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jueves, 21 de febrero de 2013

H. P. Lovecraft LOS OTROS DIOSES


H. P. Lovecraft
LOS OTROS DIOSES


Los dioses de la tierra habitan la cumbre más alta del mundo y no consienten que
ningún hombre presuma de haberles puesto los ojos encima. Antaño moraban en cimas
menores; pero una y otra vez los hombres de las llanuras escalaban las laderas de roca y
nieve, empujando a los dioses hacia montañas cada vez más altas, hasta que ahora sólo les
queda la última. Al abandonar sus viejos picos se llevaron consigo sus propios signos;
excepto una vez que, según se dice, dejaron una imagen tallada en la ladera de una montaña
llamada Ngranek.
Pero ahora se han recogido a la desconocida Kadath, en la helada inmensidad que
ningún hombre ha hollado, y se han vuelto adustos, careciendo de otro pico más alto al que
retirarse ante el avance de los hombres. Se han vuelto severos, y donde antes soportaban que
los hombres los desplazasen, ahora prohíben su llegada, o, en caso de llegar, les impiden
marcharse. Es mejor que los hombres nada sepan de Kadath en la helada inmensidad, ya que
querrían escalarla insensatamente.
A veces, cuando los dioses de la tierra sienten añoranza, visitan en la noche calma los
picos que una vez habitaron, y lloran mansamente mientras intentan jugar tal como solían en
las añoradas laderas. Los hombres han notado las lágrimas de los dioses en el nevado Thurai,
aunque lo consideraron lluvia, y oído los suspiros de los dioses en los lastimeros vientos
matutinos de Lerion. Los dioses gustan de viajar en naves de nubes, y los sabios labriegos
conservan leyendas que los hacen rehuir algunos picos altos las noches que está nublado, ya
que los dioses no son ya tan benévolos como antaño.
En Ulthar, más allá del río Skai, vivió una vez un anciano deseoso de contemplar a los
dioses de la tierra; un personaje versado en los siete libros crípticos de Hsan, familiarizado
con los manuscritos Pnakóticos de la lejana y helada Lomar. Su nombre era Barzai el Sabio,
y los lugareños cuentan como ascendió la montaña la noche del extraño eclipse.
Barzai conocía tan bien a los dioses que podía contar de sus idas y venidas, y suponía
tanto de sus secretos que se consideraba a sí mismo como un semidiós. Fue él quien aconsejó
con sabiduría a los habitante de Ulthar cuando aprobaron su famosa ley contra el matar gatos,
y quien primero contó al joven sacerdote Atal adónde habían ido los gatos negros la
medianoche de la víspera de San Juan. Barzai era ducho en la sabiduría de los dioses de la
tierra y estaba poseído por el deseo de contemplar sus rostros. Suponía que su gran saber
oculto de los dioses lo protegería de sus iras, por lo que decidió acudir a la cima de la alta y
pétrea Hatheg-Kla la noche en que sabía que encontraría allí a los dioses.
Hatheg-Kla se encuentra lejos, en los desiertos pedregosos que hay más allá de
Hatheg, que le da nombre, y se alza como una estatua de roca en un templo de silencio.
Alrededor del pico las brumas se agitan siempre tristes, ya que éstas son el recuerdo de los
dioses, y los dioses amaban Hatheg-Kla cuando habitaban su cima en los viejos días. A
menudo los dioses de la tierra visitan Hatheg-Kla en sus naves de nubes, lanzando pálidos
vapores sobre las laderas mientras bailan con añoranza sobre la cima, a la luz de la luna clara.
Los aldeanos de Hatheg dicen que no es bueno subir a Hatheg-Kla en ningún momento, y
mortal hacerlo las noches en que los pálidos vapores ocultan la cima y la luna; pero Barzai no
les prestó atención al llegar de la vecina Ulthar con el joven sacerdote Atal, su discípulo. Atal
era sólo el hijo de un ventero y a veces tenía miedo; pero el padre de Barzai fue un noble
señor que viviera en un viejo castillo, así que no albergaba plebeyas supersticiones en su
sangre, y se limitó a burlarse de los temerosos paletos.
Barzai y Atal salieron de Hatheg al pedregoso desierto a pesar de las súplicas de los
campesinos y, en torno a sus fuegos de campamento hablaban sobre los dioses de la tierra.
Viajaron muchos días y divisaban a lo lejos el orgulloso Hatheg-Kla con su aureola de
brumas tétricas. Al decimotercer día llegaron a la base de la solitaria montaña y Atal reveló
sus temores. Pero Barzai era viejo y sabio y no tenía miedo, así que abrió audazmente la
marcha por la ladera que ningún hombre había escalado desde los tiempos de Sansu, tal como
está temerosamente escrito en los mohosos manuscritos Pnakóticos.
El camino era pedregoso, peligroso por los barrancos, los riscos y los
desprendimientos de rocas. Más tarde se convirtió en frío y nevado, y Barzai y Ata¡ solían
resbalar y caer mientras excavaban y avanzaban hacia delante mediante piquetas y hachas.
Por último, el aire se volvió tenue, el cielo cambió de color y a los escaladores se les hizo
difícil el respirar; pero todavía se afanaban, siempre hacia delante, maravillándose ante lo
extraño de la escena, estremeciéndose ante el pensamiento de lo que podía ocurrir en la cima
cuando la luna se esfumase y los pálidos vapores se extendieran alrededor. Ascendieron hacia
lo alto durante tres días, más arriba y más arriba hacia el techo del mundo, y luego acamparon
para esperar que la luna se nublase.
No hubo nubes durante cuatro noches, y la luna brillaba helada a través de las brumas
delgadas y tristonas que rodeaban la cima silenciosa. Pero a la quinta noche, que era noche de
luna llena, Barzai vio espesas nubes a lo lejos, hacia el norte, y se puso a observar con Atal
cómo se acercaban. Bogaban pesadas y majestuosas, avanzando lenta y deliberadamente,
circundando el pico por encima de los observadores, ocultando a la vista la luna y la cumbre.
Durante una hora larga observaron cómo los vapores se arremolinaban y la pantalla de nubes
iba espesándose y agitándose. Barzai era ducho en la sabiduría de los dioses de la tierra y
aguzaba con avidez el oído, esperando ciertos sonidos, pero Atal sentía el frío de los vapores
y el temor de la noche, y tenía mucho miedo. Y cuando Barzai comenzó a escalar más arriba
y le hizo señas impacientes, pasó cierto tiempo antes de que Atal lo siguiera.
Tan espesos eran los vapores que el camino se hizo arduo, y aunque al final Atal se
puso en marcha, apenas podía distinguir la silueta gris de Barzai en la neblinosa ladera contra
la velada luz lunar. Barzai iba muy adelantado y, a pesar de su edad, parecía escalar con
mayor facilidad que Atal, no temiendo la pendiente, que empezaba a ser demasiado escarpada
para cualquiera que no fuera un hombre fuerte y valeroso, sin detenerse ante los grandes
abismos negros que Atal apenas podía saltar. Y así subieron con esfuerzo, sobre rocas y
abismos, resbalando y dando traspiés, temiendo a veces la inmensidad y el horrible silencio
de los desolados pináculos de hielo y las calladas laderas de granito.
Bruscamente, Barzai salió de la vista de Atal, escalando un risco espantoso que
parecía ladearse hacia fuera, bloqueando el camino a cualquier escalador que no estuviera
inspirado por los dioses de la tierra. Atal estaba muy abajo, pensando qué hacer al llegar allí,
cuando advirtió perplejo que la luz había aumentado de forma considerable, como si el pico
sin nubes, el lugar donde los dioses se reunían a la luz de la luna, estuviera muy cerca. Y
mientras remontaba hacia el risco combado y el cielo luminoso sintió temores más
estremecedores que los que antes conociera. Entonces, entre las grandes brumas, escuchó al
invisible Barzai vociferando en salvaje exultación:
—¡He oído a los dioses! ¡He oído a los dioses de la tierra cantando sus celebraciones
en Hatheg-Kla! ¡Ahora, Barzai el profeta conoce las voces de los dioses de la tierra! ¡Las
brumas son tenues y la luna brillante, y yo veré a los dioses bailando de forma extraña en la
Hatheg-Kla que amaron en su juventud! ¡La sabiduría de Barzai lo hace más grande que los
dioses de la tierra, y contra su voluntad nada pueden sus hechizos y sus trabazones; Barzai
contemplará a los dioses, los orgullosos dioses, los dioses secretos, los dioses de la tierra que
desdeñan las miradas de los hombres!
Atal no podía oír las voces que escuchaba Barzai, pero ahora se hallaba cerca del risco
colgante y lo estudiaba buscando un paso. Entonces escuchó la voz de Barzai tornarse más
aguda y estridente:
—La bruma es muy tenue y la luna arroja sombras sobre las laderas; las voces de los
dioses de la tierra son altas y extrañas, y sienten temor ante la llegada de Barzai el Sabio, que
es más grande que ellos... la luz de la luna tiembla mientras los dioses de la tierra danzan a su
compás; puedo ver las formas danzantes de los dioses que saltan y aúllan a la luz de la luna...
la luz es más débil y los dioses tienen miedo...
Mientras Barzai vociferaba tales asertos, Atal sintió un espectral cambio en el aire,
como si las leyes de la tierra fuera anuladas por leyes aún más grandes, ya que aunque el
camino resultaba más empinado que nunca, el ascenso se le hacía ahora espantosamente fácil,
y el risco bulboso apenas fue obstáculo cuando llegó a él y se deslizó arriesgadamente por su
cara convexa. La luz de la luna había desaparecido de forma extraña, y mientras Atal se
afanaba en avanzar por la brumas, escuchó a Barzai el Sabio que gritaba entre las sombras:
—La luna se ha escondido, y los dioses danzan en la noche; hay terror en los cielos,
ya que la luna se ha sumido en un eclipse ignorado por los libros de los hombres y los de los
dioses de la tierra... hay magia desconocida en Hatheg-Kla, ya que los gritos de los
atemorizados dioses se han tornado en risas y las laderas de hielo ascienden sin fin hacia los
cielos negros en los que me voy adentrando... ¡Ah! ¡Ah! ¡Por fin! ¡En la luz mortecina veo a
los dioses de la tierra!
Y entonces Atal, resbalando aturdido hacia arriba por pendientes inconcebibles, oyó
en la oscuridad una risa estremecedora mezclada con un grito que hombre alguno, excepto en
el Flegetón de pesadillas indecibles, ha oído jamás; un grito que reverberaba con todo el
horror y la angustia de una vida de búsqueda condensada en un atroz instante.
—¡Los otros dioses! ¡Los otros dioses! Los dioses de los infiernos exteriores que
guardan a los débiles dioses de la tierra!... ¡Aparta la vista! ¡Retrocede!... ¡No mires! ¡La
venganza del abismo infinito... Ese maldito, ese pozo terrible... dioses misericordiosos de la
tierra, me caigo al cielo!
Y mientras Atal cerraba los ojos y se tapaba los oídos e intentaba retroceder contra el
espantoso tirón de ignotas alturas, resonó sobre el Hatheg-Kla el terrible estruendo del trueno
que despertó a los pacíficos granjeros de las llanuras y a los honrados burgueses de Hatheg y
Nir y Ulthar, y le llevó a mirar a través de las nubes aquel extraño eclipse de luna no
pronosticado en libro alguno. Y cuando al fin volvió la luna, Atal se encontraba a salvo en las
nieves inferiores de la montaña, fuera de la vista de los dioses de la tierra, o de la de los otros
dioses.
Ahora se dice en los mohosos manuscritos Pnakóticos que Sansu no halló sino hielo y
mudas piedras al ascender el Hatheg-Kla en la juventud del mundo. Pero cuando los hombres
de Ulthar y Nir y Hatheg vencieron sus miedos y escalaron a la luz del día esas hechizadas
laderas en busca de Barzai el Sabio, encontraron un símbolo curioso y ciclópeo de cinco
codos de ancho grabado en la piedra desnuda, como si la roca hubiera sido hendida por algún
cincel titánico. Y el símbolo era igual al que algunos eruditos han visto en esas espantosas
secciones de los manuscritos Pnakóticos que resultan demasiado antiguas para ser legibles.
