El Hombre que temes
Cuento de Marilyn Manson
Para mi el infierno era el sótano de mi abuelo. Apestaba como un baño público, y estaba casi igual de sucio. El húmedo piso de concreto estaba cubierto con latas de cerveza vacías y todo estaba envuelto con una película de grasa que probablemente no había sido limpiada desde que mi padre era un niño. Accesible solamente a través de unas destartaladas escaleras de madera fijadas a una tosca pared de piedra, el sótano estaba prohibido para todos excepto mi abuelo. Este era su mundo....
Colgando de la pared había una bolsa para enemas de color rojo descolorido, símbolo de la confianza equivocada que Jack Angus Warner tenía en el hecho de que ni siquiera sus nietos se atreverían a pasar. A su derecha había un deformado gabinete, dentro del cual había una docena de viejas cajas de condones genéricos a punto de desintegrarse; una lata oxidada de spray desodorante femenino; un puñado de esas cubiertas de látex para dedos que usan los doctores para exámenes proctológicos; y un Fraile Tuck de juguete que mostraba una erección cuando su cabeza era presionada hacia abajo. Debajo de las escaleras había un estante con alrededor de diez latas de pintura las cuales, después descubrí, contenían 20 cintas porno de 16 milímetros cada una. Coronándolo todo había una pequeña ventana cuadrada parecía un vitral, pero en realidad estaba cubierto con un limo gris- y mirar a través de ella realmente se sentía como observar hacia la oscuridad del infierno.Lo que más me intrigaba en el sótano era la mesa de trabajo. Era vieja y toscamente construida, como si hubiese sido hecha hace siglos. Estaba cubierta de peluche naranja oscuro que parecía el cabello de una muñeca Raggedy Ann, excepto que había sido manchado de años de tener herramientas sucias encima. Un cajón había sido torpemente construido en ella, pero siempre estaba bajo llave. En las vigas del techo había un espejo barato de cuerpo completo, de los que tienen marco de madera para ser clavado en la puerta. Pero estaba clavado al techo por alguna razón -yo solo podía imaginarme el porque. Aquí fue donde mi primo, Chad, y yo empezamos nuestras diarias y progresivamente más atrevidas intrusiones dentro de la vida secreta de mi abuelo.Yo era un escuálido muchacho de 13 años , pecoso y con un corte de hongo cortesía de las tijeras de mi madre; él era un delgado muchacho de 12 años con pecas y dientes de conejo. No queríamos nada más que llegar a ser detectives, espías o investigadores privados cuando creciéramos. Fue mientras tratábamos de desarrollar las habilidades requeridas para el espionaje cuando fuimos expuestos por primera vez a toda esta iniquidad.Al principio, todo lo que queríamos hacer era escabullirnos en el sótano y espiar al abuelo sin que él lo supiera. Pero una vez que empezamos a descubrir todo lo que había escondido ahí, nuestros motivos cambiaron. Nuestras incursiones dentro del sótano al volver de la escuela se convirtieron en parte unos muchachos adolescentes queriendo encontrar pornografía para masturbarse y en parte una mórbida fascinación por nuestro abuelo.Casi todos los días hacíamos nuevos y grotescos descubrimientos. Yo no era muy alto, pero si me balanceaba con cuidado en la silla de madera de mi abuelo podía alcanzar el espacio entre el espejo y el techo. Ahí encontréuna pila de fotos de bestialidad en blanco y negro. No eran de revistas: eran fotografías individualmente numeradas que parecían escogidas de un catalogo que las enviaba por correo. Eran fotos de principios de los setentas de mujeres montando penes gigantes de caballos y chupando penes de cerdos, los cuales parecían suaves sacacorchos de carne. Yo había visto Playboy y Penthouse antes, pero estas fotografías estaban en otra categoría totalmente diferente. No era sólo el que fueran obscenas. Eran irreales todas las mujeres mostraban una inocente sonrisa infantil mientras chupaban y cogían a estos animales.También había revistas fetichistas como Watersports y Black