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lunes, 18 de octubre de 2010

ABANDONADO -- GUY DE MAUPASSANT





          ABANDONADO
    

     —Es preciso estar loca para salir al campo a estas horas con un calor insufrible. De dos meses a esta parte, se te ocurren ideas muy extrañas. A la fuerza me haces venir a la orilla del mar, cuando en cuarenta y cinco años que llevamos de matrimonio jamás tuviste semejante fantasía. Sin pedirme parecer, eliges como residencia de verano esta población triste, Fècamp,   y te invade un deseo furioso de hacer ejercicio (¡eso tú, que nunca dabas dos pasos!), al extremo de querer salir al campo a estas horas en el día más caluroso del año. Dile a nuestro amigo Apreval que te acompañe, puesto que se presta amablemente a todos tus caprichos. Yo, por mi parte, me quedo a dormir la siesta.
     La señora Cadour dijo:
     —¿Quiere usted acompañarme, Apreval?
     Este se inclinó, sonriendo con una galantearía de los tiempos pasados. mientras decía:
     —Iré a donde usted vaya.
     —Bueno; idos a coger una insolación—exclamó el señor de Cadour.
     Y se metió en su cuarto del hotel de los Baños para echarse un par de horas en la cama.
     Cuando la respetable señora y su antiguo compañero quedaron solos, se pusieron en marcha. Ella dijo con voz muy baja y apretándole una mano:
     —¡Al fin! ¡Al fin!
     El murmuró:
     —Se ha vuelto usted loca. Estoy convencido en absoluto de que se ha vuelto usted loca. Piense cuánto arriesga. Si ese hombre...
     Ella le interrumpió, sobresaltada:
     —¡Oh, Enrique! No diga usted nunca ese hombre cuando hablemos de él.
     El prosiguió bruscamente:
     —¡Bueno! Si nuestro hijo sospecha cualquier cosa, y receloso descubre la verdad, nos tiene cogidos para siempre. Pudo usted pasar cuarenta años alejada, sin conocerle siquiera, ¿qué antojo es el de hoy?
     Habían seguido la calle que va de la playa al pueblo. Volvieron a la derecha para subir el repecho de Etretat. El camino blanco se inundaba con los abrasadores rayos del sol.
     Andaban despacio, sofocándose, a paso corto. Ella se apoyaba en el brazo de su amigo, mirando hacia adelante, con los ojos fijos, insistentes.
     Preguntó:
     —¿De manera que tampoco usted le ha visto nunca?
     —¡Jamás!
     —Pero ¿es posible?
     —No comencemos nuevamente la eterna discusión. Yo tengo mujer y tengo hijos, como usted tiene un marido; como usted, debo guardarme de murmuraciones.
     Ella no respondió. Pensaba en su juventud lejana, en las cosas que ya pasaron. Todo era triste.
     Se  había casado, como se casan muchas mujeres, a instancias de la familia, con un hombre al que apenas conocen. Su marido era diplomático; vivió con él como viven todas las mujeres de buena sociedad.
     Pero sucedió que un joven, Apreval, casado también, la quiso con un amor profundo, y durante una larga ausencia del señor Cadour, que había ido a las Indias, enviado por el Gobierno, la señora sucumbió.
     ¿Le hubiera sido posible resistir más? ¿Negarse? ¿Pudo resolverse a no ceder, adorándole como le adoraba? ¡No! ¡Ciertamente, no! ¡Era pedirle demasiado! Era demasiado sufrir. ¡La vida es tan miserable y engañosa! ¿Puede uno evitar ciertas asechanzas de la suerte, huir su destino? Siendo mujer, abandonada, sola, sin ternuras que la remedien, sin hijos que la defiendan, ¿se puede, un día y otro día, evitar una pasión que arrastra la existencia? ¿Se puede huir del sol, para encerrarse hasta la muerte en la oscuridad?
     Entonces, después de tanto tiempo, recordaba ella todos los detalles, las caricias, las ansias, las impaciencias aguardándole.¡Qué días tan felices! Los únicos felices. Y ¡qué pronto acabaron!
     Luego se sintió embarazada. ¡Qué angustias!
     —¡Oh! Aquel viaje al Mediodía, un viaje largo, doloroso; los temores incesantes, la vida misteriosa, oculta en la casita solitaria, cerca del mar, en el fondo de un jardín del que nunca se atrevió a salir.
     ¡Cómo recordaba los días eternos que pasó al pie de un naranjo, con los ojos fijos en el fruto redondo y rojo, escondido casi entre verdes hojas! Deseaba salir, acercarse al mar, cuya brisa fecunda recibía por encima de la tapia, cuyo constante vaivén oía sin cesar, cuya superficie azul, brillante al sol, y salpicada por blancas velas, era su encanto. Pero tenía miedo hasta de asomarse a la puerta. Si alguien la hubiese reconocido en aquel estado, con aquella cintura deforme y vergonzosa...
     Y los días de inquietud, los últimos días torturadores; y la espantosa noche del suceso. ¡Cuántas miserias había padecido!
