La Maldición de Ra.
Keops y la gran pirámide
Naguib Mahfuz
Título original: Abath Al-Aqdar
I
Keops, hijo de Janum, el divino, el temible, se sentó en su trono dorado, en el balcón de su alcoba que se asomaba a los vastos y opulentos jardines de su palacio -el paraíso eterno de blancas columnas de Menfis-, entre un grupo formado por sus hijos y parientes próximos. El borde dorado de su túnica de seda relucía bajo los rayos del sol que ya empezaba a declinar. Reposaba tranquilo y calmado, apoyando la espalda en un almohadón de plumas de avestruz y el codo en un cojín bordado de seda dorada. Su grandeza se manifestaba en su frente alta, en su excelsa mirada y su hermosa nariz, y su extraordinaria fuerza se evidenciaba en su ancho pecho y en sus brazos musculosos. Todo él inspiraba la reverencia de un hombre de cuarenta años, a la que se sumaba el halo de la gloria de los faraones.
Paseaba la mirada entre sus hijos y sus amigos, lanzando alguna ojeada hacia delante, hacia donde se perdía el horizonte, detrás de las copas de las palmeras y otros árboles, o desplazándola hacia la derecha para observar aquella colina eterna donde se apostaba la esfinge para contemplar la salida del sol, y en cuyo interior moraban los cuerpos de sus padres y abuelos. En su superficie hormigueaban centenares de miles de criaturas, allanando las dunas y haciendo surcos en la roca, excavando los cimientos de la pirámide del faraón, quien quería que ésta fuera un monumento que resistiera el paso del tiempo y el embate de los siglos.
El faraón amaba aquellas sesiones familiares, que le consolaban de la carga de su vida pública y le descargaban del peso de las tradiciones; en ellas se convertía en un padre cariñoso y en un amigo amable, se abandonaba en compañía de sus amigos a charlas y confidencias, hablando tanto de los temas importantes como de los insustanciales. Se intercambiaban bromas, se confirmaban los rumores, se decidían destinos... Aquel día, inscrito en los pliegues del tiempo -los dioses quisieron que fuera el inicio de nuestra historia, se empezó hablando de la pirámide que Keops deseaba construirse como morada eterna y refugio para su cuerpo mortal. Mirabó, el genial arquitecto que elevó a Egipto a la cima de la gloria artística, se encargaba de explicar su trabajo a su señor el rey, extendiéndose en aclarar los símbolos de magnificencia que comportaba una obra eterna como la que él estaba a punto de diseñar y realizar. El rey escuchaba complacido a su amigo el artista cuando de pronto recordó que ya habían transcurrido diez años desde el inicio de las obras. Sin esconder su enojo, le dijo:
-Sí, querido Mirabó, estoy convencido de tu genialidad, pero, ¿cuánto tiempo me pides? Me estás hablando de la magnitud de la pirámide, de la que no veo ni una sola escalinata; ya han pasado diez largos años desde que empezaron las obras, durante los cuales se han dedicado a ella millones de hombres fuertes. Has podido disponer de los mejores artesanos de mi magnífico pueblo. Con todo, todavía no veo ni rastro sobre la tierra de la pirámide prometida, y me parece estar viendo cómo esas mastabas, que encierran los cuerpos de sus constructores sin que les costara un centésimo de lo que nos cuesta a nosotros, se ríen de nuestros vanos esfuerzos y nuestro trabajo inútil.
El rostro, muy oscuro, de Mirabó dejó entrever su angustia; las arrugas de su frente denotaban su embarazo. Replicó con su voz dulce y fuerte:
-¡Mi señor! Dios me libre de perder el tiempo o de malgastar mis esfuerzos en juegos. Soy muy consciente de la responsabilidad que recaía sobre mí cuando me comprometía construir la morada eterna del faraón y a hacer de ésta una maravilla que hiciera olvidar a la gente los precedentes prodigios de Egipto. No hemos desperdiciado estos diez años; en ellos hemos hecho algo de lo que hubieran sido incapaces gigantes o genios; hemos excavado en la dura roca un canal de agua que comunica el Nilo con la colina de la pirámide, hemos cortado y pulido rocas altas como montañas, que en nuestras manos fueron maleables como la pasta...
Las hemos traído desde el sur más lejano: mirad, mi señor, cómo surcan el río las barcazas cargadas de montañas de rocas, como altos montes movidos por la magia de un poderoso encantador... mirad a los trabajadores, entregados a su labor, inclinados sobre la tierra de la colina, como si su superficie se abriera para mostrar lo que ha contenido durante miles de años.
El rey sonrió, y dijo con ironía:
-Es sorprendente: te mandamos construir una pirámide y nos haces un río; ¿acaso crees que tu señor es el rey de los peces?
El rey rió y todos sus amigos sonrieron, excepto el príncipe heredero Rejaef, quien se tomó la cosa en serio. Era, a pesar de su juventud, un déspota severo y cruel que había heredado de su padre la fuerza sin heredar su benignidad. Intervino preguntándole al artista:
-La verdad es que me parece asombroso que hayas perdido tantos años en preparativos; sé que la sagrada pirámide del rey Snefru fue terminada en mucho menos tiempo...
Mirabó se llevó la mano a la frente y respondió con educación:
-Alteza real, os halláis ante una mente prodigiosa, en revolución constante, inclinada a la perfección, creadora de ideales, que me ha hecho idear, tras enormes esfuerzos, una gigantesca quimera que estoy dando todo mi espíritu por hacer realidad. ¡Tened paciencia, majestad, tened paciencia, alteza!
Por un instante se hizo el silencio, al oírse la música de la guardia faraónica que acompañaba a un escuadrón de la guardia hacia sus lugares de vigilancia mientras sus compañeros regresaban a sus cuarteles. El faraón pensaba en las palabras de Mirabó, y cuando la música empezó a disminuir, se dirigió a su ministro Jomini, sacerdote del venerado Ptah, señor de Menfis, y le preguntó, sin que la majestuosa sonrisa abandonara sus labios:
-¿Acaso la paciencia es uno de los atributos de la realeza, Jomini?
El hombre se peinó la barba con los dedos y respondió con su voz tranquila:
-Mi señor, nuestro eterno filósofo Qaqimna, ministro del rey Hoti, dice: «La paciencia es el refugio del hombre ante la desesperación y su coraza ante la adversidad».
El faraón se rió y le preguntó:
-Eso es lo que dice Qaqimna, ministro del rey Hoti... pero ¿qué diría Jomini, ministro del rey Keops?
El importante ministro reflexionó un instante; sin embargo, cuando se disponía a hablar, le interrumpió impaciente el príncipe Rejaef, con el ímpetu de un joven de veinte años:
-Mi señor, la paciencia no lleva más que a la catástrofe, a someterse a las adversidades. La grandeza de los reyes está en dominar y no en armarse de paciencia; pues los dioses les han otorgado, en sustitución de ésta, el don de la fuerza.