Beauty escondidas detrás del espejo. En vez de robar la revista completa, tomábamos una navaja y cortábamos cuidadosamente ciertas páginas. Después las doblábamos en pequeños cuadros y las escondíamos debajo de las grandes rocas blancas que rodeaban la entrada coches de la casa de mi abuela. Años después, regresamos a buscarlas, y aún estaban ahí pero raídas, deterioradas y cubiertas de lombrices y babosas.Una tarde de otoño mientras Chad y yo estábamos sentados en el comedor de mi abuela después de un día particularmente aburrido en la escuela, decidimos averiguar que había dentro del cajón de la mesa de trabajo. Siempre obstinada en atiborrar a su familia de comida, mi abuela, Beatrice, nos forzaba a comer pastel de carne y gelatina, la cual era principalmente agua. Ella venía de una rica familia y tenía toneladas de dinero en el banco, pero era tan avara que trataba de hacer que una sola caja de gelatina durara por meses. Ella solía usar medias enrolladas hasta los tobillos y extrañas pelucas grises que obviamente no le quedaban. La gente siempre me decía que me parecía a ella porque ambos éramos delgados y teníamos la misma estrecha estructura facial.Nada en la cocina había cambiado durante el tiempo que pasé ahí ingiriendo su repugnante comida. Sobre la mesa colgaba una fotografía amarillenta del Papa dentro de un marco barato de latón. Un imponente árbol familiar que rastreaba a los Warner hasta Alemania y Polonia, donde eran llamados los Wanamaker, estaba en la pared cercana. Y coronándolo todo había un gran crucifijo hueco de madera con un cristo dorado encima, una hoja muerta de palma envuelta a su alrededor y una tapa deslizante que escondía una vela y un vial con agua bendita.Bajo la mesa de la cocina había un conducto de calefacción que conducía hasta la mesa de trabajo en el sótano. A través de él, podíamos oír a mi abuelo carraspear y toser ahí abajo. Tenía su radio de onda corta encendido, pero nunca hablaba por él, sólo escuchaba. Había sido hospitalizado con cáncer de garganta cuando yo era muy pequeño y, hasta donde recuerdo, nunca oí su verdadera voz, sólo el mellado ronquido que forzaba a través de su traqueotomía.Esperamos hasta que lo oímos salir del sótano, abandonamos nuestro pastel de carne, tiramos nuestra gelatina dentro del conducto de la calefacción y nos aventuramos hacia el sótano. Pudimos oír a nuestra abuela llamándonos inútilmente: ¡Chad! ¡Brian! ¡Limpien el resto de sus platos! Tuvimos suerte de que lo único que hizo esa tarde fue gritar. Usualmente, si nos atrapaba robando comida, contestando o vagando, éramos forzados a hincarnos sobre un palo de escoba indefinidamente desde 15 minutos hasta 1 hora, lo cual tuvo como resultado unas rodillas permanentemente lastimadas y costrosas.Chad y yo trabajamos rápida y calladamente. Sabíamos lo que teníamos que hacer. Mientras recogíamos del piso un destornillador oxidado, rezamos por que el cajón de la mesa de trabajo se abriera lo suficiente como para que pudiéramos echar una mirada dentro. Lo primero que vimos fue celofán: toneladas de celofán, enrollado alrededor de algo. Chad empujó el destornillador más adentro del cajón. Había cabello y encaje. Él hizo cuña con al destornillador aún más, y yo jalé hasta que el cajón cedió.Lo que descubrimos eran bustieres, brasieres, slips y pantaletas -y muchas pelucas de mujer enmarañadas con el cabello tieso y sucio. Comenzamos a desenvolver el celofán, pero tan pronto como vimos lo que escondía, dejamos caer el paquete al piso. Ninguno de nosotros quería tocarlo. Era una colección de dildos que tenían ventosas en la parte inferior. Tal vez fue porque yo era muy joven, pero parecían enormes. Y estaban cubiertos de un limo endurecido color naranja oscuro, como la costra gelatinosa que se forma alrededor del pavo cuando es cocinado. Más tarde dedujimos que era vaselina vieja.Obligué a Chad a envolver los dildos y ponerlos de vuelta en el cajón. Ya habíamos explorado bastante ese día. Justo cuando tratábamos de