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viernes, 25 de diciembre de 2009

gotico

literatura novel,poesia,pulp,undergroud,gotica,dark, y etapas oscuras de muchos escritores

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con referencia a: iGoogle (ver en Google Sidewiki)

lunes, 14 de diciembre de 2009

EL ROBO DE LOS 39 CINTURONES


EL ROBO DE LOS 39 CINTURONES
CLARK ASHTON SMITH
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Quede dicho, a título de introducción para este relato, que nunca he robado a ningún hombre que no fuera a su vez un ladrón a costa de otros hombres. A lo largo de mi carrera, un tanto larga y penosa, yo, Satampra Zeiros, de Uzuldaroum, conocido en ocasiones como el maestro de los ladrones, he servido en más de una ocasión de mero agente en la redistribución de riquezas. La aventura que estoy a punto de relatar no constituye una excepción, si bien el resultado fue que mis beneficios pecuniarios fueron verdaderamente escasos, por no decir ridículos. Actualmente los años me pesan, y mientras disfruto de la holgura conquistada con tanto esfuerzo, degusto vinos añejos. Mientras sorbo los caldos, vuelven a mí los recuerdos de botines espléndidos y empresas de renombrado valor. Veo brillar ante mí los sacos llenos de djals o pazoors, retirados hábilmente de los cofres de los mercaderes y de los prestamistas. Sueño con los rubíes, más rojos que la misma sangre cuyo derramamiento ellos mismos causaron; con los zafiros de un azul más intenso que el hielo de los glaciares, y con esmeraldas cuyo verde rivaliza con la jungla en su plenitud primaveral. Recuerdo la escalada de balconadas, terrazas y torres vigiladas por monstruos, y el saqueo de los altares bajo la mirada de ídolos malignos o serpientes centinelas. Con harta frecuencia recuerdo a Vixeela, mi verdadero y único amor, así como la más hábil y audaz de las compañeras de robos. Hace mucho tiempo que consiguió el destino que aguarda a todos los buenos ladrones y camaradas, y durante todos estos años la he llorado sinceramente. Pero todavía recuerdo con ternura nuestras noches de pasión y aventuras, así como las numerosas hazañas que realizamos juntos. Sin duda alguna, la más singular y atrevida de las mencionadas hazañas fue la del robo de los treinta y nueve cinturones. Se trataba de los cinturones de castidad, de oro y pedrería, utilizados por las vírgenes consagradas al dios luna Leniqua, cuyo templo se alzaba desde tiempos inmemoriales en los suburbios de Uzuldaroum, capital de Hyperbórea. El número de vírgenes siempre era de treinta y nueve, y eran escogidas por su juventud y belleza, retirándose del servicio a la edad de treinta y un años. Los cinturones tenían unas cerraduras de durísimo bronce, y las llaves quedaban al cuidado del sumo sacerdote, quien algunas noches las alquilaba a precios elevados a los ricos donjuanes de la ciudad. Como puede comprobarse, la virginidad de las sacerdotisas quedaba en un plano nominal, y aunque parezca extraño, su venta frecuente y repetida era considerada como un acto meritorio de sacrificio para con el dios. La propia Vixeela fue durante su primera juventud una de las vírgenes escogidas, pero huyó del templo y de Uzuldaroum varios años antes de que la edad reglamentaria la liberase de sus tareas sacerdotales. Raras veces me hablaba de su vida vestal, y yo deduje que su estancia en el templo no había sido agradable, especialmente a causa de la prostitución religiosa a la que estaba obligada. Después de su huida había atravesado por no pocas dificultades en las ciudades del sur. Pero tampoco me habló mucho de esta etapa de su vida, como si tuviera miedo de recordar vivencias dolorosas. Regresó a Uzuldaroum varios meses antes de nuestro primer encuentro. Con unos cuantos años más, y después de teñirse el pelo rubio cobre de negro intenso, no creyó ser reconocida por los sacerdotes de Leniqua. Según su costumbre, éstos habían reemplazado a la vestal fugitiva por otra más joven, y naturalmente carecían de interés para con la otra. Cuando nos conocimos, Vixeela ya tenía en su haber una serie de hurtos. Pero como le faltaba experiencia en este terreno, fracasaba siempre, excepto en las fechorías más simples y menos lucrativas; como consecuencia, el hambre la había dejado bastante delgada. A pesar de todo seguía siendo muy atractiva, y pronto me conquistó con su agudeza de ingenio así como su rapidez para captar cualquier cosa. Era pequeña y ágil, y podía trepar como un lemur. Su ayuda pronto me fue imprescindible, ya que le resultaba facilísimo penetrar por cualquier ventana o rendija, inasequibles para mí a causa de mi tamaño. Habíamos realizado varios robos bastante lucrativos, cuando se me ocurrió la idea de penetrar en el templo de Leniqua y llevarnos los valiosos cinturones. A primera vista las dificultades y problemas que debíamos superar y solucionar eran poco menos que fantásticos. Pero ese tipo de obstáculos siempre ha acuciado mi intelecto y nunca me ha preocupado. En primer lugar, nos enfrentábamos con el problema de poder entrar sin ser detectados y asaltados por los sacerdotes armados con hoces que custodiaban el santuario de Leniqua, con una vigilancia constante e incorruptible. Por fortuna, durante su servicio en el templo, Vixeela se había enterado de la existencia de una entrada subterránea, fuera de uso desde hacía tiempo, pero que según creía todavía era practicable. A dicha entrada se llegaba a través de un túnel que constituía la prolongación de una caverna natural situada en algún lugar del bosque, detrás de Uzuldaroum. En épocas anteriores la habían utilizado casi todos los visitantes de las vírgenes; pero ahora entraban sin ocultarse por las puertas principales del templo o por portillos más disimulados, actitud que podía interpretarse como la mayor intensidad del sentimiento religioso, o el desuso de la modestia. Vixeela nunca había visto la caverna, pero conocía su localización aproximada. La entrada interior del templo sólo estaba cerrada por una losa de piedra, fácilmente movible desde arriba o desde abajo, y que además se hallaba detrás de la imagen de Leniqua en el interior de la gran nave. En segundo término, era vital escoger un momento adecuado, cuando las vestales se hubieran despojado de los cinturones y éstos se encontrasen guardados. Una vez más la ayuda de Vixeela fue imprescindible, dado que conocía cuáles eran las noches en que había mayor demanda de llaves alquiladas. Dichas noches eran conocidas como noches de sacrificio, mayor o menor, ya que el sacrificio principal se realizaba en noches de plenilunio. En estas noches todas las mujeres prestaban sus servicios en repetidas ocasiones. Pero existía un problema de difícil solución: en las noches de plenilunio el santuario estaba literalmente repleto de gente —las vírgenes, los sacerdotes y los clientes—, siendo prácticamente imposible salir con los cinturones en presencia de tanta gente. Confieso que este detalle me preocupaba. En pocas palabras: teníamos que encontrar alguna manera de evacuar el templo, o de dejar inconscientes a sus ocupantes, o inhabilitados, durante el tiempo necesario para llevar a cabo nuestras operaciones. Pensé en un determinado soporífero, de fácil y rápida vaporización, utilizado anteriormente por mí en numerosas ocasiones cuando deseaba dormir a los habitantes de una casa. Desgraciadamente, el alcance de la droga era limitado y no penetraría en todas las cámaras y alcobas de un edificio tan grande como el templo. Por otro lado, sería necesario aguardar media hora para entrar, dejando todas las puertas y ventanas abiertas, hasta que se disipasen los vapores, de lo contrario los ladrones caerían bajo los efectos de la droga al lado de sus víctimas. Existía igualmente el polen de una lila salvaje poco frecuente, que si se frotaba contra el rostro de una persona ésta quedaba paralizada temporalmente. Pero también rechacé esta posibilidad por dos razones: el número de personas implicadas era elevado y sería difícil conseguir el polen suficiente. Por último, decidí consultar al mago y alquimista Veezi Phenquor; dicho personaje me había ayudado en numerosas ocasiones a convertir la plata y oro robados en lingotes y otras formas poco sospechosas, con sus hornos y morteros. Aunque siempre sentí cierto escepticismo en cuanto a sus poderes como mago, no obstante nunca dudé de su gran pericia como farmacólogo y toxicólogo. Dado que siempre disponía de medicamentos extraños y mortales, era posible que pudiera ofrecerme algo que facilitase nuestro proyecto. Encontramos a Veezi Phenquor escanciando una de sus fórmulas más ruidosas de un hirviente y humeante puchero a pomos de sólida arcilla cocida. Por el olor deduje que debía tratarse de algo muy potente; la transpiración de un gato polar no sería nada en comparación. Tan absorto estaba que no advirtió nuestra presencia hasta que todo el contenido del puchero pasó a los pomos de arcilla, cuyas bocas Phenquor taponó y selló con pez. —Eso —observó con gran orgullo— es un filtro de amor que inflamaría las pasiones de un niño de pecho o resucitaría los poderes de un nonagenario moribundo. Es que vos... —No —respondí rotundamente—. No es eso lo que necesitamos. Lo que deseamos por el momento es algo muy distinto —y en pocas palabras le expliqué el esquema del problema, añadiendo—: Si nos puedes ayudar, estoy seguro de que encontrarás en la fundición de los cinturones de oro una tarea sumamente agradable. Como de costumbre, recibirás un tercio de los beneficios. Veezi Phenquor esbozó una sonrisa entre codiciosa y sarcástica, arrugando su barbudo rostro. —La oferta se me antoja atractiva desde todos los puntos de vista. Aligeraremos a las vestales de algo incómodo y pesado, y dedicaremos las piedras y el metal precioso a un fin más digno: nuestro lucro personal —y como si acabase de recordarlo, añadió—: Se da la casualidad de que puedo proveeros de un preparado totalmente nuevo, y que os garantizo dejaría vacío el templo en muy poco tiempo. Dirigiéndose a un rincón lleno de telarañas, tomó de un alto estante un panzudo frasco de vidrio descolorido y lleno de un fino polvillo gris, y lo acercó a la luz. —Os explicaré ahora —dijo— las propiedades singulares de este polvillo, así como la manera adecuada de usarlo. Constituye un verdadero triunfo de la química, y sus efectos son más devastadores que los de una plaga. Nos quedamos sobrecogidos por sus palabras, y luego comenzamos a reírnos. —Esperemos —opiné— que no entre en juego ninguno de tus trucos o encantamientos. Veezi Phenquor adoptó la expresión de quien se siente muy ofendido, y protestó: —Os aseguro que aunque los efectos del polvo son extraordinarios, no se salen del ámbito natural. Después de meditar durante un momento, continuó diciendo: —Creo que puedo ampliar vuestros planes en ciertos aspectos. Después de robar los cinturones, surgirá el problema de transportar sin ser vistos una mercancía pesada a través de una ciudad que a las pocas horas puede estar enterada del horrible crimen, y pasada con un peine por la policía. Tengo un plan... Aceptamos sin reservas el ingenioso esquema que nos propusiera Veezi Phenquor. Después de considerar y ultimar todos los detalles, el alquimista nos obsequió con ciertos licores bastante agradables al paladar que cualquiera de sus otros brebajes. Algo más tarde regresamos a nuestros alojamientos, llevando dentro de mi capa el frasco de polvo cuyo pago Veezi Phenquor se había negado a aceptar, dando así muestras de generosidad. Nuestro espíritu estaba pletórico de optimismo y éxito anticipado, así como una generosa ración de vino de palmera destilado. Discretamente, nos abstuvimos de nuestras actividades acostumbradas durante las noches que precedieron a la primera luna llena. No nos alejamos de nuestras casas, con la esperanza de que la policía, que desde hacía tiempo sospechaba de nosotros como autores de no pocas infracciones, llegase a creer que, o bien habíamos abandonado la ciudad, o bien nos habíamos retirado del latrocinio. En la noche de luna llena, un poco antes de las doce, Veezi Phenquor llamó discretamente a nuestra puerta, con tres golpes, según lo acordado. Al igual que nosotros, se cubría completamente con una pesada capa de labriego. —He conseguido el carro de un vendedor de verduras procedente del campo —nos explicó—. Está cargado de productos del campo y tiran de él dos borriquillos. Lo tengo oculto en la arboleda, lo más cerca que he podido de la salida de la cueva del templo de Leniqua, a causa de la vegetación que cubre el camino. Por otro lado, he explorado la propia cueva. —Nuestro éxito dependerá de la confusión tan absoluta que vamos a crear. Si nadie nos ve entrar o salir por la entrada posterior, es muy posible que nadie recuerde que existe. Los sacerdotes buscarán por otras partes. —Cuando robemos los cinturones y los damos bajo nuestro cargamento de productos agrarios, esperaremos hasta una hora antes del amanecer para entrar en la ciudad con los demás vendedores de verduras y frutas. Manteniéndonos lo más alejados posible de lugares públicos, donde la policía se concentraba alrededor de tabernas y lupanares de poca monta, hicimos un rodeo de Uzuldaroum y encontramos un camino hacia el campo, no lejos del templo de Leniqua. A medida que avanzábamos se espesaba la selva y disminuían las casas. Nadie nos vio cuando penetramos por un camino lateral abovedado por palmeras y oculto a la vista por un espeso matorral. Después de muchos vericuetos llegamos hasta el cerro, tan astutamente escondido que sólo pude detectar su presencia cuando sentí el aroma punzante de ciertas raíces comestibles. Los burros estaban muy bien entrenados, ya que no delataban su presencia con sus rebuznos. Nos arrastramos entre la maleza y las raíces, de tal espesor que impedían el avance de una carreta. Era tal la exuberancia de la vegetación, que no hubiera distinguido la entrada a no ser por Veezi Phenquor, quien parándose se agazapó ante un pequeño montículo para separar una enredadera; al fondo pudimos distinguir la boca negra de la roca por la cual sólo podía entrar un hombre a gatas. Encendimos las antorchas que habíamos traído y nos arrastramos dentro de la cueva, con Veezi a la cabeza. Por suerte, y a causa de encontrarnos en una estación seca, la cueva no estaba mojada, y nuestras ropas sólo se mancharon de tierra como las de cualquier labriego. La cueva se estrechaba allí donde se amontonaban los restos del techo hundido. Personalmente, y dado mi tamaño y altura, tuve bastante dificultad al deslizarme por algunos sitios. Llevábamos andando un largo trecho cuando de repente Veezi se paró y se irguió ante una pared de ladrillos lisa, de donde arrancaba una escalera sombría. Vixeela pasó delante y subió los escalones, mientras yo la seguía. Los dedos de su mano libre se deslizaban por una gran losa de piedra que ocupaba todo el descansillo final. La piedra comenzó a levantarse sin hacer el menor ruido. Vixeela apagó su antorcha y la depositó sobre el escalón superior mientras se hacía más grande el agujero, permitiendo que una luz tenue y fatua penetrase desde la profundidad. Se asomó cautelosamente por encima de la losa, completamente tiesa por el mecanismo oculto, y salió fuera indicándonos que la siguiéramos. Nos encontramos a la sombra de una gran columna lateral en la parte posterior del templo de Leniqua. No había nadie a la vista, ni sacerdote, ni mujer, ni visitante, pero sí pudimos escuchar un murmullo confuso de voces. La imagen de Leniqua, cuyo reverendo trasero contemplábamos, estaba sentada en un alto estrado en el centro de la nave. Los fuegos del altar, dorados, azules y verdes, llameaban ante la diosa, haciendo que su sombra se retorciese sobre el suelo y contra la pared del fondo como si fuera un gigante interpretando una danza febril de copulación con una pareja invisible. Vixeela encontró y manipuló el resorte que hizo que la losa de piedra recuperase su aspecto de suelo. Entonces, los tres avanzamos a la vez, manteniéndonos en la sombra de la diosa. La nave estaba aún vacía, pero el ruido se acercaba cada vez más por una de las puertas laterales hasta estallar en alegre griterío y risas histéricas. —Ahora —murmuró Veezi Phenquor. Saqué del bolsillo el frasco que nos diera y le quité el tapón de cera con un cuchillo afilado. El corcho, casi podrido por los años, salió sin dificultad. Derramé el contenido del frasco en el escalón inferior de la parte posterior del estrado de Leniqua, hasta formar un arroyo pálido que se retorcía y ondulaba con una vida y brillo desafiantes, a medida que caía sobre la sombra del dios. Cuando se vació el frasco, encendí el montoncito de polvo. Prendió inmediatamente con una llama alta y límpida. De pronto, el aire se llenó de fantasmas, y una explosión silenciosa estalló sobre nosotros, infestándonos con hedores infernales que nos obligaron a retroceder casi ahogados. No obstante, no daba la sensación de impacto material por parte de las formas repugnantes que parecían derretirse en nosotros, corriendo en todas direcciones, como si cada átomo del polvo crease un fantasma distinto. Sin perder un instante, cubrimos nuestra nariz con trozos de grueso paño que habíamos traído por indicación de Veezi. Recobramos algo de nuestro aplomo habitual y seguimos adelante. A nuestro alrededor se entrelazaban lascivos cadáveres azules. Híbridos de mujeres y tigres se lanzaban sobre nuestras cabezas. Monstruos de dos cabezas o tres colas, sátiros y vampiros se elevaban hasta el techo, o se derretían para convertirse en otras apariciones de más dudosa identidad. Seres verduzcos, que recordaban la unión de hombres ahogados y pulpos, se enroscaban y arrastraban sobre fango negro por el suelo. Entonces oímos los gritos de terror proferidos por los habitantes y visitantes del templo, y comenzamos a cruzarnos con hombres y mujeres desnudos que corrían frenéticos por entre el ejército de fantasmas hacia la salida. Los que se encontraron con nosotros cara a cara, retrocedieron como si también fuésemos formas de intolerable horror. Los hombres desnudos eran jóvenes en su mayoría. Después les seguían comerciantes y profesionales de mediana edad, calvos y barrigudos, algunos con la ropa interior puesta y otros cubiertos apresuradamente con capas que no les tapaban por debajo de las caderas. Mujeres delgadas y gordas se atropellaban gritando por alcanzar las puertas exteriores. Para nuestra satisfacción, comprobamos que ninguna llevaba puesto su cinturón de castidad. Por último llegaron los sacerdotes, cuyas bocas parecían recuadros de terror, emitiendo agudos chillidos. Todos habían dejado caer sus hoces. Pasaron a nuestro lado sin vernos y corrieron detrás de los demás. La horda de monstruos y espectros surgidos del polvo pronto les empujó fuera del alcance de nuestra vista. Asegurados de que el templo se hallaba vacío, nos dirigimos al primer pasillo. Las puertas de las distintas habitaciones estaban abiertas. Nos dividimos la tarea, y cada uno entraba en una habitación donde buscamos los abandonados cinturones de oro y piedras preciosas entre las ropas de la cama. Nos encontramos al final del pasillo, donde reunimos nuestro botín en un saco fino pero resistente que yo llevaba bajo mi capa. Aún quedaban algunos fantasmas adquiriendo fusiones a cada cual distintas y más desagradables, dejando caer en su desintegración sus miembros sobre nosotros. Pronto terminamos nuestra búsqueda por las habitaciones asignadas a las mujeres. Mi saco estaba lleno, y al final del tercer pasillo había contado treinta y ocho cinturones. Faltaba uno, pero la aguda mirada de Vixeela advirtió el destello de una hebilla de esmeralda que salía de debajo de las piernas de un peludo sátiro, sobre un montón de ropas masculinas que se encontraba en una esquina. Recogió el cinturón y nos siguió con él en la mano. Nos apresuramos a volver a la nave de Leniqua, seguros de que no habría nadie. Pero para nuestro gran desconcierto, el sumo sacerdote, cuyo nombre Vixeela nos dijo era Marquamos, estaba frente al altar golpeando con un largo emblema fálico de bronce, su insignia oficial, a ciertas apariciones que seguían flotando en el aire. Cuando nos acercamos, Marquamos se abalanzó sobre nosotros profiriendo un grito ronco, e intentó descargar un golpe sobre Vixeela, que la hubiera descerebrado a no ser por un ágil salto de esta última. El sumo sacerdote se tambaleó, perdiendo casi el equilibrio. Antes de que volviese a la carga, Vixeela dejó caer sobre su cabeza tonsurada el pesado cinturón de castidad que llevaba en la mano derecha. Marquamos se derrumbó como un buey bajo el hacha del carnicero y cayó levemente retorcido. Surcos de sangre salían de la hendidura causada en el cráneo por las pesadas piedras. No nos detuvimos a asegurarnos sobre si estaba vivo o muerto. Salimos del templo sin perder un instante. Después del susto que se habían llevado lo más probable era que no regresasen hasta pasadas varias horas. La piedra movediza recobró su aspecto original detrás nuestro. Recorrimos a toda prisa el largo pasadizo; yo llevaba el saco y Vixeela y Veezi iban delante, para ayudarme con el botín en los lugares más estrechos. Llegamos sin problemas hasta la entrada con enredaderas, parándonos un instante antes de salir al bosque bañado por la luna, para escuchar atentamente los gritos que se iban perdiendo en la lejanía. Al parecer, nadie había pensado en la salida posterior, y probablemente ni siquiera sospecharon que el móvil del robo fuese la causa de la invasión de los terroríficos espectros. Seguros de no ser vistos, salimos de la cueva y nos dirigimos al carro escondido. Tiramos a los matorrales frutas y verduras para dejar un hueco donde depositar el saco del botín, que recubrimos de nuevo. Entonces, acomodándonos sobre la hierba, nos dispusimos a aguardar la hora antes del amanecer. Al cabo de un rato, comenzamos a oír a nuestro alrededor el deslizar furtivo de las alimañas que estaban devorando las frutas arrojadas a los matorrales. Si alguno llegó a dormir, lo hizo con un ojo abierto y un oído alerta. Cuando en el horizonte se cruzaron los últimos rayos de la luna y las primeras luces crepusculares, nos levantamos para iniciar la última etapa. Conduciendo nuestros borriquillos, nos acercamos al camino principal y aguardamos detrás de un seto a que pasase una carreta tempranera. Antes de que aparecieran otros carros salimos del bosque y emprendimos la vuelta a la ciudad. Durante nuestro regreso por las calles periféricas nos cruzamos con muy pocos transeúntes, que ni siquiera se fijaron en nosotros. Al aproximarnos a la casa de Veezi Phenquor dejamos el carro bajo su custodia y nos detuvimos a ver cómo entraba en el patio sin ser visto ni molestado por nadie. Por un momento pensé que efectivamente estaba bien provisto de verduras y frutas. Durante dos días no nos alejamos de nuestras viviendas. No nos parecía prudente recordar a la policía nuestra presencia en Uzuldaroum con una aparición en público. Nos quedamos sin comida la tarde del segundo día; decidimos disfrazarnos con nuestros trajes de aldeanos y nos encaminamos a un mercado cercano donde no nos conocían. Al volver de nuestras compras encontramos una señal de que Veezi Phenquor nos había hecho una visita durante nuestra ausencia, a pesar de que todas las puertas y ventanas habían quedado, y aún lo estaban, completamente cerradas. Sobre la mesa había un pequeño cubo de oro, como pisapapeles de una nota, cuyo texto decía lo siguiente: "Estimados amigos y compañeros: Después de desmontar las piedras preciosas he fundido todo el oro en lingotes, uno de los cuales os dejo como prueba de mi amistad. Desgraciadamente, me he enterado que la policía me vigila, y por lo tanto abandono Uzuldaroum con toda la rapidez y discreción posibles, llevándome todos los lingotes y piedras en la carreta de borriquillos, bien cubierto el botín con las verduras y frutas conservadas providencialmente, aunque ahora ya están un poco pasadas. Espero realizar un largo viaje, siguiendo una dirección que no puedo precisar; un viaje bien lejos de la jurisdicción de nuestra policía local, pero que espero no sigáis a vuestra vez. Necesitaré el resto del botín para cubrir gastos, etcétera. Buena suerte en vuestras futuras aventuras. Atentamente, Veezi Phenquor". "POSTDATA: También os vigilan a vosotros, y por ello os recomiendo abandonar la ciudad lo antes posible. A pesar de la gran herida que le hiciera el golpe de Vixeela, Marquamos recuperó el conocimiento ayer por la tarde. Reconoció a Vixeela como una antigua vestal por la destreza de sus movimientos. No ha podido identificarla, pero se está llevando a cabo una investigación a fondo, y los sacerdotes de Leniqua ya han interrogado en el potro de tortura a otras vestales. "Tú y yo, mi querido Satampra, estamos en la lista de sospechosos, si bien nadie nos ha identificado como posibles cómplices de la muchacha. Se está buscando a un hombre de tu talla y dimensiones. Se han analizado los restos de polvo de las apariciones fétidas, que quedaron en el estrado de Leniqua. Por desgracia, ya lo habíamos utilizado antes, tanto yo como otros alquimistas. "Espero que escapéis... siguiendo otros caminos distintos al que yo acabo de iniciar."