El faraón se enderezó en su trono, y sus ojos relampaguearon con furia en lo que, de no haber sido por la sonrisa que continuaba luciendo en sus labios, hubiera representado una sentencia insoslayable. Luego dijo, en un tono enérgico que le trasladó de sus cuarenta a los veinte años:
-¡Cuán bellas son tus palabras, hijo mió, cuán feliz me haces! En verdad, la fuerza es la virtud de los reyes; es más, es una virtud en cualquier hombre. Empecé como gobernador de una pequeña demarcación y llegué a ser uno de los reyes de Egipto, y no me llevó de gobernador a rey más que la fuerza. Los ambiciosos, los rebeldes y los envidiosos no cejan de esperar mi día de desgracia, están preparados para acabar conmigo. No he conseguido terminar con sus habladurías ni pararles los pies más que con la fuerza. Los nubios rompieron una vez la obediencia, su ignorancia les aconsejó la rebeldía y se sublevaron; ¿acaso hubiera podido derrotarles y hacerles volver a la obediencia sino por la fuerza? Es más, ¿qué es lo que me ha elevado al rango de la santidad, qué es lo que ha hecho de mi palabra ley de inexcusable cumplimiento de mi opinión decreto divino y de la obediencia a mi persona culto, sino la fuerza?
Llegados a este punto se apresuró a intervenir el artista, como para completar el pensamiento del rey:
-¿Y la divinidad, mi señor?
El faraón sacudió la cabeza en señal de menosprecio:
-¿Y qué es la divinidad, Mirabó? ¿Acaso es algo más que la fuerza?
El arquitecto replicó, tranquilo y confiado:
-Y compasión y amor, mi señor.
El rey le respondió apuntándole con el índice:
-¡Así sois vosotros los artistas! Sois capaces de domesticar rocas soberbias mientras vuestro corazón es más delicado que la brisa de la mañana. ¡Cuánto me complace discutir con vosotros! Sin embargo, te voy a hacer una última pregunta para zanjar la cuestión. Durante los últimos diez años has convivido con esos ejércitos de fuertes trabajadores y por lo tanto estás en buena posición para conocer lo que se esconde en sus pechos, sus alegrías y confidencias más íntimas... ¿qué crees que les obliga a obedecerme y les hace soportar con paciencia la dureza del trabajo? Dime la verdad sinceramente, Mirabó...
El arquitecto permaneció en silencio mientras pensaba, intentando recordar. Todas las miradas se dirigieron hacia él, interesadas. Entonces respondió en su tono habitual, lleno de entusiasmo y seguridad:
-Mi señor, hay dos tipos de trabajadores: los prisioneros y los nativos. Aquéllos no saben lo que hacen, van y vienen incansablemente, como el buey en la acequia, y si no fuera con la dureza de la vara y la vigilancia del ejército no obtendríamos nada de ellos. En cuanto al segundo grupo, el de los egipcios, la mayoría son del Alto Egipto, y son gente honrada y orgullosa, enteros y creyentes. Soportan admirablemente los mayores tormentos, y su paciencia ante la adversidad es enorme. estos saben lo que hacen, creen firmemente que el duro trabajo al que han entregado su vida es un noble deber religioso y lo hacen para lisonjear a su adorado señor. Y, obedeciendo a quien es el símbolo de su honor, el faraón, le pagan con devoción; los castigos son un placer, y sus enormes sacrificios, un deber de la voluntad del hombre noble ante toda la eternidad... Podéis verlos, mi señor, al mediodía, bajo el ardor del sol, golpeando las rocas con brazos como relámpagos, firmes como el destino, mientras entonan sus cánticos y recitan sus poesías.
Los que escuchaban se tranquilizaron y se sintieron ebrios de alegría y orgullo. Los rasgos del faraón mostraban claramente su satisfacción. Se levantó de su trono -lo cual obligó a levantarse a todos los que estaban sentados- y se desplazó lenta y pausadamente hacia el amplio balcón. Cuando llegó al lado que miraba hacia el sur, dirigió su mirada hacia lo lejos, hacia aquella inmortal colina en cuya sagrada cima se dibujaban las largas hileras de trabajadores. Observó su aspecto, noble y espléndido: ¡qué nobleza, qué gloria! ¿Era necesario que millones de almas nobles sufrieran para su mayor gloria? ¿Era necesario que el único objetivo de aquel noble pueblo fuera su felicidad?
Aquella idea fija constituía la única angustia que se agitaba a veces en aquel pecho lleno de energía y de fe, como una nube perdida en un cielo azul y claro. Lo atormentaba -cuando se agitaba- y lo oprimía, enturbiando su felicidad. Al sentir su punzada, dio la espalda a la colina y, dirigiendo una mirada enojada a sus amigos, les preguntó:
-¿Quién debe dar su vida por quién, el pueblo por el faraón o el faraón por su pueblo?
Todos permanecieron en silencio, desconcertados. El general Arbó hizo de tripas corazón y dijo con su potente voz:
-¡Todos nosotros, pueblo, generales y sacerdotes, daríamos nuestra vida por el faraón!
El príncipe Hordedef, uno de los hijos del rey, intervino con entusiasmo:
-¡Y los príncipes también!
El rey sonrió enigmáticamente, mientras la angustia permanecía claramente en su noble rostro. Su ministro Jomini dijo:
-Alteza, ¿por qué distinguís entre vuestra alta persona y el pueblo de Egipto, siendo, como sois, como la mente respecto al corazón o el espíritu al cuerpo? Vos sois el emblema de la gloria del pueblo de Egipto, ejemplo de su orgullo, reserva de su nobleza e inspirador de su fuerza, y si el pueblo os otorga su vida es por su misma gloria, su orgullo y su felicidad. No hay en este amor ni humillación ni servidumbre, sino lealtad profunda, solemne afecto y elevado patriotismo.
El rey sonrió aliviado, volvió con largos pasos a su trono dorado y se sentó. Con él se sentaron los asistentes, pero al príncipe heredero Rejaef no le gustaban las manías de su padre y le dijo:
-Padre, ¿por qué os angustiáis con esas ideas? ¡Habéis heredado el poder por voluntad divina y no humana, y debéis gobernar como os parezca, digan lo que digan!
Keops respondió:
-Príncipe, vuestro padre siempre podrá decir, por muy orgulloso que esté cualquier rey, «yo soy el faraón de Egipto».
Entonces suspiró de forma audible y dijo, como si hablara consigo mismo:
-Las palabras del príncipe merecen ser dirigidas a un gobernante débil, no al gran Keops... a Keops faraón de Egipto... Egipto es una gran obra que no puede realizarse sin sacrificios individuales, ¿y qué valor tiene la vida de un individuo? No vale ni una lágrima seca para quien mira hacia el futuro lejano y las obras gloriosas.., por eso no dudo en ser cruel, golpeo con mano de hierro y atormento a centenares de millares, no por debilidad de carácter ni por obedecer a un capricho de aristócrata; es como sí mí mirada atravesara el velo del horizonte y viera la esperada gloria de este pueblo. En cierta ocasión la reina me acusó de tiranía e injusticia. No es así; Keops no es más que un gobernante con visión de futuro, que viste la piel de un tigre cazador y en cuyo pecho late el corazón de un noble ángel.
