VINUM SABBATI
Arthur Machen
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Mi nombre es Leicester; mi padre, el mayor general Wyn Leicester,
distinguido oficial de artillería, sucumbió hace cinco años a una compleja
enfermedad del hígado, adquirida en el letal clima de la india. Un año después,
Francis, mi único hermano, regresó a casa después de una carrera
excepcionalmente brillante en la universidad, y aquí se quedó, resuelto como
un ermitaño a dominar lo que con razón se ha llamado el gran mito del
Derecho. Era un hombre que parecía sentir una total indiferencia hacia todo lo
que se llama placer; aunque era más guapo que la mayoría de los hombres y
hablaba con la alegría y el ingenio de un vagabundo, evitaba la sociedad y se
encerraba en la gran habitación de la parte alta de la casa para convertirse en
abogado. Al principio, estudiaba tenazmente durante diez horas diarias; desde
que el primer rayo de luz aparecía en el este hasta bien avanzada la tarde
permanecía encerrado con sus libros. Sólo dedicaba media hora a comer
apresuradamente conmigo, como si lamentara el tiempo que perdía en ello, y
después salía a dar un corto paseo cuando comenzaba a caer la noche. Yo
pensaba que tanta dedicación sería perjudicial, y traté de apartarlo
suavemente de la austeridad de sus libros de texto, pero su ardor parecía más
bien aumentar que disminuir, y creció el número de horas diarias de estudio.
Hablé seriamente con él, le sugerí que ocasionalmente tomara un descanso,
aunque fuera sólo pasarse una tarde de ocio leyendo una novela fácil; pero él
se rió y dijo que, cuando tenía ganas de distraerse, leía acerca del régimen de
propiedad feudal y se burló de la idea de ir al teatro o de pasar un mes al aire
libre. Confieso que tenía buen aspecto, y no parecía sufrir por su trabajo, pero
sabía que su organismo terminaría por protestar, y no me equivocaba. Una
expresión de ansiedad asomó en sus ojos, se veía débil, hasta que finalmente
confesó que no se encontraba bien de salud. Dijo que se sentía inquieto, con
sensación de vértigo, y que por las noches se despertaba, aterrorizado y
bañado en sudor frío, a causa de unas espantosas pesadillas.
—Me cuidaré —dijo—, así que no te preocupes. Ayer pasé toda la tarde sin
hacer nada, recostado en ese cómodo sillón que tú me regalaste, y
garabateando tonterías en una hoja de papel. No, no; no me cargaré de
trabajo. Me pondré bien en una o dos semanas, ya verás.
Sin embargo, a pesar de sus afirmaciones, me di cuenta que no mejoraba,
sino empeoraba cada día. Entraba en el salón con una expresión de
abatimiento, y se esforzaba en aparentar alegría cuando yo lo observaba. Me
parecía que tales síntomas eran un mal agüero, y a veces, me asustaba la
nerviosa irritación de sus gestos y su extraña y enigmática mirada. Muy en
contra suya, lo convencí de que accediera a dejarse examinar por un médico, y
por fin llamó, de muy mala gana, a nuestro viejo doctor.
El doctor Haberden me animó, después de la consulta.
—No es nada grave —me dijo—. Sin duda lee demasiado, come de prisa y
vuelve a los libros con demasiada precipitación y la consecuencia natural es
que tenga trastornos digestivos y alguna mínima perturbación del sistema
nervioso. Pero creo, señorita Leicester, que podremos curarlo. Ya le he
recetado una medicina que obtendrá buenos resultados. Así que no se
preocupe.
Mi hermano insistió en que un farmacéutico de la colonia le preparara la
receta. Era un establecimiento extraño, pasado de moda, exento de la
estudiada coquetería y el calculado esplendor que alegran tanto los
escaparates y estanterías de las modernas boticas. Pero Francis le tenía mucha
simpatía al anciano farmacéutico y creía a ciegas en la escrupulosa pureza de
sus drogas. La medicina fue enviada a su debido tiempo, y observé que mi
hermano la tomaba regularmente después de la comida y la cena.
Era un polvo blanco de aspecto común, del cual disolvía un poco en un
vaso de agua fría. Yo lo agitaba hasta que se diluía, y desaparecía dejando el
agua limpia e incolora. Al principio, Francis pareció mejorar notablemente; el
cansancio desapareció de su rostro, y se volvió más alegre incluso que cuando
salió de la universidad; hablaba animadamente de reformarse, y reconoció que
había perdido el tiempo.
—He dedicado demasiadas horas al estudio del Derecho —decía riéndose—
; creo que me has salvado justo a tiempo. Bien, de cualquier modo, seré
canciller, pero no debo olvidarme de vivir. Haremos un viaje a París, nos
divertiremos, y nos mantendremos alejados por un tiempo de la Biblioteca
Nacional.
He de confesar que me sentí encantada con el proyecto.
—¿Cuándo nos vamos? —pregunté—. Podríamos salir pasado mañana, si
te parece.
