a cada barrote como un hombre suspendido sobre un
abismo sin fondo. Cuando sus pies tocaron el suelo empezó a temblar, como si el suelo contuviera
alguna corriente que le había conectado, como si fuera una luz eléctrica.
-Un cuarto de millón -repitió-. Un cuarto de millón de dólares de seguro para sacar... esa
cosa del piso bajo y subirla aquí. Esa maldita cosa. Tuvieron que montar un gancho especial, y su
cable, para subirla al almacén del desván. Y yo tenia la esperanza, casi recé, de que las manos de
alguien estarían resbaladizas..., que el cable no sería lo bastante resistente..., que la cosa caería y se
romperla en mil, en un millón, de pedazos...
-Hechos -dijo Spangler-. Hechos, Carlin. Déjese de novelas, de historias truculentas, o
películas de horror, baratas y truculentas. Hechos. Primero: John Delver era un artesano inglés de
ascendencia normanda que fabricaba espejos en lo que llamamos el período isabelino de la historia
de Inglaterra. Vivió y murió normalmente. Nada de palabras mágicas en el suelo que tuviera que
limpiar el ama de llaves, nada de documentos con olor a azufre, o con unas manchas de sangre
junto a la firma. Segundo: Sus espejos son joyas de coleccionista debido principalmente a su
trabajo perfecto y a que empleó un tipo de cristal de efecto levemente distorsionante y de aumento
para el que mirara..., algo que los distinguía de los demás. Tercero: Por lo que sabemos sólo
existen cinco espejos Delver..., dos de ellos en América. No tienen precio. Cuarto: Este Delver, y
el que fue destruido durante el bombardeo de Londres, se han ganado cierta dudosa reputación
debida sobre todo a falsedades, exageraciones y coincidencias...
-Quinto -añadió Mr. Carlin-: Es usted una mala bestia, ¿verdad?
Spangler contempló con cierto asco al ciego Adonis.
-Yo acompañaba al grupo del que formaba parte el hermano de Sandra Bates, cuando echó
una mirada a su precioso espejo Delver, Spangler. Contaba unos dieciséis años .y formaba parte de
un grupo de estudiantes de escuela superior. Yo estaba contándoles la historia del espejo y había
llegado a la parte que usted apreciaría..., insistiendo en la hermosa factura, la perfección del
cristal..., cuando el muchacho levantó la mano.
-«Pero qué me dice de esa mancha negra que hay en el ángulo superior izquierdo?»
-preguntó-..Esto parece una tara.»
Y uno de sus amigos le preguntó a qué se refería, así que el muchacho Bates empezó a
explicarle, pero calló de pronto. Miró el espejo fijamente, acercándose lo más que pudo al cordón
de terciopelo rojo que lo protegía..., luego miró hacia atrás, como si lo que había visto fuera el
reflejo de alguien..., de ,alguien vestido de negro..., de pie detrás de él.
-Parecía un hombre -dijo-. Pero no le pude ver la cara. Ya no está». -Y no dijo más.
-Siga -insistió Spangler-. Está muriéndose de ganas de decirme que era el Segador..., creo
que esto es lo que se dice, ¿verdad? ¿Que algunas personas ven la imagen de la 'muerte en el
espejo? Venga, hombre, suéltelo de una vez. ¡Al Wational Enguirer le encantaría la historia!
Cuénteme las horrorosas consecuencias y desafíeme a que pueda explicarlo. ¿Qué pasó, le
atropelló un coche? ¿Se tiró de una ventana? ¿O qué?
Carlin rió con una risita triste.
-Debería saberlo mejor, Spangier. ¿No me ha dicho por dos veces que usted es..., ah..., que
está perfectamente enterado de la historia del espejo Delver? No hubo consecuencias horribles. No
las ha habido nunca. Por esa razón el espejo Delver no figura en las ediciones domingueras como
el diamante Koh-i-noor o la maldición de la tumba del faraón Tut. Es manso comparado a esos
dos. Cree que soy un imbécil, ¿verdad?
-Si -le contestó Spangler-. ¿Podemos subir, ahora?
-Claro que sf -dijo Carlin apasionadamente. Subió por la escalera de mano y empujó la
escotilla. Se oyó un cliqueticliqueti-bum al levantar el contrapeso en la oscuridad y Mr. Carlin se
perdió en las sombras. Spangler le siguió. El Adonis ciego se les quedó mirando sin conocerlos.
El desván era explosivamente caliente, iluminado sólo por una ventana llena de telarañas, en
un ángulo, filtrando la luz exterior con un resplandor lechoso y sucio. El espejo estaba apoyado en
una esquina, de cara a la luz, recogiendo la mayor parte y reflejándola como una mancha
blanquecina en la pared opuesta. Había sido atornillado para mayor seguridad a un armazón de
madera.
Mr. Carlin no lo miró. Se esforzó por no mirar.
-Ni siquiera lo ha cubierto con un trapo -protestó Spangler visiblemente indignado por
primera vez.
-Yo lo veo como un ojo -dijo Carlin. Su voz seguía agotada, perfectamente vacía-. Si se le
deja abierto, siempre abierto, a lo mejor se queda ciego.
Spangler no le prestó la menor atención. Se quitó la americana, la dobló cuidadosamente con
los botones hacia dentro, y con infinita ternura limpió el polvo de la superficie convexa del espejo.
Luego, dio un paso atrás y lo contempló.
Era genuino. No cabía la menor duda, nunca había habido la más mínima duda. Era un
ejemplo perfecto del genio de Delver. La habitación llena de trastos, detrás de él, su imagen
reflejada, la silueta medio vuelta de Carlin..., todo estaba claro, bien definido casi tridimensional.
La leve impresión de aumento del cristal daba a todas las cosas un efecto ligeramente curvo que
añadía una distorsión casi cuatridimensional. Era...
Se le fue la idea y sintió otro ramalazo de ira:
-Carlin.
Carlin no dijo nada.
-¡Carlin, maldito imbécil, pensé que me había dicho que la muchacha no había dañado el
espejo!
No obtuvo respuesta. Spangler se le quedó mirando fríamente, por el espejo.
-Hay un trozo de esparadrapo en la parte de arriba, en el ángulo izquierdo. ¿Llegó a partirlo?
¡Por el amor de Dios, hombre, diga algo!
-Está viendo al Segador -contestó Carlin. Su voz era abrumadora, sin pasión-. No hay
esparadrapo en el espejo. ¡Pase la mano por encima... Santo Dios!
Spangler se envolvió cuidadosamente la mano con la parte alta de la manga de su chaqueta,
la alargó, y la apoyó blandamente sobre el espejo.
-¿Lo ve? No hay nada sobrenatural. Se ha ido. Mi mano lo cubre.
-¿Lo cubre? ¿Nota el esparadrapo? ¿Por qué no lo arranca?
Spangler apartó cuidadosamente su mano y miró el espejo. Todo en él parecía algo más
distorsionado; las esquínas del desván parecían curiosamente inclinadas como si fueran a resbalar
hacia una ignota eternidad. No había la menor mancha oscura en el espejo. Estaba impecable.
Sintió despertar en su interior un terror malsano, y se despreció por haberlo sentido.
-Parecía él, ¿no cree? -preguntó Mr. Carlin. Su rostro estaba muy pálido y sus ojos miraban
directamente al suelo.
En su cuello latía un músculo, espasmódicamente-. Admítalo, Spangler. Parecía una figura
embozada, de pie detrás de usted, ¿verdad?
-Parecía una cinta adhesiva cubriendo una pequeña rotura -dijo Spangler con firmeza-. Ni
más, ni menos...
-El joven Bates era muy fuerte -evocó Carlin. Sus palabras parecían caer en la atmósfera,
calurosa y quieta, como piedras en un charco de agua oscura-. Era como un jugador de fútbol.
Llevaba una camiseta con una gran letra y pantalones verde oscuro. Nos encontrábamos a mitad de
camino de la exposición de arriba cuando...
-El calor me está mareando -dijo Spangler con dificultad. Había sacado un pañuelo y se
secaba el cuello. Sus ojos recorrieron la superficie convexa del espejo, a sacudidas.
-... Cuando dijo que necesitaba beber agua... Un poco de agua, ¡por el amor de Dios!
Carlin se volvió a mirar a Spangler, como loco, y prosiguió:
-¿Cómo iba a saberlo yo? ¿Cómo podía saberlo?
-¿Hay un lavabo por aquí? Creo que voy a...
-Su camiseta..., vi fugazmente su camiseta mientras iba bajando la escalera... Después...
-... vomitar.
Carlin sacudió la cabeza, como para despejarse, y volvió a mirar al suelo.
-Naturalmente. En el segundo piso, la tercera puerta a su izquierda, en dirección a la escalera
-levantó la cabeza, suplicante-. ¿Cómo iba a saberlo?
Pero Spangler ya estaba bajando la escalera de mano. Se movió bajo su peso y por un
momento Carlin pensó..., deseó... que se cayera. No lo hizo. Por el recuadro abierto en el suelo,
Carlin le vio bajar, tapándose la boca con la mano.
-¿Spangler...?
Pero ya se había ido.
Carlin escuchó sus pasos, el eco de sus pasos, y luego nada. Cuando ya se hubieron apagado,
se estremeció violentamente. Trató de llevar sus pies hacia la escotilla, pero los tenía helados. Sólo
aquella última mirada, fugaz, a la camiseta del muchacho...
¡Dios...!
Era como si unas manos enormes, invisibles, tiraran de su cabeza, obligándole a levantarla.
Aunque no quería mirar, Carlin fijó la vista en la brillante profundidad del espejo Delver.
No había nada.
La habitación se reflejaba con toda fidelidad, sus polvorientos confines transformados en
brillante infinitud. Unas líneas de un poema de Tennyson, casi olvidado, se le ocurrieron de pronto
y recitó en voz alta:
«Estoy medio mareada por las sombras, dijo la Dama de Shalott...»
Y seguía sin poder apartar la mirada, y la quietud palpitante le retenía. Junto a una esquina
del espejo, una cabeza de búfalo, comida por las polillas le miró con sus ojos de obsidiana, planos.
El muchacho había querido beber agua y la fuente estaba en el vestíbulo del primer piso.
Había bajado y...
Y nunca más había vuelto.
Jamás.
A ninguna parte.
Lo mismo que la duquesa que se había detenido a admirarse en su espejo, antes de una
soirée, y decidió volver al gabinete en busca de sus perlas. Como el vendedor de alfombras que
había ido a pasear en coche y había dejado tras él sólo un coche vacío y dos caballos mudos.
Y el espejo Delver había estado en Nueva York desde 1897 hasta 1920, estaba allí cuando el
juez Crater...
Carlin miró como si estuviera hipnotizado a lo más profundo del espejo. Abajo, el Adonis
ciego vigilaba.
Estuvo esperando a Spangler, casi como la familia Bates debió haber estado esperando a su
hijo, como el marido de la duquesa esperaría que su esposa volviera del gabinete. Miro al espejo y
esperó.
Y esperó.
Y esperó.
PARA OWEN
Yendo hacia la escuela me preguntas
Qué otras escuelas son graduadas.
Llego hasta Fruit Street y apartas los ojos.
Caminando bajo estos árboles amarillos
llevas bajo el brazo tu fiambrera del ejército, y tus
piernas cortas, enfundadas en ropa de trabajo,
transforman tu sombra en unas tijeras
que no cortan nada en la acera.
De pronto me dices que todos los estudiantes allí son frutas.
Todos prefieren coger arándanos porque son chiquitos.
Las bananas, dices, son los guardias.
En tus ojos veo reuniones de naranjas, y
Asambleas de manzanas.
Todos, dices, tienen brazos y piernas
Y las sandias son, a veces, tardías.
Son torpes, y son gordas.
Como yo», dices.
Podría decirle muchas cosas, pero mejor no.
Los niños sandías, no saben abrocharse los zapatos;
se lo hacen las ciruelas.
O cómo te robo la cara...
te la robo, te la robo, y la llevaré en lugar de la mía.
Pero, sobre la mía, se gasta en seguida.
Lo hace por estirarla.
Podría decirte que morir es un arte
y que aprendo de prisa.
Creo que en esa escuela ya has
elegido tu propio lápiz
y empezado a escribir tu nombre.
Supongo que entre ahora y luego, podríamos
algún día hacer novillos y llevarte a Fruit Street
y yo aparcarla bajo la lluvia de las hojas de octubre
y miraríamos cómo una banana acompaña a la última sandía,
retrasada, a través de ese portal.
EL CAMIÓN DE TÍO OTTO
Es para mí un gran alivio escribir esto.
No he dormido bien desde que encontré a mi tío Otto muerto y a veces me he llegado a
preguntar si me habré vuelto loco..., o si me volveré. En cierto modo todo hubiera sido una suerte,
de no tener aquí, en mi despacho, el verdadero objeto, donde puedo verlo, tocarlo, sopesarlo si se
me antoja. Pero no quiero; no quiero tocar eso. Aunque a veces o hago.
Si no me lo hubiera llevado de su casita, cuando huí de ella, podría empezar a persuadirme
de que todo no fue más que una alucinación..., un invento de un cerebro agotado y sobrexcitado.
Pero, ahí está. Pesa. Puedo sopesarlo en mi mano.
Es que todo ocurrió, ¿saben?
La mayoría de los que lean estas Memorias no lo creerán, no lo creerán a menos que les haya
ocurrido algo parecido. Encuentro que el hecho de que lo crean y mi alivio se excluyen
mutuamente, así que me encantará contarles la historia. Crean lo que quieran.
Cualquier cuento de horror debería tener un origen o un secreto. El mío, tiene ambas cosas.
Déjenme que empiece por el origen..., contándoles cómo mi tío Otto, que era rico, según los
cánones de Castle County, tuvo la idea de pasarlos últimos veinte años de su vida en una casita de
una sola habitación, sin agua corriente, en un camino apartado de una pequeña ciudad.
Otto había nacido en 1905, era el mayor de los cinco hermanos Schenck. Mi padre, nacido en
1920, era el más joven. Yo era el menor de los hijos de mi padre, nacido en 1955, así que tío Otto
siempre me pareció viejísimo.
Como muchos alemanes diligentes, mi abuelo y mi abuela llegaron a América con algún
dinero. Mi abuelo se instaló en Derry, por la industria maderera, que conocía bien. Ganó dinero y
sus hijos nacieron en un hogar acomodado.
Mi abuelo murió en 1925. El tío Otto, que en aquel momento contaba veinte años, fue el
único hijo que recibió la herencia completa. Se trasladó a Castle Rock y empezó a especular en
bienes raíces. En el transcurso de los cinco años siguientes ganó mucho dinero negociando en
madera y terrenos. Compró una gran casa en Castle Hill, tenía servicio, y disfrutaba de su posición
de joven soltero, buen partido y relativamente guapo (lo de .relativamente», lo digo porque llevaba
gafas). Nadie le encontraba raro. Eso vino después.
La depresión del 29 le perjudicó..., no tanto como a otros, pero perjudicado al fin y al cabo.
Conservó su gran casa de Castle Hill hasta 1933, luego la vendió porque una gran parcela de
terreno arbolado había salido al mercado a un precio de miseria y quería poseerla
desesperadamente. El terreno pertenecía a la Compañía Papelera de Nueva Inglaterra.
La Papelera existe aún hoy en día, y si quisieran comprar acciones de la misma, les
aconsejaría que lo hicieran. Pero en 1933 la compañía ofrecía enormes parcelas a precio de saldo
en un esfuerzo desesperado por mantenerse a flote.
¿Cuánta tierra perseguía mi tío? Aquel título de propiedad, fabuloso, original, se ha perdido,
y los cálculos difieren..., pero según lo que todos dicen, era algo más de cuatro mil acres. La mayor
parte se encontraba en Castle Rock, pero se extendía también hasta Waterford y Harlow. Cuando
se hizo la oferta la Papelera pedía dos dólares y medio por acre..., si el comprador se quedaba con
todo.
El precio total sumaba unos diez mil dólares. El tío Otto no podía, él solo, reunir aquel
dinero; así que buscó un socio..., un yanqui llamado George McCutcheon. Si viven ustedes en
Nueva Inglaterra conocerán el nombre Schenck y MeCutcheon; hace tiempo que se vendió la
compañía, pero hay todavía tiendas de ferretería Schenk y McCutcheon en cuarenta ciudades de
Nueva Inglaterra, y serrerías Schenk y McCutcheon desde Central Falls hasta Derry.
McCutcheon era un hombre corpulento con una gran barba negra. Usaba gafas, como mi tío
Otto. También, como mi tío Otto, había heredado algo de dinero. Debió ser bastante, porque entre
él y mi tío Otto compraron todo aquel terreno sin ningún problema. Ambos eran, en el fondo, unos
piratas, y se llevaban bien. Su sociedad duró veintidós años..., en realidad hasta el año en que
nací..., y sólo conocieron prosperidad.
Pero todo empezó con la adquisición de aquellos cuatro mil acres, y los exploraron viajando
en el camión de McCutcheon, recorriendo los caminos del bosque y siguiendo los pasos de los
madereros, arrastrándose en primera la mayor parte del tiempo, tambaleándose sobre pasarelas y
salpicándose al pasar directamente por el agua, McCutcheon al volante, casi siempre, y mi tío Otto
el resto del tiempo, dos jóvenes que se habían hecho potentados en Nueva Inglaterra en la oscura
profundidad de la gran Depresión.
Ignoro cómo McCutcheon se agenció aquel camión. Era un «Cresswell», por si les
interesa..., una marca que ya no existe. Tenía una enorme cabina pintada de rojo vivo,
guardabarros, y el arranque eléctrico, pero por si acaso fallaba, podía dársele a la manivela...,
aunque dicha manivela se despistaba, a veces, y podía romperte el hombro, si el que la manejaba
no tenía cuidado. Tenía unos seis metros de largo, con los laterales de estacas, pero lo que recuerdo
mejor dé aquel camión era el morro. Lo mismo que la cabina, era rojo como la sangre. Para llegar
al motor había que levantar dos alas de acero, una de cada lado. El radiador estaba a la altura del
pecho de un hombre alto. Era una máquina fea, monstruosa.
El camión de McCutcheon se estropeó y fue reparado, volvió a estropearse y lo volvieron a
reparar. Cuando por fin el «Cresswell» exhaló el último suspiro, lo hizo de forma espectacular.
Murió en un maravilloso despliegue como el mencionado en el poema de Holmes.
