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jueves, 19 de julio de 2007

CUENTOS CORTOS Y RELATOS // JULIO CARRERAS

Julio Carreras
Cuentos cortos y relatos



Arrepentimiento


-Padre, perdóneme: ¡he pecado!- exclamé, en un súbito rapto de compunción.
El sacerdote estaba inmóvil en su casilla de confesor, frente a mí.
-Tenga piedad de este miserable gusano... ¡no me niegue su absolución!-imploré. Los
ojos fríos del padre estaban fijos en mi rostro; pero nada me respondía.
-¡Oh!... ¡Qué torpe y perverso he sido, frágil hoja de alerce, juguete inerme en el
torbellino de mis innobles pasiones! ¡Violento y cruel, irreflexivo, temerario desafiador de
la ira de Dios!... El sacerdote ni se movía.
-¡Malhaya la hora en que permití a mi mano volar a la espada! ¡Malhaya mi sangre
española, heredera de endriagos milenarios! ¡Malhaya mi facilidad para la estocada!... Nada
me decía.
-Padre... ¿no ha de perdonarme? ¿Va a dejarme cargar por siempre con esta cruz en mi
conciencia? ¿Tan terrible fue mi pecado?...
Tal iba a ser mi destino, al parecer, pues el cura no modificó ni un ápice su fría
expresión. Me retiré, entonces, acongojado y llorando. Por desgracia, mi estocada había
sido demasiado certera. Su corazón, agujereado, ya no le daba vida para responder.
Hembra
Felipe estaba solo. Muy solo. Por eso le pareció un sueño cuando la muchacha aceptó
bailar con él. (Y más sueño le parecería luego, cuando aceptara ir a su rancho).
Nadie la conocía. Las escasas mujeres del poblado la miraron con odio. Y los hombres
lo miraron a él con envidia, cuando se la llevó. Necesitó dos tubos de ginebra para
animarse, pero lo hizo.
Nunca gozó Felipe deleites tan hondos y sostenidos como esa noche, en su cama. Entre
vahídos de placer le pidió, en la oscuridad: "¡quédate a vivir conmigo!" Ella aceptó.
En la rosada penumbra de la paloma Felipe recordó la noche pasada, y percibió el bulto
del cuerpo a su lado. Como quien constata la materialidad de su dicha estiró la mano. Tocó
una piel peluda. De un salto, se levantó.
El grito debe haber asustado al animal, pues abandonó la cama con la velocidad de un
relámpago.
Dando un brinco poderoso la mula salió por la ventana. Felipe, con la boca abierta, la
vio perderse, entre las retamas.
Sangre fría
Lo maté de un solo tiro.
Después, con mi cuchillo de caza, le corté la cabeza y la tiré hacia atrás; sin darme
vuelta a mirar dónde caía, pedí tres deseos.
Finalmente me fui a desayunar (café con leche con chipaquitos) al bar de la estación
YPF.
Me percaté recién, a través del vidrio sucio, que al salir había dejado desierta la sala de
videojuegos.


Amnesia


-Yo escribo para olvidar -sostenía un poeta amigo de mi padre.
Trataba de justificar así quizá sus faltas de ortografía.
Pues sus escritos prescindían fatalmente de puntos, comas, haches, acentos o distinción
alguna entre "ve" cortas o "be" largas.
Un libro apócrifo de Aldous Huxley
No existe lo fantástico: todo es real.

André Breton

En el comienzo hay alguien que parte, en un tren. Se describe la estación, y el andén. Es
de mañana en el primer párrafo. Lo cual no impide que el segundo comience con la
siguiente frase: La luna reina serenamente en un cielo violeta, sobre las nubes.
El argumento me cautiva. Trata de un hombre gusta de vivir del modo más agradable
que sea posible, viajar y gozar de las exposiciones de arte, del mejor licor y de las
diversiones. En las últimas páginas, descubrimos que el protagonista sufre un
desdoblamiento, por el cual, no es él quien goza de los placeres sino otro hombre, que
habita en su interior, y lo utiliza como vehículo de sus impulsos.
Entonces el personaje lleva sobre sus hombros la parte más pesada de los placeres del
otro: así, cuando quien habita dentro de él decide trasladarse de un lugar a otro, es él quien
debe sufrir el peso del camino, haciendo de caballo. Sin embargo, exteriormente se viste y
perfuma como si de verdad él fuera el otro.
Hoy, él y el otro van a salir a dar un paseo por el bosque, a caballo.
Meditando tristemente, da los últimos toques a sus brillantes botas y a sus breeches.
Comprende que de esa forma sólo está vistiendo al otro, que se ha posesionado de una
manera tiránica de su voluntad, no a sí mismo.
Trata de escapar y de mirarse, pero no puede, ya que una oftalmanía lo obliga a fijar su
vista en una mosca que se ha posado sobre una pared, y le es imposible apartar los ojos de
ella.
Afuera, se oye el gorjeo de los pájaros. Amanece.
En la cárcel de Córdoba, una tarde calurosa de 1980.

El tango que me llevó

Me fui a caminar por entre las callejuelas de Villa Siburu en busca de una casita
humilde para alquilar. Había dejado sólo por un momento a mis hijas, con ese objeto.
Mientras conversaba con una señora intuí que algo le sucedía a la más pequeña. Regresé
presuroso y la encontré llorando.
Había vomitado sobre el cubrecama donde durmiera, y el suelo.
Resignadamente limpié todo, asombrado interiormente por el modo en que mi hija
había percibido mi ausencia.
Cuando regresó Cecilia salí de nuevo tratando de hallar una peluquería.
Era una noche nublada. Mientras reflexionaba parado en una esquina acerca del camino
a seguir, me apoyé en el ventanal tapiado de una casa abandonada y me puse a cantar un
tango. De tras la pared me contestó el eco -eso creí, al principio. Me gustó el efecto, y una y
otra vez repetí frases del tema ("Vuelvo al Sur"), para provocar al eco. Me quedé pasmado,
ustedes se imaginarán, cuando habiéndome callado, el eco siguió cantando aquel tango que
iniciara, hasta agregar una estrofa completa.
En ese momento cruzaba por la esquina un agricultor, de quien me daba cuenta que
hacía tiempo me quería conocer. "Al sólo efecto de participarle" la rara situación, lo llamé.
Se acercó contento, pues la oportunidad de entablar relación se había presentado. Un
hombre robusto, seguramente de origen italiano, como de cuarenta años.
Me explicó que esto era un fenómeno frecuente, producto según él de que allí mismo
había muerto un estudiante de magia. Me invitó a su casa. En el umbroso living estaban a
mi lado, sobre unos fofos sillones, además de mi nuevo conocido su esposa y sus hijos,
todos ellos gente muy agradable.
Particularmente me agradó e inquietó la hija del agricultor, quien fijaba sus ojos azules
en mí todo el tiempo. No se molestaron cuando les dije que no gustaba de tomar nada, pero
me fue imposible eludir el disfrute de un par de masitas.
Cuando regresaba, cerca de la Terminal vi una peluquería abierta y me introduje. Antes
miré el reloj: la una y cuarto de la madrugada. No hallé al peluquero. Estaba por retirarme
cuando por una entrada lateral se presentó de un modo truculento un peluquero skin head.
Sólo para darme una tarjeta rosada, con los horarios de atención -que no incluían al
presente- y ofrecerme además los servicios de su esposa como hechicera.
Cecilia me dijo al llegar a casa que debía desconfiar de los hijos del agricultor. Según su
criterio, el "estudiante de magia" que reproducía mi voz desde el interior de la casona en
ruinas, era él. O ella, Cecilia sostenía que todos eran andróginos, pues manejaban de un
modo artero las energías de la tierra.
Recuerdo todos estos sucesos desde un siniestro bar, en la Costa del Marfil, mientras
cantan unos mariachis importados, y en la cabecera de mi mesa bromea con uno y otro esa
morena joven, flaca, sensual. Sé que no es ella, pues bajo de esa manifestación estoy
reconociendo la energía vital de la hija del agricultor, a quien conozco ya demasiado bien;
tiene la camisa abierta y escapan un poco sus pechos medianos y largos, morenos, duros.
Le indico esto pues supongo que no se dio cuenta y al advertirlo la molestará. Mas ella me
dice que no lo piense, por el contrario se siente muy cómoda así.
Ella ha logrado quitarme de mi casa, usando los ecos del tango.
Partido mi corazón, no atina sin embargo al regreso -aunque tampoco dispongo de un
centavo para ello. Compungido al extremo por mi suerte, no me queda otro camino,
entonces, que llorar.

La Paja del Ojo

Germán Loy tuvo la posibilidad de editar una revista perfecta. Púsole de nombre "La
Paja del Ojo" (por aquello de la vieja sentencia, y también porque sería un verdadero
eretismo para la visión). Polisémico sentido.
No crean que exagero. La revista era un regodeo para los ex-tetas. Los llevaba al límite.
En la tapa, verbigracia, solían alternarse los Rúbens, Boticelli, con las mejores fotos de
Drtikol, Vallejo, Deborah Tuberville: salpimentando, Boccioni, Aleksander Archipenko,
Giacomo Balla, Carlo Carrá, Rougena Zatkova... ¡para qué seguir! Todo en huecograbado,
papel ochenta quilos, cada número venía en caja de cartón.
El primer número detuvo los latidos de varios. De Leopoldo Marechal, incluía dos
poemas en cuerpo doce; Marinetti, un poema, Juan L. Ortiz, un poema. En ficción, contaba
con cuentos de Juan Bautista Zalazar, Diana María Noronha, y un inédito de Alberto
Moravia. Artículos: La influencia del barroco medieval en América, Alejo Carpentier,
Filosofía y Cultura, Luis Jorge Jalfen.
Era... cómo decir... como si a Marisa Berenson veinteañera le hubieran injertado el
talento de María Callas y la inteligencia de Marguerite Yourcenar.
En la Academia de Bellas Artes se formaron grupos para degustarla de consuno. La Paja
del Ojo salía trimestral. Se esperaba su llegada con ex, pec, tación.
Asesor visual: Carlos Alonso. Asesor literario: Juan José Arreola.
Diagramador: Fattoruso. Germán Loy estaba que no cabía en mí de gozo. El éxito había
sido rotondo.
Pero duró poco.
El problema empezó con la preocupación de los directivos de Bellas Artes (quienes,
obviamente, no eran artistas). Los alumnos se desviaban: gozaban. Esa inquietud fue
llevada al concejo deliberante, que en pleno consideró propicia la cuestión para aumentarse
las dietas. De allí pasó a la legislatura. Los di, puta, dos, luego de imitar el edificante
ejemplo de sus colegas conce, já, les -en lo referido a las dietas-, pasaron el asunto a
comisión, con lo cual se dio oportunidad de crear cinco nuevos cargos de secretarias y
taquígrafos. Finalmente el asunto fue a recalar en el Ministerio del Interior.
El impertérrito, previa consulta a la Suprema Corte, ordenó ipso pucho clausurar La
Paja del Ojo.
Razones: ningún Derecho, desde el Mosaico hasta el Romano, el Francés ni el
Johnsoniano, contemplaban en sus articuliados la posibilidad del orgasmo colectivo. Por
tanto, no existía. Y un hecho que no existe, no puede seguir sucediendo. Ergo: La Paja del
Ojo, no podía seguir saliendo.
Germán Loy se preguntaba, tristemente, si luego de haber beneficiado a tantos
legisladores no merecía se hubiera decretado algún arti (culito) ad-hoc. O al menos que,
personalmente, lo pensionaran por inhabilitación ex-tética. Y mientras esto pensaba, untaba,
con chimichurri, el panchito, que ofrecía al gusto popular en la bizarra esquina de
Sarachaga y Fragueiro.
Fernández, en junio de 1988.

Tribulaciones de un escarabajo

Gregorio Samsa patalea panza arriba, mientras lo ataca una legión de hormigas
coloradas. Los animales, seguros en su superioridad numérica, avanzan sin apuro, con las
fauces abiertas. Gregorio se siente al borde de la desesperación. Lo inmovilizan el
cansancio y el pavor, y se queda quieto, entregado a su suerte.
En eso ve unos inmensos pedúnculos rosados, que lo toman con firmeza, pero sin
lastimarlo. Se siente levantado. Sin transición se ha incorporado a su mente otro temor.
Pero al menos -piensa- me han sacado del peligro de las hormigas.
La fuerza lo deposita en una jaula transparente. En los rincones, hay comida. Gregorio
comprende que ha sido hecho prisionero. La angustia parece no tener fin. Pero se consuela,
diciéndose que es preferible estar preso y no despedazado.
* * *
El doctor Juhazs, entomólogo, se despertó en la noche al oír un fuerte ruido que venía
de su laboratorio. Cuando abrió la puerta encontró, entre los tablones de la estantería
desbaratada, a un hombre. Llevaba traje gris oscuro, era delgado, tenía grandes orejas y
parecía muy aturdido. Observó también que tenía raspones en la cara y en las manos.
-Bueno -le dijo el doctor, que era un hombre aplomado -podríamos tomar un tecito,
mientras conversamos.

La Cultura
A Mempo Giardinelli


Cuando conseguí escalar los peldaños de piedra de La Cultura luego de intentarlo por
caminos cerrados durante muchos años, me sobrecogió una escena impresionante.
Hacía frío. En su cima -era muy alto- llegué a sentarme completamente desnudo.
Desde allí se veía la mera Tierra, mas los otros edificios habían desaparecido.
Todo era un desierto. Las nubes se habían convertido en gases de color violeta pálido, y
envolvían al mundo hasta donde se podía ver.
Cuando percibí las nubes nuestro cielo estaba tibio, ya no sentí más frío.
Entonces arribó un pájaro muy grande, parecido al cóndor. Y desplegando sus alas, se
me acercó para dejar caer un envoltorio de trapo muy rústico.
Lo tomé y lo abrí.
Adentro había un manojo de tierra, y unos granos rugosos, pinteados de color ocre.
Después ya no pude ver, pues me quedé dormido.
Al despertar me encontré cubierto, por una enredadera en flor. Campanas rojas se
apoyaban en mi frente, y en el centro mismo de la planta respiraba una flor blanca.
Desde la distancia me pareció que el sol inspiraba a esa planta un cierto fulgor.
Y en tal instante mi corazón se sintió feliz y muy contento, de una manera que jamás
antes había presentido.

Vida de pobre

Mi padre se niega a darme dinero. Voy a la pieza de mi abuela y a duras penas consigo
extraerle dos billetes: uno de diez mil y otro de quince mil pesos. Voy al estudio de
abogado de mi amiga Nadia, pero lo pienso mejor, y antes de entrar prefiero visitar a su tío
y de paso cambiar el dinero.
El Turco Julián está como siempre, tras del mostrador con la caja. Este hombre acaricia
dinero inmundo todo el día -pienso- y luego intenta escribir poesía. Lo peor es que haya
"profesores de literatura" que encima le llaman "poeta". Es obeso, calza pesados anteojos de
miope, sobre su nariz de carancho pichón.
Debo hacer cola. En la cola me toca pararme detrás de una criollita deliciosa, muy
pintada, que me dedica una sonrisa. Pero después se hace a lado. En menos tiempo del que
pensaba llego al mostrador. El Turco, por reflejo negativo, me dice que duda si tiene
cambio, pero como me considera "un colega" (en el ámbito de las letras) finalmente saca el
dinero y me lo entrega, luego de sujetar mi crujiente billete colorado.
En el momento en que lo guardaba me entra la duda de si le habré dado un billete de
diez o de quince mil pesos. Siempre soy un poco distraído con la plata. La vez pasada se me
cayó todo lo que tenía en el bolsillo del pantalón, al pedalear en mi alta bicicleta.
Comoquiera que fuese, ya me resigno. Ahora no sé bien cuánto tengo.
Al llegar al rancho donde habito, solo, encuentro que me está esperando mi tío. Sin
permitirme que abra la boca, me dice que deje ya de joder con hacerme el pobre. Y me
entrega la llave de mi BMW, para que vaya otra vez a dirigir las empresas de la familia.
Fernández por la ventana de mi taller
Una tarde diáfana de principios del invierno. El sol cayendo despacio, ilumina las hojas
de los árboles con un amarillo transparente. Las paredes blancas de las casitas, facetadas por
las sombras difuminadas y los reflejos rojos de las tejas.
Verjas con lajas, verjas con revoques rugosos, con rejas blancas, con rejas rojas. Un
quiosco. La columna del alumbrado como un gigante flaco abriendo los brazos: sobre uno
de ellos, un pájaro. Cables, hacia el sur y hacia el norte, cruzando postes negros a través de
aislantes de loza fusiformes, subiendo, bajando, entrando y saliendo de las casas.
Un perro que ladra en las cercanías -siempre hay un perro que ladra, aquí.
Rumor de autos lejanos; alguno pasa de a ratos por frente al rectángulo de la ventana.
Cuando pasan, levantan un polvillo moroso que cambia el ambiente por unos instantes,
formando una niebla leve que tamiza la luz ya distante del sol.
Gajos oscuros de paraísos, saturados de pocotos amarillos que parecen absorber todo el
resplandor del ocaso. Contrastes agudos entre los racimos de hojas iluminadas y los que le
siguen inmediatamente debajo; verde brillante, amarillo, y sombra; verde oscuro y sombra.
Un pollo bermejo holgazanea por entre el césped cuidado del jardín de enfrente. Dos
caballos sufridos y marrones pastan tranquilamente entre la vereda y el pavimento,
seleccionando cuidadosamente las hierbas. Varios niños juegan y corren, llenando de
grititos alegres el silencio, antes cargado de sonidos opacos. Prendo la radio para escuchar
música.
Me entero de que están atacando con misiles valuados en un millón de dólares cada uno
al país que en otro tiempo, albergó a Gilgamesh.

Enseñanza oriental

No pises este lugar -dijo el monje Shao Lin-: porque encierra bajo de sí el bien y el mal.
El teniente Stallone observó la redonda laja que ornaba el umbral del templo.
-No creo en tus sandeces religiosas- escupió-. Pero, a ver, ¿qué mal podría venirme de este
buda gordo, acostado en la piedra?
-Te arriesgas a ser presa del caos original -contestó el monje Shao Lin.
El teniente Stallone efectuó la última pregunta. Estaba ya decidido a apresar al monje
idiota, pero su novato ayudante observaba y debía aleccionarlo, acerca de cómo obrar con
estas ratas indochinas.
-¿Y qué bien nos podría dar?
-Si volvieras tranquilamente por donde viniste, sin ofenderlo con las plantas de tus
borceguíes, podrías partir con su bendición y en paz.
-Ahhh! ¿Sí? -gritó Stallone- ¡Pues mira lo que un buen marine norteamericano hace con tu
sagrada laja!
Inmediatamente saltó con todo el peso de su corpacho, sobre la rugosa figura del buda en el
suelo.
El estallido encegueció y quitó la audición por un momento al novato, que sólo después de
un rato vio caer a unos veinte metros al casco de Stallone.
La moraleja de esta breve experiencia debería ser (pensó el soldado novato): "nunca creas
que los monjes Shao Lin hablan solamente de metafísica".

Hipóstasis

1
Sólo el canto triste de la corneja rompe el silencio gris y me acompaña.
La oración extiende unos dedos largos, se desliza entre cuadros amarillos y va llenando
de fantasmas la habitación.
Aquí habitó alguna vez la luz. Sobre el sencillo tapizado del sillón, en otros tiempos, se
posaron tus espaldas.
¿De dónde te oigo? En momentos de extendida soledad fluye, como una sombra
transparente, atraviesa con rozar de tules, tu presencia.
¿A dónde vas? ¿Por qué no quedas?
El día ha terminado y no has querido acariciarme, hoy tampoco.
Estoy solo, frente a mis papeles.
Voy a seguir esperando. Tal vez mañana pueda verte.

2
Busca -busco- en el vacío de la noche una señal que nos sitúe, en algún sentido -
cualquiera sea- para orientar los pasos.
Bajo la llovizna, los faroles lejanos han hecho azul el brillo de las calles mojadas, y no
hay sonidos, más que el sonido del girar del
Universo.
Cae la lluvia lentamente. Asusta el rumor rabioso de un auto, que pasa como una liebre,
mojándome, a mi lado, y se pierde en la noche.
Alguien está parado en la esquina, bajo la lluvia, bajo el farol.
Ni me apuro ni me detengo, pues sé que mis pasos, con sólo dejarlos que me lleven, en
algún momento cercano pueden dejarme frente a esa figura inmóvil.
Llueve con líneas azules. Me acerco a la figura, envuelta en un impermeable con
capucha. Me mira.
Es una mujer, como de treinta años.
Está pálida como una porcelana.
Las gotas de lluvia chorrean lentamente sobre su piel.
Me mira.
Sus ojos, grandes, son oscuros.
Estamos así, durante un largo rato, bajo la llovizna. Después, yo me doy vuelta, y me
voy llorando.

3
Hasta aquí ha llegado el perfume de tu voz.
Bordando el marco de la ventana, las gotas.
Tiemblan, colgando de los vidrios, se alargan, y a través suyo se ven las copas de los
árboles y el jardín.
Espero anhelante, como el personaje de un sueño, porque sé que has de aparecer.
Por el sendero se oye el murmullo de tus pasos rápidos.
Vuelca de pronto en el cielo una nube su luz.
No puedo apartarme y dejar de mirar, a través de las gotas; creo que soy feliz.
Te veo, reducida y multiplicada, a través de las gotas de lluvia.
Aún estoy frente a la ventana cuando tu cabello humedecido me roza la piel.
Cárcel de Córdoba, 6 de diciembre de 1979.
Dos gorriones
Esta mañana sorprendí a dos gorriones adormecidos que se acurrucaban en las
molduras de la ventana de mi celda. Estaban, redondos y somnolientos despertándose al sol
cuando los hallé. Uno de ellos me
miró: nos quedamos, él y yo, sin saber qué hacer. ¡Hubiera querido tanto que aceptaran el
calor de mi mano! Tiritaban de frío. Pero cuando me acerqué huyeron, dejando en mis
dedos un relente de melancolía.
Cárcel de Sierra Chica, 6 de julio de 1977.

Geraldine

De una oscura pasión o algún esfuerzo, de un puro golpe de amor, de cierta manera
de hablar y sorprenderse no podrás evadirte sin dejar una huella, algo que te descubra.
Rodolfo Alonso
El Maestro de Música tomó entre sus manos la mano pequeña de Geraldine.
Estaba exangüe. Miró por la ventana. Una niebla gris cubría los contornos de la ciudad.
La desesperación fue derramándose, la sintió por las cavidades interiores de su cuerpo,
hasta llegar al estómago y paralizarle los pies. "No", pensó: "por favor, no me dejes".
Echándose sobre el sillón en un impulso brusco la abrazó, como para alentarla. Su cuerpo
estaba frío. Entonces rompió en sollozos, que lo sacudieron recordándole estúpidamente a
su madre golpeando un felpudo en el patio.
Geraldine, pensó. Desde la primera vez que me miraste supe que me amabas.
No imaginé, en cambio, que ibas a llegar tan hondo en mí. Mezclada con la gente en el
concierto, sorprendía tus ojos contemplándome y te ruborizabas, mirabas con premura hacia
otro lado, con esa gracia que sólo es posible a tu edad. Yo lo tomé como un juego,
dejándome llevar displicente por los ruidos de la calle.
¿Cuándo se te ocurrió aprender piano? Llegaste una tarde, acompañada de tu mamá,
mientras yo auscultaba la penumbra de mi sala con el corazón trémulo pues intuía que algo
iba a suceder. Al principio rehusé, con excusas elípticas, sugiriendo ocupaciones o falta de
hábito en la docencia. Tenía miedo de amarte. Confinaba ese oscuro sentimiento, que había
nacido el mismo día que te viera pasar junto a mí, en el concierto. No lo sabías, ni yo
mismo lo tenía claro, pero fui el primero en enamorarme. Yo no había tocado; no me
conocías. Ensayábamos con el cuarteto en la cabina acústica que está al costado del salón...
¿por qué me levanté y fui a la puerta? Al correr un poco la cortina te vi pasar, con esa
levedad que tienes, y ni te diste cuenta.
Después, te amé. Las horas fueron vuelo de inexpresables alas, los sentimientos crearon
la luz que nos dio forma, sentido, razón, si esta existe.
-Despierta, Geraldine- dijo el Maestro de Música, y se sintió en el acto dolorosamente
grotesco. Un espejo oval le devolvió su rostro, el cabello enmarañado de mesárselo, las
ojeras brillando violetas bajo las lágrimas.
-¿Por qué tenía que dejarme ahora?... ¿Es que estoy condenado para siempre al dolor? -
le preguntó a su propia cara en el espejo.
Atrás, Geraldine reposaba como dormida. La miró reflejada en el vidrio, recorrió
aquella imagen pálida, sus labios como siempre entreabiertos, sus dientes pequeños, sus
ojos marrones... sus ojos... ¡Geraldine! ¡Había abierto los ojos!
El Maestro de Música se dio vuelta hacia ella y se quedó mirándola, pasmado.
-¿Estabas dormida? -preguntó por fin.
Ella, sin decir nada, enlazó su cuello con esos brazos largos que tenía y apoyó la cabeza
en su hombro izquierdo. Luego susurró: "te amo".
Dinaleh

Corazón y latido no son dos cosas, sino dos palabras.
Julio Cortázar

Dinaleh se presenta cada tarde en casa de Froilán. Se ha vuelto igual que el crepúsculo.
Cada vez que ella entra Luis Alberto Spinetta se pone a cantar con Fito Páez Asilo en tu
corazón y Froilán tiembla, de placer y de temor.
La primera vez que se unieron a duras penas pudo salir de ella. Se fue llevando uno de
sus pies. Luego de la tercera se resignó a aceptar la fatal condición de aquel amor.
Hoy ha venido hermosa con sus cabellos al aire, el sol tranquilo la trasciende; Froilán se
limita a contemplarla con arrobo, ha perdido todo movimiento. Dinaleh lo envuelve y apaga
el televisor, una lasitud dulce le enerva todos los sentidos, es feliz.
Esa tarde Dinaleh se queda a vivir en la casa de Froilán. Sola, con su corazón.
Fernández, agosto de 1988.