—No, es demasiado pronto. Después de todo, no conozco Londres todavía,
y supongo que un hombre debe comenzar por entregarse a los placeres de su
propio país. Pero saldremos en una o dos semanas, así que practica tu francés.
Por mi parte, de Francia sólo conozco las leyes, y me temo que eso no nos
servirá de nada.
Estábamos terminando de comer. Tomó su medicina con gesto de catador,
como, si fuera un vino de la cava más selecta.
—¿Tiene algún sabor especial? —pregunté.
—No; es como si fuera sólo agua. —Se levantó de la silla y empezó a
pasear de arriba abajo por la habitación, sin decidir qué hacer.
—¿Vamos al salón a tomar café? —le pregunté—. ¿O prefieres fumar?
—No; me parece que voy a dar un paseo. La tarde está muy agradable.
Mira ese crepúsculo: es como una gran ciudad en llamas, como si, entre las
casas oscuras, lloviera sangre. Sí. Voy a salir. Pronto estaré de vuelta, pero me
llevo mi llave. Buenas noches, querida, si es que no te veo más tarde.
La puerta se cerró de golpe tras él, y le vi caminar rápidamente por la
calle, balanceando su bastón, y me sentí agradecida con el doctor Haberden
por esta mejoría.
Creo que mi hermano regresó a casa muy tarde aquella noche, pero a la
mañana siguiente se encontraba de muy buen humor.
—Caminé sin pensar adónde iba —dijo gozando de la frescura del aire, y
vivificado por la multitud cuando me acercaba a los barrios más transitados.
Después, en medio de la gente, me encontré con Orford, un antiguo
compañero de la universidad, y después... bueno, nos fuimos por ahí a
divertirnos. He sentido lo que es ser joven y hombre. He descubierto que tengo
sangre en las venas como los demás. Me he citado con Orford para esta noche;
algunos amigos nos reuniremos en el restaurante. Sí, me divertiré durante una
semana o dos, y todas las noches oiré las campanadas de las doce. Y después
tú y yo haremos nuestro pequeño viaje.
Fue tal el cambio de carácter de mi hermano, que en pocos días se
convirtió en un amante de los placeres, en un indolente asiduo de los barrios
alegres, en un cliente fiel de los restaurantes opulentos y en un excelente
crítico de baile. Engordaba ante mis ojos, y no hablaba ya de París, pues
claramente había encontrado su paraíso en Londres. Yo me alegré, pero no
dejaba de sorprenderme, porque en su alegría encontraba algo que me
desagradaba, aunque no podía definir la sensación. El cambio le sobrevino
poco a poco. Seguía regresando en las frías madrugadas; pero yo ya no le oía
hablar de sus diversiones, y, una mañana, cuando desayunábamos juntos, lo
miré de pronto a los ojos y vi a un extraño frente a mí.
—¡Oh, Francis! —exclamé— ¡Francis, Francis! ¿Qué has hecho?
Y dejando escapar el llanto, no pude decir ni una palabra más. Me retiré
llorando a mi habitación, pues aunque no sabía nada, lo sabía todo, y por un
extraño juego del pensamiento, recordé la noche en que salió por primera vez,
y el cuadro de la puesta de sol que iluminaba el cielo ante mí: las nubes, como
una ciudad en llamas, y la lluvia de sangre. Sin embargo, luché contra esos
pensamientos, y consideré que tal vez, después de todo, no había pasado nada
malo. Por la tarde, a la hora de comer, decidí presionarlo para que fijara el día
de comenzar nuestras vacaciones en París. Estábamos charlando
tranquilamente, y mi hermano acababa de tomar su medicina, que no había
suspendido para nada. iba yo a abordar el tema, cuando las palabras
desaparecieron de mi mente, y me pregunté por un segundo qué peso helado
e intolerable oprimía mi corazón y me sofocaba como si me hubieran
encerrado viva en un ataúd.
Habíamos comido sin encender las velas. La habitación había pasado de la
penumbra a la lobreguez, y las paredes y los rincones se confundían entre
sombras indistintas. Pero desde donde yo estaba sentada podía ver la calle, y
cuando pensaba en lo que iba a decirle a Francis, el cielo comenzó a
enrojecerse y a brillar, como durante aquella noche que tan bien recordaba; y
en el espacio que se abría entre las dos oscuras moles de casas apareció el
horrible resplandor de las llamas: espeluznantes remolinos de nubes
retorcidas, enormes abismos de fuego, masas grises como el vaho que se
desprende de una ciudad humeante y una luz maligna brillando en las alturas
con las lenguas del más ardiente fuego, y en la tierra, como un inmenso lago
de sangre. Volví los ojos a mi hermano; las palabras apenas se formaban en
mis labios, cuando vi su mano sobre la mesa. Entre el pulgar y el índice tenía
una marca, una pequeña mancha del tamaño de una moneda de seis peniques
y el color de un moretón. Sin embargo, por algún sentido indefinible, supe que
no era un golpe. ¡Ah!, si la carne humana pudiera arder en llamas, y si la llama
fuese negra como la noche... sin pensamiento ni palabras, el horror me invadió
al verlo, y en lo más profundo de mi ser comprendí que era un estigma.