Eso fue lo que encontraron.
Nunca dieron con Barzai el Sabio, ni pudieron convencer al santo sacerdote Atal para
que rezase por el reposo de su alma. Además, hoy en día la gente de Ulthar y Nir y Hatheg
teme los eclipses y reza las noches en que los pálidos vapores ocultan la cima de la montaña y
la luna. Y entre las brumas de Hatheg-Kla danzan a veces los dioses de la tierra, presas de la
añoranza, porque se saben a salvo, y gustan de volver desde la desconocida Kadath en busca
de las nieves a jugar a la antigua usanza, tal como hacían cuando la tierra era joven y los
hombres poco propensos a. escalar lugares inaccesibles.

LOS AMADOS MUERTOS H. P. LOVECRAFT & C. M. EDDY




LOS AMADOS MUERTOS
H. P. LOVECRAFT & C. M. EDDY



Es media noche. Antes del alba darán conmigo y me encerrarán en una celda
negra, donde languideceré interminablemente, mientras insaciables deseos roen
mis entrañas y consumen mi corazón, hasta ser al fin uno con los muertos que
amo.
Mi asiento es la fétida fosa de una vetusta tumba; mi pupitre, el envés de una
lápida caída y desgastada por los siglos implacables; mi única luz es la de las
estrellas y la de una angosta media luna, aunque puedo ver tan claramente
como si fuera mediodía. A mi alrededor, como sepulcrales centinelas
guardando descuidadas tumbas, las inclinadas y decrépitas lápidas yacen
medio ocultas por masas de nauseabunda maleza en descomposición. Y sobre
todo, perfilándose contra el enfurecido cielo, un solemne monumento alza su
austero chapitel ahusado, semejando el espectral caudillo de una horda
fantasmal. El aire está enrarecido por el nocivo olor de los hongos y el hedor de
la húmeda tierra mohosa, pero para mí es el aroma del Elíseo. Todo es quietud -
terrorífica quietud -, con un silencio cuya intensidad promete lo solemne y lo
espantoso.
De haber podido elegir mi morada, lo hubiera hecho en alguna ciudad de carne
en descomposición y huesos que se deshacen, pues su proximidad brinda a mi
alma escalofríos de éxtasis, acelerando la estancada sangre en mis venas y
forzando a latir mi lánguido corazón con júbilo delirante... ¡Porque la presencia
de la muerte es vida para mí !
Mi temprana infancia fue de una larga, prosaica y monótona apatía.
Sumamente ascético, descolorido, pálido, enclenque y sujeto a prolongados
raptos de mórbido ensimismamiento, fui relegado por los muchachos
saludables y normales de mi propia edad. Me tildaban de aguafiestas y "vieja"
porque no me interesaban los rudos juegos infantiles que ellos practicaban, o
porque no poseía el suficiente vigor para participar en ellos, de haberlo
deseado.
Como todas las poblaciones rurales, Fenham tenía su cupo de chismosos de
lengua venenosa. Sus imaginaciones maledicentes achacaban mi temperamento
letárgico a alguna anormalidad aborrecible; me comparaban con mis padres
agitando la cabeza con ominosa duda en vista de la gran diferencia. Algunos de
los más supersticiosos me señalaban abiertamente como un niño cambiado por
otro, mientras que otros, que sabían algo sobre mis antepasados, llamaban la
atención sobre rumores difusos y misteriosos acerca de un tataratío que había
sido quemado en la hoguera por nigromante.
De haber vivido en una ciudad más grande, con mayores oportunidades para
encontrar amistades, quizás hubiera superado esta temprana tendencia al
aislamiento.
Cuando llegué a la adolescencia, me torné aún más sombrío, morboso y apático.
Mi vida carecía de alicientes. Me parecía ser preso de algo que ofuscaba mis
sentidos, trababa mi desarrollo, entorpecía mis actividades y me sumía en una
inexplicable insatisfacción. Tenía dieciséis años cuando acudí a mi primer
funeral. Un sepelio en Fenham era un suceso de primer orden social, ya que
nuestra ciudad era señalada por la longevidad de sus habitantes. Cuando,
además, el funeral era el de un personaje tan conocido como el de mi abuelo,
podía asegurarse que el pueblo entero acudiría en masa para rendir el debido
homenaje a su memoria. Pero yo no contemplaba la próxima ceremonia con
interés ni siquiera latente. Cualquier asunto que tendiera a arrancarme de mi
inercia habitual sólo representaba para mí una promesa de inquietudes físicas y
mentales. Cediendo ante las presiones de mis padres, y tratando de hurtarme a
sus cáusticas condenas sobre mi actitud poco filial, convine en acompañarles.
No hubo nada fuera de lo normal en el funeral de mi abuelo salvo la
voluminosa colección de ofrendas florales; pero esto, recuerdo, fue mi iniciación
en los solemnes ritos de tales ocasiones.
Algo en la estancia oscurecida, el ovalado ataúd con sus sombrías colgaduras,
los apiñados montones de fragantes ramilletes, las demostraciones de dolor por
parte de los ciudadanos congregados, me arrancó de mi normal apatía captando
mi atención. Saliendo de mi momentáneo ensueño merced a un codazo de mi
madre, la seguí por la estancia hasta el féretro donde yacía el cuerpo de mi
abuelo.
Por primera vez, estaba cara a cara con la Muerte. Observé el rostro sosegado y
surcado por infinidad de arrugas, y no vi nada que causara demasiado pesar. Al
contrario, me pareció que el abuelo estaba inmensamente contento,
plácidamente satisfecho. Me sentí sacudido por algún extraño y discordante
sentido de regocijo. Tan suave, tan furtivamente me envolvió que apenas puedo
determinar su llegada. Mientras rememoro lentamente ese instante portentoso,
me parece que debe haberse originado con mi primer vistazo a la escena del
funeral, estrechando silenciosamente su cerco con sutil insidia. Una funesta y
maligna influencia que parecía provenir del cadáver mismo me aferraba con
magnética fascinación. Mi mismo ser parecía cargado de electricidad estática y
sentí mi cuerpo tensarse involuntariamente. Mis ojos intentaban traspasar los
párpados cerrados del difunto y leer el secreto mensaje que ocultaban. Mi
corazón dio un repentino salto de júbilo impío batiendo contra mis costillas con
fuerza demoníaca, como tratando de librarse de las acotadas paredes de mi caja
torácica.
Una salvaje y desenfrenada sensualidad complaciente me envolvió. Una vez
más, el vigoroso codazo maternal me devolvió a la actividad. Había llegado con
pies de plomo hasta el ataúd tapizado de negro, me alejé de él con vitalidad
recién descubierta.
Acompañé al cortejo hasta el cementerio con mi ser físico inundado de místicas
influencias vivificantes. Era como si hubiera bebido grandes sorbos de algún
exótico elixir... alguna abominable poción preparada con las blasfemas fórmulas
de los archivos de Belial. La población estaba tan volcada en la ceremonia que el
radical cambio de mi conducta pasó desapercibido para todos, excepto para mi
padre y mi madre; pero en la quincena siguiente, los chismosos locales
encontraron nuevo material para sus corrosivas lenguas en mi alterado
comportamiento. Al final de la quincena, no obstante, la potencia del estímulo
comenzó a perder efectividad. En uno o dos días había vuelto por completo a
mi languidez anterior, aunque no era total y devoradora insipidez del pasado.
Antes, había una total ausencia del deseo de superar la inactividad; ahora,
vagos e indefinidos desasosiegos me turbaban. De puertas afuera, había vuelto
a ser el de siempre, y los maledicentes buscaron algún otro sujeto más propicio.
Ellos, de haber siquiera soñado la verdadera causa de mi reanimación, me
hubieran rehuido como a un ser leproso y obsceno.
Yo, de haber adivinado el execrable poder oculto tras mi corto periodo de
alegría, me habría aislado para siempre del resto del mundo, pasando mis
restantes años en penitente soledad.
Las tragedias vienen a menudo de tres en tres, de ahí que, a pesar de la
proverbial longevidad de mis conciudadanos, los siguientes cinco años me
trajeron la muerte de mis padres. Mi madre fue la primera, en un accidente de
la naturaleza mas inesperada, y tan genuino fue mi pesar que me sentí
sinceramente sorprendido de verlo burlado y contrarrestado por ese casi
perdido sentimiento de supremo y diabólico éxtasis. De nuevo mi corazón
brincó salvajemente, otra vez latió con velocidad galopante enviando la sangre
caliente a recorrer mis venas con meteórico fervor. Sacudí de mis hombros el
fatigoso manto de inacción, sólo para reemplazarlo por la carga, infinitamente
más horrible, del deseo repugnante y profano. Busqué la cámara mortuoria
donde yacía el cuerpo de mi madre, con el alma sedienta de ese diabólico néctar
que parecía saturar el aire de la estancia oscurecida.
Cada inspiración me vivificaba, lanzándome a increíbles cotas de seráfica
satisfacción. Ahora sabía que era como el delirio provocado por las drogas y
que pronto pasaría, dejándome igualmente ávido de su poder maligno; pero no
podía controlar mis anhelos más de lo que podía deshacer los nudos gordianos
que ya enmarañaban la madeja de mi destino.
Demasiado bien sabía que, a través de alguna extraña maldición satánica, la
muerte era la fuerza motora de mi vida, que había una singularidad en mi
constitución que sólo respondía a la espantosa presencia de algún cuerpo sin
vida. Pocos días más tarde, frenético por la bestial intoxicación de la que la
totalidad de mi existencia dependía, me entrevisté con el único enterrador de
Fenham y le pedí que me admitiera como aprendiz.
El golpe causado por la muerte de mi madre había afectado visiblemente a mi
padre. Creo que de haber sacado a relucir una idea tan trasnochada como la de
mi empleo en otra ocasión, la hubiera rechazado enérgicamente. En cambio,
agitó la cabeza aprobadoramente, tras un momento de sobria reflexión. ¡ Qué
lejos estaba de imaginar que sería el objeto de mi primera lección práctica!.
También el murió bruscamente, por culpa de alguna afección cardiaca
insospechada hasta el momento. Mi octogenario patrón trató por todos los
medios de disuadirme de realizar la inconcebible tarea de embalsamar su
cuerpo, sin detectar el fulgor entusiasta de mis ojos cuando finalmente logré
que aceptara mi condenable punto de vista. No creo ser capaz de expresar los
reprensibles, los desquiciados pensamientos que barrieron en tumultuosas olas
de pasión mi desbocado corazón mientras trabajaba sobre aquel cuerpo sin
vida.
Amor sin par era la nota clave de esos conceptos, un amor más grande - con
mucho - que el que más hubiera sentido hacia él cuando estaba vivo.
Mi padre no era un hombre rico, pero había poseído bastantes bienes
mundanos como para ser lo suficientemente independiente. Como su único
heredero, me encontré en una especie de paradójica situación. Mi temprana
juventud había sido un fracaso total en cuento a prepararme para el contacto
con el mundo moderno; pero la sencilla vida de Fenham, con su cómodo
aislamiento, había perdido sabor para mí. Por otra parte, la longevidad de sus
habitantes anulaba el único motivo que me había hecho buscar empleo.
La venta de los bienes me proveyó de un medio fácil de asegurarme la salida y
me trasladé a Bayboro, una ciudad a unos 50 kilómetros. Aquí, mi año de
aprendizaje me resultó sumamente útil. No tuve problemas para lograr una
buena colocación como asistente de la Gresham Corporation, una empresa que
mantenía las mayores pompas fúnebres de la ciudad. Incluso logré que me
permitieran dormir en los establecimientos... porque ya la proximidad de la
muerte estaba convirtiéndose en una obsesión.
Me aplique a mi tarea con celo inusitado. Nada era demasiado horripilante para
mi impía sensibilidad, y pronto me convertí en un maestro en mi oficio electo.
Cada cadáver nuevo traído al establecimiento significaba una promesa
cumplida de impío regocijo, de irreverentes gratificaciones, una vuelta al
arrebatador tumulto de las arterias que transformaba mi hosco trabajo en
devota dedicación... aunque cada satisfacción carnal tiene su precio. Llegué a
odiar los días que no traían muertos en los que refocilarme, y rogaba a todos los
dioses obscenos de los abismos inferiores para que dieran rápida y segura
muerte a los residentes de la ciudad.