domingo, 29 de noviembre de 2009

EL HECHIZO MAS FUERTE


EL HECHIZO MAS FUERTE
L. Sprague De Camp
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Vista débilmente a través de una llovizna otoñal, que hacía brillar el empedrado a la luz
del ocaso, la ciudad de Kern - antigua, colorida, bulliciosa y vital -, se extendía sobre las
aguas del océano Occidental. Las banderas desplegadas de la ciudad se agitaban, con
los pliegues húmedos, en los mástiles situados sobre las torres de vigilancia, a lo largo
de los muros, donde los centinelas hacían guardia y observaban a través de la
oscuridad.
A lo largo de la amplia calle Océano, como se denominaba la calzada situada frente al
mar, unas pocas personas se movían en las tinieblas, mientras el agua gorgoteaba en
los albañales. La mayor parte de las rechonchas barcazas de transporte que llevaban
de un lado a otro el comercio de Kern, así como las estilizadas galeras que lo protegían
de los corsarios de las islas Gorgon, habían sido dejadas fuera de servicio durante la
estación, sacadas del agua y colocadas en cobertizos situados a lo largo de la playa al
sur del paseo que daba al mar. Por lo tanto, había muy pocas naves utilizando los
muelles y embarcaderos de la calle Océano, a excepción de las cajas usuales donde se
colocaba el pescado, la mayor parte de las cuales estaba expuesta a la tormenta.
Un carro de dos caballos pasó traqueteando, con unas ruedas de bronce golpeando
estrepitosamente sobre el empedrado y con su conductor llevando bien sujetas las
riendas de las cabalgaduras semisalvajes. El pasajero estaba envuelto hasta los ojos,
para protegerse de la humedad, pero las luces procedentes de las casas iluminaban los
adornos dorados del vehículo, poniendo así de manifiesto que el personaje debía
pertenecer a la oligarquía de príncipes mercaderes.
Suar Peial, apretando bajo su capa un par de abultados objetos, andaba por la calle,
prestando muy poca atención a las dudosas personas que miraban hacia el exterior
desde las puertas y callejuelas. Estas personas, después de observar la estatura de
Suar y la delgada vaina que se veía por debajo de la capa, miraban hacia otro lado para
observar otras cosas más tranquilizadoras.
Un ruido, procedente de una calleja, atrajo la atención de Suar. Con una simple mirada,
se dio cuenta de que se estaba librando una lucha. Un hombre, con la espalda apoyada
en un ángulo de la pared, se defendía de las patadas y golpes de una especie de porra
con la que le atacaba un grupo de cinco. El aspecto de estos últimos, tan andrajosos
como las hojas caídas de los robles que bordeaban las avenidas de Kern, indicaron a
Suar que se trataba de los típicos ladrones del barrio.
Un hombre sensato que viviera en aquella zona se limitaría a pasar tranquilamente de
largo, aparentando no haber visto ni oído nada. Pero si Suar era sensato, no estaba
dispuesto a serlo en Kern. Lo habría sido en su casa, en Zhysk, en el mar Sireniano;
incluso podría haber llegado a ser rey de Zhysk. Pero tal y como se presentaban las
cosas, aquel hombre estaba destinado a caer bajo las porras y espadas de sus
atacantes en cuestión de segundos. Aun cuando hubiera sido el doble de grande y
hubiera estado mucho mejor armado, no podía enfrentarse con cinco al mismo tiempo.
Si sus cobardes asaltantes hubieran estado dispuestos a arriesgar uno o dos embates
más duros, el hombre ya habría sido dominado.
Suar se quitó la capa, envolvió con ella los objetos que llevaba, desenvainó su delgado
estoque de bronce y se dirigió resueltamente hacia el lugar de la pelea. A medida que
avanzaba, escogió como primer contrincante al que llevaba la porra. En cuanto a los
otros, dos llevaban espadas cortas, de hoja ancha, y los otros dos, simples cuchillos. De
haber dispuesto de un escudo o de una armadura, Suar habría tenido muy poco que
temer de la porra, pero, al no disponer de defensa adecuada, temía enfrentarse a ella
con su estoque, de unos setenta centímetros de largo.
El hombre que llevaba el garrote se volvió al oírle aproximarse y saltó hacia atrás. Los
otros cuatro también se apartaron de su víctima, en una actitud con la que parecían
dispuestos a huir inmediatamente. Entonces, el de la porra dijo:
- Sólo es uno. ¡Matémosle también!
Dio un paso hacia adelante, haciendo oscilar el arma. Suar no trató de evitar el ataque;
antes, por el contrario, sus largos y huesudos brazos y piernas se lanzaron hacia
adelante en una poderosa embestida, atravesando con la punta de su estoque el brazo
del hombre. Después, Suar saltó hacia atrás, tratando de recuperarse antes de que lo
alcanzara la porra. No lo consiguió del todo. Aunque el golpe quedó debilitado por la
herida sufrida en el brazo del ladrón, la madera alcanzó el cráneo de Suar, le raspó la
oreja derecha y pegó sobre su hombro del mismo lado; sintió el doloroso golpe, pero no
lo bastante fuerte como para inutilizarle. Después, la porra cayó al suelo cuando su
propietario abrió la mano a causa de su herida en el brazo.
Cuando el hombre se quedó allí, sosteniéndose el brazo herido y mirándole
estúpidamente, la espada de Suar se movió de nuevo con rapidez, como la lengua de
una serpiente, y la punta se introdujo en el amplio pecho del ladrón. El hombre de la
porra lanzó una maldición, tosió, se dobló y cayó sobre el barro de la calleja. Cuando
los demás comenzaron a acercarse más a Suar, rodeándole, éste lanzó una estocada
contra el espadachín más cercano a él, que retrocedió, sin ser alcanzado;
inmediatamente después, Suar se revolvió contra uno de los que llevaban cuchillo. El
hombre intentó coger la hoja con su mano libre, pero Suar evitó el agarrón y le clavó la
espada en el cuerpo.
Todo esto se había desarrollado en menos tiempo de lo que un hombre tranquilo tarda
en respirar tres veces. En aquel instante, un sonido seco atrajo la atención de todos. La
víctima original se había arrojado contra la espalda de su atacante más cercano tras
recoger la porra del suelo, propinándole un poderoso golpe en la cabeza.
Después, quedaron tres ladrones tirados en el barro y los otros dos echaron a correr,
huyendo. Uno de los que yacían en el suelo seguía moviéndose y gimiendo.
Suar miró al hombre que había rescatado. No podía distinguir mucho bajo aquella luz
penumbrosa, pero se dio cuenta de que llevaba pantalones de tartán y el majestuoso
bigote de los bárbaros del noreste. El hombre retrocedió un poco, cogiendo con fuerza
la porra, como si aún no estuviera muy seguro de las intenciones de Suar.
- Puedes apartar eso, camarada - dijo Suar, envainando su espada -. No soy ningún
ladrón, sino un simple poetastro.
- ¿Quién eres, entonces? - preguntó el pequeño hombre.
Al igual que Suar, hablaba el hesperiano bastardo de los puertos del océano Occidental,
aunque con un extraño acento.
- Soy Suar Peial de Amferé, de profesión cantante de canciones dulces. Y vos, buen
señor, ¿quién sois?
El hombre emitió algunos sonidos muy curiosos a través de su garganta, como si
estuviera imitando el ladrido de un perro.
- ¿Qué habéis dicho? - preguntó Suar.
- Dije que mi nombre es Ghw Gleokh. Supongo que debo daros las gracias por haberme
rescatado.
- Vuestra elocuencia me abruma. ¿Sois extranjero?
- Así es - contestó Ghw Gleokh -. Ayudadme a vendar estas heridas. - Y mientras Suar
le vendaba dos ligeras heridas que Ghw había recibido, éste preguntó -: ¿Me podéis
decir dónde diablos se puede comprar en Kern un poco de vino para remojarse el
gaznate?
- Me dirigía a la taberna de Derende para ejercer mi oficio - contestó Suar -. No tengo
ninguna objeción que poner a que me acompañéis.
Mientras hablaba, Suar limpió la espada en las ropas del cuerpo que tenía más cerca, la
envainó y se volvió. Recogió su capa y los objetos que tenía enrollados en ella y
reanudó su camino. Ghw Gleokh echó a trotar detrás de él con la espada ancha del
hombre muerto, pues él no poseía ninguna.
Suar se dirigió directamente a la taberna de Derende y apartó la cortina de cuero que
servía de puerta. Tuvo que agacharse para no dar con la cabeza en la parte superior
del marco de la entrada, pues él procedía de Poseidonis, al otro lado de los mares
occidentales - o Pusad, como también se le llamaba -, donde un metro noventa de
altura era una estatura normal. El fuego crepitaba en la chimenea central, y su
resplandor iluminaba los rostros barbudos y sin barba, mientras que el humo formaba
una capa azulada que se deslizaba lentamente por el agujero existente en el techo. Era
un fuego pequeño, pues en Kern nunca hacía verdadero frío.
Suar se abrió paso por entre los bancos abarrotados, saludó a un par de conocidos y
colocó sus objetos sobre el mostrador de servicio de Derende. Uno era una maltrecha y
vieja lira, el otro un saco de provisiones que olía fuertemente a pescado, a pesar de los
muchos olores que se notaban en la taberna.
- ¡Oh, si es el poeta! - exclamó Derende, apretando su enorme barrigón contra el otro
lado del mostrador -. ¿Estás bien, vagabundo?
- Bastante bien, mesonero - contestó Suar -. Te traigo, para que cocinéis mi cena, a la
propia reina de las criaturas marinas, a la perla de los peces. ¡Mira!
Desató el cordel que ataba el saco de provisiones y dejó sobre el mostrador un gran
pulpo. Ghw, que se había empinado detrás de él para poder ver, retrocedió, lanzando
un terrible grito.
- ¡Dioses! - gritó -. ¡Ese es el monstruo universal! ¿Estáis seguro de que está muerto?
- Completamente seguro - contestó Suar, sonriendo burlonamente.
- No cabe duda de que lo habéis robado a algún pobre pescador - gruñó Derende.
- ¡Qué mal juzga el mundo a un artista! - exclamó Suar -. si os dijera que lo he
conseguido honradamente, no me creeríais, así es que, ¿para qué discutir? En
cualquier caso, cocinadlo bien con aceite de oliva y unas pocas verduras, y servidlo con
el mejor vino verde de Zhynsk.
Derende comenzó a recoger el pulpo.
- Las verduras y el aceite las podéis tener gratis a cambio de vuestro canto, pero en
cuanto al vino, tendréis que pagarlo.
- ¡Vaya! Esta mañana aún tenía algunas monedas, pero me enzarcé en un juego y las
perdí. Si me fiáis hasta que cante y pase la bandeja...
- En ese caso - dijo Derende, sacudiendo la cabeza -, la cerveza de cebada será buena
para vos.
- ¡Por las cuerdas de la lira! - exclamó Suar -, ¿Cómo esperáis que cante habiendo
bebido esa agua de fregar platos? - después, haciendo gestos hacia las demás
personas que llenaban la taberna, dijo -: ¿Suponéis que todas estas personas están
aquí porque les gusta vuestra cerveza amarga y por vuestra cara bonita? Vienen a
escucharme. ¿Quién llena vuestro nauseabundo tugurio noche tras noche?
- Escuchadme - dijo Derende -. Tendrá que ser cerveza, o ya podéis marcharos con
vuestros cantos a otra parte. Traeré una mujer; alguna moza de pechos robustos que
no sólo cantará para ellos sino que, además...
Ghw Gleokh se adelantó entonces y colocó sobre el mostrador una pequeña moneda
de cobre en forma de una cabeza en miniatura, en la que estaba grabado el pez volador
de Kern.
- Tome - dijo, con su misterioso acento -. Dénos una buena jarra de vino.
Derende sonrió al ver la moneda.
- Así está mejor, maese Derende - dijo Suar -. Y ahora, viejo barril de manteca, ¿habéis
visto a mi amigo Midawan, el herrero?
- No esta noche - contestó Derende, sacando una botella de cuero y un par de jarras de
cuero embreado.
- Sin duda alguna, vendrá más tarde - comentó Suar -. ¿Hay alguna nueva noticia?
- El Senado ha contratado a un nuevo hechicero - replicó Derende -. Un tarteso llamado
Barik.
- ¿Y qué ocurrió con el antiguo?
- Lo empalaron a causa de la tormenta de arena.
- ¿A qué se refiere? - preguntó Ghw con interés.
- Conjuró una tormenta de arena para aplastar una incursión de camellos de lixitanos
del desierto - explicó Derende -, pero se equivocó de dirección y enterró a un puñado de
nuestros propios guerreros. ¿Y qué noticias tenéis vos, Suar?
- ¡Oh! El joven Okkozen, el hijo del cónsul Bulkajmi, fue arrestado por conducir
imprudentemente su carro estando bebido. Gracias a sus buenas relaciones, el
magistrado lo dejó libre después de haberle dado una buena reprimenda. Geddel, el
comerciante, ha sido asesinado en las montañas Atlanteas por una bruja a la que trató
de engañar a la hora de pagarle sus hechizos mortales. - Suar se volvió entonces hacia
su compañero y dijo -: Mi buen Ghw, encontremos un lugar donde sentarnos, aunque
tengamos que hacer levantar de su asiento a uno de estos grasientos kerneanos. Vais a
compartir mi hermoso pulpo, y yo, a cambio, masticaré un trozo de vuestro pan.
- El pan lo podéis tener a cambio de lo que os debo - dijo Ghw en tono áspero -, pero ni
con una espada al rojo vivo me obligarán a comer un solo trozo de ese terrible monstruo
marino.
- Tanto peor para vos - comentó Suar y, mirando sobre las cabezas de los presentes,
señaló hacia un lugar -. Allí hay un banco vacío. Vamos.
El banco era uno de los dos situados a ambos lados de una mesa, ubicada en una
esquina.
Dos hombres estaban sentados frente a ellos, con las espaldas apoyadas contra la
pared y unas capas negras extendidas sobre sus cabezas. Al principio, Suar los tomó
por euskerianos a causa de las capas, pero al sentarse se dio cuenta de que su aspecto
resultaba un tanto extraño. El más joven y alto comía pan y queso, mientras que el más
viejo y pequeño no comía, sino que inhalaba el humo picante que se elevaba de un
diminuto brasero puesto en la mesa, frente a él. no prestaron ninguna atención a los
recién llegados.
Suar desenrolló su capa y la colocó debajo del banco, poniendo al descubierto la falda
a franjas de los oriundos de Poseidonis, así como una vieja camisa de lo que hacía
mucho tiempo, había sido una lana exquisita, y que ahora se veía muy remendada. Se
colocó en el extremo del banco, de cara a la pared, frente al pequeño extranjero vestido
de negro, mientras que Ghw se quitó su capa y se colocó en el otro extremo. Suar llenó
las jarras de vino, mientras Ghw cortaba rebanadas del pan de cebada que llevaba,
ligeramente humedecido por la lluvia. Poco después, los dos se encontraban
masticando y engullendo.
- Mi querido y viejo camarada - dijo Suar, con la boca llena -, ¿qué es esa cosa curiosa
con la que estabais golpeando a los ladrones, como Zormé apaleando a los
brutonianos? Me parece que nunca he visto nada igual.
Ghw, que era un hombre de baja estatura, con el pelo rojo y unos brazos de longitud
simiesca, lanzó una terrible mirada a su compañero.
- Eso es algo de lo que no me gusta hablar - gruñó Ghw.
- Allá vos si queréis ser un piojo - comentó Suar, encogiéndose de hombros.
Rasgó las cuerdas de su lira y dirigiéndose al hombre pequeño que estaba sentado
frente a él, dijo:
- Perdonadme, caballero, pero ese humo no me parece una dieta muy alimenticia. Si
gustáis tomar un trozo de la mejor ensalada de pulpo que se ha hecho en Kern, me
complacerá mucho guardaros uno en cuanto llegue, pues el monstruo resulta
demasiado grande, incluso para mi amplia capacidad.
El hombre levantó por fin la mirada. Sus pupilas no eran más que unos simples puntos
bajo el brillo parpadeante de la luz que se encontraba en el pequeño brasero, situado
en el centro de la mesa.
- Vuestras intenciones son meritorias - dijo -, y por ellas seréis honrado en los libros de
los dioses. Pero habéis de saber, mortal, que cuando el alma está alimentada, el cuerpo
se ocupa de sí mismo.
- Vos también sois mortal - observó Suar -. Bueno, me parece que voy a tener que
comerme ese bicho yo solo...
- No será así - dijo una nueva voz -. Lo he traído para compartirlo con vos.
Un hombre moreno, de altura media y unos enormes músculos, con pelo y rasgos algo
negroides, se encontraba en uno de los extremos de la mesa, sosteniendo un gran plato
de madera sobre el que se habían amontonado los trozos humeantes del pulpo
cocinado.
- Aparta esa luz, vieja jirafa, y que se vaya este tipo de pelo rojo.
El hombre dejó el plato sobre la mesa, se acercó una silla, y dejó en la mesa un trozo
de queso, media hogaza de pan y una bolsa llena de pastillas, que eran su contribución
a la comida.
- No - dijo Suar -, este hombre de pelo rojo es amigo mío, porque acabo de salvarle la
vida.
Suar narró brevemente la historia de la batalla, hinchándola un poco, y añadió:
- Se llama Ghw Gleokh, si es que lo podéis creer. Si no lo podéis pronunciar, aclaraos
un poco la garganta y os acercaréis lo suficiente a la pronunciación correcta. Supongo
que procede de una de las tribus de bárbaros y sangrientos celtas. ¿No es así, Ghw?
- Todo correcto, excepto esa observación de que somos bárbaros. Soy un gálata.
¿Quién es este hombre?
- Mi viejo amigo Midawan, el herrero - contestó Suar -. Como desayuno, se come
cabezas de lanza de bronce. Procede de Tegrazen, en el sur, que se encuentra junto a
las fronteras con el País Negro. Aunque es de ascendencia parcialmente negra, jura
una y otra vez que nunca ha probado carne humana. Yo le tomo el pelo con eso cuando
me fastidia.
- Algún día me tomarás el pelo un poco más de lo que estaré dispuesto a soportar - dijo
Midawan, sentándose en la silla, al extremo de la mesa -, y te haré un nudo con ese
cuello de cisne que tienes. Vamos, gálata, ¡toma un tentáculo!
- ¡Apartad de mí esa babosa criatura marina! - dijo Ghw -. ¿Es que en toda Kern no hay
un buen asado?
- Desde luego - contestó Suar -. Pero sólo para los ricos. Nosotros, la gente corriente,
nos consideramos afortunados si podemos probar un trozo de asado durante la Fiesta
de Korb. No era así en el país de donde procedo, en el que engullíamos filetes de
bisonte todos los días. Y, hablando de caza, esa misteriosa barra vuestra, ¿es alguna
especie de arma o instrumento de caza?
Para entonces, Ghw Gleokh había bebido ya el vino suficiente como para haberse
suavizado. Lanzó un sonoro eructo y dijo:
- Podéis decirlo así; podéis decirlo. En realidad, es una herramienta mágica que posee
el más alto poder. Cuando se la utiliza adecuadamente, ningún hombre y ninguna bestia
puede resistirla.
En aquel momento habló el hombre más joven y alto que llevaba la capa y estaba
sentado al otro lado e la mesa:
- ¡Vaya! Escuchen la fanfarronada de ese bárbaro.
- Caballero - dijo Ghw, poniéndose rígido -, no os conozco, pero no permito que ninguna
gentuza me hable de esa manera.
- En cuanto a eso - dijo el joven de la capa -, soy Qahura, aprendiz de mago, y éste es
mi maestro, Semkaf. Venidos de la ciudad de Tifón, en el país de Setesh, cuya magia
está tan lejos de la vuestra, como la vuestra pueda estarlo de la de un niño.
- Tranquilizaos, tonto - murmuró el viejo mago, el que fuera identificado con el nombre
de Semkaf.
- Pero, maestro, no es correcto permitir que estos salvajes se mofen y se burlen de
nosotros. Se les tiene que dar una lección.
- Si hay aquí alguien que deba enseñarle algo a alguien, seré yo - dijo Ghw, elevando la
voz -. Soy un druida iniciado de los gálatas, conocido por todos, mientras que nunca oí
hablar de vuestra Tifón y hasta dudo que exista.
- Claro que existe - dijo Qahura -, como aprenderíais en cuanto nos visitarais y fuerais
desollado en cualquiera de nuestros altares para el sacrificio. Tifón se eleva, en negro y
púrpura, surgiendo de los márgenes místicos el mar de Tesh, entre las tumbas
piramidales de los reyes que reinaron con el mayor esplendor sobre Setesh, cuando la
poderosa Torrutseish no era más que un pueblo, y cuando la dorada Kern no era más
que un trozo de playa vacío. Ningún hombre viviente conoce la historia completa de
Tifón, ni las circunvoluciones de sus calles y de sus pasajes secretos, ni los enormes
tesoros de sus reyes, ni de los poderes ocultos de sus hechiceros. En cuanto a vos -
espetó el aprendiz -, si sois un druida, ¿dónde están vuestro manto blanco y vuestra
corona de muérdago? ¿Qué estáis haciendo en Kern?
- ¡Oh! Eso, mi rimbombante y joven amigo, es una cuestión de política tribal. Nuestro
arquedruida murió repentinamente, y algunos tuvieron la mala intención de asegurar
que yo lo había matado.
- Evidentemente - dijo Qahura -, esa magia druídica de que os jactáis no fue suficiente
para evitar las hojas de los cuchillos. ¿Podéis hacer algo que no sea la simple lectura
de las señales del tiempo atmosférico?
- Todo lo que vos podáis hacer y mucho más. Por ejemplo, ¿queréis ver a los héroes de
Gálata?
Sin esperar la contestación, Ghw extendió una mano sobre la mesa, dando algunos
pases y murmurando unas palabras. Inmediatamente, aparecieron sobre la mesa un
grupo de pequeñas figuras, del tamaño de un dedo meñique; algunas iban a pie, otras a
caballo y otras montaban en unos carros de ruedas escitas. Algunas llevaban
pantalones bárbaros, mientras que otras iban desnudas y llevaban el cuerpo pintado
con chillones colores. Se movieron precipitadamente y sus gritos sonaron en los oídos
de Suar como el zumbido de los mosquitos. Un par de ellos comenzaron a luchar con
espadas del tamaño de astillas.
- ¡Vaya! - exclamó Qahura -. Pequeños maniquíes, pero cualquiera de los gatos
sagrados de Setesh acabaría rápidamente con todos ellos.
Lanzó a su vez algunas palabras y un gran gato amarillo apareció sobre la mesa.
Agarró a uno de los gálatas en miniatura y comenzó a zarandearlo como si se tratara de
un pequeño ratoncillo. Con un gesto, Ghw eliminó a los otros héroes, aunque el gato
continuó zarandeando a su víctima.
- Todo lo que vos podáis hacer, lo puedo hacer yo también, y mejor - dijo Ghw -.
Conjuráis a un familiar en forma de un gato, yo haré lo mismo, pero con forma de lobo,
y ya veremos...
- ¡Caballeros! - exclamó Suar, colocando una mano sobre el brazo de Ghw -. Antes de
que continúe esta competencia, haciendo aparecer leones y mamuts, consideren que la
taberna de Derende no es el lugar más adecuado para que luchen entre sí esa clase de
criaturas. Nos destrozarían, a nosotros y a los demás clientes, como si fuéramos
pequeñas sabandijas. Y, lo que es más importante, aún no he cantado mis canciones,
ni pasado mi platillo. Os pido que esperéis hasta que se aclare el tiempo y podamos
dirigirnos hacia cualquier lugar abierto, al otro lado de las murallas, para que entonces
podáis convocar cada uno todos vuestros séquitos demoníacos. A los kerneanos les
agradará mucho el juego.
- Hay algo de bueno en eso que decís, poeta - dijo Qahura -. Sin embargo, debe quedar
bien entendido que nosotros, los de Setesh, sentimos el máximo desprecio por
cualquier hechizo que este druida expulsado pueda poner en marcha. Mi propio
maestro Semkaf manda a la gran serpiente Apepis, que podría tragarse al maestro Ghw
y a todas sus miniaturas de un solo bocado.
- Me parece que no será así - dijo Ghw, cogiendo algo de debajo del banco -. Este es el
hechizo más fuerte de todos. Sólo tengo que dirigirlo hacia vos o a cualquiera de
vuestros monstruos para que caigan muertos como si hubieran sido sacudidos por un
rayo.
Mostró en la mano el objeto con el que se había estado defendiendo contra los
ladrones. Se trataba de un tubo de bronce de unos sesenta centímetros, abierto por un
extremo y cerrado por el otro, sujeto por bandas de bronce a una pieza de madera
labrada que se extendía más allá del extremo cerrado, y que terminaba en una especie
de culata cuadrada.
El viejo de Setesh tuvo que hacer un esfuerzo para salir de su estupor.
- Esto es interesante, gálata - admitió -. Aunque estoy de acuerdo con todo lo que dice
Qahura y mucho más, nunca había visto una vara mágica como ésa. ¿Cómo actúa?
Ghw bebió un largo trago de vino, hipó y rebuscó algo en un talego. Sacó finalmente un
puñado de una sustancia oscura y granular, que vertió sobre el extremo abierto del
tubo, introduciéndola en éste.
- Se inserta este polvo mágico, así - dijo -. Después, se introduce esta bola de plomo,
hecha para que quepa sin dificultades en el interior del tubo, y se coloca sobre el
polvo..., así. Se empuja la bala hacia abajo con un palo en cuyo extremo hay varios
trapos, con objeto de colocarla en su sitio..., así. Se echa después un poco del polvo en
este pequeño agujero..., así. Después se enciende este polvo con cualquier llama
adecuada y, produciendo una poderosa llamarada la bala es impulsada, atravesando
cualquier objeto que se interponga en su camino. Pero no temáis; valoro demasiado
estos polvos como para desperdiciarlos haciendo una demostración ante un par de
saltimbanquis degenerados como vosotros.
- ¿Por qué no lo usasteis contra los ladrones? - preguntó Suar.
- Porque el tubo no estaba cargado y porque, aun cuando lo hubiera estado, no
disponía de fuego con el cual ponerlo en marcha.
Los ojos despiertos de Semkaf miraban fijamente el artilugio.
- ¿Y cuál es la composición de ese polvo? - preguntó.
Ghw hizo girar la cabeza con una solemnidad de beodo.
- ¡Eso nunca lo sabréis por mí! Me fue confiado por parte del desgraciado arquedruida,
justo antes de su accidente. Cuando se encontraba tendido, moribundo a causa del
corte que él mismo se había hecho, me confió el instrumento y todos sus secretos.
Midawan el herrero, que se había mantenido demasiado ocupado hasta ese momento
como para tomar parte en la conversación, dijo:
- No me gusta vuestro instrumento mágico, extranjero. Si tiene el suficiente polvo detrás
de la bola, destrozará mi escudo o mi peto más fuerte. ¿Qué sería entonces de mi
oficio? ¡Al fondo del océano!
- No sería sólo eso - comentó Suar -. Si estas mejoras estuvieran introducidas en el
ejército, el viejo y noble arte de la esgrima no tardaría en desaparecer. Ahora que los
hombres luchan cargados como langostas con planchas y láminas de bronce, antes que
un estoque prefieren llevar esas enormes espadas de hoja ancha, para abrirse paso así
por entre las defensas del enemigo. Son como simples golpes de leñador.
- Los tiempos cambian y uno tiene que cambiar con ellos - dijo Midawan.
- Cierto, pero eso también se aplica a vos - observó Suar -. Así es que será mejor que
comencéis a elaborar una serie de faroles de bronce y espejos para el día en que esos
instrumentos se hayan adueñado de los campos de batalla.
Semkaf se inclinó entonces hacia Ghw Gleokh.
- Desearía vuestro instrumento, mortal. Dádmelo.
- ¡Cómo! ¡Insolente bribón! - replicó Ghw -. ¿Estáis loco? Nosotros matamos a los
hombres por menos de lo que habéis dicho.
- ¡Caballeros! - dijo Suar -. ¡Aquí no, os lo ruego! O esperad al menos a que haya
terminado la Canción de Vrir y haya recogido mi dinero. Os llenaré los corazones de
emoción... - y se apresuró a tocar la lira.
- ¿Qué son vuestras canciones para mí? - preguntó Semkaf -. Yo no poseo emociones
mortales. Quiero...
- Así pues, sois como esos glotones cerdos de Kern - dijo Suar -. No apreciáis las artes,
como ellos. Sólo se preocupan por el dinero. De cualquier modo, ese instrumento no os
servirá de nada si no sabéis la fórmula del polvo.
- Eso lo puedo saber en cuanto quiera a través de mis propias artes - replicó Semkaf -.
Vamos, amigo Ghw, os ofrezco a cambio lo que es de mayor valor para vos.
- ¿Y qué es eso, bufón! - preguntó Ghw.
- Únicamente vuestra vida.
Ghw lanzó un escupitajo a través de la mesa e inmediatamente después cogió su jarra
de vino y lanzó lo que en ella quedaba contra el rostro del de Setesh.
- ¡Eso es para vos!
Semkaf se secó su escuálido rostro con la punta de su capa y volvió su cabeza de
halcón hacia su aprendiz, murmurando:
- Estos salvajes me están hartando. Mátales, Qahura.
Qahura humedeció un dedo en su jarra de vino, trazó un símbolo sobre la mesa y
comenzó a recitar algo. Antes de que pudiera terminar la primera frase en la
desconocida lengua que empleaba, Ghw Gleokh elevó su instrumento de tubo con la
mano derecha y se apoyó la culata de madera contra el hombro, de modo que la parte
abierta del tubo apuntara contra el pecho de Qahura. Con la mano izquierda, cogió la
llama del brasero y la aplicó al pequeño agujero situado sobre la parte superior del tubo.
Se oyó un ruido sibilante y del agujero surgió un penacho de llama amarillenta y unas
chispas. Casi instantáneamente, la habitación se estremeció con el estampido de una
tremenda explosión. La llama y el humo surgidos por el extremo abierto del tubo
impidieron el poder ver a Qahura.
Mientras la habitación aún estaba llena de los ecos de la explosión, todos los rostros se
volvieron hacia la mesa de Suar. Después, se escucharon terribles gritos y el sonido de
las sillas y mesas arrastradas, cuando todos los presentes intentaron salir de allí al
mismo tiempo, abalanzándose unos sobre otros, llenos de pánico. El gato conjurado por
Qahura se desvaneció en el mismo instante de la explosión. Suar tosió ante el olor del
sulfuro quemado.
Cuando empezó a aclararse el humo, Qahura, con los párpados caídos y la boca
abierta, cayó sobre la mesa, con el rostro, ennegrecido por el humo, sobre el vino
derramado. Por encima de su cuerpo, Semkaf y Ghw se quedaron mirando fijamente el
uno al otro. Ghw había dejado el tubo a un lado, sacando la espada de hoja ancha que
le quitara al ladrón, pero ahora parecía estar luchando contra una extraña parálisis que
le atenazaba. Suar trató de levantarse, descubriendo que se había enredado las
piernas con el banco, la capa y el estoque.
- Os he subestimado - dijo Semkaf, sacándose de uno de los dedos un anillo en forma
de reptil y realizando movimientos místicos con él, al tiempo que decía: ¡Antif maa-yb,
'oth-m-hru, Apepite!
Suar percibió un terrible hedor a reptil y el seco deslizarse de unas escamas. No vio
nada pero, a su derecha, Midawan el herrero retrocedió como si hubiera sentido un
contacto invisible y Ghw Gleokh lanzó un grito horrendo. Algo se agarró al gálata,
haciéndole caer del banco al suelo. Suar, que aún intentaba ponerse de pie, se quedó
atónito al observar que el brazo derecho del ex-druida había desaparecido hasta la
altura del hombro.
Los demás clientes casi habían vaciado ya el local, saliendo al exterior a través de
todas las aberturas existentes. Todos desaparecieron en un momento.
Con un rápido movimiento, Midawan sacó un cuchillo de hoja ancha de su cinto y saltó
diagonalmente sobre la mesa, desde el extremo donde se hallaba sentado, yendo a
caer casi sobre el regazo de Suar, en el mismo lugar donde antes estuviera sentado
Ghw. Al mismo tiempo que cayó, su brazo derecho se extendió, introduciendo el
cuchillo en el pecho de Semkaf, cortándole a mitad de otra frase de anatema y condena.
En el suelo, Ghw realizaba extrañas convulsiones, como si una inmensa e invisible
serpiente le estuviera estrujando mortalmente. Su cuerpo se dobló y se sacudió y los
huesos crujieron como astillas.
Suar se libró de su enredo, se levantó rápidamente, retrocediendo hasta la puerta. El y
Midawan eran las últimas personas que quedaban en la taberna, a excepción de los
tres magos. Cuando Suar echaba a correr hacia la puerta, arrastrando la capa y
llevándose su preciosa lira, se detuvo un instante para mirar hacia atrás.
Ahora, Semkaf estaba echado hacia adelante, con el rostro sobre la mesa, como su
aprendiz, y a su lado. Sobre el suelo, Ghw Gleokh, ensangrentado y distorsionado,
había dejado de retorcerse. Ahora estaba quieto en el suelo, pero tanto su cabeza
como su otro brazo también habían desaparecido. En aquella última mirada, Suar vio
como la zona de invisibilidad descendía hasta que sólo quedó la mitad inferior del
cuerpo de Ghw y sus piernas. Parecía como si estuviera viendo a una rana que fuera
tragada por la cabeza de una serpiente invisible...
Ya en el exterior, Suar y Midawan corrieron tres manzanas a lo largo de la calle
Océano antes de detenerse para respirar.
- ¿Por qué mataste a Semkaf? - preguntó Suar -. En realidad, no era una pelea nuestra.
- ¿Es que no le oíste decir a Qahura que nos matara a todos? Estos brujos no son
precisamente amables cuando lanzan sus maldiciones.
- ¿Y cómo pudiste hacerlo cuando Ghw no pudo?
- No lo sé. Supongo que fue porque llevé cuidado de no mirarle a los ojos, y quizás
porque estaba algo debilitado por aquella droga que estaba inhalando; me parece que
era el olor de la rosa de la muerte.
- Pero ahora, su demonio privado ha quedado suelto sin nadie capaz de hacerlo
regresar a su propio mundo.
- Normalmente, esas cosas regresan por sí solas - comentó Midawan, encogiéndose de
hombros -. Eso es, al menos, lo que he oído decir. Si mañana oímos decir que Apepis
aún anda suelta por la ciudad, podemos ir a ver a mis primos, en Tegrazen. Además, de
no haberle matado, Semkaf se habría enterado de los secretos del tubo tronador y si
esa cosa llega a ser utilizada por todos, mi negocio habría terminado por venirse abajo.
Suar Peial se dio cuenta entonces de que Midawan llevaba el ingenio de tubo en
cuestión. Al hablar, el herrero hizo girar el instrumento por encima de su cabeza y lo
lanzó con fuerza hacia la bahía. Suar escuchó un débil chapoteo cuando el arma chocó
invisiblemente contra el agua, hundiéndose en la oscuridad.
- ¡Eh! - exclamó Suar -. Si tú no lo querías, yo podría haber vendido el bronce por el
precio de varias comidas. Como esta noche no he tenido oportunidad de cantar, no sé
cuando podré volver a comer ni cuando podré beber una jarra de vino, o presumir con
una moza.
- Es mucho mejor que esas cosas estén fuera del alcance de cualquiera - dijo Midawan
-. Por mi parte, puedo invitarte a una comida o dos. Ya sabes que eso en realidad no
me preocupa. tendremos que mejorar nuestras artes; pero ningún juguete mágico como
ése nos dejará nunca fuera del negocio. Sí, señor, las armaduras continuarán
existiendo.
FIN

sábado, 7 de noviembre de 2009

PEQUEÑO VOCABULARIO VU-DU

Vocabulario
VU-DU

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ABAKUÁ (Abakwá, Abacuá): Secta afrocubana, también conocida por el nombre de Ñañiguismo o ñáñigos, procedente de los pueblos Efik y Ekoi de la Costa Calabar del Oeste de África. El término Abakuá se refiere al pueblo y la región de Akwa, donde floreció esta sociedad en el continente africano. Aunque actualmente se la da por desaparecida, desde mediados del siglo XIX y hasta muy entrado el XX, la Sociedad Abakuá ejerció una enorme influencia secreta en la vida política y social de Cuba, como puede comprobarse en la novela que le consagró Alejo Carpentier: Ecue—Yamba—O.

AMARRE: Se llama así en la Santería al acto ejecutado por un brujo o curandero con el fin de retener a la persona amada, manteniéndola bajo su voluntad. Se trata, esencialmente, de un hechizo amoroso.

BABALAWO (Babalao): Sacerdote santero dedicado al culto adivinatorio de Fa o Ifá. Su nombre significa “Padre y dueño del secreto” en lengua yoruba, de cuyo Oráculo de Ifé africano proviene este culto. Más generalmente, sacerdote santero.