     ¡Qué noche aquella! ¡Cuánto gimió, cuánto gritó! No se borraba de su memoria el rostro pálido de su amante, besándole a cada minuto las manos; la cabeza calva del médico, la cofia blanquísima de la enfermera.
     Y la sacudida violenta de su corazón al oír el débil gemido de la criatura, aquel primer esfuerzo de una voz de hombre.
     Y al día siguiente... ¡Ah! ¡Al día siguiente, único de su vida en que lo tuvo cerca y besó a su hijo! Porque jamás volvieron a verle sus ojos.
     Y desde entonces, ¡qué larga, penosa y vacía existencia, en la cual siempre, siempre flotaba el recuerdo imborrable de aquella criatura! ¡Y jamás volvió a verle, ni una sola vez, a aquel pedazo de sus entrañas, al hijo de sus amores!
     Lo cogieron, lo llevaron, lo escondieron. Ella supo solamente que unos campesinos normandos lo educaban, que vivía como campesino, que se casó, bien casado, y que fue bien establecido por su padre.
     ¡Cuántas veces, durante cuarenta años, ella quiso ir a verle, para besarle! ¡No imaginaba que se habría desarrollado! Le suponía siempre como aquella larva humana que sólo un día cogió en brazos, apretándo1e contra su cuerpo dolorido.
     Cuantas veces dijo a su amante: «No aguardo más, quiero verle, voy a verle», siempre la convencía, la contenía. Ella no sabia reprimirse, callarse, y el otro adivinaría y exploraría, comprometiéndolos.
     —¿Cómo es?—preguntaba la señora.
     —No lo sé. Tampoco le conozco.
     —¿Es posible? ¡Tener un hijo y no conocerle! ¡Rechazarle con temor, ocultarle como una vergüenza!
     Iban camino adelante, fatigados por el calor, ganando poco a poco el inacabable repecho.
     Ella prosiguió:
     —Parece un castigo. Jamás tuve otro. Y a aquél, no verle... No. Era imposible resistir al deseo de verle, que hace tantos años me obsesiona. Los hombres no comprenden eso. Piense usted que no está lejos el día de mi muerte. 
     Y ¿era posible morir sin volverle a ver?
     —¿Cómo pude aguantar tanto tiempo? He pensado en él durante toda mi vida. ¡Qué horrorosa vida, con este pensamiento constante! ¡No he despertado una sola vez, ni una sola vez, sin que mi primer pensamiento no fuese para él, para el hijo mío! ¿Cómo estará? Me siento culpable, culpable de su abandono, de mi cobardía. ¿Se debe temer al mundo en tales casos? Debí dejarlo todo para no dejarle a él; conservarle, cuidarle y educarle. Hubiera sido más dichosa. Y no me atrevíi. ¡Bien lo pagué con mi sufrimiento; ¡ Ah! Esas pobres criaturas abandonadas... ¡cómo deben de odiar a sus madres!
     De pronto se detuvo, ahogada por los sollozos. El valle estaba desierto y mudo bajo la luz abrumadora del sol.
     —Descanse usted un poco; siéntese un rato—dijo Apreval.
     Ella se dejó conducir hasta la cuneta, y, después de sentarse, ocultó el rostro entre las manos. Sus cabellos canosos, formando rizos, caían sobre sus mejillas, mezclándose con su llanto. Lloraba, herida por un dolor profundo.
     El estaba en pie, frente a ella, inquieto, no, sabiendo qué decirle, repetía:
     —Vamos.., valor...
     Ella se levantó de pronto:
     —¡Lo tendré!
     Y secándose los ojos, avanzó nuevamente con su paso inseguro de anciana.
     El camino se hundía, más adelante, bajo un grupo de árboles, que ocultaban algunas casas. Oyeron el choque vibrante y regular de un martillo en un yunque.
     Bien pronto vieron, a su derecha, una carreta parada junto a un cobertizo, y a la sombra dos hombres ocupados en herrar un caballo.
     El señor de Apreval se acercó preguntando:
     —¿La masía de Pedro Benedicto?
     Uno de los hombres respondió:
     Tome usted el camino a la izquierda, y siga derecho; es la tercera pasando el café. Tiene un pino junto a la valla. No es fácil equivocarse.
     Volvieron a la izquierda. Ella estaba más tranquila, pero con las piernas cansadas y el corazón palpitante. A cada paso, murmuraba como un rezo: «¡Dios mío! ¡Dios mío!» Y oprimía su garganta una emoción terrible, haciéndola vacilar como si le hubiesen cortado las corvas.
     El señor de Apreval, nervioso, algo pálido, le dijo bruscamente:
     —Si no sabe usted moderarse, todo se descubrirá en seguida. Trate de contenerse y disimular.
     Ella balbucía:
     —¿Puedo hacer más de lo que hago? ¡Hijo mío! ¡Cuando pienso que voy a ver al hijo mío!