Durante algunos interminables segundos, el manchado cielo se oscureció como
si se tratara de la medianoche, y cuando la luz volvió, me encontraba sola en
la silenciosa habitación. Poco después, pude oír cómo salía mi hermano.
A pesar de que ya era tarde, me puse el sombrero y fui a visitar al doctor
Haberden, y en su amplio consultorio, mal iluminado por una vela que el
doctor trajo consigo, con labios trémulos y voz vacilante pese a mi
determinación, le conté todo lo que había sucedido desde el día en que mi
hermano comenzó a tomar la medicina hasta la horrible marca que había
descubierto hacía apenas media hora.
Cuando terminé, el doctor me miró durante un momento con una
expresión de gran compasión en su rostro.
—Mi querida señorita Leicester —dijo— usted se ha angustiado por su
hermano; se preocupa mucho por él, estoy seguro , ¿no es así?
—Sí, me tiene preocupada —dije Desde hace una o dos semanas no he
estado tranquila.
—Muy bien. Ya sabe usted lo complicado que es el cerebro.
—Comprendo lo que quiere usted decir, pero no estoy equivocada. He
visto con mis propios ojos todo lo que acabo de decirle.
—Sí, sí; por supuesto. Pero sus ojos habían estado contemplando ese
extraordinario crepúsculo que tuvimos hoy. Es la única explicación. Mañana lo
comprobará a la luz del día, estoy seguro. Pero recuerde que siempre estoy a
su disposición para prestarle cualquier ayuda que esté a mi alcance. No dude
en acudir a mí o mandarme llamar si se encuentra en un apuro.
Me marché intranquila, completamente confusa, llena de tristeza y temor,
y sin saber que hacer. Cuando nos reunimos mi hermano y yo al día siguiente,
le dirigí una rápida mirada y descubrí, con el corazón oprimido, que llevaba la
mano derecha envuelta en un pañuelo. La mano en la que había visto aquella
mancha de fuego negro.
—¿Qué tienes en la mano, Francis? —le pregunté con firmeza.
—Nada importante. Anoche me corté un dedo y me salió mucha sangre.
Me lo vendé lo mejor que pude.
—Yo te lo curaré bien, si quieres.
—No, gracias, querida, esto bastará. ¿Qué te parece si desayunamos?
Tengo mucha hambre.
Nos sentamos, y yo lo observaba. Comió y bebió muy poco. Le tiraba la
comida al perro cuando creía que yo no miraba. Había una expresión en sus
ojos que nunca le había visto; cruzó por mi mente la idea de que aquella
expresión no era humana. Estaba firmemente convencida de que, por
espantoso e increíble que fuese lo que había visto la noche anterior, no era una
ilusión, ni era ningún engaño de mis sentidos agobiados, y, en el transcurso de
la mañana, fui de nuevo a la casa del médico.
El doctor Haberden movió la cabeza contrariado e incrédulo, y pareció
reflexionar durante unos minutos.
—¿Y dice usted que continúa tomando la medicina? Pero, ¿por qué? Según
tengo entendido, todos los síntomas de que se quejaba desaparecieron hace
tiempo. ¿Por qué sigue tomando ese brebaje, si ya se encuentra bien? Y, a
propósito, ¿dónde encargó que le prepararan la receta? ¿Con Sayce? Nunca
envío a nadie allí; el anciano se está volviendo descuidado. Supongo que no
tendrá usted inconveniente en venir conmigo a su casa; me gustaría hablar
con él.
Fuimos juntos a la tienda. El viejo Sayce conocía al doctor Haberden, y
estaba dispuesto a darle cualquier clase de información.
—Según tengo entendido, usted lleva varias semanas preparando esta
receta mía al señor Leicester —dijo el doctor, entregándole al anciano un
pedazo de papel.
—Sí —dijo—, y ya me queda muy poco. Es una droga muy poco común, y
la he tenido embodegada durante mucho tiempo sin usarla. Si el señor
Leicester continúa el tratamiento, tendré que encargar más.
—Por favor, déjeme ver el preparado —dijo Haberden.
El farmacéutico le dio un frasco. Haberden le quitó el tapón, olió el
contenido y miró con extrañeza al anciano.
—¿De dónde sacó esto? —dijo—. ¿Qué es? Además, señor Sayce, esto no
es lo que yo prescribí. Sí, sí, ya veo que la etiqueta está bien, pero le digo que
ésta no es la medicina correcta.
—La he tenido mucho tiempo —dijo el anciano, aterrado—. Se la compré a
Burbage, como de costumbre. No me la piden con frecuencia, y la he tenido
desde hace algunos años. Como ve usted, ya queda muy poco.
—Sería mejor que me lo diera —dijo Haberden—. Me temo que ha habido
una equivocación.