BABALOCHA: Sacerdote santero encargado de las ceremonias de iniciación de los nuevos santeros.

BAJAR EL SANTO (Coger el Santo, subir el Santo, tener el Santo, etc.): Frase que se usa familiarmente en la Santería para denominar la posesión física de un creyente por alguno de los santos u Orichas, llamada a su vez “monta”.

BARÓN SAMEDI: Loa o dios Vudú, señor y guardián de los cementerios, algunas veces identificado con Guedé, que es representado por una gran cruz colocada sobre la tumba del primer hombre enterrado en el lugar. Junto al Barón la Croix y el Barón Cimitière, forma la tríada de los Barones Vudú, todos con herramientas de enterradores.

CANDOMBLÉ (Candombé): Nombre que designa en Bahía (Brasil) ciertos cultos —y sus prácticas— afroamericanos, muy similares al Vudú y, sobre todo, a la Santería. Aunque originalmente era africano y yoruba o nago, rindiendo por tanto culto a los Orixás al igual que la Santería a sus Orichas, posteriormente se han introducido variantes como el Candomblé Blanco, con divinidades indias autóctonas. Al igual que, a veces, las palabras Vudú y Santería, Candomblé puede designar tanto la religión como sus prácticas, las ceremonias y, al tiempo, el recinto donde se celebran.

DAMBALLAH (Damballah Wedo): Loa o dios Vudú de la lluvia, los ríos y los lagos. Su símbolo es la serpiente, generalmente una boa constrictor rojiza, y al tratarse de uno de los Loas más poderosos, temidos y adorados, ha contribuido sobremanera a extender el error de que el Vudú es un simple culto a la Serpiente.

EBBÓ (Ebó): Palabra yoruba que designa en Santería la ofrenda de frutas y dulces o el sacrificio de animales cuadrúpedos y de aves que se ofrece a los Orichas para obtener su favor.

GANGÁNGÁME: Sacerdote o brujo perteneciente a la secta Gangá de la Santería cubana, de origen congo o bantú, y fuertemente animista. En ella se adora a los espíritus de los muertos, y está fundamentalmente orientada hacia la magia y los ritos funerarios.

GRIS GRIS: Hechizo mágico Vudú que puede consistir tanto en un simple sacrificio animal, como en una bolsa llena de objetos mágicos, en un talismán o en un fetiche. Puede usarse tanto para el bien como para el mal, y ejerce su influencia sobre la suerte de aquél a quien se le destina. A veces designa un dibujo místico en el suelo, similar a los vevés haitianos. Es un término propio del Sur de los Estados Unidos, pero procede del africano Gri—Gri, de igual significado.

GUEDÉ (Ghede): Loa Vudú de la muerte y los cementerios. Designa tanto una divinidad como a un conjunto de dioses, relacionados siempre con los cementerios, la muerte, los ritos funerarios y el culto a los antepasados. Procede del pueblo de los Ghede—vi, casta africana de enterradores llevada como esclavos a Haití. Paradójicamente, Guedé posee también connotaciones fálicas, siendo también Señor de la Vida, muy dado a las obscenidades y a la bebida.

IWORO: En lengua yoruba, dícese de los santeros y creyentes que son hijos de Obatalá.

IYALOCHAS (Yalochas): Sacerdotisas santeras, equivalentes femeninos del Babalocha o Babalao.

LENGUA: Nombre que se da en la Santería a los rezos y frases litúrgicas que se recitan en lengua yoruba. Asimismo, la Sociedad Abakuá denomina “lengua” al dialecto ñáñigo, y en el Vudú se llama “langage” a la lengua usada en los sagrados ritos africanos.

LUCUMÍ: Nombre que dieron arbitrariamente los cubanos a todos los negros procedentes de Nigeria, la mayoría de ellos yorubas, por lo cual ha quedado también como sinónimo de yoruba y de la propia Santería, de predominio nigeriano.

MAMALOI: Familiarmente, nombre con el que se designa a las sacerdotisas Vudú, sobre todo en el Sur de los Estados Unidos, pero a veces también en Haití.

OBEAH: Nombre que recibe en algunas islas del Caribe —Trinidad, Martinica, Jamaica, etc.— la magia afroamericana, y que equivale hasta cierto punto al Vudú y la Santería.

OMÓ (Omó Oricha): En yoruba, hijo de Santo. Es decir, aquél que ha sido iniciado por completo en la Santería y elegido ya por su Oricha correspondiente.

ORICHAS (Orischas): Nombre genérico de las divinidades yorubas a las que se rinde culto en la Santería, y también en el Candomblé brasileño con el nombre de Orixás. Son el equivalente de los Loas del Vudú, y al ser sincretizados con el Santoral católico, la palabra Oricha deviene a su vez sinónimo de Santo.

ORO: En yoruba, la palabra que designa el cielo, el lugar de residencia de los Santos u Orichas.

OUANGAS (Wangas): Maleficios Vudú, actos de magia negra contra un enemigo o amuletos mágicos que se emplean con fines egoístas o malignos. También mal de ojo.

PALO MAYOMBE (Regla de Palo): Secta afrocubana de origen bantú, inclinada profundamente hacia la magia y la brujería. Con el nombre de Palo Cruzado se subordina al sistema yoruba de la Santería, al que complementa con prácticas y dioses congoleños, siempre con un enfoque más práctico y utilitario. Tal es la forma de este culto, que Mayombé es a veces el nombre que se le da al espíritu del mal, y el término mayombero sirve para designar a todos los brujos en general.

PAPALOI: Familiarmente, nombre que se da a los sacerdotes del Vudú.

PATAKÍ (Patakín): Relato cuyo protagonismo puede correr a cargo de los dioses, de reyes, animales y hasta objetos, de carácter mitológico y moral. Encabeza, acompañado de un refrán o conseja, cada signo (odu) del Diloggún o Tablero de Ifá, el sistema adivinatorio yoruba usado en Santería.

PIEDRA (Otán): Piedra sagrada en la que se supone reside el espíritu de un Santo u Oricha; se guarda en una “sopera” y se le hace el “ebbó” que corresponda a su Oricha.

REGLA DE OCHA (Regla Lucumí): Nombre que se le da también a la Santería. Dos son las Reglas principales afrocubanas: la Regla de Ocha o Santería, y la Regla de Palo o Palo Mayombe.

SANTOS: Al llegar a Cuba, los Orichas yorubas fueron asimilados por los esclavos a los Santos de sus amos, para poder adorarlos y celebrar sus fiestas. Lo mismo ocurrió en Brasil y en Haití, donde Orixás y Loas tienen sus Santos correspondientes. De este fenómeno sincrético deriva el término Santería, extendido después a toda Latinoamérica y Estados Unidos.

SANTISMO: Aunque a veces se le llama también Santería, no debe confundirse con el culto afroamericano originado en Cuba. Se trata de un sincretismo amerindio propio de México y la frontera de Estados Unidos, que utiliza prácticas tanto del catolicismo más ferviente como de viejos rituales aztecas, mayas e indígenas en general. Está estrechamente relacionado con los artistas imagineros mexicanos y chicanos, muchos de los cuales pertenecen a sectas santistas, y sus prácticas, miembros y área de influencia se guardan en el máximo secreto.

SOPERA: Recipiente donde se guarda y protege el “otán” de un Oricha, así como sus collares y otros objetos sagrados. Al contacto con el español se debe que este recipiente, originalmente una vasija de madera o barro, cobrara la forma y la decoración de una sopera barroca, pintada con los colores de su Santo.

martes, 27 de octubre de 2009

Los Sueños de la Casa de la Bruja

Los Sueños de la Casa de la Bruja
(H. P. Lovecraft)

Walter Gilman no sabía si fueron los sueños los que provocaron la fiebre, o si fue la fiebre la causa de los sueños. Detrás de todo se agazapaba el horror lacerante y mohoso de la antigua ciudad y de la execrable buhardilla donde escribía, estudiaba y luchaba con cifras y fórmulas cuando no estaba dando vueltas en la mezquina cama de hierro. Sus oídos se estaban sensibilizando de manera poco natural e intolerable, y ya hacía tiempo que había parado el reloj barato de la repisa de la chimenea, cuyo tictac había llegado a parecerle como un tronar de artillería. Por la noche, los rumores de la ciudad oscurecida, el siniestro corretear de las ratas en los endebles tabiques y el crujir de las ocultas tablas en la centenaria casa bastaban para darle la sensación de barahúnda. La oscuridad siempre estaba llena de inexplicables ruidos, y no obstante Gilman se estremecía a veces temiendo que aquellos sonidos se apagaran y le permitieran oír otros rumores más leves que acechaban detrás de ellos.
Se encontraba en la inmutable ciudad de Arkham, llena de leyendas, de apiñados tejados a la holandesa que se tambaleaban sobre desvanes donde las brujas se ocultaron de los hombres del Rey en los oscuros tiempos coloniales. Y en toda la ciudad no había lugar más empapado en recuerdos macabros que el desván que albergaba a Gilman, pues precisamente en esta casa y en este cuarto se había ocultado Keziah Mason, cuya fuga de la cárcel de Salem continuaba siendo inexplicable. Aquello ocurrió en 1692: el carcelero había enloquecido y desvariaba acerca de algo peludo, pequeño y de blancos colmillos que había salido corriendo de la celda de Keziah, y ni siquiera Cotton Mather pudo explicar las curvas y ángulos dibujados sobre las grises paredes de piedra con algún líquido rojo y pegajoso.
Posiblemente Gilman no debiera haber estudiado tanto. El cálculo no euclidiano y la física cuántica bastan para violentar cualquier cerebro, y cuando se los mezcla con tradiciones folklóricas y se intenta rastrear un extraño fondo de realidad multidimensional detrás de las sugerencias espantosamente crueles de las leyendas góticas y de los fantásticos susurros junto a una esquina de la chimenea, apenas puede esperar encontrarse completamente libre de una cierta tensión mental. Gilman era de Haverhill, pero sólo después de haber ingresado en el colegio universitario de Arkham empezó a asociar sus conocimientos matemáticos con las fantásticas levendas de la magia antigua. Algo había en el ambiente de’vieja ciudad que actuaba oscuramente sobre su imaginación. Los profesores de la Universidad de Miskatonic le habían recomendado que fuera más despacio y habían reducido voluntariamente sus estudios en varios puntos. Además, le habían prohibido consultar los dudosos tratados antiguos sobre secretos ocultos que se guardaban bajo llave en la biblioteca de la Universidad. Pero estas precauciones llegaron tarde, de modo que Gilman pudo obtener algunos terribles datos del temido Necronomicón de Abdul Alhazred, del fragmentario Libro de Eibon, y del prohibido Unausspreclichen Kulten de Von Junzt, que correlacionó con sus fórmulas abstractas sobre las propiedades del espacio y la conexión de dimensiones conocidas y desconocidas.
Sabía que su cuarto estaba en la antigua Casa de la Bruja; en realidad lo había alquilado por tal motivo. En los archivos del Condado de Essex figuraban numerosos datos acerca del proceso contra Keziah Mason y lo que esta mujer había admitido bajo presión del tribunal de Oyer y Terminer fascinó a Gilman hasta un punto realmente irrazonable. Keziah le había hablado al juez Hathorne de líneas y curvas que podían trazarse para señalar direcciones, a través de los muros del espacio, hacia otros espacios de más allá insinuando que tales líneas y curvas eran utilizadas frecuentemente en ciertas reuniones de medianoche celebradas en el sombrío valle de la piedra blanca, situado más allá de la Loma del Prado, y en el islote desierto del río. También había hablado del Hombre Negro, del juramento que ella había prestado y de su nuevo nombre secreto, Nahab. Tras de lo cual trazó aquellas figuras en la pared de su celda y desapareció.
Gilman creía cosas extrañas acerca de Keziah, y sintió un raro estremecimiento al enterarse de que la casa en que había vivido la anciana seguía en pie después de más de doscientos treinta y cinco años. Cuando oyó los rumores que corrían por Arkham entre susurros acerca de la persistente presencia de Keziah en la antigua casa y en los estrechos callejones, acerca de marcas irregulares, como de dientes humanos, observadas en ciertos durmientes de aquella y de otras casas, acerca de los gritos infantiles oídos la víspera del Día de Mayo y en el Día de Todos los Santos, del hedor percibido en el ático del viejo edificio precisamente después de esos días temidos, y acerca de la cosa pequeña y peluda, de afilados dientes, que rondaba por la vieja casa y por laciudad y acariciaba a la gente curiosamente con el hocico en las oscuras horas que preceden al amanecer, decidió vivir allí a toda costa. Una habitación resultaba fácil de obtener, pues la casa era impopular y dificil de alquilar y desde hacía tiempo se dedicaba a alojamiento barato. No hubiera podido decir lo que esperaba encontrar allí, pero sabía que deseaba estar en aquel edificio donde alguna circunstancia había dado, más o menos repentinamente, a una vulgar anciana del siglo xvii, un atisbo de profundidades matemáticas tal vez más atrevidas que las más modernas elucubraciones de Planck, Heisenberg, Einstein y de Sitter.
Estudió las maderas y las paredes de yeso en busca de dibujos crípticos en los lugares accesibles donde se había desprendido el empapelado, y al cabo de menos de una semana logró alquilar el ático del este en donde se decía que Keziah se había dedicado a la brujería. Había estado desalquilado desde el principio, ya que nadie se había mostrado dispuesto a ocuparlo por mucho tiempo, pero el patrón polaco tenía miedo de alquilarlo. Sin embargo, nada en absoluto le ocurrió a Gilman hasta que le dio la fiebre. Ninguna Keziah fantasmal merodeó en los sombríos pasillos o en los aposentos, ninguna cosa pequeña y peluda se deslizó al interior del tétrico cuarto para hocicar a Gilman, ni éste encontró rastros de los conjuros de la bruja pese a su constante búsqueda. Algunas veces, paseaba por el oscuro laberinto de callejuelas sin pavimentar y que olían a moho, donde las misteriosas casas pardas de ignorada antigüedad se inclinaban, se tambaleaban v hacían muecas burlonas a través de las ventanas de pequeños cristales. Sabía que allí habían ocurrido en otros tiempos cosas extrañas, y flotaba en el aire una vaga sugerencia de que quizá no todo lo perteneciente a aquel pasado anómalo había desaparecido, al menos en las callejuelas más oscuras, estrechas e intrincadamente retorcidas. En dos ocasiones remó también hasta el maldecido islote del río e hizo un croquis de los extraños ángulos descritos por las hileras de piedras grises cubiertas de crecido musgo que allí se alzaban y cuyo origen era oscuro e inmemorial.
La habitación de Gilman era de buen tamaño pero de forma irregular; la pared del norte se inclinaba perceptiblemente hacia el interior mientras que el techo, de poca altura, bajaba suavemente en igual dirección. Aparte de un evidente agujero correspondiente a un nido de ratas y los rastros de otros tapados, no había entrada ninguna, ni señales de que la hubiera habido, al espacio que debía de existir entre la pared inclinada y la recta pared exterior de la parte norte de la casa, aunque desde el exterior se veía una ventana que había sido tapiada en un tiempo muy remoto. El desván situado encima del techo, que debía haber tenido inclinado el suelo, era asimismo inaccesible. Cuando Gilman subió con una escalera . al desván lleno de telarañas que quedaba directamente encima de su habitación, encontró vestigios de una abertura antigua hermética y pesadamente cerrada con antiguos tablones y asegurada con fuerte estacas de madera, corrientes en la carpintería de los tiempos coloniales. Sin embargo, el casero, a pesar de sus muchos ruegos, se negó a permitirle investigar lo que había de trás de aquellos espacios cerrados.
A medida que transcurría el tiempo, aumentó su interés por la pared y el techo de su cuarto, pues comenzó a adivinar en los extraños ángulos de la construcción un significa do matemático que parecía brindar vagos indicios a su objetivo. La vieja hechicera podía haber tenido muy buenas razones para vivir en una habitación de extraños ángulos ¿acaso no decía haber traspasado los límites del mundo espacial conocido a través de ciertos ángulos? Su interés fu desviándose gradualmente de los espacios vacíos situados a otro lado de las paredes inclinadas, pues ahora parecía que la finalidad de tales superficies atañía al lado del cual se encontraba.