Encuentro con Maia

Para qué hablar de lo que sentí cuando llamé y no contestaba; había viajado novecientos
quilómetros sólo para verla -en realidad era eso, me mentía a mí mismo que no era lo
central, me decía tengo un montón de cosas que hacer en la ciudad, pero en realidad sólo
viajé por ella: (como otras veces, mi corazón es un sensible pulsador de emociones y
matices de los sentimientos, me lleva, por suerte no he acumulado en el cerebro tantos
prejuicios como para evitarlo), después del pésimo viaje en tren, decía, que prometí no
repetir nunca más - ese estúpido culto por la austeridad de los europeos con quien trabajo-,
decía, esperé tres días (ella había ido a pasarlos en Santa Teresita, con la familia) que
pasaron muy lentos para mí, claro, y ahora la llamo y la guanaca no contesta; mientras
marco de nuevo el maldito número hojeo "El Clarín" sobre la cama y veo: "Litto Nebbia y
los Músicos del Centro", en el Odeón a las ocho, voy a verlos, me digo, a escucharlos y ya
me engancho con eso, aunque no sin dolor; ya me empiezo a preparar el alma para no verla;
no quiere, me digo, no levanta el tubo a propósito, me digo, se ha reconciliado una vez más
con su marido, la fiesta, el encuentro, los días de campo, la arena, los niños, me la imagino
tomando sol junto al mar, sus piernas sólidas pies pequeños vientre blancodorado ombligo
grácil (aunque en la única vez que nos encontramos antes no la hubiera visto sino con
campera negra y jeans), a su lado la hermana, la mamá, blancos cabellos pesados, y él, su
compañero de muchos años difíciles ella diciéndose: "no, no voy a seguir con esto, la
separación no es más que otra de las tantas, lo intentaremos de nuevo", y luego caminando
juntos contra el rojo del mar ya no como enamorados, no, no de la mano, no, sino como...
¿amigos?..., o mejor, socios, de una empresa en bancarrota, contándole todo y diciéndole
"él me iba a dar cierta luz que entre nosotros no existe": por eso el teléfono mudo, carajo, y
yo aquí como un boludo marcando después de haber viajado al pedo, pero es mejor así, me
miento, por sus niños, deben intentar de nuevo, lo voy a ir a ver a Litto Nebbia, todo está
bien, a ese teatro fuimos una vez con Susuki a ver "A quemarropa", Lee Marvin, buen
recuerdo (no Lee Marvin sino las gambas larguísimas de Susuki Pedretti apretando con
fuerza mis dedos para que no suban más) salgo a la calle, limpio, bañado, perfumado, listo
para el amor pero me río en el acto, "amor del aire" pues Maia es ya sólo un recuerdo, toda
la gente camina en sentido contrario a mí -me parece- tomo un colectivo, voy a la empresa
de los europeos y llego justo para una maldita reunión social, atravieso los grupitos
elegantes, llego al teléfono, marco: nada, la puta que lo parió, me digo, lo voy a ir a ver a
Litto Nebbia y chao, esta mina no me va a matar la alegría, me escabullo como puedo de los
requerimientos; entonces una determinación se va abriendo paso, autónoma, en mi corazón:
voy a ir a su casa, a mí no me va hacer venir para borrarse sin al menos decime "gracias por
cumplir con la cita, pero no va más" y me encuentro caminando hacia la terminal, me
encuentro en la terminal, me encuentro con el boleto en la mano haciendo cola para los
colectivos que van a La Plata; ya no voy a ir a ver a Litto Nebbia, seguro: son las 8 y veinte,
conservo el rostro inexpresivo mas miro con ansiedad a los costados, ¿por qué imagino que
puede bajar de uno de los colectivos que van y vienen?, miro hacia atrás, veo una cabellera
caoba, leve, enmarañada y de bucles hondos, me sobresalto, casi la encuentro, así me pasó
luego de la primera vez por el centro, la vi pasar, piernas bellísimas, salí corriendo, nalgas
subversivas entre la multitud, la llamo por su nombre tomándola del brazo, sólo para recibir
una mirada feroz de la muchacha, bastante parecida, me consuelo, mezcla frecuente en
Buenos Aires, de español, italiano y alguna sangre centroeuropea produciendo esa belleza
que, fíjense ustedes, ya Rafael Sanzio preanunció; al fin me toca subir al colectivo veo sus
ojos azules frente a mí el domingo siguiente, a las tres de la tarde, con el fondo de los
antiguos marcos marrones de las puertas y ventanas del café y los autos perezosos que
transcurren las calles angostas de Congreso, veo la plaza con las enormes estatuas, las
palomas, el edificio reiterando en mi memoria su simbolismo ambiguo del poder en
tiempos de paz, siento su abrazo, sus pechos hermosos redondos contra mi cuerpo, su boca
en mí, gente pasando, mirándonos, mirasonriendo, hacemos linda pareja, siempre hice
lindas parejas, la veo frente a mí sentada en la silla antigua del café, contándome que al
hecho de que su padre era camarista en la época del proceso le deben el haber salvado la
vida, tuvimos que irnos a Salta, cinco años metidos en el campo de mi tío, el usó su título
de ingeniero agrónomo, habíamos estado con Montoneros, aquí, me dices y yo termino de
aceptar que esa hermosísima mujer de voz suavemente grave está ahí, para comprobarlo te
tomo de la mano un poco bruscamente y en el movimiento vuelco el vaso con soda, qué
hacés loquito me dices, otra vez, te ríes, se te marca esa arrugita tan única de la comisura,
me muestras tus dientes de coneja refinada, voy mirando con curiosidad los bloques de
edificios por la ventana, mientras, anochece, nos metemos en un túnel negro y
desembocamos sobre un puente tenebroso, todo evoca muerte, por acá se manejaban las
patotas de secuestradores, me digo, cuánta muerte en mi país, mi Dios, y pienso
nuevamente en vos, cómo te has metido en mí, muchacha, qué pasa, otro colectivo se ha
parado en el camino y la gente haciendo señas, sonamos; nos detuvimos, el otro chofer
explica y sube la gente, renegando, transpirando, aún espero encontrarla entre ellos pero ya
débilmente, ausentemente, una certidumbre se me va gestando en el corazón a medida que
nos acercamos a La Plata, a medida que aparecen los edificios blancos, casitas bonitas,
estaciones de servicio, no sé en qué momento nos pusimos en camino entonces te veo
llegar, sábado por la noche, ojos arcanos, cabello humedecido, toda de negro y marrón, me
mataste, pienso, camisa en seda bordada pulóver pelo de llama sobre los hombros,
sandalias, franja de cuero sobre tu empeine bellísimo y un medallón de hierro: "me mató",
pienso, mientras te miro por tras del vidrio y las rejas coloniales, hierro forjado y quebracho
en la puerta cancel, me demoro con la gran llave para mirarte bien, las once en punto,
sonríes, te beso; cierro la puerta de calle y vuelvo: cenamos con cerveza y dos velones en el
ancho comedor, aparece La Plata en la distancia, abro la ventana, enseguida estamos en
medio de las calles intrincadas y los pocos autos, la terminal, bajo embotado de pensar en
ella con tanta intensidad, una terminal vieja y amarillenta bajo los focos, voy al teléfono
público, marco (corazón palpitando en la boca) me atiende un niño, voy a llamarla me dice,
oigo tu voz (aún no lo creo): "¿estás aquí, en serio?", me dices, "¿no quedamos en que
vendría?", digo, "¿de dónde me hablas?", "de la terminal", "¿en serio?", te ríes, "claro",
digo, "¡qué loco!", me contestas, "estaba saliendo para despedir a Papá que viaja a España,
está bien, dices, me arreglaré para no ir, me arreglaré, en cuarenta minutos estoy ahí, a las
once menos diez tu cuerpo blanco como en La merienda campestre, de Manet, sólo el slip
oscuro, bordado, tus pies hermosos junto a los míos, mi cuerpo quemado por el sol, tu
delicado olor, me despierto en medio de la noche y te encuentro en mí, tengo que esperar
(¿por qué habrá dicho "menos diez"?), pregunto la hora, me voy a caminar por las calles
aledañas, esta ciudad me recuerda a Río Cuarto, una avenida ancha, descendente, parecida
también a La Cañada; calles oscuras, gente vestida de un modo provinciano, camino media
hora y recojo todos los olores de esa noche primaveral yo conozco un lugar, dijiste aquél
sábado, bajamos de tu auto pequeño, un boliche coqueto, con escalinatas de piedra, en las
afueras de la ciudad, carlitos y cerveza, medialuz, muchachos y chicas danzando tranqui
tranqui, "esta noche, es una noche sensacional", decía Porcheto, estoy loco por vos, lo
sabes, quizá tú también, pero por qué a la tarde siguiente, luego que todo hubiera pasado y
se acercaba el momento de la despedida, antes de cruzar la anchísima 9 de Julio, tuve temor
de que me empujaras bajo el horrendo vértigo de los autos, y retiré el brazo que me
aferrabas; habíamos andado -después del boliche-, hasta el amanecer, querías ir conmigo a
Buenos Aires, vacilabas por los niños, "mañana", te dije, a la postre ahora estaba menos
impaciente que vos, "mañana", y qué julepe cuando me llevabas a la terminal y al salir de
un giro encontramos una pinza, "como las del proceso", dijimos después, porque hasta
pasarla nos quedamos mudos, una mujer joven se ha puesto a darme la lata, me he sentado
en un banco sucio de la terminal; me da pena imaginar su decepción cuando Maia aparezca
(¿aparecerá?), pero es imposible no ser cortés: estoy contento al mango; la conversación se
ha puesto animada, ella se acerca un poco y me cuenta que dentro de una hora va a viajar a
Mar del Plata, de repente siento algo, me doy vuelta, allí está, acreciéndose por el pasillo
con pantalón negro, escarpines y un buzo amarillo con capucha, el pelo recién lavado; me
levanto, dejando a la mujer del banco sorprendida, tus increíbles ojos lapizlázuli se
humedecen y sonríen, me besas, suavemente, en la mejilla: "Tengo el auto aquí a la vuelta",
dices. Y nos vamos.

Eufemia

I
¡Ah, tu cabeza me asustó!... Fluía de ella una ignota vida... Parecía no sé qué mundo
anónimo y nocturno...

Delmira Agustini

1
Quién iba a decirme que el amor iría a traer aparejada esta angustia, tres amores después de
la ida, y el alma que no acierta en la alegría, melancolía, destellos de segundos, más, belleza
más perfecta pero no calma el corazón, cada vez. Deambula el espíritu del poeta de aquí a
allá sin posarse, las manos, delgadas, largas, y su voz, honda y lenta, ojos de almendra, pelo
de cerveza efervescente y esa ausencia, ese silencio, tal vez fuera el camino por el que yo no
debiera de haber ido. Tres idas y se repite: de nuevo estoy a las puertas del sepulcro.

2
Pero regreso y te encuentro, inmóvil frente a mí, tu nariz de aletas anhelantes, los labios en
serena sonrisa, qué raro, me dices, sí, me parece extraño tu amor, y ya lo creo, puesto que
no soy más que la caparazón apenas contingente de un monstruo de mil facciones, sangre
violenta y me miras, y tus ojos derraman una pátina de frescor sobre mi escaldada alma,
Eufemia, te digo, no entiendes nada, no sabes nada pero sientes o vas a sentir, no sé, eres
exquisitamente distante de todo y próxima, en tu alma (sensación de distancia como en el
cuadro, en el cuadro del desierto ocre y plano, cubierto de líneas marrones convergentes y
mi figura solitaria en algún lugar, mirándote, desde fuera y tú en el horizonte).

3
Alberto encarna el suspiro de un niño nacido en el balbuceo de un pensamiento, Eufemia
flota silenciosa en la alborada, a su lado. Los algarrobos sin hojas destejen harina sobre el
cielo violáceo; amanece. Flota, tu pelo espumoso, tu velo, celeste, en el aire de la
madugada, tus pies largos, tus manos largas. Eufemia. Rodillas agudas y piernas doradas.
Se acercan unidos por los hombros a la orilla del agua, luego la muchacha arrima su pie. Se
estremece, le mira, riendo (risa de dientes, Eufemia, risa dorada). De pronto, cae. Las
manos de Alberto se estiran, horror no puede alcanzarla, Eufemia lentamente cae, flotando
y el agua la traga, abajo del río se la ve difusa, figura de pájaro azul que se desvanece horror
y Alberto no puede alcanzarla. Después desaparece para siempre.

4
-

Has vuelto a la vida puede afirmarse... y lo haces llorando -me dijo Adriana con ademán de
perplejidad. -Es cierto. No sé qué me pasa -mentí. Aún tenía el rostro mojado. Me sequé
con el borde de la sábana. Me toqué la cabeza con cautela. La tenía cubierta con algo duro.
El médico, benevolente, me explicó: -Se la hemos vendado con gasa enyesada, para
proteger la zona de la operación.
Por ti me duelen los pesados perfumes del estío: por ti vuelvo a acechar los ginos que
precipitan los deseos, las estrellas en fuga, los objetos que caen.

Pablo Neruda

1
Que renunciar a ti fue como arrancarme el corazón, no lo sabes. No soportar los tirones de
los sentimientos no poder aclarar un camino; los recelos, las miradas, esa maraña interior
que laboriosamente ha creado sobre nosotros y en nosotros la Humanidad (Adriana, los
chicos, mi madre, mi padre, mis parientes, los parientes de mis parientes, toda la ciudad está
llena de ellos aquí y allá, hacia atrás en el tiempo, las paredes están cargadas de sus
pensamientos) rostros de humo que sobrevuelan mi ánimo al ir a verte, mi corazón en vez
de cantar al cielo se desliza como apesadumbrado, tiene miedo... ¡miedo de amar, Eufemia,
estoy loco!... Adriana me mira desde dentro de mí, incapaz de darme alegrías pero bien
capaz de impedírmelas, hasta el grado de que no puedo amar, Eufemia. ¿Producirá tal vez
un milagro tu voz distante, la no escuchada, o te consumirás callando? La simple
enunciación sea quizás una esperanza, acaso no esté perdido mi corazón aún.

2
La sola idea de que me olvides acentúa aquel escocer atávico del alma sin cambiar el
escepticismo esencial de mi razón; la voz de tus imágenes se vuelve, por ratos, más
verdadera que lo que supuestamente hay de verdad en esto y sin embargo sucede, se arrastra
inevitable por entre los segundos, ¡qué pesadez el pensar, Eufemia, si tan sólo pudiera
abandonarme a la paz de tu cuerpo, tu flotar; pero ni aun me está permitido en esta cárcel el
dejarme ir sin hacer nada! Tanto mi cuerpo como mi pensamiento son ajenos y no puedo
remediarlo. A menos que tu amor sirva el milagro de hacerlo todo posible sin mortandad ni
violencia, se que yo solo no pudiera; tal cometido excede la dotación que se me dio poseer.

3
No viniste. La plaza estaba llena de ruidos bajo el cielo gris, gente cruzando a mi lado y
mirándome -siempre me miran- las torres de la iglesia infladas de luz, sobrevolando el
pórtico, tallas barrocas de terminación sutil, vitraux, fragmentos de vidrios astillados por
alguna pedrada cruel percibo, la Virgen, no viniste. Mi corazón pese a estar preparado
incubó tristeza, la tristeza angustia, melancolía de ti. Luego me fui caminando despacio, por
entre el humo de los autos, la niebla, las luces de los comercios, el violeta espeso del cielo.

4
Adriana te sacude tomándote del brazo te sacude con violencia y la miras sorprendida, el
corazón lo tengo dentro de esa leve opresión que no cesa, las manos y los pies atados sin
poder hacer nada, tiemblas sin defenderte y Adriana sigue su tarea precisa, por fin consigue
conmover tu cuerpo y un pedazo de tu cabello, cae, luego tu frente y así de a pedazos vas
desmoronándote y por fin desapareces. Al lado se oyen las respiraciones y el silencio, el
fru-fru del delantal almidonado de alguna enfermera y esta soledad que no cesa. Adriana se
ha ido apenas se desmoronó tu cuerpo, seguramente ha subido satisfecha a su auto gacel, ha
viajado las pocas cuadras hasta casa aspirando su propio perfume de colonia y cosméticos y
tal vez un cigarrillo francés; mi corazón está aquí de nuevo, junto a lo que no soy, adentro
de este cuerpo. ¿Adónde vagarás ahora que no puedo imaginarte?

5
Ella me miró como asombrada con sus ojos café. -¿Te sucede algo? -me dijo. -No sé. Tal
vez he estado soñando. Eufemia se quedó mirándome largo rato, junto al río. Yo seguía
silencioso. Cuando se me dio hablar, dije: -¡Qué extraño!... Adriana... los chicos... mi
familia, la familia de mi familia... ¡parecían tan reales!
Orillas del Limpopo, 6 de julio de 1988.

El otro yo de Mr. Hyde

Lord Snowdon esperaba, en la humilde salita del Mr. Hyde. Había venido a encargarle un
trabajo sucio. De repente vio salir de su habitación a un desconocido alto y buenmozo,
quien lo saludó con una suave inclinación antes de retirarse. Lord Snowdon lo observó con
curiosidad, pues había creído hallar algo extraño en él (aparte de haber emergido
impensadamente de la pieza de Hyde). En efecto, tras una fugaz ojeada, comprobó que pese
al refinamiento de su porte, la ropa del caballero le quedaba chica.
Esperó infructuosamente a Mr. Hyde, durante una hora. Al cabo, decidió entrar. Encontró
en la habitación el desorden previsible, mas algo le llamó la atención. No sabía que Hyde
tuviera veleidades de alquimista. Sobre una mesa reposaban redomas, probetas y
alambiques, junto a instrumentos varios de medición; tras de ella un armario-vitrina
ostentaba innumerables frascos y cajitas, etiquetados cuidadosamente y ordenados con
escrúpulo. Un libro de anotaciones, abierto, mostraba fórmulas complejas asentadas a
pluma, con letra regular y precisa. A su lado, un vaso de experimentación humeaba aún,
vacío. Lord Snowdon se fue intrigado y decepcionado. Era evidente que Hyde se había
escabullido por alguna salida secreta.
Algunos días después‚ Lord Snowdon concurrió a una velada, en compañía de su joven y
adolescente esposa, la bella Lady Christinne. Allí les presentaron al distinguido caballero
que había visto salir de la pocilga de Mr. Hyde. Les dijeron que era el Dr. Jekill,
descendiente de una familia de científicos, emigrados a Norteamérica‚ en tiempos de la
colonia. Según declaró, muertos su padre y su madre, no le quedaba razón para permanecer
en el cada vez menos soportable "nuevo mundo". Lord Snowdon se alejó un poco del
grupo, para contemplar a Jekill a su gusto y reflexionar. Sí, seguía hallando algo de extraño
en aquel individuo. Decidió investigarlo.
No le fue difícil dar con su dirección. Por esas cosas del snobismo burgués‚ -rasgo
característico de la época- se había convertido, a poco de llegar, en el médico de moda.
Luego de un paciente control, que le insumió varios anocheceres y madrugadas, llegó a
establecer que el médico practicaba una inusual rutina. Era ésta: llegaba a su consultorio
muy temprano en la mañana. Desde ese momento permanecía en el edificio, hasta la hora
del crepúsculo, o a veces hasta altas horas de la noche. A esas horas, iba al reducto de Mr.
Hyde, donde aparentemente pernoctaba. Algunas veces le perdía de vista, en las intrincadas
callejuelas de Londres, pero una cosa era cierta: dormía indefectiblemente con Hyde.
Lo extravagante del asunto consistía en que este Dr. Jekill -o como se llamase- había
comprado una amplia casa en la zona residencial, amoblándola por completo. Allí, había
instalado su consultorio, e incluso había contratado a un valet, un ama de llaves y numerosa
servidumbre. ¿Por qué, entonces, iría a dormir con Hyde, en un incómodo departamento de
ocho por cuatro en los barrios bajos?
Lord Snowdon no era demasiado inteligente pero poseía mucho tiempo. Le llevó muchas
noches completas de paciente control la investigación que obtuvo, como premio, establecer
las raras costumbres de estos dos individuos. En esos períodos de estática vigilancia, ora
frente a la vivienda de Hyde, ora frente a la de Jekill, meditaba. Se le ocurrió una
explicación bastante absurda, pero luego de mucha vacilaciones la aceptó. ¿Acaso el
famoso chevalier Dupin no había llegado por este método a la resolución de varios
crímenes? Por una serie de indicios encadenados, Lord Snowdon arribó a la convicción,
decíamos, de que Mr. Hyde y el Dr. Jekill... ¡eran la misma persona!
La aserción adquirió solidez poco a poco en su mente. Hyde era un delincuente, un
marginal de la sociedad, que, harto de tal degradación había encontrado el modo de huir de
su condena existencial. A través de quién sabe cuan largas y misteriosas experimentaciones
-quizás guiado por algún científico loco- había logrado una fórmula para cambiar de
personalidad. Logrado este propósito, convertido en un ser que era precisamente su
contrario -y justamente por eso agraciado y amable- no le resultó difícil encandilar a la
frívola sociedad londinense. Sin duda contaba con abundantes fondos -producto
seguramente de toda una vida de pillerías-; de otro modo le hubiera sido imposible dotar a
su creación del nivel de vida que ostentaba. Era evidente, sin embargo, que no había
logrado la receta para permanecer definitivamente en su aspecto de "Jekill". Sin tal supuesto
no se explicaría que se viese obligado a regresar, noche tras noche, a la infame madriguera
de Mr. Hyde. Todo esto meditaba el Lord, mientras vigilaba.
Pese a las quejas de su joven esposa, Lord Snowdon persistió en sus agotadoras
investigaciones nocturnales. Se le había fijado en la mente un empeño: iba a develar este
caso. Noche a noche, semana tras semana se mantuvo como un soldado, alternativamente
ante las moradas de Jekill y de Hyde. Así esperaba acumular al serie de evidencias que,
llegado el momento, le permitirían entregar el caso resuelto a las autoridades.
Una noche esperó en vano. Ni el Dr. Jekill ni Hyde se mostraron. ¿Qué sucedía? Tal vez
había llegado el momento de actuar. Presuroso, Lord Snowdon acudió a Scotland Yard.
Cuando regresó con los agentes, halló la vivienda del abominable Hyde vacía. Corrieron a
la casa de Jekill. Tampoco había nadie. El pájaro había volado. Los criados no estaban, el
consultorio no daba muestras de haber sido usado en varios días, y los guardarropas
desocupados indicaban que su propietario había emprendido un largo viaje. ¿Bajo qué
personalidad lo había hecho? Tal vez nunca lo sabría. Desalentado, Lord Snowdon regresó
caminando a su residencia.
Allí, le esperaba una sorpresa: no encontró a su esposa por ningún lado. Atacado de
repentina suspicacia, corrió a la caja fuerte. La halló despojada de caudales.
Desconsolado en extremo, tuvo que acudir nuevamente a Scotland Yard. Luego se retiró a
descansar, en su casa de campo. Creía merecerlo. El largo período de investigación y los
últimos acontecimientos le habían agotado.
En aquel lugar, varios días después, los detectives tuvieron que narrarle el conjetural
destino del "otro yo" de Mr. Hyde. Al parecer había partido, cargado de equipaje y dinero -
dejaba abundantes propinas por donde pasaba- hacia un paradisíaco lugar de Suramérica,
donde proyectaba radicarse definitivamente. Quienes los vieron, juraban que la joven dama
que le acompañaba, con el muy presumible propósito de endulzar sus horas, era la
mismísima, adolescente y bella, Lady Christinne.
Alberto después de la cloaca
Bien, miren, para no hacerles perder tiempo, trataré de contar esto rápido. No sé si será
muy interesante. Yo iba caminando, una noche brumosa, por la calle Olaechea y Alcorta, al
lado del Parque. Reconozco que había tomado mis dos copas. Pero no iba machado, no.

Apenas contento.

De repente, me caigo. No sé cómo ni dónde, porque el suelo desapareció bajo mis pies.
Sin dolor, me encontré sentado en el suelo de un recinto como de 30 metros cuadrados,
similar en su forma a una bombona de las que se usan para guardar elementos gaseosos. A
izquierda y derecha agujeros, con sus bocas redondas.
-¡Zas -digo-, me he caído en una encrucijada de cloacas!- Y me dispongo a ver el modo
para salir de allí.
De sólo mirar me convenzo de que no me va a ser posible trepar. Ni se ve la boca de
salida. Debe ser por la noche, pienso. Lo cierto es que me largo por una de las tuberías. No
sin aprensión, claro, pero a poco me sorprendo porque está todo limpio. Ni sombra de
suciedad. Una vez andados cerca de 100 metros me percato de que las supuestas cloacas
eran de un material muy liso, como plástico o algo así, no cemento. "Habría que felicitar al
gobierno", me digo. No termino de pensar esto cuando, ¡bum!, caigo de nuevo. Otra vez en
una bombona de tuberías. Bueno. Elijo otra tubería al azar y me largo nuevamente.
Al final de ella, encuentro como una conexión, dos bocas a izquierda y derecha. Hago
ta-te-tí y me zampo en la de la izquierda. Pero qué les
cuento, no llego ni a la mitad, cuando: ¡bum! De nuevo abajo. "Esto se está poniendo
poco original", pienso. Y decido seguir. Por suerte está todo limpio. Mi traje ni siquiera se
ha salpicado. Así continué un rato largo, subiendo y bajando, al este y al sur, y también al
norte, y quizá al noroeste, hasta que agarré al fin un tubo que ascendía. Subí y subí, esta vez
sin caídas, y cuando vi la luz del exterior como a cincuenta metros, tuve miedo. No vaya a
ser que justo ahora caiga de nuevo, dije (en voz alta, total nadie me escuchaba).
Pero no. Tranquilamente, llegué al final. Y salí a mi ciudad. ¡Oh sorpresa! Ya no era la
misma. Yo, a Santiago la conocía como a la palma de mi mano. Los veinticinco años que
tenía los había pasado aquí. Era Santiago, pero... ¡cómo había cambiado! La gente iba
vestida de un modo diferente. Todo estaba lleno de autos muy feos y el ruido era
insoportable. Había emergido cerca del Mercado.
-Disculpe señora- le dije a una chipaquera, que vendía en la calzada- ¿en qué fecha
estamos?
-2 de agosto- me contestó la vieja, sin dejar de masticar.
-Pero ¿de qué año?- digo.
La vieja me mira como si fuera opa, y me contesta: -De 1989 , pues.
¡Qué! ¡Han pasado 54 años! ¿Cómo puede ser? ¡Con razón está todo tan distinto!
Rápido agarro por la Pellegrini, en busca de mi casa. Llego a la 25 de Mayo y doblo, con el
corazón a toda carrera. Media cuadra.
Allí está. Mi casa. Apenas un poquito más vieja, pero bien pintada. Cuando estoy por
abrir la puerta digo: "no, quién sabe si ha cambiado de dueños".
Y decido tocar el timbre pues la aldaba ya no está. Son las diez de la mañana. Me
atiende una morenita como de diecinueve años.
-¿Señor? -me dice.
-Digamé, ¿quién vive aquí? -le pregunto.
-La familia Revainera. -Ah, entonces he venido bien, le contesto, porque yo también soy
Revainera.
Me hacen pasar y conozco a la dueña de casa. El marido no está, trabaja en el banco.
Pregunto el nombre del marido. No me suena. Pregunto cuántos años tiene el marido,
veintinueve, me dice. ¡Lo parió! ¡Es mayor que yo!
Cuando vuelve el tipo del trabajo no puede creer que yo soy Alberto Revainera.
-¡Pero si ha muerto hace más de cincuenta años! -me sostiene.
-Y ¿de qué ha muerto? -digo sin convicción.
-¿Sabe que no lo sé?... -contesta-. Y ahora que lo dice... mi padre y la familia solían
comentar que el tío Alberto había desaparecido de un modo muy raro...
Al fin mi sobrino-nieto tuvo que creerme que yo era yo. Le mostré la libreta. Toda una
prueba, como se sabe.
De a poco, los viejos de la familia empezaron a desfilar para observarme.
Los viejos eran mis sobrinos, mis primos menores. ¡Qué cosa! Con el tiempo, todos se
habituaron a mí y a nadie llamó la atención verme a diario.
Por suerte mi sobrino-nieto no se negó a darme la misma habitación que ocupaba hace
cincuenta y cuatro años. Conseguí un puestito en la municipalidad. ¿Qué más se puede
pedir?
Bueno. Esta es la historia. No sé si les habrá parecido interesante, como para poder
figurar en algún anecdotario. Hace poco me he puesto de novio.
Ella es muy buena y le encanta escucharme contar historias de mi tiempo, como el
fusilamiento del cabo Paz, por ejemplo. Lo único que no me gusta, de las chicas de ahora,
es que son un poquito liberales.

Doble compulsión

Estábamos acomodando el departamento con mi mujer. Era un departamento de techos
bajos, muy espacioso, con paredes recubiertas de madera veteada color claro. Los muebles
hacían juego. Estábamos en el dormitorio, preparando las camas. Eran amplias, de madera
lisa, con sábanas celestes muy claras. Nos desnudamos y nos metimos con mi mujer en la
cama. Yo admiré la tersura y el color trigueño de su piel. Su piel era suave y sus cabellos
acariciaban mis hombros cuando la besaba. Estuvimos allí gozando de nuestras desnudeces
hasta que tuvimos que salir. Era de mañana. Una mañana nublada. Ambos debíamos salir a
trabajar. Íbamos a juntarnos de nuevo al atardecer. El departamento estaba en la zona baja
de la ciudad, en el final de una escalinata de piedra laja que descendía levemente a lo largo
de varias cuadras, con escalones del ancho de la calle misma, por lo que aquella escalera
constituía todo el camino por un largo trecho. A los lados las casas tenían un tipo de las que
se construyen en zonas frías, de piedra, con techos de madera. Nuestro departamento
constituía una excepción, ya que era de ladrillos, con una edificación basada en planos y
líneas rectas. Al mirarlo desde la escalinata daba la impresión de un gran bloque de madera,
cuadrado, chato, en franco contraste con los demás edificios. Ya he dicho que estaba a un
lado de la escalinata; precisamente, al final, del lado izquierdo. Subí por la escalinata de
piedra hasta su culminación. Sucede que en el extremo opuesto al del primer departamento,
donde terminaba la escalera, en lo alto, yo poseía otro departamento, muy semejante al
primero. Este había sido situado en el lado derecho. En el tiempo que demoré en subir la
escalinata, atardeció.
Llegamos al segundo departamento al mismo tiempo con mi tía, y entramos juntos. Ella
extrajo de un gran sobre de papel madera una hermosa reproducción en tela de un cuadro de
Gustav Klimt. Me dijo que lo había traído de regalo para mí. Lo recibí sin sorpresa, pues
ella acostumbraba obsequiarme uno cada semana, cuando venía a pasar el día conmigo.
Desenvolvió un gran ramo de flores y las colocó en una vasija de cristal que había frente
a un espejo con marco de bronce, sobre una mesa de piedra, mientras yo pensaba en la
ubicación que le iría a dar al cuadro.
Ella comenzó a desvestirse, y yo a sentirme embarazado, pues temía que ella deseara
acostarse conmigo. Me sentía atraído por ella, es verdad, pero al mismo tiempo rechazado,
además de acordarme que debía regresar apresuradamente al otro departamento, a compartir
la cama con mi legítima esposa. Prometiendo a mi tía volver pronto, salí nuevamente, en
dirección
al otro departamento. Si hacemos abstracción de la figura que formaban los dos
departamentos, en los extremos opuestos de la escalinata, tendríamos un dibujo aproximado
al de una Z abierta. Bajé corriendo los escalones, y me di cuenta de que había salido casi
desnudo, sólo con un short, fabricado de un viejo vaquero que tenía las piernas
deshilachadas. En la calle era carnaval, y unas muchachas con baldes mojaban a los
transeúntes del sexo opuesto que pasaban por allí. Temí que me mojaran, pues debía hacer
un trámite judicial. Pero esto no sucedió. Llegué a una oficina, que estaba en una calle
lateral, y entré. Allí estaban varios detenidos con libertad vigilada, esperando frente a una
ranura, practicada en una pared de madera, que les otorgaran los papeles necesarios para
irse del país.
Eran tiempos de dictadura militar. Luego de estar largo rato allí una mano salió de la
ranura y le extendió unos papeles a Colautti. Era el documento de su excarcelación y el
permiso para salir del país. Yo sentí un poco de envidia, porque mis papeles no llegaban. El
estaba muy contento, mostrándoles a todos sus papeles. Salí de nuevo, porque se me hacía
tarde para estar con mi mujer. Llegué al departamento; ella me esperaba. Nos acostamos.
Pero yo no podía expulsar de mi mente el recuerdo de mi tía, que me estaba esperando, en
el otro departamento.
Córdoba, abril de 1980.