Nos marchamos de la tienda en silencio; el médico llevaba bajo el brazo el
frasco envuelto en papel.
—Doctor Haberden —dije, cuando ya llevábamos un rato caminando—,
doctor Haberden.
—Sí —dijo él, mirándome sobriamente.
—Quisiera que me dijese qué ha estado tomando mi hermano dos veces al
día durante poco más de un mes.
—Francamente, señorita Leicester, no lo sé. Hablaremos de esto cuando
lleguemos a mi casa.
Continuamos caminando rápidamente sin pronunciar palabra, hasta que
llegamos a su casa. Me pidió que me sentara, y comenzó a pasear de un
extremo al otro de la habitación, con la cara ensombrecida por temores nada
comunes.
—Bueno —dijo al fin—. Todo esto es muy extraño. Es natural que se
sienta alarmada, y debo confesar que estoy muy lejos de sentirme tranquilo.
Dejemos a un lado, se lo ruego, lo que usted me contó anoche y esta mañana,
aunque persiste el hecho de que durante las últimas semanas el señor
Leicester ha estado saturando su organismo con un preparado completamente
desconocido para mí. Como le digo, eso no es lo que yo le receté. No obstante,
está por ver qué contiene realmente este frasco.
Lo desenvolvió, vertió cautelosamente unos pocos granos de polvo blanco
en un pedacito de papel y los examinó con curiosidad.
—Sí —dijo—. Parece sulfato de quinina, como usted dice; forma
escamitas. Pero huélalo.
Me tendió el frasco, y yo me incliné a oler. Era un olor extraño,
empalagoso, etéreo, irresistible, como el de un anestésico fuerte.
—Lo mandaré analizar —dijo Haberden—. Tengo un amigo que se dedica a
la química. Después sabremos qué hacer. No, no; no me diga nada sobre la
otra cuestión. No quiero escucharlo de momento. Siga mi consejo y procure no
pensar más en eso.
Aquella tarde, mi hermano no salió como siempre después de la comida.
—Ya me he divertido lo suficiente —dijo con una risa extraña— y debo
volver a mis viejas costumbres. Un poco de leyes será el descanso adecuado,
tras una dosis tan sobrecargada de placer —sonrió para sí mismo. Poco
después subió a su habitación. Su mano seguía vendada.
El doctor Haberden pasó por casa unos días más tarde.
—No tengo ninguna noticia especial para usted —dijo—. Chambers está
fuera de la ciudad, así que no sé nada que usted no sepa sobre la sustancia.
Pero me gustaría ver al señor Leicester, si está en casa.
—Está en su habitación —dije—. Le diré que está usted aquí.
—No, no; yo subiré. Quiero hablar con él con toda tranquilidad. Me
atrevería a decir que nos hemos alarmado mucho por muy poca cosa. Al fin y
al cabo, sea lo que sea, parece que ese polvo blanco le ha sentado bien.
El doctor subió, y, al pasar por el recibidor, lo oí llamar a la puerta, abrirse
ésta, y cerrarse después. Estuve esperando en el silencio de la casa durante
más de una, hora, y la quietud se volvía cada vez más intensa, mientras las
manecillas del reloj caminaban lentamente. Oí arriba el ruido de una puerta
que se abría vigorosamente, y el médico bajó. Sus pasos cruzaron el recibidor
y se detuvieron ante la puerta. Respiré largamente y con dificultad, vi mi cara,
en un espejo, demasiado pálida, mientras él volvía y se paraba en la puerta.
Había un indecible horror en sus ojos; se sostuvo con una mano en el respaldo
de una silla, su labio inferior temblaba como el de un caballo; tragó saliva y
tartamudeó una serie de sonidos ininteligibles, antes de hablar.
—He visto a ese hombre —comenzó, en un áspero susurro—. Acabo de
pasar una hora con él. ¡Dios mío! ¡Y estoy vivo y entero! Yo que me he
enfrentado toda mi vida con la muerte y conozco las ruinas de nuestra
fortaleza... ¡Pero eso no, Dios mío, eso no! —y se cubrió el rostro con las
manos para apartar de sí alguna horrible visión.
—No me mande llamar otra vez, señorita Leicester —dijo, recobrando un
poco la compostura—. Nada puedo hacer ya por esta casa. Adiós.
Lo vi bajar las escaleras tembloroso, y cruzar la calzada en dirección a su
casa. Me dio la impresión de que había envejecido diez años desde la mañana.
Mi hermano permaneció en su habitación. Me dijo con voz apenas
reconocible que estaba muy ocupado, que le gustaría que le dejara su comida
afuera de la puerta, y que me hiciera cargo de los criados. Desde aquel día, me
pareció que el arbitrario concepto que llamamos tiempo había desaparecido
para mí. Vivía con la continua sensación de horror, llevando a cabo
mecánicamente la rutina de la casa, y hablando sólo lo imprescindible con los
criados. De vez en cuando salía a pasear una hora o dos y luego volvía a casa.
