H. P. LOVECRAFT (1890-1937), uno de los más
destacados cultivadores del relato de terror en el siglo XX, nació en la ciudad
estadounidense de Providence. Abandonando los modelos clásicos del género,
basados en fantasmas y apariciones, creó un universo de horror cósmico poblado
por seres primordiales que poseyeron la Tierra mucho antes de que apareciera el
hombre y que, desde el Exterior, pugnan por volver a apoderarse de ella. A él
corresponde el papel más importante en la creación del ciclo narrativo de «Los
mitos de Cthulhu», considerado ya un clásico del género.
EL
HORROR DE DUNWICH
Howard Philip Lovecraft
Las Gorgonas, las Hidras y las Quimeras, las
terroríficas leyendas de Celeno y las Arpías, pueden reproducirse en el cerebro
de las mentes supersticiosas… pero ya estaban allí desde mucho antes. Son meras
transcripciones, tipos; los arquetipos están dentro de nosotros y son eternos.
De lo contrario, ¿cómo podría llegar a afectarnos el relato de lo que sabemos a
ciencia cierta que es falso? ¿Será que concebimos naturalmente el terror de
tales entes en tanto que pueden infligirnos un daño físico? ¡No, ni mucho
menos! Esos terrores están ahí de antiguo. Se remontan a antes de que existiese
el cuerpo humano… No precisan siquiera de él, pues habrían existido igualmente…
El hecho de que el miedo de que tratamos aquí sea puramente espiritual —tan
intenso en proporción como sin objeto en la tierra— y que predomine en el
período de nuestra inocente infancia plantea problemas cuyas solución puede
aportarnos una idea de nuestra condición previa a la venida al mundo o, cuando
menos, un atisbo del tenebroso reino de la preexistencia.
CHARLES LAMB:
Witches and
Other Night-Fears
I
Cuando el que viaja por el norte de la región
central de Massachusetts se equivoca de dirección al llegar al cruce de la
carretera de Aylesbury nada más pasar Dean’s Corners, verá que se adentra en
una extraña y apenas poblada comarca. El terreno se hace más escarpado y las
paredes de piedra cubiertas de maleza van encajonando cada vez más el sinuoso
camino de tierra. Los árboles de los bosques son allí de unas dimensiones
excesivamente grandes, y la maleza, las zarzas y la hierba alcanzan una
frondosidad rara vez vista en las regiones habitadas. Por el contrario, los
campos cultivados son muy escasos y áridos, mientras que las pocas casas
diseminadas a lo largo del camino presentan un sorprendente aspecto uniforme de
decrepitud, suciedad y ruina. Sin saber exactamente por qué, uno no se atreve a
preguntar nada a las arrugadas y solitarias figuras que, de cuando en cuando,
se ve escrutar desde puertas medio derruidas o desde pendientes y rocosos
prados. Esas gentes son tan silenciosas y hurañas que uno tiene la impresión de
verse frente a un recóndito enigma del que más vale no intentar averiguar nada.
Y ese sentimiento de extraño desasosiego se recrudece cuando, desde un alto del
camino, se divisan las montañas que se alzan por encima de los tupidos bosques
que cubren la comarca. Las cumbres tienen una forma demasiado ovalada y
simétrica como para pensar en una naturaleza apacible y normal, y a veces
pueden verse recortados con singular nitidez contra el cielo unos extraños
círculos formados por altas columnas de piedra que coronan la mayoría de las
cimas montañosas.
El camino se halla cortado por barrancos y
gargantas de una profundidad incierta, y los toscos puentes de madera que los
salvan no ofrecen excesivas garantías al viajero. Cuando el camino inicia el
descenso, se atraviesan terrenos pantanosos que despiertan instintivamente una
honda repulsión, y hasta llega a invadirle al viajero una sensación de miedo
cuando, al ponerse el sol, invisibles chotacabras comienzan a lanzar
estridentes chillidos, y las luciérnagas, en anormal profusión, se aprestan a
danzar al ritmo bronco y atrozmente monótono del horrísono croar de los sapos.
Las angostas y resplandecientes aguas del curso superior del Miskatonic
adquieren una extraña forma serpenteante mientras discurren al pie de las
abovedadas cumbres montañosas entre las que nace.
A medida que el viajero va acercándose a las
montañas, repara más en sus frondosas vertientes que en sus cumbres coronadas
por altas piedras. Las vertientes de aquellas montañas son tan escarpadas y
sombrías que uno desearía que se mantuviesen a distancia, pero tiene que seguir
adelante pues no hay camino que permita eludirlas. P asado un puente cubierto
puede verse un pueblecito que se encuentra agazapado entre el curso del río y
la ladera cortada a pico de Round Mountain, y el viajero se maravilla ante
aquel puñado de techumbres de estilo holandés en ruinoso estado, que hacen
pensar en un período arquitectónico anterior al de la comarca circundante. Y
cuando se acerca más no resulta nada tranquilizador comprobar que la mayoría de
las casas están desiertas y medio derruidas y que la iglesia —con el chapitel
quebrado— alberga ahora el único y destartalado establecimiento mercantil de
toda la aldea. El simple paso del tenebroso túnel del puente infunde ya cierto
temor, pero tampoco hay manera de evitarlo. Una vez atravesado el túnel, es
difícil que a uno no le asalte la sensación de un ligero hedor al pasar por la
calle principal y ver la descomposición y la mugre acumuladas a lo largo de
siglos. Siempre resulta reconfortante salir de aquel lugar y, siguiendo el
angosto camino que discurre al pie de las montañas, cruzar la llanura que se
extiende una vez traspuestas las cumbres montañosas hasta volver a desembocar
en la carretera de Aylesbury
Una vez allí, es posible que el viajero se
entere de que ha pasado por Dunwich.
Apenas se ven forasteros en Dunwich, y tras los
horrores padecidos en el pueblo todas las señales que indicaban cómo llegar
hasta él han desaparecido del camino. No obstante ser una región de singular
belleza, según los cánones estéticos en boga, no atrae para nada a artistas ni
a veraneantes. Hace dos siglos, cuando a la gente no se le pasaba por la cabeza
reírse de brujerías, cultos satánicos o siniestros seres que poblaban los
bosques, daban muy buenas razones para evitar el paso por la localidad. Pero en
los racionales tiempos que corren —silenciado el horror que se desató sobre
Dunwich en 1928 por quienes procuran por encima de todo el bienestar del pueblo
y del mundo— la gente elude el pueblo sin saber exactamente por qué razón.
Quizá el motivo de ello radique —aunque no puede aplicarse a los forasteros
desinformados— en que los naturales de Dunwich se han degradado de forma harto
repulsiva, habiendo rebasado con mucho esa senda de regresión tan común a
muchos apartados rincones de Nueva Inglaterra. Los vecinos de Dunwich han
llegado a constituir un tipo racial propio, con estigmas físicos y mentales de
degeneración y endogamia bien definidos. Su nivel medio de inteligencia es
increíblemente bajo, mientras que sus anales despiden un apestoso tufo a
perversidad y a asesinatos semiencubiertos, a incestos y a infinidad de actos
de indecible violencia y maldad. La aristocracia local, representada por los
dos o tres linajes familiares que vinieron procedentes de Salem en 1692, ha
logrado mantenerse algo por encima del nivel general de degeneración, aunque
numerosas ramas de tales linajes acabaron por sumirse tanto entre la sórdida
plebe que sólo restan sus apellidos como recordatorio del origen de su
desgracia. Algunos de los Whateley y de los Bishop siguen aún enviando a sus
primogénitos a Harvard y Miskatonic, pero los jóvenes que se van rara vez
regresan a las semiderruidas techumbres de estilo holandés bajo las que tanto
ellos como sus antepasados nacieron y crecieron.
Nadie, ni siquiera quienes conocen los motivos
por los que se desató el reciente horror, puede decir qué le ocurre a Dunwich,
aunque las viejas leyendas aluden a idolátricos ritos y cónclaves de los indios
en los que invocaban misteriosas figuras provenientes de las grandes montañas
rematadas en forma de bóveda, al tiempo que oficiaban salvajes rituales
orgiásticos contestados por estridentes crujidos y fragores salidos del
interior de las montañas. En 1747, el reverendo Abijah Hoadley, recién
incorporado a su ministerio en la iglesia congregacional de Dunwich, predicó un
memorable sermón sobre la amenaza de Satanás y sus demonios que se cernía sobre
la aldea en el que, entre otras cosas, dijo:
No puede negarse que semejantes monstruosidades
integrantes de un infernal cortejo de demonios son fenómenos harto conocidos
como para intentar negarlos. Las impías voces de Azazel y de Buzrael, de
Belcebú y de Belial, las oyen hoy saliendo de la tierra más de una veintena de
testigos de toda confianza. Y hasta yo mismo, no hará más de dos semanas, pude
escuchar toda una alocución de las potencias infernales detrás de mi casa. Los
chirridos, redobles, quejidos, gritos y silbidos que allí se oían no podían
proceder de nadie de este mundo, eran de esos sonidos que sólo pueden salir de
recónditas simas que únicamente a la magia negra le es dado descubrir y al
diablo penetrar.
No había pasado mucho tiempo desde la lectura de
este sermón cuando el reverendo Hoadley desapareció sin que se supiera más de
él, si bien sigue conservándose el texto del sermón, impreso en Springfield. No
había año en que no se oyese y diese cuenta de estrepitosos fragores en el
interior de las montañas, y aún hoy tales ruidos siguen sumiendo en la mayor
perplejidad a geólogos y fisiógrafos.
Otras tradiciones hacen referencia a fétidos
olores en las inmediaciones de los círculos de rocosas columnas que coronan las
cumbres montañosas y a entes etéreos cuya presencia puede detectarse
difusamente a ciertas horas en el fondo de los grandes barrancos, mientras
otras leyendas tratan de explicarlo todo en función del Devil’s Hop Yard, una
ladera totalmente baldía en la que no crecen ni árboles, ni matorrales ni
hierba alguna. Por si fuera poco, los naturales del lugar tienen un miedo
cerval a la algarabía que arma en las cálidas noches la legión de chotacabras
que puebla la comarca. Afirman que tales pájaros son psicopompos1 que están al acecho de las
almas de los muertos y que sincronizan al unísono sus pavorosos chirridos con
la jadeante respiración del moribundo. Si consiguen atrapar el alma fugitiva en
el momento en que abandona el cuerpo se ponen a revolotear al instante y
prorrumpen en diabólicas risotadas, pero si ven frustradas sus intenciones se
sumen poco a poco en el silencio.
Claro está que dichas historias ya no se oyen y
no hay quien crea en ellas, pues datan de tiempos muy antiguos. Dunwich es un
pueblo increíblemente viejo, mucho más que cualquier otro en treinta millas a
la redonda. Al sur aún pueden verse las paredes del sótano y la chimenea de la
antiquísima casa de los Bishop, construida con anterioridad a 1700, en tanto
que las ruinas del molino que hay en la cascada, construido en 1806,
constituyen la pieza arquitectónica más reciente de la localidad. La industria
no arraigó en Dunwich y el movimiento fabril del siglo XIX resultó ser de corta
duración en la localidad. Con todo, lo más antiguo son las grandes
circunferencias de columnas de piedra toscamente labradas que hay en las
cumbres montañosas, pero esta obra se atribuye por lo general más a los indios
que a los colonos. Restos de cráneos y huesos humanos, hallados en el interior
de dichos círculos y en tomo a la gran roca en forma de mesa de Sentinel Hill,
apoyan la creencia de que tales lugares fueron en otras épocas enterramientos
de los indios pocumtuk, aun cuando numerosos etnólogos, obviando la práctica
imposibilidad de tan disparatada teoría, siguen empeñados en creer que se trata
de restos caucásicos.
II
Fue en el término municipal de Dunwich, en una
granja grande y parcialmente deshabitada levantada sobre una ladera a cuatro
millas del pueblo y a una media de la casa más cercana, donde el domingo 2 de
febrero de 1913, a las 5 de la mañana, nació Wilbur Whateley. La fecha se
recuerda porque era el día de la Candelaria, que los vecinos de Dunwich
curiosamente observan bajo otro nombre, y, además, por el fragor de los ruidos
que se oyeron en la montaña y por el alboroto de los perros de la comarca que
no cesaron de ladrar en toda la noche. También cabe hacer notar, aunque ello
tenga menos importancia, que la madre de Wilbur pertenecía a la rama degradada
de los Whateley. Era una albina de treinta y cinco años de edad, un tanto
deforme y sin el menor atractivo, que vivía en compañía de su anciano y medio
enloquecido padre, de quien durante su juventud corrieron los más espantosos
rumores sobre actos de brujería. Lavinia Whateley no tenía marido conocido,
pero siguiendo la costumbre de la comarca no hizo nada por repudiar al niño, y
en cuanto a la paternidad del recién nacido la gente pudo —y así lo hizo—
especular a su gusto. La madre estaba extrañamente orgullosa de aquella
criatura de tez morena y facciones de chivo que tanto contrastaba con su
enfermizo semblante y sus rosáceos ojos de albina, y cuentan que se la oyó
susurrar multitud de extrañas profecías sobre las extraordinarias facultades de
que estaba dotado el niño y el impresionante futuro que le aguardaba.
Lavinia era muy capaz de decir tales cosas, pues
de siempre había sido una criatura solitaria a quien encantaba correr por las
montañas cuando se desataban atronadoras tormentas y que gustaba de leer los
voluminosos y añejos libros que su padre había heredado tras dos siglos de
existencia de los Whateley, libros que empezaban a caerse a pedazos de puro
viejos y apolillados. En su vida había ido a la escuela, pero sabía de memoria
multitud de fragmentos inconexos de antiguas leyendas populares que el viejo
Whateley le había enseñado.
De siempre habían temido los vecinos de la
localidad la solitaria granja a causa de la fama de brujo del viejo Whateley, y
la inexplicable muerte violenta que sufrió su mujer cuando Lavinia apenas
contaba doce años no contribuyó en nada a hacer popular el lugar. Siempre
solitaria y aislada en medio de extrañas influencias, Lavinia gustaba de
entregarse a visiones alucinantes y grandiosas, a la vez que a singulares
ocupaciones. Su tiempo libre apenas se veía reducido por los cuidados
domésticos en una casa en que ni los menores principios de orden y limpieza se
observaban desde hacía tiempo.
La noche en que Wilbur nació pudo oírse un grito
espantoso, que retumbó incluso por encima de los ruidos de la montaña y de los
ladridos de los perros, pero, que se sepa, ni médico ni comadrona alguna
estuvieron presentes en su llegada al mundo. Los vecinos no supieron nada del
parto hasta pasada una semana, en que el viejo Whateley recorrió en su trineo
el nevado camino que separaba su casa de Dunwich y se puso a hablar de forma
incoherente al grupo de aldeanos reunidos en la tienda de Osborn. Parecía como
si se hubiera producido un cambio en el anciano, como si un elemento
subrepticio nuevo se hubiese introducido en su obnubilado cerebro
transformándole de objeto en sujeto de temor, aunque, a decir verdad, no era
persona que se preocupase especialmente por las cuestiones familiares. Con
todo, mostraba algo de orgullo que últimamente había podido advertirse en su
hija, y lo que dijo acerca de la paternidad del recién nacido sería recordado
años después por quienes entonces escucharon sus palabras.
—Me trae sin cuidado lo que piense la gente. Si
el hijo de Lavinia se parece a su padre, será bien distinto de cuanto puede
esperarse. No hay razones para creer que no hay otra gente que la que se ve por
estos aledaños. Lavinia ha leído y ha visto cosas que la mayoría de vosotros ni
siquiera sois capaces de imaginar. Espero que su hombre sea tan buen marido
como el mejor que pueda encontrarse por esta parte de Aylesbury, y si supierais
la mitad de cosas que yo sé no desearíais mejor casamiento por la iglesia ni
aquí ni en ninguna otra parte. Escuchad bien esto que os digo: algún día oiréis
todos al hijo de Lavinia pronunciar el nombre de su padre en la cumbre de
Sentinel Hill.