     Avanzaban por una senda, entre los corrales de las masías, a la sombra de una doble fila de hayas.
     Y, de pronto, se hallaron frente a la valla junto a la cual crecía un pino.
     —Aquí es.
     Ella se detuvo y observó.
     La corralada, llena de manzanos, era grande. La casa, pequeña. Se veían también allí la cuadra, el establo, el gallinero. Bajo un cobertizo de pizarra, los carros, las carretas y una tartanita. Cuatro bueyes pastaban a la sombra de los árboles. Las gallinas iban y venían.
     La puerta de la casa estaba abierta. No se veía a nadie; no se ola ningún ruido.
     Entraron. Un perro negro salió de su casita, ladrando con furor.
     Junto a la pared había cuatro colmenas en fila.
     El señor de Apreval gritó:
     —¿Hay alguien?
     Apareció una chiquilla de diez años aproximadamente, vestida con una camisa de algodón y una falda de lana, con las piernas desnudas y sucias, con la expresión tímida y desconfiada. Se paró delante de la puerta como para impedir la entrada, preguntando:
     —¿Qué buscan ustedes?
     —¿Está en casa tu padre?
     —No.
     —¿Adónde ha ido?
     —No lo sé.
     —¿Y tu madre?
     —Con las vacas.
     —¿Vendrá pronto?
     —No lo sé.
     Y bruscamente la señora, como si temiera que se la llevaran de allí a la fuerza sin conseguir su propósito, dijo con voz precipitada:
     —No me voy sin verle.
     —Le aguardaremos, amiga mía. Y vieron que una campesina se acercaba con dos cántaros de hojalata que parecían muy pesados, y que lucían como espejos reflejando el sol.
     Era coja la campesina; llevaba el pecho cruzado por una toquilla de lana oscura, lavada por las lluvias, deslucida por el calor, y tenía el aspecto de una criada pobre y sucia.
     —Ahí viene mi madre—dijo la niña.
     Acercándose la mujer, miraba recelosamente a los forasteros. Luego entró en la casa como si no los hubiera visto.
     Parecía vieja, con el rostro arrugado, amarillento, duro; la cara de pavo de las campesinas.
     El señor de Apreval la llamó.
     —Diga usted, señora, ¿podría usted vendernos dos vasos de leche? 
     La mujer refunfuñó, apareciendo en su puerta después de haberse descargado los cántaros:
     —No vendo leche.
     —Nosotros entramos porque teníamos bastante sed. La señora es anciana y se fatigó. ¿No hay manera de que hallemos algo que beber?
     La campesina, observándola con ojos inquietos y desconfiados, al fin se decidió:
     —Ya que vinieron ustedes aquí, les daré leche.
     Y volvió a entrar en su casa.
     Luego salió la chicuela con dos sillas y las puso a la sombra de un manzano, y la mujer compareció al poco rato con dos tazones de leche, que ofreció a los forasteros.
     Y se quedó cerca, vigilándolos, como si pretendiese adivinar o descubrir sus intenciones.
     —¿Son ustedes de Fécamp? —preguntó la campesina.
     El señor de Apreval respondió:
     —Si; venimos de Fécamp, donde pasamos el verano.
     Y después de un silencio prosiguió:
     —¿Podría usted vendernos pollos todas las semanas?
     Después de algunas vacilaciones, la campesina dijo:
     —Sí podré. ¿Los quieren ustedes tiernecitos?
     —Tiernecitos.
     —¿A cómo los pagan ustedes en el mercado?
     Apreval no lo sabía, y se volvió hacía la señora.
     —¿Cuánto cuestan los pollos en el mercado?
     Ella balbució con los ojos llenos de lágrimas:
     —Cuatro francos, o cuatro cincuenta.
     La campesina miraba de reojo, visiblemente extrañada, y luego preguntó:
     —¿Está enferma esta señora?
      Apreval, viendo que su amiga lloraba, no sabía qué decir.
     —No, no... Es que... ha perdido el reloj en la carretera. Un magnífico reloj, y por eso... lo siente.  Si alguien lo encuentra, nos avisará usted.
     La campesina guardaba silencio; de pronto dijo:
     —¡Miren a mi hombre!
     Los forasteros no le habían visto entrar porque estaban de espaldas al postigo.
     Apreval se inmutó; la señora de Cadour estuvo a punto de caer al suelo desmayada.
     Un hombre apareció tirando de una vaca, encorvado, jadeante.
     Sin saludar a los forasteros decía:
     —Maldito animal, ¡qué penco!
      Y pasó de largo para entrar en el establo.
     El llanto de la señora se había secado repentinamente y estaba confundida, muda,  espantada. «¡Su hijo! ¡Aquél era su hijo»
      Apreval, preocupado por la misma idea, preguntó:
     —¿Es el señor Benedicto?
     La campesina, desconfiada, a la pregunta contestó con otra:
     —¿Quién le ha dicho a usted su nombre?
     Y el caballero prosiguió:
     —El herrador que hay en la carretera.