Llegaron entonces las noches en que una sigilosa figura se deslizaba
subrepticiamente por las tenebrosas calles de los suburbios; noches negras
como boca de lobo, cuando la luna de la medianoche se oculta tras pesadas
nubes bajas. Era una furtiva figura que se camuflaba con los árboles y lanzaba
esquivas miradas sobre su espalda; una silueta empeñada en alguna misión
maligna. Tras una de esas noches de merodeo, los periódicos matutinos
pudieron vocear a su clientela ávida de sensación los detalles de un crimen de
pesadilla; columna tras columna de ansioso morbo sobre abominables
atrocidades; párrafo tras párrafo de soluciones imposibles, y sospechas
contrapuestas y extravagantes.
Con todo, yo sentía una suprema sensación de seguridad, pues ¿quién, por un
momento, recelaría que un empleado de pompas fúnebres - donde la Muerte
presumiblemente ocupa los asuntos cotidianos - abandonaría sus
indescriptibles deberes para arrancar a sangre fría la vida de sus semejantes?
Planeaba cada crimen con astucia demoníaca, variando el método de mis
asesinatos para que nadie los supusiera obra de un solo par de manos
ensangrentadas. El resultado de cada incursión nocturna era una extática hora
de placer, pura y perniciosa; un placer siempre aumentado por la posibilidad de
que su deliciosa fuente fuera más tarde asignada a mis deleitados cuidados en
el curso de mi actividad habitual. De cuando en cuando, ese doble t postrer
placer tenía lugar...¡Oh, recuerdo escaso y delicioso!
Durante las largas noches en que buscaba el refugio de mi santuario, era
incitado por aquel silencio de mausoleo a idear nuevas e indecibles formas de
prodigar mis afectos a los muertos que amaba...¡los muertos que me daban
vida!
Una mañana, Mr. Gresham acudió mucho más temprano de lo habitual... llegó
para encontrarme tendido sobre una fría losa, hundido en un sueño
monstruoso, ¡con los brazos alrededor del cuerpo rígido, tieso y desnudo de un
fétido cadáver! Con los ojos llenos de entremezcla de repugnancia y compasión,
me arrancó de mis salaces sueños.
Educada pero firmemente, me indicó que debía irme, que mis nervios estaban
alterados, que necesitaba un largo descanso de las repelentes tareas que mi
oficio exige, que mi impresionable juventud estaba demasiado profundamente
afectada por la funesta atmósfera del lugar. ¡Cuán poco sabía de los demoníacos
deseos que espoleaban mi detestable anormalidad! Fui suficientemente juicioso
como para ver que el responder sólo le reafirmaría en su creencia de mi
potencial locura...resultaba mucho mejor marcharse que invitarle a descubrir los
motivos ocultos tras mis actos.
Tras eso, no me atreví a permanecer mucho tiempo en un lugar por miedo a que
algún acto abierto descubriera mi secreto a un mundo hostil. Vagué de ciudad
en ciudad, de pueblo en pueblo. Trabajé en depósitos de cadáveres, rondé
cementerios, hasta un crematorio... cualquier sitio que me brindara la
oportunidad de estar cerca de la muerte que tanto anhelaba.
Entonces llegó la Guerra Mundial. Fui uno de los primeros en alistarme y uno
de los últimos en volver, cuatro años de infernal osario ensangrentado...
nauseabundo légamo de trincheras anegadas de lluvia...mortales explosiones de
histéricas granadas...el monótono silbido de balas sardónicas...humeantes
frenesíes de las fuentes del Flegeton (1)... letales humaredas de gases
venenosos... grotescos restos de cuerpos aplastados y destrozados... cuatro años
de trascendente satisfacción.
En cada vagabundo hay una latente necesidad de volver a los lugares de su
infancia. Unos pocos meses más tarde, me encontré recorriendo los familiares y
apartados caminos de Fenhman. Deshabitadas y ruinosas granjas se alineaban
junto a las cunetas, mientras que los años habían deparado un retroceso igual
en la propia ciudad. Apenas había un puñado de casas ocupadas, aunque entre
ellas estaba la que una vez yo considerara mi hogar. El sendero descuidado e
invadido por malas hierbas, las persianas rotas, los incultos terrenos de detrás,
todo era una muda confirmación de las historias que había obtenido con ciertas
indagaciones: que ahora cobijaba a un borracho disoluto que arrastraba una
mísera existencia con las faenas que le encomendaban algunos vecinos, por
simpatía hacia la maltratada esposa y el mal nutrido hijo que compartían su
suerte. Con todo esto, el encanto que envolvía los ambientes de mi juventud
había desaparecido totalmente; así, acuciado por algún temerario impulso
errante, volví mis pasos a Bayboro.
Aquí, también los años habían traído cambios, aunque en sentido inverso. La
pequeña ciudad de mis recuerdos casi había duplicado su tamaño a pesar de su
despoblamiento en tiempo de guerra. Instintivamente busqué mi primitivo
lugar de trabajo, descubriendo que aún existía, pero con nombre desconocido y
un "Sucesor de" sobre la puerta, puesto que la epidemia de gripe había hecho
presa de Mr. Gresham, mientras que los muchachos estaban en ultramar.
Alguna fatídica disposición me hizo pedir trabajo. Comenté mi aprendizaje bajo
Mr. Gresham con cierto recelo, pero se había llevado a al tumba el secreto de mi
poco ética conducta. Una oportuna vacante me aseguró la inmediata
recolocación.
Entonces volvieron erráticos recuerdos sobre noches escarlatas de impíos
peregrinajes y un incontrolable deseo de reanudar aquellos ilícitos placeres.
Hice a un lado la precaución, lanzándome a otra serie de condenables
desmanes. Una vez más, la prensa amarilla dio la bienvenida a los diabólicos
detalles de mis crímenes, comparándolos con las rojas semanas de horror que
habían pasmado ala ciudad años atrás. Una vez más la policía lanzó sus redes,
sacando entre sus enmarañados pliegues...¡nada!
Mi sed del nocivo néctar de la muerte creció hasta ser un fuego devastador, y
comencé a acortar los períodos entre mis odiosas explosiones. Comprendí que
pisaba suelo resbaladizo, pero el demoníaco deseo me aferraba con torturantes
tentáculos y me obligaba a proseguir.
Durante todo este tiempo, mi mente estaba volviéndose progresivamente
insensible a cualquier otra influencia que no fuera la satisfacción de mis
enloquecidos anhelos. Dejé deslizar, en alguna de esas maléficas escapadas,
pequeños detalles de vital importancia para identificarme. De cierta forma, en
algún lugar, dejé una pequeña pista, un rastro fugitivo, detrás... no lo bastante
como para ordenar mi arresto, pero sí lo suficiente como para volver la marea
de sospechas en mi dirección. Sentía el espionaje, pero aun así era incapaz de
contener la imperiosa demanda de más muerte para acelerar mi enervado
espíritu.
Enseguida llegó la noche en que el estridente silbato de la policía me arrancó de
mi demoníaco solaz sobre el cuerpo de mi postrer víctima, con una
ensangrentada navaja todavía firmemente asida. Con un ágil movimiento, cerré
la hoja y la guardé en el bolsillo de mi chaqueta. Las porras de la policía
abrieron grandes brechas en la puerta. Rompí la ventana con una silla,
agradeciendo al destino haber elegido uno de los distritos más pobres como
morada. Me descolgué hasta un callejón mientras las figuras vestidas de azul
irrumpían por la destrozada puerta. Huí saltando inseguras vallas, a través de
mugrientos patios traseros, cruzando míseras casas destartaladas, por estrechas
calles mal iluminadas. Inmediatamente, pensé en los boscosos pantanos que se
alzaban más allá de la ciudad, extendiéndose unos 60 kilómetros hasta alcanzar
loa arrabales de Fenham. Si pudiera llegar a esta meta, estaría temporalmente a
salvo. Antes del alba me había lanzado de cabeza por el ansiado despoblado,
tropezando con los podridos troncos de árboles moribundos cuyas ramas
desnudas se extendían como brazos grotescos tratando de estorbarme con su
burlón abrazo.
Los diablos de las funestas deidades a quienes había ofrecido mis idólatras
plegarias debían haber guiado mis pasos hacia aquella amenazadora ciénaga.
Una semana más tarde, macilento, empapado y demacrado, rondaba por los
bosques a kilómetro y medio de Fenham. Había eludido por fin a mis
perseguidores, pero no osaba mostrarme, a sabiendas de que la alarma debía
haber sido radiada. Tenía remota la esperanza de haberlos hecho perder el
rastro. Tras la primera y frenética noche, no había oído sonido de voces extrañas
ni los crujidos de pesados cuerpos entre la maleza. Quizás habían decidido que
mi cuerpo yacía oculto en alguna charca o se había desvanecido para siempre
entre los tenaces cenagales.
El hambre ría mis tripas con agudas punzadas, y la sed había dejado mi
garganta agotada y reseca. Pero, con mucho, lo peor era el insoportable hambre
de mi famélico espíritu, hambre del estímulo que sólo encontraba en la
proximidad de los muertos. Las ventanas de mi nariz temblaban con dulces
recuerdos. No podía engañarme demasiado con el pensamiento de que tal
deseo era un simple capricho de la imaginación. Sabía que era parte integral de
la vida misma, que sin ella me apagaría como una lámpara vacía. Reuní todas
mis restantes energías para aplicarme en la tarea de satisfacer mi inicuo apetito.
A pesar del peligro que implicaban mis movimientos, me adelanté a explorar
contorneando las protectoras sombras como un fantasma obsceno. Una vez más
sentí la extraña sensación de ser guiado por algún invisible acólito de Satanás.
Y aun mi alma endurecida por el pecado se agitó durante un instante al
encontrarme ante mi domicilio natal, el lugar de mi retiro de juventud.
Luego, esos inquietantes recuerdos pasaron. En su lugar llegó el ávido y
abrumador deseo. Tras las podridas cercas de esa vieja casa aguardaba mi
presa. Un momento más tarde había alzado una de las destrozadas ventanas y
me había deslizado por el alféizar. Escuché durante un instante, con los sentidos
alerta y los músculos listos para la acción. El silencio me recibió. Con pasos
felinos recorrí las familiares estancias, hasta que unos ronquidos estentóreos
indicaron el lugar donde encontraría remedio a mis sufrimientos. Me permití
un vistazo de éxtasis anticipado mientras franqueaba la puerta de la alcoba.
Como una pantera, me acerqué a la tendida forma sumida en el estupor de la
embriaguez. La mujer y el niño - ¿dónde estarían? -, bueno, podían esperar. Mis
engarfiados dedos se deslizaron hacia su garganta...
Horas más tarde volvía a ser el fugitivo, pero una renovada fortaleza robada era
mía. Tres silenciosos cuerpos dormían para no despertar. No fue hasta que la
brillante luz del día invadió mi escondrijo que visualicé las inevitables
consecuencias de la temeraria obtención alivio. En ese tiempo los cuerpos
debían haber sido descubiertos. Aun el más obtuso de los policías rurales
seguramente relacionaría la tragedia con mi huida de la ciudad vecina. Además,
por primera vez había sido lo bastante descuidado como para dejar alguna
prueba tangible de identidad...
las huellas dactilares en las gargantas de mis recientes víctimas. Durante todo el
día temblé preso de aprensión nerviosa. El simple chasquido de una ramita seca
bajo mis pies conjuraba inquietantes imágenes mentales. Esa noche, al amparo
de la oscuridad protectora, bordeé Fenham y me interné en los bosques de más
allá. Antes del alba tuve el primer indicio definido de la renovada persecución...
el distante ladrido de los sabuesos.
Me apresuré a través de la larga noche, pero durante la mañana pude sentir
cómo mi artificial fortaleza menguaba. El mediodía trajo, una vez más, la
persistente llamada de la perturbadora maldición y supe que me derrumbaría
de no volver a experimentar la exótica intoxicación que sólo llegaba en la
proximidad de mis adorados muertos. Había viajado en un amplio semicírculo.