Se hizo un largo silencio. Todos los presentes esperaban pasar una velada agradable que les hiciera olvidar el peso de sus enormes responsabilidades. Todos deseaban que el rey les propusiera algún ejercicio divertido o que les invitara a algún banquete con bebida y canto, pues ya estaban hartos de historias de trabajos y de preocupaciones. Sin embargo, en aquellos días el rey se quejaba del aburrimiento de sus ratos libres a pesar de lo cortos y raros que éstos eran, y cuando supo que había llegado el momento de reposar y divertirse se cansó, y lanzó una mirada perpleja a sus contertulios cuando Jomini le preguntó:
-¿Le sirvo una copa a su alteza?
El faraón sacudió la cabeza y respondió:
-Bebí ayer y anteayer...
Intervino Arbó:
-¿Llamamos a las cantantes, mi señor?
Éste contestó aburrido:
-Las escuché anoche.
Dijo Mirabó:
-¿Qué le parecería a su alteza salir a cazar?
El rey replicó en el mismo tono:
-Estoy harto de cazar y pescar.
-¿Y qué tal un paseo entre árboles y flores?
Se lamentó:
-¿Queda algún paisaje hermoso que no haya visto todavía?
Las quejas del rey entristecieron a sus amigos y enturbiaron sus ánimos. Por suerte, el príncipe Hordedef le tenía reservada una alegre sorpresa, y dijo:
-Padre mío y señor rey: yo os puedo presentar a un mago sorprendente que conoce el más allá; es capaz de quitar la vida y de resucitar a los muertos. Con la sola palabra realiza milagros.
El faraón permaneció en silencio, sin apresurarse a rechazar la oferta y a refunfuñar como otras veces, mirando a su hijo con interés. Había oído hablar a menudo de los magos y sus milagros y se distraía con maravillosos relatos sobre sus proezas, y le alegró la perspectiva de tener a uno de ellos en su presencia. Preguntó a su hijo:
-¿Quién es ese mago, Hordedef?
El príncipe respondió:
-Es Djedi el mago, mi señor, tiene ciento diez años y todavía conserva la fuerza y la lozanía de la juventud. Con su poder mágico domina a los hombres y los animales, y es capaz de predecir el futuro.
El interés del rey aumentó, y su angustia y su aburrimiento se desvanecieron. Preguntó:
-¿Puedes traerlo ahora mismo?
El príncipe respondió con alegría:
-Dadme unos minutos, mi señor.
En seguida se puso en pie, saludó a su padre con una profunda-reverencia, y se fue en busca del portentoso mago...
II
Al poco rato regresó el príncipe Hordedef, seguido de un hombre alto y de anchas espaldas, de mirada afilada y penetrante. Su cabeza estaba coronada de pelo blanco y una barba larga y densa cubría su pecho. Iba envuelto en una ancha túnica y se apoyaba en un largo bastón. El príncipe se inclinó y dijo:
-Mi señor, os presento a vuestro piadoso servidor, el mago Djedi.
El mago se postró ante el rey y besó la tierra ante sus pies.
A continuación dijo en un tono que sobresaltó los corazones de los presentes:
-¡Mi señor, hijo de Janum, luz resplandeciente del sol, señor de los mundos, que vuestra gloria sea eterna y vuestra felicidad permanente!
El rey lo recibió con gentileza, le invitó a sentarse en un trono a su lado y le dijo:
-¿Cómo es posible que no te haya visto nunca antes habiendo nacido setenta años antes que yo?
El mago respondió bondadosamente:
-¡El señor os dé vida, salud y fortaleza! ¡A la gente como yo sólo se le permite estar ante vos cuando se le llama!
El rey sonrió y le preguntó, observándolo con interés:
-¿Es verdad que haces milagros, Djedi? ¿Es verdad que con tu voluntad sometes a hombres y animales, y que puedes mostrar el rostro del tiempo descubriendo el velo del más allá?
El hombre inclinó la cabeza hasta que la barba se dobló contra su pecho:
-Es cierto, mi señor.
Dijo el rey:
-Deseo presenciar algunos de esos milagros, Djedi. Llegado el impresionante momento, todo el mundo atendía con los ojos bien abiertos, la expectación se podía leer en los rostros. Sin embargo, Djedi no se dio prisa en empezar su trabajo y se quedó por un instante como petrificado, como si se hubiera transformado en una estatua. Luego sonrió mostrando sus dos afilados colmillos y recorrió a los presentes con una rápida mirada.
Le dijo al rey:
-A mi derecha late un corazón que no cree en mí.
Todos se miraron asombrados y perplejos. El rey se alegró de la perspicacia del mago y preguntó a sus hombres:
-¿Hay alguien entre vosotros que niegue los milagros de Djedi?
El general Arbó sacudió las espaldas en señal de indiferencia y se presentó ante el rey diciendo:
-Mi señor, yo no creo en los magos pecadores. Creo que utilizan una serie de tretas y artimañas que puede realizar cualquiera que se dedique a ello.
El rey le respondió:
-Para qué hablar... Que traigan a un león hambriento: veremos cómo lo doma con su magia y lo pliega a su voluntad.
Pero el general no parecía convencido, y dijo:
-Perdón, mi señor, no me interesan los leones. Aquí estoy yo para que pruebe conmigo su magia y sus artes. Y si desea que crea en él deberá someterme a su voluntad y dominarme.
Se hizo un denso silencio. Algunos de los presentes callaban atemorizados, Otros se regocijaban, aparentando curiosidad. Los dos grupos miraban al mago para ver qué hacía con el testarudo general.
Este estaba tranquilo, sin que su confiada sonrisa abandonase sus labios finos y delicados. El rey soltó una carcajada y le dijo a Arbó en un tono que denotaba cierta ironía:
-¿No temes por tu alma, Arbó?
El general respondió con extraordinaria firmeza:
-Mi alma, señor, es tan fuerte como mí mente, que se ríe de los magos pecadores.
El rostro del príncipe Hordedef se cubrió de ira, y respondió en tono enérgico al general:
-Sea como queráis, y que mi señor el rey permita al mago Djedi que responda a este desafío.
El rey miró a su encolerizado hijo, luego al mago y dijo:
-Veamos cómo se enfrenta tu magia a la fuerza de mi amigo Arbó.
El general Arbó miró al mago con orgullo. Deseaba apartar su mirada de él con desprecio, pero sentía una fuerza que lo atraía hacia aquel hombre. Ardía de cólera, intentó mover las rodillas, intentó sustraer la mirada a aquella fuerza que lo atraía, pero fue incapaz: su mirada permaneció fija en los ojos saltones y relampagueantes de Djedi, que brillaban ardientes como dos cristales que reflejaran la luz del sol. Los ojos de Arbó se eclipsaron y de ellos desapareció la luz del mundo. A aquel poderoso hombre le abandonaron sus fuerzas, y se mostró dócil y apaciguado.
Cuando Djedi hubo aplacado la extraordinaria fuerza de Arbó, se puso en pie e, indicándole su asiento, le gritó al general con voz enérgica: «siéntate»... El general obedeció, sometido, tambaleándose como un borracho. Se echó sobre la silla como quien está a punto de morir. Entre los presentes se oyó un murmullo de admiración, y el príncipe sonrió relajado, repuesto tras su arrebato. En cuanto a Djedi, miró con respeto al faraón y se levantó educadamente:
-Mi señor, podría ordenarle lo que quisiera y no me desobedecería en nada, pero me da pena hacer pruebas con un general de nuestra gran patria y discípulo del faraón. ¿Mi señor se da por satisfecho con lo que ha visto?
