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viernes, 30 de julio de 2010

La muerte del borracho --- Charles Dickens


La muerte del borracho

Charles Dickens




Nos atrevemos a asegurar que apenas hay nadie que tenga la costumbre de pasearse por los barrios más populosos de Londres y no pueda recordar entre sus "conocidos de vista", como decimos con frase familiar, a al­gún ser de aspecto desastroso y ruin, cayen­do cada vez más por grados casi impercep­tibles en la abyección y que, por lo andrajo­so y mísero de sus trazas, no provoque una fuerte y penosa impresión a aquel con quien se cruza. ¿Existe por ventura, alguien, mez­clado con la sociedad o que por sus ocupa­ciones tenga que mezclarse de vez en cuan­do, que no pueda recordar los tiempos en los cuales algún desdichado cubierto de ha­rapos y cohombre, que ahora va arrastrán­dose con toda la escualidez del sufrimiento y la pobreza, había sido un respetable co­merciante, o un oficinista, o un hombre de vida próspera, con buenas perspectivas y medios decentes? ¿No puede alguno de nuestros lectores recordar entre la lista de sus conocidos de algún día, a algún hombre caído y envilecido, que perece sobre el pa­vimento, en hambrienta miseria y de quien todo el mundo se aparta fríamente y que se defiende a sí mismo de la inanición nadie sabe cómo? ¡Dios mío! Demasiados fre­cuentes son, por desgracia, tales casos, que reconocen una causa -la embriaguez- esa avidez por el lento y seguro veneno que triunfa de toda consideración; que deja a un lado todo: mujer, hijos, amigos, felicidad y salud, y precipita locamente a sus víctimas en la decadencia y la muerte.

Varios de estos hombres han sido empuja­dos por el infortunio o la miseria hacia el vi­cio que los ha degradado: la ruina de sus es­peranzas, la muerte de algún ser querido, la tristeza que consume paulatinamente, pero que no mata, los ha aturdido, y presentan el lamentable aspecto de los locos, muriendo lentamente por sus propias manos. Pero la mayor parte se ha sumergido consciente­mente en aquel golfo donde el hombre que entra ya no sale más, sino que cae cada vez más hondo, hasta que ya no hay esperanzas de salvación.

Uno de estos hombres estaba una vez sen­tado junto al lecho donde su mujer se moría; tenía a sus hijos arrodillados a su alrededor, mientras que, por lo bajo, mezclaba sus so­llozos con inocentes plegarias. La habita­ción era pobre y destartalada, y bastaba una ligera ojeada para convencerse de que aque­lla forma pálida que iba perdiendo la luz de la vida era víctima del dolor, la necesidad y las ansiosas preocupaciones que habían apesadumbrado su corazón un año tras otro. Una mujer más anciana, con el rostro cu­bierto de lágrimas, sostenía la cabeza de la moribunda, que era su hija. Pero no era ha­cia ella a quien la agonizante dirigía su páli­do rostro. No era a su mano, que aquellos fríos y temblorosos dedos apretaban: oprimían el brazo de su esposo. Los ojos a pun­to de ser cegados por la muerte, se posaban en su faz, y el hombre se estremeció ante su mirada. Su traje estaba sucio y roto, su ros­tro congestionado y sus ojos sanguinolentos. Había sido reclamado desde alguna infame orgía, al lecho de dolor y muerte.

Una luz velada, a un costado de la cama, proyectaba una débil claridad sobre el gru­po y a su alrededor, dejando el resto de la habitación en tinieblas. El silencio de la no­che reinaba fuera de la casa y la quietud de la muerte dominaba en el ambiente. Un re­loj pendía de la pared, en un repostero; su cansino tictac era lo único que rompía aquel profundo silencio, de una manera solemne, ya que todos aquellos que lo oían sabían que antes de dar otra hora, aquella pobre mujer habría muerto.

Es cosa terrible esperar la llegada de la muerte, saber que se ha desvanecido toda esperanza y que no hay salvación. Y estar sentado contando las horas temerosas de una larga noche, larga, larga..., como sólo saben los que velan a los enfermos. Hiela la sangre oír los secretos más caros al corazón -los secretos guardados largos años-, y que ahora confiesa el desesperado e incons­ciente ser que tenemos delante; y saber que toda la ciencia de este mundo no sirve de nada para arrebatar a aquel ser querido a la muerte. Muchos relatos han sido hechos por los moribundos; relatos de culpa y de cri­men, tan espantosos, que los circunstantes han huido del lecho del enfermo con horror y espanto, a no ser que les haya herido la lo­cura por lo que oyeron; y más de un desgra­ciado ha muerto solo, delirando sobre cosas que harían retroceder al más osado.

Ninguno de estos relatos tenían que oírse al lado del lecho ante el cual unos niños se arrodillaban. Sus sollozos y llanto medio ahogados rompían el silencio de la misera­ble habitación. Y cuando, al final, la mano de la madre se aflojó y, mirando sucesiva­mente a los hijos y al padre, intentó en vano hablar cayendo hacia atrás, sobre la almo­hada, todo quedó tan silencioso que parecía que se había sumergido en un profundo sue­ño. Se inclinaron sobre ella; la llamaron por su nombre, suavemente al principio, y luego en los tonos agudos y profundos de la de­sesperación, sin que la pobre mujer pronun­ciase una palabra. Auscultaron su pecho; pero no se percibió ningún ruido. Buscaron su corazón; pero ni el más débil latido fue perceptible. ¡El corazón se había roto, y ella había muerto!

El marido se desplomó sobre una silla al lado del lecho y cruzó sus manos sobre la frente, que le ardía. Miró a sus hijos, pero cuando sus ojos llorosos se encontraban con los suyos, desfallecía bajo las miradas. Nin­guna palabra de consuelo llegaba a sus oí­dos, ninguna mirada amable se fijaba en su rostro. Todos se apartaban de él y le evita­ban; y cuando, al fin, salió de la habitación, nadie le acompañó ni intentó consolar al viudo.

Ya habían pasado aquellos tiempos en que algún amigo le habría acompañado en su aflicción y algún pésame sincero le hubiera consolado en su dolor. ¿Dónde estaban aho­ra? Uno por uno, amigos, conocidos, sus más remotas relaciones habían abandonado al borracho. Sólo su mujer se le había mos­trado siempre fiel, lo mismo en la dicha que en la desgracia, en la enfermedad y la po­breza. ¿Y cómo le había correspondido él? Lo arrancaron de la taberna para llevarle a su lecho de muerte sólo por el tiempo justo de verla morir.

Salió bruscamente de su casa y anduvo de prisa por las calles. Remordimientos, miedo, vergüenza, todo se confundía en su mente. Perturbado por la bebida e impactado con la escena que acababa de contemplar, volvió a entrar en la taberna que hacía poco había abandonado. Una copa sucedió a otra. Su sangre se exaltó y la cabeza empezó a darle vueltas. ¡Muerta! Todos tenemos que morir; pero, ¿por qué ahora ella? Era demasiado

buena para él; sus amistades lo decían a me­nudo. ¡Malditos sean! ¿Acaso no la habían abandonado y dejado llorando en su casa? Bien... Estaba muerta y quizá era feliz. Mejor que así hubiese sucedido. Otro vaso... y otro... ¡Viva! La vida era alegre mientras du­raba, y él quería disfrutar de ella lo más po­sible.

Pasó el tiempo; los cuatro niños que ella le dejó se hicieron mayores. El padre continua­ba siendo el mismo, aunque más pobre y más harapiento, con aire más disoluto, pero siempre idéntico, firme e irremediable bo­rracho. Los muchachos, que vivían en esta­do casi salvaje, le habían abandonado. Sólo quedaba la hija, que trabajaba rudamente y que, con amenazas o golpes, le proporcio­naba a veces algo para la taberna. De ma­nera que él seguía su mismo camino habi­tual y se divertía de lo lindo.