McCutcheon y el tío Otto subían por la carretera de Black Heniy un día del año 1953 y,
según la propia confesión de tío Otto, ambos estaban «asquerosamente borrachos». El tío Otto
puso la primera a fin de subir por Trinity Hill. Aquello estuvo bien pero borracho como estaba no
se le ocurrió volver a cambiar la marcha al emprender la bajada. El agotado y viejo motor del
«Cresswell» se recalentó. Ni el tío Otto ni McCutcheon se fijaron en que la aguja rebasaba la letra
C, a la derecha del dial indicativo de temperaturas. Al llegar al pie de la colina, una explosión hizo
saltar las alas de acero del capot, como si fueran las alas de un dragón rojo, el tapón del radiador
saltó hacia el cielo de verano. El chorro de humo se elevó como un géiser. Saltó el aceite sobre el
parabrisas, inundándolo. El tío Otto apretó el pedal del freno, pero el «Cresswell» había adquirido
la mala costumbre de perder liquido de freno, durante el pasado año, y el pedal se hundió hasta el
fondo. Como no podía ver a dónde iba se salió de la carretera, primero a una cuneta y luego fuera
de ella. Si el «Cresswell» se hubiera calado, las cosas no hubiesen ido tan mal. Pero el motor
siguió funcionando y primero explotó un pistón y luego otros dos, como petardos el día cuatro de
julio. Uno de ellos, según tío Otto, atravesó su puerta que se abrió. El agujero que le hizo era de tal
tamaño que podía pasarse el puño por él. Al final fueron a parar a un campo lleno de flores
amarillas. Hubieran disfrutado de una preciosa vista de las White Mountains si el parabrisas no
hubiera estado cubierto de aceite «Diamond Gem».
Este fue el último paseo del «Cresswell» de McCutcheon; jamás volvió a moverse de aquel
campo. Tampoco hubo protestas por parte del propietario porque, naturalmente, era propiedad de
ambos. Considerablemente serenados por la experiencia, los dos hombres se apearon para
examinar los daños. Ninguno de los dos era mecánico, pero tampoco había que serlo para darse
cuenta de que la herida era mordal. El tío Otto estaba horrorizado..., o así se le dijo a mi madre..., y
ofreció pagar el camión. George McCutcheon le dijo que no se portara como un imbécil. En
realidad, McCutcheon estaba extasiado. Había echado un vistazo al campo, la vista de las
montañas, y había decidido que aquél era el lugar donde iba a construir su hogar cuando se retirara.
Se lo dijo así a tío Otto, en el tono de voz que uno suele emplear una conversión religiosa.
Volvieron juntos, andando, a la carretera y consiguieron que el camión de la panadería, que pasaba
a la sazón, les llevara de regreso a Clastle Rock. McCutcheon dijo a mi padre que había sido un
milagro..., que había estado buscando el lugar perfecto, y que había estado allí todo el tiempo, en
aquel campo ante el que pasaban dos o tres veces por semana, sin mirarlo siquiera. La mano de
Dios, insistió, sin sospechar que iba a morir en aquel campo dos años más tarde, aplastado por la
parte delantera de su propio camión..., el camión que pasó a ser propiedad de tío Otto, cuando él
murió.
McCutcheon hizo que Billy Dodd enganchara su grúa al «Cresswell» y lo girara de modo que
mirara a la carretera. Así podría verlo, dijo, cada vez que pasara por allí, y saber que cuando Dood
lo volviera a enganchar a la grúa para llevárselo definitivamente, sería para cuando llegaran los
constructores y empezaran a cavar su bodega. Era un sentimental, pero no tan sentimental que se
perdiera la oportunidad de ganar un dólar. Cuando un año después, un maderero llamado Baker, le
ofreció comprar las ruedas del «Cresswell», incluidos los neumáticos, porque eran del tamaño
apropiado para su equipo, McCutcheon aceptó sin pestañear los veinte dólares del maderero.
Tengan en cuenta que el hombre valía entonces un millón de dólares. También encargó a Baker
que pusiera bloques bajo el camión para que se que levantado. Dijo que no quería pasar por delante
y verlo sentado en el campo medio oculto por el heno, las hierbas y las flores amarillas, como si se
tratara de un trasto viejo Baker lo hizo. Un año más tarde, el «Cresswell» se salió de sus bloques y
aplastó a McCutcheon, matándole. Los viejos del lugar disfrutaban contando la historia, que
terminaban diciendo que esperaban que el viejo Georgie hubiera disfrutado con los veinte dólares
que había sacado de las ruedas.
Yo crecí en Castle Rock. Cuando nací, mi padre llevaba trabajando diez años para Schenk y
McCutcheon, y el camión que había pasado a ser propiedad de tío Otto, junto con todo lo que
McCutcheon poseía, fue un punto de referencia en mi vida. Mi madre compraba en casa de
Warren, en Bridgton, y la carretera de Black Henry era el camino que llevaba allí. Así que todas
las veces que íbamos, allí estaba el camión, en medio fiel campo, con las White Mountains al
fondo. Ya no estaba sobre los bloques-tío Otto dijo que con un accidente bastaba-, pero la sola idea
de lo que había ocunido era suficiente para que un chiquillo de pantalón corto, se echara a temblar.
Estaba allí en verano; en otoño le rodeaban los olmos rojos, plantados en los tres lados del
campo, como antorchas; en invierno, la nieve le llegaba hasta los faros, así que parecía un
mastodonte debatiéndose en unas arenas movedizas, blancas; en primavera, cuando el campo era
un lodazal, como un pantano, uno se preguntaba por qué no se hundía en la tierra. De no haber sido
por la base de buena piedra de Maine, tal vez hubiera ocurrido así. Pero allí estaba, a lo largo de
todas las estaciones, de todos los años.
Una vez incluso estuve dentro. Mi padre se detuvo a un lado de la carretera, un día en que
íbamos camino de la feria de Fryeburg me cogió de la mano y me llevó al campo. Esto debió ser en
1960 o 1961, supongo. Yo tenia miedo al camión. Había oído la historia de cómo había caído hacia
delante y aplastado al socio de mi tío. Lo había oído contar en la barbería, sentado quieto como un
ratón detrás de la revista Life que no sabia leer, escuchando a los hombres que contaban cómo
había sido aplastado y cómo esperaban que el viejo Georgie hubiera disfrutado con los veinte
dólares que sacó de aquellas ruedas. Uno de ellos- pudo haber sido Billy Dodd, el padre del pobre
Frank-, dijo que McCutcheon parecía una «calabaza aplastada por la rueda de un tractor».
Eso me obsesionó durante meses..., pero mi padre, claro, no tenia la menor idea de ello.
Mi padre sólo pensó que a lo mejor me gustaría sentarme en la cabina del viejo camión; se
había fijado en cómo lo miraba todas las veces que pasábamos, y supongo que debió confundir mi
miedo con admiración.
Recuerdo las flores, con su vívido color amarillo apagado por el frío de octubre. Recuerdo el
sabor gris del aire, un poco amargo, un poco picante y el color plateado de la hierba muerta.
Recuerdo el wisssshh, wissshh de nuestros pasos. Pero lo que más recuerdo es el tamaño del
camión, que cada vez parecía mayor y mayor..., y la mueca de su radiador, y el rojo sangre de su
pintura, el cristal turbio del parabrisas. Recuerdo que el miedo .me envolvió en una oleada más fría
y más gris que el sabor del aire, cuando mi padre me cogió por debajo de los brazos y me subió a
la cabina, diciéndome: «¡Condúcelo hasta Portland, Quentín..., venga!» Recuerdo el aire
resbalando sobre mi cara a medida -que me subía y de pronto cómo el sabor limpio fue remplazado
por los olores de aceite wDiamond Gem» rancio, cuero tejo, excrementos de rata y -lo juro-,sangre.
Recuerdo mis esfuerzos por no llorar mientras mi padre me miraba sonriente, convencido de que
me estaba proporcionando una gran emoción (como así era, aunque no como creía él). Tuve la
certeza de que se alejaría, o por lo menos que me daría la espalda, y que entonces el camión me
comería..., me comería vivo. Y que lo que escupirla parecería masticado y desgarrado y... y como
estallado. Como una calabaza aplastada .por la rueda de un tractor.
Empecé a llorar y mi padre, que era el mejor de los hombres, me bajó, me consoló y me
devolvió al coche.
Me llevó en brazos, sobre el hombro, y mientras yo miraba el camión que se iba alejando,
plantado allí en el campo, con su enorme radiador, y el gran agujero redondo donde figuraba que
se metía la manivela, que parecía la cuenca de un ojo, vacía, mal colocada, y quería poderdecirle
que había olido a sangre y que por eso había llorado. Pero no encontré el modo de decírselo. En
todo caso, me temo que no me hubiera creído.
Como un chiquillo que era de cinco años, que creía aún en Papá Noel, en el Ratón Pérez de
los dientes y en los Reyes, también creía que la sensación de pánico que me había embargado
cuando mi padre me aupó a la cabina del camión, procedía del camión. Me llevó veintidós años
decidir que no fue el «Cresswell» el asesino de George McCutcheon; había sido mi tío Otto.
El «Cresswell» fue un punto de referencia en mi vida, pero también formaba parte de todo el
área de mi conciencia. Si explicabas a alguien cómo tenia que ir de Bridgton a Castle Rock, le
decías que para tener la seguridad de que iban por el buen camino, tenían que ver un viejo y
enorme camión rojo, a la izquierda, plantado en un campo de heno a unas tres millas más o menos,
después de salir de la 11. Con frecuencia solían verse turistas aparcados en la cuesta (a veces se
quedaban clavados allá, siempre motivo para reírnos) fotografiando las White Mountains con el
camión del tío Otto en primer término para hacer más pintoresca la vista... Durante mucho tiempo
mi padre llamaba al «Cresswell» el Trinity Hill Memorial al Camión Turístico, pero luego lo dejó.
Es que; para entonces, la obsesión del tío Otto por el camión se había hecho excesiva para resultar
divertida.
Esto, en cuanto al origen. Ahora, el secreto.
De que él mató a McCutcheon es de lo único de que estoy absolutamente seguro.
«Despachurrado como una calabaza», decían los sabios de la barbería. Uno de ellos añadió:
-Apuesto a que estaba arrodillado frente a ese camión rezando como uno de esos árabes
grasientos rezándole a Alá. Estaban majaretas, saben, los dos. Miren, si no, como terminó Otto
Schenk, si no me creen al otro lado del camino, en aquella casita que creyó que la ciudad aceptaría
como escuela, y tan tocado como una rata de cloaca.
Esto lo recibían con movimientos de cabeza y miradas cómplices, porque para entonces ya
creían que tío Otto estaba ido..., oh sí..., pero no había uno sólo al que la visión de McCutcheon de
rodillas ante el camión como uno de esos grasientos árabes rezando a Alá...», le pareciera
sospechosa, así como excéntrica.
Los chismes son siempre algo peligroso en una pequeña ciudad; se acusa a la gente de ser
ladrones, adúlteros, cazadores furtivos, y estafadores por la más insignificante sospecha o la más
loca deducción. Estoy seguro de que, casi siempre, el chisme empieza nada más que por puro
aburrimiento. Pienso que lo que evita que la cosa pase a ser grave y malintencionada..., que es
como muchos novelistas han pintado la vida en las pequeñas comunidades, desde Nathaniel
Hawthorne a Grave Metalious..., es que la mayoría de los chismes, salidos de la linea telefónica
común, las tiendas de alimentación y las barberías, son curiosamente ingenuos... Es como si toda
esa gente contara con la mezquindad y la cabajeza, o la inventara si no la había, pero que la maldad
auténtica y consciente estuviera más allá de su concepción, incluso cuando la tienen flotando ante
sus ojos como la alfombra mágica de uno de esos árabes grasientos de las historias mágicas.
Me preguntarán, ¿cómo sé que lo hizo? ¿Solamente porque estaba con McCutcheon aquel
día? No. Por el camión.
El «Cresswell». Cuando su obsesión empezó a dominarle, se fue a vivir en frente, en aquella
casita..., aunque, en los últimos años de su vida, estuvo mortalmente asustado del camión,
aparcado al otro lado del camino.
Creo que tío Otto llevó a McCutcheon al campo, donde el «Cresswell» estaba sobre sus
bloques, haciéndole hablar de sus planes para la casa. McCutcheon, estaba siempre dispuesto a
hablar de su casa y de su próximo retiro. Una compañía más importante que la suya les había
hecho una oferta -no voy a decir su nombre, pero silo hiciera la reconocerían-, y McCutcheon
quería aceptarla. El tío Otto, no. Desde la primavera, ambos socios habían discutido la oferta. Creo
que su desacuerdo fue la razón por la que tío Otto decidió deshacerse de su socio.
Creo que mi tío se preparó para aquel momento, hatiendo dos cosas: primero, minando los
bloques que sostenían el camión y segundo clavando en el suelo, directaente en frente del camión,
algo, donde McCutcheon pudiera verlo.
¿Qué tipo de cosa? No lo sé. Algo brillante. ¿Un diamante? ¿Un trozo de cristal? No
importa. Algo que relucía al sol. A lo mejor MeCutcheon lo vio. Si no, pueden estar seguros de
que tío Otto se lo hizo ver. ¿Qué es eso? preguntaría, señalándolo. No lo sé, contestaría
McCutcheon, apresurándose a echarle un vistazo.
McCutcheon se arrodilla frente al «Cresswell», igual que uno de esos grasientos árabes
rezando a Alá, intentando sacar el objeto del suelo, mientras mi tío se iba, como si nada, a la parte
trasera del camión. Un empujón, y todo se vino abajo, aplastando a McCutcheon,
despachurrándole como una calabaza.
Sospecho que era demasiado pirata para morir fácilmente. En mi imaginación le veo bajo el
capot del «Cresswell», saliéndole la sangre por la nariz y la boca y las orejas, con sus ojos oscuros
suplicando a mi tío que fuera en busca de ayuda, de ayuda inmediata. Rogando..., suplicando... y
finalmente maldiciendo a mi tío, prometiéndole que iría a por él, le matarla, acabarla con él..., y mi
tío allí, contemplándole, con las manos en los bolsillos, hasta que todo terminó.
Después de la muerte de McCutcheon mi tío no tardó en hacer cosas que, en un principio, los
sabios de la barbería calificaron de raras, luego peculiares, y.después como «extrañas locuras».
Cosas que, finalmente, hicieron que se le calificara, en el argot de la barbería como «tan loco como
una rata de cloaca»; habían existido siempre..., pero no parecía caber la menor duda en la mente de
todos que sus peculiaridades empezaron justo en el momento en que murió McCutcheon.
En 1965, tío Otto había mandado construir una casita de una sola habitación, al otro lado de
la carretera, frente al camión. Se habló mucho de lo que el viejo Otto Schenk estaría tramando allá
arriba, en el camino a Black Henry, eri Trinity Hill, pero la sorpresa fue general cuando tío Otto
dio por terminada la casita haciendo que Chuckie Barger le diera una mano de pintura roja,
brillante y anunciando a continuación que era un regalo para la ciudad..., una bonita escuela nueva,
dijo, y que lo único que les pedía era que le pusieran el nombre de su difunto socio.
Los prohombres de Castle Rock se quedaron estupefactos. Los demás, también. Casi toda la
gente de Castle Rock había ido a una escuela de una sola aula (o creían haber ido, que viene a ser
lo mismo). Pero todas las escuelas de este tipo habían desaparecido de Castle Rock en 1965. La
última de ellas, la Escuela Castle Ridge, había cerrado el año ante -por. Ahora era la Pizzería de
Steve, en la carretera 117. En aquel momento la ciudad poseía una escuela de cristal y cemento, en
Carbine Street. Como resultado de su excéntrico ofrecimiento, tío Otto pasó de ser «raro» a
«condenado loco» de un salto.
Los concejales le enviaron una carta (ni uno sólo de ellos se atrevió a visitarle en persona)
dándole amablemente las gracias y confiando en que se acordaría de la ciudad en el futuro, pero
rechazando la pequeña escuela, alegando que las necesidades educativas de los niños de la ciudad
estaban perfectamente cubiertas. El tío Otto montó en cólera. ¿Repordar a la ciudad en un futuro?,
protestó ante mi padre. Ya lo creo que se acordaría de ellos, pero no como esperaban.
Él no se había caído, ayer, de un carro de heno, no. Él sabía distinguir muy bien un halcón de una
sierra. Y si lo que querian era enfrentarse a él en una competición de meadas, dijo, descubrirían
que podía mear como una mofeta que acabara de beberse un barril de cerveza.
¿Y ahora qué? -preguntó mi padre. Estaban sentados te la mesa de la cocina de nuestra casa.
Mi madre se había levado la costura arriba. Decía que el tío Otto no le gustaba; hacía que olía
como un hombre que sólo se baña una vez al mes, lo necesite o no..., «y tan rico», añadía siempre
con un respingo. Creo que su olor la molestaba de verdad, pero también pienso que le tenía miedo.
En 1965 el tío Otto había empezado a tener un aspecto tan peculiar, también, como su
comportamiento. Andaba vestido con un pantalón verde, de ,cero, sujeto con tirantes, ropa interior
térmica, y unos zapatones amarillos. Sus ojos habían empezado a girar en direcciones opuestas
mientras hablaba.
-¿Eh?
-¿Qué, qué vas a hacer con la casa ahora?
-Vivir en ella, maldita sea -saltó tío Otto, y así lo hizo.
La historia de sus últimos años no tiene mucho que merezca contarse. Sufrió el tipo de locura
que uno ve escrito con frecuencia en los ilustrados baratos. Millonario muere de inanición en un
piso barato. La. pordioserd era rica, revelan los archivos del Banco. Olvidado prohombre de la
Banca muere solitario.
Se trasladó a la casita colorada... últimamente se había vuelto de un tono rosa pálido y
apagado... a la semana siguiente. Un año después, vendió el negocio, por el cual había cometido un
asesinato, creo. Sus excentricidades se habían multiplicado, pero su sentido del negocio no le había
abandonado, y obtuvo una buena ganancia.:., impresionante sería una palabra mejor.
Así que allí estaba el tío Otto, con una fortuna de unos siete millones de dólares, instalado én
aquella casucha en la carretera de Black Henry. Su casa en la ciudad estaba cerrada a cal y canto.
Ya había pasado de «condenado loco» a «loco como una rata de cloaca». La siguiente progresión
se expresó de una forma más lisa, menos colorida, más ominosa: «puede que peligroso».
Esta va siempre seguida de 1a reclusión.
A su manera, el tío Otto se hizo tan célebre como el camión del otro lado del camino, aunque
dudo de que los turistas quisieran, alguna vez, fotografiarle. Se había dejado crecer la barba, que se
le volvió más amarilla que blanca, corno infectada por la nicotina de sus cigarrillos. Había
engordado horrores. Le colgaban las mejillas formando una especie de papada arrugada y sucia. La
gente solfa verle de pie en el umbral de su extraña casita, solo, de pie, inmóvil, mirando al camino
y al campo de enfrente.