El faraón asintió con la cabeza.
El mago se dirigió hacia el desconcertado general, le pasó sus ligeros dedos por la frente y recitó en voz baja un extraño sortilegio. El hombre empezó a despertar poco a poco, la vida empezó a arrastrarse por sus sentidos hasta que recuperó la conciencia. Entonces, sus ojos se fijaron en Djedi y recordó, y su rostro y su frente enrojecieron. Evitando mirar a aquel terrible hombre, regresó a su sitio, caminando con pasos avergonzados y derrotados.
El rey sonrió y dijo con delicadeza:
-Nuestro amigo no miente.
El general inclinó la cabeza y dijo en voz baja:
-Alabados sean los dioses y ensalzados sean sus milagros tanto en los cielos como en la tierra.
Entonces el rey le dijo al mago:
-Lo has hecho muy bien, hombre poderoso. Sin embargo, ¿tienes también poderes sobre el más allá, como los que tienes sobre los mortales?
El hombre respondió plenamente confiado:
-Sí, mi señor.
El rey reflexionó un momento sobre qué pregunta podría hacerle. Finalmente, su rostro se iluminó y dijo al mago:
-¿Puedes decirme hasta cuándo ocuparán el trono reyes de mi estirpe?
El hombre pareció angustiado y temeroso. El rey, preguntándose qué es lo que corría por su cabeza, le dijo:
-Puedes hablar con libertad, no te sucederá nada digas lo que digas.
El hombre lanzó una mirada profunda a su señor. A continuación, levantando la cabeza hacia los cielos, se sumió en una ferviente oración y permaneció un rato sin moverse ni hablar. Cuando volvió a mirar al rey y quienes le acompañaban estaba pálido y demacrado, con la mirada perdida. Los asistentes se asustaron, sintiendo que el malles acechaba. El príncipe Rejaef perdió la paciencia y le dijo:
-¿Por qué no hablas?, el rey ya te dio su palabra.
El hombre intentó ocultar sus jadeos y dijo:
-Mi señor, después de vos no ocupará el trono nadie más de vuestra estirpe.
Sus palabras provocaron un gran sobresalto entre los presentes, como un inesperado soplo de viento que golpease un árbol muy firme. Todos fijaron sus crueles miradas en él, como fuentes turbias de las que saltasen centellas. El faraón frunció el ceño y su rostro se ensombreció. Parecía un peligroso león enloquecido por la rabia. La cara del príncipe Rejaef empalideció. Apretaba sus crueles labios. Su aspecto presagiaba muerte y desgracia.
El mago, queriendo aligerar el peso de su profecía, dijo:
-Gobernaréis, mi señor, en paz y tranquilidad hasta el fin de vuestros días, que serán largos y felices.
El faraón sacudió las espaldas en señal de desprecio y dijo en un tono temible:
-Quien trabaja para sí mismo es como si trabajara para la muerte, no intentes consolarme y dime: ¿sabes a quién deparan los dioses el sucederme en el trono de Egipto?
El mago dijo:
-Sí, mi señor, es un niño recién nacido. Ha visto la luz del día esta mañana.
-¿Quiénes son sus padres?
-Su padre es Man-ra, el gran sacerdote de Ra, adorado en Awn. Su madre es la joven Radde Didit, con quien se casó a pesar de su edad para que le diera este niño, que está inscrito en el sello del destino de los sabios.
El faraón se levantó excitado como un león a punto de saltar y con él se pusieron en pie todos. Se acercó en dos pasos al mago, quien apartó la mirada y se quedó sin resuello:
-Estás seguro de lo que dices, Djedi?
El mago respondió con voz ronca:
Mi señor, os he mostrado lo que he leído en las páginas del más allá.
El rey le respondió:
-No temas ni estés triste, has transmitido tu mensaje y recibirás por ello una buena recompensa.
Fue llamado uno de los chambelanes de palacio y se le ordenó que hiciera los honores a Djedi dándole cincuenta lingotes de oro. El hombre le acompañó y se marcharon juntos.
El príncipe Rejaef estaba desolado. Su mirada era tan cruel como su corazón, y su férreo rostro era un mensajero de muerte. En cuanto al faraón, no desperdició su ira en gemidos y quejas, sino que la escondió en lo más profundo de su voluntad para transformarse en un ímpetu capaz de abatir montañas y de vencer cualquier terror. Dirigiéndose a su ministro Jomini, le dijo con su poderosa voz:
-¿Qué opinas, sabio Jomini, se puede cambiar el curso del destino?
Jomini levantó las cejas, meditando, pero sus ojos permanecían cerrados, no podían ver debido a su perplejidad y a su tristeza:
El rey le reprochó:
-Veo que temes decir la verdad y piensas que negar la sabiduría pueda satisfacerme. Jomini, soy demasiado grande como para que me angustie la verdad...
No, Jomini no era ni un cobarde ni un hipócrita, pero era fiel al rey y al príncipe y no deseaba lastimarlos. Cuando no tuvo más remedio que tomar la palabra dijo en voz baja:
-¡Mi señor! La sabiduría de Egipto, inspirada por los dioses a nuestros antepasados y legada a la posteridad por el sabio Qaqimna, dice que el destino es inevitable.
Keops miró al heredero y le preguntó:
-Y tú, príncipe heredero, ¿qué opinas sobre el destino?
Este miró a su padre con la mirada encendida de un león en celo. El faraón sonrió y dijo:
-Señores, si el destino fuera como decís la creación tendría escaso sentido, la sabiduría de la vida se desvanecería, el hombre perdería su nobleza. Lo mismo daría esforzarse que dejarse llevar, trabajar o no hacerlo, dormir o velar, la fuerza o la debilidad, la lucha o el sometimiento. No, señores, el destino es un concepto decadente al cual los fuertes no deben someterse...
El corazón del general Arbó se encendió de entusiasmo y exclamó:
-Vuestra sabiduría es excelsa, mi señor.
El faraón sonrió y dijo tranquilamente:
-Nos enfrentamos a un bebé que se encuentra no muy lejos de nosotros: general Arbó, prepara una expedición con carros de guerra que yo dirigiré hacia Awn para ver con mis propios ojos a esta pequeña criatura del destino...
Jomini dijo sorprendido:
-¿Va a ir el faraón en persona?
El rey rió y dijo:
-Si no salgo para defender mi trono, ¿cuándo lo haré? Vamos, señores... Os llamo a las armas para que contempléis la terrible batalla entre Keops y el destino.
III
La expedición faraónica partió con cien carros de guerra conducidos por doscientos intrépidos caballeros de la guardia real, cuyas filas encabezaba el rey rodeado por sus príncipes y acompañantes. A su derecha, el príncipe Rejaef y a su izquierda, el general Arbó.
Se dirigían a galope tendido hacia el noreste, hacia el brazo derecho del Nilo, hacia la ciudad de Awn, haciendo temblar la tierra bajo sus pies. Las ruedas retumbaban como truenos, levantando a su paso montañas de polvo que ocultaban carros, caballos y jinetes. Estos se erguían espada en mano, con sus arcos y sus flechas, con corazas y escudos, a su paso por la bella ciudad de Menfis. Despertaban el recuerdo de los ejércitos de Menes, que recorrieron los caminos centenares de años antes, extendiendo hacia el norte su noble historia, unificando el país en una cadena de claras victorias.
