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lunes, 21 de abril de 2008

NECROLOGIA -- ISSAC ASIMOV

NECROLOGICA -- ISSAC ASIMOV





Mi marido, Lancelot, lee siempre el periódico durante el desayuno. Nada más aparecer, lo primero que miro es su rostro flaco y abstraído con su eterna expresión de enfado y de perpleja frustración. No me saluda; coge el periódico, que le he preparado cuidadosamente junto a su desayuno, y lo levanta delante de su rostro.

A partir de ese momento, sólo veo su brazo, que surge de detrás del periódico en busca de una segunda taza de café, a la que le pongo yo la obligada cucharadita rasa de azúcar —ni colmada ni escasa—, so pena de ganarme una mirada furibunda.

Ya no me quejo de esto. Al menos, tenemos una comida tranquila.

Sin embargo, esa mañana se rompió la calma cuando Lancelot saltó de repente:

—¡Válgame Dios! Ese chiflado de Paul Farber ha muerto. ¡Un ataque!

Me sonaba ese nombre. Lancelot lo había mencionado alguna vez, así que sin duda se trataba de un colega suyo, de otro físico teórico. A juzgar por el amargo epíteto con que le calificó mi marido, comprendí que debía ser alguien de cierto renombre, alguien que había conseguido el éxito que Lancelot no lograba.

Dejó el periódico y me miró irritado.

—¿Por qué llenarán las notas necrológicas con ese cúmulo de mentiras? —preguntó—. Le presentan como si fuera un segundo Einstein, y sólo por el hecho de haber muerto de un ataque.

Si había un tema que yo había aprendido a evitar era el de las notas necrológicas. No me atreví ni a hacer un gesto de asentimiento.

Tiró el periódico y salió de la habitación, dejando los huevos a medio terminar y sin tocar la segunda taza de café.

Suspiré. ¿Qué otra cosa podía hacer? ¿Qué otra cosa he podido hacer jamás?

Naturalmente, el nombre de mi esposo no es Lancelot Stebbins, porque estoy cambiando, en todo lo que puedo, tanto el nombre como las circunstancias para proteger al culpable. Sin embargo, estoy convencida de que, aunque utilizara los nombres verdaderos, no reconocerían a mi esposo.

Lancelot tenía un talento especial a ese respecto... un talento para que le pasaran por alto, para pasar desapercibido. Sus descubrimientos son invariablemente anticipados o postergados por la presencia de algún descubrimiento más importante realizado simultáneamente. En los congresos científicos, es escasa la asistencia a la lectura de sus ponencias porque se está leyendo otra más importante en otra sección.

Naturalmente, esto repercutió en su manera de ser. Le cambió.

Cuando me casé con él, hace veinticinco años, tenía un chispeante atractivo. Vivía con holgura debido a su herencia y ya era un físico experto, ambicioso y lleno de promesas. Respecto a mí, creo que era bonita por entonces, pero eso no duró. Lo que duró fue mi natural retraimiento y mi fracaso en lograr la clase de éxito social que un ambicioso joven miembro del claustro de profesores espera de su esposa.

Puede que contribuyera a facilitar esa actitud de Lancelot para pasar inadvertido. Si se hubiera casado con otra clase de esposa, quizá ella hubiera logrado hacerle visible con su esplendor.

¿Lo comprendió así él, andando el tiempo? ¿Fue por eso por lo que se alejó de mí después de los dos o tres primeros años discretamente felices? A veces creo que sí, y me lo reprocho amargamente.

Pero luego me dio por pensar que eso era debido a sus ansias de destacar, las cuales aumentaron al no verse satisfechas. Dejó la cátedra que tenía en la Facultad y montó un laboratorio propio fuera de la ciudad porque, según dijo, los terrenos eran baratos y así estaba más aislado.

El dinero no era problema. En su campo, el Gobierno era generoso con sus subvenciones y él las obtenía siempre. Y, además, echaba mano de nuestro propio dinero sin limitaciones.

Intenté resistirme. Le dije:

—Pero, Lancelot, esto no es necesario. No es como si tuviéramos dificultades para subvencionar tus trabajos. No es como si se opusieran a que sigas perteneciendo al claustro de la Universidad. Además, lo único que quiero yo es tener hijos y llevar una vida normal.

Pero algo ardía en su interior que le cegaba para todo lo demás. Se volvió furioso contra mí:

—Hay algo que está antes que todo. El mundo de la ciencia debe reconocerme por lo que soy, un... un gran... un gran investigador.

Por entonces, todavía tenía reparos en aplicarse a sí mismo el apelativo de genio.

Fue inútil. La suerte siguió perpetua e invariablemente en contra suya. Su laboratorio ardía de actividad. Contrataba ayudantes con excelentes sueldos; se esclavizaba a sí mismo sin consideración ni piedad. Pero no sacó nada en limpio.

Yo seguí esperando que claudicara algún día, que volviéramos a la ciudad; que emprendiéramos una vida tranquila y normal. Yo esperaba; pero siempre, cuando podía haber admitido la derrota, emprendía alguna nueva batalla. Cada vez atacaba con la misma esperanza y retrocedía con igual desesperación.

Y siempre arremetía contra mí, porque si el mundo le pulverizaba a él, él siempre me tenía a mí para pulverizarme a su vez. No soy persona valerosa, pero estaba empezando a creer que debía abandonarle.

Y sin embargo...

Este año pasado era evidente que se estaba preparando para otra batalla. La última, pensé. Había algo en él más intenso, más inquieto que nunca. Se lo notaba por la forma de hablar consigo mismo en voz baja y de reírse brevemente por nada. Había veces en que se pasaba días enteros sin comer y noches sin dormir. Hasta le dio por guardar los cuadernos del laboratorio en la caja fuerte de la alcoba, como si desconfiara incluso de sus propios ayudantes.

Naturalmente, yo estaba fatalmente segura de que este nuevo intento suyo fracasaría también. Pero a lo mejor, si fracasaba, dada su edad, tendría que reconocer que había perdido su última oportunidad. Seguramente tendría que desistir...

Así que decidí esperar, armándome de toda la paciencia posible.

Pero el asunto de la nota necrológica en el desayuno vino a ser como el chispazo. Una vez, en una ocasión parecida, le hice observar que al menos él también podría contar con un cierto reconocimiento en su propia nota necrológica.

Supongo que no fue una observación muy inteligente, pero mis observaciones nunca lo son. Mi intención era animarle, sacarle de una creciente depresión durante la cual, como ya sabía yo por experiencia, llegaría a ponerse de lo más inaguantable.

Puede que me moviese también cierta inconsciente malevolencia. Sinceramente no lo puedo asegurar.

En cualquier caso, se volvió de lleno contra mí. Tembló su cuerpo delgado, y sus cejas oscuras descendieron sobre sus ojos hundidos, mientras me chillaba con voz de falsete:

—¡Pero yo jamás leeré mi esquela mortuoria! ¡Me veré privado incluso de eso!

Y me escupió. Me escupió deliberadamente. Corrí a mi dormitorio.

Nunca me llegó a pedir perdón, pero al cabo de unos días, durante los cuales le había evitado por completo, proseguimos como antes nuestra vida fría y distante. Ninguno de los dos mencionó jamás el incidente.

Ahora aparecía otra nota necrológica.

El caso es que, al quedarme sola en la mesa del desayuno, comprendí que esa nota había sido la gota que había hecho desbordar el vaso, la culminación de su prolongado derrumbamiento moral.

Me di cuenta de la crisis que se le avecinaba, y no sabía si temerla o desearla. Puede que después de todo la recibiera con gusto. Cualquier cambio que sobreviniera no podía empeorar las cosas.

Poco antes de comer, vino a verme al cuarto de estar, donde un intrascendente cesto de costura daba algo que hacer a mis manos y un poco de televisión distraía mis pensamientos.

—Necesitaré tu ayuda —dijo de repente.

Hacía veinte años o más que no me había dicho nada semejante, así que involuntariamente le miré con cierta dulzura. Estaba febrilmente excitado. Había un tinte rojo en sus mejillas habitualmente pálidas.

—Encantada, si hay algo que puedo hacer por ti —dije.

—Lo hay. He dado un mes de permiso a mis ayudantes. Se marcharán el sábado; a partir de entonces trabajaremos tú y yo solos en el laboratorio. Te lo digo ahora para que te abstengas de hacer cualquier otro plan para la semana que viene.

Me desilusioné un poco.

—Pero Lancelot, sabes que no te puedo ayudar en tu trabajo. No comprendo...

—Lo sé —dijo con absoluto desprecio—, pero no hace falta que comprendas mi trabajo. Sólo tienes que seguir unas pocas instrucciones, bien sencillas, y hacerlo con cuidado. La cuestión es que he descubierto, finalmente, algo que me situará donde me corresponde...

—¡Ay, Lancelot! —exclamé involuntariamente, pues le había oído eso muchas veces ya.

—Escúchame, estúpida, e intenta por una vez comportarte como una persona adulta. Esta vez lo he conseguido. Nadie se me puede adelantar en esta ocasión porque mi descubrimiento está basado en un concepto tan poco ortodoxo que ningún físico vivo, excepto yo, tiene el genio suficiente para pensar en él, al menos hasta dentro de una generación. Y cuando mi obra se conozca por ahí, me podrán reconocer como el científico más grande de todos los tiempos.

—Desde luego me alegro mucho por ti, Lancelot.

—Dije me podrán. También pueden no reconocerme como tal. Existe mucha injusticia en eso de reconocerle a uno sus méritos científicos. Me lo han hecho saber con demasiada frecuencia. Así que no bastará con anunciar sólo el descubrimiento. Si lo hago, todo el mundo se lanzará sobre este campo, y al cabo de un tiempo no seré más que un nombre en los libros de historia, y la gloria se la adjudicarán una serie de advenedizos.

Creo que la razón por la que me estaba hablando entonces, tres días antes de ponerse a trabajar en lo que quiera que planeara, era que no podía contenerse por más tiempo. Estaba exultante y yo era la única persona lo bastante insignificante como para ser testigo de ello.

—Quiero que se dramatice tanto sobre mi descubrimiento, y que la humanidad lo acoja con un aplauso tan clamoroso, que no haya lugar a que se mencione jamás a nadie al mismo tiempo que a mí.

Me pareció que iba demasiado lejos, y me asusté del efecto que haría en él otra desilusión. ¿Acaso no le podría trastornar el juicio?

—Pero, Lancelot —dije—, ¿qué necesidad tenemos de preocuparnos? ¿Por qué no dejamos todo esto? ¿Por qué no nos tomamos unas largas vacaciones? Ya vienes trabajando demasiado desde hace mucho tiempo, Lancelot. Podemos hacer un viaje a Europa. Siempre he querido...

Dio una patada.

—¿Quieres acabar con tus estúpidas lamentaciones? El sábado te vendrás conmigo al laboratorio.

Dormí mal durante las tres noches siguientes. Nunca le he visto comportarse así, pensé; nunca. ¿Habrá perdido ya el juicio, tal vez?

Puede que lo que tiene ahora no sea sino locura, pensé, locura nacida de su desencanto, que ya no puede soportar, y desencadenada por esa nota necrológica. Había hecho que se fueran sus ayudantes y ahora me quería a mí en el laboratorio. Nunca me había permitido entrar allí. Seguramente pretendía hacerme algo, someterme a algún loco experimento, o matarme en el acto.

Durante aquellas insoportables noches de terror, planeé llamar a la policía, escaparme, hacer... hacer lo que fuese.

Pero luego llegaba la mañana y pensaba que tal vez no estaba loco, que no me sometería a ninguna violencia. Ni siquiera fue un acto de verdadera violencia el escupirme aquella vez, como lo hizo, ni intentó jamás herirme físicamente.

Así que, al final, esperé hasta el sábado y caminé hacia lo que podía ser mi muerte, tan dócil como un cordero.

Juntos, en silencio, bajamos por el sendero que conducía desde nuestra vivienda al laboratorio.

