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lunes, 28 de mayo de 2007

EL MIEDO // GUY DE MAUPASSANT

EL MIEDO

Guy de Maupassant


Volvimos a subir a cubierta después de la cena. Ante nosotros, el Mediterráneo no tenía el más mínimo temblor sobre toda su superficie, a la que una gran luna tranquila daba reflejos. El ancho barco se deslizaba, echando al cielo, que parecía estar sembrado de estrellas, una gran serpiente de humo negro; detrás de nosotros, el agua blanquísima, agitada por el paso rápido del pesado buque, golpeada por la hélice, espumaba, removía tantas claridades que parecía luz de luna burbujeando.

Ahí estábamos, unos seis u ocho, silenciosos, llenos de admiración, la vista vuelta hacia la lejana África, a donde nos dirigíamos. De pronto el comandante, que fumaba un puro en medio de nosotros, retomó la conversación de la cena.

-Sí, aquel día tuve miedo. Mi navío se quedó seis horas con esa roca en el vientre, golpeado por el mar. Afortunadamente, por la tarde nos recogió un barco carbonero inglés que nos había visto.

Entonces un hombre alto con el rostro quemado, de aspecto serio, uno de esos hombres que uno imagina que han cruzado largos países desconocidos, en medio de peligros incesantes, y cuyos ojos tranquilos parecen conservar, en su profundidad, algo de los países extraños que han visto; uno de esos hombres que uno adivina empapado en el valor, habló por primera vez:

-Usted dice, comandante, que tuvo miedo; no le creo en absoluto. Usted se equivoca en la palabra y en la sensación que experimentó. Un hombre enérgico nunca tiene miedo ante un peligro apremiante. Está emocionado, agitado, ansioso; pero el miedo es otra cosa.

El comandante prosiguió, riéndose:

-¡Caray ! Le vuelvo a decir que yo tuve miedo.

Entonces el hombre de tez morena dijo con una voz lenta :

-¡Permítame explicarme ! El miedo (y hasta los hombres más intrépidos pueden tener miedo) es algo espantoso, una sensación atroz, como una descomposición del alma, un espasmo horroroso del pensamiento y del corazón, cuyo mero recuerdo provoca estremecimientos de angustia. Pero cuando se es valiente, esto no ocurre ni ante un ataque, ni ante la muerte inevitable, ni ante todas las formas conocidas de peligro: ocurre en ciertas circunstancias anormales, bajo ciertas influencias misteriosas frente a riesgos vagos. El verdadero miedo es como una reminiscencia de los terrores fantásticos de antaño. Un hombre que cree en los fantasmas y se imagina ver un espectro en la noche debe de experimentar el miedo en todo su espantoso horror.

«Yo adiviné lo que es el miedo en pleno día, hace unos diez años. Lo experimenté, el pasado invierno, una noche de diciembre.
«Y, sin embargo, he pasado por muchas vicisitudes, muchas aventuras que parecían mortales. He luchado a menudo. Unos ladrones me dieron por muerto. Fui condenado, como sublevado, a la horca en América y arrojado al mar desde la cubierta de un buque frente a la costa de China. Todas las veces creí estar perdido e inmediatamente me resignaba, sin enternecimiento e incluso sin arrepentimientos.
«Pero el miedo no es eso.
«Lo presentí en África. Y, sin embargo, es hijo del Norte; el sol lo disipa como una niebla. Fíjense en esto, señores. Entre los orientales, la visa no vale nada; se resignan en seguida; las noches están claras y vacías de las sombrías preocupaciones que atormentan los cerebros en los países fríos. En Oriente, donde se puede conocer el pánico, se ignora el miedo.
«Pues bien, esto es lo que me ocurrió en esa tierra de África:
«Atravesaba las grandes dunas al sur de Uargla. Es éste uno de los países más extraños del mundo. Conocerán la arena unida, la arena recta de las interminables playas del Océano. ¡Pues bien! Figúrense al mismísimo Océano convertido en arena en medio de un huracán; imaginen una silenciosa tormenta de inmóviles olas de polvo amarillo. Olas altas como montañas, olas desiguales, diferentes, totalmente levantadas como aluviones desenfrenados, pero mis grandes aún, y estriadas como el moaré. Sobre ese mar furioso, mudo y sin movimiento, el sol devorador del sur derrama su llama implacable y directa. Hay que escalar aquellas láminas de ceniza de oro, volver a bajar, escalar de nuevo, escalar sin cesar, sin descanso y sin sombra. Los caballos jadean, se hunden hasta las rodillas y resbalan al bajar la otra vertiente de las sorprendentes colinas.
«Íbamos dos amigos seguidos por ocho espahíes y cuatro camellos con sus camelleros. Ya no hablábamos, rendidos por el calor, el cansancio, y resecos de sed como aquel desierto ardiente. De pronto uno de aquellos hombres dio como un grito; todos se detuvieron; permanecimos inmóviles, sorprendidos por un inexplicable fenómeno conocido por los viajeros en aquellas regiones perdidas.
«En algún lugar, cerca de nosotros, en una dirección indeterminada, redoblaba un tambor, el misterioso tambor de las dunas; sonaba con claridad, unas veces más vibrante, otras debilitado, deteniéndose, e iniciando de nuevo su redoble fantástico.
«Los árabes, espantados, se miraban; uno dijo, en su idioma: "La muerte está sobre nosotros." Y entonces, de pronto, mi compañero, mi amigo, casi mi hermano, se cayó de cabeza del caballo, fulminado por una insolación.
«Y durante dos horas, mientras intentaba en vano salvarle, aquel tambor inalcanzable me llenaba el oído con su ruido monótono, intermitente e incomprensible; y sentía deslizarse por mis huesos el miedo, el verdadero miedo, el odioso miedo, frente al cadáver amado, en ese agujero incendiado por el sol entre cuatro montes de arena, mientras el eco desconocido nos arrojaba, a doscientas leguas de cualquier pueblo francés, el redoble rápido del tambor.
«Aquel día entendí lo que era tener miedo; y lo supe aún mejor en otra ocasión...