El mensaje

¡Ay del que construye con sangre la ciudad y asienta la capital en el crimen! - Habacuc,
2,12.

1
Un mes hace ya desde que he llegado a Beirut. Después de la primera semana no he
dejado de llorar, cada noche. No puede afirmarse de mí que sea un blando. He participado
de muchos combates, en mis treintaidós años, he conocido cárceles de las peores. Sin
embargo, mi cerebro no ha aprendido a soportar el espectáculo atroz del padecimiento
humano.
2
El cargamento que he traído alcanza para hacer volar en pedazos el cuartel general de
Obeid, y después derribar algo que pudiera quedar en pie de esta ex-ciudad. No he tomado
contacto sin embargo con mi enlace libanés.
Debí de haberlo hecho apenas llegado, pero me detuve por una oscura impulsión. En mi
ajetreada vida he aprendido a respetar más mis intuiciones que mis razonamientos, así que
decidí esperar.

3
Hace un mes que vago por Beirut. He visto niños y mujeres despedazados por las balas.
He visto barrios enteros de pobres chozas convertirse en
cenizas bajo los bombardeos. No puedo describir lo que he visto. Supera demasiado mi
capacidad de expresión. Hace unas noches me desperté en la mitad de un sopor pesado, sin
imágenes, y escuché una voz que me dijo con claridad: -Toma en tus manos el fuego y
destruye a Moloch.
4
Nos hemos sentado con Mirnah en lo que otrora fuese una bella placita en medio de la
zona de los Hoteles Internacionales. Aquí firmaron autógrafos Omar Sharif y Gina
Lollobrígida. Otrora. No sabemos de qué hablar. Nos hemos amado cada día de los quince
que hacen desde que la conocí. Me fue imposible evitar pese a ello culminar cada uno de
nuestros acoplamientos sin llanto. Para mi sorpresa ella no me consideró un idiota, sino que
me apaciguó envolviéndome en silencio con sus larguísimos cabellos, negros, ensortijados.
-Ven -me dice de repente, con su voz hermosa- te llevaré con mi familia.

5
El hermano de Mirnah me muestra el funcionamiento de un pequeño fusil de alta
velocidad, con sistema láser de ajuste al blanco, que han recuperado de una base
norteamericana. Por cortesía me ha dicho que simpatiza con los argentinos, y ha llegado a
recitarme unas estrofas del Martín Fierro en
francés. No les ha molestado saber que soy católico. Me asombra el modo en que esta gente
me acepta en su seno sin indagar. Mirnah tiene evidentemente una gran ascendencia entre
ellos. Esa noche cenamos humildemente con un numeroso grupo, en un sótano. Yo asisto
con respeto a su sensible ceremonia religiosa, y musito a mi vez el Padrenuestro.
Después de cenar Mirnah me lleva en su moto con silenciador al hotel. Se queda en mi
piso hasta la madrugada. Esta vez le ha tocado a ella. Sin comprender, bebo sus lágrimas y
trato como puedo de apaciguarla. Me digo que no he visto en mi vida hermosura mayor que
la de aquellos ojos grandes color sombra, húmedos con una tristeza que parece venir de la
esencia más profunda de la condición humana. Se niega a que la acompañe otra vez, y me
deja una opresión en el alma, al perderse entre la llovizna en la ciudad escombrosa.
6
Leo en primera página del An Nahar que el coronel de inteligencia israelí Uri Hirsch
resultó muerto, además de otros tres oficiales, en el atentado
suicida realizado ayer por el Hezbollah. Los judíos tratan de explicarse cómo hizo para
ingresar un automóvil cargado con explosivos en la zona de seguridad. El vehículo estalló
al chocar frontalmente contra la camioneta que llevaba al coronel Hirsch, y ambos volaron
en pedazos. Lo conducía una mujer, quien luego fue identificada como Mirnah Obahmani,
dirigente de una importante columna del Hezbollah.
7
He decidido tomar contacto con los destinatarios del envío que traigo.
Alegando seguir instrucciones solicito una entrevista con el nivel máximo, como
condición para entregar el armamento. Me lo han concedido. Cuando llego al suburbio
ruinoso y diviso las moles del Ministerio de Defensa, me detengo y, dándome vuelta, pongo
en funcionamiento el mecanismo que llevo bajo el asiento trasero del Jeep. A partir de este
momento, tendré siete minutos. Exactamente el tiempo que demoraré en llegar al centro. No
hay problemas para pasar por los tres controles. La credencial que me ha dado mi enlace
vale. El sol del mediodía abrasa despiadado. Siento el sudor correr desatado por mi espalda
y mojarme el culo y los testículos. El general Aoun conversa con otro de su rango, bajo un
techo de cemento, rodeado de un séquito escudriñador y un bullir de soldados que van y
vienen. Enderezo el Jeep hacia él, y luego de poner con un crujido la segunda aprieto el
acelerador. Al comienzo hay sorpresa. Luego me apuntan tres, cuatro fusiles. Se astilla por
completo el parabrisas, pero ya estoy encima. El vientre se me ha bañado en sangre. Veo la
cara de horror de Aoun. No han podido pararme. Por suerte, he entendido el Mensaje.
Fernández, 7 de julio de 1987.

Jericó *

...no busquéis a Betel, no vayáis a Guilgal, no os dirijáis a Berseba; que Guilgal irá
cautiva y Betel se volverá Betavén.- Amós, 5:5
Codorlahomer, rey de Petra, desmontó y besó la tierra. Diez mil soldados relucientes le
seguían. Tras ellos, un pueblo innumerable, compuesto en su mayoría por desarrapados.
Codorlahomer observó el lugar donde sus abuelos le contaran se levantaba Jericó. Un
desierto ocre, inanimado, bordeado por bajas colinas.
Seguido por sus mariscales, se retiró a orar en Galloti, el mismo sitio que Josué pisara
descalzo. Después, visitó el monolito de Acán. El rey de Petra tenía una obsesión:
reconstruir la ciudad-fortaleza de Jericó. Y había logrado despertar en su pobre pueblo la
pasión que lo desvelaba.
Finalmente abandonaron Petra, ciudad de soldados y mendigos, en busca de la tierra
prometida.
Una sola persona se había opuesto con tenacidad al proyecto: Sirah, preferida de
Codorlahomer y madre de sus dos hijos. Ellos mismos -ambos oficiales del ejércitohicieron
ingentes argumentaciones para convencer a su madre. No hubo caso.
La construcción de los cimientos dio trabajo a todos, y consiguió la confraternidad de
pobres y ricos. Allí ocurrió la primera desgracia.
Nadie sabe de qué manera el cargamento de piedras que traía un carro se desmoronó,
sepultando a un joven trabajador de las zanjas. Cuando lograron desenterrarlo, un soplo de
pavor excitó al pueblo. Quien había muerto era el hijo mayor del rey.
Codorlahomer, atravesado por la espada del dolor, peregrinó nuevamente a la tumba de
Acán. Allí interrogó a Dios sobre cuál pecado había cometido.
Pero las piedras permanecieron mudas; el Señor no se dignó a dar respuesta.
Pese a los ruegos y plañidos de Sirah, la madre del infortunado, la construcción siguió.
La hermosa mujer madianita decidió entonces no peinar más sus cabellos, y se paseó
cubierta sólo de harapos, en señal de protesta. Codorlahomer no le hizo caso, y duplicó las
raciones de trigo para los obreros que se destacaran.
Tras dos años de dura tarea, el milagro se materializó. Donde antes fuera desierto, se
levantaba imponente una roja y reluciente muralla.
Precisamente allí fue donde ocurrió la segunda desgracia.
Fue al trasladar las inmensas puertas de hierro que sellarían la ciudad.
Inexplicablemente, una de ellas se desplomó luego de colocarla. Alguno se consoló
apresuradamente, pues aunque era alta y voluminosa había aplastado solamente a un
hombre. Mas esa ligereza se transformó en ayes, cuando se comprobó que el muerto era
Benjamín, el último hijo del rey.
El desconsuelo de Codorlahomer le agregó muchas arrugas a su frente. Había perdido a
toda su descendencia en la construcción de la ciudad. Y Sirah,
la única mujer que alguna vez le satisficiera, vagaba, convertida en mendiga, conviviendo
con las alimañas. A pesar de todo ello, él había cumplido su objetivo: Jericó existía, de
nuevo. Un oscuro rincón de su alma había quedado en paz.
Ordenó que se realizara una semana de festejos. Al final de ellos, dejó inaugurada
oficialmente la ciudad, de la cual se proclamó Padre Supremo, Sacerdote y Rey.
Fue entonces que Sirah regresó. Como en los mejores tiempos, dio su cuerpo a las
esclavas para que lo hermosearan. Había sido desposada a los trece años por Codorlahomer;
ahora, a los treintaiuno, alcanzaba la plenitud de su belleza. El exquisito perfume de la
mirra la precedió en el aposento real.
El Dueño de Jericó la recibió alborozado, y ordenó a los guardias que hasta su llamado,
nadie los molestara. Cuando Sirah se quitó las livianas vestiduras, el deslumbramiento del
rey le impidió ver un raro objeto que la mujer, con disimulo, depositó junto a la cabecera
del lecho.
El vino de Sidón, las pasas de Sefela, hicieron su efecto, y el rey, luego del
incomparable apareamiento, quedó hondamente dormido. Entonces la madianita cumplió su
comisión.
Lo hallaron dos días después, cuando se atrevieron a entrar. Una procesión de moscas
recorría su rostro ya hinchado y de su pecho, a la altura exacta del corazón, se elevaba atroz
el mango labrado del puñal.
Codorlahomer era hijo de Surisaday; Surisaday era hijo de Quenaz; Quenaz era hijo de
Ohlibamá; Ohlibamá era hijo de Us, el que fuera pastor de ovejas en los Llanos de Moab.
Codorlahomer era tataranieto de Rajab, la prostituta.
Fernández, 25 de julio de 1988.
* Josué, 6, 26

Amor perfecto

Estoy enamorado, y soy correspondido. Esta vez será para siempre, me siento seguro de
ello. Las pautas que hemos fijado para nuestra relación capitalizan experiencias de fracasos
anteriores, y no nos permitirán fallar. Los resultados están a la vista.
Hace tres años que nos conocemos, y nunca hemos peleado. Nunca una diferencia por
nada, nunca un desacuerdo. Nuestro diálogo es profundo y acrecentador, además de
respetuoso.
Ella me dice lo que piensa, in-extenso, y si hay algo que me fastidia o estoy en
desacuerdo, no contesto en el acto. Me tomo mi tiempo para pensar. Y luego de madurar
cada palabra que le diré recién doy mi opinión.
De tal modo evito herirla... Ella hace igual conmigo.
Hace tres meses nos hemos casado. Sin ceremonia de ningún tipo: para nosotros fue
sólo una cuestión de papeles. Mucho antes ya nuestro amor estaba consolidado.
Somos felices. Yo le cuento mis inquietudes más íntimas, ella me dice luego -y le creoque
las comprende. Agrega las suyas propias, además de contarme las técnicas que usa en
sus bordados, los secretos de su cocina.
Cerca ya de los cincuenta, hemos encontrado el equilibrio sentimental perfecto. Eso sí,
establecimos para nuestro matrimonio una norma de hierro: no convivir jamás.
Ella vive en Santa Fe, yo en Santiago del Estero. La conocí por correo. Y así pensamos
seguir nuestra relación, hasta la muerte.

Un romántico afán/o

Antonin copió con letra primorosa los versos que pensaba dedicar a Génica.
Luego, mientras esperaba, bajo la levedad de la nieve, rogó que su amada no hubiese
leído jamás a Allan Poe.
La vio acercarse, entre los copos, con sus botas de piel de oso y un cargamento de libros
bajo el brazo. «Ojalá ninguno sea de Edgar Allan», pensó, mientras veía crecer el manchón
blanco de su rostro contra el crepúsculo, acercándose.
Al fin tuvo ante sí los bellísimos ojos violeta, y sintió en una ráfaga el aliento de aquella
boca que codiciaba, al darle un beso en la mejilla.
-¿Leíste a Allan Poe? -le preguntó como al acaso, mientras caminaban por la rue de
L’Abreuvoir tomados de la mano.
-No -replicó la muchacha.
Más tarde, en un banco de la plaza Jean-Baptiste-Clément, bajo la umbrosidad de un
abeto, deslizó entre los dedos pálidos de su amada el papel lujoso, doblado cuidadosamente,
donde había escrito aquellos versos.
-¿Son para mí? -preguntó ella, luego de desplegarlo.
-Sí -contestó Antonin.
-¿Son tuyos? -volvió a preguntar Génica, con voz soñadora.
-Sí -dijo el poeta, tras una décima segundo.
Luego de leerlos en silencio la hermosa muchacha exclamó:
-¡Qué profundos! ¡Qué patéticamente bellos!
-Me dijiste que nunca has leído a Poe, ¿no? -inquirió él de un modo extemporáneo.
-No... Te lo había dicho ya...-confirmó ella, un poco extrañada.
-Pues no lo hagas -recomendó Antonin. Fue sólo un mal invento de los americanos.
-No lo haré -replicó quedo Génica, como quien le da razón a un loco.
Tampoco la compiladora de Editions Gallimard tuvo acceso a los cuentos de Poe, al
parecer. Pues en la edición que se editó en París con el título Letres à Génica Athanasiou,
atribuyó a Antonin el poema que deslizara entre los dedos de Génica aquella tarde gris y
blanca.
Sorprendente. Pues aquellos versos coinciden, palabra por palabra, con «El palacio
encantado», endecha que -según la imaginación de Poe- Roderick Usher improvisara con la
lira, casi un siglo antes, dedicándosela a su mejor amigo.
Renunciamiento
No lucharé por este amor. Tampoco cabe llamarlo así. Quizá pasión, arrobo, atracción,
deliciosa afinidad de espíritus.
Ella es muy hermosa para la percepción de los sentidos y llena mis carencias. Casi no
puedo estar sin tenerla cerca. Pero, ¿amor no es una palabra que designa cariño, dedicación,
tolerancia, respeto... de uno hacia otros?...
Imposible llamar de tal modo a esto pues, ya que su encanto proviene de lo que espero
de ella, no de mi voluntad de dar, es sólo un ansia.
Con frecuencia me digo que también es necesario en este mundo recibir algún placer, no
todo puede ser deber y obligación. Pero desecho enseguida ese argumento, despreciable
autoconmiseración con que se justifican los débiles.
Por eso no lucharé. Pues si los «obstáculos» que debo franquear para acceder a tal
cariño es el despojar del mío a quienes lo esperan, estoy ofreciendo una gigantesca ofrenda
a mi egoísmo.
Luego de pensar todo ésto, el granjero emprende el camino de grama que lo llevará de
regreso a sus tres hectáreas donde pastan sus cinco vaquitas, retozan sus perros, y
picotean decenas de pollos, que hace muy poco han dado a luz las redondas gallinas.

La Cita

Encontré a Clara en medio de una calle desierta; es de noche. Su llegada me alegra el
corazón. Pienso, mientras la miro, en la simpatía que parece emanar de su cuerpo, como un
aura. Nadie deja de advertirla, aunque no la sepan definir. Caminamos por las calles
azuladas, bajo el lejano resplandor de la luna. Faroles difusos expanden desde las esquinas
sus ondas como de telarña. Las copas de los árboles, movidas por la brisa, gestan por
momentos sombras patéticas.
Llegamos a su casa y nos despedimos, en la puerta. Voy caminando hacia cualquier
lugar, tal vez sólo para que pase el tiempo; debo encontrarme nuevamente con ella, esa
noche: hemos concertado una cita.
En mi camino, me doy con un negrito como de veinte años, que traba conversación
conmigo, y me invita a conocer su casa. No ha de apartarme de mi dirección -me dice él-;
pero yo voy de mala gana: temo demorarme. Por mi cita. El va contándome que su padre
posee una carnicería; repentinamente y luego de una pausa me pregunta qué hago yo. Le
digo que soy escritor. El me dice que le gustaría ser mi amigo; yo contesto que cómo no,
pero que ahora debía desviarme de ese camino, pues ya estaba llegando la hora de la cita. El
insiste en prolongar la charla y yo empiezo a sentirme incómodo. El me reprocha que yo
no quiera ser su amigo ni seguir estando con él porque lo considero inferior; yo le aseguro
que para nada es así, que tengo apuro únicamente porque alguien me espera, en una cita. El
ha estado importunando también para ver qué tengo en los cuadernos. Me ha preguntado
qué llevo allí, y yo le he dicho: «unos cuentos que debo corregir antes de publicar»; él me
ha dicho que los quiere leer. Le contesté con evasivas. Estamos frente a su casa, en la
Libertad (una ancha avenida), cerca de la Moreno, en diagonal casi con el Ferrocarril. En
la vereda juegan niños. En la pared, un cartel de madera blanca con filetes rojos dice:
«Carnicería». El negro sigue hablando, mientras me pongo a pensar que en esa misma calle,
más adelante, vive mi abuelo, solo. Mientras él era menos viejo y más fuerte debió de vivir
tranquilo allí, confiado en su propia fortaleza, seguramente; pero ahora está más débil y
achacado. Debe sentirse muy solo. La imagen de mi abuelo aparece ante mí. Está en su
casa, solo, a punto de acostarse. Las habitaciones, demasiado grandes, llenas de sombras de
los objetos, que se cruzan. El está encorvado, sentado en el borde de la cama, con ropa
interior blanca, muy holgada; flaco, con esa expresión de cansancio y contrariedad de los
hombres que han pensado mucho. Mira aquí y allá. Tiene miedo. Se sobresalta por un ruido
cualquiera y levantando su revólver 38 largo va al comedor a ver qué pasa; siento que está
solo y tiene miedo.
Deseo estar con él, me digo que mi puesto es allí, a su lado, me prometo ir a vivir con él
para acompañarlo y asistirlo -apenas pueda.
En ese momento aparece caminando por la avenida vacía una muchacha alta, delgada,
de cabello enrulado, corto y rubio, nariz pequeña, que yo conozco muy bien pero cuyo
nombre no recuerdo. Se dirige, caminando lentamente, con su monedero bajo el brazo,
hacia su automóvil, un automóvil pequeño, esport, rojo y amarillo, que está estacionado a
nuestra izquierda, al lado del cordón, con la trompa dirigida hacia el oeste (la casa de mi
abuelo).
(Esta calle es de dos manos.) Me asombro íntimamente del deterioro que ha sufrido esta
muchacha en poco tiempo. Está pálida, ojerosa. Hay una expresión de sumisa, vergonzante
resignación en su figura esbelta; una sonrisa ausente le curva la boca. Reconozco las señales
de un noviazgo que ha llegado al sometimiento de uno de los miembros de la pareja (en este
caso, ella). Su novio vive allí a la vuelta. Ella viene de su casa, de ser degradada una vez
más. Ni siquiera nos ve cuando llega hasta tres pasos de nosotros. Se mete en su auto. Son
las tres y treintaicinco de la madrugada. El negro ha conseguido al fin que le preste uno de
los cuadernos; está sumido en la lectura de mis cuentos. Con desesperación, consulto en
otro cuaderno y compruebo -hay allí una nota- que mi cita es a las cuatro menos cuarto.
Aparece el ómnibus. Debo tomarlo. Pero el negro no quiere darme el cuaderno. Discutimos.
Pasa el ómnibus frente a nosotros, por la otra mano de la calle, hacia el este, por cerca de la
vereda de aquellos negocios que ostentan gruesas cortinas metálicas bajadas, rápidamente y
nosotros seguimos discutiendo.
Para en la esquina. El negrito me da al fin el cuaderno, pero el ómnibus arranca. Corro,
mas no logro alcanzarlo. Cuando ya me estoy volviendo, decepcionado, el ómnibus se
detiene otra vez, a media cuadra de distancia, y el chofer me hace señas, para que me
acerque. Corro nuevamente, pero él vuelve a arrancar. Se ha burlado de mí. Regreso,
desilusionado. El negro intenta darme consuelo diciéndome que no me preocupe, pues
enseguida ha de venir otro. Abro el cuaderno para comprobar una vez más el horario de la
cita, y me encuentro con que ha caído una gruesa gota de dulce de leche sobre la escritura,
impidiéndomelo. La quito con el dedo, y me chupo el dedo. Finalmente, decido irme
caminando, solo, por la ancha avenida Libertad, en medio de la luz violeta del amanecer.
Queda detrás de mí el negrito solo, llorando en el umbral.

El ventrílocuo

Leonardo Simons presentó a Chasman, quien se introdujo en cámaras sonriendo y
saludando a los aplausos con un brazo. En el otro llevaba, colgando, a Chirolita.
Comenzó el diálogo.
-¿Cómo era el nombre de ese bolero, que cantaban Los Panchos? -preguntó Chasman. A
pesar de sus esfuerzos se notaba moverse un poco la comisura izquierda de su boca.
-¡Como la miedra! -contestó, resuelto, con voz ronca, Chirolita.
-¡Nooo! -dijo Chasman, echando una mirada que buscaba cómplices alrededor.
-No, Chirolita: «Como la hiedra»... «Como la hiedra».
El número siguió en ese estilo, durante unos minutos. Gran éxito de público. Los
chistes, que se venían contando desde los años 50, aún resultaban. En realidad, lo que
maravillaba al público era la magia de ver hablar tan verazmente a un muñeco.
Entre los aplausos, las piernas bronceadas de la rubia circunstancial y la sonrisa de
Simons, Chasman y Chirolita se retiraron.
En el camerino, Chasman depositó en el suelo a Chirolita, se sentó sobre un taburete
frente al espejo y se sacó la camisa.
Entonces Chirolita, dando una vuelta a su derredor, le abrió una pequeña puerta que
tenía en la espalda. Después de desconectar las pilas de su batería, no sin esfuerzo, guardó a
Chasman en un lugar especialmente acondicionado del ropero. Y salió rumbo a su casa,
para descansar.

El arte y las lágrimas

A Sarlanga, baqueano del corazón, en el otro lado de las cosas.
Me pregunto si habrá alguna explicación para mis ganas de llorar de aquella mañana
nublada en Campo Verde, cuando tenía tres años. Muchas veces he notado en mi padre o en
otros hombres de mi familia ese estado indescriptible, un brillar fugaz de los ojos, un cierto
aplanarse de las facciones y, principalmente, esa transformación que se percibe en su
energía vital, como si el aire que lo rodea se hubiese modificado de tal manera que, aunque
esto no pueda medirse, uno siente la seguridad de que en el ambiente se ha producido un
cambio sustancial, provocado puramente por las emociones de un individuo. Ahora, suele
suceder con frecuencia un fenómeno inverso. Como las facciones del rostro, la piel y hasta
la atmósfera que nos rodea son sensibles transmisores de una energía, que bulle en nuestro
cuerpo, así el paisaje, pétreo o floreciente, ondulado o anguloso, desprende también un tipo
de energía interior, tan potente, que en innumerables oportunidades se impone a nuestras
inclinaciones más íntimas, orientando de ese modo anónimo -pues, en este siglo, pocos son
los que comprenden esto- nuestros sentimientos. La posibilidad de percibir esa energía -
según creo- existe naturalmente en nuestro organismo. Hay momentos, que se producen por
lo general cuando uno está solo, en que nos sorprende súbitamente una abismal
constatación de la existencia, la sobrecogedora sensación de que, aunque estamos solos,
alguien nos observa.
Solemos pasar estos momentos caminando por un parque, o alguna noche en el patio de
nuestra casa. Hasta nos parece percibir como una gigantesca respiración, una presencia
extraordinaria que nos produce la rara sensación de que, por ese instante, todo lo que nos
rodea ha adquirido una nítida ubicación y una vida particular que lo sitúa ante nosotros,
como una multitud (de las cuales jamás el buen observador deja de discernir cada rostro
importante, cada mirada singular). Esta percepción produce en el hombre una especie de
angustia, de extraña incomodidad, porque no está preparado para ello: igual que en el niño a
quien ante una pregunta de obvio sentido alguien le ha dado una respuesta inesperada. La
presencia del planeta es abrumadora para quien ha puesto barreras de cemento, vidrio y
metales entre él y el Caos. ¿Había algo de esta percepción en mis deseos de llorar de aquél
lejano día? Algo como eso puede haber sido. No voy a satisfacerme ahora pensando que
ésta es la explicación definitiva pues los sucesos -interiores o externos- se conforman en su
sencillez por una trama sutilmente compleja que uno puede, como con las nervaduras de
una hoja de vid, desprender finísimos hilos de razonamiento de cada hecho pequeño de la
historia. Esta percepción, que en los niños está disimulada por el cúmulo de prejuicios al
cual suele llamarse "educación", es la que se manifiesta en muchos de los desconcertantes
cambios de ánimo de los que están consteladas las horas de la infancia, y que cuando
subsisten en algún hombre adulto, toman la denominación de "sensibilidad artística". Ha de
ser el llanto la más profunda de nuestras expresiones. Recuerdo haberme encontrado
infinidad de veces en trance de llorar, ante una obra de arte, ante un edificio antiguo, o
sencillamente ante un árbol. Tal vez la sensación desconcertante de haber penetrado hasta el
espíritu de alguien, que nos deja de súbito cual visitantes en la caverna de un alma y al
mismo tiempo, paradojalmente, como desnudos ante nosotros a tal punto que no podemos
ocultar ya nuestras verdaderas facciones, nos produce ese relajamiento, ese bajar las
defensas, ese rendido acto de confianza suprema que es el llanto. No olvido lo que me
sucedió una vez, estando preso en la cárcel de Córdoba.
Solía pintar furiosamente, en ese tiempo, buscando mi expresión. Pintaba figuras
cargadas de material, pues creía que cada capa de óleo, cada pincelada superpuesta,
transmitía una vibración única de mi espíritu, que al combinarse con las otras, iba formando
un gigantesco código interior, un lenguaje para ser descifrado sólo por otro espíritu, y
desencadenaba a la vez los sucesivos temblores de mi pulso, que dotaban a la textura de la
obra del carácter de instantánea de aquella única circunstancia de mi vida más profunda.
Había leído en aquel tiempo algo que me impresionó mucho.
Ciertos aborígenes de la Polinesia denominaban con una palabra mágica a toda
manifestación de fuerzas o sucesos que a sus ojos no tuvieran una explicación racional. Esta
palabra servía también para nombrar a los ídolos de elaboraban, en arcilla o madera, y con
los cuales creían tener una participación eficiente en la gestación de los fenómenos. Esa
palabra era "Mulungu". "Los nativos -describía, aproximadamente, el libro- cuando sucede
un fenómeno considerado por ellos paranormal, se echan al suelo, se arrodillan haciendo
gesticulaciones y movimientos rituales y exclamando:
¡Mulungu!,¡Mulungu!, a manera de ensalmo". Según la interpretación del autor (C.G.
Jung), el rito expresaba la percepción por parte de los aborígenes de uno o varios tipos de
energías desconocidas. Se me ocurrió que éste era el medio más acorde a la expresión
artística: la configuración de formas inventadas, fuera de los cánones tomados como
naturales, que fueran testimonios de la existencia de tipos de energías y sentimientos no
comprobables por los sentidos normales. Me había propuesto crear figuras de esa clase, y
cuando alguien me preguntaba qué era esa figura incomprensible, medio en broma empecé
a contestar: "un mulungu".
Después de un tiempo casi todos mis compañeros de pabellón terminaron llamando a
mis figuras "los mulungus de J.C.". Se me había puesto en la cabeza la idea de pintar la
energía de la tierra. Luego de varios bocetos me puse al fin a trabajar en un cuadro, de 2 ms
x 1,70, más o menos, en el cual, sobre un paisaje muy árido, sobre un cielo hondo, con una
mujer y un hombre amarillos en actitud pasiva a un lado y un lejano bergantín que se
dibujaba sobre una línea apenas insinuada de mar en el horizonte, junto a un camino que se
hundía en la distancia, coloqué mi Mulungu de la tierra.
Me ponía a trabajar por la mañana bien temprano. Para motivarme tomaba una pava
entera de mate amargo. Mientras lo sorbía, mis pensamientos adquirían la forma de
misteriosos organismos transparentes que se levantaban dibujando formas vacilantes al
comienzo, pero iban cobrando soltura y armonía al convertirse en figuras, como de
innumerables bailarines, que corrían, se tomaban de las manos y se lanzaban a los aires
formando una escenificación inmensa, adentro de mi mente: en un momento dado sabía que
el bullir de mi cerebro estaba maduro para encontrar un cauce. Es al momento en que
tomaba los pinceles. Con esa exaltación del espíritu es que me lanzaba a la tarea, y pintaba
hasta quedar agotado. Pero, he aquí que con el Mulungu de la tierra me pasó algo notable.
Demoré días en este sólo fragmento de mi cuadro -fragmento por el que había empezado-,
modulándolo y acariciándolo con el pincel, pues esa actividad generaba en mí un placer
diferente a los hasta entonces conocidos. Mas, frecuentemente debía suspender mi trabajo,
por los irresistibles impulsos a llorar que me acometían mientras lo realizaba. Allí vivía
rodeado de gente, así que no podía andar sollozando a cada rato. Por ello prefería apartarme
momentáneamente del cuadro, lavar los pinceles y luego irme a caminar un rato por el
pasillo o ponerme a mirar los lejanos árboles de la ciudad desde el enrejado balcón. En uno
de esos descansos me sucedió lo siguiente: Había dejado mi cuadro colgado en una alta
pared y había salido a caminar luego de guardar mis instrumentos pues ya era el atardecer y
la luz no me favorecía para seguir pintando. Andaba aún pensando en el fenómeno
particular que me producía aquella imagen del mulungu cuando regresé.
Medio distraído entre a mi celda; pero me detuve al hallar a un hombre que, de espaldas
a la puerta, contemplaba el cuadro sin terminar. Era Teobaldo (un hombre muy alto y
robusto, casi un gigante, pero de los más espirituales que he conocido en mi vida).
Teobaldo ni notó mi presencia, tan sumido estaba en la contemplación de la obra. Yo me
quedé parado allí, detrás de él, sin atreverme a hacer ningún movimiento por miedo a
interrumpir su meditación tan honda. Alguna manifestación de mí debe de haber emanado
sin embargo, porque Teobaldo cambió de posición y se dio vuelta con lentitud hacia donde
yo estaba. Entonces, vi sus ojos. En su maduro rostro trigueño, como asombrado, sus
inmensos ojos azules estaban mojados de lágrimas.
La Plata, junio de 1981

La Mar

Ese pájaro que me rozaba
los dedos,
burlándose de mis intentos
de atraparlo,
esa lengua de fuego
que incendiaba mi espalda
y mis costados,
ese ser que arrojó sus palabras
semillas
para que se reprodujeran
en el aire,
esa suave violencia
esa cadencia
ese andar sin saber cuándo
ni a dónde.