Las únicas personas que vieron a Wilbur durante
el primer mes de su vida fueron el viejo Zechariah Whateley, de la rama aún no
degenerada de los Whateley, y Mamie Bishop, la mujer con quien vivía desde
hacía años Earl Sawyer. La visita de Mamie obedeció a la pura curiosidad y las
historias que contó confirmaron sus observaciones, en tanto que Zechariah fue
por allí a llevar un par de vacas de raza Alderney que el viejo Whateley le
había comprado a su hijo Curtis. Dicha adquisición marcó el comienzo de una
larga serie de compras de ganado vacuno por parte de la familia del pequeño
Wilbur que no finalizaría hasta 1928 —es decir, el año en que el horror se
abatió sobre Dunwich—, pero en ningún momento dio la impresión de que el
destartalado establo de Whateley estuviese lleno hasta rebosar de ganado. A
ello siguió un período en que la curiosidad de ciertos vecinos de Dunwich les
llevó a subir a escondidas hasta los pastos y contar las cabezas de ganado que
pacían precariamente en la empinada ladera justo por encima de la vieja granja,
y jamás pudieron contar más de diez o doce anémicos y casi exangües ejemplares.
Debía ser una plaga o enfermedad, originada quizá en los insalubres pastos o
transmitida por algún hongo o madera contaminados del inmundo establo, lo que
producía tan crecida mortalidad entre el ganado de Whateley. Extrañas heridas o
llagas, semejantes a incisiones, parecían cebarse en las vacas que podían verse
paciendo por aquellos contornos y una o dos veces en el curso de los primeros
meses de la vida de Wilbur algunas personas que fueron a visitar a los Whateley
creyeron ver llagas similares en la garganta del anciano canoso y sin afeitar y
en la de su desaliñada y desgreñada hija albina.
En la primavera que siguió al nacimiento de
Wilbur, Lavinia reanudó sus habituales correrías por las montañas, llevando en
sus desproporcionados brazos a su criatura de tez oscura. La curiosidad de los
aldeanos hacia los Whateley remitió tras ver al retoño, y a nadie se le ocurrió
hacer el menor comentario sobre el portentoso desarrollo del recién nacido,
visible de un día para otro. La realidad es que Wilbur crecía a un ritmo
impresionante, pues a los tres meses había alcanzado ya una talla y fuerza
muscular que raramente se observa en niños menores de un año. Sus movimientos y
hasta sus sonidos vocales mostraban una contención y una ponderación harto
singulares en una criatura de su edad, y prácticamente nadie se asombró cuando,
a los siete meses, comenzó a andar sin ayuda alguna, con pequeñas vacilaciones
que al cabo de un mes habían desaparecido por completo.
Al poco tiempo, exactamente la Víspera de Todos
los Santos, pudo divisarse una gran hoguera a medianoche en la cima de Sentinel
Hill, allí donde se levantaba la antigua piedra con forma de mesa en medio de
un túmulo de antiguas osamentas. Por el pueblo corrieron toda clase de rumores
a raíz de que Silas Bishop —de la rama no degradada de los Bishop— dijese haber
visto al chico de los Whateley subiendo a toda prisa la montaña delante de su
madre, justo una hora antes de advertirse las llamas. Silas andaba buscando un
ternero extraviado, pero casi olvidó la misión que le había llevado allá al divisar
fugazmente, a la luz del farol que portaba, a las dos figuras que corrían
montaña arriba. Madre e hijo se deslizaban sigilosamente por entre la maleza, y
Silas, que no salía de su asombro, creyó ver que iban enteramente desnudos. Al
recordarlo posteriormente, no estaba del todo seguro por cuanto al niño
respecta, y cree que es posible que llevase una especie de cinturón con flecos
y un par de calzones o pantalones de color oscuro. Lo cierto es que a Wilbur
nunca volvió a vérsele, al menos vivo y en estado consciente, sin toda su ropa
encima y ceñidamente abotonado, y cualquier desarreglo, real o supuesto, en su
indumentaria parecía irritarle muchísimo. Su contraste con el escuálido aspecto
de su madre y de su abuelo era tremendamente marcado, algo que no se explicaría
del todo hasta 1928, año en que el horror se abatió sobre Dunwich.
Por el mes de enero, entre los rumores que
corrían por el pueblo se hacía mención de que el «rapaz negro de Lavinia» había
comenzado a hablar, cuando apenas contaba once meses. Su lenguaje era
impresionante, tanto porque se diferenciaba de los acentos normales que se oían
en la región como por la ausencia del balbuceo infantil apreciable en muchos
niños de tres y cuatro años. No era una criatura parlanchina, pero cuando se ponía
a hablar parecía expresar algo inaprensible y totalmente desconocido para los
vecinos de Dunwich. La extrañeza no radicaba en cuanto decía ni en las
sencillas expresiones a que recurría, sino que parecía guardar una vaga
relación con el tono o con los órganos vocales productores de los sonidos
silábicos. Sus facciones se caracterizaban, asimismo, por una nota de madurez,
pues si bien tenía en común con su madre y abuelo la falta de mentón, la nariz,
firme y precozmente perfilada, junto con la expresión de los ojos —grandes,
oscuros y de rasgos latinos—, hacían que pareciese casi adulto y dotado de una
inteligencia fuera de lo común. Pese a su aparente brillantez era, empero,
rematadamente feo. Desde luego, algo de chotuno o animal había en sus carnosos
labios, en su tez amarillenta y porosa, en su áspero y desgreñado pelo y en sus
orejas increíblemente alargadas. Pronto la gente empezó a sentir aversión hacia
él, de forma incluso más marcada que hacia su madre y abuelo, y todo cuanto
sobre él se aventuraban a decir se hallaba salpicado de referencias al pasado
de brujo del viejo Whateley y a cómo retumbaron las montañas cuando profirió a
pleno pulmón el espantoso nombre de Yog-Sothoth, en medio de un círculo de
piedras y con un gran libro abierto entre sus manos.
Los perros se enfurecían ante la sola presencia
del niño, hasta el punto de que continuamente se veía obligado a defenderse de
sus amenazadores ladridos.
III
Entre tanto, el viejo Whateley siguió comprando
ganado sin que se viera incrementar el número de su cabaña. Asimismo, taló
madera y se puso a restaurar las partes hasta entonces sin utilizar de la casa,
un espacioso edificio con el tejado rematado en pico y la fachada posterior
totalmente empotrada en la rocosa ladera de la montaña. Hasta entonces, las
tres habitaciones en estado menos ruinoso de la planta baja habían bastado para
albergar a su hija y a él. El anciano debía conservar aún una fuerza prodigiosa
para poder realizar por sí solo tan ardua tarea, y aunque a veces murmuraba
cosas que se salían de lo normal su trabajo de carpintería demostraba que
conservaba el sano juicio. Empezó las obras nada más nacer Wilbur, tras poner
un día en orden uno de los numerosos cobertizos donde se guardaban los aperos,
entablarlo y colocar una nueva y resistente cerradura. Ahora, al emprender las
obras de reparación del abandonado piso superior, demostró seguir estando en
posesión de excelentes facultades manuales. Su manía se reflejaba tan sólo en
un afán por tapar herméticamente con tablones todas las ventanas del ala
restaurada, aunque a juicio de muchos el mero hecho de intentar repararla ya
era una locura. Y a se explicaba mejor que quisiese acondicionar otra
habitación en la planta baja para el nieto recién nacido, habitación ésta que
varios visitantes pudieron ver, si bien nadie logró jamás acceder a la planta
superior herméticamente cerrada por gruesos tablones de madera. Revistió toda
la habitación del nieto con sólidas estanterías hasta el techo, sobre las
cuales fue colocando, poco a poco y en orden aparentemente cuidadoso, los
antiguos volúmenes apolillados y los fragmentos sueltos de libros que hasta
entonces habían estado amontonados de mala manera en los más insólitos rincones
de la casa.
—Me han sido muy útiles —decía Whateley mientras
trataba de pegar una página suelta de caracteres góticos con una cola preparada
en el herrumbroso horno de la cocina-, pero estoy seguro de que el chico sabrá
sacar mejor provecho de ellos. Quiero que estén en las mejores condiciones
posibles, pues todos van a servirle para su educación.
Cuando Wilbur contaba un año y siete meses —esto
es, en septiembre de 1914— su estatura y, en general, las cosas que hacía se
salían por completo de lo normal. Tenía ya la altura de un niño de cuatro años,
hablaba con fluidez y demostraba hallarse dotado de una inteligencia bien
despierta. Andaba solo por los campos y empinadas laderas, y acompañaba a su
madre en sus correrías por la montaña. Cuando estaba en casa, no cesaba de
escudriñar los extraños grabados y cuadros que encerraban los libros de su
abuelo, mientras el viejo Whateley le instruía y catequizaba en medio del
silencio reinante de muchas largas e interminables tardes. Para entonces ya
habían concluido las obras de la casa, y quienes tuvieron ocasión de verlas se
preguntaban por qué habría transformado el viejo Whateley una de las ventanas
del piso superior en una maciza puerta entablada. Se trataba de la última
ventana abuhardillada en la fachada posterior orientada a poniente, pegada a la
ladera montañosa, y nadie se hacía la menor idea de por qué habría construido
una sólida rampa de madera para subir hasta ella. Para cuando las obras estaban
a punto de concluir la gente advirtió que el viejo cobertizo de los aperos,
herméticamente cerrado y con las ventanas cubiertas por tablones desde el
nacimiento de Wilbur, volvió a quedar abandonado. La puerta estaba siempre
abierta de par en par, y cuando Earl Sawyer un día se adentró en su interior,
con ocasión de una visita al viejo Whateley relacionada con la venta de ganado,
se extrañó enormemente del apestoso olor que se respiraba en el cobertizo; un
hedor -según diría posteriormente— que no guardaba parecido con nada conocido
salvo con el olor que se percibía en las inmediaciones de los círculos indios
de la montaña, y que no podía provenir de nada sano ni de esta tierra. Pero
también es cierto que las casas y cobertizos de los vecinos de Dunwich nunca se
caracterizaron precisamente por sus buenos olores.
No hay nada digno de destacar en los meses que
siguieron, salvo que todo el mundo juraba percibir un ligero pero constante
aumento de los misteriosos ruidos que salían de la montaña. La víspera del
primero de mayo de 1915 se dejaron sentir tales temblores de tierra que hasta
los vecinos de Aylesbury pudieron percibirlos, y unos meses después, en la
Víspera de Todos los Santos, se produjo un fragor subterráneo asombrosamente
sincronizado con una serie de llamaradas —«ya están otra vez los Whateley con
sus brujerías», decían los vecinos de Dunwich— en la cima de Sentinel Hill. Wilbur
seguía creciendo a un ritmo prodigioso, hasta el punto de que al cumplir cuatro
años parecía como si tuviera ya diez. Leía ávidamente, sin a yuda alguna, pero
se había vuelto mucho más reservado. Su semblante denotaba un natural
taciturno, y por vez primera la gente empezó a hablar del incipiente aspecto
demoníaco de sus facciones de chivo. A veces se ponía a musitar en una jerga
totalmente desconocida y a cantar extrañas melodías que hacían estremecer a
quienes las escuchaban invadiéndoles un indecible terror. La aversión que
mostraban hacia él los perros era objeto de frecuentes comentarios, hasta el
punto de verse obligado a llevar siempre una pistola encima para evitar ser
atacado en sus correrías a través del campo. y, claro está, su utilización del
arma en diversas ocasiones no contribuyó en absoluto a granjearle la simpatía
de los dueños de perros guardianes.
Las pocas visitas que acudían a la casa de los
Whateley encontraban con harta frecuencia a Lavinia sola en la planta baja,
mientras se oían extraños gritos y pisadas en el entablado piso superior. Jamás
dijo Lavinia qué podrían estar haciendo su padre y el muchacho allá arriba,
aunque en cierta ocasión en que un jovial pescadero intentó abrir la atrancada
puerta que daba a la escalera empalideció y un pánico cerval se dibujó en su
rostro. El pescadero contó luego en la tienda de Dunwich que le pareció oír el
pataleo de un caballo en el piso superior. Los clientes que en aquel momento se
encontraban en la tienda pensaron al instante en la puerta, en la rampa y en el
ganado que con tal celeridad desaparecía, estremeciéndose al recordar las
historias de los años mozos del viejo Whateley y las extrañas cosas que
profiere la tierra cuando se sacrifica un ternero en un momento propicio a
ciertos dioses paganos. Desde hacía tiempo podía advertirse que los perros
temían y detestaban la finca de los Whateley con igual furia que anteriormente
habían demostrado hacia la persona de Wilbur.
En 1917 estalló la guerra, y el juez de paz
Sawyer Whateley, en su condición de presidente de la junta de reclutamiento
local, tuvo grandes dificultades para lograr constituir el contingente de
jóvenes físicamente aptos de Dunwich que habían de acudir al campamento de
instrucción. El gobierno, alarmado ante los síntomas de degradación de los
habitantes de la comarca, envió varios funcionarios y especialistas médicos
para que investigaran las causas, los cuales llevaron a cabo una encuesta que
aún recuerdan los lectores de diarios de Nueva Inglaterra. La publicidad que se
dio en torno a la investigación puso a algunos periodistas sobre la pista de
los Whateley, y llevó a las ediciones dominicales del Boston Globe y del Arkham
Advertiser a publicar artículos sensacionalistas sobre la precocidad de Wilbur,
la magia negra del viejo Whateley, las estanterías repletas de extraños
volúmenes, el segundo piso herméticamente cerrado de la antigua granja, el
misterio que rodeaba a la comarca entera y los ruidos que se oían en la
montaña. Wilbur contaba por entonces cuatro años y medio, pero tenía todo el
aspecto de un muchacho de quince. Su labio superior y mejillas estaban
cubiertos de un vello áspero y oscuro, y su voz había comenzado ya a
enronquecer.
Un día Earl Sawyer se dirigió a la finca de los
Whateley acompañado de un grupo de periodistas y fotógrafos, llamándoles su
atención hacia la extraña fetidez que salía de la planta superior. Según dijo,
era exactamente igual que el olor reinante en el abandonado cobertizo donde se
guardaban los aperos una vez finalizadas las obras de reconstrucción, y muy
semejante a los débiles olores que creyó percibir a veces en las proximidades
del círculo de piedra de la montaña. Los vecinos de Dunwich leyeron las
historias sobre los Whateley al verlas publicadas en los periódicos, y no
pudieron menos de sonreírse ante los crasos errores que contenían.
Se preguntaban, asimismo, por qué los
periodistas atribuirían tanta importancia al hecho de que el viejo Whateley
pagase siempre al comprar el ganado en antiquísimas monedas de oro. Los
Whateley recibieron a sus visitantes con mal disimulado disgusto, si bien no se
atrevieron a ofrecer violenta resistencia o a negarse a contestar sus preguntas
por miedo a que dieran mayor publicidad al caso.
IV
Durante toda una década la historia de los
Whateley se mezcló inextricablemente con la existencia general de una comunidad
patológicamente enfermiza que se hallaba acostumbrada a su extraña conducta y
se había vuelto insensible a sus orgiásticas celebraciones de la Víspera de
Mayo y de Todos los Santos. Dos veces al año los Whateley encendían hogueras en
la cima de Sentinel Hill, y en tales fechas el fragor de la montaña se
reproducía con violencia cada vez más inusitada; y tampoco era raro que
tuviesen lugar acontecimientos extraños y portentosos en su solitaria granja en
cualquier otra fecha del año. Con el tiempo, los visitantes afirmaron oír
ruidos en la cerrada planta alta, incluso en momentos en que todos los miembros
de la familia estaban abajo, y se preguntaron a qué ritmo solían sacrificar los
Whateley una vaca o un ternero. Se hablaba incluso de denunciar el caso a la
Sociedad Protectora de Animales, pero al final no se hizo nada pues los vecinos
de Dunwich no tenían ninguna gana de que el mundo exterior reparase en ellos.
Hacia 1923, siendo Wilbur un muchacho de diez
años y con una inteligencia, voz, estatura y barba que le daban todo el aspecto
de una persona ya madura, se inició una segunda etapa de obras de carpintería
en la vieja finca de los Whateley. Las obras tenían lugar en la cerrada planta
superior, y por los trozos de madera sobrante que se veían por el suelo la
gente dedujo que el joven y el abuelo habían tirado todos los tabiques y hasta
levantado la tarima del piso, dejando sólo un gran espacio abierto entre la
planta baja y el tejado rematado en pico. Asimismo habían demolido la gran
chimenea central e instalado en el herrumboso espacio que quedó al descubierto
una endeble cañería de hojalata con salida al exterior.