Si me esforzaba en línea recta, la medianoche me encontraría en el cementerio
donde había enterrado a mis padres años atrás. Mi única esperanza, lo sabía,
residía en alcanzar esta meta antes de ser capturado. Con un silencioso ruego a
los demonios que dominaban mi destino, me volví encaminando mis pasos en
la dirección de mi último baluarte.
¡Dios! ¿Pueden haber pasado escasas doce horas desde que partí hacia mi
espectral santuario? He vivido una eternidad en cada pesada hora. Pero he
alcanzado una espléndida recompensa ¡El nocivo aroma de este descuidado
paraje es como incienso para mi doliente alma!
Los primeros reflejos del alba clarean en el horizonte. ¡Vienen! ¡Mis agudos
oídos captan el todavía lejano aullido de los perros! Es cuestión de minutos que
me encuentren y me aparten para siempre del resto del mundo, ¡para perder
mis días en anhelos desesperados, hasta que al final sea uno con los muertos
que amo!
¡No me cogerán! ¡Hay una puerta de escape abierta! Una elección de cobarde,
quizás, pero mejor - mucho mejor - que los interminables meses de
indescriptible miseria. Dejaré esta relación tras de mí para que algún alma
pueda quizás entender por qué hice lo que hice.
¡La navaja de afeitar! Aguardaba olvidada en mi bolsillo desde mi huida de
Bayboro. Su hoja ensangrentada reluce extrañamente en la menguante luz de la
angosta luna. Un rápido tajo en mi muñeca izquierda y la liberación está
asegurada... cálida, la sangre fresca traza grotescos dibujos sobre las carcomidas
y decrépitas lápidas... hordas fantasmales se apiñan sobre las tumbas en
descomposición... dedos espectrales me llaman por señas... etéreos fragmentos
de melodías no escritas en celestial crescendo... distantes estrellas danzan
embriagadoramente en demoníaco acompañamiento... un millar de diminutos
martillos baten espantosas disonancias sobre yunques en el interior de mi
caótico cerebro... fantasmas grises de asesinados espíritus desfilan ante mí en
silenciosa burla... abrasadoras lenguas de invisible llama estampan la marca del
Infierno en mi alma enferma... no puedo... escribir... más...
(1) un río de fuego, uno de los cinco que existen en el Hades

H. P. LOVECRAFT LO INNOMBRABLE






H. P. LOVECRAFT
LO INNOMBRABLE


Estábamos sentados en una ruinosa tumba del siglo XVI, a avanzada hora de la
tarde de un día de otoño, en el viejo cementerio de Arkham, y divagábamos
sobre lo innombrable. Mirando hacia el sauce gigantesco del cementerio, cuyo
tronco casi había hundido la antigua y casi ilegible losa, y había hecho un
comentario fantástico sobre el alimento espectral e incalificable que sus
colosales raíces succionaban sin duda de aquella tierra vetusta y macabra; mi
amigo me amonestó por decir esas tonterías, y añadió que puesto que no se
habían efectuado enterramientos desde hacía más de un siglo, probablemente el
árbol no recibía otro alimento que el ordinario. Añadió además que mi
constante alusión a lo «innombrable» y lo «incalificable» eran un recurso pueril,
muy en consonancia con mi escasa categoría como escritor. Yo era muy
aficionado a terminar mis relatos con suspiros o ruidos que paralizaban las
facultades de mis héroes y les dejaban sin valor, sin palabras y sin recuerdos
para decir qué habían experimentado. Conocemos las cosas, decía él, sólo a
través de nuestros cinco sentidos o nuestras intuiciones religiosas; por tanto, es
completamente imposible hacer referencia a ningún objeto o visión que no
pueda describirse claramente mediante las sólidas definiciones empíricas o las
correctas doctrinas teológicas, preferentemente congregacionalistas, con las
modificaciones que la tradición o sir Arthur Conan Doyle puedan aportar.
Con este amigo, Joel Manton, discutía a menudo lánguidamente. Era director de
la East High School, nacido y criado en Boston, y participaba de esa sordera
autocomplaciente de Nueva Inglaterra para las delicadas insinuaciones de la
vida. Su opinión era que sólo nuestras experiencias normales y objetivas poseen
importancia estética, y que lo que incumbe al artista es no tanto suscitar una
fuerte emoción mediante la acción, el éxtasis y el asombro, como mantener un
plácido interés y apreciación con detalladas y precisas transcripciones de lo
cotidiano. En particular, era contrario a mi preocupación por lo místico y lo
inexplicable; porque aunque creía en lo sobrenatural mucho más que yo, no
admitía que fuera tema suficientemente común para abordarlo en literatura.
Para un intelecto claro, práctico y lógico, era increíble que una mente pudiese
encontrar su mayor placer en la evasión respecto de la rutina diaria, y en las
combinaciones originales y dramáticas de imágenes normalmente reservadas
por el hábito y el cansancio a las trilladas formas de la existencia real. Según él,
todas las cosas y sentimientos tenían dimensiones, propiedades, causas y
efectos fijos; y aunque sabía vagamente que el entendimiento tiene a veces
visiones y sensaciones de naturaleza bastante menos geométrica, clasificable y
manejable, se creía justificado para trazar una línea arbitraria, y desestimar todo
aquello que no puede ser experimentado y comprendido por el ciudadano
ordinario. Además, estaba casi seguro de que no puede existir nada que sea
«innombrable». No era razonable, según él.
Aunque me daba cuenta de que era inútil aducir argumentos imaginativos y
metafísicos frente a la autosatisfacción de un ortodoxo de la vida diurna, había
algo en el escenario de este coloquio vespertino que me incitaba a discutir más
que de costumbre. Las gastadas losas de pizarra, los árboles patriarcales, los
centenarios tejados holandeses de la vieja ciudad embrujada que se extendía
alrededor; todo contribuía a enardecerme el espíritu en defensa de mi obra; y no
tardé en llevar mis ataques al terreno mismo de mi enemigo. En efecto, no me
fue difícil iniciar el contraataque, ya que sabía que Joel Manton seguía medio
aferrado a muchas de las supersticiones de que las gentes cultivadas habían
abandonado ya; creencias en apariciones de personas a punto de morir en
lugares distantes, o impresiones dejadas por antiguos rostros en las ventanas, a
las que se habían asomado en vida. Dar crédito a estas consejas de vieja
campesina, insistía yo, presuponía una fe en la existencia de sustancias
espectrales en la tierra, separadas de sus duplicados materiales y consiguientes
a ellos. Implicaba, además, una capacidad para creer en fenómenos que estaban
más allá de todas las nociones normales; pues si un muerto puede transmitir su
imagen visible o tangible a la distancia de medio mundo o desplazarse a lo
largo de siglos, ¿por qué iba a ser absurdo suponer que las casas deshabitadas
están llenas de extrañas entidades sensibles, o que los viejos cementerios
rebosan de terribles e incorpóreas generaciones de inteligencias? Y dado que el
espíritu, para efectuar las manifestaciones que se le atribuyen, no puede sufrir
limitación alguna de las leyes de la materia, ¿por qué es una extravagancia
imaginar que los seres muertos perviven psíquicamente -en formas —o
ausencias de formas— que para el observador humano resultan absoluta y
espantosamente «innombrables»? El «sentido común», al reflexionar sobre estos
temas, le aseguré a mi amigo con calor, no es sino uña estúpida falta de
imaginación y de flexibilidad mental.
Había empezado a oscurecer, pero a ninguno de los dos nos apetecía dejar la
conversación. Manton no parecía impresionado por mis argumentos, y estaba
deseoso de refutarlos Con esa confianza en sus propias opiniones que tanto
éxito le daba como profesor, mientras que yo me sentía demasiado seguro en mi
terreno para temer una derrota. Cayó la noche, y las luces brillaron débilmente
en algunas de las ventanas distantes; pero no nos movimos. Nuestro asiento —
un sepulcro— era bastante cómodo, y yo sabía que a mi prosaico amigo no le
inquietaba la cavernosa grieta que se abría en la antigua obra de ladrillos,
maltratada por las raíces, justo detrás de nosotros, ni la total negrura del lugar
que proyectaba la ruinosa y deshabitada casa del siglo XVII que se interponía
entre nosotros y la calle iluminada. Allí, sentados en la oscuridad, junto a la
hendida tumba próxima a la casa deshabitada, conversábamos sobre lo
«innombrable»; y cuando mi amigo dejó de burlarse, le hablé de la espantosa
prueba que había detrás del relato mío del que más se había burlado él.
El relato se titulaba La ventana del dtico y había aparecido en el número de
Whispers correspondiente a enero de 1922. En muchos lugares, especialmente en
el sur y en la costa del Pacífico, retiraron la revista de los kioscos a causa de las
quejas de los estúpidos pusilánimes; pero en Nueva Inglaterra no causó
ninguna emoción, y las gentes se encogieron de hombros ante mis
extravagancias. Era impensable, dijeron, que nadie se sobresaltase con aquel ser
biológicamente imposible; no era sino una conseja más, una habladuría que
Cotton Mather había hecho lo bastante creíble como para incluirla en su caótica
Magnalia Christi Americana, y se hallaba tan pobremente autentificada que ni
siquiera se había atrevido a citar el nombre de la localidad donde había tenido
lugar el horror. Y en cuanto a la ampliación que yo hacía de la breve nota del
viejo místico... ¡era completamente imposible, y típica de un plumífero frívolo y
fantasioso! Mather había dicho efectivamente que había nacido semejante ser;
pero nadie, salvo un sensacionalista barato, podría pensar que se hubiese
desarrollado, se fuese asomando a las ventanas de las gentes por las noches, y
se ocultara en el ático de una casa, en cuerpo y alma, hasta que alguien lo
descubrió siglos después en la ventana, aunque no pudo describir qué fue lo
que le volvió grises los cabellos. Todo esto no era más que descarada
mediocridad, cosa en la que no paraba de insistir mi amigo Manton. Entonces le
hablé de lo que había descubierto en un viejo diario redactado entre 1706 y
1723, desenterrado de entre los papeles de la familia, a menos de una milla de
donde estábamos sentados; de eso, y de la verdad irrefutable de las cicatrices
que mi antepasado tenía en el pecho y la espalda, que el diario describía. Le
hablé también de los temores que abrigaban otras gentes de esa región, y de lo
que se murmuró durante generaciones, y de cómo se demostró que no era
fingida la locura que le sobrevino al niño que entró en 1793 en una casa
abandonada para examinar determinadas huellas que se decía que había.
Fue sin duda un ser horrible... rio es de extrañar que los estudiosos se
estremezcan al abordar la época puritana de Massachussetts. Se conoce muy
poca cosa de lo que ocurrió bajo la superficie, aunque a veces supura
horriblemente con un burbujeo putrescente. El terror a la brujería es un destello
de luz de lo que bullía en los estrujados cerebros de los hombres; pero incluso
eso es una pequeñez. No había belleza, no había libertad... como puede
comprobarse en los restos arquitectónicos y domésticos, y los sermones
envenenados de los rigurosos teólogos. Y dentro de esa herrumbrosa camisa de
fuerza, se ocultaban farfullantes la atrocidad, la perversión y el satanismo. Esta
era, verdaderamente, la apoteosis de lo innombrable.
Cotton Mather, en ese demoníaco sexto libro que nadie debe leer de noche, no
se anda con rodeos al lanzar sus anatemas. Severo como un profeta judío, y
lacónicamente imperturbable como nadie hasta entonces, habla de la bestia que
dio a luz un ser superior a las bestias, aunque inferior al hombre, el ser del ojo
manchado, y del desdichado y vociferante borracho al que ahorcaron por tener
un ojo así. De todo esto se atreve a hablar, aunque no cuenta lo que ocurrió
después. Quizá no llegó a saberlo; o quizá sí, y no se decidió a contarlo. Hay
quien sí que se enteró, aunque no llegó a decir nada... Tampoco se dio
explicación pública de por qué se hablaba con temor de la cerradura de la
puerta que había al pie de la escalera de cierto ático donde vivía un viejo
solitario, amargado y decrépito, el cual se había atrevido a levantar la losa de
determinada sepultura anónima, sobre la cual, sin embargo, existen numerosas
leyendas capaces de helarle la sangre a cualquiera.