La fiebre y los sueños comenzaron a principios de febrero. Durante algún tiempo, parece que los extraños ángulos de la habitación de Gilman tuvieron sobre él un raro efecto casi hipnótico; y, a medida que el sombrío invierno avanzaba, se encontró contemplando con creciente intensidad la esquina en donde el techo descendente se unía con la pared inclinada. En aquella época, le preocupó gravemente su incapacidad para concentrarse en sus estudios y comenzó a temer seriamente por los resultados de los exámenes parciales. También le molestaba aquel exacerbado sentido de la audición. La vida se había convertido para él en una persistente y casi insufrible cacofonía, y tenía la constante y amedrentadora impresión de percibir otros sonidos procedentes, tal vez, de regiones situadas más allá de la vida, temblando al mismo borde de la percepción. En cuanto a ruidos concretos, los peores eran los que hacían las ratas en los antiguos tabiques. A veces, su rascar parecía no sólo furtivo, sino deliberado. Cuando llegaba desde más allá de la pared inclinada del norte, estaba mezclado con una especie de castañeteo seco; y cuando procedía del desván situado encima del techo inclinado, clausurado hacía más de un siglo, Gilman siempre se preparaba para lo peor, como si esperara algo horrible que sólo aguardara su momento antes de bajar para aniquilarlo totalmente.
Los sueños estaban más allá del límite de la cordura, y Gilman pensaba que eran resultado conjunto de sus estudios de matemáticas y de sus lecturas sobre leyendas populares. Había estado pensando demasiado en las vagas regiones que, según sus fórmulas, tenían que existir más allá de las tres dimensiones conocidas, y en la posibilidad de que la vieja Keziah Mason, guiada por alguna influencia imposible de conjeturar, hubiera encontrado la puerta de acceso a aquellas regiones. Los amarillentos legajos del juzgado del distrito que contenían el testimonio de aquella mujer y el de sus acusadores sugerían terriblemente cosas fuera del alcance de la experiencia humana, y las descripciones del frenético y pequeño objeto peludo que le hacía las veces de demonio familiar eran desagradablemente realistas, a pesar de ser increíblemente detalladas.
Ese ser, de tamaño no mayor que el de una rata grande y al que las gentes del pueblo llamaban caprichosamente «Brown Jenkin», parecía haber sido fruto de un notable caso de sugestión colectiva, pues en 1692 no menos de doce personas atestiguaron haberío visto. También los rumores recientes acerca de él coincidían de una manera desconcertante e incomprensible. Los testigos decían que tenía el pelo largo y forma de rata, pero que la cara, con afilados dientes y barba, era diabólicamente humana, en tanto que sus zarpas parecían diminutas manecillas. Llevaba recados de la vieja al diablo y se alimentaba con la sangre de la hechicera que sorbía como un vampiro. Su voz era una especie de risita detestable y podía hablar todos los idiomas. De las múltiples monstruosidades que Gilman veía en sus pesadillas ninguna le provocaba tanto pavor y repugnancia como aquel malvado y diminuto híbrido, cuya imagen se le presentaba en forma mil veces más odiosa de lo que su mente despierta había deducido de los viejos legajos y los rumores modernos.
Las pesadillas de Gilman consistían por lo general en soñar que caía en abismos infinitos de inexplicable crepúsculo coloreado y llenos de confusos sonidos, abismos cuyas propiedades materiales y de gravitación Gilman ni siquiera podía concebir. En sus sueños ni caminaba ni trepaba, ni volaba ni nadaba, ni reptaba; pero siempre experimentaba una sensación de movimiento, en parte voluntaria y en parte involuntario. No podía juzgar bien acerca de su propio estado, pues brazos, piernas y torso siempre le resultaban imposibles de ver, desvanecidos en alguna clase de alteración de la perspectiva; pero percibía que su organización física y sus facultades quedaban transmutadas de manera mágica y proyectadas oblicuamente, aunque conservando una cierta grotesca relación con sus proporciones y propiedades normales.
Los abismos no estaban vacíos, sino poblados de indescriptibles masas anguladas de sustancia de colorido ajeno a este mundo, algunas de las cuales parecían orgánicas y otras inorgánicas. Algunos de los objetos orgánicos tendían a despertar vagos recuerdos dormidos, aunque no podía formarse una idea consciente de lo que burlonamente imitaban o sugerían. En los últimos sueños empezó a distinguir categorías independientes en las que los objetos parecían dividirse y que suponían en cada caso una especie radicalmente distinta de normas de conducta y de motivación básica. De estas categorías, una le pareció que incluía objetos algo menos ilógicos y desatinados en sus movimientos que los pertenecientes a las demás.
Todos los objetos, tanto los orgánicos como los inorgánicos, eran completamente indescriptibles, e incluso incomprensibles. A veces Gilman comparaba los inorgánicos a prismas, a laberintos, a grupos de cubos y planos, y a edificios ciclópeos; y las cosas orgánicas le daban sensaciones diversas, de conjuntos de burbujas, de pulpos, de ciempiés, de ídolos indios vivos y de intrincados arabescos vivificados por una especie de animación ofidia. Todo cuanto veía era indescriptiblemente amenazador y terrible, y si uno de los entes orgánicos parecía, por sus movimientos, haberse fijado en él, sentía un terror tan espantoso y horrible que generalmente se despertaba sobresaltado. De cómo se movían los entes orgánicos no podía decir más que de cómo se movía él mismo. Con el tiempo observó otro misterio: la tendencia de ciertos entes a aparecer repentinamente procedentes del espacio vacío, o a desvanecerse con igual rapidez. La confusión de gritos y rugidos que retumbaba en los abismos desafiaba todo análisis en cuanto a tono, timbre o ritmo, pero parecía estar sincronizada con vagos cambios visuales de todos los objetos indefinidos, tanto orgánicos como inorgánicos. Gilman experimentaba el continuo temor de que pudiera elevarse hasta algún grado insufrible de intensidad durante alguna de sus oscuras e implacables fluctuaciones.
Pero no era en estas vorágines de alienación total cuando veía a Brown jenkin. Aquel horror abominable estaba reservado para ciertos sueños más ligeros y vívidos que le asaltaban inmediatamente antes de caer profundamente dormido. Gilman permanecía echado en la oscuridad, luchando para mantenerse despierto, cuando una leve claridad parecía relucir en torno a la centenaria habitación revelando en una neblina violácea la convergencia de los planos angulados que de manera tan insidiosa se habían apoderado de su mente. El horror parecía salir del agujero de las ratas en el rincón y avanzar hacia él, deslizándose por las tablas del suelo combado, con una maligna expectación en su diminuto y barbado rostro humano; pero, afortunadamente, el sueño siempre se desvanecía antes que la aparición se acercara demasiado a él para acariciarlo con el hocico. Tenía los dientes diabólicamente largos, afilados y caninos. Gilman trataba de taponar el agujero de las ratas todos los días, pero noche tras noche los verdaderos habitantes de los tabiques roían la obstrucción, fuera lo que fuera. En una ocasión hizo que el casero clavara una lata sobre el orificio, pero a la noche siguiente las ratas habían abierto un nuevo agujero, y al hacerlo habían empujado o arrastrado un curioso trocito de hueso.
Gilman no informó de su fiebre al doctor, pues sabía que si ingresaba en la enfermería de la Universidad no podna
pasar los exámenes, para cuya preparación necesitaba todo su tiempo. Aun así, le suspendieron en cálculo diferencial y en psicología general superior, aunque le quedaba la esperanza de recuperar el terreno perdido antes de terminar el curso.
En marzo, un nuevo elemento entró a formar parte de su sueño preliminar, y la forma de pesadilla de Brown jenkin comenzó a verse acompañada por una nebulosa sombra que fue asemejándose cada vez más a una vieja encorvado. Este nuevo elemento le trastornó más de lo que pudiera explicar, pero acabó por decidir que era igual a una vieja con la que se había encontrado dos veces en el oscuro laberinto de callejas de los abandonados muelles. En aquellas ocasiones, la mirada maliciosa, sardónica y aparentemente injustificada de la bruja, casi le había hecho estremecer, especialmente la primera vez, cuando una rata de gran tamaño, que atravesó la boca en sombras de un callejón vecino, le hizo pensar irrazonablemente en Brown jenkin. Y pensó que aquellos temores nerviosos se estaban reflejando ahora en sus desordenados sueños.
No podía negar que la influencia de la vieja casa era nociva, pero los restos de su morboso interés le retenían allí. Se dijo que las fantasías nocturnas se debían sólo a la fiebre, y que cuando desapareciera se vería libre de las monstruosas visiones. No obstante, aquellas apariciones tenían una absorbente vivacidad y resultaban convincentes, y siempre que despertaba conservaba una vaga sensación de haber vivido gran parte de lo que recordaba. Tenía la horrenda certidumbre de haber hablado en sueños olvidados con Brown jenkin y con la bruja, los cuales le habían apremiado para que fuese a alguna parte con ellos a encontrarse con un tercer ser más poderoso.
Hacia finales de marzo empezó a mejorar en matemáticas, aunque las otras asignaturas le fastidiaban de un modo creciente. Estaba adquiriendo una habilidad intuitiva para resolver ecuaciones riemannianas, y asombró al profesor Upham con su comprensión de la cuarta dimensión v de otros problemas que sus compañeros ignoraban. Una tarde se discutió la posible existencia de curvaturas caprichosas en el espacio y de puntos teóricos de aproximación, o incluso de contacto, entre nuestra parte del cosmos y otras regiones diversas tan remotas como las estrellas más lejanas o los mismos vacíos transgalácticos, e incluso tan fabulosamente distantes como unidades cósmicas hipotéticamente concebibles más allá del continuo tiempo-espacio einsteniano. La forma en que Gilman trató el tema dejó admirados a todos, aunque algunas de sus ilustraciones hipotéticas provocaron un aumento de las siempre abundantes habladurías sobre su nerviosa y solitaria excentricidad. Lo que hizo que los estudiantes sacudieran la cabeza fue su teoría sobriamente enunciada de que un hombre con conocimientos matemáticos fuera del alcance de la mente humana podía pasar de la Tierra a otro cuerpo celeste que se encontrara en uno de los infinitos puntos de la configuración cósmica.
Para ello, dijo, sólo serían necesarias dos etapas: primero, salir de las esfera tridimensional que conocemos, y segundo, regresar a la esfera de las tres dimensiones en otro punto, tal vez infinitamente lejano. Que esto se pudiera hacer sin perder la vida era concebible en muchos casos. Cualquier ser procedente de un lugar del espacio tridimensional podría sobrevivir probablemente en la cuarta dimensión; y la supervivencia en la segunda etapa dependería de qué parte extraña del espacio tridimensional eligiera para su reentrada. Los habitantes de algunos planetas podían vivir en otros, incluso en astros pertenecientes a otras galaxias o a similares fases dimensionales de otro continuo espacio-tiempo, aunque, naturalmente, debía existir un inmenso número de ellos mutuamente inhabitables, aunque fueran cuerpos o zonas espaciales matemáticamente yuxtapuestos.
También era posible que los habitantes de una zona dimensional determinada pudieran soportar la entrada en muchos dominios desconocidos e incomprensibles de dimensiones más numerosas, o indefinidamente multiplicadas, de dentro o de fuera del continuo tiempo-espacio dado, y lo contrario podría darse. Esto era cuestión de conjetura, aunque se podía estar bastante seguro de que el tipo de mutación que supondría pasar de un plano dimensional dado al plano inmediatamente superior no destruiría la integridad biológica tal como la entendemos. Gilman no podía explicar muy claramente las razones que tenía para esta última suposición, pero su vaguedad en este punto quedaba más que compensada por su claridad al tratar otros temas muy complejos. Al profesor Upham le causó especial placer su demostración de la relación que existía entre las matemáticas superiores y ciertas fases de la magia transmitidas a lo largo de los milenios desde tiempos de indescriptible antigüedad, humanos o prehumanos, cuando se tenían mayores conocimientos acerca del cosmos y de sus leyes.
Alrededor del 1 de abril, Gilman estaba muy preocupado porque la fiebre no desaparecía. También le inquietaba lo que sus compañeros de hospedaje decían acerca de su sonambulismo. Parece que se ausentaba frecuentemente de la cama, y los crujidos de la madera del suelo de su habitación a ciertas horas de la noche despertaron más de una vez al huésped de la habitación de abajo. Aquel sujeto habló también del ruido de pies calzados durante la noche; pero Gilman estaba seguro de que en esto se equivocaba, porque sus zapatos y también el resto de la ropa siempre estaban en su sitio por la mañana. En aquella casa vieja y deteriorada podían experimentarse las sensaciones más absurdas. ¿Acaso el propio Gilman no estaba seguro de oír, en pleno día, ciertos ruidos, aparte del rascar de las ratas, procedentes de las negras bóvedas situadas más allá de la pared inclinada v del techo descendente? Sus oídos, de sensibilidad patológica, comenzaron a captar débiles pasos en el desván, cerrado desde tiempo inmemorial, encima de su habitación, y algunas veces la ilusión de tales pasos tenía un realismo angustioso.
Sin embargo, sabía que su sonambulismo era cierto, pues dos noches habían encontrado vacía su habitación con toda la ropa en su lugar. Se lo había asegurado Frank Elwood, el compañero de estudios, cuya pobreza le había obligado a hospedarse en aquella escuálida casa, de manifiesta impopularidad. Elwood había estado estudiando hasta la madrugada, y subió para que Gilman le ayudara a resolver una ecuación diferencial, encontrándose con que no estaba en su cuarto. Había sido algo atrevido de su parte abrir la puerta, que no estaba cerrada con llave, después de llamar y no recibir respuesta, pero necesitaba ayuda y pensó que a Gilman no le importaría demasiado que lo despertara suavemente. Pero Gilman no estaba allí ninguna de las dos veces, y cuando Elwood le contó lo sucedido se preguntó dónde podía haber estado vagando, descalzo y sólo con sus ropas de dormir. Decidió investigar el asunto si continuaban las noticias acerca de sus paseos sonámbulos, y pensó en esparcir harina sobre el suelo del pasillo para averiguar a dónde se dirigían sus pisadas. La puerta era la única salida concebible, ya que la estrecha ventana daba al vacío.
Avanzado el mes de abril, llegaron a oídos de Gilman, aguzados por la fiebre, las dolientes plegarias de un hombre supersticioso que arreglaba telares llamado Joe Mazurewicz, y cuya habitación se encontraba en la planta baja. \lazurewicz había contado absurdas historias acerca del fantasma de la vieja Keziah y de aquel ser husmeante, peludo y de dientes afilados, afirmando que algunas veces le perseguían de tal manera que sólo su crucifijo de plata (que con ese propósito le había regalado el padre lwanicki, de la iglesia de San Estanislao) podía darle algún alivio. Ahora rezaba porque se acercaba el Sabbath de las brujas. La víspera del primero de mayo era la Noche de Walpurgis, cuando los espíritus infernales vagaban por la tierra y todos los esclavos de Satanás se congregaban para entregarse a ritos y actos indecibles. Siempre era una mala fecha en Arkham, aunque la gente de categoría de la avenida Miskatonic y de las High y Saltonstall Streets pretendían no saber nada acerca de ello. Ocurrirían cosas desagradables, y probablemente desaparecerían uno o dos niños. Joe sabía de estas cosas, pues su abuela, en su país de origen, lo había oído de labios de la suya. Lo más prudente era rezar el rosario en este período. Hacía tres meses que ni Keziah ni Brown jekin se habían acercado a la habitación de joe, ni a la de Paul Choynski, ni a ningún otro sitio, y esto era un mal síntoma. Algo deberían estar tramando.
El día 16, Gilman fue al consultorio del médico y se sorprendió al comprobar que su temperatura no era tan alta como había temido. El médico le interrogó a fondo y le aconsejó que fuese a ver a un especialista de los nervios. Gilman se alegró de no haber consultado al médico de la Universidad, un hombre más inquisitivo. El viejo Waldron, que ya anteriormente le había restringido el trabajo, le hubiera obligado a tomarse un descanso, cosa imposible ahora que estaba a punto de obtener grandes resultados con sus ecuaciones. Se encontraba indudablemente próximo a la frontera entre el universo conocido y la cuarta dimensión, y nadie era capaz de predecir hasta dónde podría llegar.
A veces se preguntaba sobre el motivo de tan extraña confianza, incluso cuando pensaba así. ¿Provenía este peligroso sentido de inminencia de las fórmulas con que cubría tantos papeles día tras día? Los pasos amortiguados, furtivos e imaginarios del clausurado desván le alteraban. Y ahora, además, tenía la creciente sensación de que alguien estaba tratando de persuadirle constantemente de que hiciera algo terrible que no podía hacer. ¿Y el sonambulismo? ¿A dónde iba algunas noches? ¿Qué era aquella leve sugerencia de sonido que a veces parecía vibrar a través de la confusión de rumores identificables, incluso a plena luz del día y en plena vigilia? Su ritmo no correspondía a nada terreno, como no fuera a la cadencia de uno o dos innombrables cantos de aquelarre, y algunas veces temía que correspondieran a ciertos atributos de los vagos gritos o rugidos oídos en aquellos abismos soñados totalmente extraños.
En tanto los sueños se iban haciendo atroces. En la fase preliminar más ligera la vieja malvada se le aparecía claramente, y Gilman comprendió que era la que le había atemorizado en los barrios pobres. La encorvado espalda, la nariz ganchuda y la barbilla llena de arrugas eran inconfundibles, y sus ropas pardas e informes eran las que él recordaba. La cara de la vieja tenía una expresión de horrible malevolencia y exultación, y cuando Gilman despertaba podía recordar una voz cascada que persuadía y amenazaba. Gilman tenía que conocer al Hombre Negro e ir con ellos hasta el trono de Azatoth, en el mismo centro del Caos esencial. Esto era lo que decía la bruja. Tendría que firmar en el libro de Azatoth con su propia sangre y adoptar un nuevo nombre secreto, ahora que sus investigaciones independientes habían llegado tan lejos. Lo que le impedía ir con ella v Brown Jenkin y el otro al trono del Caos, en torno del cual tocan las agudas flautas descuidadamente, era porque había visto el nombre «Azatoth» en el Necronomicón, v sabia que correspondía a un mal primordial demasiado horrible para ser descrito.
La vieja se materializaba siempre cerca del rincón donde se unían la pared inclinada y el techo descendente. Parecía cristalizarse en un punto más cercano al techo que al suelo, y cada noche se acercaba un poco más y era más visible antes de que el sueño se desvaneciera. También Brown jenkin estaba un poco más cerca del final, y sus colmillos amarillentos relucían odiosamente en la fosforescencia sobrenatural de color violeta. Su repulsiva risita de tono agudo resonaba continuamente en la cabeza de Gilman, y por la mañana recordaba cómo había pronunciado las palabras «Azatoth» y «Nyarlathotep».
En los sueños más profundos todas las cosas eran también más visibles, y Gilman tenía la sensación de que los abismos en penumbra crepuscular que le rodeaban eran los de la cuarta dimensión. Los entes orgánicos, cuyos movimientos parecían inconsecuentes y sin motivo, eran probablemente proyecciones de formas vitales procedentes de nuestro propio planeta, incluidos los seres humanos. Lo que fueran los otros en su propia esfera, o esferas dimensionales, no se atrevía a pensarlo. Dos de las cosas movedizas menos incongruentes, un conjunto bastante grande de iridiscentes burbujas esferoidales alargadas, y un poliedro mucho más pequeño de colores desconocidos y ángulos formados por superficies y que cambiaban a gran velocidad, parecían observarle y seguirle de un lado a otro o flotar delante de él a medida que cambiaba de posición entre gigantescos prismas, laberintos, racimos de cubos y planos, y formas que casi eran edificios; y continuamente los gritos y rugidos se hacían cada vez más estentóreos, como si acercaran algún monstruoso clímax de insoportable intensidad.
En la noche del 19 al 20 de abril sucedió algo nuevo. Gilman estaba moviéndose, medio involuntariamente, por los abismos en penumbra con la masa burbujeante y el pequeño poliedro flotando delante, cuando percibió los ángulos de extraña regularidad que formaban los bordes de unos gigantescos grupos de prismas vecinos. Unos segundos después se hallaba fuera del abismo tembloroso, de pie en una rocosa ladera bañada por una intensa y difusa luz de color verde. Estaba descalzo y en ropa de dormir, y cuando trató de andar encontró que apenas podía levantar los pies. Un torbellino de vapor ocultaba todo menos la pendiente inmediata, y se estremeció al pensar en los sonidos que podían surgir de aquel vapor.