cerrar el cajón de nuevo, la perilla de la puerta giró. Chad y yo quedamos paralizados por un momento, después tomó mi mano y se metió debajo de una mesa de contrachapado sobre la cual mi abuelo tenía sus trenes de juguete. Estuvimos justo a tiempo de escuchar sus pasos cerca del final de la escalera. El piso estaba cubierto de accesorios para trenes de juguete, en su mayor parte pinos de juguete y nieve falsa, la cual me hizo pensar en donas glaseadas hechas polvo. Los pinos de juguete nos espinaban las manos, el olor era nauseabundo y estábamos respirando pesadamente. Pero el abuelo no pareció notarnos ni al cajón medio abierto. Lo oímos caminar alrededor de la habitación, resollando a través del agujero en su garganta. Hubo un clic, y sus trenes de juguete empezaron a hacer ruido a lo largo de la vía. Sus zapatos negros de charol aparecieron en el piso justo frente a nosotros. No alcanzábamos a ver a la altura de sus rodillas, pero sabíamos que estaba sentado. Lentamente sus pies empezaron a rascar contra el piso, como si estuviera balanceándose violentamente en su asiento, y su resuello se volviómas ruidoso que los trenes. No puedo pensar en ninguna forma de describir el ruido que salía de su inservible laringe. La mejor analogía que puedo ofrecer es una vieja y descuidada podadora de césped tratando de arrancar. Pero viniendo de un ser humano, era un sonido monstruoso.Después de que pasaron diez incómodos minutos, una voz llamó desde arriba de las escaleras. ¡Por el amor de Dios! Era mi abuela, y evidentemente había estado gritando por algún tiempo. El tren se detuvo, los pies se detuvieron. Jack, ¿qué estás haciendo ahí? gritó.Mi abuelo le ladró a través de su traqueotomía, molesto. Jack, ¿puedes ir a Heinies?, se nos terminó el refresco de nuevo.Mi abuelo ladró de nuevo, esta vez aún más molesto. Permaneció inmóvil por un momento, como decidiendo si ayudarla o no. Entonces lentamente se levanto. Estábamos a salvo, por el momento.Después de ocultar lo mejor que pudimos el daño que habíamos hecho al cajón de la mesa de trabajo, Chad y yo corrimos escaleras arriba y hacia el pasillo, donde Chad y yo guardábamos nuestros juguetes. Juguetes que en este caso eran un par de pistolas de municiones. Además de espiar a mi abuelo, la casa tenía otras dos atracciones: el bosque cercano, donde nos gustaba dispara a los animales, y las chicas del vecindario, con las cuales intentábamos tener sexo pero nunca tuvimos éxito hasta mucho después.A veces íbamos al parque de la ciudad justo pasando el bosque y disparábamos a los niños pequeños que jugaban foot ball. Hasta el día de hoy, Chad aún tiene una munición alojada bajo la piel del pecho, por que cuando no encontrábamos ningún otro blanco nos disparábamos entre nosotros. Esta vez, nos mantuvimos cerca de la casa y tratamos de derribar pájaros de los árboles. Era malévolo, pero éramos jóvenes y no nos importaba. Esa tarde buscaba sangre y, desafortunadamente, un conejo blanco se cruzó en nuestro camino. La emoción de dispararle era inconmensurable, pero entonces fui a examinar el daño. Aún estaba vivo y la sangre manaba de su ojo, empapando su blanco pelaje. Su boca se abría y cerraba lentamente, tomando aire en un último y desesperado intento de vivir. Por primera vez, me sentí mal por un animal al cual le había disparado. Tomé una gran roca plana y terminé su sufrimiento con un sonoro y rápido golpe. Estaba a punto de aprender una lección aún mas dura en sobre matar animales.Corrimos de regreso a la casa, donde mis padres estaban esperándonos afuera en un Cadillac Coupe de Ville café, la alegría y orgullo de mi padre desde que se asentó en un trabajo como gerente en una tienda de alfombras. Él nunca entraba a la casa a buscarme a menos que fuera absolutamente inevitable, y raramente hablaba con sus padres. Usualmente sólo esperaba afuera intranquilamente, como si temiera revivir lo que sea que haya experimentado de niño en esa casa.Nuestro departamento Duplex, tan sólo a unos minutos de