Todo está en ese diario ancestral que encontré: las secretas alusiones e historias
susurradas sobre seres con un ojo manchado que andaban asomándose a las
ventanas por la noche o eran vistos por los prados desiertos, cerca de los
bosques. Mi antepasado vio a un ser así en una carretera sombría que corría por
un valle, el cual le dejó señales de cuernos en el pecho y de garras en la espalda;
y cuando buscaron sus pisadas en el polvo, encontraron huellas mezcladas de
pezuñas hendidas y zarpas vagamente antropoides. En una ocasión, un jinete
del servicio de correo contó que había visto a la luz de la luna, unas horas antes
del amanecer, a un viejo corriendo y llamando a una criatura espantosa que
andaba a zancadas por Meadow Hill, y muchos le creyeron. Desde luego, corrió
una extraña historia una noche de 1710, cuando el viejo solitario y decrépito fue
enterrado en una cripta que había detrás de su propia casa, cerca de la losa de
pizarra sin inscripción. Nadie abrió la puerta que daba acceso a la escalera del
ático, sino que dejaron la casa como estaba, pavorosa y desierta. Cuando se oían
ruidos en ella, la gente murmuraba y se estremecía, confiando en que fuese
bastante sólido el cerrojo de la puerta del ático. Más tarde, esta confianza se vio
frustrada cuando el horror se presentó en la casa parroquial y no dejó una sola
alma viva o entera. Con el paso de los años, las leyendas adoptan un carácter
espectral... pero supongo que aquel ser debió de morir, si era una criatura viva.
Su recuerdo sigue siendo espantoso... tanto más espantoso cuanto que ha sido
secreto.
Durante esta narración, mi amigo Manton se había ido quedando en silencio, y
observé que mis palabras le habían impresionado. No se rió al callarme yo, sino
que me preguntó muy serio sobre el niño que enloqueció en 1793, y qué parecía
ser el héroe de mi historia. Le dije que el chico había ido a aquella casa
encantada y desierta, seguramente movido por la curiosidad, ya que creía que
las ventanas conservan latente la imagen de quienes habían estado sentados
junto a ellas. El chico fue a examinar las ventanas de aquel horrible ático a causa
de las historias sobre los seres que se habían visto detrás de ellas, y regresó
gritando frenéticamente.
Cuando acabé de hablar, Manton se quedó pensativo; pero poco a poco volvió a
su actitud analítica. Concedió que quizá había existido realmente un monstruo
espantoso; pero me recordó que ni siquiera la más morbosa aberración de la
naturaleza tiene por qué ser innombrable ni científicamente indescriptible.
Admiré su claridad y persistencia; pero añadí nuevas revelaciones que había
recogido entre la gente de edad. Leyendas espectrales, aclaré, relacionadas con
apariciones monstruosas más horribles que cuantas entidades orgánicas podían
existir; apariciones de formas bestiales y -gigantescas, visibles a veces, y a veces
- sólo tangibles, que flotaban en las noches sin luna y rondaban por la vieja casa;
la cripta que había detrás, y el sepulcro junto a cuya losa ilegible había brotado
un árbol. Tanto si tales apariciones habían matado o no personas a cornadas o
sofocándolas, como se decía en algunas tradiciones no comprobadas, habían
causado una tremenda impresión; y aún eran secretamente temidas por los más
viejos de la región, aunque las nuevas generaciones casi las habían olvidado...
Quizá desaparecieran, si se dejaba de pensar en ellas. Es más, en lo que se
refería a la estética, si las emanaciones psíquicas de las criaturas humanas
consistían en distorsiones grotescas, ¿qué representación coherente podría
expresar o reflejar una nebulosidad gibosa e infame como aquel espectro de
maligna y caótica perversión, aquella blasfemia morbosa de la naturaleza?
Modelado por el cerebro de una pesadilla híbrida, ¿no constituirá semejante
horror vaporoso, con todo su nauseabunda verdad, lo intensa,
escalofriantemente innombrable?
Sin duda se había hecho muy tarde. Un murciélago singularmente silencioso
me tocó al pasar, y creo que a Manton también, porque aunque no podía verle,
noté que levantaba el brazo. Luego dijo:
—Pero, ¿sigue en pie y deshabitada esa casa de la ventana del ático?
—Si —contesté---. Yo la he visto.
—¿Y encontraste algo... en el ático o en algún otro lugar?
—Unos cuantos huesos bajo el alero. Quizá fue eso lo que vio el niño; si era
muy sensible, no necesitó ver nada en el cristal de la ventana para perder la
razón. Si pertenecían al mismo ser, debió de tratarse de una monstruosidad
histérica y delirante. Habría sido blasfemo dejar tales huesos en el mundo; así
que los metí en un saco y los llevé a la tumba que hay detrás de la casa. Había
una abertura por donde los pude arrojar al interior. No pienses que fue una
tontería por mi parte... Quisiera que hubieses visto el cráneo. Tenía unos
cuernos de unas cuatro pulgadas; en cambio, la cara y la mandíbula eran igual
que la tuya o la mía.
Al fin pude notar que Manton, ahora muy cerca de mí, experimentaba un
auténtico escalofrío. Pero su curiosidad no se dejó intimidar.
—-¿Y los cristales de las ventanas?
—-Habían desaparecido todos. Una de las ventanas había perdido
completamente el marcó; en las demás, no había rastro de cristales en las
pequeñas aberturas romboidales. Eran de esa clase de ventanas de celosía que
cayeron en desuso antes de 1700. Supongo que
llevaban un siglo o más sin cristales... quizá los rompiera el niño, si es que llegó
hasta allí; la leyenda no lo dice.
Manton se quedó pensativo otra vez.
—Me gustaría ver la casa, Carter. ¿Dónde está? Tanto si tiene cristales como si
no, quisiera echarle una ojeada. Y también a la tumba donde pusiste aquellos
huesos, y la otra sepultura sin inscripción... todo eso debe de ser un poco
terrible.
—La has estado viendo... hasta que se ha hecho de noche.
Mi amigo se puso más nervioso de lo que yo me esperaba; porque ante este
golpe de inocente teatralidad, se apartó de mí neuróticamente y dejó escapar un
grito, con una especie de atragantamiento que liberó su tensión contenida. Fue
un grito singular, y tanto mas terrible cuanto que fue contestado. Pues aún
resonaba, cuando oí un crujido en la tenebrosa negrura, y comprendí que se
abría una ventana de celosía en aquella casa vieja y maldita que teníamos allí
cerca. Y dado que todos los demás marcos de ventana hacía tiempo que habían
desaparecido, comprendí que se trataba del marco espantoso de aquella
ventana demoníaca del ático.
Luego nos llegó una ráfaga de aire fétido y glacial procedente de la misma
espantosa dirección, seguida de un alarido penetrante que brotó junto a mí, de
aquella tumba agrietada de hombre y monstruo. Un instante después, fui
derribado del horrible banco donde estaba sentado por el impulso infernal de
una entidad invisible de tamaño gigantesco, aunque de naturaleza
indeterminada. Caí cuan largo era en el moho trenzado de raíces de ese
horrendo cementerio, mientras de la tumba salía un rugido jadeante y un aleteo,
y mi fantasía se valía de ellos para poblar la oscuridad con legiones de seres
semejantes a los deformes condenados de Milton. Se formó un vórtice de viento
helado y devastador, y luego hubo un tableteo de ladrillos y cascotes sueltos;
pero, misericordiosamente, me desvanecí-antes de comprender lo que ocurría.
Manton, aunque más bajo que yo, es más resistente; porque abrimos los ojos
casi al mismo tiempo, a pesar de que sus heridas eran más graves. Nuestras
camas estaban juntas, y en pocos segundos nos enteramos de que estábamos en
el hospital de St. Mary. Las enfermeras se habían congregado a nuestro
alrededor, en tensa curiosidad, ansiosas por ayudar a nuestra memoria,
contándonos cómo habíamos llegado allí; y no tardamos en saber que un
granjero nos había encontrado a mediodía en un campo solitario al otro lado de
Meadow Hill, a una milla del viejo cementerio, en un lugar donde se dice que
hubo en otro tiempo un matadero. Manton tenía dos serias heridas en el pecho,
así como algunos cortes o arañazos menos graves en la espalda. Yo no estaba
malherido; pero tenía el cuerpo cubierto de morados y contusiones de lo más
desconcertantes, y hasta una huella de pezuña hendida. Era evidente que
Manton sabía más que yo, pero no dijo nada a los perplejos e interesados
médicos, hasta que le explicaron cual era la naturaleza de nuestras heridas.
Entonces dijo que habíamos sido victimas de un toro resabiado... aunque
resultó difícil explicar e identificar al animal.
Cuando las enfermeras y los médicos nos dejaron, le susurré una pregunta
sobrecogida:
—¡Dios mío, Manton, ¿qué ha pasado? Esas señales... ¿ha sido eso?
Pero yo estaba demasiado perplejo para alegrarme, cuando me contestó en voz
baja algo que yo medio me esperaba:
—No... no ha sido eso ni mucho menos. Estaba en todas partes... era una gelatina...
un limo.., sin embargo, tenía formas, mil formas espantosas imposibles de
recordar. Tenía ojos... uno de ellos manchado. Era el abismo, el maelstrom, la
abominación final. Carter, ¡era lo innombrable!

H. P. LOVECRAFT Y AUGUST DERLETH LA VENTANA EN LA BUHARDILLA






H. P. LOVECRAFT Y AUGUST DERLETH
LA VENTANA EN LA BUHARDILLA


I
Me trasladé a casa de mi primo Wilbur cuando aún no había pasado un mes
desde su inesperada muerte. Lo hice no sin cierto recelo, pues no me agradaba
demasiado la soledad del valle entre montañas del Aylesbury Pike. Pero me
parecía bastante lógico que esa propiedad de mi primo favorito hubiese recaído
sobre mí. Cuando aún no era propiedad de los Wharton, la casa había estado
sin habitar durante mucho tiempo. No había sido utilizada desde que el nieto
del campesino que la había construido se marchó a la ciudad de Kingston, en la
costa, y mi primo la compró a aquel heredero disgustado con el tipo de vida
que llevaba en esa triste y agotada tierra. Fue algo imprevisto, como solían
hacer las cosas los Akeley: impulsivamente.
Wilbur había sido estudiante de arqueología y antropología durante muchos
años. Se había licenciado en la Universidad de Miskatonic, en Arkham, e
inmediatamente después pasó tres años en Mongolia, Tíbet, Sinkiang, y otros
tres en América del Sur, América Central y la parte suroeste de Estados Unidos.
Había venido personalmente a dar la respuesta a una proposición que le
hicieron para formar parte del profesorado de la Universidad de Miskatonic,
pero en lugar de eso, se compró la vieja finca de los Wharton y se dedicó a
repararla: tiró todas las alas con excepción de una, y dio a la estructura central
una forma todavía más extraña que la que había adquirido a lo largo de las
veinte décadas de su existencia. Pero ni siquiera yo tuve plena conciencia del
alcance de estas reformas hasta que tomé posesión de la casa.
Fue entonces cuando me di cuenta de que Wilbur sólo había dejado sin alterar
uno de los laterales de la casa, había reconstruido por completo la fachada y la
parte posterior, y había acondicionado una habitación en el desván del ala sur
de la planta baja. La casa había sido en principio de una planta, con un enorme
desván, que sirvió en su época para llenarse de todo tipo de bártulos de la vida
rural de Nueva Inglaterra. En parte había sido construida con troncos; y ese tipo
de construcción lo había dejado Wilbur tal cual, lo que demostraba el respeto de
mi primo por la artesanía de nuestros antepasados de estas tierras: la familia
Akeley llevaba en América cerca de doscientos años cuando Wilbur decidió
dejar sus viajes y asentarse en su lugar de origen. El año, si mal no recuerdo, era
1921: no vivió allí más que tres años, de modo que fue en 1924 -el 16 de abrilcuando
me trasladé a la casa para hacerme cargo de ella según disponía el
testamento.