En la primavera que siguió a las obras el viejo
Whateley advirtió el crecido número de chotacabras que, procedentes del
barranco de Cold Spring, acudían por las noches a chillar bajo su ventana.
Whateley atribuyó a la presencia de tales pájaros un significado especial y un
día dijo en la tienda de Osborn que creía cercano su fin.
—Ahora chirrían al ritmo de mi respiración
—dijo—, así que deben estar ya al acecho para lanzarse sobre mi alma. Saben que
pronto va a abandonarme y no quieren dejarla escapar. Cuando haya muerto
sabréis si lo consiguieron o no. Caso de conseguirlo, no cesarían de chirriar y
proferir risotadas hasta el amanecer; de lo contrario se callarán. Los espero a
ellos y a las almas que atrapan pues si quieren mi alma les va a costar lo
suyo.
En la noche de la fiesta de la Recolección de la
cosecha2
de 1924, el doctor Houghton, de Aylesbury , recibió una llamada urgente de
Wilbur Whateley, que se había lanzado a todo galope en medio de la oscuridad
reinante, en el único caballo que aún restaba a los Whateley, con el fin de
llegar lo antes posible al pueblo y telefonear desde la tienda de Osborn. El
doctor Houghton encontró al viejo Whateley en estado agonizante, con un ritmo
cardíaco y una respiración estertórea que presagiaban un final inminente. La
deforme hija albina y el nieto adolescente, pero ya barbudo, permanecían junto
al lecho mortuorio, mientras que del tenebroso espacio que se abría por encima
de sus cabezas llegaba la desagradable sensación de una especie de chapoteo u
oleaje rítmico, algo así como el ruido de las olas en una playa de aguas
remansadas. Con todo, lo que más le molestaba al médico era el ensordecedor
griterío que armaban las aves nocturnas que revoloteaban en torno a la casa:
una verdadera legión de chotacabras que chirriaba su monótono mensaje
diabólicamente sincronizado con los entrecortados estertores del agonizante
anciano.
Aquello sobrepasaba decididamente lo siniestro y
lo monstruoso, pensó el doctor Houghton, que al igual que el resto de los
vecinos de la comarca había acudido de muy mala gana a la casa de los Whateley en
respuesta a la llamada urgente que se le había hecho.
Hacia la una de la noche el viejo Whateley
recobró la conciencia y, al tiempo que cesaban sus estertores, balbuceó algunas
entrecortadas palabras a su nieto.
—Más espacio, Willy, necesita más espacio y
cuanto antes. Tú creces, pero eso aún crece más deprisa. Pronto te servirá,
hijo. Abre las puertas de par en par a Yog-Sothoth salmodiando el largo canto
que encontrarás en la página 751 de la edición completa, y luego préndele fuego
a la prisión. El fuego de la tierra no puede quemarlo.
No cabía duda, el viejo Whateley estaba loco de
remate. Tras una pausa durante la cual la bandada de chotacabras que había
fuera sincronizó sus chirridos al nuevo ritmo jadeante de la respiración del
anciano y pudieron oírse extraños ruidos que venían de algún remoto lugar en
las montañas, aún tuvo fuerzas para pronunciar una o dos frases más.
—No dejes de alimentarlo, Willy, y ten presente
la cantidad en todo momento. Pero no dejes que crezca demasiado deprisa para el
lugar, pues si revienta en pedazos o sale antes de que abras a Yog-Sothoth, no
habrán servido de nada todos los esfuerzos. Sólo los que vienen del más allá
pueden hacer que se reproduzca y surta efecto… Sólo ellos, los ancianos que
quieren volver…
Pero tras las últimas palabras volvieron a
reproducirse los estertores del viejo Whateley, y Lavinia lanzó un pavoroso
grito al ver cómo el griterío que armaban los chotacabras cambiaba para
adaptarse al nuevo ritmo de la respiración. No hubo ningún cambio durante una
hora, al cabo de la cual la garganta del moribundo emitió el postrer vagido. El
doctor Houghton cerró los arrugados párpados sobre los resplandecientes ojos
grises del anciano, mientras la barahúnda que armaban los pájaros remitía por
momentos hasta acabar cayendo en el más absoluto silencio. Lavinia no cesaba de
sollozar, en tanto que Wilbur se echó a reír sofocadamente y hasta ellos llegó
el débil fragor de la montaña.
—No han conseguido atrapar su alma —susurró
Wilbur con su potente voz de bajo.
Por entonces, Wilbur era ya un estudioso de
impresionante erudición —si bien a su parcial manera—, y empezaba a ser
conocido por la correspondencia que mantenía con numerosos bibliotecarios de
remotos lugares en donde se guardaban libros raros y misteriosos de épocas
pasadas. Al mismo tiempo, cada vez se le detestaba y temía más en la comarca de
Dunwich por la desaparición de ciertos jóvenes que todas las sospechas hacían
confluir, difusamente, en el umbral de su casa. Pero siempre se las arregló
para silenciar las investigaciones ya fuese mediante el recurso a la
intimidación o echando mano del caudal de antiguas monedas de oro que, al igual
que en tiempos de su abuelo, salían de forma periódica y en cantidades
crecientes para la compra de cabezas de ganado. Daba toda la impresión de ser
una persona madura, y su estatura, una vez alcanzado el límite normal de la
edad adulta, parecía que fuese a seguir aumentando sin límite. En 1925, con
ocasión de una visita que le hizo un corresponsal suyo de la Universidad de Miskatonic,
que salió de la reunión que sostuvieron lívido y desconcertado, medía ya sus
buenos seis pies y tres cuartos.
Con el paso de los años, Wilbur fue tratando a
su semideforme y albina madre con un desprecio cada vez mayor, hasta llegar a
prohibirle que le acompañase a las montañas en las fechas de la Víspera de Mayo
y de Todos los Santos. En 1926, la infortunada madre le dijo a Mamie Bishop que
su hijo le inspiraba miedo.
—Sé multitud de cosas acerca de él que me
gustaría poder contarte, Mamie —le dijo un día—, pero últimamente pasan muchas
cosas que incluso yo ignoro. Juro por Dios que ni sé lo que quiere mi hijo ni
lo que trata de hacer.
En la Víspera de Todos los Santos de aquel año,
los ruidos de la montaña resonaron con un inusitado furor, y al igual que todos
los años pudo verse el resplandor de las llamaradas en la cima de Sentinel
Hill. Pero la gente prestó más atención a los rítmicos chirridos de enormes
bandadas de chotacabras —extrañamente retrasados para la época del año en que
se encontraban— que parecían congregarse en las inmediaciones de la granja de
los Whateley. Pasada la medianoche sus estridentes notas estallaron en una
especie de infernal barahúnda que pudo oírse por toda la comarca, y hasta el
amanecer no cesaron en su ensordecedor griterío. Seguidamente, desaparecieron,
dirigiéndose apresuradamente hacia el sur, adonde llegaron con un mes de
retraso sobre la fecha normal. Lo que significaba tamaño estruendo nadie lo
sabría con certeza hasta pasado mucho tiempo. En cualquier caso, aquella noche
no murió nadie en toda la comarca, pero jamás volvió a verse a la infortunada
Lavinia Whateley, la deforme y albina madre de Wilbur.
En el verano de 1917 Wilbur reparó dos
cobertizos que había en el corral y comenzó a trasladar a ellos sus libros y
efectos personales. Al poco tiempo, Earl Sawyer dijo en la tienda de Osborn que
en la granja de los Whateley habían vuelto a emprenderse obras de carpintería.
Wilbur se aprestaba a tapar todas las puertas y ventanas de la planta baja, y
daba la impresión de que estuviese tirando todos los tabiques, tal como su
abuelo y él hicieran en la planta superior cuatro años atrás. Se había
instalado en uno de los cobertizos, y según Sawyer tenía un aspecto un tanto
preocupado y temeroso. La gente de la localidad sospechaba que sabía algo
acerca de la desaparición de su madre, y eran muy pocos los que se atrevían a
rondar por las inmediaciones de la granja de los Whateley. Por aquel entonces,
Wilbur sobrepasaba ya los siete pies de altura y nada indicaba que fuese a
dejar de crecer.
V
Aquel invierno trajo consigo el nada desdeñable
acontecimiento del primer viaje de Wilbur fuera de la comarca de Dunwich. Pese
a la correspondencia que venía manteniendo con la Biblioteca de Widener de
Harvard, la Biblioteca Nacional de París, el Museo Británico, la Universidad de
Buenos Aires y la Biblioteca de la Universidad de Miskatonic, en Arkham, todos
sus intentos por hacerse con un libro que precisaba desesperadamente habían
resultado fallidos. En vista de lo cual, a la postre, acabó por desplazarse en
persona —andrajoso, mugriento, con la barba sin cuidar y aquel nada pulido
dialecto que hablaba— a consultar el ejemplar que se conservaba en Miskatonic,
la biblioteca más próxima a Dunwich. Con casi ocho pies de altura y portando
una maleta de ocasión recién comprada en la tienda de Osborn, aquel espantajo
de tez trigueña y rostro de chivo se presentó un día en Arkham en busca del
temible volumen guardado bajo siete llaves en la biblioteca de la Universidad
de Miskatonic: el pavoroso Necronomicón, del enloquecido árabe Abdul Alhazred,
en versión latina de Olaus Wormius, impreso en España en el siglo XVII. Jamás
hasta entonces había visto Wilbur una ciudad, pero su único interés al llegar a
Arkham se redujo a encontrar el camino que llevaba al recinto universitario.
Una vez allí, pasó sin inmutarse por delante del gran perro guardián de la
entrada que se echó a ladrar, mostrándole sus blancos colmillos, con inusitado
furor al tiempo que tiraba con violencia de la gruesa cadena a la que estaba
atado.
Wilbur llevaba consigo el inapreciable, pero
incompleto, ejemplar de la versión inglesa del Necronomicón del Dr. Dee que su
abuelo le había legado, y nada más le permitieron acceder al ejemplar en latín
se puso a cotejar los dos textos con el propósito de descubrir cierto pasaje
que, de no hallarse en condiciones defectuosas, habría debido encontrarse en la
página 751 del volumen de su propiedad. Por más que intentó refrenarse, no pudo
dejar de decírselo con buenos modales al bibliotecario —Henry Armitage, hombre
de gran erudición y licenciado en Miskatonic, doctor por la Universidad de
Princeton y por la Universidad de John Hopkins—, que en cierta ocasión había
acudido a visitarle a la granja de Dunwich y que ahora, en buen tono, le acribillaba
a preguntas. Wilbur acabó por decirle que buscaba una especie de conjuro o
fórmula mágica que contuviese el espantoso nombre de Yog-Sothoth, pero las
discrepancias, repeticiones y ambigüedades existentes complicaban la tarea de
su localización, sumiéndole en un mar de dudas. Mientras copiaba la fórmula por
la que finalmente se decidió, el Dr. Armitage miró involuntariamente por encima
del hombro de Wilbur a las páginas por las que estaba abierto el libro; la que
se veía a la izquierda, en la versión latina del Necronomicón, contenía toda
una retahíla de estremecedoras amenazas contra la paz y el bienestar del mundo:
«Tampoco debe pensarse —rezaba el texto que
Armitage fue traduciendo mentalmente— que el hombre es el más antiguo o el
último de los dueños de la tierra, ni que semejante combinación de cuerpo y
alma se pasea sola por el universo. Los Ancianos eran, los Ancianos son y los
Ancianos serán. No en los espacios que conocemos, sino entre ellos. Se pasean
serenos y primigenios en esencia, sin dimensiones e invisibles a nuestra vista.
Yog-Sothoth conoce la puerta. Yog-Sothoth es la puerta. Yog-Sothoth es la llave
y el guardián de la puerta. Pasado, presente y futuro, todo es uno en
Yog-Sothoth. Él sabe por dónde entraron los Ancianos en el pasado y por dónde
volverán a hacerlo cuando llegue la ocasión. Él sabe qué regiones de la tierra
hollaron, dónde siguen hoy hollando y por qué nadie puede verlos en Su avance.
Los hombres perciben a veces Su presencia por el olor que despiden, pero ningún
ser humano puede ver Su semblante, salvo únicamente a través de las facciones
de los hombres engendrados por Ellos, y son de las más diversas especies,
difiriendo en apariencia desde la mismísima imagen del hombre hasta esas
figuras invisibles o sin sustancia que son Ellos. Se pasean inadvertidos y
pestilentes por los solitarios lugares donde se pronunciaron las Palabras y se
profirieron los Rituales en su debido momento. Sus voces hacen tremolar el
viento y Sus conciencias trepidar la tierra. Doblegan bosques enteros y
aplastan ciudades, pero jamás bosque o ciudad alguna ha visto la mano
destructora. Kadath los ha conocido en los páramos helados, pero ¿quién conoce
a Kadath? En el glacial desierto del Sur y en las sumergidas islas del Océano
se levantan piedras en las que se ve grabado Su sello, pero ¿quién ha visto la
helada ciudad hundida o la torre secularmente cerrada y recubierta de algas y
moluscos? El Gran Cthulhu es Su primo, pero sólo difusamente puede
reconocerlos. ¡Iä!
¡Shub-Niggurath! Por su insano olor Los conoceréis. Su
mano os aprieta las gargantas pero ni aun así Los veis, y Su morada es una
misma con el umbral que guardáis. Yog-Sothoth es la llave que abre la puerta,
por donde las esferas se encuentran. El hombre rige ahora donde antes regían
Ellos, pero pronto regirán Ellos donde ahora rige el hombre. Tras el verano el
invierno, y tras el invierno el verano. Aguardan, pacientes y confiados, pues
saben que volverán a reinar sobre la tierra.»
Al asociar el Dr. Armitage lo que leía con lo
que había oído hablar de Dunwich y de sus misteriosas apariciones, y de la
lúgubre y horrible aureola que rodeaba a Wilbur Whateley y que iba desde un
nacimiento en circunstancias más que extrañas hasta una fundada sospecha de
matricidio, sintió como si le sacudiera una oleada de temor tan tangible como
pudiera serlo cualquier corriente de aire frío y pegajoso emanada de una tumba.
Parecía como si el gigante de cara de chivo enfrascado en la lectura de aquel
libro hubiese sido engendrado en otro planeta o dimensión, como si sólo
parcialmente fuese humano y procediese de los tenebrosos abismos de una esencia
y una entidad que se extendía, cual titánico fantasma, allende las esferas de
la fuerza y la materia, del espacio y el tiempo. De pronto, Wilbur levantó la
cabeza y se puso a hablar con una voz extraña y resonante que hacía pensar en
unos órganos vocales distintos a los del común de los mortales.
—Mr. Armitage —dijo—, me temo que voy a tener
que llevarme el libro a casa. En él se habla de cosas que tengo que experimentar
bajo ciertas condiciones que no reúno aquí, y sería una verdadera tropelía no
dejármelo sacar alegando cualquier absurda norma burocrática. Se lo ruego,
señor, déjeme llevármelo a casa y le juro que nadie advertirá su falta. Ni que
decirle tengo que lo trataré con el mejor cuidado. Lo necesito para poner mi
versión de Dee en la forma en que…
Se interrumpió al ver la resuelta expresión
negativa dibujada en la cara del bibliotecario, y al punto sus facciones de
chivo adquirieron un aire de astucia. Armitage, cuando estaba ya a punto de
decirle que podía sacar copia de cuanto precisara, pensó de repente en las
consecuencias que podrían originarse de semejante contravención y se echó
atrás. Era una responsabilidad demasiado grande entregar a aquella monstruosa
criatura la llave de acceso a tan tenebrosas esferas de lo exterior. Whateley,
al ver el cariz que tomaban las cosas, trató de poner la mejor cara posible.
—¡Bueno! ¡Qué le vamos a hacer si se pone así! A
ver si en Harvard no son tan picajosos y hay más suerte.
Y sin decir una sola palabra más se levantó y
salió de la biblioteca, debiendo agachar la cabeza por cada puerta que pasaba.