distancia, no era menos claustrofóbico que la casa del abuelo y la abuela Warner. En vez de dejar su casa cuando se casó, mi madre trajo la casa de sus padres a Canton, Ohio. Asíque ellos, los Wyer (mi madre nació como Barb Wyer), vivían en la puerta de al lado. Gente buena de campo (mi padre los llamaba campiranos) de West Virginia, su padre era mecánico y su madre una obesa ama de casa cuyos padres solían encerrar en el closet.Chad cayó enfermo, así que no fui a casa de los padres de mi padre por alrededor de una semana. Aunque estaba asqueado y asustado, mi curiosidad sobre mi abuelo y su depravación aún no había sido satisfecha. Para matar el tiempo mientras esperaba a reanudar la investigación, jugaba en nuestro patio trasero con Aleusha, quien de alguna forma era mi única amiga verdadera además de Chad. Aleusha era una perra Alaska del tamaño de un lobo y reconocible por sus ojos de distinto color: uno era verde, el otro era azul. El jugar en casa, sin embargo, venía acompañado de su propio conjunto de paranoias, ya que mi vecino, Mark, había regresado a casa de la escuela militar para el día de gracias.Mark era un muchacho gordinflón con un rubio y grasoso peinado de hongo, pero yo lo respetaba porque él era tres años mayor que yo y mucho más loco. A menudo lo veía en su patio trasero lanzándole rocas a su pastor alemán o metiéndole varas por el trasero. Empezamos a andar juntos cuando yo tenía ocho o nueve años, principalmente porque él tenía televisión por cable y a mí me gustaba ver Flipper. El cuarto de la televisión estaba en el sótano, donde también había un pequeño elevador para la ropa sucia. Después de ver Flipper, Mark inventaba juegos como prisión, el cual consistía en meterse dentro del elevador y pretender que estábamos en prisión. Ésta no era una prisión ordinaria: lo guardias eran tan estrictos que no dejaban a los prisioneros tener nada, ni siquiera ropa. Ya que estábamos desnudos en el elevador, Mark tocaba mi piel con sus manos y trataba de apretar y acariciar mi pene. Después de que esto paso algunas veces, eché a llorar y le dije a mi madre. Ella fue directo con sus padres, quienes, aunque me llamaron mentiroso, pronto lo mandaron a una escuela militar. Desde entonces, nuestras familias se volvieron grandes enemigas, y yo siempre sentí que Mark me culpaba de ser un soplón y de haber causado que lo enviaran lejos. Desde que regreso, no me había dirigido una palabra. Tan sólo me miraba maliciosamente a través de su ventana o por sobre la cerca, y yo vivía con el miedo de que tratara de tomar algún tipo de venganza sobre mí, mis padres o mi perra.Así que fue casi un alivio regresar a la casa de mis abuelos la semana siguiente, jugando al detective de nuevo con Chad. Esta vez estábamos determinados a resolver el misterio de mi abuelo de una vez por todas. Después de tragar a la fuerza medio plato de la comida de mi abuela, pedimos disculpas y nos dirigimos hacia el sótano. Podíamos oír los trenes correr desde arriba de la escalera. Él estaba ahí abajo.Aguantando la respiración, nos asomamos dentro del cuarto. Estaba de espaldas a nosotros y podíamos ver la camisa azul y gris de franela que siempre usaba, con el cuello estirado, revelando un anillo caféamarillo en el cuello de su camisa y su camiseta manchada de sudor. Una banda elástica blanca, también ennegrecida por la suciedad, colgaba de su garganta, sosteniendo el tubo metálico del catéter en su lugar arriba de la manzana de Adán.Una lenta y emocionante ola de miedo agitónuestros cuerpos. Era el momento decisivo. Nos arrastramos por las ruidosas escaleras tan silenciosamente como pudimos, esperando que los trenes cubrieran el ruido. Una vez en el fondo, dimos la vuelta y nos escondimos en el apestoso hueco detrás de la escalera, tratando de no escupir o gritar mientras las telarañas caían sobre nuestros rostros.Desde nuestro escondite podíamos ver los trenes: había dos vías, y ambas tenían trenes corriendo sobre ellas, rechinando a lo largo de los