Cecilia Hynes

La Mar estaba serena. En medio de los cerros. Mirando alrededor, despaciosa recordando. Liberándose de
pesos, de apuros de bocinas. Escuchando.
Serena estaba la Mar. Escuchando en medio del silencio los matices de su voz. Su voz pastosa, suave,
viril, acariciando las entrañas. Sintió un estremecimiento. Y recordó sus labios, de dibujo curvilíneo.
La Mar estaba serena. Arriba los pájaros. Abajo el valle. Y las ondas del espíritu de él, llegando de quién
sabe dónde, de allá abajo tal vez, llenándola de una sensación cálida, fortaleciéndola, levantándola como en
volutas por el aire. Quizá a esta hora él estaría durmiendo.
Serena estaba la Mar. Sí. Entonces sintió sus brazos, que la tomaban por atrás delicadamente, sus manos
firmes que le daban vuelta la cara, despacio. Una brisa suave, el beso fresco. Después, se durmió.
Claro. Ella lo miraba, nada más, pero era suficiente. Alejandro hablaba hasta por los codos. Marcela sintió
que de algún modo oculto esa catarata de palabras y sentimientos iba dirigida a ella. Aunque en apariencia
discutiera con el francés. Alejandro se lució. Para ella. A último momento, cuando ella vacilaba entre volver o
no a San Isidro, él dijo «¿por qué no vamos a comer una pizza por ahí?».
Debía terminar con Body. Definitivamente. La discusión de esta mañana había sido cruel, plagada de
insultos camuflados y otros no tanto; Marcela había sentido el odio flotando, entre ella y su marido. Su exmarido.
No. La supuesta reconciliación no había sido tal. Luego de seis meses de estar separados, parecía
posible («por los chicos»), pero sólo duró una semana. Todo dolía. No. Sintió que Alejandro la tomaba del
brazo. Qué voz cálida -pensó. Y esa sonrisa. Alejandro es un diablillo o un ángel disfrazado de hombre. La
tonada provinciana, tan marcada, no es más que un recurso magistral para hacerlo más dulce, más deseable.
Llovía y Alejandro dijo «tomemos un taxi». «Pese a Martínez de Hoz», se le ocurrió a Marcela. ¿Quién era
este hombre, que parecía poderlo todo, que inspiraba tanta seguridad? Marcela se quedó conversando con
Snipy
mientras Alejandro y su hermano iban a comprar comida. Volvieron mojados, conversadores, con una caja,
dos botellas de vino y dos de cerveza. Su hermano estaba chocho con Alejandro. Pobre. Creía que había
venido por
él, para hablar de cine y música dodecafónica. Marcela ya lo sabía. No volvería a San Isidro esa noche. Pero
tampoco se regalaría. Este sentimiento indefinido no sabía a dónde apuntaba; tal vez fuera solamente la
seducción de pasar un momento agradable con un tipo simpático, luego de un día negro.
Desde que se acostara, en el pequeño catre, frente a su puerta, Alejandro pensó en entrar a su habitación.
Lo soñó: Marcela estaba bocaarriba, parte de su cuerpo escapaba de las sábanas, su camisón celeste dejaba ver
sus pezones rojos sobre los pechos nacarados, redondos, Alejandro se vio, entrando en puntas de pie, se vio
sentándose en la cama, al lado de Marcela, vio su mano avanzar hacia los pechos nacarados, percibió el tacto
delicioso de aquella forma bajo su mano, Marcela abrió sus ojos lapislázuli, Alejandro sintió una oleada de
placer; y despertó.
Estaba todo oscuro. La puerta de Marcela, cerrada. Al lado, dormía su hermano, con la puerta abierta.
Alejandro se levantó, se puso el vaquero, fue en medias al baño. Miró ese rostro en el espejo: estaba pálido.
Cuando salió del baño se decidió a entrar. Antes cerró, con extremo cuidado, la puerta de su hermano.
Marcela estaba bocaabajo. Se había acostado con camisa, la sábana azul la tapaba hasta los hombros. Los
primeros tañidos de la mañana trascendían unas cortinas rosadas. La tocó suavemente en el cuello; después
apretó un poco. Por un tensarse de pequeños músculos comprendió que ella se había despertado. Demoró en
volverse.
Cuando lo hizo, sus ojos increíbles le escudriñaron, asombrados e inteligentes. Pero sonreían.
-¿Qué hacés? -dijo.
Sin decir nada, él acercó su rostro y le dio un beso. Ella enseguida apoyó una mano en su pecho.
-No-, dijo -no avancés más.
-Ni pienso -contestó Alejandro, sin saber muy bien por qué lo decía. -No quiero perderte.

Marcela está desnuda sobre la cama dura de Alejandro, sentada frente a él, las piernas abiertas cruzándose
en los pies, sus rodillas se tocan, se contemplan. Marcela es perfecta, piensa Alejandro, y por suerte, no tiene
pudor de ser mirada; ella mira también. Recordando a la Olympia de Édouard Manet (con algo de Rubens, y
más refinada en su belleza, se dice), Alejandro contempla la composición que forma su cuerpo banco sobre el
cubrecama bermellón y el ocre en sombras de la pared; por una vez, viéndola desnuda se olvida de sus ojos,
sus pechos son como en el sueño, aunque un poco menos turgentes; a los veintinueve años, Marcela es casi
perfecta. Ella lo mira y se enamora de él; sus pies se tocan, sus manos recorren los cuerpos, despacio,
transmitiendo paz. Después se acuestan con la difusa luz prendida, se unen. Se duermen. Se despiertan, una
encima del otro, y tornan a unirse. Así hasta la tercera vez. Cuando vuelven a abrir los ojos, el sol ya está
fuerte. Son las diez de la mañana.
-Ella me mantiene -dice Alejandro-. ¿Qué podría hacer un director de cine en Salta?
-¿Por qué no te vienes a Buenos Aires?
La voz de Marcela se demora en tonos hondos.
-Imposible. Jamás abandonaría sus campos.
-Pero... puedes separarte...
Alejandro la miró como si hubiese dicho algo incongruente.
Ella comprendió. Pero dijo, con toda deliberación:
-O mátala.
La humillación de una cuenta millonaria cuyos cheques pueden ser firmados sólo por ella. La humillación
de no ser ni patrón de estancia ni artista; para lo uno le falta convicción, para lo otro, tiempo: las tareas fútiles
con que debe justificar su existencia le obligan a malgastar miserablemente los días, merodeando entre los
peones, que se afanan en sus tareas y le miran con un dejo de ironía. Sin darse cuenta ha apretado de más el
acelerador de la pick-up; una nube de polvo, como un humo blanco, cortada por las franjas de las luces, le
tapa la noche adelante. «Marcela», piensa. «Lo haré por vos». Pero después se corrige. «No», se dice. «Lo
haré en realidad por mí».
Durante una siesta calurosa, soñó:
Estaba junto a la ruta que pasa por Cerrillos, esperando la llegada de Marcela. Era un mediodía de sol
intenso.
A lo lejos, vio el brillo del «Chevalier», que avanzaba flotando, como un trasatlántico. Al fin la vería.
El colectivo se detuvo. Marcela apareció en la puerta. Alejandro le preguntó por su equipaje. Pero ella le
dijo que había pedido al chofer detenerse sólo para decirle que seguiría viaje.
Quería estar sola. No es que tuviera nada contra él ni su cariño se hubiese enfriado. Nada más que deseaba
estar sola.
Antes que él dijera nada, el colectivo arrancó. Lo vio alejarse; una congoja, irremediable, lo aplastó.
«La seguiré», se dijo. «Adonde vaya la seguiré». Pero recién cayó en la cuenta de que estaba sobre una
silla de ruedas. No tenía piernas.
Por suerte, la silla tenía un pequeño motor. Lo puso en funcionamiento, y se lanzó a la ruta por tras del
colectivo, en medio del sol. La velocidad del colectivo sería normal, tal vez, para su tipo; pero para Alejandro,
que iba en silla de ruedas, resultaba alucinante.
El viento de fuego del mediodía, sumado al vapor del cemento, la tierra, los rayos del sol, le azotaban la
cara.
En un momento dado, tuvo que seguir en una curva al coche que se le alejaba. Apenas pasó el colectivo,
de atrás de él apareció un inmenso camión: no lo había visto.
Iba a chocarlo. El corazón se le apretó. Y despertó.
El único pariente que ella tenía era su padre, que estaba senil. Nadie notaría su ausencia. Para eso debía
actuar rápido, y conseguir el certificado del Dr. Berón. Por mil dólares lo haría.
Con la jeringa preparada dentro de la cajita de metal, entró a la pieza.
Muy bien. Allí estaba, y dormía. Como si le quisiera ayudar, distinguió su muslo, en la penumbra; había
escapado de las sábanas. Con todo cuidado extrajo la jeringa, y depositó el estuche sobre la mesita. Se acercó.
En ese momento, se encendió la luz.
Su mujer le miraba con despectiva seriedad. La flanqueaban dos policías.
-Intuía que en algún momento ibas a intentar ésto -le dijo ella-, pero me asquea comprobarlo.
En la cama, Zulema, la hija mayor del capataz, le miraba como pidiendo disculpas.
La Mar estaba serena. Un pájaro oscuro pasó volando por sobre los más altos picos. Marcela lo envidió.
¿Dónde estaría él? No había vuelto a escribirle ni llamar. Claro, se había arrepentido. En el fondo era un
cobarde.
No es fácil poner en riesgo la comodidad, se dijo. Pero qué importa. Ya me resigné. Ya no siento nada.
Una vez más.
La Mar estaba serena. Ya no volveré a amar, pensó. Pero se había jurado lo mismo la vez anterior.
El sol se escondió tras un pico. Una nube rojiza se unió con otra gris.
Marcela se adormeció. Serena estaba la Mar.
La Mar
Ese pájaro que me rozaba
los dedos,
burlándose de mis intentos
de atraparlo,
esa lengua de fuego
que incendiaba mi espalda
y mis costados,
ese ser que arrojó sus palabras
semillas
para que se reprodujeran
en el aire,
esa suave violencia
esa cadencia
ese andar sin saber cuándo
ni a dónde.

Cecilia Hynes

La Mar estaba serena. En medio de los cerros. Mirando alrededor, despaciosa
recordando. Liberándose de pesos, de apuros de bocinas. Escuchando.
Serena estaba la Mar. Escuchando en medio del silencio los matices de su voz. Su voz
pastosa, suave, viril, acariciando las entrañas. Sintió un estremecimiento. Y recordó sus
labios, de dibujo curvilíneo.
La Mar estaba serena. Arriba los pájaros. Abajo el valle. Y las ondas del espíritu de él,
llegando de quién sabe dónde, de allá abajo tal vez, llenándola de una sensación cálida,
fortaleciéndola, levantándola como en volutas por el aire. Quizá a esta hora él estaría
durmiendo.
Serena estaba la Mar. Sí. Entonces sintió sus brazos, que la tomaban por atrás
delicadamente, sus manos firmes que le daban vuelta la cara, despacio. Una brisa suave, el
beso fresco. Después, se durmió.
Claro. Ella lo miraba, nada más, pero era suficiente. Gerardo hablaba hasta por los
codos. Marian sintió que de algún modo oculto esa catarata de palabras y sentimientos iba
dirigida a ella. Aunque en apariencia discutiera con el francés. Gerardo se lució. Para ella.
A último momento, cuando ella vacilaba entre volver o no a San Isidro, él dijo «¿por qué no
vamos a comer una pizza por ahí?».
Debía terminar con Body. Definitivamente. La discusión de esta mañana había sido
cruel, plagada de
insultos camuflados y otros no tanto; Marian había sentido el odio flotando, entre ella y su
marido. Su ex-marido. No. La supuesta reconciliación no había sido tal. Luego de seis
meses de estar separados, parecía posible («por los chicos»), pero sólo duró una semana.
Todo dolía. No. Sintió que Gerardo la tomaba del brazo. Qué voz cálida -pensó. Y esa
sonrisa. Gerardo es un diablillo o un ángel disfrazado de hombre. La tonada provinciana,
tan marcada, no es más que un recurso magistral para hacerlo más dulce, más deseable.
Llovía y Gerardo dijo «tomemos un taxi». «Pese a Martínez de Hoz», se le ocurrió a
Marian. ¿Quién era este hombre, que parecía poderlo todo, que inspiraba tanta seguridad?
Marian se quedó conversando con Snipy
mientras Gerardo y su hermano iban a comprar comida. Volvieron mojados, conversadores,
con una caja, dos botellas de vino y dos de cerveza. Su hermano estaba chocho con
Gerardo. Pobre. Creía que había venido por
él, para hablar de cine y música dodecafónica. Marian ya lo sabía. No volvería a San Isidro
esa noche. Pero
tampoco se regalaría. Este sentimiento indefinido no sabía a dónde apuntaba; tal vez fuera
solamente la seducción de pasar un momento agradable con un tipo simpático, luego de un
día negro.
Desde que se acostara, en el pequeño catre, frente a su puerta, Gerardo pensó en entrar a
su habitación. Lo soñó: Marian estaba bocaarriba, parte de su cuerpo escapaba de las
sábanas, su camisón celeste dejaba ver sus pezones rojos sobre los pechos nacarados,
redondos, Alejandrio se vio, entrando en puntas de pie, se vio sentándose en la cama, al
lado de Marian, vio su mano avanzar hacia los pechos nacarados, percibió el tacto delicioso
de aquella forma bajo su mano, Marian abrió sus ojos lapislázuli, Gerardo sintió una oleada
de placer; y despertó.
Estaba todo oscuro. La puerta de Marian, cerrada. Al lado, dormía su hermanos, con la
puerta abierta. Gerardo se levantó, se puso el vaquero, fue en medias al baño. Miró ese
rostro en el espejo: estaba pálido.
Cuando salió del baño se decidió a entrar. Antes cerró, con extremo cuidado, la puerta
de su hermano. Marian estaba bocaabajo. Se había acostado con camisa, la sábana azul la
tapaba hasta los hombros. Los primeros tañidos de la mañana trascendían unas cortinas
rosadas. La tocó suavemente en el cuello; después apretó un poco. Por un tensarse de
pequeños músculos comprendió que ella se había despertado. Demoró en volverse.
Cuando lo hizo, sus ojos increíbles le escudriñaron, asombrados e inteligentes. Pero
sonreían.
-¿Qué hacés? -dijo.
Sin decir nada, él acercó su rostro y le dio un beso. Ella enseguida apoyó una mano en
su pecho.
-No-, dijo -no avancés más.
-Ni pienso -contestó Gerardo, sin saber muy bien por qué lo decía. -No quiero perderte.
Marian está desnuda sobre la cama dura de Gerardo, sentada frente a él, las piernas
abiertas cruzándose en los pies, sus rodillas se tocan, se contemplan. Marian es perfecta,
piensa Gerardo, y por suerte, no tiene pudor de ser mirada; ella mira también. Recordando a
la Olympia de Édouard Manet (con algo de Rubens, y más refinada en su belleza, se dice),
Gerardo contempla la composición que forma su cuerpo banco sobre el cubrecama
bermellón y el ocre en sombras de la pared; por una vez, viéndola desnuda se olvida de sus
ojos, sus pechos son como en el sueño, aunque un poco menos turgentes; a los veintinueve
años, Marian es casi perfecta. Ella lo mira y se enamora de él; sus pies se tocan, sus manos
recorren los cuerpos, despacio, transmitiendo paz. Después se acuestan con la difusa luz
prendida, se unen. Se duermen. Se despiertan, una encima del otro, y tornan a unirse. Así
hasta la tercera vez. Cuando vuelven a abrir los ojos, el sol ya está fuerte. Son las diez de la
mañana.
-Ella me mantiene -dice Gerardo-. ¿Qué podría hacer un director de cine en Salta?
-¿Por qué no te vienes a Buenos Aires?
La voz de Marian se demora en tonos hondos.
-Imposible. Jamás abandonaría sus campos.
-Pero... puedes separarte...
Gerardo la miró como si hubiese dicho algo incongruente.
Ella comprendió. Pero dijo, con toda deliberación:
-O matala.
La humillación de una cuenta millonaria cuyos cheques pueden ser firmados sólo por
ella. La humillación de no ser ni patrón de estancia ni artista; para lo uno le falta
convicción, para lo otro, tiempo: las tareas fútiles con que debe justificar su existencia le
obligan a malgastar miserablemente los días, merodeando entre los peones, que se afanan
en sus tareas y le miran con un dejo de ironía. Sin darse cuenta ha apretado de más el
acelerador de la pick-up; una nube de polvo, como un humo blanco, cortada por las franjas
de las luces, le tapa la noche adelante. «Marian», piensa. «Lo haré por vos». Pero después se
corrige. «No», se dice. «Lo haré en realidad por mí».
Durante una siesta calurosa, soñó:
39
Estaba junto a la ruta que pasa por Cerrillos, esperando la llegada de Marian. Era un
mediodía de sol intenso.
A lo lejos, vio el brillo del «Chevalier», que avanzaba flotando, como un transatlantico.
Al fin la vería.
El colectivo se detuvo. Marian apareció en la puerta. Gerardo le preguntó por su
equipaje. Pero ella le dijo que había pedido al chofer detenerse sólo para decirle que
seguiría viaje.
Quería estar sola. No es que tuviera nada contra él ni su cariño se hubiese enfriado.
Nada más que deseaba estar sola.
Antes que él dijera nada, el colectivo arrancó. Lo vio alejarse; una congoja,
irremediable, lo aplastó.
«La seguiré», se dijo. «Adonde vaya la seguiré». Pero recién cayó en la cuenta de que
estaba sobre una silla de ruedas. No tenía piernas.
Por suerte, la silla tenía un pequeño motor. Lo puso en funcionamiento, y se lanzó a la
ruta por tras del colectivo, en medio del sol. La velocidad del colectivo sería normal, tal
vez, para su tipo; pero para Gerardo, que iba en silla de ruedas, resultaba alucinante.
El viento de fuego del mediodía, sumado al vapor del cemento, la tierra, los rayos del
sol, le azotaban la cara.
En un momento dado, tuvo que seguir en una curva al coche que se le alejaba. Apenas
pasó el colectivo, de atrás de él apareció un inmenso camión: no lo había visto.
Iba a chocarlo. El corazón se le apretó. Y despertó.
El único pariente que ella tenía era su padre, que estaba senil. Nadie notaría su ausencia.
Para eso debía actuar rápido, y conseguir el certificado del Dr. Berón. Por mil dólares lo
haría.
Con la jeringa preparada dentro de la cajita de metal, entró a la pieza.
Muy bien. Allí estaba, y dormía. Como si le quisiera ayudar, distinguió su muslo, en la
penumbra; había escapado de las sábanas. Con todo cuidado extrajo la jeringa, y depositó el
estuche sobre la mesita. Se acercó.
En ese momento, se encendió la luz.
Su mujer le miraba con despectiva seriedad. La flanqueaban dos policías.
-Intuía que en algún momento ibas a intentar ésto -le dijo ella-, pero me asquea
comprobarlo.
En la cama, Zulema, la hija mayor del capataz, le miraba como pidiendo disculpas.
La Mar estaba serena. Un pájaro oscuro pasó volando por sobre los más altos picos.
Marian lo envidió.
¿Dónde estaría él? No había vuelto a escribirle ni llamar. Claro, se había arrepentido.
En el fondo era un cobarde.
No es fácil poner en riesgo la comodidad, se dijo. Pero qué importa. Ya me resigné. Ya
no siento nada. Una vez más.
La Mar estaba serena. Ya no volveré a amar, pensó. Pero se había jurado lo mismo la
vez anterior.
El sol se escondió tras un pico. Una nube rojiza se unió con otra gris.
Marian se adormeció. Serena estaba la
Mar.
Fernández, febrero de 1987.
La muchacha, la de cabello oscuro...
La muchacha, la de cabello oscuro
la que salió en los diarios...
no sé su nombre, pero la llamo "compañera".

MARTA

I
Subió en una parada antes de Porteña. Habíamos concertado un código para
reconocernos: yo debía llevar bajo del brazo un ejemplar del diario La Opinión; al
comprobarlo, me diría "Parece que López Rega se va"; le contestaría: "aún así, la caza de
brujas sigue". Pero apenas subió supe que era ella. Incongruente en medio de todas las
gringuitas de los poblados aledaños que iban a los boliches de San Francisco en esa noche
de sábado, con su vaquero gastado, camisa blanca de hombre, el pelo oscuro, suelto,
cayendo larguísimo hasta más abajo de los pechos. Pensé en lo inútil que hubiera sido
disfrazarnos; esos ojos, esos modos adustos, reconcentrados... era como si un sutil uniforme
vistiera, desde el éter, a los compañeros.
"Pero la caza de brujas sigue", le dije y pareció tranquilizarse, aunque ella también
me había reconocido y la contraseña no era exactamente la correcta.
La compañera debía tomar a su cargo las tareas de enlace entre nuestra zona y las del
oeste de Santa Fe. Ella sería quien traería las orientaciones generales y particulares, llevaría
nuestras inquietudes, actuaría como correo eficiente de cualquier acción de último momento
que debiéramos concertar. A Tadeo, su antecesor, lo habían matado hacía una semana cerca
de Rosario.
Su nombre de guerra era Angélica; yo le di el mío, aunque en San Francisco todos
los compañeros sabían que me llamaba Adelqui Dinolfi y ella pronto se enteró. San
Francisco es particular -le dije en nuestra primera conversación mientras ella devoraba un
bife jugoso en un bar cerca de La Rural-; no se parece en nada a otras zonas del Partido.
Aquí los obreros no odian a sus patrones, los unen incluso cuestiones de raza. Y no son
explotados de un modo salvaje como lo pueden ser, por, ejemplo, los hacheros
santiagueños.
-Eso lo sé muy bien porque soy de allí -me dijo y supe que se había traicionado pues
en el acto se puso muy colorada. Supuestamente no debíamos dar detalles que develaran
nuestras verdaderas identidades.
Pero todo eso pronto quedaría fuera, pues yo me enamoré de ella. Menos su nombre
verdadero, llegué a conocer casi todo lo de importante que había en su vida. Supe que su
padre era un poeta pobre, su madre una maestra, y la habían educado esmeradamente pese a
las carencias tremendas de aquellos parajes inhóspitos del campo donde se había criado
hasta los once años.
Supe que luego de la secundaria había decidido estudiar ingeniería en Rosario,
mientras trabajaba en una fábrica textil. Y supe que me amaba, pues luego de siete meses de
conocernos, una tarde color malva me dijo en una placita de Santa Fe que esperaba un hijo
mío y eso la llenaba de felicidad. Entonces yo le dije que debíamos casarnos.