El comandante interrumpió al narrador:

-Perdone, señor, pero ¿aquel tambor? ¿Qué era?

El viajero contestó:

-No lo sé. Nadie lo sabe. Los oficiales, a menudo sorprendidos por ese ruido singular, lo suelen atribuir al eco aumentado, multiplicado, desmesuradamente inflado por las ondulaciones de las dunas, de una lluvia de granos de arena arrastrados por el viento al chocar con una mata de hierbas secas; ya que siempre se ha comprobado que el fenómeno se produce cerca de pequeñas plantas quemadas por el sol, y duras como el pergamino.

«Aquel tambor no sería más que una especie de espejismo del sonido. Eso es todo.
Pero no lo supe hasta más tarde.

«Sigo con mi segunda emoción.
«Ocurrió el invierno pasado, en un bosque del noreste de Francia. El cielo estaba tan oscuro que la noche llegó dos horas antes. Tenía como guía a un campesino que andaba a mi lado, por un pequeñísimo camino, bajo una bóveda de abetos a los que el viento desenfrenado arrancaba aullidos. Entre las copas veía correr nubes desconcertadas, nubes enloquecidas que parecían huir ante un espanto. A veces, bajo una inmensa ráfaga, todo el bosque se inclinaba en el mismo sentido con un gemido de sufrimiento; y me invadía el frío, a pesar de mi paso ligero y mi ropa pesada.
«Teníamos que cenar y dormir en la casa de un guardabosque, cuya morada ya no quedaba muy lejos. Iba allí para cazar.
«A veces mi guía levantaba los ojos y murmuraba: "¡Qué tiempo tan triste!" Luego me habló de la gente a cuya casa llegábamos. El padre había matado a un cazador furtivo dos años antes y, desde entonces, parecía sombrío, como atormentado por un recuerdo. Sus dos hijos, ya casados, vivían con él.
«La noche era profunda. No veía nada delante de mí, ni a mi alrededor, y las ramas de los árboles chocaban entre sí llenando la noche de un incesante rumor. Finalmente vi una luz y en seguida mi compañero llamó a una puerta. Nos contestaron los gritos agudos de unas mujeres. Después una voz de hombre, una voz sofocada, preguntó: "¿Quién es?" Mi guía dio su nombre. Entramos. Fue un cuadro inolvidable.
«Un hombre viejo de pelo blanco y mirada loca, con la escopeta cargada en la mano, nos esperaba de pie en mitad de la cocina mientras dos mozarrones, armados con hachas, vigilaban la puerta. Distinguí en los rincones oscuros a dos mujeres arrodilladas, con el rostro escondido contra la pared.
«Nos presentamos. El viejo volvió a poner su arma contra la pared y mandó que se preparara mi habitación; luego, como las mujeres no se movían, me dijo bruscamente:

-Verá usted, señor; esta noche, hace dos años, maté a un hombre. El año pasado volvió para buscarme. Le espero otra vez esta noche.

Y añadió con un tono que me hizo sonreír:

-Por eso no estamos tranquilos.