El laboratorio en sí imponía cierto temor, así que entré cohibida; pero Lancelot me dijo:

—Bueno, deja de mirar a tu alrededor como si fueran a atacarte. Limítate a hacer lo que yo te diga y a mirar donde yo te indique.

—Sí, Lancelot.

Me había conducido a una pequeña habitación, cuya puerta estaba provista de un candado. Estaba casi abarrotada de objetos de aspecto muy extraño y de montones de alambres.

—Para empezar, ¿ves este crisol de hierro? —me preguntó Lancelot.

—Sí, Lancelot.

Era un recipiente pequeño pero profundo, hecho de grueso metal y algo oxidado por el exterior. Estaba cubierto con una tosca red de alambre.

Me instó a que me aproximara y vi que dentro había un ratón blanco, el cual sacaba sus patitas delanteras por la tela metálica y pegaba su hocico diminuto al alambre con temblorosa curiosidad, o tal vez ansiedad. Creo que di un salto, porque ver un ratón sin esperarlo resulta sobrecogedor, al menos para mí.

—No te hará daño —gruñó Lancelot—. Ahora ponte junto a la pared y observa lo que hago.

El miedo me volvió con tremenda violencia. Estaba horriblemente convencida de que de alguna parte saltaría una chispa y me carbonizaría, o aparecería alguna monstruosa criatura de metal y me aplastaría, o... o...

Cerré los ojos.

Pero no ocurrió nada; a mí por lo menos. Sólo oí un ¡pffft! ... como si hubiera fallado un pequeño petardo.

—¿Bien? —me preguntó Lancelot.

Abrí los ojos. Me estaba mirando radiante de orgullo. Miré sin comprender.

—Aquí, ¿no lo ves, idiota? Justo aquí.

A unos treinta centímetros del crisol había aparecido otro. No le había visto ponerlo allí.

—¿Quieres decir que este segundo crisol?... —pregunté.

—No se trata exactamente de un segundo crisol, sino de un duplicado del primero. Para todos los efectos, son el mismo crisol, átomo por átomo. Compáralos. Encontrarás que las marcas de herrumbre son idénticas.

—¿Has sacado el segundo del primero?

—Sí, pero sólo en cierto modo. Crear materia requeriría generalmente una enorme cantidad de energía. Se necesitaría la completa fisión de un centenar de gramos de uranio para crear un gramo de materia duplicada, incluso garantizando una eficacia perfecta. El gran secreto con el que me he enfrentado es que la duplicación de un objeto en un punto del tiempo futuro requiere muy poca energía, si ésta se aplica correctamente. Lo esencial de la hazaña, mi... mi amor, al crear tal duplicado y hacerlo retroceder al presente, es que he logrado llevar a cabo el equivalente del viaje en el tiempo.

Daba la medida de su triunfo y felicidad el hecho de haber empleado un término afectuoso al referirse a mí.

—Es fantástico —dije, porque, a decir verdad, me sentí impresionada—. ¿Ha regresado también el ratón?

Miré dentro del segundo crisol mientras preguntaba, y recibí otra desagradable sorpresa. Había un ratón blanco... pero estaba muerto.

Lancelot se ruborizó ligeramente.

—Ese es el inconveniente. Puedo hacer que regrese la materia viva, pero no como tal materia viva. Regresa muerta.

—¡Oh, qué lástima! ¿Por qué?

—No lo sé aún. Creo que las duplicaciones son absolutamente perfectas a escala atómica. Desde luego no existe daño visible. Las disecciones así lo demuestran.

—Puedes preguntar... —me detuve inmediatamente al ver que me miraba. Comprendí que sería mejor no sugerir colaboración de ninguna clase, porque sabía por experiencia que en ese caso el colaborador se llevaría invariablemente el mérito del descubrimiento.

—Ya he preguntado —dijo Lancelot con una triste sonrisa—. Un biólogo ha realizado autopsias en varios de mis animales y no ha encontrado nada Por supuesto no sabía de dónde procedía el animaly siempre he tenido la precaución de recobrarlo antes de que ocurriera algo que lo descubriera. ¡Vaya! siquiera mis ayudantes saben lo que he estado haciendo.

—Pero ¿por qué has de mantenerlo tan en secreto?

—Justamente porque no puedo hacer regresar vivos a los animales duplicados. Debe de haber alguna anomalía molecular. Si publicara mis resultados, algún otro podría descubrir el medio de evitar esa anomalía, añadir su pequeño retoque a mi descubrimiento básico, y llevarse todo el mérito, porque podría hacer regresar vivo a un hombre, el cual proporcionaría información sobre el futuro.

Lo comprendía muy bien. No se trataba ya de una mera hipótesis. Sabía que sucedería así. Inevitablemente. La verdad es que, hiciera lo que hiciese, a él no se le reconocería el mérito. Estaba segura.

—Sin embargo —prosiguió, más para sí mismo que para mí—, no puedo esperar más. Debo dar a conocer esto, pero de tal modo que quede indeleble y permanentemente asociado conmigo. Debo rodearlo de un drama tan espectacular que en el futuro no exista modo de mencionar el viaje en el tiempo sin mencionarme a mí, sin importar lo que otros hombres puedan lograr en adelante. Voy a preparar este drama y tú representarás un papel en él.

—Pero ¿qué quieres que haga yo, Lancelot?

—Tú serás mi viuda.

Me agarré a su brazo.

—Lancelot, ¿quieres decir?... —no me es posible describir los sentimientos contradictorios que se agitaron en mi interior en ese momento.

Se soltó bruscamente.

—Sólo temporalmente. No voy a suicidarme. Sencillamente, voy a hacerme regresar desde un futuro de tres días.

—Pero entonces habrás muerto.

—Sólo el «yo» que regrese. El «yo» real estará tan vivo como siempre. Como esta rata blanca.

Sus ojos se dirigieron a un conmutador.

—¡Ah! La hora Cero va a ser dentro de pocos segundos —dijo—. Observa el segundo crisol y el ratón muerto.

Este desapareció ante mis ojos y se produjo de nuevo el . ipffft!...

—¿Adónde se fue?

—A ningún sitio —contestó Lancelot. No era más que un duplicado. En el momento en que pasamos el instante del tiempo en que se formó el duplicado, éste desaparece naturalmente. El primer ratón era el original, y sigue vivito y coleando. Lo mismo me ocurrirá a mí. El «yo» duplicado regresará muerto. El «yo» original estará vivo. Pasados tres días, llegaremos al instante en que se ha formado mi «yo» duplicado que ha llegado muerto. Una vez que pasemos este instante, el «yo» duplicado muerto desaparecerá y el «yo» vivo permanecerá. ¿Está claro?

—Me parece peligroso.

—No lo es. Una vez que aparezca mi cuerpo muerto, un médico me declarará difunto. Los periódicos informarán de mi muerte, el enterrador se dispondrá a enterrar el cadáver. Entonces regresaré a la vida y anunciaré lo que he hecho. Cuando eso suceda, seré más que el descubridor del viaje en el tiempo; seré el hombre que regresó de entre los muertos. El viaje en el tiempo y Lancelot Stebbins se darán a conocer tan ampliamente y de manera tan unida que nada podrá separar jamás mi nombre de la idea de viaje en el tiempo.

—Lancelot —dije suavemente—, ¿por qué no podemos anunciar simplemente tu descubrimiento? Ese es un plan demasiado complicado. Un sencillo anuncio te haría lo bastante famoso y entonces podríamos quizá trasladarnos a la ciudad...

—¡Silencio! Harás lo que yo diga.

No sé cuánto tiempo llevaba Lancelot pensando en todo eso, antes de que la nota necrológica sacara a relucir el asunto. Naturalmente, no subestimo su inteligencia. A pesar de su excepcional mala suerte, no se puede poner en duda su brillantez.

Antes de que se marcharan, había informado a sus ayudantes de unos experimentos que tenía intención de llevar a cabo mientras ellos estuvieran fuera. Después que testificaran, parecería completamente natural que se hubiera enfrascado en determinada serie de reactivos químicos, y que muriera por envenenamiento de cianuro según todas las apariencias.

—Así que tú te ocuparás de que la policía se ponga en contacto con mis ayudantes inmediatamente. Tú sabes dónde se les puede encontrar. No quiero ninguna sospecha de asesinato o suicidio, ni nada que no sea puro accidente; un natural y lógico accidente. Quiero un rápido certificado de defunción del doctor y una rápida notificación a los periódicos.

—Pero Lancelot, ¿qué pasará si encuentran a tu auténtico «yo»?

—¿Por qué habrían de encontrarlo? —interrumpió—. Si te encuentras un cadáver, ¿empiezas a buscar también su duplicado vivo? Nadie me buscará; me encerraré en la cámara temporal durante esos días. La tengo equipada con todas las facilidades de higiene y puedo proveerme de suficientes bocadillos para mi manutención.

Y añadió con tristeza:

—Sin embargo, tendré que prescindir del café hasta que pase todo. No puedo arriesgarme a que alguien huela aquí un inexplicable olor a café cuando se supone que estoy muerto. Bueno, agua tengo de sobra, y sólo son tres días.

Crucé las manos nerviosa.

—Aunque te encuentren, ¿no sería lo mismo de todos modos? —dije—. Verían que había un «tú» muerto y un «tú» vivo.

Intentaba consolarme a mí misma y trataba de prepararme para la inevitable desilusión.

Pero él se volvió hacia mí, gritando:

—No, no sería lo mismo en absoluto. Se convertiría en una broma fracasada. Cobraría fama, pero sólo de estúpido.

—Pero Lancelot —dije con cautela—, siempre sale algo mal.

—Esta vez, no.

—Tú siempre dices «esta vez no», pero siempre hay algo...

Estaba blanco de rabia y los ojos se le saltaban de sus órbitas. Me cogió por el codo y me hizo un daño horrible, pero no me atreví a gritar.

—Sólo una cosa puede salir mal —dijo—, y es lo que hagas tú. Si lo descubren, si no representas perfectamente tu papel, si no sigues mis instrucciones punto por punto, soy capaz... soy capaz... —pareció buscar un castigo—, soy capaz de matarte.

Volví la cabeza aterrada e intenté soltarme, pero me sujetaba inflexiblemente. Era asombrosa la fuerza que tenía cuando se excitaba.

—¡Escúchame! —dijo—. Me has hecho mucho daño con tu existencia; me lo he reprochado a mí mismo, en primer lugar por haberme casado contigo, y en segundo lugar por no encontrar nunca tiempo para divorciarme. Pero ahora tengo mi oportunidad, a pesar tuyo, de convertir mi vida en un triunfo resonante. Si me echas a perder esta oportunidad te mataré. Hablo completamente en serio.

Estaba segura de que era verdad.

—Haré todo lo que tú digas —murmuré, y me soltó.

Pasó el día enfrascado en su aparato.

—Nunca he hecho la prueba de transportar más de cien gramos —dijo absorto, con el ánimo sosegado.

Pensé: «No resultará. Es imposible que salga bien.»

Al día siguiente dispuso el aparato de modo que yo no tuviera más que apretar un botón. Me hizo repetir esa operación durante lo que a mí me pareció un número interminable de veces.

—¿Comprendes ahora? ¿Ves exactamente cómo se hace?

—Sí.

—Pero hazlo en el momento en que se encienda esta luz, ni un segundo antes.

«No resultará», pensé.

—Sí —dije.

Ocupó su puesto y guardó un silencio impasible. Llevaba puesto un delantal de goma sobre su bata de laboratorio.

Centelló la luz, y el haber practicado antes me fue de utilidad, porque apreté automáticamente el botón, antes de que el pensamiento pudiera detenerme o hacermetitubear.

Un instante después me encontré con que tenía dos Lancelots ante mí, uno junto a otro; el nuevo estaba vestido igual que el primero, aunque se le veía más arrugado. Y luego, el nuevo se derrumbó y se quedó inmóvil.

—Bien —exclamó el Lancelot vivo, abandonando el lugar cuidadosamente señalado—. Ayúdame. Cógele de las piernas.