Una noche, a eso de las diez, y como la muchacha hubiera estado enferma algunos días y sólo tuviese escaso dinero para beber, dirigió sus pasos hacia su casa, pensando que si quería que ella estuviese en disposi­ción de proporcionarle dinero era preciso que la enviase al médico de la parroquia o, en todo caso, se enterase de qué la aqueja­ba, cosa que hasta entonces no había hecho. Era una noche húmeda de diciembre, sopla­ba un viento frío y penetrante, y caía la llu­via pesadamente. Mendigó unos cuantos medios peniques a un transeúnte y después de haber comprado un panecillo, ya que le interesaba conservarle la vida a su hija, si­guió adelante tan de prisa como el viento y la lluvia se lo permitían.

A espaldas del Fleet Street, entre ella y la ribera del río, hay una serie de patios pe­queños y estrechos, que forman parte de Whitefriars: a uno de estos dirigió sus pasos.

Los vericuetos por donde se metió podían, en cuanto a suciedad y miseria, competir con el rincón más oscuro del antiguo san­tuario en sus aspectos más inmundos y ham­pones de todas las épocas. Las casas, de una altura de dos a cuatro pisos, tenían el sello indeleble que una larga exposición a la in­temperie, la niebla y el moho pueden causar a un edificio construido con los más despa­rejos y groseros materiales. Las ventanas te­nían en vez de cristales, papeles, y, por cor­tinas, los más estrafalarios trapos; las puertas se salían de sus quicios; se veían muchos pa­los y alambres para tender la ropa, y voces de borrachos y ruido de discusiones salían de cada casa.

La solitaria lámpara en el centro del patio estaba apagada, fuese por la violencia del viento o por obra de algún habitante que te­nía buenas razones para oponerse a que su vivienda llamase demasiado la atención; y la única luz que caía sobre el roto y desigual pavimento procedía de unas miserables ve­las que aquí y allá lanzaban pálidos deste­llos, en casa de aquellos potentados que po­dían permitirse tanto lujo. Una cloaca corría por el centro del pasadizo, cuyo desagrada­ble olor era más intenso a causa de la lluvia; y a medida que el viento silbaba a través de las viejas casas, las puertas y postigos cru­jían sobre sus quicios y las ventanas batían con tal violencia que a cada momento pare­cía que amenazasen con destruirlo todo.

El hombre que hemos seguido hasta esta madriguera caminaba en la oscuridad, tro­pezando a veces con la cloaca o con otros afluentes producidos por la lluvia, y que acarreaban toda suerte de desperdicios. La puerta, o mejor dicho, lo que quedaba de ella, estaba abierta de par en par, por la con­veniencia de los numerosos vecinos; y por ella el hombre emprendió la ascensión de la vieja y estropeada escalera, hacia la buhar­dilla.

Sólo le faltaban para llegar uno o dos es­calones cuando la puerta se abrió, y una muchacha, cuyo aspecto demacrado y míse­ro sólo corrían parejos con la vela que su mano intentaba ocultar, asomó ansiosamen­te la cabeza:

-¿Eres tú, padre?

-¿Quién tenía que ser entonces? -repli­có el hombre con mal humor-. ¿Por qué tiemblas? Poco he podido beber hoy, porque donde no hay dinero, no hay bebida, y don­de no hay trabajo, no hay dinero. ¿Qué de­monios te pasa?

-No me encuentro bien, padre, no me encuentro bien -respondió ella, estallando en lágrimas.

-¡Ah! -replicó el hombre en el tono de una persona que se ve obligada a tener que reconocer algo muy desagradable-. Tienes que ponerte mejor, porque tienes que ganar dinero. Anda al médico de la parroquia y que te dé alguna medicina. Para eso le pa­gan, ¡maldito sea!... ¿Por qué te plantas así en la puerta? Déjame entrar.

-Padre -murmuró la muchacha-, Gui­llermo ha vuelto.

-¿Quién? -exclamó el hombre con un sobresalto.

-¡Calla! -replicó ella-. Guillermo; mi hermano Guillermo.

-¿Y qué se le ofrece? -dijo el hombre haciendo un esfuerzo para contenerse-. ¿Dinero? ¿Comida? ¿Bebida? Ha llamado a una mala puerta, si es así. Dame la vela, ton­ta, ¡no te voy a pegar!

Y le arrancó la vela de la mano y entró en la habitación.

Sentado en una vieja caja, con la cabeza apoyada en las palmas de las manos y los ojos fijos en un miserable fuego que ardía en el suelo, estaba un joven de unos veintidós años, míseramente vestido con una chaque­ta y unos pantalones viejos y ordinarios. Tu­vo un sobresalto cuando su padre entró.

-Cierra la puerta, María -dijo el joven precipitadamente-. Cierra la puerta. Parece como si no me conocieses, padre. Tiempo ha que me echaste de casa; también lo ha­brás tenido para olvidarme.

-¿Qué necesitas ahora? -dijo el padre, sentándose en un taburete al otro lado del fuego-. ¿Qué necesitas aquí ahora?

-Ocultarme -replicó el hijo-. Estoy en

un mal momento; eso es todo. Si me en­cuentran voy a bailar en el cabo de una cuerda. Y es seguro que me hallarán a me­nos que me esconda aquí.

-¿Quiere decir que has robado o matado? -dijo el padre.

-Sí; eso es -replicó el hijo-. ¿Te asom­bra eso, padre? -miró fijamente a los ojos del hombre, pero este los esquivó, bajando la vista al suelo.

-¿Dónde están tus hermanos? -preguntó luego de larga pausa.

-Donde no pueden estorbarte -replicó su hijo-. Juan se ha ido a América y Enri­que murió.

-¡Muerto! -exclamó el padre estreme­ciéndose.

-¡Muerto, sí! -replicó el joven-. Murió en mis brazos, de un balazo, como un perro. Se lo disparó el jefe de una mesa de juego. Cayó para atrás y su sangre me salpicó las manos. Corría como agua de su costado. Se sentía débil, se le nubló la vista, pero pudo arrastrarse por la hierba y se arrodilló, ro­gando a Dios que si tenía a su madre en el cielo, El escuchase sus ruegos en favor de su hijo menor. "Yo era su favorito, Will -di­jo-, y me alegra pensar que cuando ella se estaba muriendo, yo, que no era más que un niño y que sentía que se me rompía el cora­zón, me arrodillé a los pies de su cama y di gracias a Dios por haberme hecho tan bue­no para con ella, pues nunca hice yo brotar lágrima alguna de sus ojos. ¡Oh, Dios! ¿Por qué se llevaron a ella y padre se quedó?". Es­tas fueron sus palabras antes de morir -dijo el joven-. Escúchalas como gustes. Tú le pegaste en la cara, en un acceso de borra­chera, la mañana que nosotros huimos; ¡y aquí está el final de todo!

La muchacha lloraba, y el padre, hundien­do la cabeza entre sus manos y apoyando los codos sobre sus rodillas, la balanceaba de un lado a otro.

-Si me agarran -continuó el joven- me llevarán ante el jurado y me ahorcarán por

homicidio. No me pueden seguir las huellas hasta aquí si tú me ayudas, padre. Tú, si quieres, me puedes entregar a la justicia; pe­ro, si no lo haces, me quedaré aquí hasta que pueda escaparme al extranjero.

Durante dos días, los tres permanecieron encerrados en la habitación destartalada, atreviéndose apenas a moverse. A la tercera noche la muchacha se hallaba mucho peor que nunca, y los pocos mendrugos que te­nían se habían concluido. Era, pues, indis­pensable que alguien hiciese algo. Y como ella no podía salir por sí sola, salió el padre. Era ya casi noche cerrada.