Mirando al camión..., su camión.
Cuando el tío Otto dejó de venir a la ciudad, fue mi padre el que se preocupó de que no
muriera de hambre. Le llevaba provisiones todas las semanas, y las pagaba de su propio bolsillo
porque el tío Otto nunca se las pagó..., supongo que nunca pensó en ello. Papá murió dos años
antes que tío Otto, cuya fortuna terminó yendo a la Universidad de Maine, Departamento de
Montes. Tengo entendido que se mostraron encantados. Teniendo en cuenta la cantidad, había que estarlo.
Después de que saqué mi permiso de conducir en 1972, con frecuencia le llevé sus
provisiones semanales. En un principio el tío Otto me miraba con marcada suspicacia, pero pasado
un tiempo empezó a descongelarse. Fue tres años más tarde en 1975, cuando me dijo por primera
vez que el camión se iba acercando a su casa.
A la sazón yo asistía a la Universidad de Maine, pero en vacaciones de verano estaba en casa
y volví a mi vieja rutina de llevarle las provisiones semanales. Estaba sentado ante su mesa,
fumando, mirando como guanlaba las conservas y escuchándome hablar. Pensé que a lo mejor se
había olvidado de quién era yo; a veces lo hacia... o lo simulaba. Y, una vez, me puso la carne de
gallina, gritándome desde la ventana. «¿Eres tú, George?», mientras subía hacia la casa.
En aquel determinado día de julio de 1975, interrumpió la conversación trivial que mantenía
con él para preguntarme con inesperada dureza:
-¿Qué piensas de ese camión, Quentin?
Lo inesperado de la pregunta provocó una respuesta sincera por mi parte.
-Cuando tenia cinco años me mojé los pantalones en la cabina de ese camión -dije-. Y creo
que si volviera a subir ahora, me los volvería a mojar.
Tío Otto se rió un buen rato. Yo me volví y le miré asombrado. No recordaba haberle oído
reír nunca, antes. Su risa terminó en un acceso de tos que le coloreó las mejillas. Luego me miró,
con ojos brillantes.
-Se está acercando, Quent.
-¿Qué, tío Otto? -pregunté.
Creí que había dado uno de sus desconcertantes saltos de un tema a otro..., que a lo mejor
quería decir que se acercaba Navidad, o el Milenio, o el regreso de Cristo Rey.
Ese maldito camión -contestó, mirándome fijamente, de cerca, confidencial, de un modo que
no me gustó nada-. Cada año se va acercando más.
-¿De verdad? -pregunté cauteloso, pensando que aquella era una idea nueva y especialmente
desagradable. Miré al «Cresswell», sentado al otro lado de la carretera, rodeado de heno y con las
White Mountains en el fondo..., y por un momento loco me pareció que estaba realmente más
cerca. Después parpadeé y se esfumó la ilusión. El camión, naturalmente, estaba donde había
estado siempre.
-Oh, sí -insistió-. Cada año se acerca un poco más.
-Vaya. A lo mejor necesitas gafas. Yo no veo ninguna diferencia, tío Otto.
-¡Claro que no puedes! ¿Tampoco puedes ver cómo se mueve la aguja de las horas en tu reloj
de pulsera, verdad? Esa cosa maldita se mueve demasiado despacio para poder verla..., a menos
que la vigiles todo el tiempo. Exactamente como yo vigilo a ese camión -me guiñó el ojo y me
estremecí.
-¿Y por qué iba a moverse? -pregunté.
-Porqueva a por mi, por eso. Ese camión me tiene siempre presente. Cualquier día entrará
por aquí, y todo terminará. Me aplastará como hizo con Mac, y será mi final.
Esto me llenó de pánico..., su tono razonable fue lo que más asustó, creo. Y el modo en que
reaccionan los jóvenes habitualmente ante el miedo, era la broma, los chistes.
-Si tanto te preocupa, tío Otto, deberlas trasladarte a tu casa de la ciudad- le dije, y por la
forma en que le hablé nadie hubiera supuesto que tenia el espinazo erizado. Me miró..., luego miró
al camión al otro lado de la carretera:
-No puedo, Quentin -dijo-. A veces un hombre tiene que quedarse en su sitio y esperar a que
le llegue.
-¿Esperar qué, tío Otto? -pregunté aunque ya suponía. que se refería al camión.
-Al Destino- y volvió a guiñarme el ojo..., pero parecía muy asustado.
Mi padre enfermó en 1979, con una cosa de riñón que parecía mejorar justo unos días antes
de que le matara. A lo largo de innumerables visitas a hospitales, en el otoño de aquel año, mi
parare y yo hablamos mucho de tío Otto. Mi padre habla empezado a sospechar lo que realmente
pudo haber ocurrido en 1955, sospechas que fueron la base de otras mucho más serias. Mi padre
no tenía la menor idea de la gravedad o de la profundidad, de lo seria que se había vuelto la
obsesión de tío Otto con el camión. Yo si. Se pasaba casi todo el día en la puerta de su casa
mirándolo. Mirándolo como un hombre que mira su reloj para ver moverse la manecilla de las
horas.
En 1981, tío Otto había perdido la poca cordura que le quedaba. A un hombre más pobre ya
le habrían encerrado desde años, pero tantos millones en el Banco hacen que se perdonen muchas
locuras en una ciudad pequeña..., especialmente si cierta gente cree que puede haber algo, en el
testamento del loco, para el municipio. Aún así, en 1981 la gente empezó a comentar seriamente
sobre la posibilidad de internar al tío Otto por su propio bien. Aquella denominación lisa y
mortífera «quizá peligroso» ya pesaba más que dan loco como una «rata de cloaca». Había
empezado a salir a orinar al borde de la carretera, en lugar de adentrarse en el bosque donde tenia
su retrete. A veces, amenazaba al «Cresswell» con el puño mientras lo hacía, y más de una persona
al pasar en su coche pensó que el tío Otto les amenazaba a ellos.
El camión, con sus pintorescas White Mountains en el fondo, era una cosa; el tío Otto
orinando al borde del camino, con los tirantes colgando hasta las rodillas, era algo totalmente
distinto. Eso no era ninguna atracción turística.
Para entonces ya vestía yo un traje de ciudad en lugar de los tejanos propios de un
estudiante, en la época en que le llevaba las provisiones semanales, pero seguía llevándoselas.
Tambien traté de disuadirle de que dejara de hacer sus cosas en la carretera, por lo menos en
verano, cuando toda la gente procedente de Michigan, Missouri o Florida solían circular por allí y
le veían.
Pero no conseguí nada. No podía pensar en estas niníieJades cuando tenía un camión por el
que preocuparse. Su obsesión con el «Cresswell» era ya una fijación. Ahora aseguraba que ya
estaba en su lado de la carretera..., en mitad de su patio, según él.
-Anoche desperté, a eso de las tres, y allí estaba, junto a mi ventana, Quentin, -dijo- Lo vi,
con. la luz de la luna fflejada en su parabrisas, a muy pocos metros de donde yo yacía, y casi se me
paró el corazón. Casi se me paró, Quentin.
Le saqué fuera y le hice ver que el «Cresswell» estaba donde siempre había estado, al otro
lado del camino donde McCutcheon había pensado edificar. No sirvió de nada.
-Esto es sólo lo que tú ves, muchacho -declaró con un loco e infinito desprecio, con un
cigarrillo temblando en una mano y con los ojos girando alocados- Esto es sólo lo que tú ves.
-Tío Otto -dije tratando de hacer una broma-, lo que ves es lo que recibes.
Fue como si no lo hubiera oído.
-El maldito por poco me atrapa -murmuró. Sentí un escalofrío. No tenía aspecto de loco. De
desgraciado, sí, y ciertamente aterrorizado..., pero loco, no. Por un momento me acordé de mi
padre izándome a la cabina de aquel camión. Recordé el olor a aceite y cuero... y sangre-. Por poco
me atrapa -repitió.
Y tres semanas más tarde, lo hizo.
Yo fui el que le encontró. Era un miércoles por la noche y yo había subido con dos bolsas de
provisiones en el asiento trasero, como hacia casi todos los miércoles por la noche. Era una noche
pegajosa y sofocante. De vez en cuando se oía tronar a distancia. Recuerdo que me sentía nervioso
mientras subía por la carretera de Black Henry en mi «Pontiac», extrañamente seguro de que algo
iba a ocurrir, pero tratando de convencerme de que solamente se trataba de la baja presión
atmosférica.
Dila vuelta a la última curva, y en el momento preciso en que la casita de mi tío apareció a la
vista, experimenté la más extraña alucinación... Por un instante creí que el condenado camión
estaba en su patio, enorme y pesado con su pintura roja y sus podridas maderas laterales. Busqué
el pedal de freno, pero antes de que mi pie llegara a pisarlo parpadeé y la ilusión se desvaneció.
Pero supe que tío Otto estaba muerto. Ni trompetazos, ni destellos; sólo la simple convicción, algo
así como saber dónde están los muebles en una habitación familiar.
Llegué apresuradamente al patio y bajé del coche, dirigiéndome a la casa sin preocuparme de
las provisiones.
La puerta estaba abierta..., nunca cerraba con llave. Una vez le pregunté por qué lo hacia y
me explicó, pacientemente, como se explica un hecho patentemente obvio a un pobre de espíritu,
que el hecho de cerrar la puerta no impedirla la entrada del «Cresswell».
Yacía en la cama, que estaba a la izquierda de la única habitación..., porque el área de cocina
estaba a la derecha. Vestía sus pantalones verdes y la camiseta térmica, con los ojos abiertos y
vidriosos. No creo que llevara muerto más de dos horas. Ni había moscas, ni olía mal, aunque el
día había sido brutalmente caluroso.
-¿Tío Otto? -dije a media voz, sin esperar que me respondiera... Uno no yace en la cama con
los ojos abiertos y saliéndose así de las órbitas por gusto. Si algo sentí en aquel momento, fue
alivio. Todo había terminado-. ¿Tío Otto? -insistí acercándome-. Tío...
Me paré en seco, al ver por primera vez lo curiosamente deformada que tenia la parte baja de
su cara..., hinchada y torcida. Viendo por primera vez que sus ojos no miraban fijamente, sino que
tenia una expresión feroz. Pero ni miraban hacia la puerta ni hacia el techo. Estaban torcidos hacia
la ventanita que había encima de la cama.
Anoche desperté a eso de las tres, y allí estaba, junto a mi ventana, Quentin. Por poco me
atrapa.
Despachurrado como una calabaza, había oído decir a uno de los sabios de la barbería
mientras yo, sentado, hacía como que leía la revista Life, oliendo el perfume de Vitalis y de la
brillantina wWildroot».
Por poco me atrapa, Quentin.
Había cierto olorcillo allí... pero no de barbería, y no sólo el hedor de un viejo sucio.
Olía a aceite, como un garaje.
-¿Tío Otto? -musité, y mientras me acercaba ala cama donde yacía, me sentí disminuir, no
solamente en tamaño sino en años..., veinte, quince, diez, ocho, seis..., y finalmente cinco. Vi mi
temblorosa manita tenderse hacia su hinchada cara. Al llegar mi mano a su cara, tocándola, levanté
los ojos y la ventana estaba ocupada por el brillante parabrisas del «Cresswell», y aunque sólo fue
un segundo, podría jurar -sobre la Biblia que aquello no fue ninguna alucinación. El «Cresswell»
estaba allí, asomado a la ventana, a menos de metro y medio de distancia.
Apoyé mis dedos en una de las mejillas del tío Otto, y el pulgar en la otra, porque quería
investigar, supongo, la extraña hinchazón. Cuando descubrí al camión en la ventana, mi mano trató
de cerrarse, como un puño, olvidando que abarcaba la parte inferior del rostro del cadáver.
En aquel instante el camión desapareció, como humo..., o como el fantasma que supongo que
era. Y en el mismo momento oí un ruido, espantoso, de chorro.. Un líquido caliente me llenó la
mano. Bajé los ojos, sintiendo no solamente humedad y carne blanda, sino también algo duro e
inclinado. Al mirar, vi, y fue entonces cuando empecé a gritar. De la boca y nariz de tío Otto salía
aceite a chorros. También salía aceite por sus ojos, como lágrimas. Aceite «Diamond Gem», el
aceite reciclado que puede comprarse en garrafas de plástico de cinco litros, el aceite que
McCutcheon había utilizado siempre para su «Cresswell».
Pero no era solamente aceite; algo más le salía de la boca.
Seguí chillando un rato, incapaz de moverme, incapaz de apartar mi aceitosa mano de su
cara, incapaz de apartar mis ojos de aquella cosa grande y grasienta que le salía de la boca...,
aquella cosa que había distorsionado tanto la forma del rostro.
Al fin cedió mi parálisis y salí huyendo de la casa, sin dejar de chillar. Crucé el patio
corriendo hacia mi «Pontiac», me precipité dentro y me alejé del lugar. Las provisiones previstas
para tío Otto cayeron del asiento al suelo. Los huevos se rompieron.
Fue milagroso que no me matara en los dos primeros kilómetros..., miré al indicador de
velocidad y vi que rebasaba lo autorizado. Me paré y respiré profundamente hasta conseguir un
cierto control. Empecé a darme cuenta de que, sencillamente, no podía dejar a tío Otto tal como lo
encontré; despertaría demasiada curiosidad. Tenía que regresar.
Y, debo confesarlo, me embargaba cierta curiosidad infernal. Ojalá no la hubiera sentido,
ojalá me hubiera resistido; en verdad, ojalá les hubiera dejado que fueran y formularan sus
breguntas. Pero volví. Me quedé unos minutos delante de su puerta..., de pie, casi en el mismo
lugar y en la misma postura que él solía adoptar con tanta frecuencia y tan largo tiempo,
contemplando aquel camión. Y desde allí llegué a esta conclusión: el camión que estaba en el
campo estaba en una posición ligeramente distinta, muy ligeramente distinta.
Entonces entré.
Las primeras moscas empezaban a revolotear y zumbar junto a su rostro. Podía ver las
marcas de aceite en su cara: el pulgar a la izquierda, tres dedos a la derecha. Miré nerviosamente
hacia la ventana donde había visto al «Cresswell», después anduve hasta su cama. Saqué el
pañuelo y borré las huellas. Luego me incliné hacia delante y abrí la boca de tío Otto.
Lo que cayó de ella era una bujía «Champion», una del viejo modelo «Maxi-Duty», casi tan
grande como el puño de un forzudo de circo.
La saqué y me la llevé. Ahora pienso que ojalá no lo hubiera hecho, pero naturalmente estaba
en pleno horror. Habría sido más caritativo no tener ese objeto conmigo, en mi despacho, donde
puedo verlo, o cogerlo y sopesarlo si se me antoja..., la bujía de 920 que saqué de la boca de tío
Otto.
Si no la tuviera conmigo, si no me la hubiera llevado de la habitación de la casita cuando salí
huyendo por segunda vez, quizás hubiera podido tratar de persuadirme de que todo..., no
solamente ver el «Cresswell», desde la carretera, pegado a la casa como un enorme perro colorado,
sino todo..., había sido únicamente una alucinación. Pero aquí la tengo; le da la luz. Es auténtica.
Pesa. El camión se acerca cada ario un poco más, me había dicho, y ahora me parece que tenía
razón..., pero incluso tío Otto no tenía la menor idea de lo cerca que podía llegar el «Cresswell».
El veredicto de la ciudad fue que el tío Otto se había suicidado tragando aceite, y fue la
comidilla de una semana en w Castle Rock. Carl Durkin, el encargado de la funeraria y no el más
callado de los hombres, dijo que cuando los médicos lo abrieron para la autopsia, encontraron más
de tres cuartos de aceite en su interior..., y no solamente en el estómago. Todo su organismo estaba
invadido. Lo que toda la gente de la ciudad quería saber era: ¿qué había hecho con la garrafa de plástico? Porque jamás encontraron ninguna.
Tal como he dicho, la mayoría de los que lean este relato no lo creerán..., a menos que les
haya ocurrido algo parecido. Pero el camión sigue aún en su campo..., y, créanlo o no, todo aquello sucedió.
REPARTO MATUTINO
(El lechero, 1)
El alba bajaba lentamente por Culver Street.
Para cualquiera que estuviera despierto en el interior, pera todavía negra noche, pero el
amanecer llevaba ya avanzando de puntillas casi media hora. En el gran arce que se alzaba en la
esquina de Culver con Balfour Avenue, una a roja parpadeaba y dirigía su mirada insomne a las
casas dormidas. En mitad de la calle un gorrión oscuro se posó en la fuente de los Mackenzy y se
babó. Una hormiga avanzó por el arroyo y descubrió una pequeta miga de chocolate y un viejo
envoltorio de caramelo.
La brisa nocturna que había agitado cortinas y revuelto las hojas, dio por terminado el
trabajo. El arce de la esquina se estremeció por última vez y se quedó quieto, esperando la
completa obertura que seguiría a este tranquilo preludio. Una franja de tenue luz tiñó el cielo, al
este. El pardo chotacabras dejó la guardia y los otros pájaros aparecieron. Todavía vacilantes,
como si temieran saludar al día por tu cuenta.
La ardilla desapareció en un agujero de la horquilla del arce.
El gorrión se posó al borde del agua y esperó.
También la hormiga se paró sobre su tesoro, como un bibliotecario reflexionando sobre una
vieja edición.
Culver Street tembló silenciosamente en el borde soleado del planeta..., sobre aquel borde
móvil que los astrónomos llaman el terminator.
Un sonido surgió poco a poco del silencio, creciendo sin llamar la atención hasta que parecía
como si siempre hubiera estado allí, oculto bajo los mayores ruidos de la noche, que acababa de
pasar. Creció, se hizo más claro y resultó ser el ruido decorosamente apagado del motor del
camión de la leche.
Entró en Culver procedente de Balfour. Era un furgón de color arena con letras rojas en los
lados. La ardilla salió del arrugado agujero, como una lengua, estudió el furgón y descubrió un
trocito de algo apropiado para un nido. El gorrión alzó el vuelo. La hormiga cargó con todo el
chocolate que pudo y marchó hacia su hormiguero.
Los pájaros se pusieron a cantar con más fuerza.
En la manzana suguiente, un perro ladró.
Las letras de los costados del furgón decían: GRANJA CRAMER- Había una botella de
leche pintada, y debajo de ella: ¡NUESTRA ESPECIALIDAD: EL REPARTO MATUTINO!