«Le tranquilicé como pude, feliz por haber venido precisamente aquella noche, y asistir al espectáculo de ese terror supersticioso. Conté varias historias y conseguí tranquilizarles a casi todos.
«Cerca del fuego, un viejo perro, bigotudo y casi ciego, uno de esos perros que se parecen a gente que conocemos, dormía el morro entre las patas.
«Fuera, la tormenta encarnizada azotaba la pequeña casa y, a través de un estrecho cristal, una especie de mirilla situada cerca de la puerta, veía de pronto todo un desbarajuste de árboles empujados violentamente por el viento a la luz de grandes relámpagos.
«Notaba perfectamente que, a pesar de mis esfuerzos, un terror profundo se había apoderado de aquella gente, y cada vez que dejaba de hablar, todos los oídos escuchaban a lo lejos. Cansado de presenciar aquellos temores estúpidos, iba a pedir acostarme, cuando el viejo guarda de pronto saltó de su silla, cogió de nuevo su escopeta, mientras tartamudeaba con una voz enloquecida:

-¡Ahí está! ¡Ahí está! ¡Le oigo!

«Las dos mujeres volvieron a caerse de rodillas en los rincones, escondiendo el rostro; y los hijos volvieron a coger sus hachas. Iba a intentar tranquilizarles otra vez, cuando el perro dormido se despertó de pronto y, levantando la cabeza, tendiendo el cuello, mirando hacia el fuego con sus ojos casi apagados, dio uno de esos lúgubres aullidos que hacen estremecerse a los viajeros, de noche, en el campo. Todos los ojos se volvieron hacia él; ahora permanecía inmóvil, tieso sobre las patas, como atormentado por una visión; se echó de nuevo a aullar hacia algo invisible, desconocido, sin duda horroroso, ya que todo el pelo se le ponía de Punta. El guarda, lívido, gritó:

-¡Lo huele! ¡Lo huele! Estaba ahí cuando lo maté.

Y las dos mujeres enloquecidas se echaron a gritar con el perro.

«A mi pesar, un gran escalofrío me corrió entre los hombros. El ver al animal en aquel lugar, a aquella hora, en medio de aquella gente enloquecida, resultaba espantoso.
«Entonces, durante una hora, el perro aulló sin moverse; aulló como preso de angustia en un sueño; y el miedo, el espantoso miedo entró en mí; ¿el miedo a qué? ¿Lo sabré yo? Era el miedo, y punto.
«Permanecíamos inmóviles, lívidos, en espera de un acontecimiento horroroso, aguzando el oído, el corazón latiendo, descompuestos al menor ruido. Y el perro se puso a dar vueltas alrededor del cuarto, oliendo las paredes y siempre gimiendo. ¡Aquel animal nos volvía locos! Entonces el campesino que me había guiado, se abalanzó sobre él, en una especie de paroxismo de terror furioso, y abriendo una puerta que daba a un pequeño patio, echó al animal afuera.
«Éste se calló en seguida, y nos quedamos sumidos en un silencio aún más terrorífico. Y de pronto todos a la par tuvimos una especie de sobresalto: un ser se deslizaba contra la pared, en el exterior, hacia el bosque; luego pasó junto a la puerta, que pareció palpar, con una mano vacilante; no volvimos a oír nada más durante dos minutos que nos convirtieron en insensatos; luego volvió, siempre rozando la pared; y raspó ligeramente, como lo haría un niño con la uña; y de pronto una cabeza apareció contra el cristal de la mirilla, una cabeza blanca con ojos luminosos como los de una fiera. Y un sonido salió de su boca, un sonido indistinto, un murmullo quejumbroso.
«Entonces un estruendo formidable estalló en la cocina. El viejo guarda había disparado. Inmediatamente sus hijos se precipitaron, taparon la mirilla levantando la gran mesa que sujetaron con el aparador.
«Y les juro que al oír el estrépito del disparo que no me esperaba tuve tal angustia en el corazón, el alma y el cuerpo, que me sentí desfallecer y a punto de morir de miedo.
«Nos quedamos ahí hasta la aurora, incapaces de movernos, de decir una palabra, crispados en un enloquecimiento inefable.
«No nos atrevimos a desatrancar la salida hasta no ver, por la hendidura de un sobradillo, un fino rayo de día.
«Al pie del muro, junto a la puerta, yacía el viejo perro, con el hocico destrozado por una bala.
«Había salido del patio escarbando un agujero bajo una empalizada.
El hombre de rostro moreno se calló; luego añadió: -Aquella noche no corrí ningún peligro, pero preferiría volver a empezar todas las horas en las que me enfrenté con los peligros más terribles, antes que el minuto único del disparo sobre la cabeza barbuda de la mirilla.





DIONISIA POP! // RELATO TERROR

Dionisia Pop!
(un relato de terror en 11 partes)
Fco. Javier Pérez

1: LA MÁQUINA PUTA.