Armitage pudo oír el tremendo aullido del gran
perro que había en la entrada y, a través de la ventana, observó las zancadas
de gorila de Whateley mientras cruzaba el pequeño trozo de campus que podía
divisarse desde la biblioteca. Le vinieron a la memoria las espantosas
historias que habían llegado a sus oídos y recordó lo que se decía en las
ediciones dominicales del Advertiser, así como las impresiones que pudo recoger
entre los campesinos y vecinos de Dunwich durante su visita a la localidad.
Horribles y malolientes seres invisibles que no eran de la tierra —o, al menos,
no de la tierra tridimensional que conocemos— corrían por los barrancos de
Nueva Inglaterra y acechaban impúdicamente desde las montañosas cumbres. Hacía
tiempo que estaba convencido de ello, pero ahora creía experimentar la
inminente y terrible presencia del horror extraterrestre y vislumbrar un
prodigioso avance en los tenebrosos dominios de tan antigua y hasta entonces
aletargada, pesadilla. Estremecido y con una honda sensación de repugnancia,
encerró el Necronomicón en su sitio, pero un atroz e inidentificable hedor
seguía impregnado aún toda la estancia. «Por su insano olor los conoceréis»,
citó. Sí, no cabía duda, aquel fétido olor era el mismo que hacía menos de tres
años le provocó náuseas en la granja de Whateley. Pensó en Wilbur, en sus
siniestras facciones de chivo, y soltó una irónica risotada al recordar los
rumores que corrían por el pueblo sobre su paternidad.
—¿Incestuoso vástago? —Armitage murmuró casi en
voz alta para sus adentros—. ¡Dios mío, pero serán simplones! ¡Dales a leer El
Gran Dios Pan, de Arthur Machen, y creerán que se trata de un escándalo normal
y corriente como los de Dunwich!
Pero ¿qué informe y maldita criatura, salida o
no de esta tierra tridimensional, era el padre de Wilbur Whateley? Nacido el
día de la Candelaria, a los nueve meses de la Víspera del uno de mayo de 1912,
fecha en que los rumores sobre extraños ruidos en el interior de la tierra
llegaron hasta Arkham. ¿Qué pasaba en las montañas aquella noche de mayo? ¿Qué
horror engendrado el día de la Invención de la Cruz* se había abatido sobre el
mundo en forma de carne y hueso semihumanos?
Durante las semanas que siguieron, Armitage
estuvo recogiendo toda la información que pudo encontrar sobre Wilbur Whateley
y aquellos misteriosos seres que poblaban la comarca de Dunwich.
Se puso en contacto con el doctor Houghton, de Aylesbury,
que había asistido al viejo Whateley en su postrer agonía, y estuvo meditando
detenidamente sobre las últimas palabras que pronunció, tal como las recordaba
el médico. Una nueva visita a Dunwich apenas reportó fruto alguno. No obstante,
un detenido examen del Necronomicón —en concreto, de las páginas que con tanta
avidez había buscado Wilbur— pareció aportar nuevas y terribles pistas sobre la
naturaleza, métodos y apetitos del extraño y maligno ser cuya amenaza se cernía
difusamente sobre la tierra. Las conversaciones sostenidas en Boston con varios
estudiosos de saberes arcanos y la correspondencia mantenida con muchos otros
eruditos de los más diversos lugares, no hicieron sino incrementar la
perplejidad de Armitage, quien, tras pasar gradualmente por varias fases de
alarma, acabó sumido en un auténtico estado de intenso temor espiritual. A
medida que se acercaba el verano creía cada vez más que debía hacerse algo para
interrumpir la escalada de terror que asolaba los valles regados por el curso superior
del Miskatonic e indagar quién era el monstruoso ser conocido entre los humanos
por el nombre de Wilbur Whateley.
* El 3 de mayo.
VI
El verdadero horror de Dunwich tuvo lugar entre
la fiesta de la Recolección de la cosecha y el equinoccio de 1928, siendo el
Dr. Armitage uno de los testigos presenciales de su abominable prólogo. Había
oído hablar del esperpéntico viaje que Whateley había hecho a Cambridge y de
sus desesperados intentos por sacar el ejemplar del Necronomicón que se
conservaba en la biblioteca Widener, de la Universidad de Harvard. Pero todos
sus esfuerzos fueron vanos, pues Armitage había puesto en estado de alerta a
todos los bibliotecarios que tenían a su cargo la custodia de un ejemplar del
arcano volumen. Wilbur se había mostrado asombrosamente nervioso en Cambridge;
estaba ansioso por conseguir el libro y no menos por regresar a casa, como si
temiera las consecuencias de una larga ausencia.
A primeros de agosto se produjo el cuasi
esperado acontecimiento. En la madrugada del tercer día de dicho mes el Dr.
Armitage fue despertado bruscamente por los desgarradores y feroces ladridos
del imponente perro guardián que había a la entrada del recinto universitario.
Los estridentes y terribles gruñidos alternaban con desgarradores aullidos y
ladridos, como si el perro se hubiese vuelto rabioso; los ruidos iban en
continuo aumento, pero entrecortados, dejando entre sí pausas terriblemente
significativas. Al poco, se oyó un pavoroso grito de una garganta totalmente
desconocida, un grito que despertó a no menos de la mitad de cuantos dormían a
aquellas horas en Arkham y que en lo sucesivo les asaltaría continuamente en
sus sueños, un grito que no podía proceder de ningún ser nacido en la tierra o
morador de ella.
Armitage se puso rápidamente algo de ropa por
encima y echó a correr por los paseos y jardines hasta llegar a los edificios
universitarios, donde pudo ver que otros se le habían adelantado. Aún se oían
los retumbantes ecos de la alarma antirrobo de la biblioteca. A la luz de la
luna se divisaba una ventana abierta de par en par mostrando las abismales
tinieblas que encerraba. Quienquiera que hubiese intentado entrar había logrado
su propósito, pues los ladridos y gritos —que pronto acabarían confundiéndose
en una sorda profusión de aullidos y gemidos— procedían indudablemente del
interior del edificio. Un sexto sentido le hizo entrever a Armitage que cuanto
allí sucedía no era algo que pudieran contemplar ojos sensibles y, con gesto
autoritario, mandó retroceder a la muchedumbre allí congregada al tiempo que
abría la puerta del vestíbulo. Entre los allí reunidos vio al profesor Warren
Rice y al Dr. Francis Morgan, a quienes tiempo atrás había hecho partícipes de
algunas de sus conjeturas y temores, y con la mano les hizo una señal para que
le siguiesen al interior. Los sonidos que de allí salían habían remitido casi
por completo, salvo los monótonos gruñidos del perro; pero Armitage dio un
brusco respingo al advertir entre la maleza un ruidoso coro de chotacabras que
había comenzado a entonar sus endiabladamente rítmicos chirridos, como si
marchasen al unísono con los últimos estertores de un ser agonizante.
En el edificio entero reinaba un insoportable
hedor que le resultaba harto familiar a Armitage, quien, en compañía de los dos
profesores, se lanzó corriendo por el vestíbulo hasta llegar a la salita de
lectura de temas genealógicos de donde salían los sordos gemidos. Por espacio
de unos segundos, nadie se atrevió a encender la luz, hasta que Armitage,
armándose de valor, dio al interruptor. Uno de los tres hombres —cuál, no se
sabe— profirió un estridente alarido ante lo que se veía tendido en el suelo
entre un revoltijo de mesas y sillas volcadas. El profesor Rice afirma que
durante unos instantes perdió el sentido, si bien sus piernas no flaquearon ni
llegó a caerse al suelo.
En el suelo, encima de un fétido charco de
líquido purulento entre amarillento y verdoso y de una viscosidad bituminosa,
yacía medio recostado un ser de casi nueve pies de estatura, al que el perro
había desgarrado toda la ropa y algunos trozos de la piel. Aún no había muerto.
Se retorcía en medio de silenciosos espasmos, al tiempo que su pecho jadeaba al
abominable compás de los estridentes chirridos de las chotacabras que,
expectantes, oteaban desde fuera de la sala. Esparcidos por toda la estancia
podían verse trozos de piel de zapato y jirones de ropa, y junto a la ventana
se veía una mochila de lona vacía que debió arrojar allí aquel gigantesco ser.
Junto al pupitre central había un revólver en el suelo, con un cartucho
percutado pero sin pólvora que posteriormente serviría para explicar por qué no
había sido disparado. No obstante, aquel ser que yacía en el suelo eclipsó un
momento cualquier otra imagen que pudiera haber en la estancia. Sería harto
trillado y no del todo cierto decir que ninguna pluma humana podría
describirlo, pero ya sería menos erróneo decir que no podría visualizarse
gráficamente por nadie cuyas ideas acerca de la fisonomía y el perfil en
general estuviesen demasiado apegadas a las formas de vida existentes en
nuestro planeta y a las tres dimensiones conocidas. No cabía duda de que en
parte se trataba de una criatura humana, con manos y cabeza de hombre, en tanto
su rostro chotuno y sin mentón llevaba el inconfundible sello de los Whateley.
Pero el torso y las extremidades inferiores tenían una forma teratológicamente
monstruosa. Sólo gracias a una holgada indumentaria pudo aquel ser andar sobre
la tierra sin ser molestado o erradicado de su superficie.
Por encima de la cintura era un ser cuasiantropomórfico,
aunque el pecho, sobre el que aún se hallaban posadas las desgarradoras patas
del perro, tenía el correoso y reticulado pellejo de un cocodrilo o un lagarto.
La espalda tenía un color moteado, entre amarillo y negro, y recordaba
vagamente la escamosa piel de ciertas especies de serpientes. Pero, con
diferencia, lo más monstruoso de todo el cuerpo era la parte inferior. A partir
de la cintura desaparecía toda semejanza con el cuerpo humano y comenzaba la
más desenfrenada fantasía que cabe imaginarse. La piel estaba recubierta de un
frondoso y áspero pelaje negro, y del abdomen brotaban un montón de largos
tentáculos, entre grises y verdosos, de los que sobresalían fláccidamente unas
ventosas rojas que hacían las veces de boca. Su disposición era de lo más
extraño y parecía seguir las simetrías de alguna geometría cósmica desconocida
en la tierra e incluso en el sistema solar. En cada cadera, hundido en una
especie de rosácea y ciliada órbita, se alojaba lo que parecía ser un
rudimentario ojo, mientras que en el lugar donde suele estar el rabo le colgaba
algo que tenía todo el aspecto de una trompa o tentáculo, con marcas anulares
violetas, y múltiples muestras de tratarse de una boca o garganta sin
desarrollar. Las piernas, salvo por el pelaje negro que las cubría, guardaban
cierto parecido con las extremidades de los gigantescos saurios que poblaban la
tierra en los tiempos prehistóricos, y terminaban en unas carnosidades surcadas
de venas que ni eran pezuñas ni garras. Cuando respiraba, el rabo y los
tentáculos mudaban rítmicamente de color, como si obedecieran a alguna causa
circulatoria característica de su verdoso tinte no humano, mientras que el rabo
tenía un color amarillento que alternaba con otro blanco grisáceo, de
repugnante aspecto, en los espacios que quedaban entre los anillos de color
violeta. De sangre no había ni rastro, sólo el fétido y purulento líquido
verdoso amarillento que corría por el piso más allá del pringoso círculo,
dejando tras de sí una curiosa y descolorida mancha.
La presencia de los tres hombres debió despertar
al moribundo ser allí postrado, que se puso a balbucir sin siquiera volver ni
levantar la cabeza. Armitage no recogió por escrito los sonidos que profería,
pero afirma categóricamente que no pronunció ni uno solo en inglés. Al
principio las sílabas desafiaban toda posible comparación con ningún lenguaje
conocido de la tierra, pero ya hacia el final articuló unos incoherentes
fragmentos que, evidentemente, procedían del Necronomicón, el abominable libro
cuya búsqueda iba a costarle la muerte. Los fragmentos, tal como los recuerda
Armitage, rezaban así poco más o menos: «N’gai, n’gha’ ghaa, bugg-shoggog,
y’hah; Yog-Sothoth, Yog-Sothoth…», desvaneciéndose su voz en el aire mientras
las chotacabras chirriaban en crescendo rítmico de malsana expectación.
Luego, se interrumpieron los jadeos y el perro
alzó la cabeza, emitiendo un prolongado y lúgubre aullido. Un cambio se produjo
en la faz amarillenta y chotuna de aquel ser postrado en el suelo al tiempo que
sus grandes ojos negros se hundían pasmosamente en sus cavidades. Al otro lado
de la ventana, cesó de repente el griterío que armaban los chotacabras, y por
encima de los murmullos de la muchedumbre allí congregada se oyó un frenético
zumbido y revoloteo. Recortadas contra el trasfondo de la luna podían verse
grandes nubes de alados vigías expectantes que alzaban el vuelo y huían de la
vista, espantados sólo de ver la presa sobre la que se disponían a lanzarse.
De pronto, el perro dio un brusco respingo,
lanzó un aterrador ladrido y se arrojó precipitadamente por la ventana por la
que había entrado. Un alarido salió de la expectante multitud, mientras
Armitage decía a gritos a los hombres que aguardaban afuera que en tanto
llegase la policía o el forense no podrían entrar en la sala. Afortunadamente,
las ventanas eran lo suficientemente altas como para que nadie pudiera
asomarse; para mayor seguridad, echó las oscuras cortinas con sumo cuidado.
Entre tanto, llegaron dos policías, y el Dr. Morgan, que salió a su encuentro
al vestíbulo, les instó a que, por su propio bien, aguardasen a entrar en la
hedionda sala de lecturas hasta que llegara el forense y pudiera cubrirse el
cuerpo del ser allí postrado.
Mientras esto ocurría, unos cambios realmente
espantosos tenían lugar en aquella gigantesca criatura. No se precisa describir
la clase y proporción de encogimiento y desintegración que se desarrollaba ante
los ojos de Armitage y Rice, pero puede decirse que, aparte la apariencia
externa de cara y manos, el elemento auténticamente humano de Wilbur Whateley
era mínimo. Cuando llegó el forense, sólo quedaba una masa blancuzca y viscosa
sobre el entarimado suelo, en tanto que el fétido olor casi había desaparecido
por completo. Por lo visto, Whateley no tenía cráneo ni esqueleto óseo, al
menos tal como los entendemos. En algo había de parecerse a su desconocido
progenitor.
VII
Pero esto no fue sino simplemente el prólogo del
verdadero horror de Dunwich. Las autoridades oficiales, desconcertadas,
llevaron a cabo todas las formalidades debidas, silenciando acertadamente los
detalles más alarmantes para que no llegasen a oídos de la prensa y el público
en general. Mientras, unos funcionarios se personaron en Dunwich y Aylesbury
para levantar acta de las propiedades del difunto Wilbur Whateley y notificar,
en consecuencia, a quienes pudieran ser sus legítimos herederos. A su llegada,
encontraron a la gente de la comarca presa de una gran agitación, tanto por el
fragor creciente que se oía en las abovedadas montañas como por el insoportable
olor y sonidos —semejantes a un oleaje o chapoteo— que salían cada vez con
mayor intensidad de aquella especie de gran estructura vacía que era la granja
herméticamente entablada de los Whateley. Earl Sawyer, que cuidaba del caballo
y del ganado desde el fallecimiento de Wilbur, había sufrido una aguda crisis
de nervios. Los funcionarios hallaron enseguida una disculpa para que nadie
entrase en el hediondo y cerrado edificio, limitándose a girar una rápida
inspección a los aposentos que habitaba el difunto, es decir, a los cobertizos
que Wilbur había acondicionado en fecha reciente. Redactaron un voluminoso
informe que elevaron al juzgado de Aylesbury y, según parece, los pleitos sobre
el destino de la herencia siguen aún sin resolverse entre los innumerables
Whateley, tanto de la rama degenerada como de la sin degenerar, que viven en el
valle regado por el curso superior del Miskatonic.
Un casi interminable manuscrito redactado en
extraños caracteres en un gran libro mayor, y que daba toda la impresión de una
especie de diario por las separaciones existentes y las variaciones de tinta y
caligrafía, desconcertó por completo a quienes lo encontraron en el viejo
escritorio que hacía las veces de mesa de trabajo de Wilbur. Tras una semana de
debates se decidió enviarlo a la Universidad de Miskatonic, junto con la
colección de libros sobre saberes arcanos del difunto, para su estudio y
eventual traducción. Pero al poco tiempo hasta los mejores lingüistas
comprendieron que no iba a ser tarea fácil descifrarlo. No se encontró, en
cambio, la menor huella del antiguo oro con el que Wilbur y el viejo Whateley
solían pagar sus deudas.