Vio entonces dos formas que se le acercaban arrastrándose con gran dificultad: la vieja y la pequeña cosa peluda. La bruja se puso trabajosamente de rodillas y consiguió cruzar los brazos de singular manera, en tanto que Brown jenkin señalaba en cierta dirección con una zarpa horriblemente antropoide que levantó con evidente dificultad. Movido por un impulso involuntario, Gilman se arrastró en la dirección señalada por el ángulo que formaban los brazos de la bruja y la diminuta garra del diabólico engendro, y antes de dar tres pasos arrastrando los pies se encontró nuevamente en los ensombrecidos abismos. Bullían a su alrededor formas geométricas, y cayó vertiginosa e interminablemente, para acabar despertando en su lecho, en la buhardilla demencialmente inclinada de la vieja casa embrujada.
Por la mañana se sintió sin fuerzas para nada, y no asistió a ninguna de las clases. Alguna desconocida atracción dirigía su vista en una dirección al parecer incongruente. pues no podía evitar el mirar fijamente a cierto punto vacío del suelo. Según fue avanzando el día, su mirada sin vista cambió de situación, y para mediodía había dominado el impulso de contemplar el vacío. A eso de las dos salió a comer, y mientras recorría las angostas callejuelas de la ciudad se encontró girando siempre hacia el sudeste. Con gran es-fuerzo se detuvo en una cafetería de Church Street, y después del almuerzo sintió el misterioso impulso con mayor intensidad.
Tendría que consultar a un especialista de los nervios después de todo, pues tal vez aquello estuviera relacionado con su sonambulismo, pero mientras tanto podría intentar al menos romper por sí mismo el morboso encantamiento. Indudablemente, era aún capaz de resistir el misterioso impulso, de modo que se dirigió deliberadamente y muy decidido hacia el norte por Garrison Street. Cuando llegó al puente que cruza el Miskatonic le corría un sudor frío, y se agarró a la barandilla de hierro mientras contemplaba el islote de mala fama, cuyas regulares ringleras de antiguas piedras en pie parecían cavilar sombríamente en medio del sol de la tarde.
Y algo le sobresaltó entonces. Pues había un ser vivo claramente visible en el desolado islote, y al volver a mirar se dio cuenta de que era la extraña vieja cuyo siniestro aspecto tanto le había impresionado en sus sueños. También se movían las altas hierbas cerca de ella, como si algún otro ser vivo se estuviese arrastrando por el suelo. Cuando la vieja empezó a volverse hacia él, Gilman huyó precipitadamente del puente v se refugió en el laberinto de callejas del muelle. Aunque el islote estaba a buena distancia, sintió que un maleficio monstruoso e invencible podía brotar de la sardónica mirada de aquella figura encorvado y vieja vestida de marrón.
La atracción hacia el sudeste todavía continuaba, y Gilman tuvo que hacer un gran esfuerzo para arrastrarse hasta la vieja casa y subir las desvencijadas escaleras. Estuvo varias horas sentado, silencioso y enajenado, mientras su mirada se iba volviendo paulatinamente hacia el Oeste. A eso de las seis, su aguzado oído oyó las dolientes plegarias de Joe Mazurewicz dos pisos más abajo; cogió desesperado el sombrero y salió a la calle dorada por el atardecer, dejando que el impulso que lo empujaba hacia el Sudeste lo llevara adonde quisiera. Una hora más tarde la oscuridad le encontró en los campos abiertos que se extendían más allá de Hangmas Brook, mientras las estrellas primaverales parpadeaban sobre su cabeza. El fuerte impulso de andar se estaba transformando gradualmente en anhelo de lanzarse místicamente al espacio, y entonces, repentinamente, supo de dónde procedía la fortísima atracción.
Era del cielo. Un punto definido entre las estrellas ejercía dominio sobre él y lo llamaba. Al parecer era un punto situado en algún lugar entre la Hidra y el Navío Argos, y comprendió que hacia él se había sentido impulsado desde que despertó poco después de amanecer. Por la mañana había estado debajo de él, y ahora se encontraba aproximadamente hacia el sur, pero deslizándose hacia el oeste. ¿Qué significaba esta novedad? ¿Se estaba volviendo loco? ¿Cuánto duraría? Afianzándose en su resolución, dio la vuelta y se encaminó una vez más hacia la siniestra casa.
Mazurewicz le estaba aguardando en la puerta y parecía ansioso y reticente a la vez por susurrarle alguna nueva historia supersticiosa. Se trataba de la luz maléfica. joe había participado en los festejos de la noche anterior -era el Día del Patriota en Massachussetts-, regresando a casa después de medianoche. Al mirar hacia arriba desde afuera, le pareció al principio que la ventana de Gilman estaba a oscuras, pero luego vio en el interior el tenue resplandor de color violeta. Quería advertirle sobre ese resplandor, ya que en Arkham todos sabían que era la luz embrujada que rodeaba a Brown Jenkin y al fantasma de la propia bruja. No lo había mencionado antes, pero ahora tenía que decirlo, porque significaba que Keziah y su familiar de largos colmillos andaban detrás del joven. Algunas veces, Paul Chovnski, Dombrowski, el casero, y él habían creído ver el resplandorfiltrándose por entre las rendijas del clausurado desván, encima de la habitación que ocupaba el señor, pero los tres habían acordado no hablar del asunto. Sin embargo, más le valdría al señor buscar habitación en algún otro lugar y pedir un crucifijo a algún buen sacerdote como el padre lwanicki.
Mientras charlaba el buen hombre, Gilman sintió que un pánico desconocido le aferraba la garganta. Sabía que Joe debía estar medio borracho al regresar a casa la noche antes, pero la mención de una luz violácea en la ventana de la buhardilla tenía una espantosa importancia. Aquella era la clase de luz que envolvía siempre a la vieja y al pequeño ser peludo en los sueños más ligeros y claros que precedían a su hundimiento en abismos desconocidos, y la idea de que una persona despierta pudiera ver la soñada luminosidad resultaba inconcebible. Sin embargo, ¿de dónde había sacado aquel hombre tan extraña idea? ¿Acaso no se había limitado él a vagar dormido por la casa, sino que también había hablado? No, joe dijo que no. Pero tendría que averiguarlo. Tal vez Frank Elwood pudiera decirle algo, aunque le molestaba mucho preguntarle.
Fiebre.... sueños insensatos..., sonambulismo..., ilusión de ruidos.... atracción hacia un punto del cielo.... y ahora la sospecha de decir dormido cosas de loco... Tenía que dejar de estudiar, ver a un psiquiatra y procurar dominarse. Cuando subió al segundo piso se detuvo ante la puerta de Elwood, pero vio que el otro estudiante había salido. Siguió subiendo a disgusto hasta su habitación, y en ella se sentó a oscuras. Su mirada continuaba sintiéndose atraída hacia el sur, pero también se encontró aguzando el oído para captar algún ruido en el clausurado desván de arriba, y medio imaginando que una maléfica luminosidad violácea se filtraba a través de una rendija muy pequeña del techo inclinado y bajo.
Aquella noche, mientras Gilman dormía, la luz violeta cayó sobre él con inusitada intensidad, y la bruja y el pequeño ser peludo se acercaron más que nunca y se mofaron de él con agudos chillidos inhumanos y diabólicas muecas. Gilman se alegró de hundirse en los abismos crepusculares, aunque la persecución de aquel grupo de burbujas iridiscentes y del pequeño y caleidoscópico poliedro resultaba amenazadora e irritante. Luego sobrevino un cambio, cuando vastas superficies convergentes de una sustancia de aspecto escurridizo aparecieron encima y debajo de él, cambio que culminó con una llamarada de delirio y un resplandor de luz desconocida y extraña, en la cual se mezclaban demencial e inextricablemente el amarillo, el carmesí y el índigo.
Estaba medio tumbado en una alta azotea de fantástica balaustrada que dominaba una infinita selva de exóticos e increíbles picos, superficies planas equilibradas, cúpulas, minaretes, discos horizontales en equilibrio sobre pináculos e innumerables formas aún más descabelladas, unas de piedra, otras de metal, que relucían magníficamente en medio de la compuesta y casi cegadora luz que sobre todo ello derramaba un cielo polícromo. Mirando hacia arriba vio tres discos prodigiosos de fuego, todos ellos de diferente color 5 situados a distinta altura por encima de un curvado hori’zonte, infinitamente lejano, de bajas montañas. Detrás de él se elevaban filas de terrazas más altas hasta donde alcanzaba la vista. La ciudad se extendía a sus pies hasta donde alcanzaba la vista, y Gilman deseó que ningún sonido brotara de ella.
El suelo del cual se levantó fácilmente era de una piedra veteada y bruñida que no pudo identificar, y las baldosas estaban cortadas en formas caprichosas, que más que asimetricas le parecieron estar basadas en alguna simetría ir-rracional, cuyas leyes era incapaz de entender. La balaustrada lellegaba hasta el pecho y estaba delicada y fantásticamente forjada, y a lo largo del barandal se veían intercaladas, de trecho en trecho, pequeñas figuras de grotesca concepción y exquisita talla. Las figuras lo mismo que la balaustrada parecían ser de un metal brillante, cuyo color no se podía adivinar en el caos de mezclados fulgores, y cuya naturaleza invalidaba todas las conjeturas. Representaban algún objeto acanalado en forma de barril y con delgados brazos horizontales que salían como radios de rueda de un anillo central y con abultamientos o bulbos que salían de la cabeza y de la base. Cada uno de estos bulbos era el eje de un sistema de cinco brazos, largos, planos, rematados en triángulos dispuestos alrededor del eje, como los brazos de una estrella de mar, casi horizontales, pero ligeramente curvados desde el barril central. La base del bulbo inferior se fundía en el largo barandal con un punto de contacto tan delicado que varias figuras se habían roto y desprendido. Medían éstas alrededor de cuatro pulgadas y media de altura, Y los aguzados brazos tenían un diámetro máximo de unas dos pulgadas v media.
Cuando Gilman se levantó, las losas le dieron una sensación de calor en los pies. Estaba completamente solo, y lo primero que hizo fue acercarse a la balaustrada y contemplar con vértigo la infinita y ciclópea ciudad que se extendía a casi dos mil pies por debajo de la terraza. Mientras escuchaba, le pareció que una rítmica confusión de tenues sonidos musicales que recorrían una amplia escala diatónico ascendía desde las estrechas calles de abajo, y deseó poder ver a los habitantes del lugar. Al cabo de un rato se le nubló la vista, y hubiera caído al suelo de no haberse agarrado instintivamente a la reluciente balaustrada. Su mano derecha fue a dar en una de las figuras que sobresalían, y el contacto pareció infundirle cierta fortaleza. Sin embargo, la presión era excesiva para la exótica delicadeza de aquel objeto metálico, y la figura erizada se le rompió en la mano. Aún medio mareado, continuó apretándola mientras su otra mano se agarraba a un espacio vacío en la lisa balaustrada.
Pero ahora sus oídos hipersensibles captaron algo a sus espaldas, y Gilman volvió la cabeza y miró a través de la horizontal terraza. Vio cinco figuras que se acercaban silenciosamente, aunque sus Movimientos no eran furtivos; dos de ellas eran la vieja y el animalejo peludo y de afilados colmillos. Las otras tres fueron las que le redujeron a la inconsciencia, pues eran representaciones vivas, de unos ocho pies de altura, de las equinodérmicas figuras de la balaustrada, que avanzaban valiéndose de las vibraciones de los brazos inferiores de estrella de mar que agitaban como una araña mueve las patas...
Gilman despertó en la cama, empapado de sudor frío v con una sensación de escozor en la cara, manos y pies. Saltando al suelo, se lavó y vistió con frenética rapidez, como si le fuera indispensable salir de la casa lo antes posible. No sabía adónde quería ir, pero comprendió que tendría que sacrificar las clases otra vez. La extraña atracción hacia aquel punto situado entre la Hidra y el Navío Argo había disminuido, pero otra fuerza todavía más potente la había reemplazado. Ahora notaba que tenía que dirigirse hacia el norte, infinitamente al norte. Sintió miedo de cruzar el puente desde el cual se veía el islote en medio del río Miskatonic, de modo que se dirigió al puente de la avenida Peabody. Tropezaba a menudo, pues ojos y oídos permanecían encadenados a un altísimo punto del vacío cielo azul.
Después de una hora aproximadamente, consiguió un mayor dominio de sí mismo y vio que se había alejado mucho de la ciudad. Todo cuanto le rodeaba tenía la estéril tristeza de las salinas, y el estrecho camino que se alejaba delante de él conducía a Innsmouth, esa antigua ciudad abandonada que la gente de Arkham estaba, curiosamente poco dispuesta a visitar. Aunque la atracción hacia el norte no había disminuido, la resistió como había aguantado la otra y finalmente acabó por descubrir que casi podía contrarrestarlas una con otra. Regresó a la ciudad y, luego de tomar una taza de café en un bar, se arrastró hacia la biblioteca pública y allí estuvo hojeando distraídamente una serie de revistas amenas. Unos amigos observaron lo quemado que estaba por el sol, pero Gilman no les habló de su paseo. A las tres almorzó algo en un restaurante y observó que la atracción o se había atenuado o se había dividido. Se metió en un cine barato para matar el tiempo, y vio la misma película una y otra vez sin prestarle atención.
A eso de las nueve de la noche volvió a casa y entró en ella lentamente. Joe Mazurewicz estaba allí mascullando oraciones y Gilman subió apresuradamente a su buhardilla sin detenerse para ver si Elwood estaba en casa. Fue al encender la débil luz cuando le atenazó la sorpresa. Vio inmediatamente que sobre la mesa había algo que no debía estar allí, y una segunda ojeada no dejó lugar a dudas. Tumbada sobre un costado, pues no podía tenerse en pie, estaba la exótica y erizada figura que en el monstruoso sueño había arrancado de la fantástica balaustrada. No le faltaba ningún detalle. El asomado centro en forma de barril, los delgados brazos radiados, los abultamientos en los dos extremos y los delgados brazos de estrella de mar, ligeramente curvados hacia afuera, que salían de aquellos abultamientos; todo estaba allí. A la luz de la bombilla, el color parecía ser una especie de gris iridiscente veteado de verde; y Gilman pudo ver, en medio de su horror y de su asombro, que uno de los abultamientos acababa en un borde irregular y roto correspondiente al anterior punto de unión con la soñada balaustrada.
Tan sólo el estar próximo al estupor le impidió gritar. Aquella fusión de sueño y realidad resultaba imposible de soportar. Aturdido, tomó el objeto bajó tambaleándose a la habitación de Dombrowski, el casero. Las dolientes plegarias del supersticioso Mazurewicz se oían todavía en los humedos pasillos, pero a Gilman ya le tenían sin cuidado. Dombrowski estaba en casa y le acogió amablemente. No. no había visto nunca aquel objeto y nada sabía acerca de ello. Pero su mujer le había dicho que había encontrado una cosa rara de latón en una de las camas cuando limpiaba a mediodía, y tal vez fuera aquello. Dombrowski llamó a su mujer y ella entró contoneándose como un pato. Sí, era aquello. Lo había encontrado en la cama del señor, en la parte más cercana a la pared. Le había parecido raro, pero, claro, el señor tenía tantas cosas raras en la habitación, libros, objetos curiosos, cuadros... Desde luego, ella no sabía nada acerca de aquella figura.
De modo que Gilman volvió a subir las escaleras más desconcertado que nunca, convencido de que estaba todavía soñando o de que su sonambulismo le había llevado a extremos inconcebibles y a robar en lugares desconocidos. ¿En dónde habría cogido aquel extraño objeto? No recordaba haberío visto en ningún museo de Arkham. Claro que de algún sitio había tenido que salir; y el verlo mientras lo cogía en sueños debía haber provocado la escena de la terraza con la balaustrada. Al día siguiente haría algunas cautelosas indagaciones, e iría a consultar al especialista en enfermedades nerviosas.
En tanto, trataría de vigilar su sonambulismo. Al subir al piso de arriba y cruzar el pasillo de la buhardilla, esparció en el suelo algo de harina que había pedido prestada al casero después de explicarle francamente para qué la quería. Entró en su cuarto, puso el aguzado objeto sobre la mesa .se echó en la cama, completamente agotado mental v físicamente, sin detenerse para desnudarse. Desde el hermético desván le llegó el apagado rumor de uñas y pasos de patas, diminutas, pero se encontraba demasiado cansado para preocuparse por ello. Aquella misteriosa atracción hacia el norte comenzaba de nuevo a ser fuerte, aunque ahora parecía proceder de un lugar del cielo mucho más cercano.
A la cegadora luz violeta del sueño, la vieja y el pequeño ser peludo de afilados colmillos se presentaron de nuevo, con mayor claridad que en ninguna ocasión anterior. Esta vez llegaron hasta él, y Gilman sintió que las secas garras de la bruja le agarraban. Sintió también que le sacaban violentamente de la cama y le conducían al vacío espacio, y durante un momento oyó los rítmicos rugidos y vio el amorfo crepúsculo de los abismos difusos que hervían a su alrededor. Pero el momento fue fugaz, pues inmediatamente se encontró en un pequeño y descuidado recinto limitado por vigas y tablones sin cepillar que se elevaban para juntarse en ángulo por encima de él y formaban un curioso declive bajo sus pies. En el suelo había cajones achatados colmados de libros muy antiguos en diversos estados de conservación, y en el centro había una mesa y un banco, al parecer sujetos al suelo. Encima de los cajones había una serie de pequeños objetos de forma y uso desconocidos, y a la brillante luz violeta Gilman creyó ver un duplicado de la erizada figura que tanto le había intrigado. A la izquierda, el suelo bajaba bruscamente dejando un hueco negro y triangular del cual surgió, tras un segundo de secos ruidos, el odioso ser peludo de amarillentos colmillos y barbado rostro humano.
La bruja, con una horrible mueca, todavía le tenía agarrado, y al otro lado de la mesa estaba en pie una figura que Gilman no había visto nunca, un hombre alto y enjuto de piel negrísima, aunque sin el menor rasgo negroide en sus facciones, completamente desprovisto de pelo o barba, y que COMO única indumentaria llevaba una túnica informe de pesada tela negra. No se le veían los pies a causa de la mesa y el banco, pero debía de ir calzado, pues cuando se movía se oía ruido como de zapatos. No hablaba, ni había expresión alguna en su rostro.
Unicamente señaló un libro de prodigioso tamaño que esttaba abierto sobre la mesa en tanto que la bruja le ponía a Gilman en la mano derecha una inmensa pluma de ave color gris. Se respiraba un clima de miedo aterrador, y se llegó a la culminación cuando el ser peludo trepó hasta el hombro de Gilrnan agarrándose a sus ropas, descendió por su brazo izquierdo y finalmente le hundió los colmillos en la muñeca justo por debajo del puño de la camisa. Cuando brotó la sangre, Gilman se desmayó.
Se despertó el día 22 con la muñeca izquierda dolorida y vio que el puño de la camisa estaba manchado de sangre seca. Sus recuerdos eran muy confusos, pero la escena del hombre negro en el espacio desconocido permanecía muy clara en su memoria. Supuso que las ratas le habían mordido mientras dormía, provocando el desenlace del terrible sueño. Abrió la puerta y vio que la harina que había esparcido sobre el suelo del pasillo estaba intacta, exceptuando las enormes pisadas del hombre que se hospedaba en el otro extremo de la buhardilla. De modo que esta vez no había andado en sueños. Pero algo tenía que hacer para acabar con las ratas. Hablaría con el dueño. Una vez más trató de tapar el agujero de la parte baja de la pared inclinada metiendo a presión una vela que parecía tener el tamaño indicado. Le zumbaban los oídos terriblemente, como con el eco de algún espantoso ruido percibido en sueños.
Mientras se bañaba y mudaba de ropa, trató de recordar qué había soñado después de la escena que vio en el espacio iluminado de violeta, pero en su mente no cristalizó nada concreto. La escena debía haber correspondido al desván clausurado de arriba, que tan violentamente había comenzado a obsesionarle, pero las impresiones posteriores eran débiles y confusas. Percibió señales de vagos abismos envueltos en una luz crepuscular, y de otros aún más vastos y oscuros que quedaban más allá, abismos sin ninguna sugerencia fija. Le habían llevado hasta allí los grupos de burbujas y el pequeño poliedro que siempre se le escapaba; pero ellos, como él mismo, se habían transformado en jirones de niebla en aquel vacío ulterior de oscuridad definitiva. Algo le había precedido, un jirón mayor que a veces se condensaba y adquiría una forma vaga, y Gilman pensó que su avance no se había producido en línea recta, sino más bien a lo largo de las curvas.y espirales de alguna vorágine etérea que obedecía a leyes desconocidas para la física y las matemáticas de cualquier cosmos concebible. Finalmente, hubo una insinuación de inmensas sombras que saltaban, de una monstruosa pulsación semiacústica y del monótono sonido de flautas invisibles; pero nada más. Gilman llegó a la conclusión de que esto último procedía de lo que había leído en el Necronomicón acerca de la insensata entidad, Azatoth, que impera sobre el tiempo y el espacio desde un negro trono en el centro del Caos.