El hombre es tan feo como puede llegar a ser un hombre y, aún así, sabe que
lo que sea que le está dictando las siguientes palabras que salen de su boca
pertenecen a una superinteligencia que le trasciende. Cuando uno de nosotros
muere, una parte del Dios de todas las cosas desaparece con él.
—Cuando uno de nosotros muere… —empieza a decir.
La mujer, por su parte, no quiere saber nada de trascendencias y pérdidas de
tiempo varias. Es pragmática y, visto desde el punto de vista que se quiera, está tan
buena que casi hace daño a la vista.
Cobra un buen dinero por estarlo.
La historia se monta sola conforme los segundos van pasando.
El hombre no ha ido nunca de putas y, técnicamente, tampoco ahora lo está
haciendo. No hay tiempo para subjetividades éticas, sólo para un par de
padrenuestros paganos.
Le petite mort, el orgasmo, aún queda lejos.
Antes de que el cerebro del hombre pase a modo automático, a ser pilotado
por el hombrecillo sin cabeza que habita en su pene, se permite reflexionar acerca
de la conveniencia de que la tesis general (que con cada muerte desaparece una
parte del todo) se pueda aplicar a las “pequeñas muertes”.
—¿Qué quieres que te haga? —pregunta la mujer, sin permitir que el sexo
aflore aún en su vocabulario.
—No sé… ¿Tú qué prefieres?
—La que cobra por esto soy yo. Tú eres el que decide lo que quiere… ¿Es tu
primera vez, verdad?
El hombre preferiría etiquetar la experiencia como t = 0 en el diagrama
vectorial de su vida, porque técnicamente esto no es su “primera vez”, pero no
discutirá con la mujer. No ahora que está empezando a perder el control.
—Algo así —contesta, no demasiado decidido.

2: POP KOAN.

El discípulo Doko se personó a su maestro zen, y le dijo:
—Estoy buscando la verdad. ¿Cuál es el estado mental en el que debo
perfeccionarme para encontrarla?
—No hay mente, de modo que no puedes ubicarte en estado alguno. No hay
verdad, de modo que no puedes perfeccionarte para alcanzarla —fue la respuesta
del maestro.
—Si no hay mente que perfeccionar, ni verdad por encontrar, ¿por qué tienes
aquí esos monjes que se reúnen todos los días ante ti para estudiar el zen y
perfeccionarse mediante ello?
—Pero si aquí no hay siquiera un palmo de sitio… —dijo el maestro—.
¿Cómo podría haber una reunión de monjes?..Y yo no tengo lengua, ¿cómo podría
entonces llamarlos o impartirles enseñanzas?
—Oh, ¿cómo puedes mentir así? —espetó Doko.
—Pero si no tengo lengua que me permita hablar, ¿cómo podría mentirte?
Entonces, Doko añadió con tristeza:
—No puedo seguirte. No puedo comprenderte.
—Ni yo no puedo comprenderme a mí mismo.

3: CUANDO DE VERDAD ESTÁS ASUSTADO.