Me dejó maravillada. ¿Cómo podía transportar su propio cuerpo muerto, su propio cadáver venido de un futuro de tres días, sin un gesto de aprensión? Muy al contrario, lo cogió por debajo de los brazos con la misma indiferencia con que habría cogido un saco de trigo.

Lo agarré por los tobillos y sentí que el estómago se me revolvía al contacto suyo. Aún estaba caliente; acababa de morir. Juntos lo transportamos por un pasillo y subimos un tramo de escaleras, recorrimos otro pasillo y entramos en una habitación. Lancelot ya la tenía preparada. Una solución burbujeaba en un extraño aparato, todo de cristal, en el interior de una sección aislada, con una puerta corredera de cristal que hacía de tabique deseparación.

Por la habitación había esparcidos otros aparatos para dar a entender que se estaba realizando un experimento. Sobre la mesa de despacho, destacando de entre los demás,había un frasco con una etiqueta en la que se leía perfectamente: «Cianuro potásico». Junto a él había unos cuantos granos derramados; supongo que serían de cianuro. Lancelot colocó cuidadosamente el cuerpo muerto como si se hubiera caído del taburete. Le pegó algunos granos a su mano izquierda, le espació unos cuantos más por el delantal de goma, y finalmente le adhirió unos pocos por la barbilla.

—Así deducirán lo que ha debido pasar —murmuró.

Echó una última mirada alrededor.

—Ya está todo —dijo—. Vuelve a la casa y llama al doctor. Le dirás que has venido a traerme un bocadillo porque era la hora de comer y yo estaba trabajando todavía. Aquí está —y me enseñó un plato roto y un bocadillo tirado donde se suponía que se me había caído de las manos—. Grita un poco, pero no exageres.


No me fue difícil gritar y llorar cuando llegó el momento. Hacía días que tenía ganas de hacer las dos cosas, y ahora era un alivio para mí dar rienda suelta al histerismo.

El doctor se comportó exactamente como Lancelot había previsto. Lo primero que vio, efectivamente, fue el frasco de cianuro.

—¡Válgame Dios!, señora Stebblins —dijo arrugando el ceño—. Era un químico bastante descuidado.

—Supongo que sí —dije llorando—. No debía haber estado trabajando, pero sus dos ayudantes están de vacaciones.

—Cuando un hombre maneja el cianuro como si fuese sal, malo —el doctor movió la cabeza con la gravedad de un moralista—. Ahora, señora Stebblins, tendré que llamar a la policía. Ha sido un envenenamiento accidental por cianuro, pero es una muerte violenta y la policía...

—¡Oh, sí, sí; llámela! —luego casi me habría pegado a mí misma por parecer sospechosamente ansiosa.

Vino la policía, y con ella un forense que gruñó con disgusto al ver los cristales de cianuro de la mano, el delantal y la barbilla; sólo hicieron preguntas referentes a nombres y edades. Preguntaron si yo podía arreglar la cuestión del entierro. Dije que sí y se marcharon.

Entonces llamé a los periódicos y a dos de las agencias de noticias. Dije que pensaba que ellos recogerían la noticia de la muerte a través del informe de la policía, y que esperaba que no hicieran hincapié en el hecho de que mi esposo era un químico descuidado, con el tono de quien espera que no se diga nada malo del muerto. Después de todo, seguí diciendo, él era físico nuclear más que químico y yo tenía últimamente la impresión de que parecía tener ciertas dificultades.

Seguí exactamente las instrucciones de Lancelot en esto, y también salió como él quería. ¿Un físico nuclear en dificultades? ¿Espías? ¿Agentes del enemigo?

Los periodistas empezaron a venir ansiosamente a preguntar. Les di un retrato de Lancelot joven, y un reportero sacó fotografías de los edificios del laboratorio. Les hice recorrer unas cuantas salas del laboratorio principal para que hicieran más fotografías. Nadie, ni la policía ni los reporteros, hizo preguntas acerca de la habitación cerrada, ni parecieron fijarse en ella siquiera.

Les entregué un montón de material profesional y biográfico que Lancelot me había preparado y les conté varias anécdotas destinadas a mostrar la combinación de humanidad e inteligencia que había en él. Intenté comportarme en todo al pie de la letra, y, sin embargo, no podía sentir confianza. Algo saldría mal; habría algo que fallaría.

Y cuando así fuera, sabía que él me echaría la culpa a mí. Y esta vez había prometido matarme.

Al día siguiente le llevé los periódicos. Los leyó una y otra vez con los ojos brillantes. Había logrado un recuadro completo, en el ángulo inferior de la izquierda, en la primera página del New York Times. El Times no daba mucha importancia al enigma de su muerte, lo mismo que la A. P., pero un periódico sensacionalista presentó un alarmante titular en primera página: «UN SABIO ATÓMICO MUERE MISTERIOSAMENTE.»

Se rió sonoramente mientras lo leía, y después de echarles a todos una ojeada, volvió a cogerlo.

—No te vayas —dijo alzando la vista hacia mí bruscamente—. Escucha lo que dicen.

—Ya los he leído, Lancelot.

—Escucha, te digo.

Me los leyó todos en voz alta, deteniéndose en las alabanzas que le dirigían al difunto; luego me dijo, radiante de puro satisfecho de sí mismo.

—¿Aún crees que saldrá algo mal?

—Si la policía vuelve para preguntarme por qué creo que estabas en dificultades... —dije dudosa.

—Tú procura ser vaga en tus explicaciones. Diles que habías tenido malos sueños. Para cuando se decidan a llevar más lejos las investigaciones, si es que se deciden, será demasiado tarde.

Desde luego, todo estaba resultando bien, pero no podía esperar que siguieran las cosas así. Y, sin embargo, la mente humana es extraña: persiste en sus esperanzas aun cuando no las haya.

—Lancelot —dije—, cuando pase todo esto y te hagas famoso, verdaderamente famoso, podremos retirarnos, ¿verdad? Podremos regresar a la ciudad y llevar una vida tranquila.

—No seas idiota. ¿No comprendes que, una vez que se me reconozca, tendré que continuar? Acudirán a mí muchos jóvenes. Este laboratorio se convertirá en un gran Instituto de Investigación del Tiempo. Me convertiré en una leyenda. Elevaré mi grandeza a tal altura que después no habrá más que pigmeos intelectuales, al lado mío —se puso de puntillas, con los ojos brillantes, como si estuviera ya sobre el pedestal que le pondrían.

Así terminó mi última esperanza de alcanzar un trocito de felicidad personal. Dejé escapar un suspiro.

Le rogué al empresario de pompas fúnebres que dejaran el cuerpo con su ataúd en el laboratorio, antes de enterrarlo en el panteón que la familia Stebblins tenía en Long Island. Pedí que no lo embalsamaran, y me ofrecí a mantenerlo en la gran sala refrigerada a la temperatura de cuatro grados. Pedí que no lo trasladaran al establecimiento funerario.

Los empleados de pompas fúnebres llevaron el ataúd al laboratorio con fría desaprobación. Evidentemente, tal petición se reflejaría en la consiguiente factura. La explicación que le di de que quería tenerle cerca durante ese último período de tiempo y que quería que sus ayudantes tuvieran oportunidad de verle, era un pretexto y sonó como tal.

Sin embargo, Lancelot había sido muy preciso en lo que yo tenía que decir.

En cuanto dejaron el cadáver donde yo había dicho, con la tapa del ataúd abierta aún, fui a ver a Lancelot.

—Lancelot —dije—, el empresario de pompas fúnebres se ha mostrado bastante molesto. Creo que sospecha que pasa algo raro.

—Bien —dijo Lancelot con satisfacción.

—Pero...

—Sólo tenemos que esperar un día más. No pasará nada por una simple sospecha, hasta que llegue el momento. Mañana por la mañana desaparecerá el cuerpo; al menos eso es lo que yo espero.

—¿Quieres decir que puede no desaparecer? Lo sabía, lo sabía.

—Puede que haya algún retraso, o algún adelanto. No he transportado nunca nada tan pesado y no estoy seguro de si se mantendrán inalterables mis ecuaciones. Una razón por la que quiero que el cuerpo esté aquí y no en el establecimiento funerario es la de poder hacer las observaciones necesarias.

—Pero si estuviera en una capilla ardiente desaparecería en presencia de testigos.

—Y aquí, ¿crees que sospecharían que se trata de un truco?

—Por supuesto.

Parecía divertirse.

—Dirán: ¿por qué mandó fuera a sus ayudantes? ¿Por qué se puso a hacer experimentos que puede hacer cualquier niño, y sin embargo se las arregla para matarse en el intento? ¿Por qué desapareció el cadáver sin testigos? Dirán: No es cierta esa historia absurda del viaje en el tiempo. Tomó drogas para provocarse un trance cataléptico y engañó a los médicos.

—Sí —dije débilmente. ¿Cómo habría llegado a comprender, todo eso?

—Y cuando yo continúe insistiendo —prosiguió— en que he resuelto el viaje en el tiempo, y que fui declarado indiscutiblemente muerto y no indiscutiblemente vivo, los científicos ortodoxos me denunciarán apasionadamente por farsante. Así, en una semana, mi nombre se habrá hecho familiar para todos los habitantes de la Tierra. No hablarán de otra cosa. Me ofreceré a hacer una demostración de viaje en el tiempo ante cualquier grupo de científicos que quiera presenciarla. Me ofreceré a hacer la demostración esa en circuito de TV intercontinental. La presión del público forzará a los científicos a asistir, y a que accedan a programarla las cadenas de televisión. No importa si el público mira esperando ver un milagro o un linchamiento. ¡Mirarán! Y entonces triunfaré; y ¿quién podrá alcanzar en la ciencia una cota tan trascendental en toda su vida?

Me sentí deslumbrada durante un momento, pero había algo dentro de mí que me decía: demasiado largo, demasiado complicado; algo saldrá mal.

Esa tarde, llegaron sus ayudantes y trataron de estar respetuosamente apesadumbrados en presencia del cadáver. Serían dos testigos más que podrían jurar haber visto a Lancelot muerto; dos testigos más que contribuirían a aumentar la confusión y a elevar los acontecimientos a su cúspide estratosférica.

A las cuatro de la mañana siguiente, estábamos en la sala frigorífica, envueltos en abrigos y esperando el momento cero.

Lancelot, preso de gran excitación, comprobaba sus instrumentos y hacía no sé qué con ellos. Su computador de mesa funcionaba constantemente, pero no soy capaz de explicarme cómo podía hacer que sus fríos dedos manejaran las llaves con tanta agilidad.

Yo, por mi parte, me sentía muy desdichada. Era el frío, el cuerpo muerto en el ataúd, y la incertidumbre del futuro.

Me parecía una eternidad el tiempo que llevábamos allí; finalmente, dijo Lancelot:

—Funcionará. Funcionará tal como lo tengo previsto. Todo lo más, la desaparición tendrá cinco minutos de retraso debido a que intervienen setenta kilos de masa. Mi análisis de las fuerzas cronológicas es realmente magistral.

Me sonrió, pero también le sonrió a su propio cadáver con igual calor.

Noté que su bata de laboratorio (que llevaba constantemente desde hacía tres días y no se la quitaba ni para dormir, estoy segura) se le había puesto arrugada y andrajosa. Estaba casi como la que llevaba el segundo Lancelot, el muerto, cuando apareció.

Lancelot pareció darse cuenta de lo que yo estaba pensando, o tal vez se limitó a seguir la trayectoria de mis ojos, porque se miró la bata y dijo:

—¡Ah, sí, será mejor que me ponga el delantal de goma! Mi segundo «yo» lo llevaba puesto en el momento de aparecer.

—¿Qué pasaría si no te lo pusieras? —pregunté con voz neutra.

—Tengo que ponérmelo. Es necesario. Algo me lo hubiera recordado. Si no, no hubiera aparecido en el otro —sus ojos se estrecharon—. ¿Sigues pensando en que algo fallará?

—No sé —murmuré.

—¿Crees que el cuerpo no desaparecerá, o que seré yo quien desaparezca en su lugar?