Cuando se lavó la sangre de la muñeca, comprobó que la herida era muy leve y Gilman sintió curiosidad por la posición de los dos diminutos pinchazos. Se dio cuenta que no había sangre en la sábana donde había estado acostado, un hecho muv raro considerando la gran cantidad que manchaba su piel v el puño de la camisa. ¿Habría estado caminando dormido por la habitación y la rata le había mordido mientras estaba sentado en una silla, o detenido en alguna posición menos lógica? Examinó todos los rincones buscando manchas de sangre, pero no encontró ninguna. Pensó que tendría que esparcir harina en la habitación además de hacerlo en el pasillo, aunque, después de todo, no necesitaba más pruebas de su sonambulismo. Sabía que caminaba dormido, y debía curarse de ello. Tendría que pedirle a Frank Elwood que le ayudara. Aquella mañana, los extraños impulsos procedentes del espacio parecían menos fuertes, describir lo que escuchó, su voz se convirtió en un susurro inaudible.
Elwood no podía imaginar qué había impulsado a los supersticiosos a murmurar, pero suponía que sus imaginaciones respondían al continuo trasnochar de Gilman, a su sonambulismo y a la proximidad de la Noche de Walpurgis, tradicionalmente temida. Era evidente que Gilman hablaba dormido y al escuchar por el ojo de la cerradura, Desrochers había imaginado lo de la luz violácea. Esas gentes ignorantes estaban siempre dispuestas a suponer que habían visto cualquier cosa extraña de la que hubieran oído hablar. En cuanto a un plan de acción, lo mejor sería que Gilman se trasladara a la habitación de Elwood y evitara dormir solo. Si empezaba a hablar o se levantaba dormido, Elwood le despertaría, si es que él estaba despierto. Además, debía ver a un psiquiatra con urgencia. En tanto llevarían la figura a varios museos y a ciertos profesores para tratar de identificarla diciendo que la habían encontrado en un montón de escombros. Y Dombrowski tendría que poner veneno para acabar con aquellas ratas.
Reconfortado por la compañía de Elwood, Gilman asistió a clase aquel día. Continuaban acosándole extraños impulsos, pero consiguió vencerlos con considerable éxito. Durante un descanso mostró la extraña figura a varios profesores que se mostraron profundamente interesados, aunque ninguno de ellos pudo arrojar ninguna luz sobre su naturaleza u origen. Aquella noche durmió en un diván que Elwood le pidió al patrón que subiera a la segunda planta, y por primera vez en varias semanas durmió completamente libre de pesadillas. Pero continuaba teniendo algo de fiebre, y los rezos de Mazurewicz seguían molestándole.
En los días sucesivos, Gilman se vio casi totalmente libre de síntomas morbosos. Elwood le dijo que no había manifestado ninguna tendencia a hablar o a levantarse dormido;
en tanto, el patrón estaba poniendo veneno contra las ratas por todas partes. El único elemento perturbador era la charla de los supersticiosos extranjeros, cuya imaginación se encontraba muy excitada. Mazurewicz insistía en que debía conseguir un crucifijo, y finalmente le obligó a aceptar uno que había sido bendecido por el buen padre lwanicki. También Desrochers tuvo algo que decir; insistió en que había oído pasos cautelosos en el cuarto vacío que quedaba encima del suyo las primeras noches que Gilman se había ausentado de él. Paul Choynski creía oír ruidos en los pasillos y escaleras por la noche, y aseguró que alguien había tratado de abrir suavemente la puerta de su habitación, en tanto que Mrs. Dombrowski juraba que había visto a Brown jenkin por primera vez desde la noche de Todos los Santos. Pero estos ingenuos informes poco significaban y Gilman dejó el barato crucifijo de metal colgando del tirador de un cajón de la cómoda de su amigo.
Durante tres días Gilman y Elwood recorrieron los museos locales tratando de identificar la extraña imagen erizada, pero siempre sin éxito. Sin embargo, el interés que provocaba era enorme, pues constituía un tremendo desafío para la curiosidad científica la completa extrañeza del objeto. Uno de los pequeños brazos radiados se rompió; lo sometieron a análisis químico, y el profesor Ellery encontró platino, hierro y telurio en la aleación, pero mezclados con ellos había al menos otros tres elementos de elevado peso atómico que la química era incapaz de clasificar. No solamente no correspondían a ningún elemento conocido, sino que ni siquiera encajaban en los lugares reservados para probables elementos en el sistema periódico. El misterio sigue hoy sin resolver, aunque la figura está expuesta en el museo de la Universidad Miskatónica.
En la mañana del 27 de abril apareció un nuevo agujero hecho por las ratas en la habitación en que se hospedaba aunque les reemplazó otra sensación todavía más inexplicable. Era un vago e insistente impulso de escapar de su actual estado, sin ninguna sugerencia de la dirección concreta en que deseaba huir. Cuando cogió la extraña figura que tenía sobre la mesa, le pareció que la antigua atracción del norte se hacía más intensa, pero, aun así, ésta quedaba dominada por la nueva y asombrosa necesidad.
Llevó la erizada imagen a la habitación de Elwood, tratando de no escuchar las dolientes plegarias del reparador de telares, que subían desde la planta baja. Elwood estaba allí, gracias a Dios, y al parecer se movía por su cuarto. Tenían tiempo para charlar un rato antes de salir para desayunar e ir al Colegio, y Gilman le contó apresuradamente sus recientes sueños y temores. Su amigo se mostró muy comprensivo y estuvo de acuerdo en que había que hacer algo. Le impresionó el aspecto enfermizo que presentaba su compañero y notó que estaba muy quemado por el sol, como otros lo habían notado la semana anterior. Sin embargo, no fue mucho lo que pudo decirle. No había visto a Gilman andar en sueños, y no tenía la menor idea de lo que podía ser la curiosa imagen. Pero había oído al canadiense francés que se hospedaba debajo de Gilman conversando con Mazurewicz una noche. Hablaban del temor que les inspiraba la próxima Noche de Walpurgis, para la que sólo faltaban pocos días, e intercambiaban comentarios compasivos sobre el pobre y predestinado Gilman. Desrochers se había referido a los pasos nocturnos de pies calzados y descalzos que resonaban en el techo de su cuarto, que quedaba debajo del de Gilman, y a la luz violácea que había visto una noche en que se había decidido a subir para fisgar a través del ojo de la cerradura de la puerta de Gilman. Pero, según dijo a Mazurewicz, no se había atrevido a mirar cuando había percibido aquella luz por las rendijas de la puerta. También había oído hablar en voz baja, pero cuando empezó a describir lo que escuchó, su voz se convirtió en un susurro inaudible.
Elwood no podía imaginar qué había impulsado a los supersticiosos a murmurar, pero suponía que sus imaginaciones respondían al continuo trasnochar de Gilman, a su sonambulismo y a la proximidad de la Noche de Walpurgis, tradicionalmente temida. Era evidente que Gilman hablaba dormido y al escuchar por el ojo de la cerradura, Desrochers había imaginado lo de la luz violácea. Esas gentes ignorantes estaban siempre dispuestas a suponer que habían visto cualquier cosa extraña de la que hubieran oído hablar. En cuanto a un plan de acción, lo mejor sería que Gilman se trasladara a la habitación de Elwood y evitara dormir solo. Si empezaba a hablar o se levantaba dormido, Elwood le despertaría, si es que él estaba despierto. Además, debía ver a un psiquiatra con urgencia. En tanto llevarían la figura a varios museos y a ciertos profesores para tratar de identificarla diciendo que la habían encontrado en un montón de escombros. Y Dombrowski tendría que poner veneno para acabar con aquellas ratas.
Reconfortado por la compañía de Elwood, Gilman asistió a clase aquel día. Continuaban acosándole extraños impulsos, pero consiguió vencerlos con considerable éxito. Durante un descanso mostró la extraña figura a varios profesores que se mostraron profundamente interesados, aunque ninguno de ellos pudo arrojar ninguna luz sobre su naturaleza u origen. Aquella noche durmió en un diván que Elwood le pidió al patrón que subiera a la segunda planta, y por primera vez en varias semanas durmió completamente libre de pesadillas. Pero continuaba teniendo algo de fiebre, y los rezos de Mazurewicz seguían molestándole.
En los días sucesivos, Gilman se vio casi totalmente libre de síntomas morbosos. Elwood le dijo que no había manifestado ninguna tendencia a hablar o a levantarse dormido; en tanto, el patrón estaba poniendo veneno contra las ratas por todas partes. El único elemento perturbador era la charla de los supersticiosos extranjeros, cuya imaginación se encontraba muy excitada. Mazurewicz insistía en que debía conseguir un crucifijo, y finalmente le obligó a aceptar uno que había sido bendecido por el buen padre lwanicki. También Desrochers tuvo algo que decir; insistió en que había oído pasos cautelosos en el cuarto vacío que quedaba encima del suyo las primeras noches que Gilman se había ausentado de él. Paul Choynski creía oír ruidos en los pasillos y escaleras por la noche, y aseguró que alguien había tratado de abrir suavemente la puerta de su habitación, en tanto que Mrs. Dombrowski juraba que había visto a Brown jenkin por primera vez desde la noche de Todos los Santos. Pero estos ingenuos informes poco significaban y Gilman dejó el barato crucifijo de metal colgando del tirador de un cajón de la cómoda de su amigo.
Durante tres días Gilman y Elwood recorrieron los museos locales tratando de identificar la extraña imagen erizada, pero siempre sin éxito. Sin embargo, el interés que provocaba era enorme, pues constituía un tremendo desafío para la curiosidad científica la completa extrañeza del objeto. Uno de los pequeños brazos radiados se rompió; lo sometieron a análisis químico, y el profesor Ellery encontró platino, hierro y telurio en la aleación, pero mezclados con ellos había al menos otros tres elementos de elevado peso atómico que la química era incapaz de clasificar. No solamente no correspondían a ningún elemento conocido, sino que ni siquiera encajaban en los lugares reservados para probables elementos en el sistema periódico. El misterio sigue hoy sin resolver, aunque la figura está expuesta en el museo de la Universidad Miskatónica.
En la mañana del 27 de abril apareció un nuevo agujero hecho por las ratas en la habitación en que se hospedaba Gilman, pero Dombrowski lo tapó durante el día. El veneno no estaba produciendo mucho efecto, pues se continuaban oyendo carreras y rasgueos en el interior de las paredes.
Elwood volvió tarde aquella noche y Gilman se quedó levantado esperándole. No quería dormir solo en una habitación, especialmente porque al atardecer le había parecido ver a la repulsiva vieja cuya imagen se había trasladado de manera tan horrible a sus sueños. Se preguntó quién sería y qué habría estado cerca de ella golpeando una lata en un montón de basura que había a la entrada de un patio miserable. La bruja pareció verle y dedicarle una maliciosa mueca, aunque esto quizá fue cosa de su imaginación.
Al día siguiente, los dos muchachos estaban muy cansados y comprendieron que dormirían como troncos cuando llegara la noche. Por la tarde hablaron de los estudios matemáticos que tan completa y quizá perjudicialmente habían absorbido a Gilman, y especularon acerca de su conexión con la antigua magia y con el folklore, cosa que parecía oscuramente probable. Hablaron de la bruja Keziah Mason, y Elwood convino en que Gilman tenía buenas razones científicas para pensar que la vieja podía haber tropezado casualmente con conocimientos extraños e importantes. Los cultos secretos a que se entregaban estas hechiceras guardaban y transmitían frecuentemente secretos sorprendentes desde antiguas,,, olvidadas épocas; y no era de ninguna manera imposible que Kezhiah hubiera dominado el arte de atravesar los muros dimensionales. La tradición subraya la inutilidad de las barreras materiales para detener los movimientos de una bruja, y ¿quién puede decir qué hay en el fondo de las antiguas leyendas que hablan de viajes a lomos de una escoba a través de la noche?
Faltaba por ver si un estudiante moderno podía adquirir poderes similares tan sólo mediante investigaciones matemáticas. Conseguirlo, según Gilman, podía conducir a situaciones peligrosas e inconcebibles, pues ¿quién podría predecir las condiciones imperantes en una dimensión adyacente pero normalmente inalcanzable? Por otra parte, las posibilidades pintorescas eran enormes. El tiempo podía no existir en ciertas franjas del espacio, y al entrar y permanecer en ellas se podría conservar la vida y la edad indefinidamente, sin padecer jamás metabolismo o deterioro orgánico, excepto en cantidades insignificantes y como resultado de las visitas al propio planeta o a otros similares. Por ejemplo, se podría pasar a una dimensión sin tiempo y volver de ella tan joven como antes en un período remoto de la historia de la Tierra.
Resultaba imposible conjeturar si alguien había intentado conseguirlo. Las leyendas son vagas y ambiguas, y en épocas históricas todas las tentativas de cruzar espacios prohibidos parecen estar mezcladas a extrañas y terribles alianzas con seres y mensajeros del exterior. Existía la figura inmemorial del delegado o mensajero de poderes ocultos y terribles, el «Hombre Negro» de los aquelarres y el «Niarlathotep» del Necronomicón. Existía también el desconcertante problema de los mensajeros inferiores o intermediarios, esos seres semianimales y extraños híbridos que la leyenda nos presenta como familiares de las hechiceras. Cuando Gilman y Elwood se fueron a acostar, demasiado cansados para continuar hablando, oyeron a Joe Mazurewicz entrar tambaleándose en la casa, medio borracho, y se estremecieron al oír los tonos angustiados de sus plegarias.
Aquella noche Gilman volvió a ver la luz violeta. Oyó en sueños rascar y mordisquear al otro lado de la pared, y le pareció que alguien trataba torpemente de abrir la puerta. Y entonces vio a la bruja y al pequeño ser peludo avanzando hacia él por la alfombra. El rostro de la hechicera estaba iluminado por una inhumana exultación y el pequeño monstruo de colmillos amarillentos dejaba oír su apagada risita burlona mientras señalaba la forma de Elwood, profundamente dormido en el diván del extremo opuesto de la habitación. El temor le paralizó y le impidió gritar. Como en otra ocasión, la horrenda bruja agarró a Gilman por los hombros, lo sacó de la cama de un tirón y lo dejó flotando. De nuevo, una infinidad de abismos rugientes pasaron ante él como un rayo, pero al cabo de unos instantes le pareció encontrarse en un callejón oscuro, fangoso, desconocido y hediondo con paredes de casas viejas y medio podridas alzándose en torno suyo por todos lados.
Delante de él estaba el hombre negro de flotantes vestiduras que había visto en el espacio poblado de picos de su otro sueño, en tanto que la hechicera, más cerca de él, le hacía señales y muecas imperiosas para que se acercara. Brown jenkin se estaba restregando con una especie de cariño juguetón contra los tobillos del hombre negro ocultos en gran parte por el barro. A la derecha había una puerta abierta que el hombre negro señaló silenciosamente. La bruja echó a andar sin que se borrase su mueca, arrastrando a Gilman por las mangas del pijama. Subieron una escalera que crujía amenazadoramente y sobre la cual la hechicera parecía proyectar una tenue luz violácea, y finalmente se detuvieron ante una puerta que se abría en un rellano. La hechicera anduvo en el picaporte y abrió la puerta, indicando a Gilman que aguardara v desapareciendo en el interior.
El oído hipe’rsensible del muchacho captó un espeluznante grito ahogado, y pasados unos momentos, la bruja salió de la habitación llevando una pequeña forma inerte que tendió a Gilman como ordenándole que lo cogiera. La vista de este bulto y la expresión de su rostro rompieron el encanto. Aún demasiado aturdido para gritar, se precipitó imprudentemente por la ruidosa escalera hasta llegar al barro de la calle, deteniéndose sólo cuando le encontró y le sofocó el hombre negro que allí aguardaba. Poco antes de perder el sentido, oyó la aguda risita del pequeño monstruo de afilados colmillos, semejante a una rata deforme.
La mañana del día 29, Gilman se despertó sumido en una vorágine de horror. En el mismo instante en que abrió los ojos se dio cuenta de que algo horrible había ocurrido, pues se encontraba en su vieja buhardilla de paredes y techo inclinados, tendido sobre la cama deshecha. Le dolía el cuello inexplicablemente, y cuando con un gran esfuerzo se sentó en la cama, vio con espanto que tenía los pies y la parte baja del pijama manchados de barro seco. A pesar de lo nebuloso de sus recuerdos, supo que había estado andando dormido. Elwood debía haber estado demasiado profundamente dormido para oírle y detenerle. Vio sobre el suelo confusas pisadas y manchas de barro, que, curiosamente, no llegaban hasta la puerta. Cuanto más las miraba, más extrañas le parecían, pues, además de las que reconoció como suyas había unas marcas más pequeñas, casi redondas, como las que podían dejar las patas de una silla o de una mesa, con la salvedad de que la mayoría estaban partidas por la mitad. También había curiosos rastros de barro dejados por ratas que partían de un nuevo agujero de la pared y a él volvían. Un total asombro y el miedo a la locura atormentaban a Gilman cuando se encaminó hasta la puerta tambaleándose, y vio que al otro lado no había huellas. Cuanto más recordaba su horrible sueño, más terror sentía, y los lúgubres rezos de Mazurewicz dos pisos más abajo acrecentaron su desesperación. Bajó a la habitación de Elwood, le despertó y comenzó a contarle lo sucedido, pero Elwood no podía imaginar lo que había ocurrido. ¿Dónde podía haber estado Gilman? ¿Cómo había regresado a su cuarto sin dejar huellas en el pasillo? ¿Cómo se habían mezclado las manchas de barro con aspecto de huellas de muebles con las suyas en la buhardilla? Eran preguntas que no tenían respuesta. Luego estaban aquellas oscuras marcas lívidas del cuello, como si hubiera tratado de ahorcarse. Se las tocó con las manos, pero vio que no se ajustaban a ellas ni siquiera aproximadamente. Mientras hablaban, entró Desrochers para decirle que habían oído un tremendo estrépito en el piso de arriba a altas horas de la noche. No, nadie había subido la escalera después de las doce, aunque poco antes había oído pasos apagados en la buhardilla, y también otros que bajaban cautelosamente y que habían despertado sus sospechas. Añadió que era una época del año muy mala para Arkham. Sería mejor que Gilman llevara siempre el crucifijo que Joe Mazurewicz le había dado. Ni siquiera durante el día se estaba seguro; después del amanecer se habían oído unos ruidos extraños, especialmente el grito agudo de un niño, rápidamente sofocado.
Gilman asistió a clase mecánicamente aquella mañana, pero le fue imposible concentrarse en los estudios. Se sentía poseído de un indecible temor y de una especie de expectación Y parecía estar aguardando algún golpe demoledor. A mediodía almorzó en el University Spa, y cogió un periódico del asiento de al lado mientras esperaba el postre. Pero no llegó a comerlo nunca, pues una noticia de la primera página del periódico le dejó sin fuerzas y con la mirada desvariada y sólo fue capaz de pagar la cuenta y volver a la habitación de Elwood con pasos vacilantes.
La noche anterior se había producido un extraño secuestro en Ornes Gangway; un niño de dos años, hijo de una obrera llamada Anastasia Wolejko que trabajaba en una lavandería había desaparecido sin dejar rastro. La madre, al parecer, temía tal acontecimiento desde hacía algún tiempo, pero los motivos que aducía para explicar sus temores fueron tan grotescos que nadie los tomó en serio. Dijo que había visto a Brown jenkin rondando su casa de vez en cuando desde principios de marzo, y que sabía, por sus muecas y risas, que su pequeño Ladislas estaba señalado para el sacrificio en el aquelarre de la Noche de Walpurgis. Había pedido a su vecina, Mary Czanek, que durmiera en su cuarto y tratara de proteger al niño, pero Mary no se había atrevido. No pudo recurrir a la policía, porque no creían en tales cosas. Todos los años se llevaban a algún niño de esta forma, desde que ella podía recordar. Y su amigo Pete Stowacki no había querido ayudarla, porque deseaba librarse del niño.
Pero lo que más impresionó a Gilman fueron las declaraciones de un par de trasnochadores que pasaron caminando por la entrada del callejón poco después de medianoche. Reconocieron que estaban bebidos, pero ambos aseguraron haber visto a tres personas vestidas de manera estrafalaria entrando en el callejón. Una de ellas, según dijeron, era un negro gigantesco envuelto en una túnica, la otra una vieja andrajosa y el tercero un muchacho blanco con su ropa de dormir. La vieja arrastraba al muchacho, y una rata mansa iba restregándose contra los tobillos del negro y hundiéndose en el barro de color oscuro.