Analicemos la situación desde otra perspectiva:
Digamos que A es lo más curioso que has visto en tu vida. Según la
percepción objetiva, mensurable, que tienes de A, ésta es una mujer de unos
cincuenta y tantos años (aunque la vida en la calle debe haberla estropeado
bastante, por lo que quizá sólo tenga unos cuarenta y tantos) que dedica todos y
cada uno de sus días a pasear de aquí para allá por el centro de la ciudad. Lleva
siempre consigo cinco carritos en los que carga sus pertenencias, a los cuales aplica
la misma dinámica una y otra vez: arrastra el primero un par de metros, vuelve atrás,
arrastra el segundo hasta la altura del primero, vuelve atrás y repite el proceso con
cada uno de ellos. No hay pista alguna que indique que esto obedece a un plan
explícito, que el proceso sigue un recorrido marcado de antemano… Y lo que no
conoces te intriga y asusta a partes iguales.
Una fría noche cualquiera, A comparte los cartones con los que ha
improvisado un campamento en el interior de un cajero automático con B.
B es un caso típico: poli-toxicómano hasta hace un par de años (cuando ya no
se pudo permitir sufragar el gasto de una dosis y empezó a limitarse a una sola
cosa; esto es, eventuales cartones de vino barato). Ha salido bastante bien parado
de tres rehabilitaciones forzosas, en las que se ha curado el mono a base de helarse
el culo en diferentes localizaciones de la ciudad, comer lo que encuentra por los
contenedores, mendigar de vez en cuando, y pelear a mano sucia con otros
desarrapados como él. Sus apenas treinta años hacen que, a pesar de casi no tener
dientes y no haber visto una ducha en meses que perfectamente podrían
intercambiarse por vidas, aún conserve algo del decadente atractivo que gusta a los
observadores imparciales como tú.
Pues bien, la noche en que A y B comparten lecho de cartón, A representa
una fábula con la que, en teoría, B debe entender el por qué de todo el asunto de los
carritos.
A promete, asimismo, que si B escucha con atención, al acabar su relato le
hará una mamada.
La fábula consta de varias partes bien definidas que conforman un relato de
logro truncado que indefectiblemente conduce al desastre, la ruina y la constricción:
A se presenta a sí misma como la empleada más joven de una de esas pequeñas
consultorías técnicas que abundan en la ciudad, una chica que aprende rápido y
aplica esos conocimientos en busca de un reconocimiento al que venga unida una
dosis de descanso de sí misma al final del camino de incomodidades,
insatisfacciones y noches perdidas tricotando planes que viene durando desde sus
años de estudiantes. El reconocimiento tarda en llegar, y le consume relaciones,
amistades e incluso fragmentos de amor propio que gustosamente regala a sus
superiores esperando algo a cambio.
Llegados a este punto de la historia, B pregunta por qué A no se acostó con
su jefe, como hacen todas, y acababa así de una vez con tanta angustia.
A monta en cólera, pero sólo un poco. Sabe que no todas, pero sí algunas,
funcionan de ese modo. También sabe que B tiene medio cerebro frito por las
drogas y que no se le puede acusar de uno de eso “–ismos” con los que tanto se nos
llena la boca a veces.
B pide que prosiga con el relato y deje de atosigarle. A consiente: las noches
vacías y la falta de perspectiva trajeron consigo un miedo atávico a quedarse sola de
por vida. A dejó de pensar única y exclusivamente en su trabajo y decidió buscar
otra meta más asequible. Eligió formar una familia, porque es lo que se elige en
estos casos.
Lo siguiente es previsible: A se casó con el hombre que no debía, ambos
tuvieron un hijo que nunca debió haber venido a ete mundo, el marido de A quiso
que ella pasase más tiempo en casa, el precio de la vivienda subió hasta
desestabilizarlo todo, el niño cada vez demandaba más, nadie quería una asesora
que había abandonado su carrera a los treinta y cuatro años, su marido decidió que
no valía la pena trabajar tanto para volver a un hogar en el que sólo le esperaban
llantos infantiles y reproches demasiado maduros, la vida no se parecía en nada a lo
que salía por la televisión… Y A acabó volviendo a la consultoría de la que nunca
debió haber salido. Esta vez sí, se acostó con uno de los socios.
B bufa un “lo sabía” que A ignora. Está a punto de finalizar su relato.
La relación de A con su jefe la devolvió a un lugar en el que ni siquiera
recordaba haber estado. Duró años, hasta que el jefe de A dejó de ver el morbo en
acostarse con una mujer casada a espaldas de los cónyuges de ambos; era mucho
más excitante hacerlo con la nueva recepcionista.
En un alarde de visión periférica de la situación, A decidió olvidar a su jefe,
divorciarse de su marido, permitir que éste ultimo se quedase con la custodia de un
niño al que, por mucho que se empeñen las estadísticas y la biología, no quería, y
hundirse lo más hondo que pudiese.
—Cuando de verdad estás asustado —confiesa A—, todo te importa una
mierda.
—¿Y eso qué tiene que ver con lo de arrastrar los carritos arriba y abajo? —
pregunta, lógicamente, B.
—Nada en absoluto.
Y A desabrocha los pantalones de un aún confundido B y hunde la cara en su
entrepierna.
De lo cual podríamos deducir con facilidad la siguiente fórmula:
B + (A·X) = CES
En la que X sería el miedo, cualquier clase de miedo, y CES representaría
Cierto Estrato de esta Sociedad en la que estamos condenados a vivir.
Lo cual nos deja con una incógnita: ¿Dónde está realmente la cara oscura de
la Luna?

4: POP KOAN (II).

El maestro zen se acercó a Doko, su discípulo y le confesó:
—Ni yo puedo comprenderme a mí mismo.
—Si no tienes lengua con la que hablar, ¿cómo puedes decir algo así? —fue
la respuesta del discípulo.
—Pero… Sí que tengo lengua… Sino ¿por qué se reúnen aquí cada día todos
esos monjes para aprender el zen y perfeccionarse mediante ello?
—¿Dónde? Aquí no hay siquiera un palmo de sitio…
—Oh, ¿cómo puedes mentir así? —espetó el maestro.
—No hay mente, de modo que no puedes ubicarte en estado alguno. No hay
verdad, de modo que todo es mentira —dijo Doko.
El maestro, destrozado por dentro, añadió:
—Así pues, ¿no hay estado mental que perfeccionar, ni verdad a la que
aspirar?
—Lo siento, no puedo comprenderte. No puedo seguirte. No puedo oírte. No
tienes mente, ni verdad, ni lengua ¿recuerdas?