Al ver que no contestaba, dijo casi gritando:

—¿No ves que mi suerte ha cambiado al fin? ¿No ves con cuánta facilidad está saliendo todo según había previsto yo? Seré el hombre más grande que ha existido jamás. Ven, calienta el agua para el café —de pronto había recobrado la calma otra vez—. Lo celebraremos cuando mi doble nos abandone y yo vuelva a la vida. No he probado el café desde hace tres días.

Era sólo el café instantáneo lo que le empujaba hacia mí, pero después de tres días, eso también serviría. Manipulé desmañadamente el infiernillo de gas del laboratorio con los dedos tiesos de frío, hasta que Lancelot me apartó bruscamente a un lado y colocó sobre él un cacharro con agua.

—Tardará un rato —dijo, mientras giraba el control a la posición de «caliente». Miró el reloj, luego consultó los diversos indicadores de la pared—. Mi doble desaparecerá antes de que hierva el agua. Ven aquí y observa —se acercó al ataúd; yo dudé un momento.

—Ven —dijo en tono perentorio.

Fui.

Se miró a sí mismo con infinito placer y esperó. Ambos esperamos, contemplando el cadáver.

Entonces hubo un ¡pffft!... y Lancelot exclamó:

—¡Menos de dos minutos!

Sin experimentar el menor cambio, sin un solo parpadeo, el cuerpo muerto había desaparecido.

El ataúd abierto no contenía más que un conjunto de ropas vacías. La ropa, por supuesto, no era la misma con la que había venido el cuerpo muerto. Era ropa auténtica, y siguió conservando su realidad. Allí estaba, pues: la ropa interior dentro de la camisa y del pantalón; la corbata pasada alrededor de la camisa y la camisa dentro de la chaqueta. Los zapatos se habían dado la vuelta, con los calcetines colgando dentro de ellos. El cuerpo había desaparecido.

—El café —dijo Lancelot—. Primero el café. Luego llamaremos a la policía y a los periódicos.

Preparé café para él y para mí. Le puse la acostumbrada cucharilla llena de azúcar, rasa, ni colmada ni escasa. Aun bajo aquellas circunstancias, cuando por una vez estaba segura de que no le importaría, la costumbre era fuerte.

Empecé a darle sorbos a mi café, y me lo tomé sin crema ni azúcar, según era mi costumbre. Resultaba agradable tomarlo caliente.

Él removió su café.

—Por todo —dijo suavemente como un brindis—, por todo lo que he esperado.

Se llevó la taza a sus labios sonrientes y triunfales y bebió.

Aquellas fueron sus últimas palabras.


Ahora que había terminado, una especie de frenesí se apoderó de mí. Me las arreglé para desnudarle y vestirle con la ropa del ataúd. No sé cómo, pero fui capaz de levantarle y colocarle en el ataúd. Le crucé los brazos sobre el pecho en la misma postura de antes.

A continuación lavé todo rastro de café en el fregadero de la habitación de afuera, y el azucarero también. Lo aclaré una y otra vez, hasta que desapareció todo el cianuro que había sustituido por el azúcar.

Llevé su bata de laboratorio y las otras ropas al cesto donde había guardado las que había traído el doble. Las ropas del segundo Lancelot habían desaparecido, por supuesto; así que puse allí las del primero.

Luego esperé.

Por la tarde, me cercioré de que el cuerpo estaba lo bastante frío, y llamé a los empleados de pompas fúnebres. ¿Por qué habían de sospechar nada? Esperaban encontrar un cuerpo muerto y allí había un cuerpo muerto. El mismo cadáver. Exactamente el mismo. Incluso tenía dentro cianuro como se suponía que tenía el primero.

Supongo que serían capaces de notar la diferencia entre un cuerpo que llevaba muerto sólo doce horas y uno que llevaba tres días y medio, incluso bajo refrigeración, pero ¿por qué se les iba a ocurrir mirar?

No lo hicieron. Clavaron el ataúd, se lo llevaron y lo enterraron. Era el asesinato perfecto.

De hecho, puesto que Lancelot estaba legalmente muerto en el momento en que lo maté, me pregunto si, estrictamente hablando, fue de veras un asesinato.

Por supuesto, no tengo intención de preguntárselo a un abogado.

La vida es tranquila para mí; es pacífica y placentera. Tengo dinero suficiente. Voy al teatro. He hecho amigos. Y vivo sin remordimientos. Desde luego, Lancelot jamás logrará el mérito de haber descubierto el viaje en el tiempo. Algún día, cuando se descubra otra vez la manera de viajar en el tiempo, el nombre de Lancelot Stebblins, desconocido, descansará en las tinieblas del Hades. Pero ya le dije que cualquiera que fuesen sus planes, terminarían sin alcanzar la fama. Si no le hubiera matado yo, habrían salido mal las cosas por alguna otra razón, y entonces me habría matado él a mí.

No; vivo sin remordimientos.

De hecho, se lo he perdonado todo a Lancelot; todo, menos aquella vez que me escupió. Y resulta bastante irónico que tuviera unos instantes de felicidad antes de morir, porque le fue concedido un regalo que pocos pueden lograr, y él por encima de todos los hombres, lo saboreó.

A pesar de su grito, cuando me escupió, Lancelot supo arreglárselas para leer su propia nota necrológica.

jueves, 10 de abril de 2008

GUY DE MAUPASSANT -- RELATO BREBE -- EL HORLA


GUY DE MAUPASSANT
EL HORLA


8 de mayo

*
¡Qué hermoso día! He pasado toda la mañana tendido sobre la hierba, delante de mi casa,
bajo el enorme plátano que la cubre, la resguarda y le da sombra. Adoro esta región, y me
gusta vivir aquí porque he echado raíces aquí, esas raíces profundas y delicadas que unen al
hombre con la tierra donde nacieron y murieron sus abuelos, esas raíces que lo unen a lo
que se piensa y a lo que se come, a las costumbres como a los alimentos, a los modismos
regionales, a la forma de hablar de sus habitantes, a los perfumes de la tierra, de las aldeas y
del aire mismo. Adoro la casa donde he crecido. Desde mis ventanas veo el Sena que corre
detrás del camino, a lo largo de mi jardín, casi dentro de mi casa, el grande y ancho Sena,
cubierto de barcos, en el tramo entre Ruán y El Havre. A lo lejos y a la izquierda, está
Ruán, la vasta ciudad de techos azules, con sus numerosas y agudas torres góticas,
delicadas o macizas, dominadas por la flecha de hierro de su catedral, y pobladas de
campanas que tañen en el aire azul de las mañanas hermosas enviándome su suave y lejano
murmullo de hierro, su canto de bronce que me llega con mayor o menor intensidad según
que la brisa aumente o disminuya. ¡Qué hermosa mañana!
A eso de las once pasó frente a mi ventana un largo convoy de navíos arrastrados por un
remolcador grande como una mosca, que jadeaba de fatiga lanzando por su chimenea un
humo espeso. Después, pasaron dos goletas inglesas, cuyas rojas banderas flameaban sobre
el fondo del cielo, y un soberbio bergantín brasileño, blanco y admirablemente limpio y
reluciente. Saludé su paso sin saber por qué, pues sentí placer al contemplarlo.
11 de mayo
Tengo algo de fiebre desde hace algunos días. Me siento dolorido o más bien triste. ¿De
dónde vienen esas misteriosas influencias que trasforman nuestro bienestar en desaliento y
nuestra confianza en angustia? Diríase qué el aire, el aire invisible, está poblado de lo
desconocido, de poderes cuya misteriosa proximidad experimentamos. ¿Por qué al
despertarme siento una gran alegría y ganas de cantar, y luego, sorpresivamente, después de
dar un corto paseo por la costa, regreso desolado como si me esperase una desgracia en mi
casa? ¿Tal vez una ráfaga fría al rozarme la piel me ha alterado los nervios y ensombrecido
el alma? ¿Acaso la forma de las nubes o el color tan variable del día o de las cosas me ha
perturbado el pensamiento al pasar por mis ojos? ¿Quién puede saberlo? Todo lo que nos
rodea, lo que vemos sin mirar, lo que rozamos inconscientemente, lo que tocamos sin
palpar y lo que encontramos sin reparar en ello, tiene efectos rápidos, sorprendentes e
inexplicables sobre nosotros, sobre nuestros órganos y, por consiguiente, sobre nuestros
pensamientos y nuestro corazón. ¡Cuán profundo es el misterio de lo Invisible! No
podemos explorarlo con nuestros mediocres sentidos, con nuestros ojos que no pueden
percibir lo muy grande ni lo muy pequeño, lo muy próximo ni lo muy lejano, los habitantes
de una estrella ni los de una gota de agua. . . con nuestros oídos que nos engañan,
trasformando las vibraciones del aire en ondas sonoras, como si fueran hadas que
convierten milagrosamente en sonido ese movimiento, y que mediante esa metamorfosis
hacen surgir la música que trasforma en canto la muda agitación de la naturaleza... con
nuestro olfato, más débil que el del perro... con nuestro sentido del gusto, que apenas puede
distinguir la edad de un vino. ¡Cuántas cosas descubriríamos a nuestro alrededor si
tuviéramos otros órganos que realizaran para nosotros otros milagros!

16 de mayo

Decididamente, estoy enfermo. ¡Y pensar que estaba tan bien el mes pasado! Tengo fiebre,
una fiebre atroz, o, mejor dicho, una nerviosidad febril que afecta por igual el alma y el
cuerpo. Tengo continuamente la angustiosa sensación de un peligro que me amenaza, la
aprensión de una desgracia inminente o de la muerte que se aproxima, el presentimiento
suscitado por el comienzo de un mal aún desconocido que germina en la carne y en la
sangre.

18 de mayo

Acabo de consultar al médico pues ya no podía dormir. Me ha encontrado el pulso
acelerado, los ojos inflamados y los nervios alterados, pero ningún síntoma alarmante.
Debo darme duchas y tomar bromuro de potasio.

25 de Mayo


¡No siento ninguna mejoría! Mi estado es realmente extraño. Cuando se aproxima la
noche, me invade una inexplicable inquietud, como si la noche ocultase una terrible
amenaza para mí. Ceno rápidamente y luego trato de leer, pero no comprendo las palabras y
apenas distingo las letras. Camino entonces de un extremo a otro de la sala sintiendo la
opresión de un temor confuso e irresistible, el temor de dormir y el temor de la cama. A las
diez subo a la habitación. En cuanto entro, doy dos vueltas a la llave y corro los cerrojos;
tengo miedo. . . ¿de qué?. . . Hasta ahora nunca sentía temor por nada. . . abro mis armarios,
miro debajo de la cama; escucho... escucho... ¿qué?... ¿Acaso puede sorprender que un
malestar, un trastorno de la circulación, y tal vez una ligera congestión, una pequeña
perturbación del funcionamiento tan imperfecto y delicado de nuestra máquina viviente,
convierta en un melancólico al más alegre de los hombres y en un cobarde al más valiente?


Luego me acuesto y espero el sueño como si esperase al verdugo. Espero su llegada con
espanto; mi corazón late intensamente y mis piernas se estremecen; todo mi cuerpo tiembla
en medio del calor de la cama hasta el momento en que caigo bruscamente en el sueño
como si me ahogara en un abismo de agua estancada. Ya no siento llegar como antes a ese
sueño pérfido, oculto cerca de mi, que me acecha, se apodera de mi cabeza, me cierra los
ojos y me aniquila. Duermo durante dos o tres horas, y luego no es un sueño sino una
pesadilla lo que se apodera de mí. Sé perfectamente que estoy acostado y que duermo. . . lo
comprendo y lo sé. . . y siento también que alguien se aproxima, me mira, me toca, sube
sobre la cama, se arrodilla sobre mi pecho y tomando mi cuello entre sus manos aprieta y
aprieta... con todas sus fuerzas para estrangularme. Trato de defenderme, impedido por esa
impotencia atroz que nos paraliza en los sueños: quiero gritar y no puedo; trato de moverme
y no puedo; con angustiosos esfuerzos y jadeante, trato de liberarme, de rechazar ese ser
que me aplasta y me asfixia, ¡pero no puedo! Y de pronto, me despierto enloquecido y
cubierto de sudor. Enciendo una bujía. Estoy solo.