Gilman permaneció sentado toda la tarde sumido en estupor, y Elwood, que ya había leído los periódicos y conjeturado ideas terribles con lo que allí se decía, así le encontró cuando llegó a casa. Esta vez no podían dudar de que algo muy grave había ocurrido y los estaba amenazando. Entre los fantasmas de las pesadillas y las realidades del mundo objetivo se estaba cristalizando una monstruosa e inconcebible relación, y solamente una intensísima vigilancia podría evitar acontecimientos todavía más horrorosos. Gilman tenía que consultar a un psiquiatra, antes o después, pero no precisamente ahora cuando todos los periódicos se ocupaban del rapto.
Lo que había sucedido era muy enigmático, y por el momento tanto Gilman como Elwood suponían en voz baja las cosas más descabelladas. ¿Acaso Gilman había conseguido inconscientemente un éxito mayor del que suponía, con sus estudios sobre el espacio y sus dimensiones? ¿Había salido realmente de nuestro entorno terrestre, para llegar a lugares no adivinados e inimaginables? ¿En dónde había estado, si es que había estado en algún sitio, aquellas noches de demoníaco extrañamiento? Los abismos en penumbra resonando con sonidos terribles, la loma verde, la terraza abrasadora, la atracción de las estrellas, el negro torbellino final, el hombre negro, el callejón embarrado y la escalera, la vieja bruja y el horror peludo de afilados colmillos, los grupos de burbujas y el pequeño poliedro, el extraño tostado de su piel, la herida de la muñeca, la imagen inexplicada, los pies manchados de barro, las señales en el cuello, las leyendas y temores de los extranjeros supersticiosos..., ¿qué significaha todo aquello? ¿Hasta qué punto podían aplicarse a un caso semejante las leyes de la cordura?
Ninguno de los dos pudo conciliar el sueño aquella noche, pero al día siguiente no fueron a clase y estuvieron dormitando durante horas. Eso fue el 30 de abril; con el crepúsculo llegaría la diabólica hora del aquelarre que todos los extranjeros y los viejos supersticiosos temían. Mazurewicz regresó a casa a las seis de la tarde con la noticia de que la gente susurraba en el molino que el aquelarre tendría lugar en el oscuro barranco al otro lado de Meadow Hill, donde se levanta la antigua piedra blanca, en un paraje extrañamente desprovisto de toda vegetación. Algunos habían informado a la policía aconsejando que buscaran allí al desaparecido niño de la Wolejko, aunque no creían que se hiciera nada. joe insistió en que el joven estudiante no dejara de llevar el crucifijo que colgaba de la cadena de níquel, y Gilman le obedeció para complacerle dejando que le pendiera por debajo de la camisa.
Avanzada la noche, los dos muchachos estaban sentados medio dormidos en sus sillas, arrullados por los rezos del mecánico de telares en el piso de abajo. Gilman escuchaba a la par que cabeceaba, y sus oídos, sobrenaturalmente agudizados, parecían esforzarse en captar algún sutil y temido murmullo casi apagado por los ruidos de la vieja casa. Recuerdos malsanos de cosas leídas en el Necronomicón y en el Libro Negro brotaron en su mente, y se encontró balanceándose ajustando los movimientos a execrables ritmos supuestamente pertenecientes a las más grotescas ceremonias del aquelarre, cuyo origen se decía se remontaba a un tiempo y a un espacio ajenos a los nuestros.
Al cabo se dio cuenta de que estaba tratando de escuchar los infernales cánticos de los celebrantes en el distante y tenebroso valle. ¿Cómo sabía él tanto acerca de la cuestión? ¿Cómo conocía la hora en que Nahab v su acólito iban a aparecer con la rebosante vasija que seguiría al gallo y a la cabra negros? Vio que Elwood se había quedado dormido y trató de llamarle para que despertara. Pero algo le cerró la garganta. No era dueño de sí mismo. ¿Acaso habría firmado en el libro del hombre negro después de todo?
Y, entonces, su febril y anormal sentido del oído captó las lejanas notas llegadas en alas del viento. A través de millas de colinas, de prados y de callejones, llegaron hasta él, y las reconoció pese a todo. La hoguera ya estaría encendida y los danzarines dispuestos a iniciar el baile. ¿Cómo evitar el marchar hacia allí? ¿En qué red había caído? Las matemáticas, las leyendas, la casa, la vieja Keziah, Brown jenkin... y ahora advirtió que había un agujero recién abierto por las ratas en la pared cerca de su diván. Por encima de los distantes cánticos y de las más cercanas preces de Mazurewicz oyó otro ruido: el sonido de algo que escarbaba furtivamente, pero con decisión, en la pared. Temió que fuera a fallar la luz eléctrica. Y entonces vio la colmilluda y barbada carita asomando por el agujero de las ratas, la maldita cara que acabó por darse cuenta de que se parecía sorprendente y burlonamente a la de la hechicera, y oyó el rumor de alguien que andaba en la puerta. Estallaron ante él los abismos oscuros y llenos de gritos, y se sintió inerme en la presa informe de las agrupaciones iridiscentes de burbujas. Ante él, corría velozmente el pequeño poliedro caleidoscópico y en todo el vacío envuelto en turbulencia se percibió un aumento y una aceleración de la vaga configuración tónica que parecía presagiar un clímax indecible e inaguantable. Le pareció saber lo que iba a ocurrir: la monstruosa explosión del ritmo de Walpurgis, en cuyo cósmico timbre se concentrarían todos los torbellinos primitivos y postreros del espacio-tiempo que yacen más allá de las masas de materia y algunas veces trascienden en medidas reverberaciones y penetran levemente todos los niveles de entidad dando un espantable significado en todos los mundos a ciertos temidos períodos.
Pero todo se desvaneció en un segundo. Ahora estaba otra vez en el espacio angosto y picudo bañado por una luz violácea, con el suelo inclinado, las cajas de libros, el banco y la mesa, los extraños objetos y el abismo triangular a cada lado. Sobre la mesa había una figura blanca y pequeña, la figura de un niño desnudo e inconsciente, y al otro lado estaba la monstruosa vieja de horrible expresión con un brillante cuchillo de grotesco mango en la mano derecha y un cuenco de metal de color claro, de extrañas proporciones, curiosos dibujos cincelados y delicadas asas laterales, en la izquierda. Entonaba alguna especie de cántico ritual en una lengua que Gilman no pudo entender, pero que parecía algo citado cautelosamente en el Necronomicón.
A medida que la escena se aclaraba, Gilman vio a la hechicera inclinarse hacia delante y extender el bol vacío a través de la mesa. Incapaz de dominar sus emociones, Gilman alargó los brazos, tomó el cuenco con ambas manos y advirtió al hacerlo que pesaba poco. En el mismo momento, el repulsivo Brown Jenkin trepó sobre el borde del triangular vacío negro de la izquierda. La bruja le hizo señas a Gilman de que mantuviera el cuenco en determinada posición, mientras ella alzaba el enorme y grotesco cuchillo hasta donde se lo permitió su mano derecha sobre la pequeña víctima. El ser peludo de afilados colmillos continuó el desconocido ritual riendo entre dientes, en tanto que la bruja mascullaba repulsivas respuestas. Gilman sintió que un profundo asco dominaba su parálisis mental y emotiva, y que el cuenco de liviano metal le temblaba en las manos. Un segundo más tarde el rápido descenso del cuchillo rompía el encantamiento y Gilman dejaba caer el cuenco con ruido semejante al tañido de una campana en tanto que sus dos manos se agitaban frenéticamente para detener el monstruoso acto.
En un instante llegó hasta el borde del piso en declive, rodeando la mesa, y arrancó el cuchillo de las garras de la bruja arrojándolo por el agujero del angosto abismo triangular. Pero, pasados unos instantes, las garras asesinas se cerraban sobre su cuello, en tanto que la arrugada cara adquiría una expresión de enloquecida furia. Sintió que la cadena del crucifijo barato se le hundía en la carne, y en medio del peligro se presentó cómo afectaría la vista del objeto a la diabólica vieja. La fuerza de la hechicera era completamente sobrehumana, pero mientras ella trataba de estrangularle, Gilman se abrió la camisa con esfuerzo y tirando del símbolo de metal, rompió la cadena y lo dejó libre.
Al ver la cruz, la bruja pareció ser víctima del pánico y aflojó su presa lo suficiente como para que Gilman pudiera zafarse de ella. Se liberó de las garras que le atenazaban el cuello y hubiera arrastrado a la bruja hasta el borde del abismo si aquellas garras no hubieran recobrado nuevas fuerzas para cerrarse de nuevo sobre su cuello. Esta vez Gilman decidió responder de igual manera y agarró la garganta de la hechicera con sus propias manos. Antes que ella pudiera darse cuenta de lo que él hacía, le rodeó el cuello con la cadena del crucifijo y un momento después apretó lo suficiente hasta cortarle la respiración. Cuando ya se agotaba la resistencia de la hechicera, Gilman notó que algo le mordía en el tobillo y vio que Brown jenkin había acudido en defensa de su amiga. Con un salvaje puntapié lanzó a aquel engendro al interior del abismo y lo oyó quejarse desde el fondo de algún lugar lejano.
No sabía si había matado a la bruja, pero la dejó sobre el suelo en donde había caído, y, al volverse, vio sobre la mesa algo que casi acabó con los últimos vestigios de su razón. Brown Jenkin, dotado de fuertes músculos y cuatro manos diminutas de demoníaca destreza, había estado ocupado mientras la bruja trataba de estrangularlo. Los esfuerzos de Gilman habían sido en vano. Lo que él había evitado que hiciera el cuchillo en el pecho de la víctima, lo habían logrado, en una muñeca, los colmillos amarillentos del peludo engendro y el cuenco que había caído al suelo, estaba lleno junto al pequeño cuerpo sin vida.
En su soñado delirio Gilman oyó el diabólico cántico del ritmo inhumano del aquelarre llegando desde una distancia infinita, y supo que el hombre negro tenía que estar allí. Los confusos recuerdos se mezclaron con la matemática, y se le antojó que su inconsciente conocía los ángulos que necesitaba para guiarse y regresar al mundo normal, solo y sin ayuda, por primera vez. Se sintió seguro de encontrarse en el desván, herméticamente cerrado desde tiempo inmemorial, de encima de su habitación, pero le parecía muy dudoso escapar a través del suelo en declive o de la trampa cerrada hacía tantos años. Además, huir de un desván soñado, ¿no le conduciría sencillamente a una casa imaginada, a una proyección anómala del lugar que realmente buscaba? Se encontraba completamente ofuscado en cuanto a la relación sueño-realidad de lo que había experimentado.
El tránsito por aquellos vagos abismos sería terrible, pues el ritmo de Walpurgis estaría vibrando, y al final tendría que oír el latido cósmico que tanto temía y que hasta ahora había estado velado. Incluso podía percibir una apagada sacudida monstruosa cuyo ritmo sospechaba demasiado claramente. En la noche del Sabbath siempre se hacía más sonora y resonaba a través de los mundos para convocar a los iniciados a ritos indescriptibles. La mitad de los cánticos de la noche del Sabbath se ajustaban al ritmo de aquel latido escuchado suavemente que ningún oído humano podría soportar en su desvelada plenitud espacial. Gilman también se preguntó si podría fiarse de sus instintos para regresar parte del espacio que le correspondía. ¿Cómo estar seguro de no aterrizar en aquella ladera de luminosidad violácea de un planeta lejano, en la terraza almenada sobre la ciudad de monstruos provistos de tentáculos, en algún lugar situado más allá de nuestra galaxia, o en las negras vorágines de ese postrer vacío de Caos, en donde reina Azatoth, el demonio-sultán desprovisto de mente?
Inmediatamente antes de lanzarse, se apagó la luz violeta y Gilman quedó en la más completa oscuridad. La bruja, la vieja Keziah, Nahab, aquello debía significar su muerte. Y mezclados con los remotos cánticos de la noche del Sabbath, y con los quejidos de Brown jenkin en el abismo inferior, le pareció oír otros gemidos más frenéticos que llegaban desde profundidades desconocidas. joe Mazurewicz, sus conjuros contra el Caos Reptante, que ahora se convertía en un aullido de triunfo, mundos de sardónica realidad que invadían los torbellinos de sueños febriles, lá, ShubNiggutah, El Macho Cabrío con el Millar de Crías...
Encontraron a Gilman en el suelo de la buhardilla de extraños rincones mucho antes de que amaneciera, pues el terrible grito había hecho acudir inmediatamente a Desrochers y a Choynski, a Dombrowski y a Mazurewicz, e incluso había despertado a Elwood, que dormía en su sillón. Estaba vivo, con los ojos abiertos y fijos, pero parecía medio inconsciente. Tenía en el cuello las señales dejadas por las manos asesinas, y una rata le había mordido en el tobillo. Tenía la ropa muy arrugada y el crucifijo de Joe había desaparecido. Elwood pensó atemorizado, rehusando imaginar la respuesta, qué nueva fórmula había adoptado el sonambulismo de su amigo. Mazurewicz estaba medio aturdido por una «señal» que decía haber recibido en respuesta a sus preces y se persignó frenéticamente cuando se oyó el chillido de una rata que llegaba desde el otro lado de la pared inclinada.
Una vez acomodado Gilman en la cama, en la habitación de Elwood, enviaron a buscar al Dr. Malkowski, un médico de la vecindad de probada discreción. Le puso éste dos inyecciones hipodérmicas que le relajaron y le sumieron en un sueño reparador. El enfermo recobró el conocimiento varias veces durante el día y narró a Elwood algunos pasajes de sus pesadillas más recientes. Fue un proceso muy penoso, y desde el principio se puso de manifiesto un hecho desconcertante.
Gilman, cuyos oídos habían mostrado últimamente una anor ‘ mal sensibilidad, estaba completamente sordo. Volvieron a llamar al Dr. Malkowski sin tardanza y éste dijo que Gilman tenía los dos tímpanos rotos como resultado de algún estruendo superior al que cualquier ser humano pudiera concebir o soportar. Cómo había podido oír semejante ruido en las últimas horas sin que despertara todo el valle del Miskatonic, era más de lo que el honrado médico podía decir.
Elwood escribió su parte de la conversación, y así pudieron comunicarse los dos amigos. Ninguno de los dos podía explicarse aquel caótico asunto y decidieron que lo mejor que podían hacer era pensar en ello lo menos posible. Pero estuvieron de acuerdo en marcharse de aquella maldita casa lo antes posible. Los periódicos de la noche hablaron de una batida llevada a cabo por la policía poco antes del amanecer en un desfiladero de más allá de Meadow Hili, donde alborotaban unos curiosos noctámbulos, mencionando que la piedra blanca había sido objeto de supersticiones desde hacía mucho tiempo. No se habían practicado detenciones, pero entre los fugitivos que huyeron se creyó ver a un negro enorme. En otra columna se decía que no se habían encontrado rastros del niño desaparecido, Ladislas Wolejko.
El horror que coronó todo sobrevino aquella misma noche. Elwood jamás lo olvidaría, y no pudo volver a clase durante el resto del curso debido a la crisis nerviosa que sufrió como consecuencia de ello. Le pareció oír a las ratas del otro lado del tabique durante toda la velada, pero les prestó poca atención. Fue luego, mucho después de que Gilman y él se hubieran acostado, cuando comenzaron los atroces gritos. Elwood saltó de la cama, encendió la luz y se acercó hasta el sofá en que dormía su amigo. Gilman daba gritos de naturaleza realmente inhumana, como si estuviera sometido a una tortura indescriptible. Se retorcía bajo las sábanas, y una gran mancha roja empezaba a extenderse en las mantas.
Elwood apenas se atrevió a tocarle, pero, poco a poco, fueron disminuyendo los gritos y la agitación. Para entonces, Dombrowski, Choynski, Desrochers, Mazurewicz Y el huésped del piso alto se habían reunido en la puerta dé la habitación, y el casero había enviado a su mujer a telefonear al Dr. Malkowski. Un grito se les escapó a todos cuando algo que parecía una rata de gran tamaño saltó del ensangrentado lecho y huyó por el suelo hasta un nuevo agu.iero recién abierto en la pared. Cuando llegó el médico v c@ menzó a retirar las ropas de la cama, Walter Gihnan muerto.Sería una atrocidad hacer algo más que insinuar lo que causó la muerte a Gilman. Casi tenía un túnel abierto en el cuerpo, y algo le había comido el corazón. Dombrowski, desesperado porque el veneno que había esparcido contra las ratas no había surtido efecto, rescindió su contrato de alquiler y antes de que transcurriera una semana se había ido con todos sus antiguos huéspedes a una casa destartalada pero menos vieja, situada en Walnut Street. Durante algún tiempo lo peor fue mantener callado a Mazurewicz, pues el taciturno mecánico de telares jamás estaba sobrio y siempre andaba gimiendo y mascullando acerca de espectros y cosas terribles.
Parece que aquella última y espantosa noche joe se había agachado para ver de cerca las huellas rojas que había dejado la rata desde la cama de Gilman hasta el agujero de la pared. Sobre la alfombra aparecían confusas, pero había un trozo de suelo al descubierto desde el borde de la alfombra hasta el friso de la pared. Allí Mazurewicz encontró algo monstruoso, o creyó encontrarlo, pues nadie se mostró de acuerdo con él a pesar de la indudable extrañeza de las huellas. Las marcas del suelo eran muy diferentes de las dejadas habitualmente por las ratas, pero ni siquiera Choynski y Desrochers quisieron reconocer que eran como huellas de cuatro diminutas manos humanas.
Nunca se volvió a alquilar la casa. Tan pronto como la dejó Dombrowski, empezó a cubrirla el manto de la desolación definitiva, pues la gente la rehuía, tanto por su mala fama como por el pésimo olor que en ella se advertía. Tal vez el veneno contra las ratas del inquilino anterior había surtido efecto después de todo, pues al poco tiempo de su partida, la casa se convirtió en una pesadilla para la vecindad. Los funcionarios de Sanidad encontraron que el mal olor procedía de los espacios cerrados que rodeaban la buhardilla del este de la casa y dedujeron que el número de ratas muertas debía de ser enorme. Pero decidieron que no valía la pena abrir y desinfectar aquellos lugares tanto tiempo clausurados, ya que el hedor desaparecería pronto y el vecindario no era muy exigente. De hecho, siempre circularon rumores acerca de hedores inexplicables en la Casa de la Bruja inmediatamente después de la víspera del Día lo de Mayo y de la noche de Todos los Santos. Los vecinos se resignaron por desidia, pero el mal olor fue un elemento más en contra de aquel lugar. Finalmente, la casa fue declarada inhabitable por las autoridades.
Los sueños de Gilman y las circunstancias que los rodearon no han sido explicados nunca. Elwood, cuyas ideas sobre aquel episodio son a veces casi enloquecedoras, volvió a la Universidad el otoño siguiente y se graduó en el mes de junio. A su regreso notó que los comentarios habían disminuido en la ciudad, y, en efecto, pese a ciertos rumores que aún circulaban sobre risas fantasmales que resonaban en la casa desierta, rumores que duraron casi tanto tiempo como el propio edificio, no se ha vuelto a murmurar acerca de las apariciones de la vieja Keziah o de Brown Jenkin desde que Gilman murió. Fue una suerte que Elwood no se encontrara en Arkham después, aquel año en que ciertos sucesos hicieron que se reanudaran bruscamente los rumores acerca de pasados horrores. Por supuesto, oyó hablar del asunto más tarde y sufrió los indecibles tormentos de oscuras y desconcertadas conjeturas, pero peor habría sido que hubiera estado allí y hubiera visto las cosas que probablemente habría visto.
En marzo de 1931, un gran vendaval arrancó el tejado y la gran chimenea de la Casa de la Bruja, entonces ya abandonada, y muchos ladrillos, tejas cubiertas de moho, tablones medio podridos y vigas se derrumbaron sobre el desván atravesando el suelo. Todo el piso de la buhardilla quedó sembrado de escombros, pero nadie se tomó la molestia de limpiar hasta que le llegó a la casa la hora de la demolición. Esto ocurrió en diciembre y cuando se procedió a limpiar lo que había sido habitación de Gilman y se encargó esta labor a unos obreros que se mostraron aprensivos y poco deseosos de hacerla, comenzaron los rumores. Entre los escombros caídos a través del derrumbado techo inclinado, los obreros descubrieron ciertas cosas que les llevaron a interrumpir su trabajo y llamar a la policía. Ésta requirió posteriormente la presencia de un juez de primera instancia y de varios profesores de la Universidad. Había allí huesos, triturados y astillados, pero fácilmente identificables como humanos, huesos cuya evidente contemporaneidad no encajaba con la remota fecha en que tuvieron que ser introducidos en el desván de bajo techo inclinado, cerrado desde muchísimo tiempo atrás a todo ser humano. El médico forense dictaminó que algunos de los huesos correspondían a un niño pequeño, en tanto que otros, que se encontraron mezclados con jirones de tela podrida de color oscuro, pertenecían a una mujer más bien pequeña y de edad avanzada. El cuidadoso examen de los escombros permitió también encontrar gran cantidad de huesos de ratas atrapadas en el derrumbamiento, y otros huesos más antiguos roídos de tal modo por unos pequeños colmillos que fueron y son aún motivo de controversia y reflexión.