5: COTILLEO, CULPA, ETC.

El hombre sigue siendo tan feo como siempre, pero el acercamiento sexual
con la prostituta preprogramada le ha dejado henchido de una cualidad que, sabe,
ya jamás podrá ser eliminada del código propio según el cual se rige.
Se parece un poco a la eterna pregunta (¿cómo hablar con chicas cuando se
tienen doce años?) transubstanciada a su realidad-túnel inmediata (¿cómo hacer
que todo el mundo sepa que te has acostado con el máximo exponente de la
feminidad de tu especie?)
Por eso, tal como llega a casa pulsa el botón del mando a distancia de la
televisión, accede al menú general de configuración y trastoca la sintonía de todos
los canales hasta dar con una estática perfecta de ruido blanco. Algunos dicen que a
través de esa estática se pueden recibir mensajes del más allá, fantasmas hablando
a través de la pantalla. Pero el hombre sabe que eso es mentira. Los fantasmas no
existen.
Y aún así, todo el mundo está conectado, y el canal de conexión debe estar
en alguna parte.
No se equivoca. Nunca se equivoca. Y el escarceo sexual de hace un rato le
ha iluminado aún más si cabe.
Los altavoces del televisor sin imagen definida escupen conversaciones al
azar: la vecina del tercero habla con su madre por teléfono y la manda a la mierda,
achacando todos y cada uno de los fallos que ha cometido como adulta a la
educación represiva de la mujer (mierda freudiana para todos los públicos);
solapándose a la conversación surgen los pensamientos del hombre que vive solo
en el segundo piso, planteándose ver determinada película a determinada hora o
dejarlo estar y limitarse a la teleserie que, sin duda, todos los compañeros de su
oficina comentarán mañana; un poco por debajo, el hijo del matrimonio del ático deja
que en su cerebro reverberen mensajes del “maestro de la luz” que le conminan a
salvar a la “princesa maldita” con ayuda del caballo turbo-propulsado que se
esconde en su armario…
Tantas vidas y tan poco tiempo para escucharlas todas.
El hombre pasea el dedo por los distintos botones del mando a distancia que
le llevan a otros tantos canales de comunicación humana distintos, y se siente
afortunado.
Aquí, un maestro zen contesta a su discípulo con un acertijo imposible; un
poco más allá, la historia se da la vuelta, y es el discípulo el que confunde al
maestro; más allá aún…

6: POP KOAN (III).

Joshu preguntó al mestro Nansen: “¿Cuál es el verdadero Camino?”
Nansen respondió: “El camino de cada día es el verdadero Camino”.
Joshu preguntó: “¿Puedo estudiarlo?”.
Nansen respondió: “Cuanto más lo estudies, más te alejarás del Camino”.
Joshu preguntó: “Si no lo estudio, ¿cómo puedo conocerlo?”.
Nansen respondió: “El Camino no es de las cosas que se ven, ni de las cosas
que no se ven. No es de las cosas conocidas, ni de las cosas desconocidas. No lo
busques, ni lo estudies, ni lo nombres. Para alcanzarlo, ábrete con la amplitud del
cielo”.

7: LA CARA OCULTA DE LA LUNA.

Démosle otra vuelta a la tuerca:
Estamos en Dionisia, que viene a ser un planeta lejano que nos sirve como
metáfora a éste, nuestro planeta Tierra. Dicho planeta imaginario se rige por la
reglas del SMI2LE (Space + Migration + (Intelligence)2 + Life Extension) por lo tanto:
a) Todo el mundo viaja allí donde le da la gana, cuando le da la gana, sin
condicionamientos de ningún tipo (siquiera condiciones tan absurdas como el
sistema métrico decimal).
b) La inteligencia es expandida, premiada, alabada y potenciada hasta tal
punto que ya no es necesario expandirla, ni premiarla, ni alabarla, ni potenciarla.
c) Todo el mundo vive tanto como quiera. Algunos incluso son inmortales.
En Dionisia, todo el mundo es feliz.
En Dionisia la gente no vive en la calle, es la calle la que vive en la gente.

8: ESE PORTE IMPECABLE.