En la parroquia le dieron una medicina pa­ra la hija y una pequeña ayuda monetaria. A la vuelta ganó seis peniques guardando un caballo. Y regresó a su casa con medios su­ficientes para sobrevivir dos o tres días.

Pasó por delante de una taberna. Titubeó un instante pero volvió atrás, dudó otra vez y, al fin, entró. Dos hombres, de quien no se había dado cuenta, estaban al acecho de él. Ya se disponían a abandonar todo, deses­perados de dar con la pista, cuando aquellos titubeos llamaron su atención; y al verle en­trar en la taberna le siguieron:

-Beberá conmigo, maestro -dijo uno de ellos, ofreciéndole una copa de whisky.

-Y también conmigo -erijo el otro, va­ciando su copa y volviéndola a llenar.

El hombre pensó en sus hijos hambrientos y en los peligros que corría Guillermo. Pero esto no significaba nada para el borracho: bebió, y la razón le abandonó.

-Hace una noche húmeda, Warden -murmuró uno de ellos a su oído, en el momento en que él se disponía a marcharse después de haberse gastado la mitad de su dinero del que, quizá, dependiera la vida de su hija.

-La noche más apropiada para que nues­tros amigos puedan esconderse, maestro Warden -observó el otro.

-Siéntese -dijo el que había hablado primero, llevándoselo a un rincón-. Nos hemos preocupado mucho por el mucha­cho. Hemos venido ex profeso para decirle que todo está a punto; pero que no podemos dar con él, ya que no sabemos dónde está metido, puesto que no nos dio sus señas, co­sa que no tiene nada de particular porque él mismo, cuando vino a Londres, no sabía concretamente a dónde dirigirse.

-No; ciertamente -respondió el padre.

Los dos hombres cambiaron una mirada.

-Hay un barco en el muelle que zarpa a medianoche, cuando la marea esté alta-re­sumió el primero-, y lo llevaremos a él. Su pasaje está tomado a nombre de otro, y, lo que es mejor, pagado. Ha sido una buena suerte encontrarle a usted.

-Grande -dijo el segundo.

-Una grandísima suerte -profirió el pri­mero, haciendo un guiño a su compañero.

-Otra copa, maestro. ¡De prisa! -dijo el personaje primero. Y, cinco minutos des­pués, el padre, en su inconsciencia, había puesto a su hijo en manos del verdugo.

El tiempo se arrastraba lento y pesado, mientras los dos hermanos, en su pobre es­condite escuchaban el menor ruido con an­siosa atención. Al fin, un paso torpe y fuerte resonó en la escalera; llegó al descanso, y el padre irrumpió en la habitación.

La muchacha advirtió que estaba borracho y avanzó hacia él con la vela en la mano, para sostenerlo; pero se paró bruscamente y con fuerte chillido se desplomó en el suelo: había visto la sombra de un hombre. Ambos entraron rápidamente. Enseguida, el joven era preso y maniatado.

-Hecho sin ruido -dijo el uno a su com­pañero- gracias al viejo. Levanta a la mu­chacha, Tom. ¡Vaya, vaya! No sirve de nada llorar, niña. Todo se ha acabado y ya no tie­ne remedio.

El joven se detuvo un instante ante su her­mana y luego se revolvió fieramente hacia su padre, quien había rodado hasta la pared y, apoyado en ella, contemplaba el grupo con la torpeza propia del borracho.

-Oigame, padre -dijo en un tono que estremeció a este hasta la médula de los huesos-. Mi sangre y la de mi hermano ca­erán sobre tu cabeza. Yo nunca he recibido de ti ni una buena mirada, ni una palabra cariñosa, ni cuidado alguno y, vivo o muer­to, no he de perdonarte. Muere cuando quieras o como quieras, que yo estaré a tu lado. Te hablo como un hombre muerto y te advierto, padre, que tan seguro como un día te veré ante el Hacedor, igualmente compa­recerán allí tus hijos, tomados de ta mano, pidiendo justicia contra ti. -Levantó sus manos esposadas en un ademán de amena­za, fijó sus ojos en su tembloroso padre y sa­lió despacio de la habitación; jamás ni su padre ni su hermana le vieron ya en este mundo.

Cuando la pálida y triste luz de la mañana de invierno penetró en la sucia ventana de la habitación maldita, Warden despertó de su pesado sueño y se halló solo. Se levantó y miró a su alrededor; el viejo colchón de la­

na, en el suelo, estaba intacto; todo se halla­ba como recordaba haberlo visto la víspera y no había signo alguno de que nadie, ex­ceptuando él mismo, hubiese ocupado la es­tancia aquella noche. Preguntó a los inquili­nos y a los vecinos, pero nadie supo darle ra­zón de su hija; ni la habían visto ni oído. Va­gó por las calles y examinó todos los rostros miserables de los grupos que se agolpaban a su alrededor. Pero sus pesquisas fueron in­fructuosas, y volvió a su cuchitril a la noche, desolado y lleno de pesadumbre.

Por espacio de unos días continuó estas in­vestigaciones; mas no halló el menor rastro de su hija ni un solo eco de su voz. Por últi­mo, ya sin esperanzas, abandonó la perse­cución. Hacía tiempo que se había preocu­pado de la probabilidad de que ella lo aban­donase e intentase ganar su pan con tran­quilidad en cualquier sitio. Le había aban­donado, al fin, para vivir sola. Apretó los dientes y la maldijo.

Mendigó su pan de puerta en puerta. Cada penique era gastado de la misma manera. Pasó un año; el techo de una cárcel era el único que le dio cobijo por unos meses. Durmió bajo los puentes, en los depósitos de ladrillos, dondequiera que hubiese algún re­fugio contra el frío y la lluvia. Pero, durante el largo lapso de su pobreza, malestar y ca­rencia de albergue, continuaba siendo el mismo borracho.

Al fin, una amarga noche cayó sobre un peldaño; se sentía débil y enfermo. El des­gaste prematuro producido por la bebida y la disolución lo había dejado en los huesos. Sus mejillas estaban secas y pálidas; sus ojos turbios y hundidos y las piernas temblorosas. Una fría lluvia le calaba hasta los huesos.

En aquellos momentos, las escenas de su inútil vida, ya largo tiempo olvidadas, se acumularon, rápidas, en su cabeza. Recordó cuando tenía un hogar -un alegre hogar­y a todos los que lo habitaban y formaban un grupo a su alrededor; hasta le parecía que tocaba y oía las figuras de sus hijos. Miradas que hacia tiempo diera al olvido se fijaban largamente en él; voces ya acalladas por la tumba, sonaban en sus oídos como los tañi­dos de las campanas de la iglesia del pueblo. Pero sólo era un instante. La lluvia batía fu­riosamente contra su cuerpo y el frío y el hambre volvían a asaltarle atrozmente.

Se levantó y arrastró sus débiles miembros unos pasos. La calle estaba silenciosa y de­sierta y los escasos transeúntes pasaban a to­da prisa, por lo tarde de la hora, y su voz se perdía entre la tempestad. De nuevo un frío intenso le traspasó hasta el alma y le heló la sangre en las venas. Se acurrucó en el quicio de una puerta e intentó dormir un poco.

Pero el sueño había huido de sus ojos tur­bios y apagados. La cabeza divagaba de una manera extraña, sin embargo, estaba des­pierto y con el conocimiento íntegro. El rui­do, bien conocido, de la alegría causada por la embriaguez sonaba en sus oídos: la copa tocaba a sus labios, la mesa estaba cubierta de ricos manjares; y él los veía desde allí, sólo le bastaba alargar la mano y tomarlos...; pero, aunque sólo era una ilusión, se daba cuenta de que estaba solo y sentado en la calle desierta, contemplando cómo las gotas de lluvia golpeaban contra las piedras; que la muerte se le acercaba por momentos; y que nadie se preocuparía de socorrerlo.