Pero tanto dentro como fuera, mi espíritu se detenía ante la puerta cerrada de
la habitación de arriba, y, temblando, esperaba que se abriera.
He dicho que apenas me daba cuenta del tiempo, pero supongo que
debieron transcurrir un par de semanas, desde la visita del doctor Haberden,
cuando un día, después del paseo, regresaba a casa reconfortada con una
sensación de alivio. El aire era dulce y agradable, y las formas vagas de las
hojas verdes flotaban en la plaza como una nube; el perfume de las flores
hechizaba mis sentidos. me sentía feliz y caminaba con ligereza. Cuando iba a
cruzar la calle para entrar a casa, me detuve un momento a esperar que
pasara un carro y miré por casualidad hacia las ventanas. instantáneamente se
llenaron mis oídos de un fragor tumultuoso de aguas profundas y frias; el
corazón me dio un vuelco y cayó en un pozo sin fondo, y me quedé
sobrecogida de un terror sin forma ni figura. Extendí ciegamente una mano en
la oscuridad para no caer, mientras, las piedras temblaban bajo mis pies,
perdían consistencia y parecían hundirse. En el momento de mirar hacia la
ventana de mi hermano, se abrió la persiana, y algo dotado de vida se asomó
a contemplar el mundo. No, no puedo decir si vi un rostro humano o algo
semejante; era una criatura viviente con dos ojos llameantes que me miraron
desde el centro de algo amorfo representando el símbolo y el testimonio de
todo el mal y la siniestra corrupción. Durante cinco minutos permanecí inmóvil,
sin fuerza, presa de la angustia, la repugnancia y el horror. Al llegar a la
puerta, corrí escaleras arriba, hasta la habitación de mi hermano, y lo llamé.
—¡Francis, Francis! —grité—. Por el amor de Dios, contéstame. ¿Qué es
esa bestia espantosa que tienes en la habitación? ¡Sácala, Francis, arrójala
fuera de aquí!
Oí un ruido como de pies que se arrastraban, lentos y cautelosos, y un
sonido ahogado, como si alguien luchara por decir algo. Después, el sonido de
una voz, rota y apagada, pronunció unas palabras que apenas pude entender.
—Aquí no hay nada —dijo la voz—. Por favor, no me molestes. No me
encuentro bien hoy.
Me volví, horrorizada pero impotente. Me preguntaba por qué me habría
mentido Francis, pues había visto, aunque sólo fuera por un momento, la
aparición aquella, demasiado nítida para equivocarme. Me senté en silencio,
consciente de que había sido algo más, algo que había visto en el primer
instante de terror antes de que aquellos ojos llameantes se fijaran en mí. Y,
súbitamente, lo recordé. Al mirar hacia arriba, las persianas se estaban
cerrando, pero tuve tiempo de ver a aquella criatura, y al evocarla, comprendí
que la imagen no se borraría jamás de mi memoria. No era una mano; no
había dedos que sostuvieran el postigo, sino un muñón negro que la
empujaba. El torpe movimiento de la pata de una bestia se había grabado en
mis sentidos, antes de que aquella oleada de terror me arrojara al abismo. Me
horroricé al recordar esto y pensar que aquella espantosa presencia vivía con
mi hermano. Subí de nuevo y lo llamé desesperadamente, pero no me
contestó. Aquella noche, uno de los criados vino a mi y me contó con cierto
recelo que hacía tres días que colocaba regularmente la comida junto a la
puerta y después la retiraba intacta. La sirvienta había tocado, pero sin
obtener respuesta; sólo oyó los mismos pies arrastrándose que yo había oído.
Pasaron los días, uno tras otro, y siguieron dejándole a mi hermano las
comidas delante de la puerta y retirándolas intactas, y aunque llamé
repetidamente a la puerta, no conseguí jamás que me contestara. La
servidumbre quiso entonces hablar conmigo. Al parecer, estaban tan
alarmados como yo. La cocinera dijo que, cuando mi hermano se encerró por
vez primera en su habitación, ella empezó a oírle salir por la noche, y
deambular por la casa; y una vez, según dijo, oyó abrirse la puerta del
recibidor, y cerrarse después. Pero hacía varias noches que no oía ruido
alguno. Por último, la crisis se desencadenó; fue en la penumbra del atardecer.
El salón donde me encontraba se fue poblando de tinieblas, cuando un alarido
terrible desgarró el silencio y oí unos precipitados pasos escabullirse por la
escalera. Aguardé, y un segundo después irrumpió la doncella en el cuarto y se
quedó delante de mí, pálida y temblorosa.
—¡Oh, señorita Helen! —murmuró—. ¡Por Dios, señorita Helen! ¿Qué ha
pasado? Mire mi mano, señorita, ¡mire esta mano!
La conduje hasta la ventana, y vi una mancha húmeda y negra en su
mano.
—No te comprendo —dije—. ¿Quieres explicarte?