La casa estaba más o menos como la había dejado. No concordaba con el paisaje
de Nueva Inglaterra, ya que a pesar de las huellas del pasado en sus cimientos
de piedra y en los troncos, lo mismo que en la chimenea, había sido tan
renovada que parecía fruto de varias generaciones. La mayor parte de estas
reformas las había hecho Wilbur para su mayor comodidad, pero había un
cambio que me causó extrañeza, y del que Wilbur nunca había dado ninguna
explicación: era la instalación en la zona sur de la buhardilla, de una gran
ventana redonda, con un curioso cristal opaco, del que simplemente había
dicho que era una antigüedad muy valiosa, descubierta y adquirida durante su
estancia en Asia. Se refirió a ella en una ocasión como «el cristal de Leng» y en
otra habló de que «su origen posiblemente se deba a las Híadas». Ninguna de
las dos referencias me aclaraba nada, pero, si he de ser sincero, tampoco estos
caprichos de mi primo me interesaban lo suficiente como para averiguar más.
Pronto deseé, sin embargo, haberlo hecho. En seguida descubrí, una vez
instalado en la casa, que toda la vida de mi primo parecía desenvolverse, no en
las habitaciones centrales del piso de abajo, como sería de esperar, puesto que
eran las más acondicionadas en cuanto a comodidades, sino en torno al cuarto
abuhardillado. Aquí era donde tenía sus pipas, sus libros favoritos, sus discos, y
los muebles más cómodos. Era también aquí donde trabajaba, donde estudiaba
los manuscritos relacionados con su profesión y donde le sorprendió -mientras
consultaba unos volúmenes de la Biblioteca de la Universidad de Miskatonic- la
enfermedad coronaria que acabó con su vida.
O adaptaba mi forma de vida a sus cosas, o adaptaba sus cosas a mi forma de
vida. Decidí esto último. Como primera medida, tenía que restablecer la
disposición adecuada de la casa y vivir de nuevo en las estancias de la planta
baja, ya que, a decir verdad, sentí desde el principio que la buhardilla me
repelía. En parte, cierto, porque me recordaba la presencia de mi primo muerto,
quien nunca mas ocuparía su lugar favorito de la casa, pero también porque la
habitación me resultaba totalmente extraña y fría. Me sentía rechazado como
por una fuerza física que no podía comprender, aunque posiblemente aquel
rechazo se correspondía con mi actitud hacia la habitación a la que no
comprendía, como nunca pude comprender a mi primo Wilbur.
Las reformas que deseaba hacer no eran del todo fáciles. Pronto me di cuenta de
que la vieja ‘guarida’ de mi primo imprimía carácter a toda la casa. Hay quien
piensa que las casas asumen algo del carácter de sus dueños; si la vieja casa
había adquirido algo del carácter de los Wharton, que habían vivido en ella
durante tanto tiempo, sin duda mi primo lo había borrado con sus reformas,
pues ahora parecía hablar fielmente de la presencia de Wilbur Akeley. No era
tanto una sensación opresiva como la molesta convicción de no estar solo, de
ser observado minuciosamente por algo que me era desconocido.
Quizá la responsable de estas fantasías era la propia soledad de la casa, pero me
daba la impresión de que la habitación favorita de mi primo era algo vivo, que
esperaba su regreso, como un animal que no se ha dado cuenta de que la
muerte ha hecho acto de presencia y el dueño a quien espera no volverá jamás.
Quizá debido a esta obsesión presté a aquel cuarto más atención que la que de
hecho merecía. Había retirado de allí algunas cosas, como, por ejemplo, una
cómoda silla; pero algo me impulsó a devolverla a su lugar, como una
obligación emanada de convicciones diversas, y a menudo conflictivas: que esta
silla, por ejemplo, pudiera estar hecha para alguien con diferente constitución a
la mía, y por ello resultaba incómoda a mi persona, o que la luz no fuera tan
buena abajo como arriba, por lo que también devolví a la buhardilla los libros
que había retirado de sus estantes.
Sin lugar a dudas, las características de la habitación eran totalmente diferentes
a las del resto de la casa. La casa de mi primo era en general bastante vulgar, si
se exceptúa esa habitación. La planta baja estaba llena de comodidades, pero
parecía haber sido poco utilizada, con excepción de la cocina. La habitación, en
cambio, estaba bien amueblada, pero de un modo diferente, difícil de explicar.
Era como si la habitación, sin duda un estudio construido por un hombre para
su propio uso, hubiese sido utilizada por innumerables personas, cada una de
las cuales hubiese dejado algo de sí misma dentro de esas paredes, pero sin
ninguna huella identificadora. Sin embargo, yo sabía que mi primo había
llevado una vida de ermitaño, con la excepción de sus salidas a la Universidad
de Miskatonic de Arkham y a la Biblioteca Widener de Boston. No había
viajado, ni recibía visitas. En las pocas ocasiones en que paré en su casa -por
razones de trabajo muchas veces me encontraba en los alrededores-, aunque
siempre se portó cortésmente, parecía estar deseando que me marchase. Y eso
que nunca permanecí allí más de quince minutos.
A decir verdad, el ambiente que flotaba en la buhardilla me hizo olvidar el
deseo de cambiarla. El piso de abajo era suficiente para mí; me proporcionaba
un hogar agradable, y no me fue difícil prescindir de la buhardilla y de las
reformas que pensaba hacer allí, hasta casi olvidarme de ello y considerarlo sin
importancia. Además, con frecuencia pasaba fuera varios días y varias noches, y
no tenía prisa alguna por reformar la casa. El testamento de mi primo había
sido refrendado oficialmente, y la casa registrada a mi nombre, de modo que
nada amenazaba mi propiedad.
Iodo habría ido bien, puesto que ya me había olvidado de los incumplidos
planes para la buhardilla, de no haber sido por los pequeños incidentes que
empezaron a turbarme. Al principio, sin ninguna consecuencia; eran cosas sin
importancia que casi pasaron inadvertidas. Creo recordar que la primera de
ellas sucedió al mes escaso de estar allí, y fue tan insignificante que, hasta
pasadas varias semanas, no se me ocurrió relacionarla con acontecimientos
posteriores. Escuché el ruido una noche, mientras leía cerca de la chimenea en
la planta baja, y no era probablemente nada más que un gato o algún animal
similar arañando la puerta para que le dejase entrar. Pero se oía con tanta
claridad que me levanté a mirar en la puerta principal y en la puerta posterior,
sin encontrar rastro de ningún gato. El animal había desaparecido en la noche.
Le llamé varias veces, pero no obtuve respuesta ni escuché el menor ruido. No
me había dado tiempo a sentarme, cuando empezó de nuevo a arañar la puerta.
Lo intenté por lo menos media docena de veces, pero no logré ver al gato, hasta
que me molestó tanto aquello que, de haberlo visto, probablemente lo habría
matado.
Por sí solo, este incidente era trivial, y nadie pensaría dos veces en él. ¿Sería un
gato que conocía a mi primo, y que al no conocerme a mí se había asustado?
Pudiera ser. No pensé más en ello. Sin embargo, no había pasado una semana
cuando ocurrió un incidente similar, pero con una acusada diferencia respecto
al primero. Esta vez, en lugar de arañazos de gato, el sonido era algo que se
deslizaba a tientas, y que me provocó un escalofrío, como si una serpiente
gigante o la trompa de un elefante rozase en las ventanas y en las puertas. Tras
el sonido, mi reacción fue idéntica a la vez anterior. Oí, pero no vi nada;
escuchaba y no descubría nada, sólo los sonidos inaprensibles. ¿Un gato? ¿Una
serpiente? ¿O qué?
Aparte del gato y de la serpiente, que no tardaron en volver, sucedieron otros
nuevos incidentes. En ocasiones escuchaba lo que parecía el sonido de las
pezuñas de una bestia, o las pisadas de un gigantesco animal, o los picotazos de
pájaros en las ventanas, o el deslizamiento de un gran cuerpo, o el sonido
aspirante de unos labios. ¿Qué podía deducir de todo esto? Consideré que eran
alucinaciones mías y descarté que existiera una explicación, puesto que los
sonidos aparecían en cualquier momento, a todas horas de la noche y del día.
De haber habido algún animal de cualquier tamaño en la puerta o en la
ventana, tendría que haberlo visto antes de que desapareciese en el bosque de
las colinas que rodeaban la casa (lo que había sido campo se hallaba ahora
cubierto de álamos, abedules y fresnos).
Este ciclo misterioso quizá no bahía sido interrumpido, de no ser porque una
noche abrí la puerta de las escaleras que conducían a la buhardilla de mi primo,
debido al calor que hacía en la planta baja; fue entonces cuando los arañazos del
gato empezaron otra vez, y me di cuenta de que el ruido no venía de las
puertas, sino de la misma ventana de la buhardilla. Subí escaleras arriba, sin
dudarlo, sin pararme a pensar que tendría que tratarse de un gato muy especial
para poder trepar hasta el segundo piso de la casa y llamar para que le dejasen
entrar por la ventana redonda, única abertura al exterior de la habitación. Y
puesto que la ventana no se abría, ni siquiera parcialmente, y como se trataba
de un cristal opaco, no pude ver nada. Pero sí me quedé allí escuchando el
ruido producido por los arañazos de un gato, tan cerca como si viniese del otro
lado del cristal.
Bajé corriendo, cogí una potente linterna y salí a la calurosa noche de verano
para iluminar la pared en que estaba la ventana. Pero ya había cesado todo
ruido, y ya no había nada que ver excepto la pared de la casa y la ventana, tan
negra por fuera como blanca y opaca por dentro. Pude haber seguido
desconcertado durante el resto de mi vida y muchas veces pienso que
indudablemente eso habría sido lo mejor, pero no fue así.
Por esta época recibí de una vieja tía un gato, llamado «Little Sam», que se
había llevado un premio y que había sido mascota mía hacía cosa de dos años,
cuando aún era pequeño. Mi tía había acogido con cierta alarma mis intenciones
de vivir solo, y finalmente me había mandado uno de sus gatos para que me
hiciese compañía. «Little Sam», ahora, desafiaba su nombre: tendría que
haberse llamado «Big Sam». Había engordado mucho desde la última vez que
lo vi, y se había convertido en un felino fiero y negro, todo un ejemplar de su
especie. «Little Sam» me demostraba con arrumacos su afecto, pero mostraba
una gran desconfianza hacia la casa. A veces dormía cómodamente a los pies de
la chimenea; en otros momentos parecía un gato poseído: aullaba para que le
dejara salir afuera. Y cuando sonaban aquellos extraños sonidos que parecían
de animales que pretendían entrar en la casa, «Little Sam» se volvía loco de
miedo y de furia, y tenía que dejarle salir de inmediato para que pudiera
refugiarse en una vieja dependencia que no había sido afectada por las reformas
de mi primo. Allí dentro se pasaba la noche -allí o en el bosque- y no volvía
hasta el amanecer, cuando le entraba hambre. A lo que se negaba siempre
rotundamente era a entrar en la buhardilla.
II
Fue el gato, en realidad, el que me impulsó a profundizar en los trabajos de mi
primo. Las reacciones de «Little Sam» eran tan anómalas que no me quedó otro
remedio que rebuscar entre los revueltos papeles que había dejado mi primo, a
ver si encontraba alguna explicación al fenómeno ya habitual de la casa. Casi en
seguida me tropecé con una carta sin terminar, en el cajón del escritorio de una
habitación de la planta baja; estaba dirigida a mí, y parecía evidente que Wilbur
era consciente de su enfermedad, puesto que la carta parecía contener
instrucciones en caso de muerte. Pero lo más probable también era que Wilbur
ignorase la inminencia de su muerte, pues la carta había sido empezada tan sólo
un mes antes de que le sobreviniese aquélla y aguardaba a medio acabar en un
cajón, como si mi primo hubiera pensado que le quedaba tiempo de sobra para
terminarla.
«Querido Fred -había escrito-, los mejores médicos me dicen que me queda
poco tiempo de vida, y como ya he dicho en mi testamento que serás mi
heredero, quiero añadir a ese documento unas cuantas disposiciones últimas
que te ruego recuerdes y lleves a cabo fielmente. Hay en especial tres cosas que
debes hacer sin falta, y del modo que te indico:
l. Todos los papeles que están en los cajones A, B y C de mi
armario deben ser destruidos.
2. Todos los libros de los estantes H, I, J y K han de ser devueltos a
la Biblioteca de la Universidad de Miskatonic de Arkham.