Marchaban todos juntos, dirigidos por aquel que subyuga el ánimo de cualquiera con la mera mención de su nombre, y no para atacar a una ciudad ni para combatir a un ejército, sino para asediar a un niño inocente cuyos ojos temían todavía la luz del sol y que, debido a las palabras de un mago, se había convertido en una amenaza para el mayor ejército del mundo, haciendo temblar el corazón de la creación.
Cruzaban el valle velozmente, pasaban como flechas por los pueblos y aldeas, con la mirada fija en el temible horizonte en el que se hallaba el bebé que el destino había llamado a representar tan importante papel.
En el lejano horizonte se les apareció una gran polvareda que no les dejaba ver las criaturas que la causaban. A medida que se acortaba la distancia pudieron discernir a un grupo de jinetes que corrían hacia ellos; sin duda eran de la provincia de Ra. Cuando se acercaron todavía más, pudieron ver claramente que uno de los jinetes precedía a los demás, o era su cabecilla o los otros le perseguían. Finalmente se aclararon sus dudas; ese jinete era una mujer que montaba a pelo. Sus trenzas desatadas ondeaban al viento como banderas en lo alto de una tienda. Estaba agotada, sin fuerzas, y sus perseguidores la alcanzaron y la rodearon por todas partes...
La casualidad quiso que aquello sucediera en presencia del faraón y de sus ejércitos. La real caravana se había visto obligada a disminuir su marcha para evitar un choque, pero ni el faraón ni ninguno de sus hombres prestó atención a la mujer ni a sus perseguidores, pensando que se tratase de un caso de la policía local, y habrían pasado respetuosamente de largo si la mujer no hubiera gritado:
-¡Socorro, ejércitos... Quieren impedirme llegar hasta el faraón!
Al oír eso, el faraón se detuvo y con él los carros que le seguían y, mirando a los hombres que rodeaban a la mujer, les ordenó:
-¡Soltad a esa mujer!
Sin embargo, no se preocuparon por esa orden porque ignoraban quién la profería, y uno de ellos, con el rango de oficial, se adelantó hacia él y le dijo con rudeza:
-Somos fuerzas de la guardia de Awn y cumplimos órdenes del gran sacerdote. ¿Quiénes sois vosotros y qué queréis?
Todos se enfurecieron por la estupidez del oficial, y Arbó se aprestaba a regañarlo y advertirle cuando el faraón le hizo una señal en secreto y él se calló, abrumado. La mención del gran sacerdote de Awn aplacó la cólera del faraón y le sumió en la meditación. Deseando tirar de la lengua al oficial, le preguntó:
-¿Por qué perseguís a esta mujer?
El oficial respondió fanfarroneando:
-No debo rendir cuentas de mi misión más que ante mi jefe.
La voz del faraón retumbó:
-¡Soltad a esa mujer!
El escuadrón se asustó al comprender que se encontraba ante un personaje importante y soltó a la mujer, quien corrió hacia la carroza del faraón, se lanzó bajo sus ruedas y gritó:
-¡Socorro, señor, socorro!
El general Arbó se apeó de su carro y se plantó delante del oficial, quien fue presa del pánico cuando vio el águila y el distintivo faraónico en su brazo. Se puso firme, desenvainó su espada, le hizo el saludo militar y ordenó a sus hombres:
-¡Saludad a un general de la guardia faraónica! Todos desenvainaron sus espadas y se pusieron firmes como estatuas.
Cuando la mujer oyó sus palabras, supo que se encontraba ante el jefe de la guardia faraónica y, levantándose hacia él, le dijo humildemente:
-¿Mi señor, sois en verdad el jefe de la guardia del faraón?
¡Por los dioses, conducidme hasta él! En mi huida, dirigía mis pasos hacia su palacio... hacia su alteza el faraón.
Arbó le preguntó:
-¿Necesitáis algo de él?
La mujer respondió jadeando:
-Sí, mi señor, guardo un importante secreto que quiero revelar a su adorada esencia.
El faraón aguzó el oído, y Arbó preguntó a la mujer:
-¿Y cuál es ese secreto tan importante, mi señora?
Ella respondió humildemente:
-Se lo revelaré sólo a su sagrada esencia.
-Yo soy su sirviente humilde y fiel y guardaré su secreto.
La mujer vaciló un instante y paseó su mirada entre los presentes; estaba pálida y turbada. El general creyó que era mejor ir paso por paso para que se tranquilizara, y le preguntó:
-¿Cuál es vuestro nombre y dónde vivís?
-Me llamo Saraya, mi señor, y hasta esta mañana servía en el palacio del gran sacerdote de Ra.
-¿Por qué os perseguían, acaso vuestro amo os acusa de algo?
-Soy una mujer noble, mi señor; sin embargo, mi señor me maltrataba...
-¿Huisteis debido a sus malos tratos, y queréis presentar vuestras quejas al faraón?
-No, mi señor, la cuestión es más importante de lo que pensáis. Me enteré de un secreto que representa un peligro para mi señor el rey, y huí para advertir a su adorada esencia, como es mi deber. Mi señor mandó en pos de mí a estas tropas para que me capturaran y se interfirieran en mí sagrado deber.
El oficial tembló, y se apresuró a evitar cualquier acusación contra su persona:
-Nuestro santo señor nos ordenó capturar a una mujer que huía a lomos de un corcel por la carretera de Menfis. Cumplimos con nuestro deber sin saber nada del uno ni del otro.
Arbó le dijo a Saraya:
-¿Acusas de traición al sacerdote de Ra?
-Dejadme llegar ante su alteza el faraón para que le revele lo que tanto me angustia.
Al faraón se le acabó la paciencia, y harto de perder un tiempo precioso, le preguntó a la mujer:
-¿El sacerdote ha tenido un hijo esta mañana?
La mujer se volvió hacia él asombrada y musitó:
-¿Quién os ha informado de ello, mi señor, si la noticia era un secreto? ¡Esto es verdaderamente extraño!
El séquito del faraón mostraba interés e intercambiaba miradas en silencio. En cuanto al rey, sólo le preguntó en un tono aterrador:
-¿Es ése el secreto que querías comunicar al faraón?
-Sí, mi señor, pero eso no es todo lo que quería decirle.
El faraón intervino en un tono imperioso que no dejaba lugar a vacilaciones:
-¿Qué es lo que hay que decir? ¡Habla!
La mujer empezó a hablar, y dijo con temor:
-Mi señora Radde Didit empezó a sentir los primeros dolores del parto al alba. Yo me encontraba entre las sirvientas que rodeaban su lecho para aliviarle los dolores tanto con la conversación como con medicinas. Poco antes del parto llegó el gran sacerdote, bendijo a mi señora y rezó al dios Ra una ardiente oración, como si quisiera alegrar el corazón de mi señora y aliviarle los dolores de aquella hora; le anunció que tendría un hijo varón que heredaría el sólido trono de Egipto, y que gobernaría en el valle del Nilo como delegado del dios Ra Atón. Le dijo, sin poderse controlar de alegría, como si se hubiera olvidado de mi presencia -pues era su sirvienta de más confianza-, que la estatua del sagrado dios le había revelado la buena nueva con su voz divina. Cuando su mirada cayó sobre mí se dibujó la angustia en su rostro, y para precaverse del mal me hizo encerrar en el granero. Sin embargo, conseguí escapar, monté en un caballo y me lancé por el camino de Menfis para comunicar al rey lo que oí. Evidentemente, mi señor se percató de mi huida y envió en mi búsqueda a sus guardias, quienes, de no haber sido por vos, me hubieran matado.