     Todos callaban, con los ojos fijos en la puerta del establo, que aparecía como una mancha negra en el muro. No se veía nada; se oían ruidos leves de movimientos, de pasos, amortiguados en la paja.
     El hombre apareció al fin, secándose la frente, y se dirigió a la casa con lentitud, con perezoso balanceo.
     Tampoco esta vez atendió a los forasteros, y dijo a su esposa:
     —Tráeme un jarro de sidra, tengo sed.
     Luego entró en el portal, y la campesina fue a la bodega, dejando solos a los parroquianos.  
     La señora Cadour, desconsolada, murmuró:
     —Vámonos, Enrique. Vámonos en seguida.
      El señor de Apreval, sosteniéndola como pudo, la fue llevando para que no se cayera, después de dejar cinco francos sobre una silla.
     Cuando estuvieron en el camino, ella rompió a llorar, sacudida por el dolor, y balbuciendo:
     —¡Ah! ¿Qué hizo usted con aquella criatura?
     El, palideciendo, respondió secamente:
     —Hice lo que pude hacer. Su masía vale ochenta mil francos. Es un dote que no tienen la mayor parte de los hijos de familias acomodadas.
     Y volvieron despacio, sin hablar. Ella seguía llorando; sus lágrimas corrían por su rostro, continuas, interminables.
     Al fin se calmó. Entraban ya en el pueblo.
     El señor Cadour los aguardaba para comer. Se echó a reír al verlos llegar.
     —¡Bravísimo! ¡Perfectamente! Mi testaruda mujer ha cogido una insolación. ¡Cuando yo digo que de un tiempo a esta parte se ha vuelto loca!
     Nada contestaron el uno ni la otra.
     Y cuando el marido preguntó, frotándose las manos:
     —¿Se les hizo, al menos, agradable su caminata?
     El señor de Apreval le respondió:
     —Sí, muy agradable; muy agradable.
     
    

LA COSA EN EL TEJADO -- Robert E. Howard

LA COSA EN EL TEJADO
Robert E. Howard

"Avanzan pesadamente, a través de la noche. con paso de elefante; y yo, lleno de terror, me estremezco, mientras me rebujo en la cama. Despliegan sus colosales alas sobre lo alto de los tejados, que tiemblan bajo el empuje de sus pezuñas mastodónticas" Justin Geoffrey "Visiones de la Antigua Región"
Comenzaré diciendo que me sorprendí cuando Tussmann me telefoneó. No habíamos sido muy amigos: la naturaleza venal de aquel hombre me disgustaba y, tras nuestra áspera controversia de hacía tres años, cuando había intentado desacreditar mi obra Testimonios de la cultura Nahua en el Yucatán, que era el resultado de tres años de cuidadosas investigaciones, nuestras relaciones no eran, ni mucho menos, cordiales. A pesar de todo lo recibí y me sorprendieron sus modales bruscos y apresurados, pero en cierta manera distraídos, como si la antipatía que sentía hacia mí hubiera sido arrinconada por una nueva pasión que ahora lo dominaba. El motivo de su llegada fue aclarado al instante: quería mi ayuda para obtener una copia de la primera edición de los Cultos Sin Nombre de von Junzt, la conocida como Libro Negro... ciertamente no por su color sino por su prohibido contenido. También habría podido pedirme la traducción original griega del Necronomicon: habría sido igualmente inútil. Aunque después de mi llegada del Yucatán hubiera dedicado todo mi tiempo a coleccionar libros, ni siquiera había pasado por mi mente que el volumen editado en Dusseldorf aún pudiera estar en circulación. Algunas palabras sobre este rarísimo texto: su extrema ambigüedad, unida a la excentricidad de la materia tratada, había hecho que fuera considerado desde hacía tiempo como el delirio de un maníaco, y el autor había sido marcado con el sello de la locura. Queda constancia, sin embargo, del hecho de que muchas de sus afirmaciones son incontrovertibles y de qué pasó los cuarenta y cinco años de su vida explorando lugares fatales, informando sobre noticias secretas y abismales. No fueron impresas muchas copias de la primera edición y parece ser que fueron quemadas por sus propios poseedores, después de que von Juntz fuese hallado muerto, estrangulado en circunstancias misteriosas, en su habitación, atrancada y cerrada con candado, una noche de 1846, seis meses después de haber vuelto de un misterioso viaje a Mongolia. Cinco años más tarde, un tipógrafo londinense, un tal Bridewall, reimprimió la obra, de forma abusiva, y publicó una mediocre traducción con fines sensacionalistas llena de errores de transcripción, de traducciones aproximadas y de los frecuentes disparates en que incurren los editores improvisados, con pocos escrúpulos científicos Todo esto desacreditó posteriormente la obra original, y editores y público olvidaron el libro hasta 1969, cuando la Golden Goblin Press de Nueva York hizo otra edición. Se trataba de una versión tan meticulosamente expurgada que faltaba la cuarta parte de la obra original. Pero el libro estaba encuadernado con gusto y enriquecido con las láminas fantásticas y siniestras de Diego Vázquez, un producto exquisito. Inicialmente, esta edición había sido