3. La ventana redonda que está en el cuarto abuhardillado de
arriba tiene que ser rota. No se trata de quitarla simplemente,
debe ser hecha añicos.
Has de aceptar mi decisión sobre estos tres puntos y si no lo haces puedes ser
responsable de enviar un terrible azote sobre el mundo. No quiero hablar más
de esto. Hay otras cosas de las que quiero hablar mientras puedo hacerlo. Una
de éstas es la cuestión... »
Aquí se interrumpió y dejó su carta.
¿Qué hacer con tan extrañas instrucciones? Comprendía que esos libros se
devolviesen a la Biblioteca de la Universidad de Miskatonic. Yo no tenía ningún
interés especial en ellos. Pero ¿por qué destruir los papeles? ¿Por qué no
llevarlos también allí? Y respecto al cristal... Destruirlo era sin duda una
tontería; tendría que comprar una ventana nueva, y esto representaría un gasto
superfluo. Esta parte de la carta produjo el desgraciado efecto de despertar más
y más mi curiosidad, y me propuse mirar entre sus cosas con mayor atención.
Esa misma noche fui a la habitación abuhardillada del piso de arriba y empecé
con los libros de las estanterías indicadas. El interés de mi primo por los temas
de arqueología y antropología se reflejaba claramente en la selección de sus
libros: textos referentes a las civilizaciones polinesias, mongólicas y de varias
tribus primitivas, y obras acerca de las migraciones de pueblos, el culto y los
mitos de las religiones primitivas. Estos, sin embargo, sólo podían considerarse
los primeros de los libros destinados a ser entregados a la Biblioteca de la
Universidad de Miskatonic. Muchos de ellos parecían ser muy viejos, tan viejos
que ni siquiera se indicaba fecha alguna, y a juzgar por su apariencia y su letra
deduje que provenían de la Edad Media. Los más recientes -ninguno era
posterior a 1850- habían sido recibidos de diversos lugares: algunos habían
pertenecido al padre de mi primo, Henry Akeley, de Vermont, que se los había
dejado a Wilbur ; otros llevaban el sello de la Biblioteca Nacional de París, lo
que inducía a sospechar que Wilbur se los había llevado de allí.
Estos libros en varios idiomas llevaban títulos como: los Manuscritos Pnakóticos,
el Texto de R’lyeh, los Unaussprechlichen Kulten de von Junzt, el Libro de Eibon, los
Cánticos de Dhol, los Siete Libros Crípticos de Hsan, De Vermis Mysteriis de Ludvig
Prinn, los Fragmentos de Celaeno, los Cultes des Goules del conde d’Erlette, el Libro
de Dzyan, una copia fotostática del Necronomicon, de un árabe llamado Abdul
Alhazred, y muchos otros, algunos aparentemente en forma de manuscritos.
Confieso que estos libros me sorprendieron, puesto que estaban llenos -aquellos
que leí- de ciencias ocultas, de mitos y de leyendas relativos a las creencias
antiguas y primitivas de las religiones de nuestra raza... Y si no había leído mal,
también de razas desconocidas. Por supuesto, no podía enjuiciar debidamente
los textos en latín, francés y alemán; ya era bastante difícil descifrar el inglés
antiguo de algunos de sus manuscritos y libros. De cualquier forma, pronto se
acabó la paciencia: los libros mantenían unos postulados tan extraños que sólo
un antropólogo con gran vocación podía coleccionar tal cantidad de literatura
de ese tipo.
Aquellas obras no carecían de interés, pero todas trataban más o menos del
mismo tema. Era el viejo credo del poder de la luz contra el poder de las
tinieblas, o por lo menos así lo interpreté yo. No importaba que se denominasen
Dios y Demonio, o los Dioses Arquetípicos y los Primordiales, el Bien y el Mal o
nombres como los Nodens, el Señor de los Abismos, el único nombrado, el Dios
Arquetípico, o éstos de los Primigenios: el dios idiota, Azathoth, amorfa plaga
de la confusión de los mundos abismales que blasfema y parlotea en el centro
del infinito; Yog-Sothoth, el todo en uno, el uno en todo, no sujeto ni a las leyes
del tiempo ni del espacio, coexistente con el tiempo y co-aniquilante con el
espacio; Nyarlathotep, el mensajero de los Primordiales: el Gran Cthulhu que,
mantenido en un estado letárgico mágico, espera surgir otra vez de la cósmica
R’lyeh, sumergida en las profundidades del océano; Hastur, señor del espacio
interestelar; Shub-Niggurath, la Cabra Negra de los Bosques y sus mil crías. Y
así como las razas de los hombres que adoraban varios dioses conocidos
llevaban nombres de sectas, así también ocurría con los adeptos de los
Primordiales, que incluían a los Abominables Hombres de las Nieves del
Himalaya y de otras regiones montañosas de Asia; los Profundos, que
merodeaban en las profundidades del océano, bajo las órdenes de Dagon, para
servir al Gran Cthulhu; los Shantaks; el Pueblo Tcho-Tcho; y otros muchos.
Según constaba, algunos de ellos habían surgido de aquellos lugares a los
cuales los Primordiales fueron desterrados -como Lucifer, que fue desterrado
del Paraíso- después de su rebelión contra los Dioses Arquetípicos; eran lugares
tales como las distantes estrellas de las Híadas, Kadath la Desconocida, la
Meseta de Leng, o incluso la ciudad hundida de R’lyeh.
A través de esos textos, dos elementos preocupantes sugerían que mi primo se
había tomado todo esto de las mitologías más en serio de lo que yo pensaba.
Las repetidas referencias a las Híadas, por ejemplo, me recordaban que Wilbur
me había hablado del cristal de la ventana y de que «su origen posiblemente se
deba a las Híadas». Y más específicamente como «el cristal de Leng». Es cierto
que estas referencias podían ser meras coincidencias, y me tranquilicé por un
momento diciéndome a mí mismo que «Leng» podía ser algún comerciante
chino en antigüedades, y la palabra «Híadas» podía provenir de una errónea
interpretación. Pero esto era un mero pretexto por mi parte, pues todo indicaba
que para Wilbur estas mitologías desconocidas habían significado algo más que
un entretenimiento temporal. De no haber sido suficiente su colección de libros,
sus anotaciones no habrían dejado lugar a dudas.
Las anotaciones contenían algo más que misteriosas referencias. Había dibujos
toscos pero significativos que me causaron una extraña y desagradable
impresión: alucinantes escenas y criaturas extrañas, seres que no hubiese
podido imaginar en mis peores sueños. En su mayor parte estas criaturas eran
imposibles de describir; eran aladas, semejantes a murciélagos del tamaño de
un hombre; vastos y amorfos cuerpos, llenos de tentáculos, que parecían a
primera vista pulpos, pero definitivamente más inteligentes que un pulpo; seres
con garras, mitad hombres, mitad pájaros; cosas horribles, con cara de batracio,
que caminaban erectas, con brazos escamosos y de un color verde claro, como el
agua del mar. Había seres humanos más reconocibles, aunque distorsionados;
hombres con rasgos orientales, atrofiados y enanos, que vivían en lugares fríos
a juzgar por sus ropas, y había una raza nacida de repetidos cruces, con ciertos
caracteres de batracios, aunque indiscutiblemente humanos. Nunca pensé que
mi primo tuviese tanta imaginación; sabía que tío Henry admitía como ciertas
las que no eran sino fantasías de su mente, pero nunca, que yo supiese, había
demostrado Wilbur esta misma tendencia; veía ahora que había escamoteado lo
esencial de su verdadera naturaleza, y este hallazgo me dejaba atónito.
Ciertamente, ningún ser vivo podía haber servido de modelo para estos dibujos,
y no había tales ilustraciones en los manuscritos y libros que había dejado.
Movido por la curiosidad, busqué más a fondo en sus anotaciones. Finalmente,
separé aquellas de sus referencias crípticas que parecían, aunque muy
remotamente, encerrar lo que buscaba, y las ordené cronológicamente, cosa
fácil, pues estaban fechadas.
«15 de octubre,’21. Paisaje más claro. ¿Leng? Parece el suroeste de América.
Cuevas llenas de bandadas de murciélagos -como una densa nube- que
empiezan a salir justo antes del ocaso, y tapan el sol. Arbustos y árboles
torcidos. Un lugar venteado. A lo lejos, hacia la derecha, montañas con nieve en
las cimas, a la orilla de la región desértica.»
«21 de octubre,’21. Cuatro Shantaks en medio del paisaje. Estatura media mayor
que la de un hombre. Peludos. Cuerpo similar al de los murciélagos, con alas
que se extienden tres pies sobre la cabeza. Cara picuda, como de buitres. Por lo
demás se parecen a un murciélago. Cruzaron el escenario en vuelo. Se pararon a
descansar en un risco a mitad de camino. No enterados. ¿Iba alguien montado
encima de uno de ellos? No puedo estar seguro.»
«7 de noviembre,’21. Noche. Océano. Una isla parecida a un arrecife, en primer
plano. Profundos junto con humanos de origen parcialmente similar. blancos
híbridos. Los Profundos, escamosos, caminan con movimiento semejante al de
las ranas, un andar intermedio entre el salto y el paso, algo encogidos, también
como casi todos los batracios. Otros parecían estar nadando hacia el arrecife.
¿Innsmouth? No se veía la costa, ni luces de un pueblo. Tampoco barcos. Salen
del fondo, al lado del arrecife. ¿El Arrecife del Diablo? Incluso los híbridos no
pueden nadar muy lejos sin pararse a descansar. Posiblemente la costa no se
veía.»
«17 de noviembre,’21. Paisaje totalmente desconocido. No de la tierra, por lo
que vi. Cielos negros, algunas estrellas, peñascos de pórfido o sustancia similar.
En primer plano un profundo lago. ¿Hali? A los cinco minutos el agua empezó
a burbujear en el lugar de donde algo acababa de surgir. Mirando hacia
adentro. Un ser acuático gigantesco, con tentáculos. Pulpo, pero mucho más
grande, diez, veinte veces más grande que el gigante Octopus apollyon de la
costa oeste. El cuello medía fácilmente unas quince varas de diámetro. No podía
arriesgarme a ver su cara y destruí la estrella.»
«4 de enero,’22. Un intervalo de nada. ¿El espacio? Acercamiento planetario,
como si estuviese mirando a través de los ojos de algún ser acercándose a un
objeto en el espacio. Cielo negro, pocas estrellas, pero la superficie del planeta
cada vez más cercana. Al aproximarme vi parajes arrasados. Sin vegetación,
como en la estrella negra. Un círculo de fieles alrededor de una torre de piedra.
Sus gritos: ¡Iä! ¡Shub-Niggurath!
«16 de enero,’22. Región bajo el mar. ¿Atlantis? Lo dudo. Un edificio grande y
cavernoso semejante a un templo, destruido por cargas de profundidad. Piedras
monumentales, similares a las de las pirámides. Escalones que descendían al
negro fondo, Profundos al fondo de la escena. Movimiento en la oscuridad de
las escaleras. Un enorme tentáculo empezó a subir. A gran distancia de éste, dos
ojos líquidos, separado el uno del otro por muchas varas. ¿R’lyeh? Temeroso del
acercamiento de la cosa de abajo. destruí la estrella.»
«24 de febrero,’22. Paisaje familiar. ¿La región de Wilbraham? Casas de campo
destrozadas, familia encerrada en sí misma. En primer plano, un viejo
escuchando. Hora: la noche. Chotacabras llamando muy alto. Una mujer se
acerca con una réplica de la estrella de piedra. El viejo huye. Curioso. Debo
buscar referencias.
«21 de marzo,’22. Experiencia enervante la de hoy. Debo tener más cuidado.
Construí la estrella y pronuncié las palabras: Ph’nglui mglw’nafh Cthulhu R’lyeh
wgah’nagl fhtagn. Se abrió inmediatamente con un enorme shantak en primer
plano. Shantak enterado y en seguida se movió hacia adelante. Llegué incluso a
oír sus garras. Pude romper la estrella a tiempo.