El lechero vestía un uniforme gris-azulado y un gorro ladeado. Sobre el bolsillo del uniforme
y con hilo dorado había un nombre bordado: SPIKE. Iba silbando por encima del familiar
traqueteo de las botellas metidas en hielo, detrás de él.
Paró el furgón frente a la casa de los Mackenzy, junto a la acera, cogió la caja de la leche que
tenia en el suelo, a su lado, y echó a andar. Paró un momento para olfatear el aire, fresco y nuevo e infinitamente misterioso..., después emprendió el camino hacia la puerta.
Un pequeño cuadro de papel blanco estaba sujeto al buzón por un clip magnético que parecía
un tomate. Spike leyó lo que estaba escrito, despacio, de cerca, como leería un mensaje que
hubiera encontrado en una botella encostrada de sal.
1 litro de leche.
1 botellín nata.
1 zumo naranja.
Gracias.
Nella M.
Spike, el lechero, miró la caja que llevaba, pensativo, la puso en el suelo y de ella sacó la
leche y la nata. Volvió a leer el papel, levantó el tomate magnético para asegurarse de que no había
olvidado ni una coma, o punto, o guión que pudieran modificar el pedido, asintió, volvió a colocar
el tomate, levantó la caja y regresó al furgón.
La trasera del furgón del lechero estaba oscura, húmeda y fresca. Había un desagradable olor
en el aire. Se mezclaba mal con el olor de los productos de la granja. El jugo de naranja estaba
detrás de la belladona. Sacó un envase de cartón del hielo; volvió a mover afirmativamente la
cabeza, y regresó al camino. Puso el cartón de zumo junto a la leche y la nata y regresó a su
furgón.
No lejos de allí se oyó el silbido de las cinco, de la lavandería industrial donde Rocky, el
viejo amigo de Spike, trabajaba. Pensó en Rocky empezando a mover las ruedas de la colada en
medio del vapory del pegajoso calory sonrió. Quizá verla a Rocky más tarde. A lo mejor por la
noche..., cuando hubiera terminado el reparto.
Spike puso el furgón en marcha y siguió adelante. Un pequeño transistor colgaba de una tira
de piel imitación sujeta a un gancho de carnicero, manchado de sangre, que sobresalía del techo
del furgón. Le dio al botón y una tranquila música puso un contrapunto al motor mientras iba hacia
la casa de McCarthy.
La nota de la señora McCarthy estaba donde siempre, sujeta por la tapa del buzón. Era breve
y concisa:
Chocolate.
Spike sacó su pluma, garabateó Entregado a través y lo echó al interior del buzón. Luego fue
a la parte trasera del furgón. El chocolate con leche estaba metido en dos refrigeradores muy al
fondo, al alcance de la puerta, porque se vendía mucho en junio. El lechero miró a los
refrigeradores, pasó por encima de ellos y cogió uno de los cartones de chocolate con leche,
vacíos, que guardaba en un rincón. La caja era naturalmente de color marrón con el dibujo de un
muchacho saltando por encima de las letras que informaban al consumirdor que ésta era la
BEBIDA SANA Y DELICIOSA DE LA GRANJA CRAMER (SÍRVASE CALIENTE O FRÍA)
¡ENCANTA A LOS NIÑOS!
Colocó el cartón vacío encima de una caja de leche. Después. apartó el hielo picado hasta
que pudo ver el bote de mayonesa. Lo agarró y miró dentro. La tarántula se movía aún, pero
pesadamente. El filo la había drogado. Spike desenrocó la tapa del bote y lo inclinó sobre el cartón
abierto. La tarántula hizo un débil esfuerzo por volver a la superficie resbaladiza del bote, pero no
lo consiguió. Cayó en el cartón vacío de chocolate con leche, con un grueso plop. El lechero cerró
cuidadosamente el cartón, lo puso en su portabotellas y se apresuró por el camino de los
McCarthy. Las mañas eran sus favoritas, y las arañas eran lo mejor que hacía, aunque no le
estuviera bien decirlo. El día que podía entregar una araña era un día feliz para Spike.
Mientras iba recorriendo, despacio, Culver, la sinfonía del alba continuaba. La franja
nacarada del este se iba transformando de un rosa profundo, al principio casi imperceptible, a un
carmín que, casi inmediatamente, empezó a fundirse en un azul de verano. Los primeros rayos de
sol, tan bellos como el dibujo en el cuaderno de un niño, esperaban entre bastidores para salir.
En casa de los Webber, Spike dejó una botella de crema de leche llena de gel ácido. En casa
de los Jenner dejó cinco litros de leche. Allí había niños que estaban creciendo. Nunca les había
visto pero, detrás, había una casa en un árbol, y a veces bicicletas y pelotas abandonadas en el
patio. En casa de los Collins, dos litros de leche y un cartón de yogur. En la de Miss Ordway un
cartón de natillas a las que había añadido belladona.
Hacia el final de la manzana oyó cerrarse una puerta. El señor Webber que tenia que ir a
trabajar ala ciudad, abrió la vieja puerta del garaje y entró, con su cartera en la mano. El lechero
esperó a que se oyera el ruido del motor de su pequeño «Saab», y sonrió cuando lo oyó. La
variedad es la sal de la vida, solía decir la madre de Spike..., que Dios tuviera en la gloria..., pero
nosotros somos irlandeses y los irlandeses prefieren hacer las cosas con calma. Sé regular en
todas tus cosas, Spike y serds feliz Y aquello era una verdad como un templo, iba pensando,
mientras recorría el camino de la vida en su limpio furgón, color de arena, de repartidor de leche.
Ahora solamente le quedaban tres casas.
En la de los Kincaid encontró una nota que decía «Hoy nada, gracias», y dej ó una botella de
leche, cerrada, que parecía vacía pero que contenía un gas de cianuro, mortal. En la de los Walker,
dejó dos litros de leche y uno de nata montada.
Cuando llegó a la de los Merton, al extremo de la manzana, los rayos del sol brillaban a
través de los árboles y moteaban el sucio pavimento de la acera que pasaba ante el patio de los
Merton.
Spike se inclinó, recogió lo que parecía una piedra apropiada para el juego de la pata coja...,
lisa por una cara..., y la lanzó. La piedra dio contra una cuerda. Sacudió la cabeza, sonrió, y subió
silbando hacia la casa.
La brisa le trajo el olor del jabón de lavandería industrial, haciendo que pensara de nuevo en
Rocky. Todo el tiempo tuvo la seguridad de que se encontrarla con Rocky. Esta noche.
Aquí la nota estaba pegada al porta-diarios de los Merton:
Anule.
Spike abrió la puerta y entró.
La casa estaba helada como una tumba y sin muebles. Completamente vacía, y las paredes
desnudas. Incluso los fogones de la cocina habían desaparecido; en el lugar donde habían estado se
veía el linoleum de un color más claro.
En el cuarto de estar, habían arrancado el papel de la pared a tiras. El globo había dejado la
bombilla al descubierto, fundida y negra. Un gran manchón de sangre a medio secar cubría parte
de una pared. Era como la mancha de tinta de un psiquiatra. En el centro de ella un cráter profundo
se abría en la argamasa. Dentro del cráter se veía un mechón de cabello, apelmazado, y alguna
astilla de hueso.
El lechero movió la cabeza, volvió a salir, y permaneció un momento en el porche. Iba a ser
un día precioso. El cielo estaba ya más azul que el ojo de un niño y salpicado de inocentes
nubecillas de verano..., las que los jugadores de béisbol llaman ángeles».
Arrancó la nota del porta-diarios y la arrugó. Hizo con ella una pelota que se guardó en el
bolsillo delantero izquierdo de sus blancos pantalones de lechero.
Volvió a su furgón, dio una patada a la piedra que cayó de la acera al arroyo. El furgón de la
leche traqueteó al dar la vuelta a la esquina y desapareció.
El día se hizo más brillante.
Un niño salió corriendo de una casa, miró al cielo sonriendo y recogió la leche.
RUEDAS: UN CUENTO DE LAVANDERÍA
(El lechero, 2)
Rocky y Leo, ambos borrachos como los últimos amos del mundo, bajaron despacio por
Culver Street y luego por Balfour Avenue en dirección a Crescent. Iban metidos en el
«Chrysler 1957» de Rocky. Entre los dos, mecida con cuidados de borracho sobre el lomo
monstruoso del árbol de transmisión, descansaba un cajón de botellas de cerveza «Iron City». Era
la segunda caja de la tarde..., la tarde había empezado a las cuatro, que era la hora de la salida de la
lavanderla.
-¡Mierda de semáforos! -dijo Rocky, parándose bajo la luz roja colgada en la intersección de
Balfour y la carretera 99.
No contaba con el tráfico, en ambas direcciones, pero echó una mirada solapada detrás de
ellos. Medio bote de I. C. adornado con el retrato chillón de Terry Bradshaw, descansaba contra su
bragueta. Bebió un trago y giró a la izquierda, a 99. El motor se quejó malhumorado al arrancar,
pesadamente, en segunda. Hacia un par de meses que el
«Chrysler se había quedado sin primera.
-Dame un poste y me cagaré en él -ofreció Leo amablemente.
-¿Qué hora es?
Leo, levantó su reloj hasta que casi tocó la punta de su cigarrillo y entonces aspiró con fuerza
para poder ver la hora.
-Casi las ocho.
-¡Me cago en el poste! -Pasaron un letrero que decía PITTSBURG 44.
-Nadie inspeccionará esta perla de Detroit -dijo Leo-. Nadie en su sano juicio, por lo menos.
Rocky entró la tercera. La articulación universal gimió para sí y el «Chrysler» empezó a
sufrir del equivalente en el automóvil ataque de petit mal epiléptico. El espasmo cesó,
eventualmente, y la aguja subió con dificultad a cuarenta. Allí aguantó, precariamente.
Cuando llegaron al cruce de la carretera 99 y Devon Stream Road (Devon Stream formaba el
límite entre los municipios de Crescent y Devon, a lo largo de ocho kilómetros) Rocky giró a esa
última casi por capricho..., aunque tal vez, incluso entonces un vago recuerdo del viejo Stiff Socks
había empezado a moverse en lo que pasaba por el subconsciente de Rocky.
Él y Leo habían estado circulando más o menos al azar desde que salieron del trabajo. Era el
último día de junio, y la pegatina de inspección, en el «Chrysler» de Rocky, quedaría anulada
exactamente a las 12 y un minuto de la madrugada. Cuatro horas a partir de ahora. Menos de
cuatro horas a partir de ahora. A Rocky la eventualidad le pareció dolorosa para tenerla en cuenta,
y a Leo le importaba un comino. No era su coche. Además, había bebido suficiente cerveza «Iron City» para que alcanzara un estado de profunda parálisis cerebral.
Devon Road serpenteaba a través de la única extensión de compactos bosques en Crescent.
Grandes masas de olmos y robles crecían a ambos lados, lozanos, llenos de vida y de sombras
inquietas a medida que la noche iba cerrando sobre el suroeste de Pensilvania. El área se llamaba,
en realidad, Los Bosques de Devon. Había alcanzado el estatus de letra mayúscula en el nombre,
después del asesinato, con tortura, de una joven y su novio en 1968. La pareja había aparcado allí y
los encontraron dentro del «Mercury 1959» del muchacho. El coche tenía asientos de cuero y un
enorme remate cromado en el capot. Los ocupantes habían sido encontrados en el asiento
posterior. También en el delantero, en el maletero y la guantera. El asesino no había sido
encontrado, jamás.
-¡Joroba!, es mejor no entretenernos por aquí -dijo Rocky-. Estamos a noventa kilómetros de
ninguna parle.
-¡Zarandajas! -Esta interesante palabra había llegado últimamente a formar parte del
vocabulario limitado de Leo-. Hay una ciudad por allá.
Rocky suspiró y bebió de su bote de cerveza. El resplandor no correspondía realmente a una
ciudad, pero el estado del muchacho hacía innecesaria cualquier discusión. Se trataba del nuevo
centro comercial. Aquellos focos de sodio de gran intensidad proyectaban un verdadero
resplandor. Sin dejar de mirar en aquella dirección, Rocky condujo el coche a la izquierda de la
carretera, hizo marcha atrás, por poco se cae en la cuneta de la derecha, y al fin volvió al camino.
- ¡Uff! -exclamó.
Leo eruptó y se rió.
Estaban trabajando juntos en la «Nueva Lavandería Adams» desde setiembre, cuando Leo
fue contratado como ayudante de lavadero de Rocky. Leo era un joven de cara de ratón, de unos
veintidós años que presagiaba muchos años de prisión en su futuro, Aseguraba que ahorraba veinte
dólares de su sueldo semanal para comprarse una moto «Kawasalá», usada. Decía que en dicha
moto se trasladaría al Este, cuando empezara el frío. Leo había conseguido un total de doce
empleos desde que él y el mundo académico se habían separado a la edad mínima de dieciséis
años. La lavandería le gustaba. Rocky le estaba enseñando los diferentes ciclos de lavado, y Leo
estaba convencido de que por fin aprendía un oficio que le vendría muy bien cuando llegara a
Flagstaff.
Rocky, un veterano, llevaba catorce años en «Nueva Adams». Sus manos, fantasmales y
descoloridas, apretadas al volante, lo atestiguaban. Había cumplido cuatro meses de cárcel, por
llevar un arma, sin permiso en 1970. Su mujer, a la sazón embarazadísima de su tercer hijo, le
había anunciado: 1) que el hijo no era suyo, de Rocky, sino del lechero; y 2) que quería el divorcio,
alegando crueldad mental.
En esta situación, dos cosas hablan empujado a Rocky a llevar un arma escondida: 1) le
habían puesto los cuernos; y 2) le había puesto los cuernos el maldito lechero, un tío melenudo,
con ojos de trucha, llamado Spike Milligan. Spike era el conductor de .Granja Cramer.
¡El lechero, por el amor de Dios! El lechero, ¿y a morir? ¿Podía uno abandonarse en el
jodido arroyo y morir? Incluso para Rocky, que nunca había leído más allá de los cómics que
envolvían el chicle que masticaba incansablemente durante el trabajo, la situación tenia
resonancias clásicas.
Como resultado, había informado a su mujer de que había tomado dos determinaciones:1)
que no habría divorcio; 2) que abrirla un boquete en Spike Milligan. Unos diez ataos atrás había
adquirido una pistola del calibre 32, que solfa usar para disparar a las botellas, latas vacías y perros
pequeños. Aquella mañana abandonó su vivienda en Oak Street y se encaminó a la granja, con la
esperanza de cazar a Spike cuando terminara su reparto matutino.
Rocky paró en la taberna de «las Cuatro Esquinas» para tomar, de camino, unas cervezas...,
seis, ocho, quizá veinte. Le costaba recordarlo. Mientras estaba bebiendo, su mujer llamó a los
polis. Le esperaban en la esquina de Oak y Balfour. Le registraron, y uno de los polis encontró la
pistola del 32 sujeta por el cinturón.
-Creo que te marcharás una temporadita, amigo -le dijo el policía que había encontrado la
pistola, y eso fue lo que ocurrió exactamente.
Pasó los cuatros meses siguientes lavando sábanas y fundas de almohada para el Estado de
Pensilvania. Durante este periodo, su mujer obtuvo el divorcio en Nevada y cuando Rocky salió de
la trena, ella estaba viviendo con Spike Milligan en una casa de apartamentos, en DanIQn Street,
con un flamenco rosa en el jardín de la parte delantera. Además de sus dos hijos mayores (Rocky
creta más o menos que eran suyos) la pareja poseía ahora un bebé que tenia los ojos tan de trucha
como su papá. También cobraban una pensión de quince dólares semanales de alimentos.
-Rocky, creo que me estoy mareando -gimió Leo-.
¿No podrías parar un momento y bebemos algo?
-Necesito un permiso para las ruedas -objetó Rocky-. Es muy importante. Un hombre no vale
nada sin sus ruedas.
-Nadie en su sano juicio va a inspeccionarlas..., ya te lo he dicho. Tampoco llevas
intermitentes.
-Funcionan si aprieto el freno a la vez que giro, y no hay nadie que no pise el freno cundo
gira, de lo contrario daría la vuelta de campana.
-La ventana de este lado no funciona.
-Pero puedo bajarla.
-¿Y si el inspector te pide que la subas para comprobar?
-Sufriré cuando llegue el momento -dijo Rocky imper turbable.
Tiró la lata vacía por la ventana y cogió otra. Ésta tenía el reáato de Franco Harris.
Aparentemente, la compañía «Iron City» estaba lanzando este verano a los mejores jugadores de
los Steelers. Levantó la tapa. La cerveza burbujeó.
-Ojalá tuviera una mujer -suspiró Leo mirando a la oscuridad. Su sonrisa era extraña.
-Si tuvieras una mujer, no irlas nunca al Oeste. Lo que hace una mujer es impedir que un
hombre se vaya al Oeste. Así es como funcionan. Ésa es su misión. ¿No me dijiste que querías irte
al Oeste?
-Sí, y además voy a ir.
-No irás nunca -le aseguró Rocky-. No tardarás en tener una mujer. A continuación te
engañará. Alimentos. ¿Sabes? Las mujeres te llevan siempre al divorcio y a los alimentos. Los
coches son mejores. Dedícate a los coches.
-Es difícil hacerlo con un coche-
-Te sorprenderlas -dijo Rocky riendo.
Los bosques habían empezado a clarear dejando paso a Viviendas. Unas luces brillaron a la
izquierda y Rocky frenó -de pronto. Las luces del freno y los intermitentes se encendieron a la vez;
obra de un trabajo casero. Leo cayó hacia delante derramando cerveza sobre el asiento.
¿Qué pasa? ¿Qué pasa?
-Mira -anunció Rocky-. Creo que conozco a este
- Veía un garaje cochambroso y destartalado, a la par que gasolinera, en el lado izquierdo de
la carretera. El letrero decía:
BOB'S GASOLINA Y SERVICIO BOB DRISCOLL, PROPIETARIO. REPASO
COMPLETO, NUESTRA ESPECIALIDAD. ¡DEFIENDE TU DERECHO DIVINO A LLEVAR
ARMAS!
Y abajo del todo.
Estación de Inspección Estatal n º 72.
-Nadie en su sano juicio... -empezó a recitar Leo.
-¡Es Bobby Driscoll! -exclamó Rocky-. Yo y Bobby Driscoll fuimos a la escuela juntos. ¡Lo
tenemos solucionado! ¡Apuesta lo que quieras!
Entró haciendo eses, con los faros iluminando de lleno la puerta abierta del garaje. Pisó el
embrague y fue rugiendo hacia ella. Un hombre cargado de hombros, vestido con un mono verde
salió corriendo haciendo gestos desesperados para que se detuviera.