concebida para el gran público, pero el gusto artístico de los editores la había preservado de este fin, ya que los costes de producción habían sido tales que fue necesario ofrecerlo a un precio prohibitivo. Estaba explicando todo esto a Tussmann, cuando me interrumpió bruscamente. afirmando no ser tan ignorante como yo creía. Una copia de la edición Golden Goblin adornaba su propia biblioteca, dijo, y había sido en ella donde encontró el pasaje que había estimulado su interés. Si lograba procurarle una copia de la edición de 1839, me recompensaría abundantemente: y sabiendo, añadió, que habría sido inútil ofrecerme dinero, a cambio de mi trabajo haría una completa retractación da las antiguas acusaciones sobre mis investigaciones en el Yucatán, y me presentaría las más sentidas excusas en las paginas del Scientific News. Admitiré que me sentí verdaderamente aturdido por esta proposición y comprendí que si el asunto era tan urgente para Tussmann debía, ciertamente, ser de la más absoluta importancia. Le respondí que creía haber rechazado suficientemente sus acusaciones a los ojos del mundo y que no deseaba obligarlo a humillarse, pero que haría todo lo que pudiera para procurarle lo que deseaba. Me dio las gracias bruscamente y se apresuró a marcharse, explicando vagamente que en el Libro Negro esperaba encontrar la completa información sobre algo que, evidentemente, había sido expurgado de la edición americana. Me puse a trabajar, escribiendo cartas a amigos, colegas y libreros de todo el mundo y bien pronto descubrí el haberme comprometido a una colosal tarea. Necesite tres meses para que mis esfuerzos fueran coronados por el éxito, pero finalmente gracias a la ayuda del profesor James Clement, de Richmond, Virginia. Pude obtener los que deseaba. Se lo comuniqué a Tussmann, que llegó a Londres en el primer tren. Sus ojos ardían de avidez, mientras miraba el polvoriento y grueso volumen, con cubierta de cuero y cierres de hierro oxidado, y sus dedos temblaban de codicia mientras hojeaban sus páginas amarillentas por el paso del tiempo. Después lanzó un grito y pegó con el puño en la mesa, y entonces supe que había encontrado aquello que había estado buscando. -¡Escuche! —ordenó, y me leyó un fragmento en el que se hablaba de un antiguo templo en ruinas, en la selva de Honduras, donde un extraño dios había sido adorado por una tribu, extinguida antes de la llegada de los españoles. Después Tussmann leyó, en voz alta, acerca de la momia que había sido, en vida, el último gran sacerdote de aquel pueblo desaparecido y que ahora yacía en una cámara tallada en la sólida roca contra la que habían edificado el templo. Alrededor del apergaminado cuello de la momia había una cadena de cobre y sobre la cadena una gran Joya esculpida en forma de sapo. La joya era la llave, continuaba von Juntz, del tesoro del templo, que yacía escondido en un cripta, en profundos rincones bajo el altar. Los ojos de Tussmann se encendieron. -¡Yo he visto aquel templo! He estado frente al altar. He visto la entrada sellada de la cámara en la que los indígenas dicen que reposa la momia del sacerdote. Es un templo curioso, tan diferente de las ruinas indias prehistóricas como lo es de los modernos edificios latinoamericanos. Los indios del contorno insisten en declarar no tener ninguna relación con aquel lugar y afirman que el pueblo que construyó el templo era de una raza distinta de la suya, y que ya estaba allí cuando sus antepasados se instalaron en la región. Yo creo que es la reliquia de una civilización perdida hace muchísimo tiempo y que comenzó a decaer milenios antes de la llegada de !os españoles. »Me habría gustado penetrar en la cámara sellada, pero no tuve tiempo y además me faltaban los útiles necesarios. Tenía prisa en alcanzar la costa, porque me había herido accidentalmente con la pistola, de un tiro en el pié, y llegué casualmente a aquel lugar. »Había decidido volver y echarle otro vistazo, pero les circunstancias me lo impidieron: ¡Mas ahora no dejaré que nada se interponga en mi camino!. Casualmente leí un fragmento, en la edición de la Golden Goblin, de este libro, en el que venía descrito el templo. Pero esto era todo: apenas se mencionaba a la momia. Interesado, me procuré una copia de la edición Bridewall, pero choqué con un muro de disparates que desfiguraban el texto. Por un error sobremanera irritante, el traductor había equivocado hasta la ubicación del Templo del Sapo, como lo llama von Juntz, situándolo en Guatemala en lugar de Honduras. La descripción general es poco correcta, aunque venga mencionada la joya, como incluso el hecho de que se trate de una «llave». Pero, ¿una llave para qué? La edición Bridewall no lo aclara. Comprendí entonces que estaba sobre la pista de un descubrimiento sensacional, a menos que von Juntz no fuera, como sostienen muchos, un loco. Pero está claramente probada su visita a Honduras en