El horror se desató en el transcurso de la noche
del 9 de septiembre. Los ruidos de la montaña habían sido muy intensos aquella
tarde y los perros ladraron con fenomenal estrépito durante toda la noche.
Quienes madrugaron el día 10 advirtieron un peculiar hedor en la atmósfera.
Hacia las siete de la mañana Luther Brown, el mozo de la granja de George
Corey, situada entre el barranco de Cold Spring y el pueblo, bajó corriendo,
presa de una gran agitación, del pastizal de diez acres a donde había llevado a
pacer las vacas. Estaba aterrado de espanto cuando entró a trompicones en la
cocina de la granja, mientras las no menos despavoridas vacas se ponían a
patalear y mugir en tono lastimero en el corral, tras seguir al chico todo el
camino de vuelta tan atemorizadas como él. Sin cesar de jadear, Luther trató de
balbucir lo que había visto a Mrs. Corey.
—Arriba, en el camino que hay por encima del
barranco, Mrs. Corey… ¡algo pasa allí! Es como si hubiese caído un rayo. Todos
los matorrales y arbolillos del camino han sido segados como si toda una casa
les hubiera pasado por encima. Y eso no es lo peor, ¡quia! Hay huellas en el
camino, Mrs. Corey… tremendas huellas circulares tan grandes como la tapa de un
tonel, y muy hundidas en la tierra, como si hubiese pasado un elefante por
allí, ¡sólo que las huellas tendrán más de cuatro pies! Miré de cerca una o dos
antes de salir corriendo y pude ver que todas estaban cubiertas por unas líneas
que salían del mismo lugar, en abanico, como si fuesen grandes hojas de palmera
—sólo que dos o tres veces más grandes— incrustadas en el camino. Y el olor era
irresistible, igual que el que se respira cerca de la vieja casa de Whateley…
Al llegar aquí el muchacho titubeó y parecía
como si el miedo que le había hecho venir corriendo todo el camino se apoderase
de él de nuevo. Mrs. Corey, a la vista de que no podía sonsacarle más detalles,
se puso a telefonear a los vecinos, con lo que empezó a cundir el pánico,
anticipo de nuevos y mayores horrores, por toda la comarca. Cuando llamó a
Sally Sawyer —ama de llaves en la granja de Seth Bishop, la finca más próxima a
la de los Whateley—, le tocó escuchar en lugar de hablar, pues el hijo de
Sally, Chauncey, que no podía dormir, había subido por la ladera en dirección a
la casa de los Whateley y bajó corriendo a toda prisa aterrado de espanto, tras
echar una mirada a la granja y al pastizal donde habían pasado la noche las vacas
de los Bishop.
—Sí, Mrs. Corey —dijo Sally con voz trémula
desde el otro lado del hilo telefónico—. Chauncey acaba de regresar
despavorido, y casi no podía ni hablar del miedo que traía. Dice que la casa
entera del viejo Whateley ha volado por los aires y que hay un montón de restos
de madera desperdigados por el suelo, como si hubiese estallado una carga de
dinamita en su interior. Apenas queda otra cosa que el suelo de la planta baja,
pero está enteramente cubierto por una especie de sustancia viscosa que huele
horriblemente y corre por el suelo hasta donde están los trozos de madera
desparramados. Y en el corral hay unas huellas espantosas, unas tremendas
huellas de forma circular, más grandes que la tapa de un tonel, y todo está
lleno de esa sustancia pegajosa que se ve en la casa destruida. Chauncey dice
que el reguero llega hasta el pastizal, donde hay una franja de tierra mucho
más grande que un establo totalmente aplastada y que por todos los sitios se
ven vallas de piedra caídas por el suelo.
«Chauncey dice, Mrs. Corey, que se quedó
aterrado a la vista de las vacas de Seth. Las encontró en los pastizales altos,
muy cerca de Devil’s Hop Yard, pero daba pena verlas. La mitad estaban muertas
y a casi el resto de las que quedaban les habían chupado la sangre, y tenían
unas llagas igualitas que las que le salieron al ganado de Whateley a partir
del día en que nació el rapaz negro de Lavinia. Seth ha salido a ver cómo están
las vacas, aunque dudo mucho que se acerque a la granja del brujo Whateley. Chauncey
no se paró a mirar qué dirección seguía el gran sendero aplastado una vez
pasado el pastizal, pero cree que se dirigía hacia el camino del barranco que
lleva al pueblo.
«Créame lo que le digo, Mrs. Corey, hay algo
suelto por ahí que no me sugiere nada bueno, y pienso que ese negro de Wilbur
Whateley —que tuvo el horrendo fin que merecía— está detrás de todo esto. No
era un ser enteramente humano, y conste que no es la primera vez que lo digo.
El viejo Whateley debía estar criando algo aún menos humano que él en esa casa
toda tapiada con clavos. Siempre ha habido seres invisibles merodeando en tomo
a Dunwich, seres invisibles que no tienen nada de humano ni presagian nada
bueno.
«La tierra estuvo hablando anoche, y hacia el
amanecer Chauncey oyó a las chotacabras armar tal griterío en el barranco de
Cold Spring que no le dejaron dormir nada. Luego le pareció oír otro ruido
débil hacia donde está la granja del brujo Whateley, una especie de rotura o
crujido de madera, como si alguien abriese a lo lejos una gran caja o embalaje
de madera. Entre unas cosas y otras no logró dormir lo más mínimo hasta bien
entrado el día, y no mucho antes se levantó esta mañana. Hoy se propone volver
a la finca de los Whateley a ver qué sucede por allí. Pero ya ha visto más que suficiente,
se lo digo yo, Mrs. Corey. No sé qué pasara, aunque no presagia nada bueno. Los
hombres deberían organizarse e intentar hacer algo. Todo esto es verdaderamente
espantoso, y creo que se acerca mi turno. Sólo Dios sabe qué va a pasar.
«¿Le ha dicho algo Luther de la dirección que
seguían las gigantescas huellas? ¿No? Pues bien, Mrs. Corey, si estaban en este
lado del camino del barranco y todavía no se han dejado ver por su casa,
supongo que deben haber descendido al fondo del barranco, ¿dónde si no podrían
estar? De siempre he dicho que el barranco de Cold Spring no es un lugar
saludable y no me inspira la menor confianza. Las chotacabras y las luciérnagas
que hay en sus entrañas no parecen criaturas de Dios, y hay quienes dicen que
pueden oírse extraños ruidos y murmullos allá abajo si uno se pone a escuchar
en el lugar apropiado, entre la cascada y la Guarida del Oso.
A eso del mediodía, las tres cuartas partes de
los hombres y jóvenes de Dunwich salieron a dar una batida por los caminos y
prados que había entre las recientes ruinas de lo que fuera la finca de los
Whateley y el barranco de Cold Spring, comprobando aterrados con sus propios
ojos las grandes y monstruosas huellas, las agonizantes vacas de Bishop, toda
la misteriosa y apestosa desolación que reinaba sobre el lugar y la vegetación
aplastada y pulverizada por los campos y a orillas de la carretera. Fuese cual
fuese el mal que se había desatado sobre la comarca era seguro que se
encontraba en el fondo de aquel enorme y tenebroso barranco, pues todos los
árboles de las laderas estaban doblados o tronchados, y una gran avenida se
había abierto por entre la maleza que crecía en el precipicio. Daba la
impresión de que una avalancha hubiese arrastrado toda una casa entera,
precipitándola por la enmarañada floresta de la vertiente casi cortada a pico.
Ningún ruido llegaba del fondo del barranco, tan sólo se percibía un lejano e
indefinible hedor. No tiene nada de extraño, pues, que los hombres prefieran
quedarse al borde del precipicio y ponerse a discutir, en lugar de bajar y
meterse de lleno en el cubil de aquel desconocido horror ciclópeo. Tres perros
que acompañaban al grupo se lanzaron a ladrar furiosamente en un primer
momento, pero una vez al borde del barranco cesaron de ladrar y parecían
amedrentados e intranquilos. Alguien llamó por teléfono al Aylesbury Chronicle
para comunicar la noticia, pero el director, acostumbrado a oír las más
increíbles historias procedentes de Dunwich, se limitó a redactar un artículo
humorístico sobre el tema, artículo que posteriormente sería reproducido por la
Associated Press.
Aquella noche todos los vecinos de Dunwich y su
comarca se recogieron en casa, y no hubo granja o establo en que no se
obstruyera la puerta lo más sólidamente posible. Huelga decir que ni una sola
cabeza de ganado pasó la noche en los pastizales. Hacia las dos de la mañana un
irrespirable hedor y los furiosos ladridos de los perros despertaron a la
familia de Elmer Frye, cuya granja se hallaba situada al extremo este del
barranco de Cold Spring, y todos coincidieron en decir haber oído afuera una
especie de chapoteo o golpe seco. Mrs. Frye propuso telefonear inmediatamente a
los vecinos, pero cuando su marido estaba a punto de decirle que lo hiciese se
oyó un crujido de madera que vino a interrumpir sus deliberaciones. Al parecer,
el ruido procedía del establo, y fue seguido al punto por escalofriantes
mugidos y pataleos de las vacas. Los perros se pusieron a echar espumarajos por
la boca y se acurrucaron a los pies de los miembros de la familia Frye,
despavoridos de terror. El dueño de la casa, movido por la fuerza de la
costumbre, encendió un farol, pero sabía bien que salir fuera al oscuro corral
significaba la muerte. Los niños y las mujeres lloriqueaban, pero evitaban
hacer todo ruido obedeciendo a algún oscuro y atávico sentido de conservación
que les decía que sus vidas dependían de que guardasen absoluto silencio.
Finalmente, el ruido del ganado remitió hasta no pasar de lastimeros mugidos,
seguido de una serie de chasquidos, crujidos y fragores impresionantes. Los
Frye, apiñados en el salón, no se atrevieron a moverse para nada hasta que no
se desvanecieron los últimos ecos ya muy en el interior del barranco de Cold
Spring. Luego, entre los débiles mugidos que seguían saliendo del establo y los
endiablados chirridos de las últimas chotacabras aún despiertas en el fondo del
barranco, Selina Frye se acercó, tambaleándose, al teléfono y difundió a los
cuatro vientos cuanto sabía sobre la segunda fase del horror.
Al día siguiente, la comarca entera era presa de
un pánico atroz, y podía verse un continuo trasiego de atemorizados y
silenciosos grupos de gente que se acercaban al lugar donde se había producido
el horripilante acontecimiento nocturno. Dos impresionantes franjas de
destrucción se extendían desde el barranco hasta la granja de Frye, en tanto
unas monstruosas huellas cubrían la tierra desprovista de toda vegetación y una
fachada del viejo establo pintado de rojo se hallaba tirada por el suelo. De
los animales, sólo se logró encontrar e identificar a la cuarta parte. Algunas
de las vacas estaban pulverizadas en pequeños fragmentos y a las que
sobrevivieron no hubo más remedio que sacrificarlas. Earl Sawyer propuso ir en
busca de ayuda a Arkham o Aylesbury, pero muchos rechazaron su propuesta por
estimarla inútil. El anciano Zebulón Whateley, de una rama de la familia a
caballo entre el sano juicio y la degradación, aventuró, de forma harto
increíble, que lo mejor sería celebrar rituales en las cumbres montañosas. De
siempre se habían observado escrupulosamente en su familia las tradiciones y
sus recuerdos de cantos en los grandes círculos de piedra no tenían nada que
ver con lo que pudieran haber hecho Wilbur y su abuelo.
La noche se hizo sobre la consternada comarca de
Dunwich, demasiado pasiva para lograr poner en marcha una eficaz defensa contra
la amenaza que se cernía sobre ella. En algunos casos, las familias con
estrechos vínculos se cobijaron bajo un mismo techo para estar ojo avizor en
medio de la cerrada oscuridad nocturna, pero, por lo general, volvieron a
repetirse las escenas de levantamiento de barricadas de la noche precedente y
los fútiles e ineficaces gestos de cargar los herrumbrosos mosquetes y colocar
las horcas al alcance de la mano. Sin embargo, aquella noche no aconteció nada
nuevo salvo algún que otro ruido intermitente en la montaña, y al despuntar el
día muchos confiaban que el nuevo horror hubiese desaparecido con igual
presteza con que se presentó. Incluso había algunos espíritus temerarios que
proponían lanzar una expedición de castigo al fondo del barranco, si bien no se
aventuraron a predicar con el ejemplo a una mayoría que, en principio, no
parecía dispuesta a seguirles.
Al caer de nuevo la noche volvieron a repetirse
las escenas de las barricadas, aunque esta vez fueron menos las familias que se
agruparon bajo un mismo techo. A la mañana siguiente, tanto en la granja de
Frye como en la de Bishop pudo advertirse cierta agitación entre los perros e
indefinidos sonidos y fétidos olores en la lejanía, mientras que los
expedicionarios más madrugadores se horrorizaron al ver de nuevo, y recientes,
las monstruosas huellas en el camino que orillaba Sentinel Hill. Al igual que
en ocasiones anteriores, los bordes del camino estaban aplastados, indicio de
que por allí había pasado el imponente y monstruoso horror infernal que asolaba
la comarca. Esta vez la conformación de las huellas parecía sugerir que había
marchado en ambas direcciones, como si una montaña movediza hubiese salido del
barranco de Cold Spring para regresar posteriormente por la misma senda. Al pie
de la montaña podía verse por lo más abrupto una franja de unos treinta pies de
anchura, de matorrales y arbolillos aplastados, y quienes aquello veían no
salían de su asombro al comprobar que ni siquiera las más empinadas pendientes
hacían torcer la trayectoria del inexorable sendero. Fuese lo que fuese, aquel
horror podía escalar paredes de roca desnuda y cortadas a pico. Como los
expedicionarios optasen por subir a la cima por una ruta más segura, se encontraron
con que una vez arriba terminaban las huellas… o, mejor dicho, daban la vuelta.
Era precisamente allí, en la cumbre de Sentinel
Hill, donde los Whateley solían celebrar sus diabólicas hogueras y entonar sus
no menos infernales rituales ante la piedra con forma de mesa en las fechas de
la Víspera de Mayo y de Todos los Santos. Ahora, la piedra constituía el centro
de una amplia extensión de terreno arrasado por el horror de la montaña,
mientras que encima de su superficie ligeramente cóncava podía verse una masa
espesa y fétida de la misma sustancia bituminosa que había en el piso de la
derruida granja de los Whateley cuando el horror se alejó de allí. Los hombres
se miraron unos a otros y se susurraron algo al oído. Luego, dirigieron la
mirada hacia abajo. Al parecer, el horror había descendido prácticamente por el
mismo sendero por el que había ascendido. Toda especulación holgaba. La razón,
la lógica y las ideas normales que pudieran ocurrírseles se hallaban sumidas en
el más completo marasmo. Sólo el anciano Zebulón, que no iba acompañando al
grupo, habría sabido apreciar en su justo término la situación o hallar una
posible explicación a todo ello.
La noche del jueves comenzó igual que casi todas
las precedentes, pero acabó bastante peor. Las chotacabras del barranco no
pararon de chirriar ni un momento armando tal estrépito que fueron muchos los
vecinos de Dunwich que no lograron conciliar el sueño, y a eso de las tres de
la madrugada todos los teléfonos de la localidad se pusieron a sonar trémulamente.
Quienes descolgaron el auricular oyeron a una aterrada voz proferir en tono
desgarrador «¡Socorro! ¡Dios mío!…», y algunos creyeron escuchar un estruendoso
ruido, tras lo cual la voz se cortó. No se oyó ni un sonido más. Pero nadie se
atrevió a salir y hasta la mañana siguiente no se supo de dónde procedía la
llamada. Todos cuantos la escucharon se llamaron por teléfono entre sí,
advirtiendo que únicamente no contestaban en casa de los Frye. La verdad se
descubrió al cabo de una hora cuando, tras juntarse a toda prisa, un grupo de
hombres armados se dirigió a la finca de los Frye que estaba en la boca misma
del barranco. Lo que allí se veía era espantoso, pero en modo alguno constituía
una sorpresa. Había nuevas franjas aplastadas y monstruosas huellas. La casa de
los Frye se había hundido como si del cascarón de un huevo se tratase, y entre
las ruinas no pudo encontrarse resto alguno vivo o muerto. Sólo un insoportable
hedor y una viscosidad bituminosa. La familia Frye había sido por completo
borrada de la faz de Dunwich.