-¡Ése es Bob! -gritó Rocky exultante-. ¡Heyyy Stif/ Socks!
Llegó junto al lado del garaje. El «Chrysler» sufrió otro ataque, esta vez fue grand mal. Una
llamita amarilla apareció al extremo del medio caído tubo de escape, seguida por una bocanada de
humo azulado. El coche se caló, feliz. Leo fue proyectado hacia delante derramando un poco más
de cerveza. Rocky volvió a poner el motor en marcha y retrocedió para intentarlo otra vez.
Stephen King Historias fantásticas
Bob Driscoll se le acercó corriendo, soltando una letanía de variadas blasfemias. Agitaba los
brazos.
-... demonios crees que estds haciendo, maldito hijo de p...
-¡Bobby! -chilló Rocky casi orgiásticamente feliziHey, Stiff Socks! Pero, ¿qué me dices
hombre?
Bob miró por la ventanilla de Rocky. Tenía un rostro torcido, cansado, casi escondido en la
sombra proyectada por la visera de su gorra.
-¿Quién me llama Stiff Socks?
-¡Yo! -le gritó Rocky- ¡Yo, viejo tramposo! ¡Tu viejo colega!
-¿Quién demonios..
-¡Johnny Rockwell! ¿Te has vuelto ciego además de tonto?
-¿Rocky? -tanteó, cauteloso.
-¡Si, hijo de puta!
-¡Cristo! -una felicidad lenta, involuntaria, inundó el rostro de Bob-. Note había visto
desde..., bueno..., desde el equipo de los Catamount, por los menos...
-¡Shhhhhhh! ¿No era algo imponente? -Rocky se dio una palmada en el muslo, escupió un
chorro de cerveza «Iron City» y Leo eruptó.
-Ya lo creo. Fue la única vez que ganamos. Aunque nunca pudimos ganar el campeonato.
Oye, sal inmediatamente del lado del garaje, Rocky. Tu...
-Ay, siempre el mismo Stiff Socks. El mismo viejo. No has comido nada.
Rocky miró, socarronamente, por debajo de la visera del gorro de béisbol, con la esperanza
de que fuera verdad. No obstante, parecía que el viejo Stiff Socks se había quedado parcial o
totalmente calvo.
-¡Jesús! -prosiguió- ¡Qué te parece volver a encontrarte así! ¿Te casaste por fin con Marcy
Drew?
-Ya lo creo. En el 70. ¿Dónde estabas a tú?
-En la cárcel probablemente. Oye, bocazas, ¿puedes inspeccionar a la criatura?
-¿Te refieres a tu coche? -otra vez cauteloso.
-¡No..., mi pata de palo! ¡Claro que mi coche! ¿Puedes? -rió Rocky.
Bob abrió la boca para decir que no.
-Aquí un amigo, Leo Edwards. Leo, te presento al único jugador de baloncesto de Crescent
High que no se cambió los calcetines en cuatro años.
-Encantado de conocerle -contestó Leo, tal como le había enseñado su madre en una de las
ocasiones en que no estaba borracha.
-¿Quieres una cerveza, Stiff? -preguntó Rocky.
Bob abrió la boca para decir que no.
-¡Aquí tienes para animarte! -exclamó Rocky. Hizo Mltar la tapa. La cerveza, enloquecida
por la carrera hacia el garaje de Bob Driscoll, saltó fuera del bote sobre la muñeca de Rocky.
Rocky metió el bote en la mano de Bob. Bob sorbió rápidamente para evitar mojarse la mano..
-Rocky, cerramos a...
-Un segundo, un segundo, deja que haga marcha atrás. Tengo algo que no pita ahí dentro.
Rocky arrastró la palanca hacia la marcha atrás, soltó el embrague, pasó el poste de gasolina
y por fin metió, a sacudidas, el «Chrysler» en el garaje. Salió al instante, estrechando la mano de
Bob como un político. Bob estaba desconcertado. Leo seguía sentado en el coche, bebiendo una
nueva cerveza. También se estaba excitando. Mucha cerveza le producía este efecto.
-¡Eh! -exclamó Rocky, dando traspiés alrededor de un montón de piezas oxidadas- ¿Te
acuerdas de Diana Rucklehouse?
-Ya lo creo -contestó Bob. Una sonrisa involuntaria asomó a su boca-. Era aquélla de los... -y
colocó ambas manos frente a su pecho.
-Esa misma. ¡Has acertado, bocazas! ¿Sigue en la ciudad?
-Creo que marchó a...
-Siempre lo mismo. Las que no se quedan, se van siempre. ¿Puedes ponerme una etiqueta en
el animal, verdad?
-Verás, mi mujer dijo que esperarla para cenar y como cerramos a...
-¡Jesús!, no sabes lo que me ayudarla que lo revisaras. Te lo agradecería de verdad Podría
ocuparme de la colada de tu mujer. Así lo haré. La colada. En Nueva Adams».
-Y yo estoy aprendiendo -dijo Leo, y volvió a eruptar.
-Lavarla su ropa interior, lo delicado, lo que quieras. ¿Qué me dices, Bobby?
-Bueno, supongo que podría echarle un vistazo.
-¡Claro! -asintió Rocky, dando una palmada a la espalda de Bob y guiñándole el ojo a Leo-.
El mismo Stiff Socks de siempre. ¡Qué hombre!
-Si -suspiró Bob. Bebió un sorbo de cerveza y sus dedos grasientos cubrieron la mayor parte
de la cara de. Mean Joe Green-. Te has cargado el parachoques, Rocky.
-Ponlo bonito. El maldito coche necesita algo de clase. Pero es un enorme hijo de perra sobre
ruedas, no sé si me comprendes...
-Creo que si....
-¡Oye, quiero que conozcas al chico que trabaja conmigo! Leo, éste es el único jugador de
baloncesto de...
-Ya nos has presentado -cortó Bob con una sonrisa vaga, desesperada.
-¿Cómo está usted? -dijo Leo. Revolvió en busca de otro bote de «Iron City». Unas líneas
plateadas, como railes vistos a mediodía bajo el sol, empezaban a entrecruzarse por su campo
visual.
-... Crescent High que no se cambió...
-¿Quieres encencer los faros, Rocky? -pidió Bob.
-No faltaba más. Faros estupendos. Halógenos o nitrógenos o qué sé yo. Tienen clase. Pon
esas cositas en marcha, Leo.
Leo puso los limpiaparabrisas.
-Muy bien -dijo Bob, paciente. Bebió otro trago de cerveza-. Y ahora, ¿qué tal los faros?
Leo encendió los faros.
-¿Largos?
Leo buscó el pedal con el pie izquierdo. Estaba seguro de que se encontraba por allí, y por
fin dió con él. Las luces largas pusieron violentamente de relieve a Rocky y a Bob, como si fueran
a ser identificados por la Policía.
-Tremendos faros de nitrógeno, ¿no te lo decía yo? -exclamó Rocky y prosiguió-.
Condenado, Bobby. Haberte visto es mejor que recibir un cheque por correo.
-¿Y qué me dices de los intermitentes? -pidió Bob.
Leo sonrió vagamente a Bob y no hizo nada.
-Mejor que lo haga yo -dijo Rocky. Se golpeó la cabeza al sentarse tras el volante-. El
muchacho no está muy fino, pienso. -Apretó el pedal del freno al tiempo que tocaba los
intermitentes.
-Bien..., ¿pero, no funcionan sin el freno?
-¿Acaso en el manual de inspección de vehículos a motor dice que tienen que hacerlo?
-preguntó Rocky cazurro.
Bob suspiró. Su mujer le esperaba con la cena prepa rada. Su mujer tenia unos enormes
pechos caídos y cabello rubio que estaba negro por las raíces. Su mujer era partidaria de los donuts
por docenas, un producto que se vendía en ,1a tienda de Giant Eagle de la localidad. Cuando su
mujer venía al garaje los jueves por la noche en busca de dinero para el bingo, llevaba
generalmente d pelo enroscado en grandes rizadores verdes cubiertos por un pañuelo de gasa
verde. Eso hacia que su cabeza pareciera una radio AM/FM futurista. Una vez, de madrugada, a
eso de las tres, había despertado y contempló su cara de pasta de papel a la luz pálida y fúnebre del
farol de la calle, frente a la ventana de su dormitorio. Pensó en lo fácil que serla... saltar encima de
ella, meterle la rodilla en el estómago para que perdiera aire y no pudiera gritar, y apretarle el
cuello con ambas manos. Luego meterla en la bañera y descuartizarla como un carnicero y
facturarla a cualquier parte a nombre de Robert Driscoll, a lista de Correos. A cualquier parte. A
Lina, Indiana, al Polo Norte, New Hampshire. O bien a Pensilvania. A Kunkle, Iowa. A cualquier
parte. Podía hacerse. Bien sabia Dios que se había hecho en el pasado.
-No -respondió a Rocky-.Creo que no dice en ninguna parte que tienen que funcionar por si
solos. Exactamente. Con estas palabras.
Inclinó el bote y el resto de la cerveza le pasó gaznate abajo. En el garaje hacia calor y no
había cenado. Sintió inmediatamente que se le subía la cerveza a la cabeza.
-¡Eh, Stiff Socks está seco! -exclamó Rocky-. Manda un bote a Leo.
-No Rocky, realmente yo no...
Leo, que ya no veía claro consiguió al fin encontrar un bote.
-¿Queréis más? -preguntó y pasó el bote a Rocky. Rocky se lo entregó a Bob, cuyas
negativas se acabaron al tener en la mano la fila realidad. Llevaba la cara sonriente de Lynn
Swann. Lo abrió. Leo eruptó amigablemente para cerrar el trato. Todos ellos bebieron a la vez, por
un momento, de los botes con cara de futbolistas.
-¿Y la bocina? -terminó preguntando Bob, rompiendo el silencio, avergonzado.
-Bien -Rocky tocó el volante con el codo. Emitió un débil quejido-. La batería está un poco
baja.
Siguieron bebiendo en silencio.
-¡Esa rata maldita era tan grande como un perro cocker! -exclamó Leo.
-El muchacho lleva una buena carga -explicó Rocky.
Bob recapacitó y terminó con un:
-Si.
Esta respuesta despertó la hilaridad de Rocky que se echó s reír con la boca llena de cerveza.
Le salió una poca por la nariz y esto hizo reír a Bob. Rocky se sintió feliz al oírle, porque Bob
parecía un saco de penas cuando llegaron.
Bebieron un poco más, en silencio.
-Diana Rucklehouse -musitó Bob.
Rocky sonrió.
Bob soltó una risita ahogada y sostuvo las manos delante del pecho.
Rocky nó fuerte y separó sus manos dei pecho un poco más.
Bob no podía contenerse:
-¿Te acuerdas de aquel retrato de úrsula Andress que Tinker Johnson pegó al tablón de
anuncios de la vieja señor Freemantle?.
-Y repintó aquellas dos grandes..., y por poco le da un ataque al corazón... -rió Rocky.
-Vosotros podéis reíros -declaró Leo malhumorado,
-¿Qué dice? -parpadeó Bob.
-Reíros -insistió Leo-. Dije que los dos podéis reíros. Ninguno de vosotros tiene un agujero
detrás.
-No le hagas caso -dijo Rocky (incómodo)-. El muchacho no puede con su tajada
-¿Tienes un agujero detrás? -preguntó Bob a Leo.
-La lavandería -explicó Leo sonriendo-. Tenemos esas lavadoras grandes, comprendes. Sólo
que las llamas ruedas. Son ruedas de lavar. Por eso las llamamos ruedas. Yo las cargo, tiro de ellas,
las vuelvo a cargar. Pongo la mierda sucia, saco la mierda limpia. Eso es lo que hago, y lo hago
con clase. -Miró a Bob con confianza de loco-. Pero, por hacerlo tengo un agujero detrás.
-No me digas. -Bob miraba a Leo, fascinado. Rocky se movió inquieto.
-En el tejado hay un agujero -siguió Leo-.Justo sobre tercera rueda. Son redondas, sabes, por
eso las llamamos ruedas. Cuando llueve entra agua. Gota, a gota, gota a gota. Cada gota me cae
encima..., ¡plaf!..., detrás. Ahora tengo un agujero allí. Así -y con una mano indicó un hueco
hondo-. Quieres verlo?
-¡Él no quiere ver tal fealdad! -le gritó Rocky-. Estábamos hablando de los viejos tiempos, de
aquí, y en todo caso no hay ningún agujero en tu maldito trasero.
-Quiero verlo -dijo Bob.
-Son redondos, así que los llamamos lavadores -explicó Leo.
Rocky sonrió y dio unas palmadas en el hombro de Leo.
-Deja de hablar de eso o te mando a casa andando, amiguito. Ahora, ¿por qué no buscas a mi
tocayo y me lo pasas, si es que queda alguno?
Leo miró la caja de botes de cerveza, y pasado un momento le entregó un bote con la efigie
de Rocky Blier.
-¡Así es como se hace! -exclamó Rocky, otra vez de buen humor.
Una hora más tarde había pasado toda la caja, y Rocky envió a Leo dando traspiés al
pequeño súper de Paulina, a por más. Para entonces, los ojos de Leo estaban enrojecidos como los
de un hurón y se le había salido la camisa de los pantalones. Intentaba, con concentración de
miope, sacar sus «Camel» de la manga enrollada de su camisa. Bob estaba en el lavabo orinando y cantando la canción escolar.
-No quiero ir andando hasta allá -declaró Leo.
-Claro, pero estás jodidamente borracho para conducir.
Leo anduvo en semicírculo, con su tajada a cuestas, tratando aún de convencer a sus
cigarrillos que salieran de la manga.
-'Sssstá oscuro. Y filo.
-¿Quieres o no que nos revisen el coche? -le silbó Rocky.
Había empezado a ver cosas raras en los bordes de su campo de visión. La más persistente
era un bicho enorme envuelto en tela de araña, allá al fondo.
Leo le contempló con sus ojos escarlata, diciéndole con falsa astucia.
-No es mi coche.
-Yno volverás a montarte en él tampoco, si no vas a buscar esa cerveza... Pónme a prueba y
verás si te engaño -y a continuación miró hacia el bicho muerto, allá, en el rincón.
-'Stá bien -gimió Leo-. 'Stá bien, no tienes por qué ponerte pesado.
Se salió de la carretera dos veces camino de la esquina, y tina vez a la vuelta. Cuando
finalmente alcanzó otra vez el calor y la luz del garaje, los dos hombres cantaban la canción
escolar. Bob había conseguido a trancas y barrancas poner al «Chrysler» sobre el elevador. Ahora
andaba por debajo, estudiando el oxidado sistema de escape.
-Hay agujeros en tu viejo tubo -dijo.
-Ahí debajo no hay viejos tubos -aseguró Rocky. Ambos encontraron aquello sumamente
divertido.
-¡Aquí está la cerveza! -anunció Leo, dejó la caja en el suelo se sentó sobre una llanta y se
quedó inmediatamente adormilado. En el camino de vuelta se había bebido tres botes para aligerar
el peso.
Rocky cogió un bote y alargó otro a Bob.
¿Qué? ¿Una carrera, como antiguamente?
-Bueno -dijo Bob. Sonrió. Mentalmente, se veía en el asiento de un Fórmula 1, a ras de
suelo. Un competidor con la mano apoyada en el volante, en espera de la bajada de bandera, el otro
rozando su amuleto..., el ornamento del capot de un «Mercury 59». Se había olvidado del viejo
tubo de Rocky y de su mujer con sus rizadores transistorizados.
-Destaparon los botes y los levantaron. Hacía un calor de miedo, ambos dejaron caer los
botes sobre el cemento y levantaron los dos dedos a la vez. Sus eruptos resonaron como disparos
de rifle.
-Como en los viejos tiempos -dijo Bob, aparentemente deprido-. Pero cuida es como los
viejos tiempos, Rocky.
-Ya lo sé -asintió Rocky. Luchó por encontrar una frase profunda y luminosa y la encontró-.
Nos vamos haciendo viejos, Stiffy.
- Bob suspiró y volvió a eruptar. Leo, en el rincón, soltó un pedo y empezó a tararear una
canción.
-¿Qué? ¿Probamos otra vez? -propuso Rocky entregó otro bote a Bob.
-¿Por qué no?; ¿por qué no, Rocky, muchacho?
La caja que había traído Leo estaba terminada a medianoche y la etiqueta de la nueva
inspección estaba pegada en el lado izquierdo, algo torcida, del parabrisas de Rocky. Rocky había
rellenado personalmente los datos antes de pegar la etiqueta, copiando con sumo cuidado los
números que figuraban en el libro de registro, grasiento y medio roto, que por fin había encontrado
en la guantera. Había tenído que trabajar cuidadosamente, porque veía triple. Bob estaba sentado
en el suelo con las piernas cruzadas como un maestro de yoga, con un bote medio vacío delante de
él. Miraba fijamente a nada.
-Bueno, Bob, me has salvado la vida -dijo Rocky.
Dio una patada a las costillas de Leo para despertarle; Leo gruñó y se revolvió. Sus párpados
se entreabrieron fugazmente, se cerraron, volvieron a abrirse, cuando Rocky le dio otra vez con el pie.
-¿Aún no estamos en casa, Rocky? Aún...
-Trátala bien, Bobby -le gritó Rocky alegremente. Pasó los dedos por el sobaco de Leo y tiró
de él. Leo se encontró de pie, gritando. Rocky le llevó medio a rastras hasta el coche y lo metió
.dentro empujándole al asiento-. Bien, volveremos cualquier día y lo repetiremos.
-¡Qué días aquéllos! -dijo Bob; se le habían humedecido los ojos-. Desde entonces todo se va
poniendo peor, ¿sabes?
-Lo sé -asintió Rocky-. Todo se ha modificado y recagado. Pero tú sigue con el dedo
apoyado y no hagas nada que yo no hi...
-Mi mujer y yo llevamos año y medio sin hacer nada -se quejó Bob, pero las palabras fueron
ahogadas por el escape del motor de Rocky.
Bob se puso en pie y miró cómo el «Chrysler» salta marcha atrás del garaje, arrancando unas
astillas del lado izquierdo de la puerta.
Leo se asomó por la ventanilla, sonriendo como un santo idiota, gritando:
-Ven cuando quieras por la lavandería, amigo. Te enseñaré el agujero que tengo detrás. Te
enseñaré mis ruedas. ¡Te enseñaré...! -El brazo de Rocky se disparó de pronto como un gancho y lo metió dentro.
-¡Adiós, colega! -gritó Rocky.
El «Chrysler» hizo un slalom alocado alrededor de las tres islas de los postes de gasolina y
salió disparado a la noche.