Después de esa crisis, que se repite todas las noches, duermo por fin tranquilamente hasta
el amanecer.


2 de junio


Mi estado se ha agravado. ¿Qué es lo que tengo? El bromuro y las duchas no me producen
ningún efecto. Para fatigarme más, a pesar de que ya me sentía cansado, fui a dar un paseo
por el bosque de Roumare. En un principio, me pareció que el aire suave, ligero y fresco,
lleno de aromas de hierbas y hojas vertía una sangre nueva en mis venas y nuevas energías
en mi corazón. Caminé por una gran avenida de caza y después por una estrecha alameda,
entre dos filas de árboles desmesuradamente altos que formaban un techo verde y espeso,
casi negro, entre el cielo y yo. De pronto sentí un estremecimiento, no de frío sino un
extraño temblor angustioso. Apresuré el paso, inquieto por hallarme solo en ese bosque,
atemorizado sin razón por el profundo silencio. De improviso, me pareció que me seguían,
que alguien marchaba detrás de mí, muy cerca, muy cerca, casi pisándome los talones. Me
volví hacia atrás con brusquedad. Estaba solo. Únicamente vi detrás de mí el resto y amplio
sendero, vacío, alto, pavorosamente vacío; y del otro lado se extendía también hasta
perderse de vista de modo igualmente solitario y atemorizante.


Cerré los ojos, ¿por qué? Y me puse a girar sobre un pie como un trompo. Estuve a punto
de caer; abrí los ojos: los árboles bailaban, la tierra flotaba, tuve que sentarme. Después ya
no supe por dónde había llegado hasta allí. ¡Qué extraño! Ya no recordaba nada. Tomé
hacia la derecha, y llegué a la avenida que me había llevado al centro del bosque.


3 de junio


He pasado una noche horrible. Voy a irme de aquí por algunas semanas. Un viaje breve sin
duda me tranquilizará.


2 de julio


Regreso restablecido. El viaje ha sido delicioso. Visité el monte Saint-Michel que no
conocía. ¡Qué hermosa visión se tiene al llegar a Avranches, como llegué yo al caer la
tarde! La ciudad se halla sobre una colina. Cuando me llevaron al jardín botánico, situado
en un extremo de la población, no pude evitar un grito de admiración. Una extensa bahía se
extendía ante mis ojos hasta el horizonte, entre dos costas lejanas que se esfumaban en
medio de la bruma, y en el centro de esa inmensa bahía, bajo un dorado cielo despejado, se
elevaba un monte extraño, sombrío y puntiagudo en las arenas de la playa. El sol acababa
de ocultarse, y en el horizonte aún rojizo se recortaba el perfil de ese fantástico acantilado
que lleva en su cima un fantástico monumento.


Al amanecer me dirigí hacia allí. El mar estaba bajo como la tarde anterior y a medida que
me acercaba veía elevarse gradualmente a la sorprendente abadía. Luego de varias horas de
marcha, llegué al enorme bloque de piedra en cuya cima se halla la pequeña población
dominada por la gran iglesia. Después de subir por la calle estrecha y empinada, penetré en
la más admirable morada gótica construida por Dios en la tierra, vasta como una ciudad,
con numerosos recintos de techo bajo, como aplastados por bóvedas y galerías superiores
sostenidas por frágiles columnas. Entré en esa gigantesca joya de granito, ligera como un
encaje, cubierta de torres, de esbeltos torreones, a los cuales se sube por intrincadas
escaleras, que destacan en el cielo azul del día y negro de la noche sus extrañas cúpulas
erizadas de quimeras, diablos, animales fantásticos y flores monstruosas, unidas entre sí por
finos arcos labrados.


Cuando llegué a la cumbre, dije al monje que me acompañaba:
-¡Qué bien se debe estar aquí, padre!


-Es un lugar muy ventoso, señor-me respondió. Y nos pusimos a conversar mientras
mirábamos subir el mar, que avanzaba sobre la playa y parecía cubrirla con una coraza de
acero.


El monje me refirió historias, todas las viejas historias del lugar, leyendas, muchas
leyendas. Una de ellas me impresionó mucho. Los nacidos en el monte aseguran que de
noche se oyen voces en la playa y después se perciben los balidos de dos cabras, una de voz
fuerte y la otra de voz débil. Los incrédulos afirman que son los graznidos de las aves
marinas que se asemejan a balidos o a quejas humanas, pero los pescadores rezagados juran
haber encontrado merodeando por las dunas, entre dos mareas y alrededor de la pequeña
población tan alejada del mundo, a un viejo pastor cuya cabeza nunca pudieron ver por
llevarla cubierta con su capa, y delante de él marchan un macho cabrío con rostro de
hombre y una cabra con rostro de mujer; ambos tienen largos cabellos blancos y hablan sin
cesar: discuten en una lengua desconocida, interrumpiéndose de pronto para balar con todas
sus fuerzas.


-¿Cree usted en eso?-pregunté al monje.


-No sé-me contestó.


Yo proseguí:

-Si existieran en la tierra otros seres diferentes de nosotros, los conoceríamos desde hace
mucho tiempo; ¿cómo es posible que no los hayamos visto usted ni yo?


-¿Acaso vemos-me respondió-la cienmilésima parte de lo que existe? Observe por ejemplo
el viento, que es la fuerza más poderosa de la naturaleza; el viento, que derriba hombres y
edificios, que arranca de cuajo los árboles y levanta montañas de agua en el mar, que
destruye los acantilados y que arroja contra ellos a las grandes naves, el viento que mata,
silba, gime y ruge, ¿acaso lo ha visto alguna vez? ¿Acaso lo puede ver? Y sin embargo
existe.


Ante este sencillo razonamiento opté por callarme. Este hombre podía ser un sabio o tal vez
un tonto. No podía afirmarlo con certeza, pero me llamé a silencio. Con mucha frecuencia
había pensado en lo que me dijo.


3 de julio


Dormí mal; evidentemente, hay una influencia febril, pues mi cochero sufre del mismo mal
que yo. Ayer, al regresar, observé su extraña palidez. Le pregunté:
-¿Qué tiene, Jean?


-Ya no puedo descansar; mis noches desgastan mis días. Desde la partida del señor parece
que padezco una especie de hechizo.


Los demás criados están bien, pero temo que me vuelvan las crisis.


4 de julio


Decididamente, las crisis vuelven a empezar. Vuelvo a tener las mismas pesadillas.
Anoche sentí que alguien se inclinaba sobre mí y con su boca sobre la mía, bebía mi vida.
Sí, la bebía con la misma avidez que una sanguijuela. Luego se incorporó saciado, y yo me
desperté tan extenuado y aniquilado, que apenas podía moverme. Si eso se prolonga
durante algunos días volveré a ausentarme.


5 de julio


¿He perdido la razón? Lo que pasó, lo que vi anoche, ¡es tan extraño que cuando pienso en
ello pierdo la cabeza!


Había cerrado la puerta con llave, como todas las noches, y luego sentí sed, bebí medio
vaso de agua y observé distraídamente que la botella estaba llena. Me acosté en seguida y
caí en uno de mis espantosos sueños del cual pude salir cerca de dos horas después con una
sacudida más horrible aún. Imagínense ustedes un hombre que es asesinado mientras
duerme, que despierta con un cuchillo clavado en el pecho, jadeante y cubierto de sangre,
que no puede respirar y que muere sin comprender lo que ha sucedido.


Después de recobrar la razón, sentí nuevamente sed; encendí una bujía y me dirigí hacia la
mesa donde había dejado la botella. La levanté inclinándola sobre el vaso, pero no había
una gota de agua. Estaba vacía, ¡completamente vacía! Al principio no comprendí nada,


pero de pronto sentí una emoción tan atroz que tuve que sentarme o, mejor dicho, me
desplomé sobre una silla. Luego me incorporé de un salto para mirar a mi alrededor.
Después volví a sentarme delante del cristal trasparente, lleno de asombro y terror. Lo
observaba con la mirada fija, tratando de imaginarme lo que había pasado. Mis manos
temblaban. ¿Quién se había bebido el agua? Yo, yo sin duda. ¿Quién podía haber sido sino
yo? Entonces... yo era sonámbulo, y vivía sin saberlo esa doble vida misteriosa que nos
hace pensar que hay en nosotros dos seres, o que a veces un ser extraño, desconocido e
invisible ánima, mientras dormimos, nuestro cuerpo cautivo que le obedece como a
nosotros y más que a nosotros.


¡Ah! ¿Quién podrá comprender mi abominable angustia? ¿Quién podrá comprender la
emoción de un hombre mentalmente sano, perfectamente despierto y en uso de razón al
contemplar espantado una botella que se ha vaciado mientras dormía? Y así permanecí
hasta el amanecer sin atreverme a volver a la cama.


6 de julio


Pierdo la razón. ¡Anoche también bebieron el agua de la botella, o tal vez la bebí yo!


10 de julio


Acabo de hacer sorprendentes comprobaciones. ¡Decididamente estoy loco! Y sin
embargo... El 6 de julio, antes de acostarme puse sobre la mesa vino, leche, agua, pan y
fresas. Han bebido -o he bebido-toda el agua y un poco de leche. No han tocado el vino, ni
el pan ni las fresas. El 7 de julio he repetido la prueba con idénticos resultados. El 8 de julio
suprimí el agua y la leche, y no han tocado nada. Por último, el 9 de julio puse sobre la
mesa solamente el agua y la leche, teniendo especial cuidado de envolver las botellas con
lienzos de muselina blanca y de atar los tapones. Luego me froté con grafito los labios, la
barba y las manos y me acosté.


Un sueño irresistible se apoderó de mí, seguido poco después por el atroz despertar. No me
había movido; ni siquiera mis sábanas estaban manchadas. Corrí hacia la mesa. Los lienzos
que envolvían las botellas seguían limpios e inmaculados. Desaté los tapones, palpitante de
emoción . ¡ Se habían bebido toda el agua y toda la leche! ¡Ah! ¡Dios mío!...


Partiré inmediatamente hacia París.


12 de julio


París. Estos últimos días había perdido la cabeza. Tal vez he sido juguete de mi enervada
imaginación, salvo que yo sea realmente sonámbulo o que haya sufrido una de esas
influencias comprobadas, pero hasta ahora inexplicables, que se llaman sugestiones. De
todos modos, mi extravío rayaba en la demencia, y han bastado veinticuatro horas en París
para recobrar la cordura. Ayer, después de paseos y visitas, que me han renovado y
vivificado el alma, terminé el día en el Théatre-Francais. Representábase una pieza de
Alejandro Dumas hijo. Este autor vivaz y pujante ha terminado de curarme. Es evidente que
la soledad resulta peligrosa para las mentes que piensan demasiado. Necesitamos ver a
nuestro alrededor a hombres que piensen y hablen. Cuando permanecemos solos durante
mucho tiempo, poblamos de fantasmas el vacío.


Regresé muy contento al hotel, caminando por el centro. Al codearme con la multitud,
pensé, no sin ironía, en mis terrores y suposiciones de la semana pasada, pues creí, sí, creí
que un ser invisible vivía bajo mi techo. Cuán débil es nuestra razón y cuán rápidamente se
extravía cuando nos estremece un hecho incomprensible.


En lugar de concluir con estas simples palabras : "Yo no comprendo porque no puedo
explicarme las causas", nos imaginamos en seguida impresionantes misterios y poderes
sobrenaturales.


14 de julio


Fiesta de la República. He paseado por las calles. Los cohetes y banderas me divirtieron
como a un niño. Sin embargo, me parece una tontería ponerse contento un día determinado
por decreto del gobierno. El pueblo es un rebaño de imbéciles, a veces tonto y paciente, y
otras, feroz y rebelde. Se le dice: "Diviértete". Y se divierte. Se le dice: "Ve a combatir con
tu vecino". Y va a combatir. Se le dice: "Vota por el emperador". Y vota por el emperador.
Después: "Vota por la República". Y vota por la República.