—Estaba arreglando su habitación hace un momento —comenzó—. Estaba
cambiando las sábanas, y de repente me cayó en la mano algo mojado; miré
hacia arriba y vi que era el techo, que estaba negro y goteaba justo encima de
mí.
Primero la miré con severidad y luego me mordí los labios.
—Ven conmigo —dije—. Trae tu vela.
La habitación donde yo dormía estaba debajo de la de mi hermano, y al
entrar sentí que yo temblaba también. Miré el techo; en él había una mancha
negra y húmeda, que goteaba persistente sobre un charco horrible que
empapaba la blanca ropa de mi cama.
Me lancé escaleras arriba y toqué con fuerza la puerta.
—¡Francis, Francis, hermano mío! ¿Qué te ha pasado?
Me puse a escuchar. Hubo un sonido ahogado; luego, un gorgoteo y un
vómito, pero nada más. Llamé más fuerte, pero no contestó.
A pesar de lo que el doctor Haberden había dicho, fui a buscarlo.
Le conté, con los ojos arrasados en lágrimas, lo que había sucedido, y él
me escuchó con una expresión de dureza en el semblante.
—En recuerdo de su padre —dijo finalmente—, iré con usted, aunque nada
puedo hacer por él.
Salimos juntos; las calles estaban oscuras, silenciosas y densas por el
calor y la sequedad de varias semanas. Bajo los faroles de gas, el rostro del
doctor se veía blanco. Cuando llegamos a casa, le temblaban las manos.
No dudamos, sino que subimos directamente. Yo sostenía la lámpara y él
llamó con voz fuerte y decidida:
—Señor Leicester, ¿me oye? Insisto en verlo. Conteste de inmediato.
No hubo respuesta, pero los dos oímos aquel gorgoteo que ya he mencionado.
—Señor Leicester, estoy esperando. Abra la puerta en este instante, o me
veré obligado a echarla abajo —dijo. Y llamó una tercera vez, con una voz que
hizo eco por todo el edificio—: ¡Señor Leicester! Por última vez, le ordeno abrir
la puerta.
—¡Ah! —exclamó, después de unos pesados momentos de silencio—,
estamos perdiendo el tiempo. ¿Sería tan amable de proporcionarme un
atizador o algo parecido?
Corrí a una pequeña habitación donde guardábamos las cosas viejas y
encontré una especie de azadón que me pareció le serviría al doctor.
—Muy bien —dijo—, esto funcionará. ¡Pongo en su conocimiento, señor
Leicester —gritó por el ojo de la cerradura—, que voy a destrozar la puerta!
Luego comenzó a descargar golpes con el azadón, haciendo saltar la
madera en astillas. De pronto, la puerta se abrió con un grito espantoso de una
voz inhumana que, como un rugido monstruoso, brotó inarticuladamente en la
oscuridad.
—Sostenga la lámpara —dijo entonces el doctor. Entramos y miramos
rápidamente por toda la habitación.
—Ahí está —dijo el doctor Haberden, dejando escapar un suspiro—. Mire,
en ese rincón.
Sentí una punzada de horror en el corazón. En el suelo había una masa
oscura y pútrida, hirviendo de corrupción y espantosa podredumbre, ni líquida
ni sólida, que se derretía y se transformaba ante nuestros ojos con un
gorgoteo de burbujas oleaginosas. Y en el centro brillaban dos puntos
llameantes, como dos ojos. Y vi, también, cómo se sacudió aquella masa en
una contorsión temblorosa, y cómo trató de levantarse algo que bien podía ser
un brazo. El doctor avanzó, alzó el azadón y descargó un golpe sobre los dos
puntos brillantes; y golpeó una y otra vez, enfurecido. Finalmente reinó el
silencio.
Un par de semanas más tarde, cuando ya me había recobrado de la
terrible impresión, el doctor Haberden vino a visitarme.
—He traspasado mi consultorio —comenzó—. Mañana emprendo un largo
viaje por mar. No sé si volveré a Inglaterra algún día; es muy probable que
compre un pequeño terreno en California y me quede allí el resto de mi vida.
Le he traído este sobre, que usted podrá abrir y leer cuando se sienta con
fuerza y valor para ello. Contiene el informe del doctor Chambers sobre la
muestra que le remití. Adiós, señorita, adiós.
En cuanto se marchó, abrí el sobre y leí los papeles. No podía esperar.
Aquí está el manuscrito, y, si me lo permiten, les leeré la asombrosa historia
que narra:
"Mi querido Haberden —comenzaba la carta—: Le pido mil perdones por
haberme retrasado en contestar su pregunta sobre la sustancia blanca que me
envió. A decir verdad, he dudado un tiempo sobre qué determinación tomar,
pues hay tanto fanatismo y ortodoxia en las ciencias físicas como en la
teología, y sabía que si yo me decidía a contarle la verdad, podría ofender
prejuicios que alguna vez me fueron caros. No obstante, he decidido ser
sincero con usted, así que, en primer lugar, permítame entrar en una breve
aclaración personal.