El hombre viste un traje negro de fina línea diplomática, tan sutil que casi
parece invisible. Se cubre con un largo abrigo de cuero con las solapas levantadas.
Cuando pasa junto al escaparate de alguna tienda, su imagen se le antoja algo a
medio camino entre un sabio y un demonio.
Reconozcámoslo, tiene algo de ambos.
Aún resuena en sus oídos el rumor de la televisión mal sintonizada, emitiendo
partes desde la corteza cerebral de sus congéneres y vecinos: una chica, que por lo
visto vive tres manzanas más allá, se mortifica a sí misma porque su novio no quiere
que ella le ayude a encontrar a su madre. Dos canales más allá, un ángel (exento de
sexo, como cualquier buen ángel) reza, encerrado en una jaula, una súplica a su
creador para que éste le libere de su cautiverio; por lo visto la pobre criatura ha sido
encarcelada en la jaula de oro de la mente de un escritor de relatos de cienciaficción,
el cual juega con su imagen abstracta como le apetece, intentando dar con la
alquimia que convierta el ángel en letras negras sobre papel blanco, una veces
dotándole de una apariencia masculina infantil, transmutándolo en el heraldo
encarcelado de todo lo bueno que hay en el hombre, otras vistiéndolo con pieles
femeninas y obligándolo a los más abyectos actos de sumisión a través de los
barrotes de la jaula.
Pero el hombre no se preocupa más de lo necesario: ese porte impecable que
ve reflejado en los escaparates y los cristales tintados de los coches le transporta a
través de una ciudad casi en ruinas que es la suya, la de todos, en dirección a la
siguiente cabina telefónica abandonada, el enésimo portal ruinoso en el que retozan
enamorados imposibles, descastados. Por que parte de la existencia del hombre se
debe al trato rutinario con los que cruzaron el espejo en busca del país de las
maravillas sin saber que, a causa de su falta de perspectiva, se habían transportado
al infierno.
La noche se acerca.
Los extraterrestres existen, en cierto modo. Puedes verlos si miras con la
suficiente atención, más allá del abrigo, el traje y los ojos del hombre.
Las putas lo ven, y los mendigos, y los olvidados maestros zen, y sus
discípulos inútiles, y las utopías.
El hombre viste las ropas del ser que vendió el mundo al mejor postor.

9: POP KOAN (IV).

El maestro Nansen preguntó a otro maestro zen: “¿Cuál es el verdadero
camino?”.
A lo que el maestro zen respondió:
—¿Cómo voy a saberlo, si no tengo lengua con la que hablar, ni mente con la
que ubicarme en estado alguno, ni verdad por encontrar?
Nansen, entonces, espetó: “Oh, ¿Cómo puedes mentir así? Si no hay mente
que perfeccionar, ni verdad por encontrar, ¿por qué tienes aquí esos monjes que se
reúnen todos los días ante ti para estudiar el zen y perfeccionarse mediante ello?”
El maestro respondió:
—El Camino no es de las cosas que se ven, ni de las cosas que no se ven.
No es de las cosas conocidas, ni de las cosas desconocidas. No lo busques, ni lo
estudies, ni lo nombres. Para alcanzarlo, ábrete con la amplitud del cielo.
A lo que Nansen, confundido y contrariado, exclamó: “¿Qué? Lo siento, no
puedo comprenderte. No puedo seguirte.”
El maestro se lo pensó muy bien antes de replicar, pero al final dio con las
palabras correctas:
—Me limito a repetir tus enseñanzas.
Entonces, como si esa frase hubiese servido de ritual para convocar a sus
peores demonios, los discípulos de ambos hombres entraron en la estancia en la
que los maestros meditaban en voz alta.
—¿Puedo estudiaros? —preguntó Joshu.
Doko añadió: “Ni yo mismo puedo comprenderlos”
Y los discípulos rompieron a reír, porque habían descubierto algo que los
maestros, con sus cábalas y sus acertijos jamás adivinarían: que en el espacio que
ocupaban apenas había un palmo de sitio; que de tanto buscarlo, estudiarlo y
nombrarlo, el Camino había desaparecido; que sólo quedaba un hombre en la tierra
con la capacidad suficiente como para abrirse con la amplitud del cielo…. Que nadie
puede comprender a nadie.

10: PREPARADO PARA QUERER A ALGUIEN.