«7 de abril,’22. Ahora sé que lo atravesarán si no tengo cuidado. Hoy el paisaje
tibetano, y los Abominables Hombres de las Nieves. Otro intento. ¿Pero y sus
amos? Si los sirvientes intentan trascender el tiempo y el espacio ¿qué será del
Gran Cthulhu, Hastur, Shub-Niggurath? Pretendo abstenerme por algún
tiempo. Profundo shock.»
No volvió a abordar su extraño intento hasta primeros del otro año. O por lo
menos eso indicaban sus notas. Una abstinencia en su obsesiva preocupación,
seguida una vez más por un período de breve indulgencia. Su primera
anotación era casi de un año después.
«7 de febrero,’23. No hay duda, están enterados ya de la existencia de la puerta.
Muy arriesgado mirar dentro. Excepto cuando el paisaje está despejado. Y como
uno nunca sabe sobre qué escena se posará la vista, el riesgo es aún más grave.
Sin embargo, me resisto a cerrar la entrada. Construí la estrella, como de
costumbre, dije las palabras, y esperé. Durante un rato sólo vi el paisaje familiar
del suroeste americano al anochecer: murciélagos, búhos, ratas y gatos salvajes.
Entonces salió de una cueva un Habitante de la Arena, de piel áspera, ojos
grandes, orejas grandes; su rostro guardaba un horrible y distorsionado
parecido con el oso koala, y el cuerpo tenía un aspecto consumido. Se arrastró
hacia adelante, con evidente intención. ¿Es posible que la puerta abierta les
permita ver este lado del mismo modo que me deja ver a mí el suyo? Cuando vi
que se dirigía directamente a mí, destruí la estrella. Todo desapareció, como de
costumbre. Pero después, la casa se lleno de murciélagos. ¡Veintisiete en total! ¡Y
yo no creo en la mera coincidencia!»
Vino después otro paréntesis, durante el cual mi primo escribió notas crípticas
sin referencia a sus visiones o a la misteriosa «estrella» de la que tanto había
hablado. No me cabía duda de que fue víctima de alucinaciones, producto
probablemente del intenso estudio del material de aquellos libros procedentes
de todos los rincones del mundo. Estos párrafos eran como una especie de
justificación de racionalizar lo que había «visto».
Todas aquellas notas estaban mezcladas con recortes de periódicos, que mi
primo sin duda intentaba relacionar con las mitologías a las que era tan
aficionado: relatos de extraños acontecimientos, objetos desconocidos en el
cielo, desapariciones misteriosas en el espacio, revelaciones curiosas referentes
a cultos desconocidos, y otras noticias por el estilo. Era dolorosamente patente
que Wilbur había llegado a creer con intensidad en ciertas facetas de credos
primitivos: en especial que había supervivientes contemporáneos de los
endemoniados Primordiales y de sus adoradores y adeptos, y era esto, más que
nada, lo que trataba de probar. Era como si hubiese tomado los escritos
impresos en los viejos libros que poseía y, tras aceptarlos como verdades
literales, intentase añadir a la evidencia del pasado el peso de la evidencia de su
época. Cierto, había un elemento de similitud, que resultaba inquietante, entre
aquellos relatos antiguos y muchos de los que mi primo había recortado, pero
sin duda podía explicarse como simple coincidencia. Aun siendo convincentes,
los envié a la Biblioteca de la Universidad de Miskatonic para la Colección
Akeley, sin copiar ninguno. Pero los recuerdo vívidamente, tanto más por el
desenlace inolvidable que siguió a mis investigaciones, un poco inciertas,
respecto a lo que había obsesionado a mi primo.
III
Nunca habría sabido de la «estrella» de no haberme encontrado
accidentalmente con ella. Mi primo había escrito repetidamente acerca de
«hacer», «romper», «construir» y «destruir» la estrella, como algo necesario
para sus visiones, pero esta referencia carecía de sentido para mí, y
posiblemente continuaría sin sentido de no haber tenido oportunidad de fijarme
en el suelo, a la tenue luz de la buhardilla de la ventana redonda: las marcas en
el suelo formaban una estrella de cinco puntas. Esto no había sido visible
previamente, ya que una gran alfombra cubría el suelo; pero la alfombra se
había desplazado durante el traslado de libros y papeles a la Biblioteca de la
Universidad de Miskatonic, y por pura casualidad quedó el suelo al
descubierto.
Incluso en aquel momento no caí en que aquellas marcas pudiesen representar
una estrella. Hasta que acabé mi trabajo con los libros y papeles y moví del todo
la alfombra, quedando al descubierto el centro de la habitación, no se me
apareció el diseño entero. Vi entonces que era una estrella de cinco puntas,
decorada con dibujos ornamentales, de un tamaño que permitía dibujarla desde
el interior de la buhardilla. Me di cuenta en seguida de que ésta era la razón por
la que había en el cuarto de mi primo una caja de tizas cuya utilidad no había
comprendido antes. Empujé libros, papeles y todo lo demás a un lado. Fui a
buscar una tiza y me puse a dibujar el contorno de la estrella y todas las
ornamentaciones del interior. Se trataba sin duda de un diseño cabalístico, y no
cabía otra opción, para quien lo dibujaba, que sentarse en su interior.
De modo que tras completar el dibujo, de acuerdo con las marcas dejadas por
frecuentes reconstrucciones, me senté dentro. Muy posiblemente esperaba que
algo ocurriese, aunque estaba confundido con las anotaciones de mi primo
referentes a la destrucción del diseño cada vez que se veía amenazado.
Recordaba que en los rituales cabalísticos era la destrucción de esos diseños la
que traía el peligro de invasión física. Sin embargo, no ocurrió nada. Sólo
pasados unos minutos recordé «las palabras». Las había copiado, y me levanté a
buscarlas. Regresé y las pronuncié;
«Ph’nglui mglw’nafh Cthulhu R’lyeh wgah’nagl fhtagn.»
De repente se produjo un extraordinario fenómeno. Con la mirada fija en la
ventana redonda de la pared sur, pude ver todo lo que pasó. El cristal opaco de
la ventana se volvió transparente y me encontré, sorprendido, contemplando un
paisaje bañado por el sol, aunque era de noche, algunos minutos después de las
nueve de una noche de finales de verano en el Estado de Massachusetts. Pero el
paisaje que apareció en el cristal no podía encontrarse en ningún sitio de Nueva
Inglaterra: una tierra árida de piedras arenosas, de vegetación desértica, de
cavernas y, en el fondo, montañas con nieve en las cimas. Ese mismo paisaje
había sido descrito más de una vez en las notas crípticas de mi primo.
Dirigí mi vista fascinada hacia este paisaje, con la mente confusa. Parecía haber
vida en el paisaje que yo miraba, y aprehendí uno a uno sus aspectos: la
serpiente de cascabel que trepaba sinuosamente y el halcón de ojos rasgados
que comenzaba a elevarse. Esto me permitió observar que no era mucho antes
de la puesta del sol, ya que el reflejo de la luz en el pecho del halcón así lo
indicaba. Todos los caracteres prosaicos -el monstruo del Gila, el correcaminosdel
suroeste americano componían lo que estaba presenciando. ¿Dónde se
desarrollaba, entonces, la escena? ¿En Arizona? ¿En Nuevo Méjico?
Pero continuaron produciéndose acontecimientos, sin ningún punto de
referencia, en la desconocida tierra. La serpiente y el monstruo del Gila
desaparecieron, el halcón cayó como un plomo y volvió a subir con una
serpiente entre sus garras, el correcaminos se unió a otro. La luz del sol se iba, y
la escena toda se convertía en un paisaje de gran belleza. Entonces, de la boca
de una de las mayores cavernas emergieron los murciélagos, Venían volando
desde la oscura cueva miles de murciélagos, en bandada, y me parecía oírles.
No sé cuánto tiempo les llevó volar y volar hacia el crepúsculo. Acababan de
desaparecer cuando surgió algo, una especie de ser humano, de ser humano de
piel áspera, como si la arena del desierto se le hubiese incrustado en la
superficie de su cuerpo, con los ojos y orejas anormalmente grandes. Tenía un
aspecto escuálido, con las costillas marcadas a través de la piel, pero lo más
repelente era su rostro, parecido al del osito australiano llamado koala. Y al
verlo recordé que mi primo había llamado a esta gente -pues aparecieron otros
detrás del primero, algunos de ellos hembras- los Habitantes de la Arena.
Procedían de la caverna. Guiñaban sus grandes ojos. Pronto aparecieron en
mayor número, y se repartieron por todas partes detrás de los arbustos.
Entonces, parsimoniosamente, un monstruo increíble hizo su aparición:
primero un tentáculo, o algo así, luego otro, y ahora media docena de ellos que
exploraban cautelosamente el exterior de la cueva. Y luego, desde la oscuridad
del pozo de la caverna, emergió a medias una terrible cabeza. De pronto, al
impulsarse hacia delante, casi grité de horror. La cara era una desfiguración
monstruosa del mundo conocido: se elevaba de un cuerpo sin cuello que era
una masa de carne gelatinosa -a la vista parecía goma-, y los tentáculos que la
adornaban salían de una parte del cuerpo que podía ser la mandíbula inferior o
un aparente cuello.
Además, aquella cosa tenía una percepción inteligente, pues desde el principio
parecía haberse percatado de mi presencia. Arrastrándose desde la caverna, fijó
sus ojos en mí, y empezó a moverse con increíble rapidez en dirección a la
ventana sobre el cada vez más oscurecido paisaje. Supongo que no me estaba
dando cuenta del verdadero peligro que corría, puesto que observaba absorto, y
sólo cuando la cosa empezó a cubrir todo el paisaje, cuando uno de sus
tentáculos alcanzaba la ventana -¡y la atravesaba!-, sólo entonces experimenté la
parálisis del miedo.
¡La atravesaba! ¿Era ésta, entonces, la alucinación culminante?
Recuerdo haber roto la gelidez del miedo durante el tiempo suficiente para
quitarme un zapato y lanzarlo con todas mis fuerzas hacia el cristal de la
ventana. Al mismo tiempo, recordaba las frecuentes citas de mi primo relativas
a la destrucción de la estrella. Me incliné hacia adelante y borré parte del
diseño. Y mientras oía el ruido de los vidrios al romperse, me sumergí en una
bendita oscuridad.
Sabía ahora lo que sabía mi primo.
Si no hubiera esperado tanto, podía haberme evitado el conocimiento de todo
aquello, podía haber seguido pensando en ilusiones o alucinaciones. Pero ahora
sé que la ventana redonda era una potente puerta hacia otras dimensiones, a un
espacio y un tiempo desconocidos, una entrada a algún paisaje que Wilbur
Akeley deseaba encontrar, la llave de esos lugares secretos de la tierra y del
espacio, de las estrellas en que los súbditos de los Primordiales -¡y los propios
Primigenios!- se esconden para siempre, esperando resurgir otra vez. El cristal
de Leng -que quizá provenía de las Híadas, pues nunca supe de dónde lo había
sacado mi primo- podía girar dentro de su marco; no estaba sujeto a las leyes
físicas excepto en el hecho de que su dirección variaba al compás del
movimiento de la tierra sobre su eje. Y de no haberlo roto, habría dejado caer
sobre la tierra el azote de esas otras dimensiones, a causa de mi ignorancia y mi
curiosidad.
Y ahora sé que los modelos de los dibujos hechos por mi primo, entre sus
anotaciones, por muy toscos que fueran, representaban a seres que existían y no
eran producto de su imaginación. La culminante prueba final lo demuestra. Los
murciélagos que encontré en la casa cuando recuperé el conocimiento pudieron
haber entrado por la ventana rota. Que el cristal opaco se hubiese vuelto
translúcido podía explicarse como una ilusión óptica. Pero yo sabía algo más.
Sé, sin lugar a dudas, que lo que vi allí no era producto de una fantasía, porque
nada podría destruir esa prueba terrible que encontré cerca de los cristales rotos
en el suelo de la buhardilla: un trozo de tentáculo, de diez pies de largo, que se había
quedado atrapado entre las dimensiones cuando la puerta se cerró contra el monstruoso
cuerpo al que pertenecía. ¡El tentáculo que ningún científico hubiese podido identificar
como perteneciente a criatura conocida alguna, viva o muerta, en la superficie o en las
profundidades subterráneas de la tierra!

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