De pronto se sobresaltó: había oído su pro­pia voz en el aire de la noche, no sabía có­mo ni por qué. "¡Oye!". Un sollozo. Otro. Sus sentidos le abandonaban; palabras a me­dio formar, incoherentes, se escapaban de sus labios: y sus manos querían desgarrar su carne. Se volvía loco; gritó, pidiendo auxi­lio, hasta que la voz le faltó del todo.

Levantó la cabeza y miró en toda su longi­tud la calle infinita. Recordó que margina­dos de la sociedad como él, condenados a vagar día y noche por estas calles misera­bles, a veces habían perdido la razón a cau­sa de su misma soledad. Se acordó de haber oído decir años antes, que un pobre sin ho­gar había sido sorprendido en una esquina afilando un cuchillo herrumbroso para cla­várselo en el corazón, prefiriendo la muerte al inacabable y doloroso ir y venir de un la­do a otro. En un instante fue tomada su re­solución y sus miembros recobraron nueva vida; corrió, corrió desde donde se hallaba y no se detuvo hasta llegar a la orilla.

Se arrastró sin ruido por los escalones de piedra que llevan al pie del puente de Waterloo, hasta la orilla misma. Se acurrucó en un rincón y retuvo el aliento mientras pasa­ba la ronda. El corazón de ningún prisione­ro no ha sentido nunca transportes iguales ante la esperanza de una libertad y vida nue­va como la mitad del júbilo que sintió este infeliz ante la perspectiva de la muerte. La guardia pasó cerca de él, pero no fue visto; y aguardando a que el ruido de los pasos muriera en la lejanía, descendió con cautela y se plantó bajo el oscuro arco que forma el muelle del río.

La corriente refluía y el agua se movía a sus pies. La lluvia había cesado, el viento estaba en calma, y todo, por el momento, es­taba quieto y silencioso, tanto que, cual­quier ruido en la otra orilla, aun el chapoteo de las aguas contra las barcas allí ancladas, podía ser oído perfectamente. La corriente era lánguida y perezosa. Formas extrañas y fantásticas emergieron del río y le hicieron señas de que se acercara; ojos oscuros y bri­llantes asomaron del agua con gesto burlón por sus dudas, y huecos murmullos a su es­palda lo empujaban hacia adelante. Enton­ces retrocedió unos pasos, luego recorrió un trecho y salió desesperadamente, cayendo en el agua.

No habían pasado cinco segundos cuando volvió a subir a la superficie de las aguas, pero ¡qué cambio habían experimentado en tan breve tiempo sus pensamientos y senti­mientos! La vida; sí, la vida de cualquier for­ma, con pobreza, miseria, hambre, ¡todo menos la muerte! Luchó y lidió con el agua y quiso gritar en las angustias de su terror; pero la maldición de su hijo sonó en sus oí­dos. Una mano que le diesen y estaba salva­do... Mas la corriente se lo llevó bajo los ar­cos del puente, y se hundió en ella.

Aun pudo subir y pelear por la vida. Por un instante, un solo instante, los edificios de los muelles de la orilla, las luces del puente, a través del cual la corriente le había arrastra­do, el agua negra y las nubes rápidas fueron visibles para él distintamente; pero se hun­dió de nuevo y otra vez volvió a salir. Llamas brillantes cayeron del cielo a la tierra, y se agitaron ante sus ojos, mientras el agua atro­naba sus oídos y le aturdía con su ruidoso bramido.

Una semana más tarde, un cuerpo apare­ció en la orilla, unas millas más allá; era una masa informe y horrible. Sin ser identificado ni llorado por nadie fue trasladado a la tum­ba. Y hace tiempo que allí su cadáver se ha descompuesto.