El rey y sus compañeros escuchaban el relato de Saraya con atención, perplejos, pues demostraba la veracidad de la profecía del portentoso mago Djedi. El príncipe Rejaef, inquieto, le dijo al faraón:
-Nuestros temores, no eran en vano.
El faraón respondió:
-Sí, hijo mío, pero no podemos perder el tiempo.
Y, volviéndose hacia la mujer, le dijo:
-El faraón te recompensará como es debido por tu fidelidad. Ahora sólo resta que nos digas hacia dónde quieres dirigirte.
Saraya dijo:
-Desearía llegar sana y salva a la aldea de Qona, donde vive mi padre.
El faraón le dijo al oficial:
-Tú eres responsable de la vida de esta mujer hasta que llegue a su casa.
El oficial asintió con la cabeza en señal de obediencia. El faraón hizo una señal al general Arbó, quien subió a su carroza. A continuación, ordenó al conductor de la suya que prosiguiera su camino. Se pusieron en marcha, raudos como el destino, seguidos por los otros carros, hacia Awn, de la cual se podían ver ya las murallas y las columnas de su templo principal: el templo de Ra Atón.
IV
En aquel momento, el sacerdote de Ra estaba reclinado junto al lecho de su esposa, sumido en una ferviente oración:
-Oh Ra, eterno creador del mundo, que no era más que una corriente de agua acechada por las tinieblas que lo rodeaban. Creaste un mundo excelso y bello y le diste un orden fascinante que gobierna sobre las esferas del cielo y sobre las gotas de rocío desparramadas en el firmamento. Del agua creaste todo ser vivo: los pájaros que revolotean por los aires, los peces que nadan en el agua, el hombre que pisa la tierra, la palmera que crece en el árido desierto. Difundiste en las tinieblas una luz hermosa en la que brilla tu faz llena de esplendor y de nobleza, que da calor y expande la vida. Dios creador, te hago llegar mi tristeza y mi pesar, y te ruego que me descubras las maldades e infortunios, pues soy tu creyente adorador y tu sirviente fiel. Dame fuerza, pues soy débil. Dame tranquilidad y paz, pues tengo miedo. Ten piedad y compasión de mí, pues estoy amenazando a un gran hombre. Ya que me has dado la bendición de un hijo a pesar de mi edad, y le tienes destinado un reino, protégelo de cualquier mal y guárdalo de sus enemigos.
Man-ra pronunciaba esta oración con voz temblorosa, derramando cálidas lágrimas que bajaban por sus enjutas mejillas, bañando su barba blanca. A continuación levantó su gran cabeza y observó con cariño el rostro pálido de parturienta de su mujer. Después miró al niño pequeño, que descansaba tranquilo levantando las pestañas para mostrar sus dos ojuelos negros y cerrándolas de nuevo, asustado por aquel mundo extraño. Cuando su mujer, Radde Didit, se dio cuenta de que había terminado de orar, le dijo con voz débil:
-¿Alguna noticia de Saraya?
El hombre suspiró y dijo:
-Los guardias la atraparán si Dios quiere.
Dijo angustiada:
-Dios mío, ¿acaso la vida de nuestro hijo depende de esa incertidumbre?
-¿Cómo puedes decir eso, Radde Didit? Desde que huyó Saraya no paro de pensar en un modo de protegeros de cualquier mal, y Dios me ha dado una idea, pero temo por ti, que en tu estado no puedes hacer esfuerzos.
Ella le tendió una manó suplicante y le dijo con voz humilde:
-Marido mío, haced lo que sea para salvar al niño. No os preocupéis por mi debilidad, pues mi maternidad me dará más fuerzas que las que pueda hacer acopio una persona sana.
El sacerdote dijo, dolido:
-Radde Didit, debes saber que he dispuesto un carro lleno de trigo en el cual he preparado un rincón en el que podrás dormir con el niño. Asimismo, he preparado un cajón vacío para que os podáis ocultar poniéndoos debajo. Tu fiel criada Kata os acompañará a casa de tu tío, en Sakna.
-Llamad a la criada Zaya, porque Kata ha parido igual que su ama; ha tenido un niño este mediodía...
El hombre se sorprendió:
-¿Kata ha dado a luz? De todos modos, Zaya no es menos fiel que Kata...
-¿Y vos, marido mío? Supongamos que la suerte nos es adversa y que la noticia del niño llega hasta el faraón y éste os envía su ejército. ¿Que responderéis si os preguntan por el niño y su madre?
Pero el sacerdote todavía no había pensado en nada para salvarse él mismo en ese supuesto. De todas maneras, eso carecía de importancia porque todas sus preocupaciones se centraban en el niño y su madre. Por eso mintió a su esposa diciendo:
-Estate tranquila, que Saraya no escapará a mis hombres.
No te hago marchar más que por precaución. Pase lo que pase, no me cogerá desprevenido. Mis noticias te llegarán pronto.
Por miedo a que ella se preocupase más e intentando evitar que le diera más vueltas, se levantó y llamó a Zaya con su potente voz. La sirvienta llegó inmediatamente y le hizo una respetuosa reverencia. Le dijo:
-Te confiaré a mi mujer y al niño para que los acompañes a la aldea de Sakna: debes ser precavida, pues conoces el peligro que los amenaza.
La criada manifestó su lealtad:
-Mi vida está al servicio de mi señora y de su bendito hijo.
El sacerdote le pidió que le ayudara a llevar a la madre y al niño hasta el granero, lo cual le pareció muy extraño; sin embargo, llevó a cabo sus órdenes. El hombre instaló a su mujer en un blando colchón, puso su mano bajo la nuca de ella y Zaya la levantó cogiéndola por la espalda y los muslos. Los llevaron hasta la galería exterior y bajaron las escaleras hasta el patio. Entraron en el granero y la recostaron en el lugar que él había preparado en el carro. Entonces el sacerdote subió y trajo al niño, que gemía y gritaba. Lo besó con afecto y lo puso en el regazo de su madre; luego se quedó un instante mirándolos desde el borde del carro, mientras Radde Didit temblaba y suspiraba. Le dijo con el corazón hecho trizas:
-Sé fuerte por el bien de nuestro hijo; no permitas que el miedo se apodere de tu corazón.
La mujer respondió llorando:
-Ya no le podrás llamar...
Dijo sonriendo:
-Ponle el nombre de mi padre, que duerme al lado de Osiris... Djedef... Djedef, hijo de Man-ra. Santifica su nombre y guárdalo de maldades.
El hombre trajo el cajón y cubrió con él a sus dos seres queridos, sentó a Zaya en el asiento del conductor y puso las riendas de los dos bueyes en sus manos. Le dijo:
-Ve, y que dios te bendiga.