Desde otro ángulo, una vez más:
Digamos que B sigue dándole vueltas a todo el asunto de los cinco carritos de
A, pero que le cuesta concentrarse porque ella le está lamiendo la entrepierna y eso
siempre ha provocado en él pensamientos raros, que le llevan a alguna parte más
allá del todo, a un planeta que inventó de pequeñito, llamado Dionisia, en el que
nadie vivía en la calle, por que las calles vivían en todos.
Desde que tiene uso de razón, recuerda haber viajado a Dionisia cada vez
que la realidad que se colaba por sus ojos, oídos y nariz le era del todo insoportable.
Luego empezó a acudir al planeta cada vez que, simplemente, necesitaba un
descanso.
Ahora A se introduce el pene de B en la boca (saliva y sudor y suciedad y
algo salado que perfectamente podría ser amor) y B le acaricia el pelo.
—A veces, lo mejor es dejar que los misterios sigan siéndolo —acierta a decir
él, entre dos jadeos.
Ella no dice nada. Tanto mejor.
Porque quizá B se viese obligado a contar cómo llegó hasta este mismo
instante, en este mismo lugar, y su historia es tan poco original que el relato se
alargaría de forma tediosa hacia ninguna parte. Así que B calla y disfruta, un oasis
en la miseria de los días, mientras asocia el placer físico inmediato con la idea de un
superespacio perfecto en el que nadie tiene porqué morir. En el que nadie se ve
obligado a volver atrás en busca de los cuatro carritos restante después de haber
arrastrado un primero. En el que una leyenda urbana vestida de negro riguroso no
se dedica a recorrer las calles en busca de seres perdidos, olvidados, con los que
preparar un segundo trato con el creador después de haber sido estafado la primera
vez.
El hombre no puede tocar a B mientras éste posea algo, aunque ese algo sea
Dionisia.
El hombre no puede tocar a A mientras ésta siga marginándose por propia
voluntad, sin dar una explicación clara, que vaya más allá de la locura, a su
condición.
El hombre tiene que quedarse mirando a través de las ventanas que rodean el
cajero automático en el que el mundo, representado por el vino de la fornicación de
dos seres que se niegan a reconocerse más perdidos de lo que están, se salva a sí
mismo.
Mal material con el que negociar. Ninguno de los dos está preparado para
querer a alguien, pero lo intentan un poco a cada segundo.
Así pues, deducimos una última fórmula (porque esto es el final, querido
lector, por si no te habías dado cuenta):
B + (A·X-∞) = CES – (SMI2LE) =0
Y el cuero de las solapas del abrigo del hombre se humedece al contacto con
las primeras lágrimas, pues es una lástima que la lógica no sirva para revalorizar
conceptos tan sencillos como el efecto sumidero al que la humanidad se está
sometiendo a sí misma. El hombre llora por A y por B, pero sobretodo lo hace por sí
mismo, pues al final éste, que ha comenzado tan bien, ha resultado un día perdido
como cualquier otro. Y no es una metáfora: con los días perdidos también se puede
negociar, pero no con los de uno, por lo que la pena es la misma para los mortales
con sueños de inmortalidad y los inmortales que no sueñan en nada.

EXTRAS: FINAL ALTERNATIVO Y COMENTARIOS DEL DIRECTOR.

Esta historia no tiene moraleja.
El hombre es un ser inmortal, una leyenda urbana: el hombre que vendió al
mundo, que nos condujo a donde estamos (al borde del abismo o a las puertas de
una nueva era de prosperidad, eso está aún por decidir); y ese ser es egoísta, sí,
pero también tiene un propósito, que no es otro que el de hacer acopio de la miseria
que empapa nuestras calles, para renegociar cualquiera que sea el trato que ha
hecho con quien sea que lo haya hecho.
Esta historia no es una metáfora.
Por todas partes puedes ver a A y B trasegándose a sí mismos en busca de
un final que no acaba de llegar nunca. Muy pocos se preguntan el porqué de su
condición. Millones ofrecen explicaciones más o menos fantasiosas al respecto.
La confusión es buena.
Los acertijos ya no existen. No pueden existir en un mundo en que el efecto
sumidero es palpable y plausible. El tiempo se acelera, los avances se producen al
doble de velocidad con respecto al periodo histórico anterior. Según algunos, el
último día del mundo se producirá un nuevo descubrimiento, en todos los aspectos,
cada 7,5 milésimas de segundo. Los Koan (acertijos de un Japón que ya ha
desaparecido, destinados a la reflexión y el examen interior más allá de toda
respuesta) han quedado esquilmados y reducidos a uno solo: ¿Vives?
El final alternativo.
Quizá el hombre de la historia sea, simplemente, la muerte. El último telón
que siempre llega antes de tiempo para los que se han salido de la rueda de ruedas
que hemos creado un poco entre todos. Quizá el hombre decida esperar un poco
antes de llevarse a A y B consigo; esperar a que ambos decidan no estar
preparados para querer a nadie y dejar de luchar. Quizá los koan sean la verdadera
historia, y lo demás no represente sino ejemplos sincrónicos sin sentido alguno.
Quizá no hayas entendido nada. Quizá hayas entendido demasiado, y esta historia
te haya puesto los pelos de punta.
Quizá…
Esta historia no tiene moraleja. No hay apoteosis.
Éste es un relato de terror, después de todo. Buenas noches.

Fin.

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