domingo, 25 de julio de 2010

LOS PERROS DE TINDALOS // FRANK B. LONG

LOS PERROS DE TINDALOS // FRANK B. LONG

Los Perros de Tíndalos
Frank Belknap Long



I

-Me alegro de que hayas venido -dijo Chalmers.
Estaba sentado junto a la ventana, muy pálido. Junto a uno de sus brazos
ardían dos velas casi derretidas que proyectaban una enfermiza luz ambarina
sobre su nariz larga y su breve mentón. En el apartamento de Chalmers no
había absolutamente nada moderno. Su propietario tenía el alma medieval y
prefería los manuscritos iluminados a los automóviles, y las gárgolas de
piedra a los aparatos de radio y a las máquinas de calcular.
Quitó, en mi obsequio, los libros y papeles que se amontonaban en un diván
y, al atravesar la estancia para sentarme me sorprendió ver en su mesa las
fórmulas matemáticas de un célebre físico contemporáneo junto con unas
extrañas figuras geométricas que Chalmers había trazado en unos finos
papeles amarillos.
-Me sorprende esta coexistencia de Einstein con John Dee -dije al apartar la
mirada de las ecuaciones matemáticas y descubrir los extraños volúmenes
que constituían la pequeña biblioteca de mi amigo. En las estanterías de
ébano convivían Plotino y Emmanuel Mascópoulos, Santo Tomás de
Aquino y Frenicle de Bessy. Las butacas, la mesa, el escritorio estaban
cubiertos de libros y folletos sobre brujería medieval y magia negra, así
como de textos sobre todas las cosas hermosas y audaces que rechaza
nuestro mundo moderno.
Chalmers me ofreció, sonriendo, un cigarrillo ruso y dijo:
-Estamos llegando ahora a la conclusión de que los antiguos alquimistas y
brujos tenían razón en un setenta y cinco por ciento, y los biólogos y los
materialistas modernos están equivocados en un noventa por ciento.
-Usted siempre se ha tomado un poco a broma la ciencia de hoy -repuse,
con un leve gesto de impaciencia.
-No -contestó-. Sólo me he burlado de su dogmatismo. Siempre he sido un
rebelde, un campeón de la originalidad y de las causas perdidas. No te
extrañe, pues, que haya decidido repudiar las conclusiones de los biólogos
contemporáneos.
-¿Y qué me dice usted de Einstein? -pregunté.
-¡Un sacerdote de las matemáticas trascendentes! - murmuró con respeto-.
Un profundo místico, un explorador de reinos inmensos cuya misma
existencia sólo ahora se empieza a sospechar.
-Entonces no desprecia usted la ciencia por completo.
-¡Claro que no! Lo que no me inspira confianza es el positivismo de estos
últimos cincuenta años, ni tampoco las ideas de Haeckel ni de Darwin ni de
Bertrand Russell. Creo que la biología ha fracasado lamentablemente
cuando ha intentado explicar el origen y el destino del hombre.
-Déles usted un margen de tiempo.
Los ojos de Chalmers despidieron chispas:
-Amigo mío -murmuró-, acabas de hacer un juego de palabras
verdaderamente sublime. ¡Deles usted un margen de tiempo! Yo se lo daría
encantado, pero precisamente cuando les hablas de tiempo, los modernos
biólogos se echan a reír. Poseen la llave, pero se niegan a utilizarla. ¿Qué
sabemos del tiempo? Einstein lo considera relativo y cree que se puede
interpretar en función del espacio, de un espacio curvo. Pero no hay que
quedarse ahí detenido. Cuando las matemáticas dejan de prestarnos su
apoyo, ¿acaso no se puede seguir adelante a base de... intuición?
-Ese es un terreno muy resbaladizo. El verdadero investigador evita siempre
caer en esa trampa. Por eso avanza tan despacio la ciencia moderna. Sólo
admite lo que es susceptible de demostración. Pero usted...
-Yo, ¿sabes lo que haría? Tomar hachís, opio, todas las drogas. Yo imitaría a
los sabios orientales y acaso así consiguiera...
-¿Consiguiera qué?
-Conocer la cuarta dimensión.
-¡Eso es pura teosofía, una estupidez!
-Puede que sí, pero estoy persuadido de que las drogas consiguen
aumentar el alcance de la conciencia humana. William James está de acuerdo
sobre este particular. Además, he descubierto una nueva.
-¿Una nueva droga?
-Fue utilizada hace siglos por los alquimistas chinos, pero apenas se conoce
en Occidente. Posee ciertas propiedades ocultas verdaderamente
asombrosas. Gracias a esta droga y a mis conocimientos matemáticos, creo
que puedo remontar el curso del tiempo.
-No comprendo qué quiere usted decir.
-El tiempo no es más que nuestra percepción imperfecta de una nueva
dimensión espacial. El tiempo y el movimiento son otras tantas ilusiones.
Todo lo que ha existido desde el origen del universo existe ahora también.
Lo que sucedió hace milenios sigue sucediendo en otra dimensión del
espacio. Lo que sucederá dentro de milenios sucede ya. Si no lo podemos
percibir es porque tampoco podemos penetrar en la dimensión espacial
donde sucede. Los seres humanos, tal como los conocemos, no son sino
partes infinitesimales de un todo inmenso. Cada uno de nosotros está unido
a toda la vida que le ha precedido en nuestro planeta. Todos nuestros
antepasados forman parte de nosotros. De ellos sólo nos separa el tiempo, y
el tiempo es una ilusión.
-Creo que empiezo a comprender -murmuré.
-Basta con que tengas una vaga idea del asunto para poderme ayudar. Lo
que pretendo es arrancar de mis ojos el velo de la ilusión que los cubre y ver
el principio y el fin.
-¿Y usted cree que esta nueva droga le serviría de algo?
-Estoy convencido de ello. Y pretendo que me ayudes. Quiero tomarla
inmediatamente. No puedo esperar. Tengo que ver -sus ojos lanzaron
extraños destellos-. Voy a viajar en el tiempo. Voy a retroceder en el tiempo.
Chalmers se levantó y tomó de encima de la chimenea una cajita cuadrada.
-Aquí tengo cinco gránulos de la droga Liao. Fue utilizada por el filósofo
chino Lao-Tse y, bajo su influencia logró contemplar el Tao. Tao es la fuerza
más misteriosa del mundo. Rodea y penetra todas las cosas y contiene en sí
la totalidad del universo visible y todo lo que denominamos realidad. El que
logre contemplar el misterio del Tao sabrá todo lo que fue y todo lo que
será.
-Fantasías -comenté.
-Tao es como un enorme animal reclinado e inmóvil que contiene en sí todos
los mundos, el pasado, el presente, el porvenir. A través de una hendidura
que llamamos tiempo percibimos sectores de ese monstruo terrible.
Mediante esta droga voy a ensanchar la hendidura. Contemplaré así el
rostro mismo de la vida; veré la bestia entera, inmensa y agazapada.
-¿Y cuál será mi misión?
-Escuchar, amigo mío. Escuchar y anotar lo que escuche. Y si me alejo
demasiado hacia el pasado, me tendrás que sacudir violentamente para
traerme de nuevo a la realidad. Si vieras que estoy sufriendo dolores físicos
intensos, me debes hacer regresar al instante.
-Chalmers -dije-, este experimento no me gusta nada. Va a correr usted un
peligro terrible. No creo en la cuarta dimensión y mucho menos en el Tao.
Tampoco apruebo el uso de drogas desconocidas.
-Para mí no es desconocida -repuso-. Conozco sus efectos sobre el animal
humano y también sus peligros. La droga en sí no es peligrosa. Yo lo único
que temo es extraviarme en el abismo del tiempo, porque has de saber que mi
intención es colaborar activamente con la droga. Antes de tomarla me
concentraré en los símbolos geométricos y algebraicos que he trazado en
este papel -me enseñó el diagrama que tenía sobre las rodillas- y así
prepararé mi espíritu para el viaje transtemporal. Primero me aproximaré todo
lo posible a la cuarta dimensión mediante el solo esfuerzo de mi propio ego,
y luego tomaré la droga que me dará el poder oculto de percepción. Antes
de penetrar en el mundo onírico del misticismo oriental dispondré de toda la
ayuda matemática que pueda ofrecerme la ciencia. La droga abrirá las
puertas de la percepción y las matemáticas me permitirán comprender
intelectualmente lo que así perciba. Así mis conocimientos matemáticos y mi
aproximación consciente a la cuarta dimensión complementarán la pura
acción de la droga. En mis sueños ya he conseguido captar muchas veces la
cuarta dimensión en forma intuitiva y emocional, pero en estado de vigilia
no he sido después nunca capaz de recordar el resplandor oculto que me era
revelado momentáneamente en sueños. Creo, sin embargo, que con tu
ayuda podré hacerlo esta vez. Tu anotarás todo lo que diga durante mi
trance, por muy extraño e incoherente que te parezca. A mi regreso espero
poder proporcionarte la clave de todo lo que no hayas entendido. No estoy
seguro de mi éxito, pero, si lo tengo -sus ojos volvieron a despedir un
extraño fulgor-, ¡el tiempo ya no existirá para mí!
De pronto, se sentó.
-Voy a hacer el experimento ahora mismo. Ponte, por favor, junto a la
ventana y no dejes de vigilarme. ¿Tienes pluma?
Asentí hoscamente y saqué mi pluma Waterman verde claro del bolsillo
superior de la chaqueta.
-¿Y has traído algo donde escribir, Frank?
De mala gana saqué una agenda.
-Insisto enérgicamente una vez más en que no apruebo este experimento -
gruñí-. Va a correr usted un peligro terrible.
-¡No seas niño! -agitó un dedo ante mí-. Estoy decidido a hacerlo a pesar de
todo lo que me digas, y además a hacerlo ahora mismo. Por favor, estate en
silencio mientras medito sobre estos diagramas.
Puso los dibujos ante sí y se concentró intensamente en ellos. En el silencio
oí cómo el reloj de la chimenea iba desgranando segundos. Una angustia
indefinida me oprimía el pecho.
De pronto, el reloj se paró. En ese momento, Chalmers introdujo la droga en
su boca y la tragó.
Rápidamente me aproximé a él, pero con la mirada me advirtió que no le
interrumpiera.
-El reloj se ha parado -murmuró-. Las fuerzas que lo gobiernan aprueban mi
experimento. El tiempo se detuvo y yo tomé la droga. ¡Dios mío, haz que no
me extravíe!
Cerró los párpados y se extendió en el sofá. Su rostro estaba exangüe, y
respiraba con dificultad. Era evidente que la droga estaba actuando
extraordinariamente de prisa.
-Comienzan las tinieblas -murmuró-. Anótalo. Todo se está poniendo oscuro
y se van desdibujando los objetos familiares de la habitación. Aún los veo,
pero borrosos, y se están desdibujando rápidamente.
Sacudí la pluma estilográfica, pues la tinta fluía mal, y seguí tomando
veloces notas taquigráficas.
-Abandono la habitación. Las paredes se disuelven como niebla. Ya no veo
ninguno de los objetos, pero todavía te veo la cara. Supongo que estarás
escribiendo. Creo que estoy a punto de dar el gran salto a través del
espacio, o acaso del tiempo. No lo sé. Todo es confuso, incierto.