Apenas el carro emprendió su camino sus ojos se desbordaron en abundantes lágrimas. Observaba el carro a través de ellas mientras cruzaba el patio y desaparecía detrás de la puerta. Se apresuró a subir las escaleras con la energía de un joven y se asomó a la ventana que daba a la carretera para ver aquel carro que se llevaba su corazón y todo su ser...
Pero algo terrible sucedió, una sorpresa que no se esperaba tan pronto, y apenas hubo llevado a cabo su plan le llenó de un terror que le impedía razonar ni expresarse; olvidó la tristeza de la despedida y su amor de padre, consumido de terror hasta casi perder el sentido. Cruzó los brazos y empezó a golpearse el pecho con ellos, repitiendo desesperadamente: «Señor Ra, señor Ra». Lo repetía inconscientemente con los ojos fijos en el escuadrón de carros del faraón, que había aparecido de improviso en la curva del camino del templo, avanzando hacia su palacio en una maniobra de asedio, con una velocidad y orden perfectos, a un solo paso del carro.
¡Dios de los cielos! Los carros del faraón habían llegado más de prisa de lo que podía imaginar, anunciando que Saraya había tenido éxito en su misión y había escapado a sus guardias, y no hubiera podido enviar al veloz ángel de la muerte con más celeridad.
El ejército del faraón llegó como un poderoso demonio. Sus caballos relinchaban y sus carros retronaban; los cascos de los soldados relucían bajo los rayos inclinados del sol. ¿Qué iban a hacer? ¿Venían a matar al niño inocente, al amado hijo con el que le habían bendecido los dioses a pesar de su edad?
Man-ra continuaba golpeándose el pecho con los brazos cruzados y sacudiendo la cabeza turbado e incrédulo, repitiendo como una madre que llora su hijo muerto:
-¡Dios mió... un grupo de ellos ha rodeado el carro, están interrogando a la pobre Zaya! ¿Qué puede pasar después de ese interrogatorio? La vida de mi mujer y mi hijo penden de una palabra que pueda decir Zaya. ¡Dios mío bendito! Da firmeza y tranquilidad a su lengua; que sus labios pronuncien palabras de vida y no de muerte; salva a mi amado hijo para que cumpla tu decreto, aquel lo que tú me anunciaste...
Enloquecido de angustia, le pareció que transcurriesen largas horas, lentas y pesadas, mientras el soldado no dejaba de interrogar a Zaya, cerrándole el paso. ¿Y uno de ellos movía el cajón o le entraban dudas sobre su contenido?
¿Y si oían la voz del niño, gimiendo o gritando?
-Calla, hijo mió... Que Dios inspire a su madre y le ponga la teta en la boca... Calla, hijo mío. Un gemido de su boca bastaría para acabar con él... Dios mío, mi corazón se despedaza y mi espíritu se eleva a los cielos.
El sacerdote calló por un momento, abrió los ojos y luego gritó, pero de alegría esta vez:
-Alabado sea Dios, prosiguen dejando marchar el carro sano y salvo sin hacerles daño... Alabado seas, Dios clemente...
V
El sacerdote suspiró. Sentía un gran deseo de llorar de alegría, enturbiada sólo por el pensamiento de los terrores que le esperaban, y no disfrutó de tranquilidad más que unos pocos momentos. Se acercó a una mesa en la cual había una jarra de plata llena de agua fresca con la cual apagó su sed. No tardó en zumbar en sus oídos el ruido de las tropas que entraban en el patio de su palacio; venían expresamente para acabar con la vida del niño.
Llegó un criado atolondrado y temeroso y le anunció que las fuerzas de la guardia real habían ocupado el palacio y que controlaban todas las salidas. A continuación llegó otro anunciándole que el jefe de dichas fuerzas le ordenaba presentarse ante él inmediatamente. El sacerdote aparentó seguridad y coraje, se puso el manto sagrado sobre los hombros y la mitra sacerdotal sobre la cabeza y salió de su aposento con parsimonia rodeado de reverencia y nobleza, como la gran institución religiosa de Awn. El sacerdote no menospreció su propio poder y se quedó firme en la galería, mirando hacia el patio. Recorrió con la mirada a las tropas del ejército, firmes e inmóviles en su sitio, como estatuas de otro tiempo. Saludó con la mano y dijo con su voz sonora sin mirar a nadie en concreto:
-Hijos míos, sed bienvenidos; que el adorado Ra, creador del mundo y de la vida os bendiga.
Se oyó una voz poderosa que le dijo:
-Gracias, sacerdote del adorado Ra.
Su cuerpo se estremeció al oír esa voz, como un carnero al oír el rugido del león, y sus ojos extraviados buscaron el origen de esa voz potente hasta recaer en él. Entonces el asombro y el espanto se apoderaron de él, ante el hecho de que el faraón en persona se presentara en su casa. No dudó un instante en cumplir con su deber, se apresuró hacia el umbral y cuando llegó ante su carroza se postró ante él y dijo con voz temblorosa:
-Mi señor el faraón, hijo del dios Janum, brillante luz del sol, donador de vida y de energía. Suplico a los dioses que inspiren a vuestro gran corazón para que hagáis caso omiso de mi ignorancia y mi poca capacidad y pueda ganar vuestro perdón.
El rey dijo:
-Yo sólo perdono las faltas de los que me son leales.
El corazón del sacerdote dio un vuelco:
-Ya que me habéis hecho la merced de visitarme, hacedme la merced de entrar.
El faraón sonrió y se apeó de su carroza. Le siguieron el príncipe Rejaef y sus hermanos, así como Jomini, Arbó y Mirabó. El sacerdote les siguió hasta que llegaron al salón de recepciones. El rey se sentó al fondo, rodeado de su séquito. Man-ra pidió permiso para ir a prepararles algo, pero el faraón le dijo:
-Te relevamos de tus deberes de hospitalidad; hemos venido a causa de un asunto muy importante que no admite demoras.
El hombre se inclinó y dijo:
-Estoy a las órdenes de mi señor.
El rey se enderezó y preguntó al sacerdote con su voz penetrante y potente:
-Tú eres uno de los mejores hombres del reino, adelantando a muchos en ciencia y sabiduría; ¿puedes decirme por qué le han dado los dioses el trono de Egipto a los faraones?
El hombre respondió con firmeza:
-Les han elegido de entre sus hijos y les han inspirado su espíritu divino para servir al país y socorrer a sus siervos.
-Dices bien, sacerdote; todos los egipcios se afanan por ellos mismos y por su familia, pero el faraón debe llevar la carga de millones e interceder por ellos ante los dioses. ¿Puedes decirme cuáles son los deberes del faraón para con su trono?
-Los deberes del faraón para con su trono son los mismos que los de cualquier creyente ante el noble legado de los dioses; cumplir con su cometido y conservarlo como el propio honor.
El faraón asintió satisfecho:
-Dices bien, ilustre sacerdote, y ahora dime; ¿qué debe hacer el faraón si alguien amenaza su trono?
El corazón del valiente hombre latía con fuerza. Estaba seguro de firmar su sentencia de muerte con su respuesta; sin embargo, se negó -él que era un religioso, un hombre de honor- a mentir.
-Su alteza debe aniquilar al ambicioso.