rieles colocados aleatoriamente y dejando tras de sí un insalubre olor eléctrico, como si el metal de las vías se estuviera quemando. Mi abuelo se sentó cerca del transformador que albergaba los controles de los trenes. La piel de su nuca siempre me recordaba la piel del prepucio. La carne arrugada colgando despegada del hueso, vieja y correosa como la de una lagartija y completamente roja. El resto de su piel era blanco grisáceo, como el color de la mierda de pájaro, excepto su nariz, la cual se había enrojecido y deteriorado a causa de años de beber. Sus manos estaban endurecidas y callosas por toda una vida de trabajo; sus eran uñas oscuras y quebradizas como las alas de un escarabajo.El abuelo no ponía atención a los trenes que circulaban furiosamente a su alrededor. Tenía los pantalones hasta las rodillas, una revista abierta sobre las piernas, y carraspeaba y movía rápidamente su mano derecha en su regazo. Al mismo tiempo, con la mano izquierda, limpiaba las flemas de su traqueotomía con un pañuelo tieso y amarillento. Sabíamos lo que estaba haciendo, y queríamos irnos en ese momento. Pero estábamos atrapados detrás de las escaleras y teníamos miedo de salir al descubierto.De repente, el carraspeo cesó y el abuelo giró en su silla, mirando justo hacia la escalera. Nuestros corazones se paralizaron. Se levantó, con los pantalones en los tobillos, y nosotros nos apretamos contra la mohosa pared. Mi corazón apuñalaba mi pecho como una botella rota y yo estaba demasiado petrificado hasta para gritar. Por mi mente pasó un centenar de cosas perversas y violentas que él nos haría, aunque habría sido suficiente que me tocara y para que cayera muerto de miedo.El carraspeo, el movimiento de su mano, y el raspar de sus pies contra el suelo comenzaron de nuevo, y nosotros dejamos escapar nuestro aliento. De nuevo era seguro espiar en la escalera. En realidad no queríamos hacerlo. Pero teníamos que hacerlo.Después de varios minutos dolorosamente lentos, un macabro sonido escapó de su garganta, como el sonido que hace un auto cuando ya está encendido y alguien gira la llave. Girémi cabeza, demasiado tarde para evitar imaginar la pus blanca saliendo de su amarillento y arrugado pene como las tripas de una cucaracha aplastada. Cuando volví a mirar, él había bajado su pañuelo, el mismo que había estado usando para limpiar sus flemas, y estaba limpiando su desorden. Esperamos hasta que se fue y trepamos por las escaleras, jurando nunca poner un pie en ese sótano de nuevo. Si el abuelo alguna vez supo que estuvimos ahí o si notóque el cajón de la mesa de trabajo estaba roto, nunca dijo una palabra.Durante el viaje de regreso a casa, dijimos a mis padres lo que había pasado. Tuve la sensación de que mi madre creyó la mayor parte si no es que todo, y de que mi padre ya lo sabía ya que el había crecido ahí. Aunque mi padre no dijo una palabra, mi madre nos dijo que años atrás, cuando mi abuelo aún trabajaba como camionero, tuvo un accidente. Cuando los doctores lo desvistieron en el hospital, encontraron ropas de mujer bajo las suyas. Fue un escándalo familiar del que supuestamente nadie debía hablar, y juramos guardar el secreto. Ellos lo negaban totalmente y lo siguen haciendo hasta el día de hoy. Chad debió haberle dicho a su madre lo que habíamos visto, por que no lepermitieron pasar tiempo conmigo por varios años después de eso.Cuando llegamos a casa, caminé hacia la parte de atrás para jugar con Aleusha. Ella estaba echada en el pasto junto a la cerca, vomitando y convulsionándose. Para cuando el veterinario llegó, Aleusha estaba muerta y yo estaba llorando. El veterinario dijo que alguien la había envenenado. Tuve la extraña sensación de que yo sabía quien era ese alguien.
Mr. M. Manson.
domingo, 22 de julio de 2007
EL HOMBRE QUE TEMES // CUENTO DE MARILYN MANSON
Publicado por Unknown el 7/22/2007 01:05:00 p. m. 0 comentarios
Etiquetas: cuento onirico, el hombre que temes, marilyn manson
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