Los que lo dirigen son igualmente tontos, pero en lugar de obedecer a hombres se atienen a
principios, que por lo mismo que son principios sólo pueden ser necios, estériles y falsos,
es decir, ideas consideradas ciertas e inmutables, tan luego en este mundo donde nada es
seguro y donde la luz y el sonido son ilusorios.


16 de julio


Ayer he visto cosas que me preocuparon mucho. Cené en casa de mi prima, la señora
Sablé, casada con el jefe del regimiento 76 de cazadores de Limoges. Conocí allí a dos
señoras jóvenes, casada una de ellas con el doctor Parent que se dedica intensamente al
estudio de las enfermedades nerviosas y de los fenómenos extraordinarios que hoy dan
origen a las experiencias sobre hipnotismo y sugestión.


Nos refirió detalladamente los prodigiosos resultados obtenidos por los sabios ingleses y
por los médicos de la escuela de Nancy. Los hechos que expuso me parecieron tan extraños
que manifesté mi incredulidad.


-Estamos a punto de descubrir uno de los más importantes secretos de la naturaleza-decía
el doctor Parent-, es decir, uno de sus más importantes secretos aquí en la tierra, puesto que
hay evidentemente otros secretos importantes en las estrellas. Desde que el hombre piensa,
desde que aprendió a expresar y a escribir su pensamiento, se siente tocado por un misterio
impenetrable para sus sentidos groseros e imperfectos, y trata de suplir la impotencia de
dichos sentidos mediante el esfuerzo de su inteligencia. Cuando la inteligencia permanecía
aún en un estado rudimentario, la obsesión de los fenómenos invisibles adquiría formas
comúnmente terroríficas. De ahí las creencias populares en lo sobrenatural. Las leyendas de
las almas en pena, las hadas, los gnomos y los aparecidos; me atrevería a mencionar incluso
la leyenda de Dios, pues nuestras concepciones del artífice creador de cualquier religión
son las invenciones más mediocres, estúpidas e inaceptables que pueden salir de la mente
atemorizada de los hombres. Nada es más cierto que este pensamiento de Voltaire: "Dios ha
hecho al hombre a su imagen y semejanza pero el hombre también ha procedido así con él".


Pero desde hace algo más de un siglo, parece percibirse algo nuevo. Mesmer y algunos
otros nos señalan un nuevo camino y, efectivamente, sobre todo desde hace cuatro o cinco
años, se han obtenido sorprendentes resultados.


Mi prima, también muy incrédula, sonreía. El doctor Parent le dijo:
-¿Quiere que la hipnotice, señora?
-Sí; me parece bien.


Ella se sentó en un sillón y él comenzó a mirarla fijamente. De improviso, me dominó la
turbación, mi corazón latía con fuerza y sentía una opresión en la garganta. Veía cerrarse
pesadamente los ojos de la señora Sablé, y su boca se crispaba y parecía jadear. Al cabo de
diez minutos dormía.
-Póngase detrás de ella-me dijo el médico.


Obedecí su indicación, y él colocó en las manos de mi prima una tarjeta de visita al tiempo
que le decía: "Esto es un espejo; ¿qué ve en él?"
-Veo a mi primo-respondió.


-¿Qué hace?
-Se atusa el bigote. -¿Y ahora?
--Saca una fotografía del bolsillo.


-¿Quién aparece en la fotografía?
-Él, mi primo.
¡Era cierto! Esa misma tarde me habían entregado esa fotografía en el hotel.


-¿Cómo aparece en ese retrato?
-Se halla de pie, con el sombrero en la mano.


Evidentemente, veía en esa tarjeta de cartulina lo que hubiera visto en un espejo.
Las damas decían espantadas: "¡Basta! ¡Basta, por favor!" Pero el médico ordenó: "Usted
se levantará mañana a las ocho; luego irá a ver a su primo al hotel donde se aloja, y le
pedirá que le preste los cinco mil francos que le pide su esposo y que le reclamará cuando
regrese de su próximo viaje". Luego la despertó.


Mientras regresaba al hotel pensé en esa curiosa sesión y me asaltaron dudas, no sobre la
insospechable, la total buena fe de mi prima a quien conocía desde la infancia como a una
hermana, sino sobre la seriedad del médico. ¿No escondería en su mano un espejo que
mostraba a la joven dormida, al mismo tiempo que la tarjeta? Los prestidigitadores
profesionales hacen cosas semejantes.


No bien regresé me acosté. Pero a las ocho y media de la mañana me despertó mi mucamo
y me dijo:
-La señora Sablé quiere hablar inmediatamente con el señor.


Me vestí de prisa y la hice pasar. Sentóse muy turbada y me dijo sin levantar la mirada ni
quitarse el velo:
-Querido primo, tengo que pedirle un gran favor.
-¿De qué se trata, prima?


-Me cuesta mucho decirlo, pero no tengo más remedio. Necesito urgentemente cinco mil
francos.


-Pero cómo, ¿tan luego usted?
-Sí, yo, o mejor dicho mi esposo, que me ha encargado conseguirlos.


Me quedé tan asombrado que apenas podía balbucear mis respuestas. Pensaba que ella y el
doctor Parent se estaba burlando de mí, y que eso podía ser una mera farsa preparada de
antemano y representada a la perfección. Pero todas mis dudas se disiparon cuando la
observé con atención. Temblaba de angustia. Evidentemente esta gestión le resultaba muy
penosa y advertí que apenas podía reprimir el llanto.


Sabía que era muy rica y le dije:
-¿Cómo es posible que su esposo no disponga de cinco mil francos? -Reflexioné-. ¿Está
segura de que le ha encargado pedírmelos a mí?


Vaciló durante algunos segundos como si le costara mucho recordar, y luego respondió:
-Sí... sí... estoy segura.
-¿Le ha escrito?


Vaciló otra vez y volvió a pensar. Advertí el penoso esfuerzo de su mente. No sabía. Sólo
recordaba que debía pedirme ese préstamo para su esposo. Por consiguiente, se decidió a
mentir.


-Sí, me escribió.
-¿Cuándo? Ayer no me dijo nada.
-Recibí su carta esta mañana.


-¿Puede enseñármela?
-No, no... contenía cosas íntimas... demasiado personales... y la he... la he quemado.
-Así que su marido tiene deudas.


Vaciló una vez más y luego murmuró:
-No lo sé.


Bruscamente le dije:
-Pero en este momento, querida prima, no dispongo de cinco mil francos.
Dio una especie de grito de desesperación:
-¡Ay! ¡Por favor! Se lo ruego! Trate de conseguirlos . . .


Exaltada, unía sus manos como si se tratara de un ruego. Su voz cambió de tono; lloraba
murmurando cosas ininteligibles, molesta y dominada por la orden irresistible que había
recibido.


-¡Ay! Le suplico... si supiera cómo sufro... los necesito para hoy. Sentí piedad por ella.
-Los tendrá de cualquier manera. Se lo prometo.


-¡Oh! ¡Gracias, gracias! ¡Qué bondadoso es usted !


-¿Recuerda lo que pasó anoche en su casa?-le pregunté entonces.
-Sí.
-¿Recuerda que el doctor Parent la hipnotizó?
- Sí..
-Pues bien, fue él quien le ordenó venir esta mañana a pedirme cinco mil francos, y en este
momento usted obedece a su sugestión.


Reflexionó durante algunos instantes y luego respondió:
-Pero es mi esposo quien me los pide -durante una hora traté infructuosamente de
convencerla. Cuando se fue, corrí a casa del doctor Parent. Me dijo:
-¿Se ha convencido ahora?
-Sí, no hay más remedio que creer.
-Vamos a ver a su prima.


Cuando llegamos dormitaba en un sofá, rendida por el cansancio. El médico le tomó el
pulso, la miró durante algún tiempo con una mano extendida hacia sus ojos que la joven
cerró debido al influjo irresistible del poder magnético.
Cuando se durmió, el doctor Parent le dijo:
-¡Su esposo no necesita los cinco mil francos! Por lo tanto, usted debe olvidar que ha
rogado a su primo para que se los preste, y si le habla de eso, usted no comprenderá. Luego
le despertó. Entonces saqué mi billetera.


-Aquí tiene, querida prima. Lo que me pidió esta mañana .
Se mostró tan sorprendida que no me atreví a insistir. Traté, sin embargo, de refrescar su
memoria, pero negó todo enfáticamente, creyendo que me burlaba, y poco faltó para que se
enojase.
Acabo de regresar. La experiencia me ha impresionado tanto que no he podido almorzar.


19 de julio


Muchas personas a quienes he referido esta aventura se han reído de mí. Ya no sé qué
pensar. El sabio dijo: "Quizá".


21 de julio


Cené en Bougival y después estuve en el baile de los remeros. Decididamente, todo
depende del lugar y del medio. Creer en lo sobrenatural en la isla de la Grenouillère sería el
colmo del desatino... pero ¿no es así en la cima del monte Saint-Michel, y en la India?
Sufrimos la influencia de lo que nos rodea. Regresaré a casa la semana próxima.


30 de julio


Ayer he regresado a casa. Todo está bien.


2 de agosto


No hay novedades. Hace un tiempo espléndido. Paso los días mirando correr el Sena.


4 de agosto


Hay problemas entre mis criados. Aseguran que alguien rompe los vasos en los armarios
por la noche. El mucamo acusa a la cocinera y ésta a la lavandera quien a su vez acusa a los
dos primeros. ¿Quién es el culpable? El tiempo lo dirá.


6 de agosto


Esta vez no estoy loco. Lo he visto... ¡lo he visto! Ya no tengo la menor duda. . . ¡lo he
visto! Aún siento frío hasta en las uñas. . . el miedo me penetra hasta la médula... ¡Lo he
visto!...


A las dos de la tarde me paseaba a pleno sol por mi rosedal; caminaba por el sendero de
rosales de otoño que comienzan a florecer. Me detuve a observar un hermoso ejemplar de
géant des batailles, que tenía tres flores magníficas, y vi entonces con toda claridad cerca de
mí que el tallo de una de las rosas se doblaba como movido por una mano invisible: ¡luego,
vi que se quebraba como si la misma mano lo cortase! Luego la flor se elevó, siguiendo la
curva que habría descrito un brazo al llevarla hacia una boca y permaneció suspendida en el
aire trasparente, muy sola e inmóvil, como una pavorosa mancha a tres pasos de mí.


Azorado, me arrojé sobre ella para tomarla. Pero no pude hacerlo: había desaparecido. Sentí
entonces rabia contra mí mismo, pues no es posible que una persona razonable tenga
semejantes alucinaciones . Pero, ¿tratábase realmente de una alucinación? Volví hacia el
rosal para buscar el tallo cortado e inmediatamente lo encontré, recién cortado, entre las dos
rosas que permanecían en la rama. Regresé entonces a casa con la mente alterada; en
efecto, ahora estoy convencido, seguro como de la alternancia de los días y las noches, de
que existe cerca de mí un ser invisible, que se alimenta de leche y agua, que puede tocar las
cosas, tomarlas y cambiarlas de lugar; dotado, por consiguiente, de un cuerpo material
aunque imperceptible para nuestros sentidos, y que habita en mi casa como yo...


7 de agosto


Dormí tranquilamente. Se ha bebido el agua de la botella pero no perturbó mi sueño. Me
pregunto si estoy loco. Cuando a veces me paseo a pleno sol, a lo largo de la costa, he
dudado de mi razón; no son ya dudas inciertas como las que he tenido hasta ahora, sino
dudas precisas, absolutas. He visto locos. He conocido algunos que seguían siendo
inteligentes, lúcidos y sagaces en todas las cosas de la vida menos en un punto. Hablaban
de todo con claridad, facilidad y profundidad, pero de pronto su pensamiento chocaba
contra el escollo de la locura y se hacía pedazos, volaba en fragmentos y se hundía en ese
océano siniestro y furioso, lleno de olas fragorosas, brumosas y borrascosas que se llama
"demencia ".