Bob siguió mirando hasta que las luces traseras fueron sólo unas chispitas y después caminó
con cuidado. hacia el interior del garaje. Sobre su banco de trabajo resplandecía un ornamento
cromado de algún coche viejo. Empezó a jugar con él y no tardó en llorar a moco tendido en
recuerdo de los viejos tiempos. Mucho más tarde, pasadas las tres de la mañana, estranguló a su
mujer y a continuación prendió fuego a la casa para que pareciera un accidente.
-¡Jesús! -dijo Rocky a Leo a medida que el garaje de lsob se transformaba en un punto de luz
a lo lejos-. ¿Qué te ha parecido? ¡El viejo Stiffy!
Rocky había alcanzado el grado de borrachera en que todo él parecía haber desaparecido
excepto un diminuto y brillante punto de sobriedad en mitad de su mente.
Leo no chistó. A la pálida luz verde del tablero tenia el aspecto del lirón del cuento de Alicia.
-Estaba verdaderamente tocado -prosiguió Rocky. Condujo por la izquierda hasta que el
«Cluysler» volvió a colocarne a la derecha-. Y ha sido una suerte para ti..., probablemente no
recordará nada de lo que le dijiste. En otro momento podía ser distinto. ¿Cuántas veces tengo que
decírtelo? No debes contar nada sobre la idea de que tienes un cochino agujero detrás.
-Pero tú sabes que tengo un agujero detrás. -Bueno, ¿y qué?
-Que es mi agujero, ése es el qué. Y hablaré de mi agujero siempre que...
Inesperadamente, se volvió a mirar hacia atrás.
-Un camión detrás de nosotros. Acaba de salir de esa calle lateral. Sin luces.
Rocky miró por el retrovisor. Sí, allí estaba el camión y su forma era característica. Era un
furgón de lechero. No fue preciso que leyera «GRANJA CRAMER» en el lateral para saber de
quién era.
-Es Spike -dijo Rocky asustado-. ¡Es Spike Milligan! -Jesús, yo creía que sólo repartía ¡por
las mañanas!
-¿Quién?
Rocky no contestó. Una sonrisa tensa, ebria, iluminó la parte baja de su rostro. No llegó a los
ojos, que ahora eran enormes y enrojecidos, como lámparas de alcohol.
Súbitamente apretó el acelerador del pobre «Chrysler» que vomitó un humo grasiento y
azulado y subió, de mala gana, a ochenta.
-¡Eh! ¡Estás demasiado bebido para ir tan de prisa! Estás...
-Leo calló de pronto como si hubiera perdido el hilo de su mensaje. Los árboles y las casas
pasaban veloces, como manchas vagas en el cementerio de las doce y cuarto. Dejaron atrás una
señal de stop y volaron por encima de un saliente, quedando por un momento fuera de la carretera.
Cuando cayeron de nuevo, el silenciador hizo saltar chispas al chocar con el asfalto. En la parte de
atrás, los botes vacíos toparon unos con otros, ruidosamente. Las caras de los jugadores del Steeler
de Pittsburgh rodaron de un lado a otro, a veces iluminadas, otras veces a oscuras.
-¡Te engarlaba! -exclamó Leo como loco-. ¡No hay ningún camión!
-¡Es él y mata gente! -chilló Rocky-. He visto a su bicho allá, en el garaje. ¡Maldito sea!
Rugieron. Southern Hill arriba, por el lado izquierdo de la carretera. Un coche que venía en
dirección contraria patinó como loco sobre la gravilla de la cuesta y cayó en la cuneta en su
esfuerzo por evitarles. Leo miró hacia atrás. La carretera estaba vacía.
-Rocky...
-¡Ven a ver si me coges, Spike! -chilló Rocky- ¡A ver si vienes a cogerme!
El «Chrysler» iba ya a cien, una velocidad que Rocky en un estado más sobrio no hubiera
creído posible. llegaron a la vuelta que conduce a Johnson Flat Road, sacando humo de los
gastados neumáticos. El «Chrysler» chillaba en la noche como un fantasma, con las luces
horadando la desierta carretera que tenía delante.
Inesperadamente, un «Mercury 1959» les salió rugiendo de la oscuridad, cabalgando la linea
del centro. Rocky gritó y se cubrió la cara con las manos. Leo sólo tuvo tiempo de ver el
HMercury» perdiendo el remate del capot antes del choque.
A un kilómetro detrás ellos, unas luces señalaron un cruce, y un furgón de lechero con
GRANJA CRAMER escrito en los lados arrancó y empezó a acercarse hacia la columna de fuego
y carrocerías retorcidas en medio de la carretera. Iba a poca velocidad. El transistor colgado del
gancho de carnicero dejaba oír un ritmo de blues.
-Ya está -dijo Spike-. Ahora nos vamos a casa de Bob Driscoll. Piensa que tiene gasolina en
su garaje, pero no lo creo así Este ha sido un día muy largo, ¿no les parece?
Pero cuando se dio la vuelta, la parte trasera del furgón estaba completamente vacía. Incluso
el bicho había desaparecido.
EL BRAZO
El Brazo era más ancho en aquellos días, contó Stella Flanders a sus bisnietos durante el
último verano de su vida, el verano antes de que empezara a ver fantasmas. Los niños la miraban
con ojos abiertos, silenciosos, y su hijo, Alden, se volvió del banco donde estaba sentado en el
porche tallando. Era domingo y Alden no sacaba nunca la barca en domingos por alto que
estuviera el precio de la langosta.
-¿Qué quieres decir, abuela? -preguntó Tommy, pero la anciana no contestó sino que siguió
sentada en su mecedora junto a la estufa apagada, con las zapatillas golpeando plácidamente el
suelo.
-¿Qué quiere decir? -preguntó Tommy a su madre.
Lois se limitó a mover la cabeza, sonrió, y los mandó con rezos cacharros a recoger bayas.
Stelia pensó: Se le ha olvidado. O, ¿lo habla sabido acaso?
El Brazo había sido más ancho en aquellos días. Si alguien podía estar enterado, esa
persona era Stella Flanders. Había nacido en 1884, era la más antigua residente de Goat Island, y nunca ni una sola vez en su vida había estado en el continente.
¿Amas? Esta pregunta había empezado a obsesionarla y ni siquiera sabia lo que significaba.
Y llegó el otoño, un otoño frío sin la necesaria lluvia para que los árboles adquirieran un
color bonito, ni en Goat, ni en Racoon Head al otro lado del Brazo. Aquel otoño, el viento sopló
con notas largas y heladas y Stella sintió resonar cada nota en su corazón.
El día 19 de noviembre, cuando los primeros copos empezaron a caer de un cielo color de
cromo, Stella celebró su cumpleaños. La mayor parte del pueblo vino a verla. Hattie Stoddard,
cuya madre había muerto de pleuresía en 1954 y cuyo padre se había perdido en el Dancer en
1941, también la visitó. Vinieron Richard y Mary Dodge, Richard andando despacio, con su
bastón, caminillo arriba, invadido por la artritis como por un pasajero invisible. Naturalmente,
Sarah Havelock también; la madre de Sarah, Annabelle, había sido la mejor amiga de Stella.
Habían ido juntas a la escuela de la isla, desde el primer curso al octavo, y Annabelle se había
casado con Tommy Frane, que le tiraba del pelo en clase de quinto y le hacia llorar, así como
Stella se había casado con Bill Flanders, que una vez le tiró todos los libros al barro (pero ella
había conseguido no llorar). Ahora, tanto Annabelle como Tommy, habían desaparecido y Sárah
era la única, de sus siete hijos, que quedaba aún en la isla. Su marido, George Havelock, que era
conocido por todo el mundo como Big George, había muerto de una muerte horrenda en el
continente, en 1967, el año que no hubo pesca. Un hacha había resbalado en manos de George, se
había derramado sangre - ¡demasiada! -, y tres días después hubo un funeral enla isla. Y cuando
llegó Sarah a la fiesta de Stella y grito:
- ¡Feliz cumpleaños, abuela! -Stella la abrazó con fuerza y cerró los ojos.
(¿Amas?)
Pero no lloró.
Hubo un enorme pastel de cumpleaños. Hattie lo había hecho ayudada por su mejor amiga,
Vera Spnruce. Todos los reunidos cantaron .¡Cumpleaños feliz!. en un conjunto de voces bastante
fuerte para ahogar al viento..., por un momento, por lo menos. Incluso Alden cantó, que en el curso
normal de la vida sólo cantaba Adelante Soldados de Cristo y el Gloria, en la iglesia, y
pronunciaba las palabras como todos los demás pero con la cabeza gacha y sus grandes orejas rojas
como tomates. En el pastel de Stella, había noventa y cinco velas, e incluso ofá el viento por
encima de la canción, aunque su oído ya no era lo que había sido en tiempos.
Le pareció que el viento la llamaba por su nombre.
Yo no era la única, hubiera contado a los niños de Lois, de haber podido. «En mi tiempo
habla muchos que vivían y morían en la isla. En aquellos días no había barco correo; Bull Symes
solfa repartir el correo cuando lo había Tampoco había ferry. Si uno tenía algo que hacer en
tierra, vuestro hombre os llevaba en la barca langostera. Por lo que he oído decir, no hubo retrete
con sifón en la isla, hasta 1946 Fue precisamente el hijo de Bula, Harol4 quien instaló el primero,
al arto siguiente de que un ataque de corazón se llevara a Bull mientras recogía las redes.
Recuerdo haber visto cómo llevaban a Bull a su casa. Recuerdo que le trajeron envuelto en un
hule, y cómo sobresalta una de sus botas verdes. Recuerdo...
Y ellos dirían: ¿Qué, abuela? ¿Qué recuerdas?
¿Cómo les contestaría? ¿Acaso había más?
El primer día de invierno, un mes o así después del cumpleaños, Stella abrió la puerta trasera
para recoger leña y descubrió a un gorrión muerto en el umbral. Se agachó cuidadosamente, lo
levantó por una pata y lo contempló.
-Helado -dictaminó y algo en su interior pronunció otra palabra. Hacía cuarenta años desde
que había visto un pájaro helado... en 1938. El año en que el Brazo se heló.
Estremecida, se ciñó más el abrigo, y tiró el gorrión muerto al viejo incinerador oxidado, al
pasar. Era un día frío. El cielo era de un azul limpio y profundo. En la noche
de su cumpleaños cayeron doce centímetros de nieve, se había fundido, y desde entonces no
había vuelto a nevar.
-No tardará mucho -dijo prudentemente Larry McKem, en la tienda de Goat Island, como si
desafiara al invierno a mantenerse alejado.
Stella llegó al montón de leña, cogió una brazada y la llevó a la casa. Su sombra, bien
recortada y limpia, la seguía.
Al llegar a la puerta trasera, donde había caído el gorrión, Bill le habló..., pero el cáncer se
había llevado a Bill hacia doce años.
-Stella -dijo Bill, y vio su sombra caer junto a ella, más larga, pero igualmente recortada, la
sombra de la visera, inclinada coquetamente a un lado, como siempre la había llevado. Stella sintió
que un grito se le helaba en la garganta. Un grito demasiado grande para llegar a sus labios.
-Stella -volvió a decirle- ¿cuándo vas a venir al continente? Pediremos el viejo «Ford» de
Norm Jolley y bajaremos a Bean's en Freeport para echar una cana al aire. ¿Qué te parece?
Se volvió vivamente, dejando casi caer la leña, apero allí no había nadie. Sólo el patio trasero
que bajaba por la ladera, luego la hierba salvaje, y más allá de todo, al borde de todo, claro y
magnifico, el Brazo... y el continente más allá.
«Abuela, ¿qué es el Brazo?» podía haber preguntado Lona... aunque nunca lo había hecho.
Y les hubiera dado la respuesta que cualquier pescador sabía. de memoria: un Brazo es un cuerpo
de agua entre dos cuerpos de tierra, un cuerpo de agua abierto en ambos extremos. El viejo
cuento del langostero, que decía así sabéis leer la brújula cuando llega la niebla, muchachos;
entre Jonesport y Londres el Brazo es muy largo.
«Brazo es el agua que hay entre la isla y el continente», les hubiera aclarado, dándoles
pasteles de melaza y té caliente y muy azucarado. «Esto lo sé bien. Lo sé tan bien como el nombre
de mi marido... y cómo solfa llevar la gorra.»
«¿Abuela? -diría Lona-. ¿Cómo es que nunca has cruzado el Brazo?»
«Cariño -le contestarla-, nunca vf ninguna razón para hacerlo..
En enero, dos meses después de la fiesta de cumpleaños, el Brazo se heló por primera vez
desde 1938. La radio advirtió a los isleños y a los del continente, por igual, que desconfiaran del
hielo, pero Steve McClelland y Russell Bowie cogieron el patín especial de Steve después de una
larga tarde dedicada a beber vino de Apple Zapple, y claro, el patín se hundió en el Brazo! Steve
consiguió salvarse (aunque perdió un pie por congelación). El Brazo se quedó con Russell Bowie y
se lo llevó.
En aquel 25 de enero hubo un funeral para Russell, Stella fue del brazo de su hijo Alden y
éste pronunció las palabras de los himnos y cantó la doxologfa, con su gran voz desentonada, antes
de la bendición. Stella se sentó, después, con Sarah Havelock, Hattie Stoddard y Vera Spruce al
calor del fuego de leña de los bajos del Ayuntamiento. Se celebraba una fiesta de despedida para
Russell, en la que se servía ponche y unos pequeños bocadillos de queso de crema cortados en
triángulos. Naturalmente, los hombres entraban y salían en busca de un sorbito de algo más fuerte
que el ponche. La recién viuda de Russell Bowie estaba sentada con los ojos enrojecidos y todavía
impresionada al lado de Ewell McCracken, el capellán. Estaba embarazada de siete meses..., seria
el quinto..., y Stella, medio adormilada al calor del fuego, pensó: No tardará en cruzar el Brazo,
creo. Se trasladará a Freeport o Lewfston y se pondrá de camarera, creo. .
Miró a su alrededor, a Vera y Hattie, para enterarse de qué se hablaba.
-No, no me he enterado -decía Hattie-. ¿Qué dijo Freddy?
Estaban hablando de Freedy Dinsmore, el más viejo de la isla (dos años más joven que yo,
pensó Stella, con cierta satisfacción) que había vendido su tienda a Larry McKeen en 1960 y que
ahora vivía de su renta.
-Dijo que nunca había visto un invierno semejante -aclaró Vera sacando su calceta-. Dice
que mucha gente enfermará.
Sarah Havelock miró a Stella, y preguntó si Stella recor, daba haber visto un invierno como
aquél. No había vuelto a nevar desde aquel entonces; la tierra estaba tiesa, desnuda y oscura. El día
antes, Stella había caminado unos pasos por el campo que había detrás, manteniendo la mano
derecha al nivel de su cadera, y la hierba que crecía allí se había partido con un ruido seco, como si
se rompiera vidrio.
-No -contestó Stella-. El Brazo se heló en el 38, pero fue un año de nieve. ¿Te acuerdas de
Bull Symes, Hattie?
Hattie se echó a reír.
-Creo que todavía conservo el cardenal que me dejó en las posaderas en la fiesta de Año
Nuevo del 53. ¡Vaya pellizco que me dió! ¿Por qué?
-Porque Bull y mi propio hombre cruzaron aquel año el Brazo a pie para ir al continente
-explicó Stella-. Fue en febrero de 1938. Se calzaron zapatos de nieve, y anduvieron hasta Dorrit's
Tavem en Head, se bebieron ambos un vaso de whisky y regresaron. Me pidieron que fuera con
ellos. Eran como dos chiquillos que fueran a deslizarse en un tobogán.
Todos la miraban ahora, asombrados. Incluso Vera la contemplaba con los .ojos muy
abiertos, y Vera seguro que había oído la historia antes. Si uno iba a creer lo que se decía, Bull y
Vera habían jugado a parejas, tiempo atrás, aunque resultaba difícil, mirándola ahora, creer que
Vera había sido tan joven.
-¿Y no fuiste? -preguntó Sarah, viendo quizás el alcance del Brazo en su imaginación, tan
blanco que casi parecía azul bajo el helado sol invernal, el brillo de los cristales de nieve, el
continente más cercano, cruzando el Brazo, si, cruzando por encima del océano como Jesús al
bajar de la barca de los pescadores, saliendo de la isla por primera y única vez en la vida a pie...
-No -respondió Stella. De pronto deseó haber traído su propia calceta-. No fui con ellos.
-¿Por qué no? -insistió Hattie, casi indignada.
-Era el día de la colada -dijo secamente Stella, y en aquel momento, Missy Bowie, la viuda
de Russell rompió a llorar con sollozos fuertes casi como rebuznos. Stella miró hacia ella y vio allí
sentado a Bill Flanders, con su chaquetón a cuadros rojos y negros, la gorra ladeada, fumando un
«Herberi Tareyton», con otro sobre la oreja, para después. Sintió que el corazón le daba un vuelco
en el pecho y casi se ahogó en sus latidos.
Se le escapó un ruido, pero un lefio estalló con un disparo de rifle, en el hogar, y ninguna de
las mujeres lo oyó.
-Pobrecita -la compadeció Sarah.
-Se ha librado de ese zángano -masculló Hattie. Rebuscó en las negras profundidades de la
verdad todo lo concerniente a Russell Bowie y lo encontró-. Poco más que un vagabundo era. Por
lo menos se ha librado de esa carga.
Stella apenas oyó lo que decían. Allí seguía Bill, sentado, lo bastante cerca del reverendo
MacCraken para pellizcarle la nariz, si se le hubiera antojado; no parecía mayor de cuarenta, con
las patas de gallo apenas marcadas junto a los ojos, que últimamente se habían hundido tanto, con
los pantalones de franela y las botas de goma, con los calcetines de lana gris doblados limpiamente
sobre la parte alta.
-Te esperamos, Stel -le dijo-.Cruza con nosotros y verás el continente. Este año no vas a
necesitar botas de nieve.
Y seguía sentado allí en los bajos del Ayuntamiento, tan grande como era Bill y luego otro
leño estalló en el hogar y desapareció. Y el reverendo MacCraken siguió consolando a Missy
Bowie como si nada hubiera ocurrido.
Aquella noche, Vera llamó por teléfono a Annie Phillips y en el curso de la conversación con
Annie, mencionó que Stella Flanders pareció no estar bien, nada bien.
-Alden tendría un trabajo ímprobo para sacarla de la isla si cayera enferma -comentó Annie.
A Annie le gustaba Alden porque su propio hijo Toby le había dicho que Alden nunca bebía
nada más fuerte que cerveza. Annie era una fuerte defensora de la sobriedad.