VIII
Entre tanto, en Arkham, tras la puerta cerrada
de una estancia con las paredes repletas de estanterías, se desarrollaba otra
fase del horror, algo más apacible pero no menos estimulante desde una
perspectiva espiritual. El extraño manuscrito o diario de Wilbur Whateley,
entregado a la Universidad de Miskatonic para su oportuna traducción, había
sido la causa de muchos quebraderos de cabeza y no pocas muestras de
desconcierto entre los especialistas en lenguas antiguas y modernas del
claustro. Su mismo alfabeto, no obstante la similitud que a primera vista
guardaba con la variante del árabe hablado en Mesopotamia, resultaba totalmente
desconocido a las autoridades en la materia. La conclusión final de los
lingüistas fue que el texto representaba un alfabeto artificial, debiendo
tratarse de criptogramas, aunque ninguno de los métodos criptográficos
normalmente utilizados pudo aportar la menor pista para su desciframiento, no
obstante aplicarse en función de las lenguas que se suponía conocía el autor de
aquellas páginas. En cuanto a los antiguos libros encontrados en el domicilio
de los Whateley, si bien presentaban un gran interés y en varios casos
prometían abrir nuevas y tenebrosas vías de investigación entre los filósofos y
hombres de ciencia, no contribuyeron para nada a dilucidar el enigma. Uno de
ellos, un pesado volumen con un cierre metálico, estaba escrito en otro
alfabeto igualmente desconocido, si bien sus caracteres eran muy diferentes y
guardaba cierta semejanza con el sánscrito. Finalmente, el viejo libro mayor
cayó en manos del Dr. Armitage, y ello tanto en atención al especial interés
que había demostrado en el caso Whateley como por sus vastos conocimientos
lingüísticos y experiencia en las fórmulas místicas de la antigüedad y del
medioevo.
Armitage sabía que el alfabeto era utilizado con
fines esotéricos por ciertos cultos arcanos procedentes de épocas pasadas y que
habían adoptado numerosos rituales y tradiciones de los zahoríes del mundo
sarraceno. Ahora bien, aquello no pasaba de tener una importancia secundaria,
pues no era necesario conocer el origen de los símbolos si, como sospechaba,
eran utilizados a modo de criptogramas dentro de una lengua moderna. Estaba
persuadido de que, habida cuenta de la voluminosa cantidad de texto que
contenía, el autor difícilmente se habría tomado la molestia de utilizar otra
lengua que la suya, salvo quizá a la hora de expresar ciertas fórmulas mágicas
o conjuros especiales. En consecuencia, se dispuso a atacar el manuscrito
partiendo de la hipótesis de que el grueso del mismo se hallaba en inglés.
Armitage sabía muy bien, tras los repetidos
fracasos de sus colegas, que el enigma que encerraba aquel texto resultaría
difícil de desentrañar y sería tarea harto dificultosa, por lo que había que
desechar cualquier intento de aplicar métodos sencillos de investigación. La
última decena de agosto la dedicó a recopilar todos los tratados de
criptografía que pudo encontrar, echando mano de la copiosa bibliografía con
que contaba la biblioteca y descifrando noche tras noche los saberes arcanos
que se ocultaban en textos como la Poligraphia de Tritomio, el De furtivis
literarum notis de Giambattista Porta, el Traité des chiffres de De Vigenere,
el Cryptomenysis patefacta de Falconer, los tratados del siglo XVIII de Davys y
Thicknesse y otros de autoridades en la materia tan recientes como Blair, Von
Marten, amén de los escritos de Klüber. Con el tiempo acabó por convencerse de
que se enfrentaba a uno de esos criptogramas especialmente sutiles e ingeniosos
en los que muchas listas de letras separadas y que se corresponden entre sí se
hallan dispuestas como si se tratara de una tabla de multiplicar,
construyéndose el mensaje a partir de palabras clave arbitrarias sólo conocidas
por los iniciados. Las autoridades de mayor antigüedad parecían ser de ayuda
bastante más valiosa que las de épocas más recientes, de lo que Armitage dedujo
que el código del manuscrito debía tener una gran antigüedad, transmitido sin
duda a través de toda una larga cadena de ensayistas místicos. Varias veces
pareció estar a punto de ver la luz esclarecedora, pero, de repente, algún
obstáculo imprevisto le hacía retroceder en la marcha de la investigación.
Hasta que, prácticamente ya encima septiembre, las nubes empezaron a clarear.
Ciertas letras, tal como estaban utilizadas en determinados pasajes del
manuscrito, fueron identificadas definitiva e inequívocamente, poniéndose de
manifiesto que el texto se hallaba escrito en inglés.
En la tarde del 2 de septiembre cayó, por fin,
la última barrera importante que se interponía a la inteligibilidad del texto,
y Armitage vio coronados sus esfuerzos al leer por vez primera un pasaje entero
de los anales de Wilbur Whateley. En realidad se trataba de un diario, como
todo hacía suponer, y estaba redactado en un estilo que mostraba claramente una
mezcolanza de profunda erudición en el campo de las ciencias ocultas y de
incultura general por parte del extraño ser que lo escribió.
Ya el primer pasaje extenso que logró descifrar
Armitage —una anotación fechada el 26 de noviembre de 1916— resultó harto
asombroso e intranquilizador. Recordó que el autor de aquellas líneas era un
niño de tres años y medio por entonces, si bien aparentaba ser un adolescente
de doce o trece.
Hoy aprendí el Aklo para el Sabaoth (sic), pero
no me gustó pues podía responderse desde la montaña y no desde el aire. Lo del
piso de arriba me aventaja más de lo que pensaba y no parece que tenga mucho
cerebro terrestre. Al ir a morderme maté de un tiro a Jack, el perro pastor de
Elam Hutchins, y Elam dijo que si llegaba a morderme me mataría. Confío en que
no lo haga. Anoche el abuelo me hizo pronunciar la fórmula mágica Dho y me
pareció ver la ciudad secreta en los dos polos magnéticos. Una vez arrasada la
tierra iré a esos polos, si es que no logro comprender la fórmula Dho-Hna
cuando la aprenda. Los del aire me dijeron en el Sabat que la tarea de arrasar
la tierra me llevará muchos años; para entonces supongo que ya habrá muerto el
abuelo, así que voy a tener que aprender la posición de todos los ángulos de
las superficies planas y todas las fórmulas mágicas que hay entre Yr y Nhhngr.
Los del exterior me ayudarán, pero para cobrar forma corpórea requieren sangre
humana. Parece que lo de arriba tendrá buen aspecto. Puedo vislumbrarlo cuando
hago la señal Voorish o soplo los polvos de Ibu Ghazi, y se parece mucho a
ellos el día de la Víspera de Mayo en la Montaña. La otra cara la encuentro
algo borrosa. Me pregunto cómo seré cuando la tierra haya sido arrasada y no
quede ni un solo ser sobre ella. El que vino con el Aklo Sabaoth dijo que
podría transfigurarme para parecer menos del exterior y seguir haciendo cosas.
El amanecer encontró al Dr. Armitage sudoroso y
despavorido de terror, totalmente enfrascado en su lectura. No había levantado
los ojos del manuscrito en toda la noche. Sentado en su escritorio, a la luz de
una lámpara eléctrica, fue pasando página tras página con temblorosa mano a
medida que descifraba el críptico texto. En medio de semejante estado de
agitación había telefoneado a su mujer para decirle que no iría a dormir
aquella noche, y cuando a la mañana siguiente le llevó el desayuno a la
biblioteca apenas probó bocado. No paró de leer ni un instante durante todo el
día, deteniéndose con gran desesperación una que otra vez siempre que se hacía
necesario volver a aplicar la intrincada clave para desentrañar el texto. Le
llevaron la comida y la cena a su despacho, pero apenas tomó una pizca. Al día
siguiente, ya bien entrada la noche, se quedó adormecido sobre la silla, pero
no tardaría en despertarse tras asaltarle unas pesadillas casi tan horribles
como la amenaza que se cernía sobre la humanidad entera y que acababa de
descubrir.
La mañana del 4 de septiembre el profesor Rice y
el Dr. Morgan insistieron en ver a Armitage siquiera un momento, saliendo de la
entrevista temblorosos y con el semblante demudado. Al anochecer Armitage se
fue a la cama, pero sólo esporádicamente pudo conciliar el sueño. Al día
siguiente, miércoles, volvió a enfrascarse en la lectura del manuscrito y tomó
infinidad de notas, tanto de los pasajes que iba leyendo como de los ya
descifrados. En la madrugada se quedó dormido unos momentos en un sillón del
despacho, pero antes de que amaneciese ya estaba de nuevo con la vista sobre el
manuscrito. Aún no habían dado las doce cuando su médico, el doctor Hartwell,
fue a verle e insistió, por su propio bien, en la necesidad de que dejase de
trabajar. Pero Armitage se negó a seguir los consejos del médico, alegando que
para él era de vital importancia acabar de leer el diario, al tiempo que le
prometía una explicación más detallada en su debido momento. Aquella tarde,
justo en el momento en que empezaba a oscurecer, acabó su alucinante y
agotadora lectura y se dejó caer sobre la silla totalmente exhausto. Su mujer,
que acudió a llevarle la cena, le encontró postrado en un estado casi comatoso,
pero Armitage aún conservaba la conciencia suficiente como para proferir un
fenomenal grito, que la hizo retroceder, al advertir que sus ojos se posaban en
las notas que había tomado. Levántandose a duras penas de la silla, recogió las
hojas garrapateadas que había sobre la mesa y las metió en un gran sobre que
guardó en el bolsillo interior del abrigo. Aún le quedaban fuerzas para
regresar a casa por su propio pie, pero era tan evidente que precisaba de
auxilios médicos que hubo que llamar urgentemente al doctor Hartwell. Al irse a
la cama, siguiendo las indicaciones del médico, no cesaba de repetir una y otra
vez «Pero ¿qué hacer, Dios mío?, ¿qué hacer?»
Armitage durmió toda aquella noche, pero al día
siguiente estuvo delirando a intervalos. No dio ninguna explicación al doctor
Hartwell, pero en sus momentos de lucidez hablaba de la imperiosa necesidad de
mantener una larga reunión con Rice y Morgan. No había quien entendiera sus
desvaríos, en los que hacía desesperados llamamientos para que se destruyera
algo que decía se encontraba en una casa herméticamente cerrada con tablones,
al tiempo que hacía increíbles alusiones a un plan para eliminar de la faz de
la tierra a toda la especie humana, y a toda la vida vegetal y animal, que se
proponía llevar a cabo una terrible y antiquísima raza de seres procedentes de
otras dimensiones siderales. En sus gritos decía cosas tales como el mundo
estaba en peligro, pues los Seres Ancianos se habían propuesto desmantelarlo y
barrerlo del sistema solar y del cosmos de la materia para sumirlo en otro
nivel, o fase incorpórea, del que había salido hacía billones y billones de
milenios. En otros momentos pedía que le trajera el temible Necronomicón y el
Daemonolatreia de Remigio, volúmenes ambos en los que estaba persuadido de
encontrar la fórmula mágica con la que conjurar tan aterrador peligro.
—¡Hay que detenerlos, hay que detenerlos como
sea! —se lanzaba a gritar desesperadamente—. Los Whateley se proponen abrirles
el camino, y lo peor de todo aún está por llegar. Digan a Rice y Morgan que hay
que hacer algo. Es una operación que entraña un gran peligro, pero yo sé cómo
fabricar los polvos… No ha recibido ningún alimento desde el 2 de agosto, el
día en que Wilbur vino a morir aquí, y a estas alturas…
Pero Armitage, pese a sus setenta y tres años,
tenía aún una naturaleza resistente y el trastorno se le pasó en el curso de la
noche, y no vino acompañado de fiebres. El viernes se levantó ya avanzado el
día, con la cabeza despejada, aunque con el semblante adusto por el miedo que
le roía las entrañas y por la tremenda responsabilidad que ahora pesaba sobre
él. El sábado por la tarde se sintió con fuerzas para ir a la biblioteca y
mantener una reunión con Rice y Morgan; los tres hombres estuvieron devanándose
los sesos el resto del día con las más increíbles especulaciones y los más
alucinantes debates. Sacaron montones de terribles libros sobre saberes arcanos
de las estanterías y de los lugares donde estaban encerrados a buen recaudo, y
estuvieron copiando esquemas y fórmulas mágicas con febril premura y en
cantidades ingentes. No cabía la menor duda al respecto. Los tres habían visto
el agonizante cuerpo de Wilbur Whateley postrado en una estancia de aquel mismo
edificio, por lo que a ninguno de ellos se le pasó siquiera por la cabeza
considerar el diario como los delirios de un loco.
Las opiniones sobre la conveniencia de dar
cuenta a la policía de Masachusetts estaban encontradas, imponiéndose la
negativa en última instancia. Había cosas en todo aquello que resultaban muy
difíciles, por no decir imposibles, de creer por quienes no estaban al tanto de
todo lo que allí sucedía, como muy bien se vería tras varias investigaciones
realizadas con posterioridad a los hechos. Ya entrada la noche la sesión se
levantó sin que hubieran trazado un plan definitivo, pero durante todo el
domingo Armitage estuvo ocupado cotejando fórmulas mágicas y haciendo
combinaciones de productos químicos sacados del laboratorio de la universidad.
Cuanto más pensaba en el infernal diario, más dudas le asaltaban sobre la
eficacia de cualquier agente material para destruir al ser que Wilbur Whateley
había dejado tras de sí… el amenazador ser, desconocido para él, que unas horas
después habría de abatirse sobre la localidad y acabaría siendo trágicamente
conocido por el horror de Dunwich.
El lunes apenas difirió de la víspera para
Armitage, pues la tarea en que estaba embarcado requería continuas búsquedas y
experimentos. Nuevas consultas del diario de aquel monstruoso ser trajeron como
consecuencia una serie de cambios en el plan originalmente trazado, y, con
todo, sabía que al final seguiría adoleciendo de grandes fallas y riesgos. Para
el martes ya había esbozado una línea precisa de actuación y creía que en menos
de una semana estaría en condiciones de trasladarse a Dunwich. Pero con el
miércoles vino la gran conmoción. Casi inadvertido, en una esquina del Arkham
Advertiser, podía verse un pequeño despacho de la agencia Associated Press en
el que se comentaba en tono jocoso que el whisky introducido de contrabando en
Dunwich había producido un monstruo que batía todos los récords. Armitage,
sobrecogido ante la noticia, telefoneó al instante a Rice y a Morgan. Hasta
bien entrada la noche estuvieron debatiendo los planes a seguir, y al día
siguiente se lanzaron apresuradamente a hacer los preparativos para el viaje.
Armitage sabía muy bien que iban a tener que habérselas con pavorosas fuerzas,
pero también veía claramente que era el único medio de acabar con aquel
maléfico embrollo que otros antes que él habían venido a complicar y agravar.
IX
El viernes por la mañana Armitage, Rice y Morgan
salieron en automóvil hacia Dunwich, llegando al pueblo sobre la una de la
tarde. Hacía un día espléndido, pero hasta en el fuerte sol reinante parecía
presagiarse una inquietante calma, como si algo espantoso se cerniese sobre
aquellas montañas extrañamente rematadas en forma de bóveda y sobre los
profundos y sombríos barrancos de la asolada región. De vez en cuando podía
divisarse recortado contra el cielo un lúgubre círculo de piedras en las
cumbres montañosas. Por la atmósfera de silenciosa tensión que se respiraba en
la tienda de Osborn, los tres investigadores comprendieron que algo horrible
había sucedido, y pronto se enteraron de la desaparición de la casa y de la
familia entera de Elmer Frye. Durante toda la tarde estuvieron recorriendo los
alrededores de Dunwich, preguntando a la gente qué había sucedido y viendo con
sus propios ojos, en medio de un creciente horror, las pavorosas ruinas de la
casa de los Frye con sus persistentes restos de aquella sustancia bituminosa,
las espantosas huellas dejadas en el corral, el ganado malherido de Seth Bishop
y las impresionantes franjas de vegetación arrasada que había por doquier. El
sendero dejado a todo lo largo de Sentinel Hill le pareció a Armitage de una
significación casi devastadora, y durante un buen rato se quedó mirando la
siniestra piedra en forma de altar que se divisaba en la cima.