II
Me tomaron completamente desprevenido, debo reconocerlo, volvía en motocicleta
de mi trabajo en la planta de Magnasco, cuando me encerraron entre dos autos -un Peugeot
504 y un Falcon, lo recuerdo. En un santiamén me palparon de armas -alcancé a ver que
ellos las tenían de todo tipo- y tomándome de la nuca, casi con cariño me hicieron subir al
Falcon, dejando allí mi moto abandonada.
Por la moto mi padre supo luego que me habían apresado, pero cuando fue a la
comisaría de San Francisco le dijeron que me habían llevado a Córdoba.
Un oficial que era primo de mi papá le dijo "presentá urgente un recurso de hábeas
corpus, está en Informaciones, ahí lo van a torturar y pueden llegar a matarlo si no lo pide
el juez". Mi padre hizo eso en el acto y viajó a Córdoba. No lo dejaron verme pero
reconocieron que estaba allí y le dijeron que en unos días más iban a enviarme a la cárcel
de Córdoba.
Esos días eran para recuperarme de lastimaduras y golpes que ellos mismos me
habían dado.
Siempre pensé que mi vida se salvó porque aún existía aunque fuera un simulacro de
legalidad en los últimos días de Isabel Martínez. Pero al segundo día de que me enviaran a
42
la Unidad Penal Nº 1 vino el golpe. Y la cárcel se transformó en un campo de
concentración. Así que no pude ver a nadie de mi familia, antes de que nos sumieran en
aquel infierno de requisas todos los días, torturas a los presos en los patios, carreras por los
pasillos, desnudos bajo tres grados bajo cero y recibiendo los golpes y patadas de dos filas
de suboficiales y soldados, que se formaban para otorgarnos ese tratamiento al menos tres
veces por semana.
Durante aquel tiempo comprendí el pavor de Auschwitz y la horrenda semejanza de
las conductas humanas más perversas repitiéndose una y otra vez fatalmente, hasta en su
gestualidad, cada cierto periodo en la historia.
Mas los vejámenes y horrores cotidianos que padecíamos -incluyendo el asesinato de
compañeros- pasaban a segundo plano ante la obsesión que acosaba a mi mente cada día:
¿adónde estaban Angélica... y nuestro hijo, o hija, que llevaba en su vientre?
Las noticias que cada tanto nos traían los compañeros sobrevivientes de otros
campos de concentración más crueles aún, como La Perla o La Rivera, eran estremecedoras.
Uno de ellos, casi enajenado por las torturas, me habló cierto oscuro día de aquella
muchacha de cabello oscuro con un bebé en brazos... transida por las humillaciones,
permanecía todo el tiempo que podía en un rincón de la infecta cuadra cuartelera, tratando
de no llamar la atención, para que no la atacaran más. Le habían permitido tener a su bebé
pues aún lo amamantaba, pero todos sabían que estaba condenada a muerte, pues apenas
pudiesen le quitarían el niño para entregárselo a algún represor sin hijos.
El hambre, el frío, la espantosa condición de fantasmas mugrientos y temblorosos en
que habíamos sido convertidos por la sistemática aplicación de aquel método de cotidiana
destrucción, seguramente contribuyó para que me acosara finalmente la monomanía. Lo
cierto es que no pude dejar de creer ya, con seguridad terrible, que aquella muchacha con el
bebé en brazos era mi Angélica. Sufría horrores a cada despertar de las largas somnolencias
-pues no podría afirmar que eran sueños-, y aún padeciendo los ataques de los militares
carceleros no expulsaba de mi mente este dolor, que me hacía desear lanzarme contra sus
armas y provocar así también mi muerte de una vez.
Intenté hacerlo por fin. Una mañana, mientras nos llevaban con golpes y gritos como
a ganado, desnudos, hacia una escalera por donde debíamos descender desde un primer piso
hacia un patio, me lancé con todas mis fuerzas hacia un soldado que estaba junto a la pared,
para quitarle el fusil. Lo hice con tan mal cálculo que resbalé y fui rodando por la escalera
con gran espectacularidad hasta el primer descanso. Es todo lo que recuerdo, pues a causa
del golpe me desvanecí. Recién cobré conciencia de existir un día después, en la
enfermería, y me encontré con un brazo vendado. Más tarde me dirían que me había
quebrado una muñeca.

III
¿Por qué lo cuento ahora? Mas bien, ¿por qué lo escribo? Tal vez quienes fuimos
tocados por esta singular suerte de ser sobrevivientes necesitamos constatar una y otra vez
la realidad de nuestra experiencia. O sacar conclusiones. O sencillamente dotar de
superlativa objetividad a cada aspecto del presente cercano, ya librado de la horrenda
situación pasada.
Un sacerdote logró entrevistarme durante cinco minutos un año después de mi
detención. A través de él supe que mi padre había logrado -gracias a su condición de
destacado Ingeniero, ex-colaborador de Onganía y ciudadano italiano-, obtener mi libertad.
Pero tendría que salir del país.
Tres meses después -en junio de 1977-, luego de llevarme a una celda especial y
tenerme allí un día, me permitieron bañarme, me devolvieron la ropa, y me llevaron con los
ojos vendados hacia el aeropuerto militar.
Recién al llegar a Ezeiza los militares que me custodiaban quitaron la venda de mis
ojos. En la escalerilla del avión me entregaron mis papeles y el pasaje... Adentro esperaba
mi padre. Me abrazó... había sufrido tanto, que no tuve ánimo para llorar. Apenas una
especie de desolación, indiferente, me agobió el alma. Sin embargo, por primera vez, al
mirar los azules ojos humedecidos de mi padre sentí una leve sensación de alegría.
Entonces él me dijo:
-Tenemos una sorpresa para vos.

IV
Escribo esto mientras desde la ventana y a través de las cortinas de color pastel
trasciende levemente el sol. Son las seis y cinco de la mañana.
Desde el rincón con la pequeña mesita sobre la que apoyo mi cuaderno, puedo adivinar
el color plomizo del Adriático, que murmura perceptiblemente pues aún no ha comenzado
el trajinar cotidiano de esta pequeña ciudad de pescadores. Sobre la pared a mi derecha
hay un cuadro, un dibujo enmarcado; en su vidrio refleja dulcemente el sol. El sol esparce
alrededor de la ancha cama una gasa de luz que delinea aureolando uno por uno los
cabellos del niño; esos cabellos oscuros como los de su madre y la frente ancha, combada,
como la de su padre. Yace dormido junto a la mujer, de rostro sereno, que aún descansa,
envolviendo su hombro con la mano izquierda y apoyando sus largos dedos en el pecho del
niño. Esa muchacha que al mirarla humedece mis ojos con su leve respirar sin sobresaltos,
llenando mi consciencia de sentimientos que hasta hoy no conocía. Esa muchacha, la de
cabello oscuro; la que subió a mi vida una parada antes de Porteña, y ya no se bajará más.
Arrepentimiento
-Padre, perdóneme: ¡he pecado!- exclamé, en un súbito rapto de compunción.
El sacerdote estaba inmóvil en su casilla de confesor, frente a mí.
-Tenga piedad de este miserable gusano... ¡no me niegue su absolución!-imploré. Los
ojos fríos del padre estaban fijos en mi rostro; pero nada me respondía.
-¡Oh!... ¡Qué torpe y perverso he sido, frágil hoja de alerce, juguete inerme en el
torbellino de mis innobles pasiones! ¡Violento y cruel, irreflexivo, temerario desafiador de
la ira de Dios!... El sacerdote ni se movía.
-¡Malhaya la hora en que permití a mi mano volar a la espada! ¡Malhaya mi sangre
española, heredera de endriagos milenarios! ¡Malhaya mi facilidad para la estocada!... Nada
me decía.
-Padre... ¿no ha de perdonarme? ¿Va a dejarme cargar por siempre con esta cruz en mi
conciencia? ¿Tan terrible fue mi pecado?...
Tal iba a ser mi destino, al parecer, pues el cura no modificó ni un ápice su fría
expresión. Me retiré, entonces, acongojado y llorando. Por desgracia, mi estocada había
sido demasiado certera. Su corazón, agujereado, ya no le daba vida para responder.
Hembra
Felipe estaba solo. Muy solo. Por eso le pareció un sueño cuando la muchacha aceptó
bailar con él. (Y más sueño le parecería luego, cuando aceptara ir a su rancho).
Nadie la conocía. Las escasas mujeres del poblado la miraron con odio. Y los hombres
lo miraron a él con envidia, cuando se la llevó. Necesitó dos tubos de ginebra para
animarse, pero lo hizo.
Nunca gozó Felipe deleites tan hondos y sostenidos como esa noche, en su cama. Entre
vahídos de placer le pidió, en la oscuridad: "¡quédate a vivir conmigo!" Ella aceptó.
En la rosada penumbra de la paloma Felipe recordó la noche pasada, y percibió el bulto
del cuerpo a su lado. Como quien constata la materialidad de su dicha estiró la mano. Tocó
una piel peluda. De un salto, se levantó.
El grito debe haber asustado al animal, pues abandonó la cama con la velocidad de un
relámpago.
Dando un brinco poderoso la mula salió por la ventana. Felipe, con la boca abierta, la
vio perderse, entre las retamas.

Sangre fría
Lo maté de un solo tiro.


Después, con mi cuchillo de caza, le corté la cabeza y la tiré hacia atrás; sin darme
vuelta a mirar dónde caía, pedí tres deseos.
Finalmente me fui a desayunar (café con leche con chipaquitos) al bar de la estación
YPF.
Me percaté recién, a través del vidrio sucio, que al salir había dejado desierta la sala de
videojuegos.

Amnesia

-Yo escribo para olvidar -sostenía un poeta amigo de mi padre.
Trataba de justificar así quizá sus faltas de ortografía.
Pues sus escritos prescindían fatalmente de puntos, comas, haches, acentos o distinción
alguna entre "ve" cortas o "be" largas.

Un libro apócrifo de Aldous Huxley
No existe lo fantástico: todo es real.
André Breton

En el comienzo hay alguien que parte, en un tren. Se describe la estación, y el andén. Es
de mañana en el primer párrafo. Lo cual no impide que el segundo comience con la
siguiente frase: La luna reina serenamente en un cielo violeta, sobre las nubes.
El argumento me cautiva. Trata de un hombre gusta de vivir del modo más agradable
que sea posible, viajar y gozar de las exposiciones de arte, del mejor licor y de las
diversiones. En las últimas páginas, descubrimos que el protagonista sufre un
desdoblamiento, por el cual, no es él quien goza de los placeres sino otro hombre, que
habita en su interior, y lo utiliza como vehículo de sus impulsos.
Entonces el personaje lleva sobre sus hombros la parte más pesada de los placeres del
otro: así, cuando quien habita dentro de él decide trasladarse de un lugar a otro, es él quien
debe sufrir el peso del camino, haciendo de caballo. Sin embargo, exteriormente se viste y
perfuma como si de verdad él fuera el otro.
Hoy, él y el otro van a salir a dar un paseo por el bosque, a caballo.
Meditando tristemente, da los últimos toques a sus brillantes botas y a sus breeches.
Comprende que de esa forma sólo está vistiendo al otro, que se ha posesionado de una
manera tiránica de su voluntad, no a sí mismo.
Trata de escapar y de mirarse, pero no puede, ya que una oftalmanía lo obliga a fijar su
vista en una mosca que se ha posado sobre una pared, y le es imposible apartar los ojos de
ella.
Afuera, se oye el gorjeo de los pájaros. Amanece.
En la cárcel de Córdoba, una tarde calurosa de 1980.
El tango que me llevó
Me fui a caminar por entre las callejuelas de Villa Siburu en busca de una casita
humilde para alquilar. Había dejado sólo por un momento a mis hijas, con ese objeto.
Mientras conversaba con una señora intuí que algo le sucedía a la más pequeña. Regresé
presuroso y la encontré llorando.
Había vomitado sobre el cubrecama donde durmiera, y el suelo.
Resignadamente limpié todo, asombrado interiormente por el modo en que mi hija
había percibido mi ausencia.
Cuando regresó Cecilia salí de nuevo tratando de hallar una peluquería.
Era una noche nublada. Mientras reflexionaba parado en una esquina acerca del camino
a seguir, me apoyé en el ventanal tapiado de una casa abandonada y me puse a cantar un
tango. De tras la pared me contestó el eco -eso creí, al principio. Me gustó el efecto, y una y
otra vez repetí frases del tema ("Vuelvo al Sur"), para provocar al eco. Me quedé pasmado,
ustedes se imaginarán, cuando habiéndome callado, el eco siguió cantando aquel tango que
iniciara, hasta agregar una estrofa completa.
En ese momento cruzaba por la esquina un agricultor, de quien me daba cuenta que
hacía tiempo me quería conocer. "Al sólo efecto de participarle" la rara situación, lo llamé.
Se acercó contento, pues la oportunidad de entablar relación se había presentado. Un
hombre robusto, seguramente de origen italiano, como de cuarenta años.
Me explicó que esto era un fenómeno frecuente, producto según él de que allí mismo
había muerto un estudiante de magia. Me invitó a su casa. En el umbroso living estaban a
mi lado, sobre unos fofos sillones, además de mi nuevo conocido su esposa y sus hijos,
todos ellos gente muy agradable.
Particularmente me agradó e inquietó la hija del agricultor, quien fijaba sus ojos azules
en mí todo el tiempo. No se molestaron cuando les dije que no gustaba de tomar nada, pero
me fue imposible eludir el disfrute de un par de masitas.
Cuando regresaba, cerca de la Terminal vi una peluquería abierta y me introduje. Antes
miré el reloj: la una y cuarto de la madrugada. No hallé al peluquero. Estaba por retirarme
cuando por una entrada lateral se presentó de un modo truculento un peluquero skin head.
Sólo para darme una tarjeta rosada, con los horarios de atención -que no incluían al
presente- y ofrecerme además los servicios de su esposa como hechicera.
Cecilia me dijo al llegar a casa que debía desconfiar de los hijos del agricultor. Según su
criterio, el "estudiante de magia" que reproducía mi voz desde el interior de la casona en
ruinas, era él. O ella, Cecilia sostenía que todos eran andróginos, pues manejaban de un
modo artero las energías de la tierra.
Recuerdo todos estos sucesos desde un siniestro bar, en la Costa del Marfil, mientras
cantan unos mariachis importados, y en la cabecera de mi mesa bromea con uno y otro esa
morena joven, flaca, sensual. Sé que no es ella, pues bajo de esa manifestación estoy
reconociendo la energía vital de la hija del agricultor, a quien conozco ya demasiado bien;
tiene la camisa abierta y escapan un poco sus pechos medianos y largos, morenos, duros.
Le indico esto pues supongo que no se dio cuenta y al advertirlo la molestará. Mas ella me
dice que no lo piense, por el contrario se siente muy cómoda así.
Ella ha logrado quitarme de mi casa, usando los ecos del tango.
Partido mi corazón, no atina sin embargo al regreso -aunque tampoco dispongo de un
centavo para ello. Compungido al extremo por mi suerte, no me queda otro camino,
entonces, que llorar.
La Paja del Ojo
Germán Loy tuvo la posibilidad de editar una revista perfecta. Púsole de nombre "La
Paja del Ojo" (por aquello de la vieja sentencia, y también porque sería un verdadero
eretismo para la visión). Polisémico sentido.
No crean que exagero. La revista era un regodeo para los ex-tetas. Los llevaba al límite.
En la tapa, verbigracia, solían alternarse los Rúbens, Boticelli, con las mejores fotos de
Drtikol, Vallejo, Deborah Tuberville: salpimentando, Boccioni, Aleksander Archipenko,
Giacomo Balla, Carlo Carrá, Rougena Zatkova... ¡para qué seguir! Todo en huecograbado,
papel ochenta quilos, cada número venía en caja de cartón.
El primer número detuvo los latidos de varios. De Leopoldo Marechal, incluía dos
poemas en cuerpo doce; Marinetti, un poema, Juan L. Ortiz, un poema. En ficción, contaba
con cuentos de Juan Bautista Zalazar, Diana María Noronha, y un inédito de Alberto
Moravia. Artículos: La influencia del barroco medieval en América, Alejo Carpentier,
Filosofía y Cultura, Luis Jorge Jalfen.
Era... cómo decir... como si a Marisa Berenson veinteañera le hubieran injertado el
talento de María Callas y la inteligencia de Marguerite Yourcenar.
En la Academia de Bellas Artes se formaron grupos para degustarla de consuno. La Paja
del Ojo salía trimestral. Se esperaba su llegada con ex, pec, tación.
Asesor visual: Carlos Alonso. Asesor literario: Juan José Arreola.
Diagramador: Fattoruso. Germán Loy estaba que no cabía en mí de gozo. El éxito había
sido rotondo.
Pero duró poco.
El problema empezó con la preocupación de los directivos de Bellas Artes (quienes,
obviamente, no eran artistas). Los alumnos se desviaban: gozaban. Esa inquietud fue
llevada al concejo deliberante, que en pleno consideró propicia la cuestión para aumentarse
las dietas. De allí pasó a la legislatura. Los di, puta, dos, luego de imitar el edificante
ejemplo de sus colegas conce, já, les -en lo referido a las dietas-, pasaron el asunto a
comisión, con lo cual se dio oportunidad de crear cinco nuevos cargos de secretarias y
taquígrafos. Finalmente el asunto fue a recalar en el Ministerio del Interior.
El impertérrito, previa consulta a la Suprema Corte, ordenó ipso pucho clausurar La
Paja del Ojo.
Razones: ningún Derecho, desde el Mosaico hasta el Romano, el Francés ni el
Johnsoniano, contemplaban en sus articuliados la posibilidad del orgasmo colectivo. Por
tanto, no existía. Y un hecho que no existe, no puede seguir sucediendo. Ergo: La Paja del
Ojo, no podía seguir saliendo.
Germán Loy se preguntaba, tristemente, si luego de haber beneficiado a tantos
legisladores no merecía se hubiera decretado algún arti (culito) ad-hoc. O al menos que,
personalmente, lo pensionaran por inhabilitación ex-tética. Y mientras esto pensaba, untaba,
con chimichurri, el panchito, que ofrecía al gusto popular en la bizarra esquina de
Sarachaga y Fragueiro.
Fernández, en junio de 1988.

Tribulaciones de un escarabajo

Gregorio Samsa patalea panza arriba, mientras lo ataca una legión de hormigas
coloradas. Los animales, seguros en su superioridad numérica, avanzan sin apuro, con las
fauces abiertas. Gregorio se siente al borde de la desesperación. Lo inmovilizan el
cansancio y el pavor, y se queda quieto, entregado a su suerte.
En eso ve unos inmensos pedúnculos rosados, que lo toman con firmeza, pero sin
lastimarlo. Se siente levantado. Sin transición se ha incorporado a su mente otro temor.
Pero al menos -piensa- me han sacado del peligro de las hormigas.
La fuerza lo deposita en una jaula transparente. En los rincones, hay comida. Gregorio
comprende que ha sido hecho prisionero. La angustia parece no tener fin. Pero se consuela,
diciéndose que es preferible estar preso y no despedazado.
***
El doctor Juhazs, entomólogo, se despertó en la noche al oír un fuerte ruido que venía de su
laboratorio. Cuando abrió la puerta encontró, entre los tablones de la estantería desbaratada,
a un hombre. Llevaba traje gris oscuro, era delgado, tenía grandes orejas y parecía muy
aturdido. Observó también que tenía raspones en la cara y en las manos.
-Bueno -le dijo el doctor, que era un hombre aplomado -podríamos tomar un técito,
mientras conversamos.

La Cultura
A Mempo Giardinelli


Cuando conseguí escalar los peldaños de piedra de La Cultura luego de intentarlo por
caminos cerrados durante muchos años, me sobrecogió una escena impresionante.
Hacía frío. En su cima -era muy alto- llegué a sentarme completamente desnudo.
Desde allí se veía la mera Tierra, mas los otros edificios habían desaparecido.
Todo era un desierto. Las nubes se habían convertido en gases de color violeta pálido, y
envolvían al mundo hasta donde se podía ver.
Cuando percibí las nubes nuestro cielo estaba tibio, ya no sentí más frío.
Entonces arribó un pájaro muy grande, parecido al cóndor. Y desplegando sus alas, se
me acercó para dejar caer un envoltorio de trapo muy rústico.
Lo tomé y lo abrí.
Adentro había un manojo de tierra, y unos granos rugosos, pinteados de color ocre.
Después ya no pude ver, pues me quedé dormido.
Al despertar me encontré cubierto, por una enredadera en flor. Campanas rojas se
apoyaban en mi frente, y en el centro mismo de la planta respiraba una flor blanca.
Desde la distancia me pareció que el sol inspiraba a esa planta un cierto fulgor.
Y en tal instante mi corazón se sintió feliz y muy contento, de una manera que jamás
antes había presentido.

Vida de pobre

Mi padre se niega a darme dinero. Voy a la pieza de mi abuela y a duras penas consigo
extraerle dos billetes: uno de diez mil y otro de quince mil pesos. Voy al estudio de
abogado de mi amiga Nadia, pero lo pienso mejor, y antes de entrar prefiero visitar a su tío
y de paso cambiar el dinero.
El Turco Julián está como siempre, tras del mostrador con la caja. Este hombre acaricia
dinero inmundo todo el día -pienso- y luego intenta escribir poesía. Lo peor es que haya
"profesores de literatura" que encima le llaman "poeta". Es obeso, calza pesados anteojos de
miope, sobre su nariz de carancho pichón.
Debo hacer cola. En la cola me toca pararme detrás de una criollita deliciosa, muy
pintada, que me dedica una sonrisa. Pero después se hace a lado. En menos tiempo del que
pensaba llego al mostrador. El Turco, por reflejo negativo, me dice que duda si tiene
cambio, pero como me considera "un colega" (en el ámbito de las letras) finalmente saca el
dinero y me lo entrega, luego de sujetar mi crujiente billete colorado.
En el momento en que lo guardaba me entra la duda de si le habré dado un billete de
diez o de quince mil pesos. Siempre soy un poco distraído con la plata. La vez pasada se me
cayó todo lo que tenía en el bolsillo del pantalón, al pedalear en mi alta bicicleta.
Comoquiera que fuese, ya me resigno. Ahora no sé bien cuánto tengo.
Al llegar al rancho donde habito, solo, encuentro que me está esperando mi tío. Sin
permitirme que abra la boca, me dice que deje ya de joder con hacerme el pobre. Y me
entrega la llave de mi BMW, para que vaya otra vez a dirigir las empresas de la familia.
Fernández por la ventana de mi taller
Una tarde diáfana de principios del invierno. El sol cayendo despacio, ilumina las hojas
de los árboles con un amarillo transparente. Las paredes blancas de las casitas, facetadas por
las sombras difuminadas y los reflejos rojos de las tejas.
Verjas con lajas, verjas con revoques rugosos, con rejas blancas, con rejas rojas. Un
quiosco. La columna del alumbrado como un gigante flaco abriendo los brazos: sobre uno
de ellos, un pájaro. Cables, hacia el sur y hacia el norte, cruzando postes negros a través de
aislantes de loza fusiformes, subiendo, bajando, entrando y saliendo de las casas.
Un perro que ladra en las cercanías -siempre hay un perro que ladra, aquí.
Rumor de autos lejanos; alguno pasa de a ratos por frente al rectángulo de la ventana.
Cuando pasan, levantan un polvillo moroso que cambia el ambiente por unos instantes,
formando una niebla leve que tamiza la luz ya distante del sol.
Gajos oscuros de paraísos, saturados de pocotos amarillos que parecen absorber todo el
resplandor del ocaso. Contrastes agudos entre los racimos de hojas iluminadas y los que le
siguen inmediatamente debajo; verde brillante, amarillo, y sombra; verde oscuro y sombra.
Un pollo bermejo holgazanea por entre el césped cuidado del jardín de enfrente. Dos
caballos sufridos y marrones pastan tranquilamente entre la vereda y el pavimento,
seleccionando cuidadosamente las hierbas. Varios niños juegan y corren, llenando de
grititos alegres el silencio, antes cargado de sonidos opacos. Prendo la radio para escuchar
música.
Me entero de que están atacando con misiles valuados en un millón de dólares cada uno
al país que en otro tiempo, albergó a Gilgamesh.

ENSEÑANZA ORIENTAL

No pises este lugar -dijo el monje Shao Lin-: porque encierra bajo de sí el bien y el mal.
El teniente Stallone observó la redonda laja que ornaba el umbral del templo.
-No creo en tus sandeces religiosas- escupió-. Pero, a ver, ¿qué mal podría venirme de este
buda gordo, acostado en la piedra?
-Te arriesgas a ser presa del caos original -contestó el monje Shao Lin.
El teniente Stallone efectuó la última pregunta. Estaba ya decidido a apresar al monje
idiota, pero su novato ayudante observaba y debía aleccionarlo, acerca de cómo obrar con
estas ratas indochinas.
-¿Y qué bien nos podría dar?
-Si volvieras tranquilamente por donde viniste, sin ofenderlo con las plantas de tus
borceguíes, podrías partir con su bendición y en paz.
-Ahhh! ¿Sí? -gritó Stallone- ¡Pues mira lo que un buen marine norteamericano hace con tu
sagrada laja!
Inmediatamente saltó con todo el peso de su corpacho, sobre la rugosa figura del buda en el
suelo.
El estallido encegueció y quitó la audición por un momento al novato, que sólo después de
un rato vio caer a unos veinte metros al casco de Stallone.
La moraleja de esta breve experiencia debería ser (pensó el soldado novato): "nunca creas
que los monjes Shao Lin hablan solamente de metafísica".

Hipóstasis

1
Sólo el canto triste de la corneja rompe el silencio gris y me acompaña.
La oración extiende unos dedos largos, se desliza entre cuadros amarillos y va llenando
de fantasmas la habitación.
Aquí habitó alguna vez la luz. Sobre el sencillo tapizado del sillón, en otros tiempos, se
posaron tus espaldas.
¿De dónde te oigo? En momentos de extendida soledad fluye, como una sombra
transparente, atraviesa con rozar de tules, tu presencia.
¿A dónde vas? ¿Por qué no quedas?
El día ha terminado y no has querido acariciarme, hoy tampoco.
Estoy solo, frente a mis papeles.
Voy a seguir esperando. Tal vez mañana pueda verte.

2
Busca -busco- en el vacío de la noche una señal que nos sitúe, en algún sentido -
cualquiera sea- para orientar los pasos.
Bajo la llovizna, los faroles lejanos han hecho azul el brillo de las calles mojadas, y no
hay sonidos, más que el sonido del girar del
Universo.
Cae la lluvia lentamente. Asusta el rumor rabioso de un auto, que pasa como una liebre,
mojándome, a mi lado, y se pierde en la noche.
Alguien está parado en la esquina, bajo la lluvia, bajo el farol.
Ni me apuro ni me detengo, pues sé que mis pasos, con sólo dejarlos que me lleven, en
algún momento cercano pueden dejarme frente a esa figura inmóvil.
Llueve con líneas azules. Me acerco a la figura, envuelta en un impermeable con
capucha. Me mira.
Es una mujer, como de treinta años.
Está pálida como una porcelana.
Las gotas de lluvia chorrean lentamente sobre su piel.
Me mira.
Sus ojos, grandes, son oscuros.
Estamos así, durante un largo rato, bajo la llovizna. Después, yo me doy vuelta, y me
voy llorando.

3
Hasta aquí ha llegado el perfume de tu voz.
Bordando el marco de la ventana, las gotas.
Tiemblan, colgando de los vidrios, se alargan, y a través suyo se ven las copas de los
árboles y el jardín.
Espero anhelante, como el personaje de un sueño, porque sé que has de aparecer.
Por el sendero se oye el murmullo de tus pasos rápidos.
Vuelca de pronto en el cielo una nube su luz.
No puedo apartarme y dejar de mirar, a través de las gotas; creo que soy feliz.
Te veo, reducida y multiplicada, a través de las gotas de lluvia.
Aún estoy frente a la ventana cuando tu cabello humedecido me roza la piel.
Cárcel de Córdoba, 6 de diciembre de 1979.