-No podría sacarla a menos que estuviera en coma -dijo Vera pronuciando la palabra como
en el pueblo, comar-. Cuando Stella dice «Rana», Alden da un salto. Alden es muy corto, ¿sabes?
Stella lo gobierna.
-¿Ah, sí? -murmuró Annie.
En aquel momento se oyó un chasquido metálico en la línea. Vera pudo oír a Annie Phillips
unos segundos más..., no las palabras, sino el ruido de su voz que seguía hablando entre
chasquidos..., y después nada más. El viento había soplado con fuerza y las líneas telefónicas
se hablan caldo, quizá por Godlin's Pond o a lo mejor en BorroWs Cove, donde entraban en el
Brazo, forradas de goma. También era posible que se hubieran caído al otro lado, en Head..., y
algunos podían incluso decir (sólo en broma, claro) que Russell Bowie había sacado una mano
helada y partido el cable, por hacer algo.
A pocos metros de distancia, Stella Flanders descansaba bajo su colcha de retales y
escuchaba la dudosa música de los ronquidos de Alden en la otra habitación. Escuchaba a Alden
para no tener que escuchar el viento..., pero seguía oyéndolo, oh, si, el viento que llagaba a través
de la extensión helada del Brazo, algo más de un kilómetro de agua que estaba ahora cubierta por
una placha de hielo, hielo con langostas por debajo, y meros, y quizás el cuerpo retorcido y
bailarín de Russell Bowie, que solfa ir cada mes de abril con su viejo motorroturador «Rogers» a
trabajarle el jardín.
¿Quién me trabajará la tierra, este abril? se preguntó mientras estaba helada y enroscada
bajo su colcha de retales. Y como en un sueño, oyó que su voz contestaba a su voz: ¿Amas? El
viento arreció y sacudió la ventana. Parecía como si la ventana le hablara, pero volvió la cara para
no oír las palabras. Y no lloró.
«Pero, abuela -insistirla Lona (esa no se daba nunca por vencida, era como su madre, y su
abuela antes que ella)-, todavía no me has dicho por qué nunca cruzaste el Brazo..
-Porque, niña, siempre he tenido todo cuanto quería aquí, en Goat
-¡Pero es tan pequeño! Nosotros vivimos en Portland ¡Hay autobuses, abuela!
-Veo todo lo que ocurre en las ciudades en la televisión. Creo que me quedaré donde estoy.
Hal era más joven, pero en cierto modo más intuitivo; no insistirla como hacía su hermana,
pero sus preguntas se acerparfan más al fondo de la. cuestión: «¿Nunca quisiste cruzar, abuela?
¿Nunca?»
Yella se inclinarla hacia él y cogerla sus manitas y le contaría cómo su padre y su madre
hablan venido a la. isla poco después de casarse y cómo el abuelo de Bull Symes habla tomado al
padre de Stella cono aprendiz en su barca. Le contaría que su madre habla concebido cuatro
veces, pero que uno de las niños no había llegado a buen fin y otro habla muerto urca semana
después de nacer..., hubiera salido de la isla si hubieran podido salvarlo en el hospital de tierra,
pero naturalmente todo habla terminado antes de que pudieran pensarlo. .
Le contarla que Bill habla ayudado a naces a Jane, su abuela, pero no que cuando hubo
terminado fue al cuarto de baño y que P6 y después se echó a llorar como tata mujer histérica que
tiene las reglas especialmente colorosus. Jame, naturalmente, habla salido de la isla a los catorce
arios para asistir a la escuela superior; las niñas ya no se casaban a los catorce años y cuando
Stella la vio marcharse en la barca con Bradley Maxwell cuya obligación aquel mes era llevar y
traer a los niños, sintió, en el fondo de su corazón, que Jane se había ido para siempre, aunque
volviera por cierto tiempo. Les contarla que Alelen habla llegado diez araos más tarde, cuando ya
no le esperábamos, y como si quisiera compensarporsu tardanza, allíestabaAlden, soltero de por
vida, y Stella lo agradecía porque Alelen no era muy inteligente y habla montones de mujeres
dispuestas a aprovecharse de un hombre algo retrasado y de gran corazón (aunque tampoco les
diría esta última parte a los mirlos).
Les diría: Louis y Margaret Godlin concibieron a Stella Godlin que fue después Stella
Flanders; Bill y Stélla Flanders, concibieron a Jane y Alelen Flanders; y Jane Flanders, paso a
serJane Wakefield; Richard y Jane Wakefield, concibieron a Lois Wakefield que fue Lois Perrault;
David y Loa Perrault concibieron a Lona y Hal Estos son vuestros nombres, niños: sois
God/in-Flanders-Wakefield-Perrault. Vuestra sangre está en las piedras de esta isla y yo me
quedo aquí porque el contiRente está demasiado lejos para alcanzarlo. Sí, amo: he amado, en
todo caso, o por lo menos he tratado de amar, pero el recuerdo es tan vasto y tan profundo, y no
puedo cruzar. Godhn-Flanders-Wakefield-Perrauk..
Éste fue el febrero más frío desde que el servicio meteonológico empezó a guardar los
pronósticos del tiempo y, a mediados de mes, la capa de hielo del Brazo no entrañaba peligro. Los
«nievemóviles» zumbaban y gemían y a veces incluso volcaban cuando tomaban mal una
pendiente. Los niños trataban de patinar, encontraban el hielo demasiado irregular, de superficie, y
no era divertido y regresaron a Godlin Pond del lado opuesto de la colina, pero no antes de que al
pequeño Justin McCraken el hijo del reverendo se le metiera el patín en una grieta y se rompiera el
tobillo. Le llevaron al otro lado, al hospital, donde un doctor que era propietario de un «Corvette»
le dijo:
-Hijo, vas a quedarte como nuevo.
Freddy Dinsmore murió de repetente tres días después de que Justin McCraken se rompiera
el tobillo. Había enfermado de gripe a últimos de enero, no quiso que le viera el médico y le dijo a
todo el mundo que se trataba de «un resfriado por ir a recoger el correo sin mi bufanda», se metió
en la cama y murió antes de que nadie pudiera llevarle al continente para que lo enchufaran en
todas aquellas máquinas que tienen dispuestas para tipos como Freddy. Su hijo George, un bebedor
de primera incluso a la avanzada edad (para bebedores, digo yo) de sesenta y ocho años, encontró a
Freddy con un ejemplar del Bangor Daily News en una mano y su «Remington», descargado, cerca
de la otra. Al parecer había pensado limpiarlo antes de morir. George Dinsmore se fue tres
semanas de juerga, dicha juerga finanzada por alguien que sabia que George iba a cobrar el seguro
de su viejo papá. Hattie Stoddard fue diciendo, a todo el que quer1a oírla, que el viejo George
Dinsmore era un asco y una vergaenza, y poco mejor que un vagabundo.
Había mucha gripe. En aquel febrero, la escuela cerró dos semanas en lugar de una porque
muchos alumnos estaban enfermos.
-La nieve no trae microbios -declaró Sarah Havelock.
Casi a final de mes, cuando la gente empezaba a mirar esperanzada la insegura comodidad de
marzo, Alden Flanders enfermó también de gripe. La paseó casi una semana y por fin cayó en
cama con un febrón de cuarenta y pico. Lo mismo que Freddy, se negó averal médico y Stélla se
consumió, y preocupó y sufrió. Alden no era tan viejo como Freddy, pero en mayo cumplirla
sesenta.
Por fin llegó la nieve. Un palmo, el día de San Valentin, otro palmo el veinte, y dos con un
fuerte viento el día bisiesto, 29 de febrero. La nieve se extendía blanca y rara entre la isla y el
continente, como un prado blanco donde, desde tiempo inmemorial, sólo había habido agua
turbulenta y gris en esta época del año. Varias personas fueron y volvieron andando. No eran
necesarias las botas de nieve este año porque la nieve al helarse había formado una costra firme y
brillante. También, a lo mejor, se bebían un vaso de whisky, pensó Stella, pero no en Dorrit's.
Dorrít's había ardido de arriba a abajo en 1958.
Y vió a Bill cuatro veces. Una vez le dijo:
-Deberías venir pronto, Stella. Iremos andando. ¿Qué te parece?
No pudo decifle nada. Se había metido todo el puño en la boca.
«Todo lo que quería o necesitaba estaba aquí», -les diría-. Teníamos la radio y ahora
tenemos la televisión, y con esto me basta respecto al mundo que hay más allá del Brazo. Tuve m
jardín ateo s1 año no. ¿Y langosta? Vaya, siempre tuvimos una olla de estofado de langosta sobre
los fogones y soltamos sacarla y esconderla detrás de la puerta de la despensa, cuando venía el
reverendo de visita para que no viera que comíamos "sopa de pobre” ».
He conocido buen tiempo y mal tiempo, y si alguna vez me pregunté cómo serla comprar en
«Sears» en lugar de encargar ,por catálogo, o entraren uno de los supermercados que veo en TV
en lugar de comprar en una tienda de aquí o mandar a Alden al otro lado a por algo especial
como un capón para Navidad o un jamón para Pascua..., o si en alguna ocasión ha querido, solo
una vez, estar en Congress Street, en Portland, y mirar como pasaba la gente en sus coches, o por
la acera, más gente de un sólo vistazo que la que hay en toda la isla hoy en día..., si alguna vez he
querido todas estas cosas, después he querido esto más. No soy rara. No soy peculiar, ni siquiera
excéntrica para urca mujer de mis anos. Mi madre solía decirme, a veces, «Toda la. diferencia
del mundo está entre el trabajo y necesidad» y lo creo de todo corazón. Creo que es mejor arar
profundamente que en extensión.
Esta es mi tierra y la amo.
Un día de mediados de marco, con un cielo tan blanco y pesado como pérdida de memoria,
Stella Flanders se sentó en su cocina por última vez, ajustó los cordones de las botas a sus delgadas
pantorrillas por última vez, y se enroscó un chal de lana roja (un regalo de Navidad de Hattie, tres
años atrás) al cuello, por última vez. Debajo del traje llevaba un juego de ropa interior de Alden.
La cintura de los calzoncillos le llegaba exactamente debajo de los desmañados vestigios de
pechos, la camisa hasta las rodillas.
Fuera, volvía a levantarse el viento y la radio dijo que por la tarde nevaría. Se puso el abrigo
y los guantes. Después de pensarlo un momento, se calzó un par de guantes de Alden sobre los
suyos. Alden se había recuperado de la gripe y esta mañana él y Harley Blood estaban
recomponiendo y reforzando una puerta de Missy Bowie, que había dado a luz una niña. Stella la
vio y la pobrecilla era igualita a su padre.
Estuvo un rato frente a la ventana, mirando hacia el Brazo, y allí estaba Bill, como había
sospechado que estaría, de pie a mitad de camino entre la isla y Head, de pie sobre el Brazo lo
mismo que Jesús-bajando-del-bote, llamándola, pareciendo que le decía con el ademán que se
estaba haciendo tarde si se proponía poner el pie en el continente, en esta vida.
-Si eso es lo que quieres, Bill -murmuró en el silencio-. Bien sabe Dios que yo no quiero.
Pero el viento dijo otras palabras. Quería ir. Quería disfrutar de aquella aventura. Había sido
un mal invierno para ella..., la artritis que iba y venta con irregularidad, había vuelto con fuerza,
inflamando las articulaciones de sus dedos y rodilla con fuego rojo y hielo azul. Uno de sus ojos se
había apagado y vela borroso (precisamente el otro día Sarah había comentado..., con cierta
inquietud..., que la mancha roja que estaba allí desde que Stella cumplió sesenta años o así, parecía
crecer a saltos). Lo peor de todo era que le había vuelto aquel dolor profundo y que le desgarraba
el estómago, y dos mañanas atrás se había levantado a las cinco, se arrastró sobre el sudo
exquisitamente helado hasta el cuarto de baño y allí escupió un gran coagulo de sangre muy roja,
en la taza del retrete. Esta mañana, también había echado algo, de mal sabor, cobrizo y espantoso.
El dolor de estómago había sido intermitente en los últimos cinco años, a veces mejor, a
veces peor, y había sabido casi desde el principio que debía ser cáncer. Se había llevado a su
madre y a su padre, y al padre de su madre también. Ninguno de ellos había vivido más de setenta años, así que suponía que había vencido a esas tablas de los aseguradores que se guardaban en las carpinterías.
-Comes como un caballo -le había dicho Alden, riendo, poco después de que le empezaran
los dolores y de haber observado por primera vez sangre en sus deposiciones. ¿No sabes que las
viejas como tú deben comer como pajaritos?
-¡Déjame en paz o recibirás! -respondió Stella alzando una mano hacia su canoso hijo, que se
encogió, simuló miedo y gritó:
-¡No lo hagas, Ma! ¡Retiro lo dicho!
Sí, había comido bien, no por-que quisiera hacerlo, sino porque creía (como muchos de los
de su generación) que si se daba de comer al cáncer, éste te dejaba en paz; Y quizá funcionó, por lo
menos una temporada; la sangre en sus deposiciones iba y venia, y hubo largos períodos en que no
apareció. Alden se acostumbró a verla servirse por dos veces (o tres, cuando el dolor era
especialmente fuerte), pero nunca aumentó de peso.
Ahora parecía como si el cáncer hubiera finalmente llegado a lo que los gabachos llamaban
la piéce de résistance.
Fue hacia la puerta y vio el gorro de Alden, el que tenia las orejeras forradas de piel, colgado
de una de las perchas de la entrada. Se lo puso. La visera le llegaba a las canosas cejas..., después
miró a su alrededor por última vez, para ver si se le había olvidado algo. La estufa estaba baja, y
Alden había dejado otra vez el tiro demasiado abierto... Se lo decía y repetía, pero esto era algo
que nunca llegaría a entender.
-Alden, cualquier invierno cuando yo no esté, quemarás demasiada leña... -murmuró y abrió
la estufa. Miró al interior y se le escapó un súspiro angustiado. Cerró de golpe y arregló el tiro con
dedos temblorosos. Por un instante..., sólo un instante..., había visto a su vieja amiga Annabelle
Frune entre las brasas. Era su rostro como en vida, hasta el lunar en la mejilla.
¿Le había guiñado el ojo, Annabelle?
Pensó dejar una nota aAlden explicándole a dónde había ido, pero pensó que quizás Alden lo
entendería, a su aire, aunque lento.
El viento la zarandeó y tuvo que volver a ponerse el gorro de Alden antes de que las ráfagas
se lo quitaran, para jugar, y se lo llevaran lejos. El filo parecía encontrar cualquier resquicio para
meterse dentro de ella; un filo húmedo, cargado de nieve mojada y mal intencionada, propio de
marzo.
Inició el descenso hacia la orilla, cuidando de pisar la ceniza y serrín que George Dinsmore
había esparcido sobre el camino. Una vez, cuando George había conseguido el empleo de conducir
el arado mecánico para la villa de Racr coon Head, pero durante la galerna del 77 se había
emborrachado con whisky de centeno y se estrelló, no contra un poste, sino contra tres postes de
alta tensión. Durante cinco días el Head se había quedado sin luz, Stella recordaba ahora qué raro
le había parecido mirar a través del Brazo y no ver más que oscuridad. Un cuerpo se acostumbra a
ver aquel pequeño conjunto de lucecitas. Ahora, George trabajaba en la isla, y como no había
arados, no se metía en ningún tropiezo.
Les diría esto:
En la isla siempre cuidábamos de los nuestros. Cuando a GerdHenreidse le mmpdó un vaso
sanen el pecho, todos economizamos en la comida, aquel verano, para poder pagar su operación
en Boston..., y Gerd regresó con vida, gracias a Dios. Cuando George Di»smore derribó aquellos
postes y la Hidro le puso un gravamen sobre su casa, procuramos que la Hidro recibiera su
dinero y George tuviera un empleo que le mantuviera de cigarrilos y bebidas..., ¿y por qué no?
Una vez terminada su jornada de trabajo no servía para nada más, pero mientras trabajaba lo
hacía como un caballo. Esa vez se metió en el lío porque era de noche y poda noche era siempre
cuando George bebía. Su padre, por lo menos, le daba de comer. Ahora Miss Bowie tiene otro
hijo. Quizá se quede y cobre la seguridad socia¿ aquí y es probable que no sea suficiente y
necesitará toda clase de ayuda. A lo mejor se irá, pero si se queda no se morirá de hambre... y
escuchadme bien, Lona y Hal si se queda podrá conservar algo de este pequeño mundo con el
Brazo pequeño en un lado y el gran Brazo en el otro, algo que fácilmente perderla sirviendo
revoltijos en Lewiston, o donuts en Portlana; o bebidas en el Nashville North de Bangor. Yo ya
soy lo bastante vieja, para no andarme por las ramas respecto a lo que aquello pueda ser: una
forma de vivir, de ser..., un sentimiento.
También habían cuidado de los suyos de otra forma, pero de eso no quiso hablarles. Los
niños no lo comprenderían, ni siquiera Lois y David, aunque Jane se había enterado de la verdad
El niño de Norman y Ettie Wilson había nacido mongólico, con sus piececitos torcidos para
dentro, y su cráneo calvo heno de bultos, con los dedos pegados como si hubiera soñado
demasiado y profundamente mientras nadaba-en el interior de su madre; el reverendo McCraken
había ido y bautizado al niño, y un día después fue Mary Dodge, que ya entonces había traído al
mundo más de cien niños, y Norman se llevó a Ettie colina abajo para que viera la barca nueva de
Frank Child y aunque apenas podía andar, Ettie fue sin protestar aunque se paró en la puerta
para mirar a Mary Dodge que estaba sentada, haciendo punto tranquilamente, junto a la cuna del
niño idiota. Mary había levantado la vista y cuando sus ojos se encontraron, Ettie se echó a llorar.