"Usted me conoce, Haberden, desde hace muchos años, como un
escrupuloso hombre de ciencia. Usted y yo hemos hablado a menudo de
nuestras profesiones, y hemos discutido el abismo insondable que se abre a los
pies de quienes creen alcanzar la verdad por caminos que se aparten de la vía
ordinaria de la experiencia y la observación de la materia. Recuerdo el desdén
con que me hablaba usted una vez de aquellos científicos que han escarbado
un poco en lo oculto y han insinuado tímidamente que tal vez, después de
todo, no sean los sentidos la frontera eterna e impenetrable de todo
conocimiento, el inmutable límite, más allá del cual ningún ser humano ha
llegado jamás. Nos hemos reído cordialmente, y creo que con razón, de las
tonterías del 'ocultismo' actual, disfrazado bajo nombres diversos:
mesmerismos, espiritualismos, materializaciones, teosofías, y toda la
complicada infinidad de imposturas, con su maquinaria de trucos y conjuros,
que son la verdadera armazón de la magia que se ve por las calles
londinenses. Con todo, a pesar de lo que le he dicho, debo confesarle que no
soy materialista, tomando este término en su acepción más común. Hace
muchos años me convencí —me he convencido a pesar de mi anterior
escepticismo—, de que mi vieja teoría de la limitación es absoluta y totalmente
falsa. Quizá esta confesión no le sorprenda en la misma medida en que le
hubiera sorprendido hace veinte años, pues estoy seguro de que *no habrá
dejado de observar que, desde hace algún tiempo, ciertas hipótesis han sido
superadas por hombres de ciencia que no son nada menos que
trascendentales; y me temo que la mayor parte de los modernos químicos y
biólogos famosos no dudarían en suscribir el díctum de la vieja escolástica,
Omnía exeunt ín mysterium, que significa que toda rama del saber humano, si
nos remontamos a sus orígenes y primeros principios, se desvanece en el
misterio. No tengo por qué agobiarlo ahora con una relación detallada de los
dolorosos pasos que me han conducido a mis conclusiones. Unos cuantos
experimentos de lo más simple me dieron motivo para dudar de mi propio
punto de vista, el tren de pensamiento que surgió en aquellas circunstancias
relativamente paradójicas, me llevó lejos. Mi antigua concepción del universo
se ha venido abajo; estoy en un mundo que me resulta tan extraño y temible
como las interminables olas del océano a los ojos de quien lo contempla por
primera vez desde Darién. Ahora sé que los límites de los sentidos, que
resultaban tan impenetrables que parecían cerrarse en el cielo y hundirse en
unas tinieblas de profundidad inalcanzable no son las barreras tan
inexorablemente herméticas que habíamos pensado, sino velos finísimos y
etéreos que se deshacen ante el investigador y se disipan como la neblina
matinal de los riachuelos. Sé que usted no adoptó jamás una postura
extremadamente materialista; usted no trató de establecer una negación
universal, pues su sentido común lo apartó de tal absurdo. Pero estoy
convencido de que encontrará lo que digo extraño y repugnante a su habitual
forma de pensar. No obstante, Haberden, lo que digo es cierto; y en nuestro
lenguaje común, se trata de la verdad única y científica, probada por la
experiencia. Y el universo es más espléndido y más terrible de lo que
imaginábamos. El universo entero, mi amigo, es un tremendo sacramento, una
fuerza, una energía mística e inefable, velada por la forma exterior de la
materia. Y el hombre, y el sol, y las demás estrellas, la flor, y la yerba, y el
cristal del tubo de ensayo, todos y cada uno, son tanto materiales como
espirituales y están sujetos a una actividad interior.
Probablemente se preguntará usted, Haberden, adónde voy con todo esto;
pero creo que una pequeña reflexión podrá aclararlo. Usted comprenderá que,
desde semejante punto de vista, cambia la concepción entera de todas las
cosas, y lo que nos parecía increíble y absurdo podría ser posible. En resumen,
debemos mirar con otros ojos la leyenda y las creencias, y estar preparados
para aceptar hechos que se habían convertido en fábulas. En verdad, esta
exigencia no es excesiva. Al fin y al cabo, la ciencia moderna admite
hipócritamente muchas cosas. Es cierto que no se trata de creer en la brujería,
pero ha de concederse cierto crédito al hipnotismo; los fantasmas están
pasados de moda, pero aún hay mucho que decir sobre la teoría de la
telepatía. Póngale un nombre griego a una superstición y crea en ella, y será
casi un proverbio.
"Hasta aquí mi aclaración personal. Ahora bien, usted me envió un frasco
tapado y sellado, que contenía una pequeña cantidad de un polvo blanco y
escamoso, y que cierto farmacéutico proporcionó a uno de sus pacientes. No
me sorprende que usted no haya conseguido ningún resultado en sus análisis.