el curso de sus viajes, y nadie podría describir tan vivamente el templo como él lo hace en el Libro Negro, sin haberlo visto personalmente. No llego a explicarme cómo hizo para conocer el secreto de la joya, porque los indios que me hablaron de la momia no me dijeron nada de ninguna gema: no me queda más que pensar que von Juntz consiguió, de cualquier manera, entrar en le cripta, porque aquel hombre conocía extraños métodos para enterarse de los más recónditos secretos. »A lo que sé, sólo otro hombre blanco ha visitado el Templo del Sapo, aparte de von Juntz y de mi mismo, el viajero español Juan González, que exploró parcialmente la región en 1793. En sus informes mencionó brevemente un curioso lugar sagrado que difería de la mayor parte de las ruinas indias halladas, y refirió, en términos escépticos, una leyenda difundida entre los indígenas, según la cual, "algo insólito" se escondía bajo el templo. Estoy seguro que se refería al Templo del Sapo. »Mañana partiré a Centroamérica. Quédese con el libro: ya no lo necesito. Este vez iré equipado con lo conveniente, e intentaré encontrar lo que está escondido en aquel templo, aunque sea a costa de demolerlo. ¡No puede ser otra cosa que una enorme cantidad de oro! Los españoles no llegaron a apropiárselo porque cuando llegaron a aquella región el Templo del Sapo estaba abandonado y ellos buscaban indios vivos para poder quitarles el oro, por medio de la tortura, y no momias de razas perdidas. Pero yo obtendré aquel tesoro. Diciendo esto, Tussmann se fue. Yo me senté y abrí el libro por la página que él había dejado de leer y así permanecí hasta medianoche, arrobado por las curiosas revelaciones de von Juntz, increíbles y, a veces, extremadamente vagas. De esta forma aprendí sobre el Templo del Sapo cosas que me inquietaron, a tal punto de inducirme, la mañana siguiente, a intentar avisar e Tussmann, para simplemente descubrir que ya se había marchado. Pasaron muchos meses, después de los cueles recibí una carta suya en la que me invitaba a pasar algunos días con él en su propiedad de Sussex. Me pidió también que llevara conmigo el Libro Negro. Llegué a la hacienda de Tussmann, que estaba bastante apartada, poco después del crepúsculo, Vivía según usos casi feudales, y la gran casa cubierta de hiedra y los prados en torno a la misma estaban rodeados por un alto muro de piedra. Mientras atravesaba el paseo, flanqueado por setos que conducían desde la cancela hasta la casa, noté que, durante la ausencia de su dueño, aquel lugar había permanecido abandonado. La grama crecía lujuriosa entre los árboles, sofocando casi la hierba, y, entre las desordenadas matas detrás del muro, oí lo que parecía el arrastrarse de un caballo o de un buey y percibí claramente el golpear de los cascos sobre la piedra. Un sirviente que me miraba con reserva me acompañó y me encontré con Tussmann. que paseaba de un lado a otro en su estudio, como un león enjaulado. Su fisonomía gigantesca me pareció, de cualquier modo, más flaca, más dura que cuando le había visto la última vez, y su piel estaba bronceada por el sol del trópico. La recia cara estaba surcada por lineas numerosas y profundas, y los ojos ardían más intensamente que antes. Una ira frustrada, reprimida con dificultad, parecía esconderse tras sus modales. —Bien, Tussmann —le saludé—. ¿Qué ha sucedido? ¿Ha encontrado usted el oro? —No he encontrado una onza de oro. —gruñó—. Todo el asunto era un cuento... Bueno, no exactamente todo. He entrado en la cámara sellada y he encontrado la momia. —¿Y la Joya? —exclamé. Extrajo algo del bolsillo y me lo puso en la mano. Observé con curiosidad el objeto que tenía en la mano: era una gran gema, clara y transparente como el cristal, pero con un siniestro color carmesí, esculpida, como había afirmado von Juntz, en forma de sapo. Sentí un involuntario escalofrío: la imagen era particularmente repelente. Centré después mi atención en la cadena de cobre que la sostenía, pesada y extrañamente trabajada. —¿Qué son estos caracteres grabados sobre la cadena? —inquirí con curiosidad. —Lo ignoro —replicó Tussmann—. Había pensado que quizás usted lo sabría, pero encuentro una extraña similitud entre estos signos y ciertos jeroglíficos, parcialmente borrados, de un monolito conocido como la Piedra Negra que se encuentra en las montañas de Hungría. De cualquier modo no he podido descifrarlo. —Cuénteme de su viaje —le invité, y frente a nuestros whiskys con soda. comenzó a hablar, si bien con una extraña repugnancia. —Volví a encontrar el templo sin mucha dificultad, a pesar de que se encuentra en una región solitaria y poco frecuentada. El templo está construido contra una pared de pura roca en un valle desierto y desconocido, tanto en los mapas como para los exploradores. No me arriesgaré a estimar su antigüedad, pero aquel edificio está hecho con una clase especialmente dura de basalto, como no he visto jamás