«Vamos -le había dicho Norman, turbado-. Venga, Ettie, vámonos.» Ycuando regresaron, una
hora más tarde, el niño había muerto, una de esas muertes en la cuna, y no era una suerte que el
niño no hubiera sufrido. Y muchos años antes de eso, antes de la guerra, durante la Depresión,
tres chiquillas hablan sido atacadas al volver de la escuela, atacadas donde no podía verse la
herida y todas contaron que un hombre les ofreció mostrarle un juego de cartas, que tenía un
perro distinto en cada carta. Les mostrara esa maravillosa baraja, les dijo el hombre, si se metían
con él entre las matas, y una vez entre la maleza ese hombre les dijo: «Pero tenéis que tocar esto
primero.» Una de las niñas era Gert Symes, que en el año 1978 sería votada como Maestra
delAño en Maine porsu trabajo en la escuela superior de Brunswick Y Gert que entonces contaba
cinco años dijo a su padre que al hombre le faltaban unos dedos en la mano. Otra de las niñas lo
corroboró. La tercera no recordaba nada. Stella se acordaba de que Alden había salido un día de
tormenta, aquel verano, sin decirle a dónde iba, aunque se lo preguntó. Mirando desde la ventana
había visto que Aldea se reunía con Bull Symes al final del camino y luego se les había unido
Freddy Dmsnrore, y abajo, en la playa vio a su propio marido, al que había despedido aquella
mañana, con la friambrera de la comida, bajo el brazo como siempre. Otros hombres se les
unieron y cuando por fin se pusieron en marcha, contó una docena menos uno. El antecesor del
Rev. McCraken había estado entre ellos. Y aquella noche, un individuo llamado Daniels fue
encontrado al pie del cabo Slyder, donde las rocas asoman sobre el agua como los dientes de un
dragón que se ahogara con la boca abierta. Este Daniel« era un tipo que George Havelock había
contratado para que le ayudara a colocar nuevos umbrales en su casa y un motor nuevo en su
camión Tipo A. Procedía de New Hampshire, y era convincente al hablar y esto le había valido
otros trabajos cuando hubo terminado el de Havelock.., y en la iglesia, ¡cómo cantaba! Se decía
que, por lo visto, Daniel «había estado paseando por Slyder's Point y habría resbalado, cayendo
hasta el fondo. Se había roto el cuello y aplastado la cabeza. Como no había nadie que le
conociera, fue enterrado en la isla y el Rev., el antecesor de McCraken, rezó el responso en el
cementerio y dijo que Daniels había sido un gran trabajador y una gran ayuda aunque le faltaran
dos dedos de la mano derecha. Luego volvió a leer la bendición y el grupo que fue al cementerio
regresó a los bajos delAyuntamiento donde bebieron ponche y comieron bocadillos de queso, y
Stella nunca preguntó a sus hombres a dónde habían ido aquel día en que Daniels se cayó desde
arriba de Slyder's Point .Niños –les diría-, siempre cuidamos de los nuestros. Tentamos que
hacerlo, porque en aquellos días el Brazo era más ancho y cuando soplaba el viento, y los
rompientes rugían y la noche caía pronto, pues, nos sentíamos muy pequeños..., poco más que
motas de polvo a los ojos de Dios. Asíque era natural que nos uniéramos, unos y otros.»
«Juntamos nuestras manos, niños, y si alguna vez nos preguntamos por qué lo hacíamos, o
si existía una cosa llamada amor, era sólo porque habíamos oído el viento y las aguas a lo largo
de interminables noches de invierno, y teníamos miedo.»
No, nunca sentí la necesidad de abandonar la isla, Mi vida estaba aquí. El Brazo, en
aquellos días, era más ancho.
Stella llegó a la playa. Miró a derecha e izquierda, y el viento agitó su traje, tras ella, como
una bandera. Si hubiera habido alguien aiZ habría avanzado algo más y arriesgado entre las rocas,
aunque estaban cubiertas de hielo. Pero no había nadie y anduvo hacia el muelle, pasado el
cobertizo para las barcas del viejo Symes. Llegó a la punta y permaneció allí, un momento, con la
cabeza levantada y el viento soplando por entre las orejeras del gorro de Alden.
Bill estaba allí, llamándola. Detrás de él, pasado el Brazo, podía ver la iglesia del Head, con
su campanario casi invisible contra el cielo blanquecino.
Con dificultad, se sentó al final del muelle y después puso los pies, abajo, sobre la corteza de
nieve. Sus botas se hundieron un poco; pero no mucho. Se colocó bien, otra vez, el gorro de
Alden..., ¡el viento estaba empeñado en quitárselo!, y echó a andar hacia Bill. Pensó, una vez, en
volver la cabeza y mirar atrás, pero no lo hizo. No creía que su corazón pudiera soportarlo.
Andaba, sus botas crujían sobre la costra de nieve y escuchaba el leve rumor del paso sobre
el hielo. Bill seguía allí, un poco más lejos ahora, pero llamándola aún. Tosió y escupió sangre
sobre la blanca nieve que cubría el hielo. Ahora veía el Brazo extendido a ambos lados y pudo, por
primera vez en su vida, leer el cartel «Stanton's Bait & Boat» sin los prismáticos de Alden. Podía
ver los coches que circulaban por la calle principal de Head, y se dijo asombrada: Pueden ir tan de
prisa como quieren... Pordand.. Boston... la ciudad de Nueva York ilmaginate! Y casi podía
hacerlo, imaginar un camino que sencillamente avanzaba, sin tener en cuenta los limites del
mundo.
Un copo de nieve pasó ante sus ojos. Otro. Un tercero. Pronto empezó a nevar ligeramente y
ella anduvo a través de un mundo de un blanco brillante, delicioso y cambiante; vio Raccoon Head
detrás de una cortina de gasa que a veces se aclaraba. Alzó la mano para volver a colocarse bien el
gorro de Alden y la nieve empujó y metió la visera en sus ojos. El viento volvió a levantar
remolinos de nieve y en uno de ellos vio a Carl Abersham que se había hundido en el Dancer junto
con el marido de Hattie Stoddard.
Sin embargo, muy pronto empezó a apagarse el brillo porque la nieve caía más espesa. La
calle principal de Head fue apagándose, alejándose, hasta que desapareció. Por un cierto tiempo
pudo distinguir la cruz que remataba el campanario y luego también se fue, como un mal sueño. Lo
último en desaparecer fue el letrero amarillo y negro que decía «Stanton's Bait & Boat», donde
también podía comprarse aceite para el motor, papel matamoscas, sandwiches italianos y
«Budweiser» para acompañar.
Después, Stella caminó por un mundo que carecía totalmente de color, un sueño
blanco-grisáceo de nieve. Igual que Jesús-bajando-del-bote, pensó, y por fin volvió la cabeza para
mirar atrás, a la isla, pero ahora la isla también se había ido. Podía ver la huella de sus pisadas
retrocediendo, perdiendo la forma hasta que sólo podía verse la marca borrosa de los semicírculos
de sus tacones... y después nada. Absolutamente nada.
Pensó: El blanco me ha cegado. Debes tener cuidado, Stelía, no llegarás nunca al
continente. Caminarás dando vueltas en círculos cada vez mayores hasta agotarte y morirás
congelada aquí fuera.
Se acordó de Bill diciéndole, una vez, que cuando uno se pierde en el bosque, habla que
imaginar que la pierna que estaba en el mismo lado del cuerpo que tu mano hábil, cojeaba. De lo
contrario la pierna hábil te llevaría andando en círculos, sin que te dieras cuenta, hasta volver a
encontrarte en el punto de partida. Stella no podía permitirse creer que fuera a ocurrirle esto. La
radio había dicho que habría nieve hoy, esta noche y mañana, y en medio de una blancura como
ésa ni siquiera sabría si volvía al punto de partida, porque el viento y la nieve fresca borrarían las
huellas mucho antes de que pudiera volver.
Iba perdiendo las manos pese a los dos pares de guantes que llevaba, y hacía rato que ya no
sentía los pies. En cierto modo, esto era casi un alivio. La insensibilidad cerraba, por lo menos, la
voz de su rabiosa artritis.
Ahora, Stella empezó a cojear, obligando a su pierna izquierda a esforzarse más. La artritis
de sus rodillas no se había dormido, y no tardaron en rabiar. Su pelo blanco flotaba tras ella. Sus
labios se había apartado de los dientes (excepto cuatro, los demás eran todavía suyos) y miraba
fijamente ante sí, esperando a que aquel letrero amarillo y negro se. materializara en medio de
tanta blancura flotante.
Pero no sucedió así.
Algo más tarde, se dio cuenta de que la blancura esplendorosa del día había empezado a
transformarse en un gris uniforme. La nieve caía con más fuera y más espesa que nunca. Sus pies
seguían aún plantados sobre la costra, pero ahora avanzaba a través de varios centímetros de nieve
fresca. Miró el reloj, pero se le había parado. Stella comprendió que debió haberse olvidado de
darle cuerda aquella mañana, por primera vez en veinte o treinta años. ¿O acaso se había parado
definitivamente? Había sido de su madre, y lo había tenido que mandar, con Alden, un par de
veces a Head, donde Mr. Dostie se había maravillado primero, y lo había limpiado después. Su
reloj, por lo menos, había ido al continente.
Cayó, por primera vez, un cuarto de hora después de empezar a observar que el día iba
oscureciendo. Por un momento permaneció a gatas, pensando qué fácil sería quedarse allí,
enroscarse y escuchar al viento, pero entonces la determinación que la había llevado a través de
tantas dificultades, se reafirmó y se levantó con una mueca. Permaneció en pleno viento, mirando
fijamente hacia delante, queriendo que sus ojos vieran..., pero no vieron nada.
Pronto será de noche.
Bueno, se había perdido. Se había dirigido más hacia un lado o al otro, de lo contrario ya
habría llegado al continente. No obstante, no creta haberse desviado tanto que anduviera ahora
paralelamente a la costa, o incluso de vuelta a Goat. Un piloto interior, en su cabeza, le murmuró
que se había pasado, así que torció. hacia la izquierda. Creta que seguía acercándose a tierra pero
en realidad seguía una línea diagonal que le resultaría cara.
El piloto quería que girara a la derecha, pero ella no le quiso obedecer. Por el contrario,
volvió a caminar de frente, pero esta vez sin la cojera artificial. Una tos espasmódica la sacudió, y
escupió rojo brillante en la nieve.
Diez minutos más tarde, (el gris era ahora realmente oscuro y se encontró metida en el
fantasmal media luz de una fuerte tormenta de nieve) volvió a caer, intentó levantarse; en un
principio no pudo, y por fin lo consiguió. Se quedó tambaleándose en la nieve, apenas capaz de
mantenerse en pie contra el viento, sacudida por oleadas de desfallecimiento, que la hacían sentirse
alternativamente pesada y ligera.
Tal vez todo el mido que tenía en los oídos no era del viento, pero fue el viento el que al fin
logró arrancarle de la cabeza el gorro de Alden. Tendió la mano para agarrado, pero el viento lo
hizo bailar fácilmente fuera de su alcance y sólo pudo verlo un instante rodando alegremente en la
gris oscuridad, como un brillante punto color naranja. Cayó en la nieve, rodó, volvió a alzarse y
desapareció. Ahora su cabello se agitaba libremente alrededor de su cabeza.
-No importa, Stella -le dijo Bill-. Puedes ponerte el mío.
Jadeó, y miró la blancura que la rodeaba. Sus manos enguantadas se habían subido
instintivamente hacia el pecho, y sintió que unas uñas aceradas le arañaban el corazón.
No vio otra cosa que membranas de nieve que se movfan..., y entonces, saliendo de la
garganta gris de la noche, el viento chilló como la voz de un demonio en un túnel de nieve, y
apareció su marido. Al principio era sólo un conjunto de colores moviéndose en la nieve: rojo,
negro, verde oscuro, verde más claro; luego esos colores se transformaron en un chaquetón de lana
con un gran cuello, pantalones de franela y botas verdes. Sostenía el gorro en la mano en un gesto
que parecía casi absurdamente cortesano, y el rostro era el rostro de Bill, sin las huellas del cáncer
que se lo había llevado (¿era sólo de eso de lo que tenía miedo? ¿Qué una sombra descarnada de su
marido se le acercara, una figura de campo de concentración, con la piel brillante y tensa sobre los
pómulos y los ojos profundamente hundidos en las cuencas?) y sintió una oleada de alivio.
-¿Bill? ¿Eres realmente tú?
-Claro.
-Bill -repitió y dio un paso, alegre, hacia él. Las piernas la traicionaron y creyó que se caería,
que se caería a través de él... porque, después de todo, era un fantasma..., pero él la cogió en sus
brazos, tan fuertes y tan capaces como aquellos que la levantaron para cruzar el umbral de la casa
que sólo había compartido con él y con Alden esos últimos años. La sostuvo y poco después sintió
que le ponía firmemente el gorro en la cabeza.
-Soy yo -dijo-. Somos todos nosotros.
Se dio media vuelta con ella y entonces vio a los ocios saliendo de entre la nieve que el
viento llevaba a través del Brazo en la creciente oscuridad. Un grito, mitad de felicidad, mitad de
miedo, se le escapó al ver a Madeleine Stoddard, la madre de Hattie con un traje azul que el viento
agitaba como una campana y cogido de su mano estaba el padre de Hattie, no un esqueleto podrido
en alguna parte del fondo, con el Dancen sino entero y joven. Y luego detrás de esos dos...
-¡Annabelle! -gritó-. Annabelle Frane, ¿eres tú?
Era Annabelle; incluso en aquella luz sombría, Stella reconoció el traje amarillo que
Annabelle lució el día de la boda de Stella y al esforzarse por acercarse a su querida amiga, del
brazo de Bill, pensó que olía a rosas.
-¡Annabelle!
-Ya casi hemos llegado, querida -le dijo Annabelle, sosteniéndola por el otro brazo. El traje
amarillo que había sido considerado atrevido en su día (pero que, afortunadamente para Annabelle
y con gran alivio para todo el mundo, no del todo escandaloso) dejaba los hombros al descubierto,
pero Annabelle no parecía sentir el frío. Su cabello, de un suave caoba oscuro, ondeaba al viento.
Sólo unos pasos más.
Cogió el otro brazo de Stella y volvieron a avanzar. Otras figuras fueron saliendo de la noche
nevada (porque ahora era ya de noche) Stella reconoció a muchos de ellos, pero no a todos.
Tommy Frane se había unido a Annabelle; el Gran George Havelock, que había muerto como un
perro en los bosques, andaba detrás de Bill; también estaba aquel hombre que cuidó del faro de
Head, durante más de veinte años y que solfa ir a la isla en los campeonatos de cribbage que
Freddy Dinsmore organizaba cada febrero... Stella casi podía recordar su nombre, casi pero no del
todo. ¡Y allí estaba el propio Freddy! Andando al lado de Freddy, solo y asombrado, iba Russell
Bowie.
-Mira, Stella -dijo Bill y vio una masa oscura alzándose de las tinieblas como la proa
astillada de muchos barcos. No eran barcos, sino rocas escarpadas. Había llegado a Head. Había
cruzado el Brazo.
Oyó voces; pero no estaba segura de que hablaran:
Dame la mano Stella...
(quieres?)
Dame la mano Bi11..
(ioh! ¿quieres, quieres...?)
Annabelle... Freddy.. Russelt.. John... Ettie... Franck.. dame la mano, dame la mano... la
mano...
(¿amas?)
-¿Quieres darme la mano, Stella? -preguntó una voz nueva.
Se volvió a mirar y allí estaba Bull Symes. Le sonreía afectuosamente, no obstante,
experimentó una especie de terror por lo que vio en sus ojos y por un instante se apartó de él,
agarrando con fuerza la mano de Bill, del otro lado.
-¿Es ...?
-¿Es hora? -preguntó Bill-. Oh, sí, Stella, creo que sí. Pero no duele. Por lo menos, nunca lo
oí decir. Eso ya pasó.
De pronto se echó a llorar..., todas las lágrimas que nunca lloró..., y puso su mano en la
de-Bill.
-Si -le dijo- si quiero, sí quise, sí querré.
Y los muertos de Goat Island, se pusieron en circulo y el viento chilló a su alrededor,
arrastrando nieve y de ella surgió como una canción. Se alzó en el viento, y el viento se la llevó
lejos. Entonces todos se pusieron a cantar, como cantan los niños con sus voces finas y dulces
cuando un atardecer de verano atrae la noche de verano. Cantaban, y Stella se sintió atraída hacia
ellos y con ellos se fue finalmente a través del Brazo. Sintió un poco de dolor, pero no mucho; la
pérdida de su virginidad fue peor. Hicieron un circulo en la noche. La nieve cayó a su alrededor y
cantaron. Cantaron y...
...y Alden no pudo contárselo a David y Lois, pero en el verano después de que murió Stella,
cuando llegaron los niños para sus dos semanas anuales, se lo contó a Lona y Ha1 Les contó que
durante las grandes tormentas del invierno, el viento parece cantar con voces casi humanas y que
a veces casi le parecía entender: Gloria a Dios, de quien vienen todas las bendiciones - Alabemos
a Dios nosotros criaturas de la tierra...»
Pero no les dijo (¿imaginen al torpe y poco imaginativo
Alden Flanders diciendo semejantes cosas en voz alta, aunque fuera a los niños!) que a
veces oía ese sonido y sentía frío aun estando junto a la estufa; que entonces dejaba su talla a un
lado, o la red que intentaba remendar, pensando que el viento cantaba con todas las voces de
aquellos que habían muerto y se hablan ido..., que estaban poralgún lugar del Brazo y cantaban
como hacen los niños. Le parecía oír las voces y aquellas noches, a veces, dormía y soñaba que
cantaba la doxologfa, invisible e inaudible, en su propio funerat
Hay cosas que nunca pueden contarse, y hay cosas, no precisamente secretas, que no se
discuten. Encontraron a Stella muerta de frío, congelada, en el continente, un día después de que
la tormenta se hubiera apagado. Estaba sentada en una silla natural, de roca, a unos cien metros
de los límites de Raccoon Head, helada, pero tan compuesta como siempre. El doctor, propietario
del «Corvette», dijo que estaba francamente asombrado. Debió ser un recorrido de unos cinco
kilómetros, y la autopsia exigida por la ley en casos de muerte solitaria o extraña, había revelado
un avanzado proceso canceroso..., en realidad, la anciana estaba invadida ¿Iba Alden a contar a
David y Lois que el gorro que llevaba no era el suyo? Larry McKenn lo habla reconocido.
También John Benson. Lo había leído en sus ojos, y supuso que ellos lo habían visto en los de é1
No era tan viejo como para olvidar el gorro de su difunto padre, el aspecto de su visera y los
puntos en que la visera se habla roto.
«Éstas son cosas propias para pensarlas despacio» habría contado a los nidos, si hubiera
sabido como hacerlo. «Las cosas hay que meditarlas mucho, mientras las manos hacen su trabajo
y el café espera en un tazón de porcelana, cerca. Quizás haya preguntas sobre el Brazo: ¿cantan
los muertos? Y, ¿aman a los vivos?»
La noche después de que Lona y Hal regresaran al continente, junto a sus padres, en la
barca de Al Curry, con los niños de pie en la popa despidiéndose, Alden se planteó la cuestión, y
otras, y lo del gorro de su padre.
¿Cantan los muertos? ¿Aman?
Yen aquellas largas noches de soledad, con su madre Stella Flanders por fin en la tumba, le
pareció a Alden, con frecuencia, que hacían ambas cosas.