Permaneció en silencio durante algún tiempo, con la barbilla apoyada en el
pecho. De pronto, se puso rígido y abrió los ojos.
-¡Dios mío! -exclamó-. Veo.
Se hallaba todo contraído, tenso, mirando fijamente la pared que había
frente a él. Pero yo sabía que su mirada la atravesaba y que los objetos de la
habitación no existían para él.
-¡Chalmers! ¡Chalmers! ¿Le despierto?
-¡De ninguna manera! -aulló-. ¡Veo todo! Ante mí veo los billones de vidas
que me han precedido en este planeta. Veo hombres de todas las épocas, de
todas las razas, de todos los colores. Luchan, se matan, construyen, danzan,
cantan. Se sientan en torno a la hoguera primitiva, en desiertos grises, e
intentan elevarse en el aire a bordo de monoplanos. Cruzan los mares en
toscas barcas de troncos y en enormes buques de vapor. Pintan bisontes y
elefantes en las paredes de cuevas lúgubres y cubren lienzos enormes con
formas y colores del futuro. Veo a los emigrantes procedentes de la
Atlántida y Lemuria. Veo a las razas ancestrales: a los enanos negros que
invaden Asia y a los hombres de Neanderthal, de cabeza inclinada y piernas
torcidas, que se extienden por Europa. Veo a los aqueos colonizando las
islas griegas y contemplo los rudimentos de la naciente cultura helénica.
Estoy en Atenas y Pericles es joven. Me hallo en tierra italiana. Participo en
el rapto de las sabinas. Camino con las legiones imperiales. Tiemblo de
respeto y de pavor cuando flamean los gigantescos estandartes y el suelo
trepida bajo el paso de los hastati victoriosos. Paso en una litera de oro y
marfil arrastrada por negros toros de Tebas y ante mí se postrernan mil
esclavos y las mujeres, cubiertas de flores, exclaman: "¡Ave César!". Yo les
sonrío y saludo a la multitud. Soy esclavo en una galera berberisca. Veo
cómo, piedra a piedra, se va levantando una catedral. Contemplo durante
meses, durante años, cómo van colocando en su sitio cada uno de los
sillares. Estoy crucificado, cabeza abajo, en los perfumados jardines de
Nerón y veo, con ironía y desprecio, cómo funcionan las cámaras de tortura
de la Inquisición. ¡Es un espectáculo divertido!
«Penetro en los más sagrados santuarios. Entro en el Templo de Venus. Me
arrodillo, en adoración, ante la Magna Mater y arrojo monedas al regazo de
las prostitutas sagradas que, con el rostro velado, esperan en los Jardines
de Babilonia. Penetro en un teatro inglés de la época isabelina y, en medio
de una multitud maloliente, aplaudo El Mercader de Venecia. Paseo con
Dante por las estrechas callejuelas de Florencia. Mientras contemplo,
arrobado, a la joven Beatriz, la orla de su vestido roza mis sandalias. Soy
sacerdote de Isis y mis poderes mágicos asombran al mundo. A mis pies se
arrodilla Simón Mago, implorando mi ayuda, y el Faraón tiembla ante mi sola
presencia. En la India hablo con los Maestros y huyo horrorizado, pues sus
revelaciones son como sal en una herida sangrante.
»Todo lo percibo simultáneamente. Todo lo percibo a la vez y desde todos
los ángulos posibles. Formo parte de los billones de vidas que me han
precedido. Existo en todos los seres humanos y todos los seres humanos
existen en mí. En un instante veo a la vez toda la historia del hombre, el
pasado y el presente.
»Mediante un pequeño esfuerzo soy capaz de contemplar pasados cada vez
más lejanos. Ahora me remonto hacia el mismo origen, a través de curvas y
ángulos extraños. A mi alrededor se multiplican los ángulos y las curvas.
Hay grandes sectores de tiempo que los percibo a través de curvas. Existe
un tiempo curvo y un tiempo angular. Los moradores del tiempo curvo no
pueden penetrar en el tiempo angular. Todo es muy extraño.
»Sigo retrocediendo cada vez más. De la tierra ya ha desaparecido el
hombre. Veo reptiles gigantescos agazapados bajo enormes palmeras y
nadando en pútridas aguas negras. Ya han desaparecido los reptiles. Ya no
hay animales terrestres, pero veo perfectamente bajo las aguas formas
sombrías que se mueven lentamente entre las algas.
»Las formas que veo son cada vez más simples. Ahora los únicos seres
vivos son células. A mi alrededor hay cada vez más ángulos, ángulos
totalmente ajenos a la geometría humana. Tengo un miedo horrible. En la
creación existen abismos en los que nunca ha penetrado el hombre.»
Seguí sin perderle de vista. Chalmers se había levantado y gesticulaba como
pidiendo ayuda. Al poco volvió a hablar:
-Atravieso ángulos ajenos al espacio terrestre. Me aproximo al horror
supremo.
-¡Chalmers! -exclamé-. ¿Quiere usted que intervenga?
Se llevó la mano al rostro, como para no ver una visión indeciblemente
espantosa. Pero dijo trabajosamente:
-¡Todavía no! Quiero seguir adelante... Quiero ver... lo que hay... aún más
allá...
Tenía la frente cubierta de sudor frío y movía los hombros de modo
espasmódico. Su rostro espantado era de color gris ceniciento.
-Más allá de la vida existen cosas que no logro distinguir. Pero se mueven
lentamente a través de ángulos alucinantes.
En ese momento percibí por primera vez en la estancia un olor bestial e
indescriptible, nauseabundo, insoportable. Me lancé a la ventana y la abrí
de par en par. Cuando volví al lado de Chalmers y vi su expresión, estuve a
punto de desmayarme.
-¡Me han olido! -lanzó un alarido-. ¡Lentamente se dan la vuelta hacia mí!
Todo el cuerpo le temblaba horriblemente. Durante un momento agitó los
brazos en el aire, como buscando un asidero, y luego le cedieron las piernas.
Cayó al suelo, donde permaneció boca abajo, sollozando, gimiendo.
En silencio contemplé cómo se arrastraba por el suelo. En aquellos
momentos, mi amigo no era un ser humano. Enseñaba los dientes y en las
comisuras de la boca se le formó una espuma blanquecina.
-¡Chalmers! -grité-. ¡Chalmers, basta ya! Basta ya, ¿me oye?
Como en respuesta de mi llamada, comenzó a emitir unos sonidos roncos y
convulsivos, semejantes a ladridos, y a caminar en círculo a cuatro patas
por el suelo. Me incliné y le cogí por los hombros. Le sacudí violentamente,
desesperadamente, y él intentó morderme la muñeca. Me sentía enfermo de
horror, pero no le solté, pues temía que se destruyese a sí mismo en un
paroxismo de rabia.
-¡Chalmers! -murmuré-. Basta ya. Está usted en su habitación. Nada malo le
puede suceder. ¿Comprende?
A fuerza de sacudirle y de hablarle, logré que la expresión de locura fuera
desapareciendo de su rostro. Tembloroso y convulsivo, quedó como un
grotesco montón de carne en el centro de la alfombra china.
Le ayudé a caminar hasta el sofá y a tumbarse en él. Su rostro estaba
contraído de dolor y me di cuenta de que seguía luchando sordamente
contra recuerdos espantosos.
-Whisky -murmuró-. Está ahí, en el mueblecito, junto a la ventana, en el
cajón superior de la izquierda.
Cuando le alcancé la botella, la asió con tal fuerza que los nudillos se le
pusieron azules.
-Casi me cogen -dijo entrecortadamente.
Bebió el estimulante a grandes tragos irregulares y poco a poco le fue
volviendo el color a la cara.
-Esa droga -dije- es el diablo en persona.
-No era la droga -gimió.
Su mirada ya no era de loco. Ahora daba impresión de un profundo
desaliento.
-Me han olido a través del tiempo -susurró-. He llegado demasiado lejos.
-¿Cómo eran? -pregunté para seguirle la corriente.
Se inclinó hacia mí y me agarró el brazo hasta hacerme daño. Otra vez fue
dominado por horribles temblores.
-¡No hay palabras para describirlos! -murmuró roncamente-. Han sido
vagamente simbolizados en el Mito de la Caída y en cierta forma obscena
que a veces aparece grabada en algunas tablillas arcaicas. Los griegos le
daban un nombre que ocultaba la impureza esencial de esos seres. La
manzana, el árbol y la serpiente son símbolos del misterio más atroz.
Al cabo de unos momentos su voz se convirtió en un aullido:
-¡Frank! ¡Frank! ¡En el comienzo se consumó un acto terrible e
inmencionable! Antes del tiempo, el acto, y después del acto...
Comenzó a andar histéricamente por la estancia.
-Las consecuencias del acto se mueven a través de ángulos en los oscuros
recodos del tiempo. ¡Tienen hambre y sed!
-Chalmers -intenté razonar-, ¡estamos en el tercer decenio del siglo XX!
Pero él siguió ululando:
-¡Tienen hambre y sed! ¡Los Perros de Tíndalos!
-Chalmers, ¿quiere usted que llame a un médico?
-Ningún médico puede ayudarme. Son horrores del alma y, sin embargo -
ocultó la cara entre las manos-, son reales, Frank. Los vi durante un
momento horrible. Durante un instante he llegado a estar al otro lado. Me
encontré en una ribera lívida, más allá del tiempo y del espacio. Había una
luz espantosa que no era luz y un silencio hecho de aullidos, y allí los vi. En
sus cuerpos flacos y famélicos se concentra todo el Mal del universo. En
realidad no estoy seguro de que tuvieran cuerpo: sólo los vi un instante.
Pero los he oído respirar. Durante un momento indescriptible sentí su
aliento en mi cara. Se volvieron hacia mi y huí dando alaridos. En un solo
instante huí a través de millones de siglos.
Pero me han olido. Los hombres despiertan en ellos un hambre cósmica.
Hemos escapado momentáneamente del aura impura que los rodea. Tienen
sed de todo lo que hay limpio en nosotros, de todo lo que emergió
inmaculado de aquel acto. En nosotros hay elementos que no participaron
en el acto y ellos los aborrecen. Pero no te imagines que son literal y
prosaicamente malos. En el plano donde habitan no existen el bien y el mal
tal como nosotros los concebimos. Son lo que, en el principio quedó
desprovisto de pureza para siempre jamás. Al cometer el acto, se
convirtieron en cuerpos de muerte, en receptáculo de toda impureza. Pero no
son malos en el sentido que nosotros damos a esta palabra, porque en las
esferas en que se mueven no existe pensamiento ni moral ni bueno ni malo.
Allí sólo existen lo puro y lo impuro. Lo impuro se expresa en ángulos; lo
puro, en curvas. El hombre, o mejor dicho, lo que hay en él de puro, procede
de lo curvo. No te rías. Hablo completamente en serio.
Me levanté para irme. Mientras iba hacia la puerta, dije:
-Me da usted mucha pena, Chalmers. Pero no estoy dispuesto a oírle delirar.
Le enviaré a mi médico. Es un hombre de edad, muy comprensivo, y no se
ofenderá aunque usted lo mande al diablo. Pero confío en que siga usted las
indicaciones que le dé. Se pasa usted una semana descansando en un buen
sanatorio y verá qué bien le sienta.
Mientras bajaba las escaleras le oí reír. Era una risa tan desprovista de
alegría que me hizo llorar.