Se hallaron también trozos de libros y papeles, y un polvo amarillento consecuencia de la total desintegración de volúmenes y documentos todavía más antiguos. Todos los libros y papeles sin excepción parecían ser de magia negra en sus formas más avanzadas y espantosas, y la fecha evidentemente reciente de algunos de ellos sigue siendo un misterio tan inexplicable como la presencia allí de huesos humanos. Un misterio todavía mayor es la absoluta homogeneidad de la complicada y arcaica caligrafía encontrada en una gran diversidad de papeles cuyo estado y filigrana hacen pensar en diferencias temporales de por lo menos ciento cincuenta o doscientos años. Para algunos, el mayor misterio de todos es la variedad de objetos, completamente inexplicables, encontrados entre los escombros en diverso estado de conservación y deterioro, cuya forma, materiales, manufactura y finalidad no ha sido posible explicar. Uno de los objetos que interesó profundamente a varios profesores de la Universidad Miskatónica, es una reproducción muy estropeada y parecida a la extraña imagen que Gilman donó al museo del centro, excepto que es de gran tamaño, está tallada en una rara piedra azul en lugar de ser de metal, y tiene un pedestal de insólitos ángulos con jeroglíficos indescifrables.

Los arqueólogos y los antropólogos todavía están tratando de explicar los raros dibujos grabados sobre un cuenco aplastado, de metal ligero, cuya parte interior mostraba cuando se encontró unas sospechosas manchas de color oscuro. Los extranjeros y las crédulas comadres muestran igual asombro acerca de un moderno crucifijo de níquel con la cadena rota hallado entre los escombros y que Joe Mazurewicz identificó temblando como el que le había regalado al pobre Gilman hacía muchos años. Creen algunos que las ratas arrastraron el crucifijo hasta el desván cerrado, en tanto que otros piensan que debió quedar tirado en algún rincón del cuarto que ocupó Gilman. Y aun hay otros, entre ellos el mismo Joe, que sostienen teorías demasiado descabelladas y fantásticas para que pueda creerlas ninguna persona sensata.
Cuando se derribó la pared inclinada de la habitación de Gilman, se vio que el espacio triangular cerrado que quedaba entre el tabique y el muro norte de la casa contenía una cantidad muy inferior de escombros, incluso teniendo en cuenta su tamaño, que la propia buhardilla. Pero fue encontrado allí un horrible depósito de materiales de mayor antigüedad y que dejó a los obreros paralizados de espanto. En pocas palabras, el suelo era un verdadero osario de huesos infantiles, unos bastante recientes, mientras que otros retrocedían en infinita gradación hasta un período tan remoto que su pulverización era casi total. Sobre esa profunda capa de huesos descansaba un gran cuchillo de evidente antigüedad, de forma grotesca y exótica, y muy ornado, sobre el cual se habían acumulado los escombros.
En medio de esos desechos, embutido entre un tablón caído y un montón de ladrillos de la chimenea, había un objeto destinado a provocar en Arkham mayor perplejidad, disimulado temor y rumores supersticiosos que los que hubiera despertado cualquier otra cosa hallada en la casa maldita. Era el esqueleto, parcialmente aplastado, de una enorme rata enferma cuyas anomalías anatómicas todavía son tema de discusión y motivo de singular reticencia entre los miembros del departamento de anatomía de la Universidad. Es muy poco lo que ha trascendido acerca de ese esqueleto, pero los obreros que lo descubrieron susurran con voz autorizada acerca de los largos pelos de color castaño oscuro relacionado con él.

Los huesos de las diminutas patas, según los rumores, hacen pensar en la capacidad prensil típica de un mono diminuto más que de una rata, mientras que el pequeño cráneo con sus afilados colmillos de color amarillo es extraordinariamente anómalo y, visto desde ciertos ángulos, se asemeja a una parodia, degradada de manera monstruosa y en miniatura, de un cráneo humano. Los obreros se santiguaron aterrados cuando encontraron este blasfemo vestigio, pero luego encendieron velas de agradecimiento en la iglesia de San Estanislao porque pensaron que aquella risita aguda y fantasmal ya nunca se volveria a oír.


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