Dos gorriones

Esta mañana sorprendí a dos gorriones adormecidos que se acurrucaban en las
molduras de la ventana de mi celda. Estaban, redondos y somnolientos despertándose al sol
cuando los hallé. Uno de ellos me
miró: nos quedamos, él y yo, sin saber qué hacer. ¡Hubiera querido tanto que aceptaran el
calor de mi mano! Tiritaban de frío. Pero cuando me acerqué huyeron, dejando en mis
dedos un relente de melancolía.
Cárcel de Sierra Chica, 6 de julio de 1977.
Geraldine
De una oscura pasión o algún esfuerzo, de un puro golpe de amor, de cierta manera
de hablar y sorprenderse no podrás evadirte sin dejar una huella, algo que te descubra.
Rodolfo Alonso
El Maestro de Música tomó entre sus manos la mano pequeña de Geraldine.
Estaba exangüe. Miró por la ventana. Una niebla gris cubría los contornos de la ciudad.
La desesperación fue derramándose, la sintió por las cavidades interiores de su cuerpo,
hasta llegar al estómago y paralizarle los pies. "No", pensó: "por favor, no me dejes".
Echándose sobre el sillón en un impulso brusco la abrazó, como para alentarla. Su cuerpo
estaba frío. Entonces rompió en sollozos, que lo sacudieron recordándole estúpidamente a
su madre golpeando un felpudo en el patio.
Geraldine, pensó. Desde la primera vez que me miraste supe que me amabas.
No imaginé, en cambio, que ibas a llegar tan hondo en mí. Mezclada con la gente en el
concierto, sorprendía tus ojos contemplándome y te ruborizabas, mirabas con premura hacia
otro lado, con esa gracia que sólo es posible a tu edad. Yo lo tomé como un juego,
dejándome llevar displicente por los ruidos de la calle.
¿Cuándo se te ocurrió aprender piano? Llegaste una tarde, acompañada de tu mamá,
mientras yo auscultaba la penumbra de mi sala con el corazón trémulo pues intuía que algo
iba a suceder. Al principio rehusé, con excusas elípticas, sugiriendo ocupaciones o falta de
hábito en la docencia. Tenía miedo de amarte. Confinaba ese oscuro sentimiento, que había
nacido el mismo día que te viera pasar junto a mí, en el concierto. No lo sabías, ni yo
mismo lo tenía claro, pero fui el primero en enamorarme. Yo no había tocado; no me
54
conocías. Ensayábamos con el cuarteto en la cabina acústica que está al costado del salón...
¿por qué me levanté y fui a la puerta? Al correr un poco la cortina te vi pasar, con esa
levedad que tienes, y ni te diste cuenta.
Después, te amé. Las horas fueron vuelo de inexpresables alas, los sentimientos crearon
la luz que nos dio forma, sentido, razón, si esta existe.
-Despierta, Geraldine- dijo el Maestro de Música, y se sintió en el acto dolorosamente
grotesco. Un espejo oval le devolvió su rostro, el cabello enmarañado de mesárselo, las
ojeras brillando violetas bajo las lágrimas.
-¿Por qué tenía que dejarme ahora?... ¿Es que estoy condenado para siempre al dolor? -
le preguntó a su propia cara en el espejo.
Atrás, Geraldine reposaba como dormida. La miró reflejada en el vidrio, recorrió
aquella imagen pálida, sus labios como siempre entreabiertos, sus dientes pequeños, sus
ojos marrones... sus ojos... ¡Geraldine! ¡Había abierto los ojos!
El Maestro de Música se dio vuelta hacia ella y se quedó mirándola, pasmado.
-¿Estabas dormida? -preguntó por fin.
Ella, sin decir nada, enlazó su cuello con esos brazos largos que tenía y apoyó la cabeza
en su hombro izquierdo. Luego susurró: "te amo".
Dinaleh
Corazón y latido no son dos cosas, sino dos palabras.
Julio Cortázar
Dinaleh se presenta cada tarde en casa de Froilán. Se ha vuelto igual que el crepúsculo.
Cada vez que ella entra Luis Alberto Spinetta se pone a cantar con Fito Páez Asilo en tu
corazón y Froilán tiembla, de placer y de temor.
La primera vez que se unieron a duras penas pudo salir de ella. Se fue llevando uno de
sus pies. Luego de la tercera se resignó a aceptar la fatal condición de aquel amor.
Hoy ha venido hermosa con sus cabellos al aire, el sol tranquilo la trasciende; Froilán se
limita a contemplarla con arrobo, ha perdido todo movimiento. Dinaleh lo envuelve y apaga
el televisor, una lasitud dulce le enerva todos los sentidos, es feliz.
Esa tarde Dinaleh se queda a vivir en la casa de Froilán. Sola, con su corazón.
Fernández, agosto de 1988.
Encuentro con Maia
55
Para qué hablar de lo que sentí cuando llamé y no contestaba; había viajado novecientos
quilómetros sólo para verla -en realidad era eso, me mentía a mí mismo que no era lo
central, me decía tengo un montón de cosas que hacer en la ciudad, pero en realidad sólo
viajé por ella: (como otras veces, mi corazón es un sensible pulsador de emociones y
matices de los sentimientos, me lleva, por suerte no he acumulado en el cerebro tantos
prejuicios como para evitarlo), después del pésimo viaje en tren, decía, que prometí no
repetir nunca más - ese estúpido culto por la austeridad de los europeos con quien trabajo-,
decía, esperé tres días (ella había ido a pasarlos en Santa Teresita, con la familia) que
pasaron muy lentos para mí, claro, y ahora la llamo y la guanaca no contesta; mientras
marco de nuevo el maldito número hojeo "El Clarín" sobre la cama y veo: "Litto Nebbia y
los Músicos del Centro", en el Odeón a las ocho, voy a verlos, me digo, a escucharlos y ya
me engancho con eso, aunque no sin dolor; ya me empiezo a preparar el alma para no verla;
no quiere, me digo, no levanta el tubo a propósito, me digo, se ha reconciliado una vez más
con su marido, la fiesta, el encuentro, los días de campo, la arena, los niños, me la imagino
tomando sol junto al mar, sus piernas sólidas pies pequeños vientre blancodorado ombligo
grácil (aunque en la única vez que nos encontramos antes no la hubiera visto sino con
campera negra y jeans), a su lado la hermana, la mamá, blancos cabellos pesados, y él, su
compañero de muchos años difíciles ella diciéndose: "no, no voy a seguir con esto, la
separación no es más que otra de las tantas, lo intentaremos de nuevo", y luego caminando
juntos contra el rojo del mar ya no como enamorados, no, no de la mano, no, sino como...
¿amigos?..., o mejor, socios, de una empresa en bancarrota, contándole todo y diciéndole
"él me iba a dar cierta luz que entre nosotros no existe": por eso el teléfono mudo, carajo, y
yo aquí como un boludo marcando después de haber viajado al pedo, pero es mejor así, me
miento, por sus niños, deben intentar de nuevo, lo voy a ir a ver a Litto Nebbia, todo está
bien, a ese teatro fuimos una vez con Susuki a ver "A quemarropa", Lee Marvin, buen
recuerdo (no Lee Marvin sino las gambas larguísimas de Susuki Pedretti apretando con
fuerza mis dedos para que no suban más) salgo a la calle, limpio, bañado, perfumado, listo
para el amor pero me río en el acto, "amor del aire" pues Maia es ya sólo un recuerdo, toda
la gente camina en sentido contrario a mí -me parece- tomo un colectivo, voy a la empresa
de los europeos y llego justo para una maldita reunión social, atravieso los grupitos
elegantes, llego al teléfono, marco: nada, la puta que lo parió, me digo, lo voy a ir a ver a
Litto Nebbia y chao, esta mina no me va a matar la alegría, me escabullo como puedo de los
requerimientos; entonces una determinación se va abriendo paso, autónoma, en mi corazón:
voy a ir a su casa, a mí no me va hacer venir para borrarse sin al menos decime "gracias por
cumplir con la cita, pero no va más" y me encuentro caminando hacia la terminal, me
encuentro en la terminal, me encuentro con el boleto en la mano haciendo cola para los
colectivos que van a La Plata; ya no voy a ir a ver a Litto Nebbia, seguro: son las 8 y veinte,
conservo el rostro inexpresivo mas miro con ansiedad a los costados, ¿por qué imagino que
puede bajar de uno de los colectivos que van y vienen?, miro hacia atrás, veo una cabellera
caoba, leve, enmarañada y de bucles hondos, me sobresalto, casi la encuentro, así me pasó
luego de la primera vez por el centro, la vi pasar, piernas bellísimas, salí corriendo, nalgas
subversivas entre la multitud, la llamo por su nombre tomándola del brazo, sólo para recibir
una mirada feroz de la muchacha, bastante parecida, me consuelo, mezcla frecuente en
Buenos Aires, de español, italiano y alguna sangre centroeuropea produciendo esa belleza
que, fíjense ustedes, ya Rafael Sanzio preanunció; al fin me toca subir al colectivo veo sus
56
ojos azules frente a mí el domingo siguiente, a las tres de la tarde, con el fondo de los
antiguos marcos marrones de las puertas y ventanas del café y los autos perezosos que
transcurren las calles angostas de Congreso, veo la plaza con las enormes estatuas, las
palomas, el edificio reiterando en mi memoria su simbolismo ambiguo del poder en
tiempos de paz, siento su abrazo, sus pechos hermosos redondos contra mi cuerpo, su boca
en mí, gente pasando, mirándonos, mirasonriendo, hacemos linda pareja, siempre hice
lindas parejas, la veo frente a mí sentada en la silla antigua del café, contándome que al
hecho de que su padre era camarista en la época del proceso le deben el haber salvado la
vida, tuvimos que irnos a Salta, cinco años metidos en el campo de mi tío, el usó su título
de ingeniero agrónomo, habíamos estado con Montoneros, aquí, me dices y yo termino de
aceptar que esa hermosísima mujer de voz suavemente grave está ahí, para comprobarlo te
tomo de la mano un poco bruscamente y en el movimiento vuelco el vaso con soda, qué
hacés loquito me dices, otra vez, te ríes, se te marca esa arrugita tan única de la comisura,
me muestras tus dientes de coneja refinada, voy mirando con curiosidad los bloques de
edificios por la ventana, mientras, anochece, nos metemos en un túnel negro y
desembocamos sobre un puente tenebroso, todo evoca muerte, por acá se manejaban las
patotas de secuestradores, me digo, cuánta muerte en mi país, mi Dios, y pienso
nuevamente en vos, cómo te has metido en mí, muchacha, qué pasa, otro colectivo se ha
parado en el camino y la gente haciendo señas, sonamos; nos detuvimos, el otro chofer
explica y sube la gente, renegando, transpirando, aún espero encontrarla entre ellos pero ya
débilmente, ausentemente, una certidumbre se me va gestando en el corazón a medida que
nos acercamos a La Plata, a medida que aparecen los edificios blancos, casitas bonitas,
estaciones de servicio, no sé en qué momento nos pusimos en camino entonces te veo
llegar, sábado por la noche, ojos arcanos, cabello humedecido, toda de negro y marrón, me
mataste, pienso, camisa en seda bordada pulóver pelo de llama sobre los hombros,
sandalias, franja de cuero sobre tu empeine bellísimo y un medallón de hierro: "me mató",
pienso, mientras te miro por tras del vidrio y las rejas coloniales, hierro forjado y quebracho
en la puerta cancel, me demoro con la gran llave para mirarte bien, las once en punto,
sonríes, te beso; cierro la puerta de calle y vuelvo: cenamos con cerveza y dos velones en el
ancho comedor, aparece La Plata en la distancia, abro la ventana, enseguida estamos en
medio de las calles intrincadas y los pocos autos, la terminal, bajo embotado de pensar en
ella con tanta intensidad, una terminal vieja y amarillenta bajo los focos, voy al teléfono
público, marco (corazón palpitando en la boca) me atiende un niño, voy a llamarla me dice,
oigo tu voz (aún no lo creo): "¿estás aquí, en serio?", me dices, "¿no quedamos en que
vendría?", digo, "¿de dónde me hablas?", "de la terminal", "¿en serio?", te ríes, "claro",
digo, "¡qué loco!", me contestas, "estaba saliendo para despedir a Papá que viaja a España,
está bien, dices, me arreglaré para no ir, me arreglaré, en cuarenta minutos estoy ahí, a las
once menos diez tu cuerpo blanco como en La merienda campestre, de Manet, sólo el slip
oscuro, bordado, tus pies hermosos junto a los míos, mi cuerpo quemado por el sol, tu
delicado olor, me despierto en medio de la noche y te encuentro en mí, tengo que esperar
(¿por qué habrá dicho "menos diez"?), pregunto la hora, me voy a caminar por las calles
aledañas, esta ciudad me recuerda a Río Cuarto, una avenida ancha, descendente, parecida
también a La Cañada; calles oscuras, gente vestida de un modo provinciano, camino media
hora y recojo todos los olores de esa noche primaveral yo conozco un lugar, dijiste aquél
sábado, bajamos de tu auto pequeño, un boliche coqueto, con escalinatas de piedra, en las
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afueras de la ciudad, carlitos y cerveza, medialuz, muchachos y chicas danzando tranqui
tranqui, "esta noche, es una noche sensacional", decía Porcheto, estoy loco por vos, lo
sabes, quizá tú también, pero por qué a la tarde siguiente, luego que todo hubiera pasado y
se acercaba el momento de la despedida, antes de cruzar la anchísima 9 de Julio, tuve temor
de que me empujaras bajo el horrendo vértigo de los autos, y retiré el brazo que me
aferrabas; habíamos andado -después del boliche-, hasta el amanecer, querías ir conmigo a
Buenos Aires, vacilabas por los niños, "mañana", te dije, a la postre ahora estaba menos
impaciente que vos, "mañana", y qué julepe cuando me llevabas a la terminal y al salir de
un giro encontramos una pinza, "como las del proceso", dijimos después, porque hasta
pasarla nos quedamos mudos, una mujer joven se ha puesto a darme la lata, me he sentado
en un banco sucio de la terminal; me da pena imaginar su decepción cuando Maia aparezca
(¿aparecerá?), pero es imposible no ser cortés: estoy contento al mango; la conversación se
ha puesto animada, ella se acerca un poco y me cuenta que dentro de una hora va a viajar a
Mar del Plata, de repente siento algo, me doy vuelta, allí está, acreciéndose por el pasillo
con pantalón negro, escarpines y un buzo amarillo con capucha, el pelo recién lavado; me
levanto, dejando a la mujer del banco sorprendida, tus increíbles ojos lapizlázuli se
humedecen y sonríen, me besas, suavemente, en la mejilla: "Tengo el auto aquí a la vuelta",
dices. Y nos vamos.
Eufemia
I
¡Ah, tu cabeza me asustó!... Fluía de ella una ignota vida... Parecía no sé qué mundo
anónimo y nocturno...
Delmira Agustini
1
Quién iba a decirme que el amor iría a traer aparejada esta angustia, tres amores después de
la ida, y el alma que no acierta en la alegría, melancolía, destellos de segundos, más, belleza
más perfecta pero no calma el corazón, cada vez. Deambula el espíritu del poeta de aquí a
allá sin posarse, las manos, delgadas, largas, y su voz, honda y lenta, ojos de almendra, pelo
de cerveza efervescente y esa ausencia, ese silencio, tal vez fuera el camino por el que yo no
debiera de haber ido. Tres idas y se repite: de nuevo estoy a las puertas del sepulcro.
2
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Pero regreso y te encuentro, inmóvil frente a mí, tu nariz de aletas anhelantes, los labios en
serena sonrisa, qué raro, me dices, sí, me parece extraño tu amor, y ya lo creo, puesto que
no soy más que la caparazón apenas contingente de un monstruo de mil facciones, sangre
violenta y me miras, y tus ojos derraman una pátina de frescor sobre mi escaldada alma,
Eufemia, te digo, no entiendes nada, no sabes nada pero sientes o vas a sentir, no sé, eres
exquisitamente distante de todo y próxima, en tu alma (sensación de distancia como en el
cuadro, en el cuadro del desierto ocre y plano, cubierto de líneas marrones convergentes y
mi figura solitaria en algún lugar, mirándote, desde fuera y tú en el horizonte).
3
Alberto encarna el suspiro de un niño nacido en el balbuceo de un pensamiento, Eufemia
flota silenciosa en la alborada, a su lado. Los algarrobos sin hojas destejen harina sobre el
cielo violáceo; amanece. Flota, tu pelo espumoso, tu velo, celeste, en el aire de la
madugada, tus pies largos, tus manos largas. Eufemia. Rodillas agudas y piernas doradas.
Se acercan unidos por los hombros a la orilla del agua, luego la muchacha arrima su pie. Se
estremece, le mira, riendo (risa de dientes, Eufemia, risa dorada). De pronto, cae. Las
manos de Alberto se estiran, horror no puede alcanzarla, Eufemia lentamente cae, flotando
y el agua la traga, abajo del río se la ve difusa, figura de pájaro azul que se desvanece horror
y Alberto no puede alcanzarla. Después desaparece para siempre.
4
-Has vuelto a la vida puede afirmarse... y lo haces llorando -me dijo Adriana con ademán de
perplejidad. -Es cierto. No sé qué me pasa -mentí. Aún tenía el rostro mojado. Me sequé
con el borde de la sábana. Me toqué la cabeza con cautela. La tenía cubierta con algo duro.
El médico, benevolente, me explicó: -Se la hemos vendado con gasa enyesada, para
proteger la zona de la operación.
II
Por ti me duelen los pesados perfumes del estío: por ti vuelvo a acechar los ginos que
precipitan los deseos, las estrellas en fuga, los objetos que caen.
Pablo Neruda
1
Que renunciar a ti fue como arrancarme el corazón, no lo sabes. No soportar los tirones de
los sentimientos no poder aclarar un camino; los recelos, las miradas, esa maraña interior
que laboriosamente ha creado sobre nosotros y en nosotros la Humanidad (Adriana, los
chicos, mi madre, mi padre, mis parientes, los parientes de mis parientes, toda la ciudad está
llena de ellos aquí y allá, hacia atrás en el tiempo, las paredes están cargadas de sus
pensamientos) rostros de humo que sobrevuelan mi ánimo al ir a verte, mi corazón en vez
de cantar al cielo se desliza como apesadumbrado, tiene miedo... ¡miedo de amar, Eufemia,
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estoy loco!... Adriana me mira desde dentro de mí, incapaz de darme alegrías pero bien
capaz de impedírmelas, hasta el grado de que no puedo amar, Eufemia. ¿Producirá tal vez
un milagro tu voz distante, la no escuchada, o te consumirás callando? La simple
enunciación sea quizás una esperanza, acaso no esté perdido mi corazón aún.
2
La sola idea de que me olvides acentúa aquel escocer atávico del alma sin cambiar el
escepticismo esencial de mi razón; la voz de tus imágenes se vuelve, por ratos, más
verdadera que lo que supuestamente hay de verdad en esto y sin embargo sucede, se arrastra
inevitable por entre los segundos, ¡qué pesadez el pensar, Eufemia, si tan sólo pudiera
abandonarme a la paz de tu cuerpo, tu flotar; pero ni aun me está permitido en esta cárcel el
dejarme ir sin hacer nada! Tanto mi cuerpo como mi pensamiento son ajenos y no puedo
remediarlo. A menos que tu amor sirva el milagro de hacerlo todo posible sin mortandad ni
violencia, se que yo solo no pudiera; tal cometido excede la dotación que se me dio poseer.
3
No viniste. La plaza estaba llena de ruidos bajo el cielo gris, gente cruzando a mi lado y
mirándome -siempre me miran- las torres de la iglesia infladas de luz, sobrevolando el
pórtico, tallas barrocas de terminación sutil, vitraux, fragmentos de vidrios astillados por
alguna pedrada cruel percibo, la Virgen, no viniste. Mi corazón pese a estar preparado
incubó tristeza, la tristeza angustia, melancolía de ti. Luego me fui caminando despacio, por
entre el humo de los autos, la niebla, las luces de los comercios, el violeta espeso del cielo.
4
Adriana te sacude tomándote del brazo te sacude con violencia y la miras sorprendida, el
corazón lo tengo dentro de esa leve opresión que no cesa, las manos y los pies atados sin
poder hacer nada, tiemblas sin defenderte y Adriana sigue su tarea precisa, por fin consigue
conmover tu cuerpo y un pedazo de tu cabello, cae, luego tu frente y así de a pedazos vas
desmoronándote y por fin desapareces. Al lado se oyen las respiraciones y el silencio, el
fru-fru del delantal almidonado de alguna enfermera y esta soledad que no cesa. Adriana se
ha ido apenas se desmoronó tu cuerpo, seguramente ha subido satisfecha a su auto gacel, ha
viajado las pocas cuadras hasta casa aspirando su propio perfume de colonia y cosméticos y
tal vez un cigarrillo francés; mi corazón está aquí de nuevo, junto a lo que no soy, adentro
de este cuerpo. ¿Adónde vagarás ahora que no puedo imaginarte?
5
Ella me miró como asombrada con sus ojos café. -¿Te sucede algo? -me dijo. -No sé. Tal
vez he estado soñando. Eufemia se quedó mirándome largo rato, junto al río. Yo seguía
silencioso. Cuando se me dio hablar, dije: -¡Qué extraño!... Adriana... los chicos... mi
familia, la familia de mi familia... ¡parecían tan reales!

Orillas del Limpopo, 6 de julio de 1988.

El otro yo de Mr. Hyde

Lord Snowdon esperaba, en la humilde salita del Mr. Hyde. Había venido a encargarle un
trabajo sucio. De repente vio salir de su habitación a un desconocido alto y buenmozo,
quien lo saludó con una suave inclinación antes de retirarse. Lord Snowdon lo observó con
curiosidad, pues había creído hallar algo extraño en él (aparte de haber emergido
impensadamente de la pieza de Hyde). En efecto, tras una fugaz ojeada, comprobó que pese
al refinamiento de su porte, la ropa del caballero le quedaba chica.
Esperó infructuosamente a Mr. Hyde, durante una hora. Al cabo, decidió entrar. Encontró
en la habitación el desorden previsible, mas algo le llamó la atención. No sabía que Hyde
tuviera veleidades de alquimista. Sobre una mesa reposaban redomas, probetas y
alambiques, junto a instrumentos varios de medición; tras de ella un armario-vitrina
ostentaba innumerables frascos y cajitas, etiquetados cuidadosamente y ordenados con
escrúpulo. Un libro de anotaciones, abierto, mostraba fórmulas complejas asentadas a
pluma, con letra regular y precisa. A su lado, un vaso de experimentación humeaba aún,
vacío. Lord Snowdon se fue intrigado y decepcionado. Era evidente que Hyde se había
escabullido por alguna salida secreta.
Algunos días después‚ Lord Snowdon concurrió a una velada, en compañía de su joven y
adolescente esposa, la bella Lady Christinne. Allí les presentaron al distinguido caballero
que había visto salir de la pocilga de Mr. Hyde. Les dijeron que era el Dr. Jekill,
descendiente de una familia de científicos, emigrados a Norteamérica‚ en tiempos de la
colonia. Según declaró, muertos su padre y su madre, no le quedaba razón para permanecer
en el cada vez menos soportable "nuevo mundo". Lord Snowdon se alejó un poco del
grupo, para contemplar a Jekill a su gusto y reflexionar. Sí, seguía hallando algo de extraño
en aquel individuo. Decidió investigarlo.
No le fue difícil dar con su dirección. Por esas cosas del snobismo burgués -rasgo
característico de la época- se había convertido, a poco de llegar, en el médico de moda.
Luego de un paciente control, que le insumió varios anocheceres y madrugadas, llegó a
establecer que el médico practicaba una inusual rutina. Era ésta: llegaba a su consultorio
muy temprano en la mañana. Desde ese momento permanecía en el edificio, hasta la hora
del crepúsculo, o a veces hasta altas horas de la noche. A esas horas, iba al reducto de Mr.
Hyde, donde aparentemente pernoctaba. Algunas veces le perdía de vista, en las intrincadas
callejuelas de Londres, pero una cosa era cierta: dormía indefectiblemente con Hyde.
Lo extravagante del asunto consistía en que este Dr. Jekill -o como se llamase- había
comprado una amplia casa en la zona residencial, amoblándola por completo. Allí, había
instalado su consultorio, e incluso había contratado a un valet, un ama de llaves y numerosa
servidumbre. ¿Por qué, entonces, iría a dormir con Hyde, en un incómodo departamento de
ocho por cuatro en los barrios bajos?
Lord Snowdon no era demasiado inteligente pero poseía mucho tiempo. Le llevó varias
noches completas de paciente control la investigación que obtuvo, como premio, establecer
las raras costumbres de estos dos individuos. En esos períodos de estática vigilancia, ora
frente a la vivienda de Hyde, ora frente a la de Jekill, meditaba. Se le ocurrió una
explicación bastante absurda, pero luego de muchas vacilaciones la aceptó. ¿Acaso el
famoso chevalier Dupin no había llegado por este método a la resolución de varios
crímenes? Por una serie de indicios encadenados, Lord Snowdon arribó a la convicción,
decíamos, de que Mr. Hyde y el Dr. Jekill... ¡eran la misma persona!
La aserción adquirió solidez poco a poco en su mente. Hyde era un delincuente, un
marginal de la sociedad, que, harto de tal degradación había encontrado el modo de huir de
su condena existencial. A través de quién sabe cuan largas y misteriosas experimentaciones
-quizás guiado por algún científico loco- había logrado una fórmula para cambiar de
personalidad. Logrado este propósito, convertido en un ser que era precisamente su
contrario -y justamente por eso agraciado y amable- no le resultó difícil encandilar a la
frívola sociedad londinense. Sin duda contaba con abundantes fondos -producto
seguramente de toda una vida de pillerías-; de otro modo le hubiera sido imposible dotar a
su creación del nivel de vida que ostentaba. Era evidente, sin embargo, que no había
logrado la receta para permanecer definitivamente en su aspecto de "Jekill". Sin tal supuesto
no se explicaría que se viese obligado a regresar, noche tras noche, a la infame madriguera
de Mr. Hyde. Todo esto meditaba el Lord, mientras vigilaba.
Pese a las quejas de su joven esposa, Lord Snowdon persistió en sus agotadoras
investigaciones nocturnales. Se le había fijado en la mente un empeño: iba a develar este
caso. Noche a noche, semana tras semana se mantuvo como un soldado, alternativamente
ante las moradas de Jekill y de Hyde. Así esperaba acumular la serie de evidencias que,
llegado el momento, le permitirían entregar el caso resuelto a las autoridades.
Una noche esperó en vano. Ni el Dr. Jekill ni Hyde se mostraron. ¿Qué sucedía? Tal vez
había llegado el momento de actuar. Presuroso, Lord Snowdon acudió a Scotland Yard.
Cuando regresó con los agentes, halló la vivienda del abominable Hyde vacía. Corrieron a
la casa de Jekill. Tampoco había nadie. El pájaro había volado. Los criados no estaban, el
consultorio no daba muestras de haber sido usado en varios días, y los guardarropas
desocupados indicaban que su propietario había emprendido un largo viaje. ¿Bajo qué
personalidad lo había hecho? Tal vez nunca lo sabría. Desalentado, Lord Snowdon regresó
caminando a su residencia.
Allí, le esperaba una sorpresa: no encontró a su esposa por ningún lado. Atacado de
repentina suspicacia, corrió a la caja fuerte. La halló despojada de caudales.
Desconsolado en extremo, tuvo que acudir nuevamente a Scotland Yard. Luego se retiró a
descansar, en su casa de campo. Creía merecerlo. El largo período de investigación y los
últimos acontecimientos le habían agotado.
En aquel lugar, varios días después, los detectives tuvieron que narrarle el conjetural
destino del "otro yo" de Mr. Hyde. Al parecer había partido, cargado de equipaje y dinero -
dejaba abundantes propinas por donde pasaba- hacia un paradisíaco lugar de Suramérica,
donde proyectaba radicarse definitivamente. Quienes los vieron, juraban que la joven dama
que le acompañaba, con el muy presumible propósito de endulzar sus horas, era la
mismísima, adolescente y bella, Lady Christinne.
Alberto después de la cloaca
Bien, miren, para no hacerles perder tiempo, trataré de contar esto rápido. No sé si será
muy interesante. Yo iba caminando, una noche brumosa, por la calle Olaechea y Alcorta, al
lado del Parque. Reconozco que había tomado mis dos copas. Pero no iba machado, no.
Apenas contento.
De repente, me caigo. No sé cómo ni dónde, porque el suelo desapareció bajo mis pies.
Sin dolor, me encontré sentado en el suelo de un recinto como de 30 metros cuadrados,
similar en su forma a una bombona de las que se usan para guardar elementos gaseosos. A
izquierda y derecha agujeros, con sus bocas redondas.
-¡Zas -digo-, me he caído en una encrucijada de cloacas!- Y me dispongo a ver el modo
para salir de allí.
De sólo mirar me convenzo de que no me va a ser posible trepar. Ni se ve la boca de
salida. Debe ser por la noche, pienso. Lo cierto es que me largo por una de las tuberías. No
sin aprensión, claro, pero a poco me sorprendo porque está todo limpio. Ni sombra de
suciedad. Una vez andados cerca de 100 metros me percato de que las supuestas cloacas
eran de un material muy liso, como plástico o algo así, no cemento. "Habría que felicitar al
gobierno", me digo. No termino de pensar esto cuando, ¡bum!, caigo de nuevo. Otra vez en
una bombona de tuberías. Bueno. Elijo otra tubería al azar y me largo nuevamente.
Al final de ella, encuentro como una conexión, dos bocas a izquierda y derecha. Hago
ta-te-tí y me zampo en la de la izquierda. Pero qué les
cuento, no llego ni a la mitad, cuando: ¡bum! De nuevo abajo. "Esto se está poniendo
poco original", pienso. Y decido seguir. Por suerte está todo limpio. Mi traje ni siquiera se
ha salpicado. Así continué un rato largo, subiendo y bajando, al este y al sur, y también al
norte, y quizá al noroeste, hasta que agarré al fin un tubo que ascendía. Subí y subí, esta vez
sin caídas, y cuando vi la luz del exterior como a cincuenta metros, tuve miedo. No vaya a
ser que justo ahora caiga de nuevo, dije (en voz alta, total nadie me escuchaba).
Pero no. Tranquilamente, llegué al final. Y salí a mi ciudad. ¡Oh sorpresa! Ya no era la
misma. Yo, a Santiago la conocía como a la palma de mi mano. Los veinticinco años que
tenía los había pasado aquí. Era Santiago, pero... ¡cómo había cambiado! La gente iba
vestida de un modo diferente. Todo estaba lleno de autos muy feos y el ruido era
insoportable. Había emergido cerca del Mercado.
-Disculpe señora- le dije a una chipaquera, que vendía en la calzada- ¿en qué fecha
estamos?
-2 de agosto- me contestó la vieja, sin dejar de masticar.
-Pero ¿de qué año?- digo.
La vieja me mira como si fuera opa, y me contesta: -De 1989 , pues.
63
¡Qué! ¡Han pasado 54 años! ¿Cómo puede ser? ¡Con razón está todo tan distinto!
Rápido agarro por la Pellegrini, en busca de mi casa. Llego a la 25 de Mayo y doblo, con el
corazón a toda carrera. Media cuadra.
Allí está. Mi casa. Apenas un poquito más vieja, pero bien pintada. Cuando estoy por
abrir la puerta digo: "no, quién sabe si ha cambiado de dueños".
Y decido tocar el timbre pues la aldaba ya no está. Son las diez de la mañana. Me
atiende una morenita como de diecinueve años.
-¿Señor? -me dice.
-Digamé, ¿quién vive aquí? -le pregunto.
-La familia Revainera. -Ah, entonces he venido bien, le contesto, porque yo también soy
Revainera.
Me hacen pasar y conozco a la dueña de casa. El marido no está, trabaja en el banco.
Pregunto el nombre del marido. No me suena. Pregunto cuántos años tiene el marido,
veintinueve, me dice. ¡Lo parió! ¡Es mayor que yo!
Cuando vuelve el tipo del trabajo no puede creer que yo soy Alberto Revainera.
-¡Pero si ha muerto hace más de cincuenta años! -me sostiene.
-Y ¿de qué ha muerto? -digo sin convicción.
-¿Sabe que no lo sé?... -contesta-. Y ahora que lo dice... mi padre y la familia solían
comentar que el tío Alberto había desaparecido de un modo muy raro...
Al fin mi sobrino-nieto tuvo que creerme que yo era yo. Le mostré la libreta. Toda una
prueba, como se sabe.
De a poco, los viejos de la familia empezaron a desfilar para observarme.
Los viejos eran mis sobrinos, mis primos menores. ¡Qué cosa! Con el tiempo, todos se
habituaron a mí y a nadie llamó la atención verme a diario.
Por suerte mi sobrino-nieto no se negó a darme la misma habitación que ocupaba hace
cincuenta y cuatro años. Conseguí un puestito en la municipalidad. ¿Qué más se puede
pedir?
Bueno. Esta es la historia. No sé si les habrá parecido interesante, como para poder
figurar en algún anecdotario. Hace poco me he puesto de novio.
Ella es muy buena y le encanta escucharme contar historias de mi tiempo, como el
fusilamiento del cabo Paz, por ejemplo. Lo único que no me gusta, de las chicas de ahora,
es que son un poquito liberales.
Doble compulsión
Estábamos acomodando el departamento con mi mujer. Era un departamento de techos
bajos, muy espacioso, con paredes recubiertas de madera veteada color claro. Los muebles
hacían juego. Estábamos en el dormitorio, preparando las camas. Eran amplias, de madera
lisa, con sábanas celestes muy claras. Nos desnudamos y nos metimos con mi mujer en la
cama. Yo admiré la tersura y el color trigueño de su piel. Su piel era suave y sus cabellos
acariciaban mis hombros cuando la besaba. Estuvimos allí gozando de nuestras desnudeces
hasta que tuvimos que salir. Era de mañana. Una mañana nublada. Ambos debíamos salir a
trabajar. Íbamos a juntarnos de nuevo al atardecer. El departamento estaba en la zona baja
de la ciudad, en el final de una escalinata de piedra laja que descendía levemente a lo largo
de varias cuadras, con escalones del ancho de la calle misma, por lo que aquella escalera
constituía todo el camino por un largo trecho. A los lados las casas tenían un tipo de las que
se construyen en zonas frías, de piedra, con techos de madera. Nuestro departamento
constituía una excepción, ya que era de ladrillos, con una edificación basada en planos y
líneas rectas. Al mirarlo desde la escalinata daba la impresión de un gran bloque de madera,
cuadrado, chato, en franco contraste con los demás edificios. Ya he dicho que estaba a un
lado de la escalinata; precisamente, al final, del lado izquierdo. Subí por la escalinata de
piedra hasta su culminación. Sucede que en el extremo opuesto al del primer departamento,
donde terminaba la escalera, en lo alto, yo poseía otro departamento, muy semejante al
primero. Este había sido situado en el lado derecho. En el tiempo que demoré en subir la
escalinata, atardeció.
Llegamos al segundo departamento al mismo tiempo con mi tía, y entramos juntos. Ella
extrajo de un gran sobre de papel madera una hermosa reproducción en tela de un cuadro de
Gustav Klimt. Me dijo que lo había traído de regalo para mí. Lo recibí sin sorpresa, pues
ella acostumbraba obsequiarme uno cada semana, cuando venía a pasar el día conmigo.
Desenvolvió un gran ramo de flores y las colocó en una vasija de cristal que había frente
a un espejo con marco de bronce, sobre una mesa de piedra, mientras yo pensaba en la
ubicación que le iría a dar al cuadro.
Ella comenzó a desvestirse, y yo a sentirme embarazado, pues temía que ella deseara
acostarse conmigo. Me sentía atraído por ella, es verdad, pero al mismo tiempo rechazado,
además de acordarme que debía regresar apresuradamente al otro departamento, a compartir
la cama con mi legítima esposa. Prometiendo a mi tía volver pronto, salí nuevamente, en
dirección
al otro departamento. Si hacemos abstracción de la figura que formaban los dos
departamentos, en los extremos opuestos de la escalinata, tendríamos un dibujo aproximado
al de una Z abierta. Bajé corriendo los escalones, y me di cuenta de que había salido casi
desnudo, sólo con un short, fabricado de un viejo vaquero que tenía las piernas
deshilachadas. En la calle era carnaval, y unas muchachas con baldes mojaban a los
transeúntes del sexo opuesto que pasaban por allí. Temí que me mojaran, pues debía hacer
un trámite judicial. Pero esto no sucedió. Llegué a una oficina, que estaba en una calle
lateral, y entré. Allí estaban varios detenidos con libertad vigilada, esperando frente a una
ranura, practicada en una pared de madera, que les otorgaran los papeles necesarios para
irse del país.
Eran tiempos de dictadura militar. Luego de estar largo rato allí una mano salió de la
ranura y le extendió unos papeles a Colautti. Era el documento de su excarcelación y el
permiso para salir del país. Yo sentí un poco de envidia, porque mis papeles no llegaban. El
estaba muy contento, mostrándoles a todos sus papeles. Salí de nuevo, porque se me hacía
tarde para estar con mi mujer. Llegué al departamento; ella me esperaba. Nos acostamos.
Pero yo no podía expulsar de mi mente el recuerdo de mi tía, que me estaba esperando, en
el otro departamento.
65
Córdoba, abril de 1980.