otra igual. y la extrema erosión debida a la intemperie hace pensar en una edad increíble. »Muchas de las columnas que forman la fachada se hallan en ruinas y sus muñones se elevan del basamento consumido por el tiempo, como los dientes partidos de una bruja. Las paredes externas están en ruinas, pero las interiores y les columnas que sostienen lo que queda del techo parecen lo bastante sólidas como para durar otros mil años, así como los muros de la cámara interior. »La cámara principal es una espaciosa pieza circular, cuyo pavimento está compuesto por grandes bloques de piedra. En el centro se encuentra el altar, nada más que un bloque muy grueso, del mismo material, redondo y extrañamente esculpido, Inmediatamente detrás del altar, excavada en la pared de roca que forma el muro posterior de la sala, se encuentra la cámara sellada en donde yace la momia del último sacerdote del templo. »Me introduje en la cripta sin excesiva dificultad y encontré la momia, exactamente como se narra en el Libro Negro. A pesar de que el estado de conservación era verdaderamente notable, fui incapaz de clasificarla. Las facciones apergaminadas y el contorno general del cráneo sugerían una cierta semejanza con poblaciones degradadas y bastardas del Bajo Egipto y estoy seguro de que el sacerdote pertenece a una raza más próxima al tronco caucásico que al amerindio. Pero aparte de esto, no Puedo afirmar nada con seguridad. »No obstante, la joya estaba allí y la cadena pendía del cuello disecado. Fue a partir de este momento que el relato de Tussmann se hizo tan inconexo, que tuve dificultad en seguirle y me pregunté si el sol tropical no habría hecho mella en su mente. Con la ayuda de la joya había abierto una Puerta secreta en el altar: no me reveló ningún particular sobre esta operación y me asaltó el pensamiento de que él mismo no había aprendido totalmente el funcionamiento de la joya-llave. Pero la apertura de la Puerta secreta había tenido un efecto altamente negativo sobre le banda de truhanes que estaban a su servicio. Inmediatamente, habían rehusado seguirlo en la negra abertura que se abría frente a él y que había aparecido como por milagro cuando la gema había tocado el altar. Entonces, Tussmann había entrado sólo, con la pistola y una linterna eléctrica, encontrando una estrecha escalinata de piedra que, aparentemente, se hundía hasta les entrañas de la tierra. La había seguido y finalmente había llegado a un amplio corredor, cuyas amenazadoras tinieblas casi engullían su sutil rayo de luz. Después de haber contado esto. Tussmann llegó, con sorprendente repugnancia al momento en que vió un sapo que había sentido saltar delante de él, apenas más allá del abanico de luz, durante todo el tiempo que había permanecido bajo tierra. Abriéndose camino, atravesó húmedos corredores y escalinatas que eran pozos de densa oscuridad, llegando finalmente ante una pesada puerta, fantásticamente grabada, con el pensamiento de que fuera la cripta en la que los antiguos adoradores habían amontonado el tesoro del templo. Había aplicado la joya, de forma de sapo, contra la puerta, en varios puntos y, finalmente, la puerta se abrió por entero. -¿Y el tesoro? —me entrometí ansiosamente. El rió, como burlándose salvajemente de sí mismo. —No había oro, no había piedras preciosas... nada —dudó— nada que pudiera llevarme. De nuevo, la narración se hizo vaga, pero comprendí que había dejado el templo casi a la carrera, sin hacer posteriores tentativas de encontrar el pretendido tesoro. En un primer momento había pensado llevar la momia consigo, para donarla a un museo, pero cuando salió de esa sima no había conseguido encontrarla y creyó que sus hombres, temiendo encontrarse con tamaño compañero en todo el viaje hacia la costa, la habían escondido supersticiosamente en cualquier pozo o caverna. —Y así —concluyó—. Estoy de nuevo en Inglaterra, no más rico que cuando me fui. —Pero tiene la joya, recuérdelo. Ciertamente es de gran valor. La miró sin satisfacción, también con una especie de feroz y obsesiva avidez. —¿Piensa que es un rubí? —inquirió. Sacudí la cabeza: —No sería capaz de clasificarlo. —Yo tampoco. Pero déjeme ver el libro. Pasó lentamente las pesadas páginas, moviendo los labios mientras leía. A veces, sacudía la cabeza como si algo lo turbara y noté que se detenía largamente en un determinado pasaje. —Este hombre se había sumergido verdaderamente a fondo en los secretos prohibidos —dijo, refiriéndose a von Juntz.