II

Cuando Chalmers me telefoneó a la mañana siguiente, mi primer impulso fue
colgar inmediatamente el receptor. Me llamaba para pedirme algo tan
insólito, y tan anormalmente alterada estaba su voz, que temí por mi propia
cordura si seguía adelante con este asunto. Pero no pude dejar de percibir la
sinceridad de su angustia, y cuando se le quebró la voz y comenzó a
sollozar, decidí acceder a su petición.
-De acuerdo -dije-, ahora mismo voy y le llevo la escayola.
De camino hacia casa de Chalmers, me detuve en una droguería y adquirí
diez kilos de escayola. Al entrar en el cuarto de mi amigo, le vi agazapado
junto a la ventana, contemplando la pared de enfrente con ojos enfebrecidos
por el terror. Cuando me vio entrar, se puso en pie y me arrebató el paquete
de la escayola con una avidez que me puso los pelos de punta. Había
sacado todos los muebles de la estancia, la cual presentaba ahora un
aspecto absolutamente desolado.
-¡Aún podemos salvarnos! -exclamó-. Pero tenemos que actuar rápidamente.
Frank, hay una escalera plegable en el vestíbulo. Tráela inmediatamente. Y
ve a buscar también un cubo de agua.
-¿Para qué? -murmuré atónito.
Se volvió vivamente hacia mí y vi un relámpago de ira en sus ojos.
-¿Para qué va a ser, so bobo? ¡Para hacer la masa con la escayola! -gritó,
fuera de sí-. Para hacer la masa que nos salvará el cuerpo y el alma de una
contaminación indecible. Para hacer la masa que salvará al mundo de un
peligro... ¡Frank, tenemos que cerrarles las puertas!
-¿A quiénes? -pregunté.
-¡A los Perros de Tíndalos! -exclamó-. Sólo pueden llegar hasta nosotros a
través de ángulos. ¡Eliminemos todos los ángulos de la habitación! Voy a
poner escayola en todos los ángulos, en todos los rincones, en todas las
hendiduras. ¡La habitación quedará como el interior de una esfera!
Habría sido inútil discutir con él. Le llevé la escalera. Chalmers mezcló la
escayola con el agua y estuvimos trabajando durante tres horas. Tapamos
las cuatro esquinas de la pared y también las intersecciones de ésta con el
suelo y el techo. Por último, redondeamos los duros ángulos de la ventana.
-Ahora me quedaré en esta habitación hasta que se vayan -dijo Chalmers

cuando hubimos dado fin a la tarea-. Al darse cuenta de que el olor que
siguen les obliga a atravesar curvas, se volverán. Se volverán, hambrientos,
frustrados, insatisfechos, al plano de impureza de donde proceden, anterior
al tiempo y más allá del espacio.
Sonrió afablemente y encendió un cigarrillo.
-Te agradezco mucho que hayas venido.
-¿Sigue usted sin querer ver a un médico? -rogué.
-Quizá mañana -repuso-. Ahora tengo que vigilar y esperar.
-¿Esperar qué? -apremié.
Chalmers sonrió débilmente.
-Te crees que estoy loco -dijo-; me doy cuenta perfectamente. Eres
inteligente, pero también eres muy prosaico y no puedes concebir la
existencia de ninguna entidad independiente de toda energía y de toda
materia. Pero, mi querido amigo, ¿se te ha ocurrido pensar alguna vez que la
energía y la materia son las barreras que el tiempo y el espacio imponen a
nuestra percepción? Sabiendo, como yo sé, que el tiempo y el espacio son
lo mismo y que son engañosos porque ambos no son sino manifestaciones
imperfectas de una realidad superior, no tiene sentido buscar en el mundo
visible ninguna explicación del misterio y del terror del ser.
Me levanté y me fui hacia la puerta.
-Perdona -exclamó-. No he querido ofenderte. Tienes una gran inteligencia,
pero yo tengo una inteligencia sobrehumana. Es natural que yo sea
consciente de tus limitaciones.
-Telefonéeme si me necesita -dije, y bajé las escaleras de dos en dos-.
«Ahora sí que le envío a mi médico -me iba diciendo a mí mismo-. Está loco
de remate y sabe Dios lo que puede pasar si no se ocupa alguien
inmediatamente de él.»