Ciertamente, estaría convencido de mi locura, si no tuviera perfecta conciencia de mi
estado, al examinarlo con toda lucidez. En suma, yo sólo sería un alucinado que razona. Se
habría producido en mi mente uno de esos trastornos que hoy tratan de estudiar y precisar
los fisiólogos modernos, y dicho trastorno habría provocado en mí una profunda ruptura en
lo referente al orden y a la lógica de las ideas. Fenómenos semejantes se producen en el
sueño, que nos muestra las fantasmagorías más inverosímiles sin que ello nos sorprenda,
porque mientras duerme el aparato verificador, el sentido del control, la facultad
imaginativa vigila y trabaja. ¿Acaso ha dejado de funcionar en mí una de las imperceptibles
teclas del teclado cerebral? Hay hombres que a raíz de accidentes pierden la memoria de los
nombres propios, de las cifras o solamente de las fechas. Hoy se ha comprobado la
localización de todas las partes del pensamiento. No puede sorprender entonces que en este
momento se haya disminuido mi facultad de controlar la irrealidad de ciertas alucinaciones.
Pensaba en todo ello mientras caminaba por la orilla del río. El sol iluminaba el agua, sus
rayos embellecían la tierra y llenaban mis ojos de amor por la vida, por las golondrinas
cuya agilidad constituye para mí un motivo de alegría, por las hierbas de la orilla cuyo
estremecimiento es un placer para mis oídos. Sin embargo, paulatinamente me invadía un
malestar inexplicable. Me parecía que una fuerza desconocida me detenía, me paralizaba,
impidiéndome avanzar, y que trataba de hacerme volver atrás. Sentí ese doloroso deseo de
volver que nos oprime cuando hemos dejado en nuestra casa a un enfermo querido y
presentimos una agravación del mal.


Regresé entonces, a pesar mío, convencido de que encontraría en casa una mala noticia, una
carta o un telegrama. Nada de eso había, y me quedé más sorprendido e inquieto aún que si
hubiese tenido una nueva visión fantástica.


8 de agosto


Pasé una noche horrible. Él no ha aparecido más, pero lo siento cerca de mí. Me espía, me
mira, se introduce en mí y me domina. Así me resulta más temible, pues al ocultarse de este
modo parece manifestar su presencia invisible y constante mediante fenómenos
sobrenaturales. Sin embargo he podido dormir.


9 de agosto


Nada ha sucedido. pero tengo miedo.


10 de agosto


Nada: ¿qué sucederá mañana?


11 de agosto


Nada, siempre nada; no puedo quedarme aquí con este miedo y estos pensamientos que
dominan mi mente; me voy.


12 de agosto, 10 de la noche


Durante todo el día he tratado de partir, pero no he podido. He intentado realizar ese acto
tan fácil y sencillo-salir, subir en mi coche para dirigirme a Ruán-y no he podido. ¿Por qué?


13 de agosto


Cuando nos atacan ciertas enfermedades nuestros mecanismos físicos parecen fallar.
Sentimos que nos faltan las energías y que todos nuestros músculos se relajan; los huesos
parecen tan blandos como la carne y la carne tan líquida como el agua. Todo eso repercute
en mi espíritu de manera extraña y desoladora. Carezco de fuerzas y de valor; no puedo
dominarme y ni siquiera puedo hacer intervenir mi voluntad. Ya no tengo iniciativa; pero
alguien lo hace por mí, y yo obedezco.


14 de agosto


¡Estoy perdido! ¡Alguien domina mi alma y la dirige! Alguien ordena todos mis actos, mis
movimientos y mis pensamientos. Ya no soy nada en mí; no soy más que un espectador
prisionero y aterrorizado por todas las cosas que realizo. Quiero salir y no puedo. Él no
quiere y tengo que quedarme, azorado y tembloroso, en el sillón donde me obliga a
sentarme. Sólo deseo levantarme, incorporarme para sentirme todavía dueño de mí. ¡Pero
no puedo! Estoy clavado en mi asiento, y mi sillón se adhiere al suelo de tal modo que no
habría fuerza capaz de movernos.
De pronto, siento la irresistible necesidad de ir al huerto a cortar fresas y comerlas. Y voy.
Corto fresas y las como. ¡Oh Dios mío! ¡Dios mío! ¿Será acaso un Dios? Si lo es,
¡salvadme! ¡Libradme! ¡Socorredme! ¡Perdón! ¡Piedad! ¡Misericordia! ¡Salvadme! ¡Oh,
qué sufrimiento! ¡Qué suplicio! ¡Qué horror!


15 de agosto


Evidentemente, así estaba poseída y dominada mi prima cuando fue a pedirme cinco mil
francos. Obedecía a un poder extraño que había penetrado en ella como otra alma, como un
alma parásita y dominadora. ¿Es acaso el fin del mundo? Pero, ¿quién es el ser invisible
que me domina? ¿Quién es ese desconocido, ese merodeador de una raza sobrenatural?
Por consiguiente, ¡los invisibles existen! ¿Pero cómo es posible que aún no se hayan
manifestado desde el origen del mundo en una forma tan evidente como se manifiestan en
mí? Nunca leí nada que se asemejara a lo que ha sucedido en mi casa. Si pudiera
abandonarla, irme, huir y no regresar más, me salvaría, pero no puedo.


16 de agosto


Hoy pude escaparme durante dos horas, como un preso que encuentra casualmente abierta
la puerta de su calabozo. De pronto, sentí que yo estaba libre y que él se hallaba lejos.
Ordené uncir los caballos rápidamente y me dirigí a Ruán. Qué alegría poder decirle a un
hombre que obedece: "¡Vamos a Ruán!"
Hice detener la marcha frente a la biblioteca donde solicité en préstamo el gran tratado del
doctor Hermann Herestauss sobre los habitantes desconocidos del mundo antiguo y
moderno.
Después, cuando me disponía a subir a mi coche, quise decir: "¡A la estación!" -no dije,
grité-con una voz tan fuerte que llamó la atención de los transeúntes: "A casa", y caí
pesadamente, loco de angustia, en el asiento. Él me había encontrado y volvía a
posesionarse de mí.


17 de agosto


¡Ah! ¡Qué noche! ¡Qué noche! Y sin embargo me parece que debería alegrarme. Leí hasta
la una de la madrugada. Hermann Herestauss, doctor en filosofía y en teogonía, ha escrito
la historia y las manifestaciones de todos los seres invisibles que merodean alrededor del
hombre o han sido soñados por él. Describe sus orígenes, sus dominios y sus poderes. Pero
ninguno de ellos se parece al que me domina. Se diría que el hombre, desde que pudo
pensar, presintió y temió la presencia de un ser nuevo más fuerte que él -su sucesor en el
mundo-y que como no pudo prever la naturaleza de este amo, creó, en medio de su terror,
todo ese mundo fantástico de seres ocultos y de fantasmas misteriosos surgidos del miedo.
Después de leer hasta la una de la madrugada, me senté junto a mi ventana abierta para
refrescarme la cabeza y el pensamiento con la apacible brisa de la noche.


Era una noche hermosa y tibia, que en otra ocasión me hubiera gustado mucho. No había
luna. Las estrellas brillaban en las profundidades del cielo con estremecedores destellos.
¿Quién vive en aquellos mundos? ¿Qué formas, qué seres vivientes, animales o plantas,
existirán allí? Los seres pensantes de esos universos, ¿serán más sabios y más poderosos
que nosotros? ¿Conocerán lo que nosotros ignoramos? Tal vez cualquiera de estos días uno
de ellos atravesará el espacio y llegará a la tierra para conquistarla, así como antiguamente
los normandos sometían a los pueblos más débiles. Somos tan indefensos, inermes,
ignorantes y pequeños, sobre este trozo de lodo que gira disuelto en una gota de agua.


Pensando en eso, me adormecí en medio del fresco viento de la noche. Pero después de
dormir unos cuarenta minutos, abrí los ojos sin hacer un movimiento, despertado por no sé
qué emoción confusa y extraña. En un principio no vi nada, pero de pronto me pareció que
una de las páginas del libro que había dejado abierto sobre la mesa acababa de darse vuelta
sola. No entraba ninguna corriente de aire por la ventana. Esperé, sorprendido. Al cabo de
cuatro minutos, vi, sí, vi con mis propios ojos, que una nueva página se levantaba y caía
sobre la otra, como movida por un dedo. Mi sillón estaba vacío, aparentemente estaba
vacío, pero comprendí que él estaba leyendo allí, sentado en mi lugar. ¡Con un furioso
salto, un salto de fiera irritada que se rebela contra el domador, atravesé la habitación para
atraparlo, estrangularlo y matarlo! Pero antes de que llegara, el sillón cayó delante de mí
como si él hubiera huido. . . la mesa osciló, la lámpara rodó por el suelo y se apagó, y la
ventana se cerró como si un malhechor sorprendido hubiese escapado por la oscuridad,
tomando con ambas manos los batientes. Había escapado; había sentido miedo, ¡miedo de
mí!


Entonces, mañana. . . pasado mañana o cualquiera de estos... podré tenerlo bajo mis puños
y aplastarlo contra el suelo. ¿Acaso a veces los perros no muerden y degüellan a sus amos?


18 de agosto


He pensado durante todo el día. ¡Oh!, sí, voy a obedecerle, seguiré sus impulsos, cumpliré
sus deseos, seré humilde, sumiso y cobarde. Él es más fuerte. Hasta que llegue el
momento...


19 de agosto


¡Ya sé. . . ya sé todo! Acabo de leer lo que sigue en la Revista del Mundo Científico: "Nos
llega una noticia muy curiosa de Río de Janeiro. Una epidemia de locura, comparable a las
demencias contagiosas que asolaron a los pueblos europeos en la Edad Media, se ha
producido en el Estado de San Pablo. Los habitantes despavoridos abandonan sus casas y
huyen de los pueblos, dejan sus cultivos, creyéndose poseídos y dominados, como un
rebaño humano, por seres invisibles aunque tangibles, por especies de vampiros que se
alimentan de sus vidas mientras los habitantes duermen, y que además beben agua y leche
sin apetecerles aparentemente ningún otro alimento.


"El profesor don Pedro Henríquez, en compañía de varios médicos eminentes, ha partido
para el Estado de San Pablo, a fin de estudiar sobre el terreno el origen y las
manifestaciones de esta sorprendente locura, y poder aconsejar al Emperador las medidas
que juzgue convenientes para apaciguar a los delirantes pobladores."


¡Ah! ¡Ahora recuerdo el hermoso bergantín brasileño que pasó frente a mis ventanas
remontando el Sena, el 8 de mayo último! Me pareció tan hermoso, blanco y alegre. Allí
estaba él que venía de lejos, ¡del lugar de donde es originaria su raza! ¡Y me vio! Vio
también mi blanca vivienda, y saltó del navío a la costa. ¡Oh Dios mío!


Ahora ya lo sé y lo presiento: el reinado del hombre ha terminado. Ha venido aquél que
inspiró los primeros terrores de los pueblos primitivos. Aquél que exorcizaban los
sacerdotes inquietos y que invocaban los brujos en las noches oscuras, aunque sin verlo
todavía. Aquél a quien los presentimientos de los transitorios dueños del mundo
adjudicaban formas monstruosas o graciosas de gnomos, espíritus, genios, hadas y duendes.
Después de las groseras concepciones del espanto primitivo, hombres más perspicaces han
presentido con mayor claridad. Mesmer lo sospechaba, y hace ya diez años que los médicos
han descubierto la naturaleza de su poder de manera precisa, antes de que él mismo pudiera
ejercerlo. Han jugado con el arma del nuevo Señor, con una facultad misteriosa sobre el
alma humana. La han denominado magnetismo, hipnotismo, sugestión. . . ¡qué sé yo! ¡Los
he visto divertirse como niños imprudentes con este terrible poder! ¡Desgraciados de
nosotros! ¡Desgraciado del hombre! Ha llegado el... el... ¿cómo se llama?. . . el . . . parece
qué me gritara su nombre y no lo oyese. . . el. . . sí. . . grita. . . Escucho... ¿cómo?... repite...
el... Horla... He oído. . . el Horla. . . es él. . . ¡el Horla. . . ha llegado! . . .