Finalmente, los investigadores de Arkham,
enterados de que aquella misma mañana habían llegado unos policías de Aylesbury
en respuesta a las primeras llamadas telefónicas dando cuenta de la tragedia
acaecida a los Frye, resolvieron ir en busca de los agentes y contrastar con
ellos sus impresiones sobre la situación. Pero una cosa fue decirlo y otra
hacerlo, pues no se veía a los policías por ninguna parte. Habían venido en
total cinco en un coche, que se encontró abandonado en un lugar próximo a las
ruinas del corral de Elmer Frye. Las gentes de la localidad, que hacía tan sólo
un rato habían estado hablando con los policías, se hallaban tan perplejas como
Armitage y sus compañeros. Fue entonces cuando al viejo Sam Hutchins se le vino
a la cabeza una idea y, lívido, dio un codazo a Fred Farr al tiempo que
apuntaba hacia el profundo y rezumante abismo que se abría frente a ellos.
—¡Dios mío! —dijo jadeando—. ¡Mira que les
advertí que no bajasen al barranco! Jamás se me ocurrió que fuera a meterse
nadie ahí con esas huellas y ese olor y con las chotacabras armando tal
griterío a plena luz del día…
Un escalofrío se apoderó de todos los allí
congregados —granjeros e investigadores— al oír las palabras del viejo
Hutchins, y todos aguzaron instintivamente el oído. Armitage, ahora que se
encontraba por vez primera frente al horror y su destructiva labor, no pudo
evitar temblar ante la responsabilidad que se le venía encima. Pronto caería la
noche sobre la comarca, las horas en que la gigantesca monstruosidad salía de
su cubil para proseguir sus pavorosas incursiones. Negotium perambulans in
tenebris… El anciano bibliotecario se puso a recitar la fórmula mágica que
había aprendido de memoria, al tiempo que estrujaba con la mano el papel en que
se contenía la otra fórmula alternativa que no había memorizado. Seguidamente,
comprobó que su linterna se encontraba en perfecto estado. Rice, que estaba a
su lado, sacó de un maletín un pulverizador de esos que se utilizan para
combatir los insectos, mientras Morgan desenfundaba el rifle de caza en el que
seguía confiando pese a las advertencias de sus compañeros de que las armas no
valdrían de nada frente a tan monstruoso ser.
Armitage, que había leído el estremecedor diario
de Wilbur, sabía muy bien qué clase de materialización podía esperarse, pero no
quiso atemorizar más a los vecinos de Dunwich con nuevas insinuaciones o
pistas. Esperaba poder librar al mundo de aquel horror sin que nadie se
enterase de la amenaza que se cernía sobre la humanidad entera. A medida que la
oscuridad fue haciéndose más densa los vecinos de Dunwich comenzaron a
dispersarse y emprendieron el regreso a casa, ansiosos por encerrarse en su
interior pese a la evidencia de que no había cerrojo o cerradura que pudiese
resistir los embates de un ser de tal descomunal fuerza que podía tronchar
árboles y triturar casas a su antojo. Sacudieron la cabeza al enterarse del
plan que tenían los investigadores de permanecer de guardia en las ruinas de la
granja de Frye, próxima al barranco. Al despedirse de ellos, apenas albergaban
esperanzas de volver a verlos con vida a la mañana siguiente.
Aquella noche se oyó un enorme fragor en las
montañas y las chotacabras chirriaron con endiablado estrépito. De vez en
cuando, el viento que subía del fondo del barranco de Cold Spring traía un
hedor insoportable a la ya cargada atmósfera nocturna, un hedor como el que
aquellos tres hombres ya habían percibido en una anterior ocasión al
encontrarse frente a aquella moribunda criatura que durante quince años y medio
pasó por un ser humano. Pero la tan esperada monstruosidad no se dejó ver en
toda la noche. No cabía duda, lo que había en el fondo del barranco aguardaba
el momento propicio, y Armitage dijo a sus compañeros que sería suicida
intentar atacarlo en medio de la oscuridad nocturna.
Al amanecer cesaron los ruidos. El día se
levantó gris, desapacible y con ocasionales ráfagas de lluvia, mientras oscuros
nubarrones se acumulaban d el otro lado de la montaña en dirección noroeste.
Los tres científicos de Arkham no sabían qué hacer. Comoquiera que la lluvia
arreciase se guarecieron bajo una de las pocas construcciones de la granja de
los Frye que aún quedaban en pie, en donde debatieron la conveniencia de seguir
esperando o arriesgarse y bajar al fondo del barranco a la caza de la
monstruosa y abominable presa. El aguacero arreciaba por momentos y en la
lejanía se oía el fragor producido por los truenos, en tanto que el cielo
resplandecía por los relámpagos que lo rasgaban, y muy cerca de donde se
encontraban se vio caer un rayo, como si directamente se dirigiese al maldito
barranco. El cielo se oscureció totalmente, y los tres científicos esperaban
que la tormenta, aunque violenta, pasara rápidamente y luego esclareciera.
Aún seguía cubierto de oscuros nubarrones el
cielo cuando, no haría siquiera una hora, hasta ellos llegó un auténtico babel
de voces que se acercaba por el camino. Al poco, pudo divisarse un grupo
despavorido integrado por algo más de una docena de hombres que venían
corriendo, y no cesaban de gritar y hasta de sollozar histéricamente. Uno de
los que marchaban a la cabeza prorrumpió a balbucir palabras sin sentido,
sintiendo un pavoroso escalofrío los investigadores de Arkham cuando las
palabras adquirieron coherencia.
—¡Oh, Dios mío, Dios mío! —se oyó decir a alguien
con una vez entrecortada—. ¡Vuelve de nuevo, y esta vez en pleno día! ¡Ha
salido, ha salido y se mueve en estos momentos! ¡Que el Señor nos proteja!
Tras oírse unos jadeos, la voz se sumió en el
silencio, pero otro de los hombres retomó el hilo de lo que decía el primero.
—Hace casi una hora Zeb Whateley oyó sonar el
teléfono. Quien llamaba era Mrs. Corey, la mujer de George, el que vive abajo
en el cruce. Dijo que Luther, el mozo, había salido en busca de las vacas al
ver el tremendo rayo que cayó, cuando observó que los árboles se doblaban en la
boca del barranco —del lado opuesto de la vertiente— y percibió el mismo hedor
que se respiraba en las inmediaciones de las grandes huellas el lunes por la
mañana. Y según ella, Luther dijo haber oído una especie de crujido o chapoteo,
un ruido mucho más fuerte que el producido por los árboles o arbustos al
doblarse, y de repente los árboles que había a orillas del camino se inclinaron
hacia un lado y se oyó un horrible ruido de pisadas y un chapoteo en el barro.
Pero, aparte de los árboles y la maleza doblados, Luther no vio nada.
Luego, más allá de donde el arroyo Bishop pasa
por debajo del camino pudo oír unos espantosos crujidos y chasquidos en el
puente, y dijo que parecía como si fuese madera que estuviese resquebrajándose.
Pero, aparte de los árboles y los matorrales doblados, no vio nada en absoluto.
Y cuando los crujidos se perdieron a lo lejos —en el camino que lleva a la
granja del brujo Whateley y a la cumbre de Sentinel Hill—, Luther tuvo el valor
de acercarse al lugar donde se oyeron los ruidos primero y se puso a mirar al
suelo. No se veía otra cosa que agua y barro, el cielo estaba encapotado y la
lluvia que caía empezaba a borrar las huellas, pero cerca de la boca del
barranco, donde los árboles se hallaban caídos por el suelo, aún había unas
horribles huellas tan gigantescas como las que vio el lunes pasado.
Al llegar aquí, tomó la palabra el hombre que
había hablado en primer lugar.
—Pero eso no es lo malo; eso fue sólo el
principio. Zeb convocó a la gente y todos estaban escuchando cuando se cortó
una llamada telefónica que hacían desde la casa de Seth Bishop. Sally, la mujer
de Seth, no paraba de hablar. en tono muy acalorado, acababa de ver los árboles
tronchados al borde del camino, y dijo que una especie de ruido acorchado,
parecido al de las pisadas de un elefante, se dirigía hacia la casa. Luego,
dijo que un olor espantoso se metió de repente por todos los rincones de la
casa y que su hijo Chauncey no cesaba de gritar que el olor era idéntico al que
había en las ruinas de la granja de Whateley el lunes por la mañana. Y, a todo
esto, los perros no paraban de lanzar horribles aullidos y ladridos.
«De repente, Sally pegó un fenomenal grito y
dijo que el cobertizo que había junto al camino se había derrumbado como si la
tormenta se lo hubiese llevado por delante, sólo que apenas corría viento para
pensar en algo así. Todos escuchábamos con atención y a través del hilo podía
oírse el jadeo de multitud de gargantas pegadas al teléfono. De repente, Sally
volvió a proferir un espantoso grito y dijo que la cerca que había delante de
la casa acababa de derrumbarse, aunque no se veía la menor señal que indicara a
qué podría deberse. Luego, todos los que estaban pegados al hilo oyeron chillar
también a Chauncey y al viejo Seth Bishop, y Sally decía a gritos que algo
enorme había caído encima de la casa, no un rayo ni nada por el estilo, sino
algo descomunal que se abalanzaba contra la fachada y los embates eran
constantes, aunque no se veía nada a través de las ventanas. Y luego… y luego…
El terror podía verse reflejado en todos los
rostros, y Armitage, aun cuando no estaba menos aterrado, tuvo el aplomo
suficiente para decirle a quien tenía la palabra que prosiguiera.
—Y luego… luego, Sally lanzó un grito estremecedor
y dijo «¡Socorro! ¡La casa se viene abajo!»… y desde el otro lado del hilo
pudimos oír un fenomenal estruendo y un espantoso griterío… igual que pasó con
la granja de Elmer Frye, sólo que esta vez peor…
El hombre que hablaba hizo una pausa, y otro de
los que venía en el grupo prosiguió el relato.
—Eso fue todo. No volvió a oírse ni un ruido ni
un chillido más. Sólo el más absoluto silencio. Quienes lo escuchamos sacamos
nuestros coches y furgonetas, y a continuación nos reunimos en casa de Corey todos
los hombres sanos y robustos que pudimos encontrar, y hemos venido hasta aquí
para que nos aconsejen qué hacer ahora. Es posible que todo sea un castigo del
Señor por nuestras iniquidades, un castigo del que ningún mortal puede escapar.
Armitage comprendió que había llegado el momento
de hacer algo y, con aire resuelto, se dirigió al vacilante grupo de
despavoridos campesinos.
—No queda más remedio que seguirlo, señores
—dijo tratando de dar a su voz el tono más tranquilizador posible—. Creo que
hay una posibilidad de acabar de una vez por todas con lo que quiera que sea
ese monstruo. Todos ustedes conocen de sobra la fama de brujos que tenían los
Whateley, pues bien, este abominable ser tiene mucho de brujería, y para acabar
con él hay que recurrir a los mismos procedimientos que utilizaban ellos. He
visto el diario de Wilbur Whateley y examinado algunos de los extraños y
antiguos libros que acostumbraba a leer, y creo conocer el conjuro que debe
pronunciarse para que desaparezca para siempre. Naturalmente, no puede hablarse
de una seguridad total, pero vale la pena intentarlo. Es invisible —como me
imaginaba—, pero este pulverizador de largo alcance contiene unos polvos que
deben hacerlo visible por unos instantes. Dentro de un rato vamos a verlo. Es realmente
un ser pavoroso, pero aún hubiese sido mucho peor si Wilbur hubiese seguido con
vida. Nunca llegará a saberse bien de qué se libró la humanidad con su muerte.
Ahora sólo tenemos un monstruo contra el que luchar, pero sabemos que no puede
multiplicarse. Con todo, es posible que cause aún mucho daño, así que no hemos
de dudar a la hora de librar al pueblo de semejante monstruo.
«Hay que seguirlo, pues, y la forma de hacerlo
es ir a la granja que acaba de ser destruida. Que alguien vaya delante, pues no
conozco bien estos caminos, pero supongo que debe haber un atajo. ¿Están de
acuerdo?
Los hombres se movieron inquietos sin saber qué
hacer, y Earl Sawyer, apuntando con un dedo tiznado por entre la cortina de
lluvia que amainaba por momentos, dijo con voz suave: «Creo que el camino más
rápido para llegar a la granja de Seth Bishop es atravesar el prado que se ve
ahí abajo y vadear el arroyo por donde es menos profundo, para subir luego por
las rastrojeras de Carrier y los bosques que hay a continuación. Al final se
llega al camino alto que pasa a orillas de la granja de Seth, que está del otro
lado.»
Armitage, Rice y Morgan se pusieron a caminar en
la dirección indicada, mientras la mayoría de los aldeanos marchaban lentamente
tras ellos. El cielo empezaba a clarear y todo parecía indicar que la tormenta
había pasado. Cuando Armitage tomaba involuntariamente una dirección
equivocada, Joe Osborn se lo indicaba y se ponía delante para mostrar el
camino. El valor y la confianza de los hombres del grupo crecían por momentos,
aunque la luz crepuscular de la frondosa ladera casi cortada a pico que había
al final del atajo —por entre cuyos fantásticos y añejos árboles hubieron de
trepar cual si de una escalera se tratase— pusieron tales cualidades a prueba.
Al final, llegaron a un camino lleno de barro
justo al tiempo que salía el sol. Se hallaban algo más allá de la finca de Seth
Bishop, pero los árboles tronchados y las inequívocas y horribles huellas eran
buena prueba de que ya había pasado por allí el monstruo. Apenas se detuvieron
unos momentos a contemplar los restos que quedaban en tomo al gran hoyo. Era
exactamente lo mismo que sucedió con los Frye, y nada vivo ni muerto podía
verse entre las ruinas de lo que en otro tiempo fueran la granja y el establo
de los Bishop. Nadie quiso permanecer allí mucho tiempo entre aquel hedor
insoportable y aquella viscosidad bituminosa; todos volvieron instintivamente
al sendero de espantosas huellas que se dirigían hacia la granja en ruinas de
los Whateley y las laderas coronadas en forma de altar de Sentinel Hill.
Al pasar ante lo que fuera morada de Wilbur
Whateley, todos los integrantes del grupo se estremecieron visiblemente y sus
ánimos comenzaron a flaquear. No tenía nada de divertido seguir la pista de
algo tan grande como una casa y no lograr verlo, si bien podía respirarse en el
ambiente una maléfica presencia infernal. Frente al pie de Sentinel Hill las
huellas dejaban el camino y podía apreciarse aún fresca la vegetación aplastada
y tronchada a lo largo de la ancha franja que marcaba el camino seguido por el
monstruo en su anterior subida y descenso de la montaña.
Armitage sacó un potente catalejo y se puso a
escrutar las verdes laderas de Sentinel Hill. Seguidamente, se lo pasó a
Morgan, que gozaba de una visión más aguda. Tras mirar unos instantes por el
aparato Morgan lanzó un pavoroso grito, pasándoselo seguidamente a Earl Sawyer
a la vez que le señalaba con el dedo un determinado punto de la ladera. Sawyer,
tan desmañado como la mayoría de quienes no están acostumbrados a utilizar
instrumentos ópticos, estuvo dándole vueltas unos segundos hasta que
finalmente, y gracias a la ayuda de Armitage, logró centrar el objetivo. Al
localizar el punto, su grito aún fue más estridente que el de Morgan.
—¡Dios Todopoderoso, la hierba y los matorrales
se mueven! Está subiendo… lentamente… como si reptara… en estos momentos llega
a la cima. ¡Que el cielo nos ampare!