El mensaje

¡Ay del que construye con sangre la ciudad y asienta la capital en el crimen! - Habacuc,
2,12.

1
Un mes hace ya desde que he llegado a Beirut. Después de la primera semana no he
dejado de llorar, cada noche. No puede afirmarse de mí que sea un blando. He participado
de muchos combates, en mis treintaidós años, he conocido cárceles de las peores. Sin
embargo, mi cerebro no ha aprendido a soportar el espectáculo atroz del padecimiento
humano.

2
El cargamento que he traído alcanza para hacer volar en pedazos el cuartel general de
Obeid, y después derribar algo que pudiera quedar en pie de esta ex-ciudad. No he tomado
contacto sin embargo con mi enlace libanés.
Debí de haberlo hecho apenas llegado, pero me detuve por una oscura impulsión. En mi
ajetreada vida he aprendido a respetar más mis intuiciones que mis razonamientos, así que
decidí esperar.

3
Hace un mes que vago por Beirut. He visto niños y mujeres despedazados por las balas.
He visto barrios enteros de pobres chozas convertirse en
cenizas bajo los bombardeos. No puedo describir lo que he visto. Supera demasiado mi
capacidad de expresión. Hace unas noches me desperté en la mitad de un sopor pesado, sin
imágenes, y escuché una voz que me dijo con claridad: -Toma en tus manos el fuego y
destruye a Moloch.

4
Nos hemos sentado con Mirnah en lo que otrora fuese una bella placita en medio de la
zona de los Hoteles Internacionales. Aquí firmaron autógrafos Omar Sharif y Gina
Lollobrígida. Otrora. No sabemos de qué hablar. Nos hemos amado cada día de los quince
que hacen desde que la conocí. Me fue imposible evitar pese a ello culminar cada uno de
nuestros acoplamientos sin llanto. Para mi sorpresa ella no me consideró un idiota, sino que
me apaciguó envolviéndome en silencio con sus larguísimos cabellos, negros, ensortijados.
-Ven -me dice de repente, con su voz hermosa- te llevaré con mi familia.

5
El hermano de Mirnah me muestra el funcionamiento de un pequeño fusil de alta
velocidad, con sistema láser de ajuste al blanco, que han recuperado de una base
norteamericana. Por cortesía me ha dicho que simpatiza con los argentinos, y ha llegado a
recitarme unas estrofas del Martín Fierro en
francés. No les ha molestado saber que soy católico. Me asombra el modo en que esta gente
me acepta en su seno sin indagar. Mirnah tiene evidentemente una gran ascendencia entre
ellos. Esa noche cenamos humildemente con un numeroso grupo, en un sótano. Yo asisto
con respeto a su sensible ceremonia religiosa, y musito a mi vez el Padrenuestro.
Después de cenar Mirnah me lleva en su moto con silenciador al hotel. Se queda en mi
piso hasta la madrugada. Esta vez le ha tocado a ella. Sin comprender, bebo sus lágrimas y
trato como puedo de apaciguarla. Me digo que no he visto en mi vida hermosura mayor que
la de aquellos ojos grandes color sombra, húmedos con una tristeza que parece venir de la
esencia más profunda de la condición humana. Se niega a que la acompañe otra vez, y me
deja una opresión en el alma, al perderse entre la llovizna en la ciudad escombrosa.

6
Leo en primera página del An Nahar que el coronel de inteligencia israelí Uri Hirsch
resultó muerto, además de otros tres oficiales, en el atentado
suicida realizado ayer por el Hezbollah. Los judíos tratan de explicarse cómo hizo para
ingresar un automóvil cargado con explosivos en la zona de seguridad. El vehículo estalló
al chocar frontalmente contra la camioneta que llevaba al coronel Hirsch, y ambos volaron
en pedazos. Lo conducía una mujer, quien luego fue identificada como Mirnah Obahmani,
dirigente de una importante columna del Hezbollah.

7
He decidido tomar contacto con los destinatarios del envío que traigo.
Alegando seguir instrucciones solicito una entrevista con el nivel máximo, como
condición para entregar el armamento. Me lo han concedido. Cuando llego al suburbio
ruinoso y diviso las moles del Ministerio de Defensa, me detengo y, dándome vuelta, pongo
en funcionamiento el mecanismo que llevo bajo el asiento trasero del Jeep. A partir de este
momento, tendré siete minutos. Exactamente el tiempo que demoraré en llegar al centro. No
hay problemas para pasar por los tres controles. La credencial que me ha dado mi enlace
vale. El sol del mediodía abrasa despiadado. Siento el sudor correr desatado por mi espalda
y mojarme el culo y los testículos. El general Aoun conversa con otro de su rango, bajo un
techo de cemento, rodeado de un séquito escudriñador y un bullir de soldados que van y
vienen. Enderezo el Jeep hacia él, y luego de poner con un crujido la segunda aprieto el
acelerador. Al comienzo hay sorpresa. Luego me apuntan tres, cuatro fusiles. Se astilla por
completo el parabrisas, pero ya estoy encima. El vientre se me ha bañado en sangre. Veo la
cara de horror de Aoun. No han podido pararme. Por suerte, he entendido el Mensaje.
Fernández, 7 de julio de 1987.

Jericó *

...no busquéis a Betel, no vayáis a Guilgal, no os dirijáis a Berseba; que Guilgal irá
cautiva y Betel se volverá Betavén.- Amós, 5:5
Codorlahomer, rey de Petra, desmontó y besó la tierra. Diez mil soldados relucientes le
seguían. Tras ellos, un pueblo innumerable, compuesto en su mayoría por desarrapados.
Codorlahomer observó el lugar donde sus abuelos le contaran se levantaba Jericó. Un
desierto ocre, inanimado, bordeado por bajas colinas.
Seguido por sus mariscales, se retiró a orar en Galloti, el mismo sitio que Josué pisara
descalzo. Después, visitó el monolito de Acán. El rey de Petra tenía una obsesión:
reconstruir la ciudad-fortaleza de Jericó. Y había logrado despertar en su pobre pueblo la
pasión que lo desvelaba.
Finalmente abandonaron Petra, ciudad de soldados y mendigos, en busca de la tierra
prometida.
Una sola persona se había opuesto con tenacidad al proyecto: Sirah, preferida de
Codorlahomer y madre de sus dos hijos. Ellos mismos -ambos oficiales del ejércitohicieron
ingentes argumentaciones para convencer a su madre. No hubo caso.
La construcción de los cimientos dio trabajo a todos, y consiguió la confraternidad de
pobres y ricos. Allí ocurrió la primera desgracia.
Nadie sabe de qué manera el cargamento de piedras que traía un carro se desmoronó,
sepultando a un joven trabajador de las zanjas. Cuando lograron desenterrarlo, un soplo de
pavor excitó al pueblo. Quien había muerto era el hijo mayor del rey.
Codorlahomer, atravesado por la espada del dolor, peregrinó nuevamente a la tumba de
Acán. Allí interrogó a Dios sobre cuál pecado había cometido.
Pero las piedras permanecieron mudas; el Señor no se dignó a dar respuesta.
Pese a los ruegos y plañidos de Sirah, la madre del infortunado, la construcción siguió.
La hermosa mujer madianita decidió entonces no peinar más sus cabellos, y se paseó
cubierta sólo de harapos, en señal de protesta. Codorlahomer no le hizo caso, y duplicó las
raciones de trigo para los obreros que se destacaran.
Tras dos años de dura tarea, el milagro se materializó. Donde antes fuera desierto, se
levantaba imponente una roja y reluciente muralla.
Precisamente allí fue donde ocurrió la segunda desgracia.
Fue al trasladar las inmensas puertas de hierro que sellarían la ciudad.
Inexplicablemente, una de ellas se desplomó luego de colocarla. Alguno se consoló
apresuradamente, pues aunque era alta y voluminosa había aplastado solamente a un
hombre. Mas esa ligereza se transformó en ayes, cuando se comprobó que el muerto era
Benjamín, el último hijo del rey.
El desconsuelo de Codorlahomer le agregó muchas arrugas a su frente. Había perdido a
toda su descendencia en la construcción de la ciudad. Y Sirah,
la única mujer que alguna vez le satisficiera, vagaba, convertida en mendiga, conviviendo
con las alimañas. A pesar de todo ello, él había cumplido su objetivo: Jericó existía, de
nuevo. Un oscuro rincón de su alma había quedado en paz.
Ordenó que se realizara una semana de festejos. Al final de ellos, dejó inaugurada
oficialmente la ciudad, de la cual se proclamó Padre Supremo, Sacerdote y Rey.
Fue entonces que Sirah regresó. Como en los mejores tiempos, dio su cuerpo a las
esclavas para que lo hermosearan. Había sido desposada a los trece años por Codorlahomer;
ahora, a los treintaiuno, alcanzaba la plenitud de su belleza. El exquisito perfume de la
mirra la precedió en el aposento real.
El Dueño de Jericó la recibió alborozado, y ordenó a los guardias que hasta su llamado,
nadie los molestara. Cuando Sirah se quitó las livianas vestiduras, el deslumbramiento del
rey le impidió ver un raro objeto que la mujer, con disimulo, depositó junto a la cabecera
del lecho.
El vino de Sidón, las pasas de Sefela, hicieron su efecto, y el rey, luego del
incomparable apareamiento, quedó hondamente dormido. Entonces la madianita cumplió su
comisión.
Lo hallaron dos días después, cuando se atrevieron a entrar. Una procesión de moscas
recorría su rostro ya hinchado y de su pecho, a la altura exacta del corazón, se elevaba atroz
el mango labrado del puñal.
Codorlahomer era hijo de Surisaday; Surisaday era hijo de Quenaz; Quenaz era hijo de
Ohlibamá; Ohlibamá era hijo de Us, el que fuera pastor de ovejas en los Llanos de Moab.
Codorlahomer era tataranieto de Rajab, la prostituta.
Fernández, 25 de julio de 1988.
* Josué, 6, 26

Amor perfecto

Estoy enamorado, y soy correspondido. Esta vez será para siempre, me siento seguro de
ello. Las pautas que hemos fijado para nuestra relación capitalizan experiencias de fracasos
anteriores, y no nos permitirán fallar. Los resultados están a la vista.
Hace tres años que nos conocemos, y nunca hemos peleado. Nunca una diferencia por
nada, nunca un desacuerdo. Nuestro diálogo es profundo y acrecentador, además de
respetuoso.
Ella me dice lo que piensa, in-extenso, y si hay algo que me fastidia o estoy en
desacuerdo, no contesto en el acto. Me tomo mi tiempo para pensar. Y luego de madurar
cada palabra que le diré recién doy mi opinión.
De tal modo evito herirla... Ella hace igual conmigo.
Hace tres meses nos hemos casado. Sin ceremonia de ningún tipo: para nosotros fue
sólo una cuestión de papeles. Mucho antes ya nuestro amor estaba consolidado.
Somos felices. Yo le cuento mis inquietudes más íntimas, ella me dice luego -y le creoque
las comprende. Agrega las suyas propias, además de contarme las técnicas que usa en
sus bordados, los secretos de su cocina.
Cerca ya de los cincuenta, hemos encontrado el equilibrio sentimental perfecto. Eso sí,
establecimos para nuestro matrimonio una norma de hierro: no convivir jamás.
Ella vive en Santa Fe, yo en Santiago del Estero. La conocí por correo. Y así pensamos
seguir nuestra relación, hasta la muerte.

Un romántico afán/o

Antonin copió con letra primorosa los versos que pensaba dedicar a Génica.
Luego, mientras esperaba, bajo la levedad de la nieve, rogó que su amada no hubiese
leído jamás a Allan Poe.
La vio acercarse, entre los copos, con sus botas de piel de oso y un cargamento de libros
bajo el brazo. «Ojalá ninguno sea de Edgar Allan», pensó, mientras veía crecer el manchón
blanco de su rostro contra el crepúsculo, acercándose.
Al fin tuvo ante sí los bellísimos ojos violeta, y sintió en una ráfaga el aliento de aquella
boca que codiciaba, al darle un beso en la mejilla.
-¿Leíste a Allan Poe? -le preguntó como al acaso, mientras caminaban por la rue de
L’Abreuvoir tomados de la mano.
-No -replicó la muchacha.
Más tarde, en un banco de la plaza Jean-Baptiste-Clément, bajo la umbrosidad de un
abeto, deslizó entre los dedos pálidos de su amada el papel lujoso, doblado cuidadosamente,
donde había escrito aquellos versos.
-¿Son para mí? -preguntó ella, luego de desplegarlo.
-Sí -contestó Antonin.
-¿Son tuyos? -volvió a preguntar Génica, con voz soñadora.
-Sí -dijo el poeta, tras una décima segundo.
Luego de leerlos en silencio la hermosa muchacha exclamó:
-¡Qué profundos! ¡Qué patéticamente bellos!
-Me dijiste que nunca has leído a Poe, ¿no? -inquirió él de un modo extemporáneo.
-No... Te lo había dicho ya...-confirmó ella, un poco extrañada.
-Pues no lo hagas -recomendó Antonin. Fue sólo un mal invento de los americanos.
-No lo haré -replicó quedo Génica, como quien le da razón a un loco.
Tampoco la compiladora de Editions Gallimard tuvo acceso a los cuentos de Poe, al
parecer. Pues en la edición que se editó en París con el título Letres à Génica Athanasiou,
atribuyó a Antonin el poema que deslizara entre los dedos de Génica aquella tarde gris y
blanca.
Sorprendente. Pues aquellos versos coinciden, palabra por palabra, con «El palacio
encantado», endecha que -según la imaginación de Poe- Roderick Usher improvisara con la
lira, casi un siglo antes, dedicándosela a su mejor amigo.
Renunciamiento
No lucharé por este amor. Tampoco cabe llamarlo así. Quizá pasión, arrobo, atracción,
deliciosa afinidad de espíritus.
Ella es muy hermosa para la percepción de los sentidos y llena mis carencias. Casi no
puedo estar sin tenerla cerca. Pero, ¿amor no es una palabra que designa cariño, dedicación,
tolerancia, respeto... de uno hacia otros?...
Imposible llamar de tal modo a esto pues, ya que su encanto proviene de lo que espero
de ella, no de mi voluntad de dar, es sólo un ansia.
Con frecuencia me digo que también es necesario en este mundo recibir algún placer, no
todo puede ser deber y obligación. Pero desecho enseguida ese argumento, despreciable
autoconmiseración con que se justifican los débiles.
Por eso no lucharé. Pues si los «obstáculos» que debo franquear para acceder a tal
cariño es el despojar del mío a quienes lo esperan, estoy ofreciendo una gigantesca ofrenda
a mi egoísmo.
Luego de pensar todo ésto, el granjero emprende el camino de grama que lo llevará de
regreso a sus tres hectáreas donde pastan sus cinco vaquitas, retozan sus perros, y
picotean decenas de pollos, que hace muy poco han dado a luz las redondas gallinas.

La Cita


Encontré a Clara en medio de una calle desierta; es de noche. Su llegada me alegra el
corazón. Pienso, mientras la miro, en la simpatía que parece emanar de su cuerpo, como un
aura. Nadie deja de advertirla, aunque no la sepan definir. Caminamos por las calles
azuladas, bajo el lejano resplandor de la luna. Faroles difusos expanden desde las esquinas
sus ondas como de telarña. Las copas de los árboles, movidas por la brisa, gestan por
momentos sombras patéticas.
Llegamos a su casa y nos despedimos, en la puerta. Voy caminando hacia cualquier
lugar, tal vez sólo para que pase el tiempo; debo encontrarme nuevamente con ella, esa
noche: hemos concertado una cita.
En mi camino, me doy con un negrito como de veinte años, que traba conversación
conmigo, y me invita a conocer su casa. No ha de apartarme de mi dirección -me dice él-;
pero yo voy de mala gana: temo demorarme. Por mi cita. El va contándome que su padre
posee una carnicería; repentinamente y luego de una pausa me pregunta qué hago yo. Le
digo que soy escritor. El me dice que le gustaría ser mi amigo; yo contesto que cómo no,
pero que ahora debía desviarme de ese camino, pues ya estaba llegando la hora de la cita. El
insiste en prolongar la charla y yo empiezo a sentirme incómodo. El me reprocha que yo
no quiera ser su amigo ni seguir estando con él porque lo considero inferior; yo le aseguro
que para nada es así, que tengo apuro únicamente porque alguien me espera, en una cita. El
ha estado importunando también para ver qué tengo en los cuadernos. Me ha preguntado
qué llevo allí, y yo le he dicho: «unos cuentos que debo corregir antes de publicar»; él me
ha dicho que los quiere leer. Le contesté con evasivas. Estamos frente a su casa, en la
Libertad (una ancha avenida), cerca de la Moreno, en diagonal casi con el Ferrocarril. En
la vereda juegan niños. En la pared, un cartel de madera blanca con filetes rojos dice:
«Carnicería». El negro sigue hablando, mientras me pongo a pensar que en esa misma calle,
más adelante, vive mi abuelo, solo. Mientras él era menos viejo y más fuerte debió de vivir
tranquilo allí, confiado en su propia fortaleza, seguramente; pero ahora está más débil y
achacado. Debe sentirse muy solo. La imagen de mi abuelo aparece ante mí. Está en su
casa, solo, a punto de acostarse. Las habitaciones, demasiado grandes, llenas de sombras de
los objetos, que se cruzan. El está encorvado, sentado en el borde de la cama, con ropa
interior blanca, muy holgada; flaco, con esa expresión de cansancio y contrariedad de los
hombres que han pensado mucho. Mira aquí y allá. Tiene miedo. Se sobresalta por un ruido
cualquiera y levantando su revólver 38 largo va al comedor a ver qué pasa; siento que está
solo y tiene miedo.
Deseo estar con él, me digo que mi puesto es allí, a su lado, me prometo ir a vivir con él
para acompañarlo y asistirlo -apenas pueda.
En ese momento aparece caminando por la avenida vacía una muchacha alta, delgada,
de cabello enrulado, corto y rubio, nariz pequeña, que yo conozco muy bien pero cuyo
nombre no recuerdo. Se dirige, caminando lentamente, con su monedero bajo el brazo,
hacia su automóvil, un automóvil pequeño, esport, rojo y amarillo, que está estacionado a
nuestra izquierda, al lado del cordón, con la trompa dirigida hacia el oeste (la casa de mi
abuelo).
(Esta calle es de dos manos.) Me asombro íntimamente del deterioro que ha sufrido esta
muchacha en poco tiempo. Está pálida, ojerosa. Hay una expresión de sumisa, vergonzante
resignación en su figura esbelta; una sonrisa ausente le curva la boca. Reconozco las señales
de un noviazgo que ha llegado al sometimiento de uno de los miembros de la pareja (en este
caso, ella). Su novio vive allí a la vuelta. Ella viene de su casa, de ser degradada una vez
más. Ni siquiera nos ve cuando llega hasta tres pasos de nosotros. Se mete en su auto. Son
las tres y treintaicinco de la madrugada. El negro ha conseguido al fin que le preste uno de
los cuadernos; está sumido en la lectura de mis cuentos. Con desesperación, consulto en
otro cuaderno y compruebo -hay allí una nota- que mi cita es a las cuatro menos cuarto.
Aparece el ómnibus. Debo tomarlo. Pero el negro no quiere darme el cuaderno. Discutimos.
Pasa el ómnibus frente a nosotros, por la otra mano de la calle, hacia el este, por cerca de la
vereda de aquellos negocios que ostentan gruesas cortinas metálicas bajadas, rápidamente y
nosotros seguimos discutiendo.
Para en la esquina. El negrito me da al fin el cuaderno, pero el ómnibus arranca. Corro,
mas no logro alcanzarlo. Cuando ya me estoy volviendo, decepcionado, el ómnibus se
detiene otra vez, a media cuadra de distancia, y el chofer me hace señas, para que me
acerque. Corro nuevamente, pero él vuelve a arrancar. Se ha burlado de mí. Regreso,
desilusionado. El negro intenta darme consuelo diciéndome que no me preocupe, pues
enseguida ha de venir otro. Abro el cuaderno para comprobar una vez más el horario de la
cita, y me encuentro con que ha caído una gruesa gota de dulce de leche sobre la escritura,
impidiéndomelo. La quito con el dedo, y me chupo el dedo. Finalmente, decido irme
caminando, solo, por la ancha avenida Libertad, en medio de la luz violeta del amanecer.
Queda detrás de mí el negrito solo, llorando en el umbral.


El ventrílocuo


Leonardo Simons presentó a Chasman, quien se introdujo en cámaras sonriendo y
saludando a los aplausos con un brazo. En el otro llevaba, colgando, a Chirolita.
Comenzó el diálogo.
-¿Cómo era el nombre de ese bolero, que cantaban Los Panchos? -preguntó Chasman. A
pesar de sus esfuerzos se notaba moverse un poco la comisura izquierda de su boca.
-¡Como la miedra! -contestó, resuelto, con voz ronca, Chirolita.
-¡Nooo! -dijo Chasman, echando una mirada que buscaba cómplices alrededor.
-No, Chirolita: «Como la hiedra»... «Como la hiedra».
El número siguió en ese estilo, durante unos minutos. Gran éxito de público. Los
chistes, que se venían contando desde los años 50, aún resultaban. En realidad, lo que
maravillaba al público era la magia de ver hablar tan verazmente a un muñeco.
Entre los aplausos, las piernas bronceadas de la rubia circunstancial y la sonrisa de
Simons, Chasman y Chirolita se retiraron.
En el camerino, Chasman depositó en el suelo a Chirolita, se sentó sobre un taburete
frente al espejo y se sacó la camisa.
Entonces Chirolita, dando una vuelta a su derredor, le abrió una pequeña puerta que
tenía en la espalda. Después de desconectar las pilas de su batería, no sin esfuerzo, guardó a
Chasman en un lugar especialmente acondicionado del ropero. Y salió rumbo a su casa,
para descansar.