—. No me maravillo, en verdad, de que tuviera un destino tan extraño y misterioso. Y debió, de cualquier manera, haber previsto su fin…, porque advierte a los hombres no molestar a lo que duerme. Tussmann pareció perdido en sus pensamientos durante algunos momentos. —¡Salud, oh cosas durmientes! —murmuró—, que parecéis muertas, pero que yacéis en espera del loco que os despierte... Debería haber leído el Libro Negro antes de partir. En ese caso habría cerrado la puerta, cuando abandoné la cripta... Pero tengo le llave y la mantendré a despecho del mismo infierno! Se liberó de sus ensoñaciones e intentó hablar, después se calló de golpe. Desde algún punto del piso superior había llegado un rumor muy extraño. —¿Qué era? —Me miró, yo sacudí la cabeza y él corrió a la puerta y llamó, gritando, a un sirviente. El hombre que entró, pocos instantes después, estaba más bien pálido. —¿Era en el piso de arriba? —rugió Tussmann. —Sí, señor. —¿Y ha escuchado algo? —preguntó Tussmann ásperamente, con tono de amenaza y acusación. —Sí, lo he escuchado —respondió el hombre, con una mirada desconcertada. —¿Qué ha escuchado? —La pregunta era casi un rechinar de dientes. —Bien, señor —El hombre rió para excusarse—-Usted dirá que estoy un poco tocado, presumo, pero para decir la verdad, me ha parecido un caballo que patalease sobre el techo. Un relámpago de locura total vibró en los ojos de Tussmann. —¡Idiota! —gritó—. ¡Váyase, fuera de aquí! —El hombre se retiró, estupefacto, y Tussmann aferró la esplendente joya en forma de sapo. —¡He sido un loco! No he leído bastante... Y habría debido cerrar la puerta, pero ¡por Dios, la llave es mía, y la tendré a despecho de hombres y demonios! Y con estas extrañas palabras, se volvió y corrió al piso superior. Un momento más tarde, la puerta de su habitación se cerró sonoramente y un sirviente que había golpeado tímidamente, no obtuvo más que la emponzoñada orden de retirarse, a lo que siguió la amenaza, expresada con palabras horribles, de que dispararía a cualquiera que intentara penetrar en la estancia. Si no hubiera sido tan tarde, ciertamente habría dejado la casa, porque me parecía que Tussmann había enloquecido. Pero dado que no podía, me retiré a la habitación que me indicaba un doméstico aterrorizado, aunque no me fui a le cama; en su lugar, abrí las páginas del Libro Negro en el pasaje que había atraído la atención de Tussmann. De hecho, era evidente una cosa, a menos que yo hubiera enloquecido totalmente: en el Templo del Sapo se había encontrado con algo imprevisible. Algo innatural había aterrorizado a sus hombres cuando la puerta del altar se había abierto de par en par y cuando, en la cripta subterránea, Tussmann había encontrado lo que no esperaba encontrar. Ahora estaba convencido de que esa cosa lo había seguido desde Centroamérica y que el motivo de esa persecución era la joya, que él llamaba la llave. Buscando una explicación en el texto de von Juntz, releí el pasaje sobre el Templo del Sapo y sobre el extraño pueblo pre-indio que lo había convertido en centro de su culto, así como sobre la inmensa y tentaculada monstruosidad con pezuñas que habían adorado. Tussmann había dicho que no había leído lo suficiente la primera vez que había visto el libro: interrogándome sobre esta frase enigmática, encontré el párrafo o sobre el que se había entretenido largamente, que había sido subrayado con el trazo de una de sus uñas. Me pareció, sin embargo, otra de las muchas ambigüedades de von Juntz, porque simplemente declaraba que el dios de un templo es el tesoro de dicho templo. Después, la horrenda implicación que contenía la alusión se me reveló de improviso y un sudor frío perló mi frente. ¡La Llave del Tesoro! ¡Y el tesoro del templo era el dios del templo! Y ¡Las cosas que duermen pueden despertarse cuando se abre la puerta de su prisión! Contraje los pies, nervioso por aquella insoportable idea, pero en aquel preciso momento, la quietud fue destrozada por el rumor de algo que se quebrantaba, y el grito de muerte de un ser humano explotó en mis oídos. En un segundo, me precipité afuera de la estancia, y mientras corría escaleras arriba oí sonidos que, de entonces a esta parte, me han hecho dudar de mi salud mental. Habiendo llegado a la puerta de la habitación de Tussmann me paré, intentando girar la manilla con manos temblorosas. La puerta estaba cerrada con llave, y mientras permanecía allí delante, indeciso, oí en el interior un agudo croar y después un rumor desagradable de légamo, como si un inmenso cuerpo hecho de gelatina estuviera intentando pasar a través de la ventana. Aquel rumor cesó y juraría haber oído el débil batir de unas alas gigantescas. Después, silencio. Haciendo acopio de todos mis sacudidos nervios, abatí la puerta. Un hedor inmundo e insoportable se difundía a través de una niebla amarilla. Entré, sofocado por la náusea; la habitación estaba destrozada, pero no faltaba nada: excepto la joya carmesí en forma de sapo que Tussmann llamaba la llave; ésta no fue jamás encontrada. Un fango asqueroso e inexplicable ensuciaba el antepecho de la ventana, y en el centro de le habitación yacía Tussmann, con la cabeza hundida y reventada; y sobre los bermejos despojos del cráneo y la cara, resaltaba claramente la impronta de una pezuña enorme.

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