III

Resumen de dos artículos publicados en la Patridgeville Gazette del 3 de
julio de 1928:


TEMBLOR DE TIERRA EN EL CENTRO DE LA CIUDAD


A los dos de la madrugada de hoy, un violento terremoto ha hecho temblar
los barrios céntricos de la ciudad, rompiendo varias ventanas en Central
Square y causando graves daños en el tendido eléctrico y en las
instalaciones de la red tranviaria. En los barrios periféricos también fue
observado el fenómeno resultando completamente derruido el campanario
de la iglesia baptista de Angell Hill, que había sido diseñado por
Christopher Wren en 1717. Los bomberos luchan por apagar el incendio que
se ha declarado en las naves de la fábrica de neumáticos. El alcalde ha
prometido abrir un expediente a fin de determinar responsabilidades si las
hubiere.


ESCRITOR OCULTISTA ASESINADO POR VISITANTE
DESCONOCIDO
Horrible Crimen en Central Square


Un misterio impenetrable envuelve la muerte de Halpin Chalmers
A las nueve horas del día de hoy fue hallado el cuerpo sin vida de Halpin
Chalmers, escritor y periodista, en una habitación vacía situada encima de la
Joyería Smithwich & Isaacs, en el número 24 de Central Square. La
investigación judicial puso de manifiesto que dicha habitación había sido
alquilada amueblada al señor Chalmers el día 1 de mayo último y que el
propio inquilino se había deshecho de los muebles hace quince días. El
señor Chalmers era autor de varios libros sobre temas de ocultismo.
Pertenecía a la Asociación Bibliográfica y anteriormente había residido en
Brooklyn (Nueva York).
A las siete de la mañana, el señor L. E. Hancock, inquilino del apartamento
situado frente al del Chalmers en el edificio de Smithwich & Isaacs, sintió un
olor especial al abrir la puerta para dejar entrar a su gato y recoger la edición
matinal de la Patridgeville Gazette. El olor, según afirma, era
extremadamente acre y nauseabundo, y tan intenso en las proximidades de
la puerta de Chalmers que tuvo que taparse la nariz cuando se aventuró por
dicha zona del rellano.
Estaba a punto de regresar a su propio apartamento cuando se le ocurrió
que acaso Chalmers se hubiera olvidado de apagar el gas de su cocina.
Considerablemente alarmado por esta posibilidad, decidió investigar lo
sucedido y, comoquiera que nadie contestase sus repetidas llamados a la
puerta de Chalmers, avisó al encargado del edificio. Este último abrió la
puerta mediante una llave maestra y ambos penetraron en la habitación de
Chalmers. La estancia estaba totalmente desprovista de mobiliario y
Hancock asegura que, al ver lo que había en el suelo, se sintió enfermo,
teniendo que permanecer el encargado y él asomados un rato a la ventana
sin mirar atrás.
Chalmers yacía boca arriba en el centro de la habitación. Estaba
completamente desnudo y tenía el pecho y los brazos cubiertos de una
especie de gelatina azulada. La cabeza, totalmente separada del tronco,
reposaba sobre el pecho y sus facciones aparecían horriblemente retorcidas
y mutiladas. No había ni rastro de sangre.
La habitación presentaba un aspecto insólito. Todas las aristas habían sido
cubiertas de escayola, que en algunos sectores se había agrietado y en
otros, desprendido. Los fragmentos de escayola caídos habían sido
agrupados en torno al cadáver, formando un triángulo perfecto.
Junto al cuerpo se hallaron varias hojas de papel amarillo casi enteramente
consumidas por el fuego. En ellas había dibujado varios símbolos
fantásticos y extrañas figuras geométricas y podían leerse diversas frases
escritas apresuradamente a mano. Dichas frases, sin embargo, son tan
absurdas que no proporcionan la menor pista sobre el posible autor del
crimen. He aquí algunas de tales frases: «Vigilo y espero. Estoy sentado
junto a la ventana y vigilo las paredes y el techo. No creo que lleguen hasta
aquí, pero debo tener cuidado con los Doels porque acaso puedan
ayudarles a pasar. También los ayudarán los Sátiros y éstos pueden
avanzar a través de los círculos purpúreos. Los griegos sabían cómo
impedirlo. Es lamentable que hayamos olvidado tantas cosas...»
En otro papel, en el más quemado de los siete u ocho fragmentos recogidos
por el Sargento Detective Douglas (de la Policía de Patridgeville), había
garrapateado lo siguiente:
«¡La escayola se cae! La ha agrietado una vibración terrible. ¡Un terremoto
parece! No podía preverlo. Se va yendo la luz de la habitación. Telefonear a
Frank. ¿Pero llegará a tiempo? Debo intentarlo. Recitaré la fórmula de
Einstein. ¿Voy a Rompen! ¡Están pasando! ¡Consiguen atravesar! Sale humo
de las esquinas de la pared sus lenguas.»
A juicio del Sargento Detective Douglas, Chalmers ha muerto envenenado
por algún desconocido producto químico. La policía ha enviado muestras
de la extraña gelatina azul que cubría el cuerpo de Chalmers al Laboratorio
Químico de Patridgeville y confía en que el informe correspondiente arroje
alguna luz sobre este crimen, el más misterioso de los últimos años. Se sabe
que Chalmers tuvo un visitante la noche anterior al terremoto, pues su
vecino oyó sin lugar a dudas, al pasar ante su puerta, rumor de
conversación. El principal sospechoso es, pues, este desconocido visitante,
cuya identidad la Policía se esfuerza afanosamente por averiguar.

IV

Informe del doctor James Morton, químico y bacteriólogo:
«Señor Juez de Instrucción: la sustancia semilíquida que usted me remitió
para su estudio es la más extraña que he analizado en mi vida. Presenta
ciertas analogías con el protoplasma, pero en ella no se encuentran ni aun
indicios de enzimas. Las enzimas son catalizadores de las reacciones
químicas que se producen en el seno de la célula viva. Cuando las células
mueren, las enzimas las desintegran mediante hidrólisis. Sin enzimas, el
protoplasma poseería una vitalidad prácticamente infinita, es decir, sería
inmortal. Las enzimas, por así decir, son los elementos negativos del
organismo unicelular, que constituye la base de la vida, y, en opinión de los
biólogos, sin ellas no puede existir materia viva. Y, sin embargo, tales
cuerpos indispensables se hallan ausentes de la gelatina viva que usted me
remitió. ¿Se da usted cuenta del significado que puede tener este
descubrimiento para la ciencia?»

V

Fragmento de un manuscrito titulado «Los que velan en silencio»,
original del fallecido Halpin Chalmers:
«¿Y si existiese otra forma de vida paralela a la que conocemos, pero carente
de los elementos que destruyen la nuestra? ¿Y si en otra dimensión existe
una fuerza diferente de la que genera nuestra vida? ¿Y si esta fuerza emite
una energía, que, procedente de su dimensión desconocida, consigue
alcanzar nuestro espacio-tiempo y crear en él una nueva forma de vida
celular? Cierto es que no se puede demostrar que tal forma nueva de vida
exista en nuestro universo, pero yo he visto sus manifestaciones y he
hablado con ellas. De noche, en mi habitación, he hablado con los Doels. Y
en mis sueños he contemplado a su Creador. Lo he visto en lejanas riberas,
más allá del tiempo y la materia. Se mueve a través de curvas extrañas y de
ángulos alucinantes. Algún día viajaré en el tiempo y me enfrentaré con él
cara a cara.»


FIN

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