¡Ah! El buitre se ha comido la paloma, el lobo ha devorado el cordero; el león ha devorado
el búfalo de agudos cuernos: el hombre ha dado muerte al león con la flecha, el puñal y la
pólvora, pero el Horla hará con el hombre lo que nosotros hemos hecho con el caballo y el
buey: lo convertirá en su cosa, su servidor y su alimento, por el solo poder de su voluntad.


¡Desgraciados de nosotros! No obstante, a veces el animal se rebela y mata a quien lo
domestica... yo también quiero... yo podría hacer lo mismo... pero primero hay que
conocerlo, tocarlo y verlo. Los sabios afirman que los ojos de los animales no distinguen
las mismas cosas que los nuestros. . . Y mis ojos no pueden distinguir al recién llegado que
me oprime. ¿Por qué? ¡Oh! Recuerdo ahora las palabras del monje del monte Saint-Michel:
"¿Acaso vemos la cienmilésima parte de lo que existe? Observe, por ejemplo, el viento que
es la fuerza más poderosa de la naturaleza, el viento que derriba hombres y edificios, que
arranca de cuajo los árboles, y levanta montañas de agua en el mar, que destruye los

acantilados y arroja contra ellos a las grandes naves; el viento, que silba, gime y ruge.


¿Acaso lo ha visto usted alguna vez? ¿Acaso puede verlo? ¡Y sin embargo existe!"


Y yo seguía pensando: mis ojos son tan débiles e imperfectos que ni siquiera distinguen los
cuerpos sólidos cuando son trasparentes como el vidrio. . . Si un espejo sin azogue obstruye
mi camino chocaré contra él como el pájaro que penetra en una habitación y se rompe la
cabeza contra los vidrios. Por lo demás, mil cosas nos engañan y desorientan. No puede
extrañar entonces que el hombre no sepa percibir un cuerpo nuevo que atraviesa la luz.


¡Un ser nuevo! ¿Por qué no? ¡No podía dejar de venir! ¿ Por qué nosotros íbamos a ser los
últimos? Nosotros no los distinguimos pero tampoco nos distinguían los seres creados antes
que nosotros. Ello se explica porque su naturaleza es más perfecta, más elaborada y mejor
terminada que la nuestra, tan endeble y torpemente concebida, trabada por órganos siempre
fatigados, siempre forzados como mecanismos demasiado complejos, que vive como una
planta o como un animal, nutriéndose penosamente de aire, hierba y carne, máquina animal
acosada por las enfermedades, las deformaciones y las putrefacciones; que respira con
dificultad, imperfecta, primitiva y extraña, ingeniosamente mal hecha, obra grosera y
delicada, bosquejo del ser que podría convertirse en inteligente y poderoso. Existen muchas
especies en este mundo, desde la ostra al hombre. ¿Por qué no podría aparecer una más,
después de cumplirse el período que separa las sucesivas apariciones de las diversas
especies? ¿Por qué no puede aparecer una más? ¿Por qué no pueden surgir también nuevas
especies de árboles de flores gigantescas y resplandecientes que perfumen regiones enteras?


¿Por qué no pueden aparecer otros elementos que no sean el fuego, el aire, la tierra y el
agua? ¡Sólo son cuatro, nada más que cuatro, esos padres que alimentan a los seres! ¡Qué
lástima! ¿Por qué no serán cuarenta, cuatrocientos o cuatro mil? ¡Todo es pobre, mezquino,
miserable! ¡Todo se ha dado con avaricia, se ha inventado secamente y se ha hecho con
torpeza! ¡Ah! ¡Cuánta gracia hay en el elefante y el hipopótamo! ¡Qué elegante es el
camello!


Se podrá decir que la mariposa es una flor que vuela. Yo sueño con una que sería tan
grande como cien universos, con alas cuya forma, belleza, color y movimiento ni siquiera
puedo describir. Pero lo veo. . . va de estrella a estrella, refrescándolas y perfumándolas con
el soplo armonioso y ligero de su vuelo. . . Y los pueblos que allí habitan la miran pasar,
extasiados y maravillados . . .


¿Qué es lo que tengo? Es el Horla que me hechiza, que me hace pensar esas locuras. Está
en mí, se convierte en mi alma. ¡Lo mataré!


19 de agosto


Lo mataré. ¡Lo he visto! Anoche yo estaba sentado a la mesa y simulé escribir con gran
atención. Sabía perfectamente que vendría a rondar a mi alrededor, muy cerca, tan cerca
que tal vez podría tocarlo y asirlo. ¡Y entonces!... Entonces tendría la fuerza de los
desesperados; dispondría de mis manos, mis rodillas, mi pecho, mi frente y mis dientes para
estrangularlo, aplastarlo, morderlo y despedazarlo.


Yo acechaba con todos mis sentidos sobreexcitados. Había encendido las dos lámparas y
las ocho bujías de la chimenea, como si fuese posible distinguirlo con esa luz. Frente a mí
está mi cama, una vieja cama de roble, a la derecha la chimenea; a la izquierda la puerta
cerrada cuidadosamente, después de dejarla abierta durante largo rato a fin de atraerlo;
detrás de mí un gran armario con espejos que todos los días me servía para afeitarme y
vestirme y donde acostumbraba mirarme de pies a cabeza cuando pasaba frente a él.


Como dije antes, simulaba escribir para engañarlo, pues él también me espiaba. De pronto,
sentí, sentí, tuve la certeza de que leía por encima de mi hombro, de que estaba allí
rozándome la oreja. Me levanté con las manos extendidas, girando con tal rapidez que
estuve a punto de caer. Pues bien... se veía como si fuera pleno día, ¡y sin embargo no me
vi en el espejo!... ¡Estaba vacío, claro, profundo y resplandeciente de luz! ¡Mi imagen no
aparecía y yo estaba frente a él! Veía aquel vidrio totalmente límpido de arriba abajo. Y lo
miraba con ojos extraviados; no me atrevía a avanzar, y ya no tuve valor para hacer un
movimiento más. Sentía que él estaba allí, pero que se me escaparía otra vez, con su cuerpo
imperceptible que me impedía reflejarme en el espejo. ¡Cuánto miedo sentí! De pronto, mi
imagen volvió a reflejarse pero como si estuviese envuelta en la bruma, como si la
observase a través de una capa de agua. Me parecía que esa agua se deslizaba lentamente de
izquierda a derecha y que paulatinamente mi imagen adquiría mayor nitidez. Era como el
final de un eclipse. Lo que la ocultaba no parecía tener contornos precisos; era una especie
de trasparencia opaca, que poco a poco se aclaraba. Por último, pude distinguirme
completamente como todos los días.


¡Lo había visto! Conservo el espanto que aún me hace estremecer.
20 de agosto
¿Cómo podré matarlo si está fuera de mi alcance? ¿Envenenándolo? Pero él me verá
mezclar el veneno en el agua y tal vez nuestros venenos no tienen ningún efecto sobre un
cuerpo imperceptible. No... no... decididamente no. Pero entonces... ¿qué haré entonces?


21 de agosto


He llamado a un cerrajero de Ruán y le he encargado persianas metálicas como las que
tienen algunas residencias particulares de París, en la planta baja, para evitar los robos. Me
haré además una puerta similar. Me debe haber tomado por un cobarde, pero no importa...


10 de septiembre


Ruán, Hotel Continental. Ha sucedido.. . ha sucedido... pero, ¿habrá muerto? Lo que vi me
ha trastornado.


Ayer, después que el cerrajero colocó la persiana y la puerta de hierro, dejé todo abierto
hasta medianoche a pesar de que comenzaba a hacer frío. De improviso, sentí que estaba
aquí y me invadió la alegría, una enorme alegría. Me levanté lentamente y caminé en
cualquier dirección durante algún tiempo para que no sospechase nada. Luego me quité los
botines y me puse distraídamente unas pantuflas. Cerré después la persiana metálica y
regresé con paso tranquilo hasta la puerta, cerrándola también con dos vueltas de llave.
Regresé entonces hacia la ventana, la cerré con un candado y guardé la llave en el bolsillo.


De pronto, comprendí que se agitaba a mi alrededor, que él también sentía miedo, y que me
ordenaba que le abriera. Estuve a punto de ceder, pero no lo hice. Me acerqué a la puerta y
la entreabrí lo suficiente como para poder pasar retrocediendo, y como soy muy alto mi
cabeza llegaba hasta el dintel. Estaba seguro de que no había podido escapar y allí lo
acorralé solo, completamente solo. ¡Qué alegría! ¡Había caído en mi poder! Entonces
descendí corriendo a la planta baja; tomé las dos lámparas que se hallaban en la sala situada
debajo de mi habitación, y, con el aceite que contenían rocié la alfombra, los muebles, todo.


Luego les prendí fuego, y me puse a salvo después de cerrar bien, con dos vueltas de llave,
la puerta de entrada.


Me escondí en el fondo de mi jardín tras un macizo de laureles. ¡Qué larga me pareció la
espera! Reinaba la más completa oscuridad, gran quietud y silencio; no soplaba la menor
brisa, no había una sola estrella, nada más que montañas de nubes que aunque no se veían
hacían sentir su gran peso sobre mi alma.


Miraba mi casa y esperaba. ¡Qué larga era la espera! Creía que el fuego ya se había
extinguido por sí solo o que él lo había extinguido. Hasta que vi que una de las ventanas se
hacía astillas debido a la presión del incendio, y una gran llamarada roja y amarilla, larga,
flexible y acariciante, ascendió por la pared blanca hasta rebasar el techo. Una luz se reflejó
en los árboles, en las ramas y en las hojas, y también un estremecimiento, ¡un
estremecimiento de pánico! Los pájaros se despertaban; un perro comenzó a ladrar; parecía
que iba a amanecer. De inmediato, estallaron otras ventanas, y pude ver que toda la planta
baja de mi casa ya no era más que un espantoso brasero. Pero se oyó un grito en medio de
la noche, un grito de mujer horrible, sobreagudo y desgarrador, al tiempo que se abrían las
ventanas de dos buhardillas. ¡Me había olvidado de los criados! ¡Vi sus rostros
enloquecidos y sus brazos que se agitaban!...


Despavorido, eché a correr hacia el pueblo gritando: "¡Socorro! ¡Socorro! ¡Fuego! ¡Fuego!"
Encontré gente que ya acudía al lugar y regresé con ellos para ver.


La casa ya sólo era una hoguera horrible y magnífica, una gigantesca hoguera que
iluminaba la tierra, una hoguera donde ardían los hombres, y él también. Él, mi prisionero,
el nuevo Ser, el nuevo amo, ¡el Horla!


De pronto el techo entero se derrumbó entre las paredes y un volcán de llamas ascendió
hasta el cielo. Veía esa masa de fuego por todas las ventanas abiertas hacia ese enorme
horno, y pensaba que él estaría allí, muerto en ese horno... ¿Muerto? ¿Será posible? ¿Acaso
su cuerpo, que la luz atravesaba, podía destruirse por los mismos medios que destruyen
nuestros cuerpos? ¿Y si no hubiera muerto? Tal vez sólo el tiempo puede dominar al Ser
Invisible y Temido. ¿Para qué ese cuerpo trasparente, ese cuerpo invisible, ese cuerpo de
Espíritu, si también está expuesto a los males, las heridas, las enfermedades y la
destrucción prematura?


¿La destrucción prematura? ¡Todo el temor de la humanidad procede de ella! Después del
hombre, el Horla. Después de aquél que puede morir todos los días, a cualquier hora, en
cualquier minuto, en cualquier accidente, ha llegado aquél que morirá solamente un día
determinado en una hora y en un minuto determinado, al llegar al límite de su vida.
No... no... no hay duda, no hay duda... no ha muerto. . . entonces tendré que suicidarme. . .

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