El germen del pánico pareció cundir entre los
expedicionarios. Una cosa era salir a la caza del monstruoso ser, y otra muy
distinta encontrarlo. Era muy posible que los conjuros funcionaran, pero ¿y si
fallaban? Empezaron a levantarse voces en las que se le formulaba a Armitage
todo tipo de preguntas acerca del monstruo, pero ninguna respuesta parecía
satisfacerles. Todos tenían la impresión de hallarse muy próximos a fases de la
naturaleza y de la vida absolutamente extraordinarias y radicalmente ajenas a
la existencia misma de la humanidad.
X
Al final, los tres investigadores venidos de
Arkham —el Dr. Armitage, de canosa barba, el profesor Rice, rechoncho y de
cabellos plateados, y el Dr. Morgan, delgado y de aspecto juvenil— acabaron
subiendo solos la montaña. Tras instruir con suma paciencia a los aldeanos
sobre cómo enfocar y utilizar el catalejo, lo dejaron con el atemorizado grupo
que se quedó en el camino. A medida que subían aquellos tres hombres, los
aldeanos fueron pasándoselo de mano en mano para poder verlos de cerca. La
subida era ardua, y en más de una ocasión tuvieron que echar una mano a
Armitage. Muy por encima del esforzado grupo expedicionario el gran sendero
abierto en la montaña retumbaba como si su infernal hacedor volviera a pasar
por él con premiosa alevosía. Así pues, era patente que los perseguidores
cobraban terreno.
Curtis Whateley —de la rama no degenerada de los
Whateley— era quien miraba por el catalejo cuando los investigadores de Arkham
se desviaron del sendero. Curtis dijo al resto del grupo que, sin duda, los
tres hombres trataban de llegar a un pico inferior desde el que se divisaba el
sendero, en un lugar muy por encima de donde se estaba aplastando la vegetación
en aquellos momentos. Y así fue en realidad, pues los expedicionarios
alcanzaron la pequeña elevación al poco de que el invisible monstruo pasara por
allí.
Luego, Wesley Corey, que a la sazón miraba por
el objetivo, gritó con todas sus fuerzas que Armitage se había puesto a ajustar
el pulverizador que llevaba Rice, y todo indicaba que algo iba a ocurrir de un
momento a otro. El desasosiego empezó a cundir entre el grupo del camino, pues,
según les habían dicho, el pulverizador debería hacer visible por unos
instantes al desconocido horror. Dos o tres hombres cerraron los ojos, en tanto
que Curtis Whateley arrebató el catalejo a Wesley y lo dirigió hacia el punto
más distante posible. Pudo ver que Rice, desde el lugar de observación en que
se encontraban los expedicionarios —por encima y justo detrás del monstruoso
ser— tenía una excelente oportunidad para intentar diseminar los potentes
polvos de prodigiosos efectos.
El resto de los que estaban en el camino sólo
pudieron ver el fugaz resplandor de una nube grisácea —una nube del tamaño de
un edificio relativamente alto— próxima a la cima de la montaña. Curtis, que
era quien en aquellos momentos miraba por el catalejo, lo dejó caer de golpe
sobre el barro que les cubría hasta los tobillos, al tiempo que lanzaba un
grito aterrador. Se tambaleó, y habría caído al suelo de no ser por dos o tres
compañeros que le ayudaron y le sostuvieron en pie. Un casi inaudible gemido
era lo único que salía de sus labios.
—¡Oh, oh, Dios Todopoderoso!… eso… eso…
Luego se organizó un auténtico pandemónium, pues
todos querían preguntar a la vez, y sólo Henry Wheeler se ocupó de recoger el
catalejo caído en tierra y de limpiarle el barro. Curtis seguía diciendo
incoherencias y ni siquiera conseguía dar respuestas aisladas.
—Es mayor que un establo… todo hecho de cuerdas
retorcidas… Tiene una forma parecida a un huevo de gallina, pero enorme, con
una docena de patas… como grandes toneles medio cerrados que se echaran a
rodar…. No se ve que tenga nada sólido… es de una sustancia gelatinosa y está
hecho de cuerdas sueltas y retorcidas, como si las hubieran pegado… Tiene
infinidad de enormes ojos saltones…, diez o veinte bocas o trompas que le salen
por todos los lados, grandes como tubos de chimenea, y no paran de moverse,
abriéndose y cerrándose continuamente…, todas grises, con una especie de
anillos azules o violetas… ¡Dios del cielo! ¡Y ese rostro semihumano encima…!
El recuerdo de esto último, fuera lo que fuese,
resultó demasiado fuerte para el pobre Curtis, quien perdió el sentido antes de
poder articular una sola palabra más. Fred Farr y Will Hutchins lo trasladaron
a un lado del camino, dejándole tendido sobre la húmeda hierba. Henry Wheeler,
temblando, cogió entre las manos el catalejo y lo enfocó hacia la montaña en un
intento de ver qué pasaba. A través del objetivo podían divisarse tres pequeñas
figuras que ascendían hacia la cumbre con la rapidez con que se lo permitía la
abrupta pendiente. Eso era todo cuanto veía, ni más ni menos. Luego, todos
percibieron un raro e intempestivo ruido que procedía del fondo del valle a sus
espaldas, e incluso salía de la misma maleza de Sentinel Hill. Era el griterío
que armaba una legión de chotacabras y en su estridente coro parecía latir una
tensa y maligna expectación.
Earl Sawyer cogió seguidamente el catalejo y
dijo que se veía a las tres figuras de pie en la cumbre más alta, prácticamente
al mismo nivel del altar de piedra, pero todavía a considerable distancia de
éste. Uno de los hombres, dijo Earl Sawyer, parecía alzar los brazos por encima
de su cabeza a intervalos rítmicos, y al decir esto los demás creyeron oír un
tenue sonido cuasi musical a lo lejos, como si una ruidosa salmodia acompañara
a sus gestos. La extraña silueta en aquel lejano pico debía constituir todo un
grotesco e impresionante espectáculo, pero ninguno de los presentes se sentía
con humor para hacer consideraciones estéticas.
—Me imagino que ahora están entonando el conjuro
—dijo Wheeler en voz baja al tiempo que arrebataba el catalejo de manos de
Sawyer. Mientras, las chotacabras chirriaban con singular estridencia y a un
ritmo curiosamente irregular, que no guardaba ningún parecido con las
modulaciones del ritual.
De repente, la luz del sol disminuyó sin que, a
primera vista, se debiera a la acción de ninguna nube. Era un fenómeno
realmente singular, y así lo apreciaron todos. Parecía como si en el interior
de las montañas estuviera gestándose un estrepitoso fragor, extrañamente acorde
con otro fragor que vendría del firmamento. Un relámpago rasgó el aire y los
asombrados hombres buscaron en vano los indicios de la tormenta. La salmodia
que entonaban los investigadores de Arkham llegaba ahora nítidamente hasta
ellos, y Wheeler vio a través del catalejo que levantaban los brazos al compás
de las palabras del conjuro. Podía oírse, asimismo, el furioso ladrido de los
perros en una granja lejana.
Los cambios en las tonalidades de la luz solar
fueron a más y los hombres apiñados en el camino seguían mirando perplejos al
horizonte. Unas tinieblas violáceas, originadas como consecuencia de un
espectral oscurecimiento del azul celeste, se cernían sobre las retumbantes
colinas. Seguidamente, volvió a rasgar el cielo un relámpago, algo más
deslumbrante que el anterior, y todos creyeron ver como si una especie de
nebulosidad se levantara en torno al altar de piedra allá en la lejana cumbre.
Nadie, empero, miraba con el catalejo en aquellos instantes. Las chotacabras
seguían emitiendo sus irregulares chirridos, en tanto los hombres de Dunwich se
preparaban, en medio de una gran tensión, para enfrentarse con la imponderable
amenaza que parecía rondar por la atmósfera.
De repente, y sin que nadie lo esperara, se
dejaron oír unos sonidos vocales sordos, cascados y roncos que jamás olvidarían
los integrantes del despavorido grupo que los oyó. Pero aquellos sonidos no
podían proceder de ninguna garganta humana, pues los órganos vocales del hombre
no son capaces de producir semejantes atrocidades acústicas. Más bien se diría
que habían salido del mismo Averno, si no fuese harto evidente que su origen se
encontraba en el altar de piedra de Sentinell Hill. Y hasta casi es erróneo
llamar a semejantes atrocidades sonidos, por cuanto su timbre, horrible a la
par que extremadamente bajo, se dirigía mucho más a lóbregos focos de la
conciencia y al terror que al oído; pero uno debe calificarlos de tal, pues su
forma recordaba, irrefutable aunque vagamente, a palabras semiarticuladas. Eran
unos sonidos estruendosos —estruendosos cual los fragores de la montaña o los
truenos por encima de los que resonaban— pero no procedían de ser visible
alguno. Y como la imaginación es capaz de sugerir las más descabelladas
suposiciones en cuanto a los seres invisibles se refiere, los hombres agrupados
al pie de la montaña se apiñaron todavía más si cabe, y se echaron hacia atrás
como si temiesen que fuera a alcanzarles un golpe fortuito.
—Ygnaiih… ygnaiih… thflthkh'ngha… YogSothoth…
—sonaba el horripilante graznido procedente del espacio—. Y'bthnk… h'ehye…
n'grkdl'lh…
En aquel momento, quienquiera que fuese el que
hablase pareció titubear, como si estuviera librándose una pavorosa contienda
espiritual en su interior. Henry Wheeler volvió a enfocar el catalejo, pero tan
sólo divisó las tres figuras humanas grotescamente recortadas en la cima de
Sentinel Hill, las cuales no paraban de agitar los brazos a un ritmo frenético
y de hacer extraños gestos como si la ceremonia del conjuro estuviese próxima a
su culminación. ¿De qué lóbregos avernos de terror propios del diabólico
Aqueronte, de qué insondables abismos de conciencia extracósmica, de qué
sombría y secularmente latente estirpe infrahumana procedían aquellos
semiarticulados sonidos medio graznidos medio truenos? De repente, volvían a
oírse con renovado ímpetu y coherencia al acercarse a su máximo, final y más
desgarrador frenesí.
—Eh-ya-ya-ya-yahaah-e'yayayayaaaa… ngh'aaaaa…
ngh'aaa h'yuh… ¡SOCORRO! ¡SOCORRO!… pp-pp-pp-¡PADRE! ¡PADRE! ¡YOG-SOTHOTH!
Eso fue todo. Los lívidos aldeanos que aguardaban
en el camino sin salir de su estupor ante las palabras indiscutiblemente
inglesas que habían resonado, profusa y atronadoramente, en el enfurecido y
vacío espacio que había junto a la asombrosa piedra altar, no volverían a
oírlas. Al punto, hubieron de dar un violento respingo ante la terrorífica
detonación que pareció desgarrar la montaña; un estruendo ensordecedor e
imponente, cuyo origen —ya fuese el interior de la tierra o los cielos— ninguno
de los presentes supo localizar. Un único rayo cayó desde el cenit violáceo
sobre la piedra altar y una gigantesca ola de inconmensurable fuerza e
indescriptible hedor bajó desde la montaña bañando la comarca entera. Árboles,
maleza y hierbas fueron arrasados por la furiosa acometida, y los despavoridos
aldeanos del grupo que se encontraba al pie de la montaña, debilitados por el
letal hedor que casi llegaba a asfixiarles, estuvieron a punto de caer rodando
por el suelo. En la lejanía se oía el furioso ladrido de los perros, en tanto
que los prados y el follaje en general se marchitaban cobrando una extraña y
enfermiza tonalidad grisáceo-amarillenta, y los campos y bosques quedaban
sembrados de chotacabras muertas.
El hedor desapareció al poco tiempo, pero la
vegetación no volvió a brotar con normalidad. Incluso hoy sigue percibiéndose
una extraña y nauseabunda sensación ante las plantas que crecen en las
inmediaciones de aquella montaña de infausto recuerdo. Curtis Whateley
comenzaba a volver en sí cuando se vio a los tres hombres de Arkham descender
lentamente por la vertiente montañosa bajo los rayos de un sol cada vez más
resplandeciente e inmaculado. Su semblante era grave y calmado, y parecían
consternados por unas reflexiones sobre lo que venían de presenciar de
naturaleza mucho más angustiosa que las que habían reducido al grupo de
aldeanos a un estado de postración y acobardamiento. En respuesta a la lluvia
de preguntas que cayó sobre ellos, los tres investigadores se limitaron a
sacudir la cabeza y a reafirmar un hecho de vital importancia.
—El monstruoso ser ha desaparecido para siempre
—dijo Armitage—. Ha vuelto al seno de lo que era en un principio y ya no puede
volver a existir. Era una monstruosidad en un mundo normal. Sólo en una mínima
parte estaba compuesto de materia, en cualquiera de las acepciones de la
palabra. Era igual que su padre, y una gran parte de su ser ha vuelto a
fundirse con aquél en algún reino o dimensión desconocido allende nuestro
universo material, en algún abismo desconocido del que sólo los más endiablados
ritos de la malevolencia humana le permitirían salir tras invocarlo por unos
momentos en las cumbres montañosas.
Seguidamente, se hizo un breve silencio, durante
el cual los sentidos dispersos del infortunado Curtis Whateley volvieron a
entretejerse poco a poco hasta formar una especie de continuidad, y llevándose
las manos a la cabeza soltó un sordo gemido. La memoria le devolvió al momento
en que le había abandonado, y volvió a invadirle la horrorosa visión que le
había hecho desfallecer.
—¡Oh, oh, Dios mío, aquel rostro semihumano…
aquel rostro semihumano!… aquel rostro de ojos rojos y albino pelo ensortijado,
y sin mentón, igual que los Whateley… Era un pulpo, un ciempiés, una especie de
araña, pero tenía una cara de forma semihumana encima de todo, y se parecía al
brujo Whateley, sólo que medía yardas y yardas.
Y, exhausto, enmudeció, mientras el grupo entero
de aldeanos se le quedaba mirando fijamente con una perplejidad aún no
cristalizada en renovado terror. Sólo entonces el viejo Zebulón Whateley, a
quien solían venirle a la cabeza antiguos recuerdos pero que no había abierto
la boca hasta el momento, dijo en voz alta:
—Hace quince años —se puso a divagar—, oí decir
al viejo Whateley que un día oiríamos al hijo de Lavinia pronunciar el nombre
de su padre en la cumbre de Sentinel Hill…
Pero Joe Osborn le interrumpió para volver a
preguntar a los hombres de Arkham:
—Pero, ¿qué era, después de todo, y cómo logró
el joven brujo Whateley llamarle para que acudiera de los espacios?
Armitage escogió sus palabras cuidadosamente a
la hora de contestar.
—Era… bueno, era sobre todo una fuerza que no
pertenece a la zona que habitamos del espacio sideral, una fuerza que actúa,
crece y obedece a otras leyes distintas de las que rigen nuestra Naturaleza. A
ninguno de nosotros se nos ocurre invocar a tales seres del exterior, sólo lo
intentan las gentes y cultos más abominables. Y algo de ello puede decirse de
Wilbur Whateley, algo que basta para hacer de él un ser demoníaco y un monstruo
precoz, y para hacer de su muerte una escena de diabólico patetismo. Lo primero
que pienso hacer es quemar este maldito diario, y si quieren obrar como hombres
prudentes les aconsejo que dinamiten cuanto antes la piedra altar que hay en
esa cima y echen abajo todos los círculos de monolitos que se levantan en las
restantes montañas. Cosas así son las que, a la postre, traen a seres como esos
de los que tanto gustaban los Whateley, unos seres a los que iban a dar forma
terrestre para que borraran de la faz de la tierra a la especie humana y
arrastraran a nuestro planeta al fondo de algún lugar execrable para alguna
finalidad de naturaleza igualmente execrable.
—Pero por cuanto se refiere al ser que acabamos
de devolver a su lugar de origen, los Whateley lo criaron para que desempeñara
un terrible papel en los monstruosos hechos que iban a acontecer. Creció
deprisa y se hizo muy grande por las mismas razones por las que lo hizo Wilbur,
pero le superó porque contaba con un componente mayor de exterioridad. Y es
innecesario preguntar por qué Wilbur lo llamó para que viniera del espacio… No
lo llamó. Era su hermano gemelo, pero se parecía más a su padre que él.
1
Conductores de almas al reino de los muertos. [N del T]
2
El 1.º de agosto.
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