El arte y las lágrimas
A Sarlanga, baqueano del corazón, en el otro lado de las cosas.



Me pregunto si habrá alguna explicación para mis ganas de llorar de aquella mañana
nublada en Campo Verde, cuando tenía tres años. Muchas veces he notado en mi padre o en
otros hombres de mi familia ese estado indescriptible, un brillar fugaz de los ojos, un cierto
aplanarse de las facciones y, principalmente, esa transformación que se percibe en su
energía vital, como si el aire que lo rodea se hubiese modificado de tal manera que, aunque
esto no pueda medirse, uno siente la seguridad de que en el ambiente se ha producido un
cambio sustancial, provocado puramente por las emociones de un individuo. Ahora, suele
suceder con frecuencia un fenómeno inverso. Como las facciones del rostro, la piel y hasta
la atmósfera que nos rodea son sensibles transmisores de una energía, que bulle en nuestro
cuerpo, así el paisaje, pétreo o floreciente, ondulado o anguloso, desprende también un tipo
de energía interior, tan potente, que en innumerables oportunidades se impone a nuestras
inclinaciones más íntimas, orientando de ese modo anónimo -pues, en este siglo, pocos son
los que comprenden esto- nuestros sentimientos. La posibilidad de percibir esa energía -
según creo- existe naturalmente en nuestro organismo. Hay momentos, que se producen por
lo general cuando uno está solo, en que nos sorprende súbitamente una abismal
constatación de la existencia, la sobrecogedora sensación de que, aunque estamos solos,
alguien nos observa.
Solemos pasar estos momentos caminando por un parque, o alguna noche en el patio de
nuestra casa. Hasta nos parece percibir como una gigantesca respiración, una presencia
extraordinaria que nos produce la rara sensación de que, por ese instante, todo lo que nos
rodea ha adquirido una nítida ubicación y una vida particular que lo sitúa ante nosotros,
como una multitud (de las cuales jamás el buen observador deja de discernir cada rostro
importante, cada mirada singular). Esta percepción produce en el hombre una especie de
angustia, de extraña incomodidad, porque no está preparado para ello: igual que en el niño a
quien ante una pregunta de obvio sentido alguien le ha dado una respuesta inesperada. La
presencia del planeta es abrumadora para quien ha puesto barreras de cemento, vidrio y
metales entre él y el Caos. ¿Había algo de esta percepción en mis deseos de llorar de aquél
lejano día? Algo como eso puede haber sido. No voy a satisfacerme ahora pensando que
ésta es la explicación definitiva pues los sucesos -interiores o externos- se conforman en su
sencillez por una trama sutilmente compleja que uno puede, como con las nervaduras de
una hoja de vid, desprender finísimos hilos de razonamiento de cada hecho pequeño de la
historia. Esta percepción, que en los niños está disimulada por el cúmulo de prejuicios al
cual suele llamarse "educación", es la que se manifiesta en muchos de los desconcertantes
cambios de ánimo de los que están consteladas las horas de la infancia, y que cuando
subsisten en algún hombre adulto, toman la denominación de "sensibilidad artística". Ha de
ser el llanto la más profunda de nuestras expresiones. Recuerdo haberme encontrado
infinidad de veces en trance de llorar, ante una obra de arte, ante un edificio antiguo, o
sencillamente ante un árbol. Tal vez la sensación desconcertante de haber penetrado hasta el
espíritu de alguien, que nos deja de súbito cual visitantes en la caverna de un alma y al
mismo tiempo, paradojalmente, como desnudos ante nosotros a tal punto que no podemos
ocultar ya nuestras verdaderas facciones, nos produce ese relajamiento, ese bajar las
defensas, ese rendido acto de confianza suprema que es el llanto. No olvido lo que me
sucedió una vez, estando preso en la cárcel de Córdoba.
Solía pintar furiosamente, en ese tiempo, buscando mi expresión. Pintaba figuras
cargadas de material, pues creía que cada capa de óleo, cada pincelada superpuesta,
transmitía una vibración única de mi espíritu, que al combinarse con las otras, iba formando
un gigantesco código interior, un lenguaje para ser descifrado sólo por otro espíritu, y
desencadenaba a la vez los sucesivos temblores de mi pulso, que dotaban a la textura de la
obra del carácter de instantánea de aquella única circunstancia de mi vida más profunda.
Había leído en aquel tiempo algo que me impresionó mucho.
Ciertos aborígenes de la Polinesia denominaban con una palabra mágica a toda
manifestación de fuerzas o sucesos que a sus ojos no tuvieran una explicación racional. Esta
palabra servía también para nombrar a los ídolos de elaboraban, en arcilla o madera, y con
los cuales creían tener una participación eficiente en la gestación de los fenómenos. Esa
palabra era "Mulungu". "Los nativos -describía, aproximadamente, el libro- cuando sucede
un fenómeno considerado por ellos paranormal, se echan al suelo, se arrodillan haciendo
gesticulaciones y movimientos rituales y exclamando:
¡Mulungu!,¡Mulungu!, a manera de ensalmo". Según la interpretación del autor (C.G.
Jung), el rito expresaba la percepción por parte de los aborígenes de uno o varios tipos de
energías desconocidas. Se me ocurrió que éste era el medio más acorde a la expresión
artística: la configuración de formas inventadas, fuera de los cánones tomados como
naturales, que fueran testimonios de la existencia de tipos de energías y sentimientos no
comprobables por los sentidos normales. Me había propuesto crear figuras de esa clase, y
cuando alguien me preguntaba qué era esa figura incomprensible, medio en broma empecé
a contestar: "un mulungu".
Después de un tiempo casi todos mis compañeros de pabellón terminaron llamando a
mis figuras "los mulungus de J.C.". Se me había puesto en la cabeza la idea de pintar la
energía de la tierra. Luego de varios bocetos me puse al fin a trabajar en un cuadro, de 2 ms
x 1,70, más o menos, en el cual, sobre un paisaje muy árido, sobre un cielo hondo, con una
mujer y un hombre amarillos en actitud pasiva a un lado y un lejano bergantín que se
dibujaba sobre una línea apenas insinuada de mar en el horizonte, junto a un camino que se
hundía en la distancia, coloqué mi Mulungu de la tierra.
Me ponía a trabajar por la mañana bien temprano. Para motivarme tomaba una pava
entera de mate amargo. Mientras lo sorbía, mis pensamientos adquirían la forma de
misteriosos organismos transparentes que se levantaban dibujando formas vacilantes al
comienzo, pero iban cobrando soltura y armonía al convertirse en figuras, como de
innumerables bailarines, que corrían, se tomaban de las manos y se lanzaban a los aires
formando una escenificación inmensa, adentro de mi mente: en un momento dado sabía que
el bullir de mi cerebro estaba maduro para encontrar un cauce. Es al momento en que
tomaba los pinceles. Con esa exaltación del espíritu es que me lanzaba a la tarea, y pintaba
hasta quedar agotado. Pero, he aquí que con el Mulungu de la tierra me pasó algo notable.
Demoré días en este sólo fragmento de mi cuadro -fragmento por el que había empezado-,
modulándolo y acariciándolo con el pincel, pues esa actividad generaba en mí un placer
diferente a los hasta entonces conocidos. Mas, frecuentemente debía suspender mi trabajo,
por los irresistibles impulsos a llorar que me acometían mientras lo realizaba. Allí vivía
rodeado de gente, así que no podía andar sollozando a cada rato. Por ello prefería apartarme
momentáneamente del cuadro, lavar los pinceles y luego irme a caminar un rato por el
pasillo o ponerme a mirar los lejanos árboles de la ciudad desde el enrejado balcón. En uno
de esos descansos me sucedió lo siguiente: Había dejado mi cuadro colgado en una alta
pared y había salido a caminar luego de guardar mis instrumentos pues ya era el atardecer y
la luz no me favorecía para seguir pintando. Andaba aún pensando en el fenómeno
particular que me producía aquella imagen del mulungu cuando regresé.
Medio distraído entre a mi celda; pero me detuve al hallar a un hombre que, de espaldas
a la puerta, contemplaba el cuadro sin terminar. Era Teobaldo (un hombre muy alto y
robusto, casi un gigante, pero de los más espirituales que he conocido en mi vida).
Teobaldo ni notó mi presencia, tan sumido estaba en la contemplación de la obra. Yo me
quedé parado allí, detrás de él, sin atreverme a hacer ningún movimiento por miedo a
interrumpir su meditación tan honda. Alguna manifestación de mí debe de haber emanado
sin embargo, porque Teobaldo cambió de posición y se dio vuelta con lentitud hacia donde
yo estaba. Entonces, vi sus ojos. En su maduro rostro trigueño, como asombrado, sus
inmensos ojos azules estaban mojados de lágrimas.
La Plata, junio de 1981

La Mar

Ese pájaro que me rozaba
los dedos,
burlándose de mis intentos
de atraparlo,
esa lengua de fuego
que incendiaba mi espalda
y mis costados,
ese ser que arrojó sus palabras
semillas
para que se reprodujeran
en el aire,
esa suave violencia
esa cadencia
ese andar sin saber cuándo
ni a dónde.


Cecilia Hynes


La Mar estaba serena. En medio de los cerros. Mirando alrededor, despaciosa
recordando. Liberándose de pesos, de apuros de bocinas. Escuchando.
Serena estaba la Mar. Escuchando en medio del silencio los matices de su voz. Su voz
pastosa, suave, viril, acariciando las entrañas. Sintió un estremecimiento. Y recordó sus
labios, de dibujo curvilíneo.
La Mar estaba serena. Arriba los pájaros. Abajo el valle. Y las ondas del espíritu de él,
llegando de quién sabe dónde, de allá abajo tal vez, llenándola de una sensación cálida,
fortaleciéndola, levantándola como en volutas por el aire. Quizá a esta hora él estaría
durmiendo.
Serena estaba la Mar. Sí. Entonces sintió sus brazos, que la tomaban por atrás
delicadamente, sus manos firmes que le daban vuelta la cara, despacio. Una brisa suave, el
beso fresco. Después, se durmió.
Claro. Ella lo miraba, nada más, pero era suficiente. Alejandro hablaba hasta por los
codos. Marcela sintió que de algún modo oculto esa catarata de palabras y sentimientos iba
dirigida a ella. Aunque en apariencia discutiera con el francés. Alejandro se lució. Para ella.
A último momento, cuando ella vacilaba entre volver o no a San Isidro, él dijo «¿por qué no
vamos a comer una pizza por ahí?».
Debía terminar con Body. Definitivamente. La discusión de esta mañana había sido
cruel, plagada de insultos camuflados y otros no tanto; Marcela había sentido el odio flotando, entre ella y su
marido. Su ex-marido. No. La supuesta reconciliación no había sido tal. Luego de seis
meses de estar separados, parecía posible («por los chicos»), pero sólo duró una semana.
Todo dolía. No. Sintió que Alejandro la tomaba del brazo. Qué voz cálida -pensó. Y esa
sonrisa. Alejandro es un diablillo o un ángel disfrazado de hombre. La tonada provinciana,
tan marcada, no es más que un recurso magistral para hacerlo más dulce, más deseable.
Llovía y Alejandro dijo «tomemos un taxi». «Pese a Martínez de Hoz», se le ocurrió a
Marcela. ¿Quién era este hombre, que parecía poderlo todo, que inspiraba tanta seguridad?
Marcela se quedó conversando con Snipy
mientras Alejandro y su hermano iban a comprar comida. Volvieron mojados,
conversadores, con una caja, dos botellas de vino y dos de cerveza. Su hermano estaba
chocho con Alejandro. Pobre. Creía que había venido por
él, para hablar de cine y música dodecafónica. Marcela ya lo sabía. No volvería a San Isidro
esa noche. Pero
tampoco se regalaría. Este sentimiento indefinido no sabía a dónde apuntaba; tal vez fuera
solamente la seducción de pasar un momento agradable con un tipo simpático, luego de un
día negro.
Desde que se acostara, en el pequeño catre, frente a su puerta, Alejandro pensó en entrar
a su habitación. Lo soñó: Marcela estaba bocaarriba, parte de su cuerpo escapaba de las
sábanas, su camisón celeste dejaba ver sus pezones rojos sobre los pechos nacarados,
redondos, Alejandro se vio, entrando en puntas de pie, se vio sentándose en la cama, al lado
de Marcela, vio su mano avanzar hacia los pechos nacarados, percibió el tacto delicioso de
aquella forma bajo su mano, Marcela abrió sus ojos lapislázuli, Alejandro sintió una oleada
de placer; y despertó.
Estaba todo oscuro. La puerta de Marcela, cerrada. Al lado, dormía su hermano, con la
puerta abierta. Alejandro se levantó, se puso el vaquero, fue en medias al baño. Miró ese
rostro en el espejo: estaba pálido.
Cuando salió del baño se decidió a entrar. Antes cerró, con extremo cuidado, la puerta
de su hermano. Marcela estaba bocaabajo. Se había acostado con camisa, la sábana azul la
tapaba hasta los hombros. Los primeros tañidos de la mañana trascendían unas cortinas
rosadas. La tocó suavemente en el cuello; después apretó un poco. Por un tensarse de
pequeños músculos comprendió que ella se había despertado. Demoró en volverse.
Cuando lo hizo, sus ojos increíbles le escudriñaron, asombrados e inteligentes. Pero
sonreían.
-¿Qué hacés? -dijo.
Sin decir nada, él acercó su rostro y le dio un beso. Ella enseguida apoyó una mano en
su pecho.
-No-, dijo -no avancés más.
-Ni pienso -contestó Alejandro, sin saber muy bien por qué lo decía. -No quiero
perderte.
Marcela está desnuda sobre la cama dura de Alejandro, sentada frente a él, las piernas
abiertas cruzándose en los pies, sus rodillas se tocan, se contemplan. Marcela es perfecta,
piensa Alejandro, y por suerte, no tiene pudor de ser mirada; ella mira también. Recordando
a la Olympia de Édouard Manet (con algo de Rubens, y más refinada en su belleza, se dice),
Alejandro contempla la composición que forma su cuerpo banco sobre el cubrecama
bermellón y el ocre en sombras de la pared; por una vez, viéndola desnuda se olvida de sus
ojos, sus pechos son como en el sueño, aunque un poco menos turgentes; a los veintinueve
años, Marcela es casi perfecta. Ella lo mira y se enamora de él; sus pies se tocan, sus manos
recorren los cuerpos, despacio, transmitiendo paz. Después se acuestan con la difusa luz
prendida, se unen. Se duermen. Se despiertan, una encima del otro, y tornan a unirse. Así
hasta la tercera vez. Cuando vuelven a abrir los ojos, el sol ya está fuerte. Son las diez de la
mañana.
-Ella me mantiene -dice Alejandro-. ¿Qué podría hacer un director de cine en Salta?
-¿Por qué no te vienes a Buenos Aires?
La voz de Marcela se demora en tonos hondos.
-Imposible. Jamás abandonaría sus campos.
-Pero... puedes separarte...
Alejandro la miró como si hubiese dicho algo incongruente.
Ella comprendió. Pero dijo, con toda deliberación:
-O mátala.
La humillación de una cuenta millonaria cuyos cheques pueden ser firmados sólo por
ella. La humillación de no ser ni patrón de estancia ni artista; para lo uno le falta
convicción, para lo otro, tiempo: las tareas fútiles con que debe justificar su existencia le
obligan a malgastar miserablemente los días, merodeando entre los peones, que se afanan
en sus tareas y le miran con un dejo de ironía. Sin darse cuenta ha apretado de más el
acelerador de la pick-up; una nube de polvo, como un humo blanco, cortada por las franjas
de las luces, le tapa la noche adelante. «Marcela», piensa. «Lo haré por vos». Pero después
se corrige. «No», se dice. «Lo haré en realidad por mí».
Durante una siesta calurosa, soñó:
Estaba junto a la ruta que pasa por Cerrillos, esperando la llegada de Marcela. Era un
mediodía de sol intenso.
A lo lejos, vio el brillo del «Chevalier», que avanzaba flotando, como un trasatlántico.
Al fin la vería.
El colectivo se detuvo. Marcela apareció en la puerta. Alejandro le preguntó por su
equipaje. Pero ella le dijo que había pedido al chofer detenerse sólo para decirle que
seguiría viaje.
Quería estar sola. No es que tuviera nada contra él ni su cariño se hubiese enfriado.
Nada más que deseaba estar sola.
Antes que él dijera nada, el colectivo arrancó. Lo vio alejarse; una congoja,
irremediable, lo aplastó.
«La seguiré», se dijo. «Adonde vaya la seguiré». Pero recién cayó en la cuenta de que
estaba sobre una silla de ruedas. No tenía piernas.
Por suerte, la silla tenía un pequeño motor. Lo puso en funcionamiento, y se lanzó a la
ruta por tras del colectivo, en medio del sol. La velocidad del colectivo sería normal, tal
vez, para su tipo; pero para Alejandro, que iba en silla de ruedas, resultaba alucinante.
El viento de fuego del mediodía, sumado al vapor del cemento, la tierra, los rayos del
sol, le azotaban la cara.
En un momento dado, tuvo que seguir en una curva al coche que se le alejaba. Apenas
pasó el colectivo, de atrás de él apareció un inmenso camión: no lo había visto.
Iba a chocarlo. El corazón se le apretó. Y despertó.
El único pariente que ella tenía era su padre, que estaba senil. Nadie notaría su ausencia.
Para eso debía actuar rápido, y conseguir el certificado del Dr. Berón. Por mil dólares lo
haría.
Con la jeringa preparada dentro de la cajita de metal, entró a la pieza.
Muy bien. Allí estaba, y dormía. Como si le quisiera ayudar, distinguió su muslo, en la
penumbra; había escapado de las sábanas. Con todo cuidado extrajo la jeringa, y depositó el
estuche sobre la mesita. Se acercó.
En ese momento, se encendió la luz.
Su mujer le miraba con despectiva seriedad. La flanqueaban dos policías.
-Intuía que en algún momento ibas a intentar ésto -le dijo ella-, pero me asquea
comprobarlo.
En la cama, Zulema, la hija mayor del capataz, le miraba como pidiendo disculpas.
La Mar estaba serena. Un pájaro oscuro pasó volando por sobre los más altos picos.
Marcela lo envidió.
¿Dónde estaría él? No había vuelto a escribirle ni llamar. Claro, se había arrepentido.
En el fondo era un cobarde.
No es fácil poner en riesgo la comodidad, se dijo. Pero qué importa. Ya me resigné. Ya
no siento nada. Una vez más.
La Mar estaba serena. Ya no volveré a amar, pensó. Pero se había jurado lo mismo la
vez anterior.
El sol se escondió tras un pico. Una nube rojiza se unió con otra gris.
Marcela se adormeció. Serena estaba la Mar.
Fernández, febrero de 1987
La muchacha, la de cabello oscuro...
La muchacha, la de cabello oscuro
la que salió en los diarios...
no sé su nombre, pero la llamo "compañera".

Daniel Viglietti


I
Subió en una parada antes de Porteña. Habíamos concertado un código para
reconocernos: yo debía llevar bajo del brazo un ejemplar del diario La Opinión; al
comprobarlo, me diría "Parece que López Rega se va"; le contestaría: "aún así, la caza de
brujas sigue". Pero apenas subió supe que era ella. Incongruente en medio de todas las
gringuitas de los poblados aledaños que iban a los boliches de San Francisco en esa noche
de sábado, con su vaquero gastado, camisa blanca de hombre, el pelo oscuro, suelto,
cayendo larguísimo hasta más abajo de los pechos. Pensé en lo inútil que hubiera sido
disfrazarnos; esos ojos, esos modos adustos, reconcentrados... era como si un sutil uniforme
vistiera, desde el éter, a los compañeros.
"Pero la caza de brujas sigue", le dije y pareció tranquilizarse, aunque ella también
me había reconocido y la contraseña no era exactamente la correcta.
La compañera debía tomar a su cargo las tareas de enlace entre nuestra zona y las del
oeste de Santa Fe. Ella sería quien traería las orientaciones generales y particulares, llevaría
nuestras inquietudes, actuaría como correo eficiente de cualquier acción de último momento
que debiéramos concertar. A Tadeo, su antecesor, lo habían matado hacía una semana cerca
de Rosario.
Su nombre de guerra era Angélica; yo le di el mío, aunque en San Francisco todos
los compañeros sabían que me llamaba Adelqui Dinolfi y ella pronto se enteró. San
Francisco es particular -le dije en nuestra primera conversación mientras ella devoraba un
bife jugoso en un bar cerca de La Rural-; no se parece en nada a otras zonas del Partido.
Aquí los obreros no odian a sus patrones, los unen incluso cuestiones de raza. Y no son
explotados de un modo salvaje como lo pueden ser, por, ejemplo, los hacheros
santiagueños.
-Eso lo sé muy bien porque soy de allí -me dijo y supe que se había traicionado pues
en el acto se puso muy colorada. Supuestamente no debíamos dar detalles que develaran
nuestras verdaderas identidades.
Pero todo eso pronto quedaría fuera, pues yo me enamoré de ella. Menos su nombre
verdadero, llegué a conocer casi todo lo de importante que había en su vida. Supe que su
padre era un poeta pobre, su madre una maestra, y la habían educado esmeradamente pese a
las carencias tremendas de aquellos parajes inhóspitos del campo donde se había criado
hasta los once años.
Supe que luego de la secundaria había decidido estudiar ingeniería en Rosario,
mientras trabajaba en una fábrica textil. Y supe que me amaba, pues luego de siete meses de
conocernos, una tarde color malva me dijo en una placita de Santa Fe que esperaba un hijo
mío y eso la llenaba de felicidad. Entonces yo le dije que debíamos casarnos.

II
Me tomaron completamente desprevenido, debo reconocerlo, volvía en motocicleta
de mi trabajo en la planta de Magnasco, cuando me encerraron entre dos autos -un Peugeot
504 y un Falcon, lo recuerdo. En un santiamén me palparon de armas -alcancé a ver que
ellos las tenían de todo tipo- y tomándome de la nuca, casi con cariño me hicieron subir al
Falcon, dejando allí mi moto abandonada.
Por la moto mi padre supo luego que me habían apresado, pero cuando fue a la
comisaría de San Francisco le dijeron que me habían llevado a Córdoba.
Un oficial que era primo de mi papá le dijo "presentá urgente un recurso de hábeas
corpus, está en Informaciones, ahí lo van a torturar y pueden llegar a matarlo si no lo pide
el juez". Mi padre hizo eso en el acto y viajó a Córdoba. No lo dejaron verme pero
reconocieron que estaba allí y le dijeron que en unos días más iban a enviarme a la cárcel
de Córdoba.
Esos días eran para recuperarme de lastimaduras y golpes que ellos mismos me
habían dado.
Siempre pensé que mi vida se salvó porque aún existía aunque fuera un simulacro de
legalidad en los últimos días de Isabel Martínez. Pero al segundo día de que me enviaran a
la Unidad Penal Nº 1 vino el golpe. Y la cárcel se transformó en un campo de
concentración. Así que no pude ver a nadie de mi familia, antes de que nos sumieran en
aquel infierno de requisas todos los días, torturas a los presos en los patios, carreras por los
pasillos, desnudos bajo tres grados bajo cero y recibiendo los golpes y patadas de dos filas
de suboficiales y soldados, que se formaban para otorgarnos ese tratamiento al menos tres
veces por semana.
Durante aquel tiempo comprendí el pavor de Auschwitz y la horrenda semejanza de
las conductas humanas más perversas repitiéndose una y otra vez fatalmente, hasta en su
gestualidad, cada cierto periodo en la historia.
Mas los vejámenes y horrores cotidianos que padecíamos -incluyendo el asesinato de
compañeros- pasaban a segundo plano ante la obsesión que acosaba a mi mente cada día:
¿adónde estaban Angélica... y nuestro hijo, o hija, que llevaba en su vientre?
Las noticias que cada tanto nos traían los compañeros sobrevivientes de otros
campos de concentración más crueles aún, como La Perla o La Rivera, eran estremecedoras.
Uno de ellos, casi enajenado por las torturas, me habló cierto oscuro día de aquella
muchacha de cabello oscuro con un bebé en brazos... transida por las humillaciones,
permanecía todo el tiempo que podía en un rincón de la infecta cuadra cuartelera, tratando
de no llamar la atención, para que no la atacaran más. Le habían permitido tener a su bebé
pues aún lo amamantaba, pero todos sabían que estaba condenada a muerte, pues apenas
pudiesen le quitarían el niño para entregárselo a algún represor sin hijos.
El hambre, el frío, la espantosa condición de fantasmas mugrientos y temblorosos en
que habíamos sido convertidos por la sistemática aplicación de aquel método de cotidiana
destrucción, seguramente contribuyó para que me acosara finalmente la monomanía. Lo
cierto es que no pude dejar de creer ya, con seguridad terrible, que aquella muchacha con el
bebé en brazos era mi Angélica. Sufría horrores a cada despertar de las largas somnolencias
-pues no podría afirmar que eran sueños-, y aún padeciendo los ataques de los militares
carceleros no expulsaba de mi mente este dolor, que me hacía desear lanzarme contra sus
armas y provocar así también mi muerte de una vez.
Intenté hacerlo por fin. Una mañana, mientras nos llevaban con golpes y gritos como
a ganado, desnudos, hacia una escalera por donde debíamos descender desde un primer piso
hacia un patio, me lancé con todas mis fuerzas hacia un soldado que estaba junto a la pared,
para quitarle el fusil. Lo hice con tan mal cálculo que resbalé y fui rodando por la escalera
con gran espectacularidad hasta el primer descanso. Es todo lo que recuerdo, pues a causa
del golpe me desvanecí. Recién cobré conciencia de existir un día después, en la
enfermería, y me encontré con un brazo vendado. Más tarde me dirían que me había
quebrado una muñeca.

III
¿Por qué lo cuento ahora? Mas bien, ¿por qué lo escribo? Tal vez quienes fuimos
tocados por esta singular suerte de ser sobrevivientes necesitamos constatar una y otra vez
la realidad de nuestra experiencia. O sacar conclusiones. O sencillamente dotar de
superlativa objetividad a cada aspecto del presente cercano, ya librado de la horrenda
situación pasada.
Un sacerdote logró entrevistarme durante cinco minutos un año después de mi
detención. A través de él supe que mi padre había logrado -gracias a su condición de
destacado Ingeniero, ex-colaborador de Onganía y ciudadano italiano-, obtener mi libertad.
Pero tendría que salir del país.
Tres meses después -en junio de 1977-, luego de llevarme a una celda especial y
tenerme allí un día, me permitieron bañarme, me devolvieron la ropa, y me llevaron con los
ojos vendados hacia el aeropuerto militar.
Recién al llegar a Ezeiza los militares que me custodiaban quitaron la venda de mis
ojos. En la escalerilla del avión me entregaron mis papeles y el pasaje... Adentro esperaba
mi padre. Me abrazó... había sufrido tanto, que no tuve ánimo para llorar. Apenas una
especie de desolación, indiferente, me agobió el alma. Sin embargo, por primera vez, al
mirar los azules ojos humedecidos de mi padre sentí una leve sensación de alegría.
Entonces él me dijo:
-Tenemos una sorpresa para vos.

IV
Escribo esto mientras desde la ventana y a través de las cortinas de color pastel
trasciende levemente el sol. Son las seis y cinco de la mañana.
Desde el rincón con la pequeña mesita sobre la que apoyo mi cuaderno, puedo
adivinar el color plomizo del Adriático, que murmura perceptiblemente pues aún no ha
comenzado el trajinar cotidiano de esta pequeña ciudad de pescadores. Sobre la pared a
mi derecha hay un cuadro, un dibujo enmarcado; en su vidrio refleja dulcemente el sol. El
sol esparce alrededor de la ancha cama una gasa de luz que delinea aureolando uno por
uno los cabellos del niño; esos cabellos oscuros como los de su madre y la frente ancha,
combada, como la de su padre. Yace dormido junto a la mujer, de rostro sereno, que aún
descansa, envolviendo su hombro con la mano izquierda y apoyando sus largos dedos en el
pecho del niño. Esa muchacha que al mirarla humedece mis ojos con su leve respirar sin
sobresaltos, llenando mi consciencia de sentimientos que hasta hoy no conocía. Esa
muchacha, la de cabello oscuro; la que subió a mi vida una parada antes de Porteña, y ya
no se bajará más.

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