Es una sustancia que hace muchos cientos de años cayó en el olvido y que es
prácticamente desconocida hoy en día. jamás hubiera esperado que me llegara
de una farmacia moderna. Al parecer, no hay ninguna razón para dudar de la
veracidad del farmacéutico. Efectivamente, como dice, pudo comprar en un
almacén las sales que usted prescribió; y es muy posible también que
permanecieran en su estante durante veinte años, o tal vez más. Aquí
comienza a intervenir lo que llamamos azar o casualidad: durante todos estos
años, las sales de esa botella han estado expuestas a ciertas variaciones
periódicas de temperatura; variaciones que probablemente oscilan entre los
cinco y los 30 grados centígrados. Y, por lo que se aprecia, tales alteraciones,,
repetidas año tras año durante periodos irregulares, con distinta intensidad y
duración, han provocado un proceso tan complejo y delicado que no sé si un
moderno aparato científico, manejado con la máxima precisión, podría producir
el mismo resultado. El polvo blanco que usted me ha enviado es algo muy
diferente del medicamento que usted recetó; es el polvo con que se preparaba
el Vino Sabático, el Vínum Sabbati. Sin duda habrá leído usted algo sobre los
aquelarres de las brujas, y se habrá reído de los relatos que hacían temblar a
nuestros mayores: gatos negros, escobas y maldiciones formuladas contra la
vaca de alguna pobre vieja. Desde que descubrí la verdad, he pensado a
menudo que, en general, es una gran suerte que se crea en todas estas
supercherías, pues de este modo se ocultan muchas otras cosas que es
preferible ignorar. No obstante, si se toma la molestia de leer el apéndice a la
monografía de Payne Knight encontrará que el verdadero sabbath era algo
muy diferente, aunque el escritor haya felizmente callado ciertos aspectos que
conocía muy bien. Los secretos del verdadero sabbath datan de tiempos muy
remotos, y sobrevivieron hasta la Edad Media. Son los secretos de una ciencia
maligna que existía muchísimo antes de que los arios entraran en Europa.
Hombres y mujeres, seducidos y sacados de sus hogares con pretextos
diversos, iban a reunirse con ciertos seres especialmente calificados para
asumir con toda justicia el papel de demonios. Estos hombres y estas mujeres
eran conducidos por sus guías a algún paraje solitario y despoblado,
tradicionalmente conocido por los iniciados y desconocido para el resto del
mundo. Quizá a una cueva, en algún monte pelado y barrido por el viento, o a
un recóndito lugar, en algún bosque inmenso. Y allí se celebraba el sabbath.
Allí, a la hora más oscura de la noche, se preparaba el Vinum Sabbati, se
llenaba el cáliz diabólico hasta los bordes y se ofrecía a los neófitos, quienes
participaban de un sacramento infernal; sumentes caficem principis inferorum,
como lo expresa muy bien un autor antiguo. Y de pronto, cada uno de los que
habían bebido se veía atraído por un acompañante (mezcla de hechizo y
tentación ultraterrena) que lo llevaba aparte para proporcionarle goces más
intensos y más vivos que los del ensueño, mediante la consumación de las
nupcias sabáticas. Es difícil escribir sobre estas cosas, principalmente porque
esa forma que atraía con sus encantos no era una alucinación sino, por
espantoso que parezca, el hombre mismo. Debido al poder del vino sabático —
unos pocos granos de polvo blanco disueltos en un vaso de agua—, la morada
de la vida se abría en dos, disolviéndose la humana trinidad, y el gusano que
nunca muere, el que duerme en el interior de todos nosotros, se transformaba
en un ser tangible y externo, y se vestía con el ropaje de la carne. Y entonces,
a la medianoche, se repetía y representaba la caída original, y el ser espantoso
oculto bajo el mito del Árbol del Bien y del Mal era nuevamente engendrado.
Tales eran las nuptiae sabbatí.
"Prefiero no decir más. Usted, Haberden, sabe, tan bien como yo que no
pueden infringirse impunemente las leyes más triviales de la vida, y que un
acto tan terrible como éste, en el que se abría y profanaba el santuario más
íntimo del hombre, era seguido de una venganza feroz. Lo que comenzaba con
la corrupción, terminaba también con la corrupción."
Debajo está lo siguiente, escrito por el doctor Haberden:
"Por desgracia, todo esto es estricta y totalmente cierto. Su hermano me
lo confesó todo la mañana en que estuve con él. Lo primero que me llamó la
atención fue su mano vendada, Y lo obligué a que me la enseñara. Lo que vi
yo, un hombre de ciencia, me puso enfermo de odio. Y la historia que me vi
obligado a escuchar fue infinitamente más espantosa de lo que habría sido
capaz de imaginar. Hasta me sentí tentado a dudar de la Bondad Eterna, que
permite que la naturaleza ofrezca tan abominables posibilidades. Y si no
hubiera visto usted el desenlace con sus propios ojos, le habría pedido que no
diera crédito a nada de todo esto. A mí no me quedan más que unas semanas
de vida, pero usted es joven, y quizá pueda olvidarlo.
Dr. Joseph Haberden.