El faraón sonrió y los ojos del príncipe Rejaef brillaron con crueldad. El rey dijo:
-Bien... bien... porque de no hacerlo rompería el pacto con los dioses y descuidaría su divino legado, pisoteando los derechos de sus siervos.
Entonces el rostro del faraón se endureció, mostrando una determinación capaz de aplanar montañas, y dijo en un tono de voz temible:
-Sacerdote, alguien amenaza mi trono.
El sacerdote bajó la mirada y permaneció en silencio. El faraón continúo:
-El destino, en uno de sus juegos, ha hecho que sea un niño.
El sacerdote preguntó en voz baja:
-¿Un niño, mi señor?
De los ojos del faraón saltaban chispas de cólera.
-¿Cómo finges ignorarlo, sacerdote? Hablabas de sinceridad y lealtad; ¿por qué dejas que la mentira se infiltre en tu corazón en presencia de tu señor? Sabes perfectamente que tú eres el padre y profeta de ese niño.
El sacerdote enrojeció. Su gran corazón se estremecía de dolor, y dijo derrotado y triste:
-Mi hijo es un bebé que no tiene más que unas horas.
El faraón dijo:
-Pero es un instrumento del destino, y cuando el destino quiere actuar le da igual un bebé que un adulto...
El silencio y la calma reinaron por un momento. Todos estaban poseídos por un extraño temor, y aguantaban la respiración en espera de la palabra que sentenciaría a muerte al pobre niño. Al príncipe Rejaef se le agotó la paciencia y frunció el ceño. La dureza habitual de su rostro se acentuó.
Entonces el faraón dijo:
-Sacerdote, has dicho hace un momento que el faraón debe acabar con quien amenaza su trono, ¿no es así?
El sacerdote respondió desesperado:
-Sí, mi señor.
-Sin duda, los dioses han sido injustos contigo al darte este hijo, pero más vale que sean crueles contigo que con el pueblo de Egipto y con su trono.
El sacerdote dijo:
-Eso es cierto, mi señor.
-¡Entonces cumple con tu deber, sacerdote!
El sacerdote calló, incapaz de articular ni una palabra. El faraón continuó:
-Nosotros, la familia real, tenemos una tradición de respeto por los sacerdotes; no me obligues a romperla.
¿Qué quería decir el faraón con aquello? ¿Acaso quería dar a entender el faraón que le respetaba y no quería hacerle daño, y que era él mismo el que tenía que llevar a cabo aquello que el rey temía? ¿Cómo podía él matar a su hijo con sus propias manos? Era verdad que la fidelidad debida al faraón le obligaba a cumplir su divina voluntad sin el más mínimo reparo. Sabía perfectamente que ningún egipcio dudaría en dar su alma por satisfacer al faraón. ¿Debía entonces coger a su querido hijo y enfundar su puñal en su corazón?
Sin embargo, ¿quién había decidido que fuera su hijo el sucesor de Keops en el trono de Egipto? El hecho de que éste quisiera terminar con la vida del inocente niño, ¿no era un reto a la voluntad del dios creador? Entonces, ¿a quién debía obediencia, a Keops o a Ra? La respuesta era inevitable. Pero, ¿qué podía hacer, mientras el faraón y sus compañeros esperaban su respuesta? ¿Qué debía hacer, cuando ya estaban empezando a murmurar y a perder la paciencia?
De pronto se le ocurrió una idea como un relámpago que reluce entre las nubes, en un cielo plomizo, en medio de un mar de perplejidad y embarazo: ¡se acordó de Kata y de su hijo, nacido aquella misma mañana! Recordó que estaba durmiendo en la habitación contigua a la de su mujer. Evidentemente, era una idea infernal, demoníaca, impropia del corazón de un sacerdote como él, pero el corazón se adormece cuando lo dominan las emociones que dominaban al del sacerdote. No podía permitirse problemas de conciencia en presencia del faraón y de sus hombres. No, no podía dudar.
El sacerdote inclinó su apesadumbrada cabeza en señal de respeto y salió dispuesto a cometer el más horrible de los crímenes, seguido por el faraón, los príncipes y los nobles. Subieron con él al piso superior, pero cuando vieron que el sacerdote se disponía a entrar se pararon en el vestíbulo en silencio. Man-ra se volvió un instante hacia su señor y dijo:
-Mi señor, no soy un guerrero y no tengo armas, prestadme un cuchillo.
El faraón le miró inmóvil...
El príncipe Rejaef se angustió, desenvainó su cuchillo y se lo tendió al sacerdote con violencia. El hombre lo cogió con mano temblorosa, lo escondió en su manto y entró en la habitación sin apenas fuerzas en las piernas... Kata se dio cuenta de su presencia y sonrió agradecida, pensando que su señor iba para bendecirla. Descubriendo la cara inocente del pequeño, le dijo con voz débil:
-Da gracias a Dios con tu corazoncito, que te ha compensado de la muerte de tu padre con un amor sagrado...
El sacerdote se asustó, le falló el ánimo y se volvió derrotado. Los sentimientos de su corazón afloraron mostrando lo abominable del pecado... pero ¿cómo escapar? El faraón estaba en pie a la puerta, y Man-Ra no tenía tiempo para pensar. Su perplejidad aumentó hasta hacerle perder la conciencia; lanzó un terrible aullido, exhaló un profundo suspiro, desenvainó su puñal y, desesperado, se lo clavó en el corazón. Su cuerpo se estremeció espantosamente y cayó sin vida al suelo de la habitación.
El rey entró enojado a la habitación seguido por sus hombres, donde encontraron el cadáver del sacerdote y la parturienta, temblorosa y con ojos envidiados. Sin embargo, nada iba a apartar al príncipe Rejaef de su objetivo y, no queriendo perder la ocasión que se le presentaba, desenvainó su espada y levantándola enérgicamente la dejó caer sobre el niño... pero la madre, intuyendo sus intenciones, se lanzó como un rayo sobre su hijo, sin conseguir evitar el destino, porque la espada hizo caer de un mismo golpe su cabeza y la del pequeño.
Padre e hijo se miraron sumidos en un profundo silencio del que sólo salieron cuando Jomini dijo:
-Por favor, señor, abandonemos este sangriento lugar.
Salieron todos en silencio. El príncipe propuso a su padre que forzaran la marcha para llegar a Menfis antes de media noche, pero el rey respondió:
-Yo no huyo como un criminal; llamaré a los sacerdotes de Ra y les contaré la historia del destino, que ha terminado con la desgraciada muerte de su jefe. No regresaré a Menfis antes de hacerlo.
VI
El carro avanzaba al paso lento de los dos bueyes guiados por Zaya. Había cruzado la carretera de Awn en una hora, y luego, pasando por la puerta oriental de la ciudad, se había desviado hacia el camino desértico que llevaba a la aldea de Sakna, donde vivían los parientes de su señor, el sacerdote.
Zaya no podía olvidar aquel momento terrible en el que la rodearon las tropas para interrogarla y registrarla. Sin embargo, tenía la sensación -y el orgullo- de haberse podido controlar a pesar de lo temible de la situación, y de haberles convencido con su firmeza de ánimo para que la dejaran pasar. ¡Ay de ella si hubieran sabido cuál era su carga!
Recordaba a los fuertes soldados y no olvidaría en su vida la magnificencia ni la dignidad de aquel hombre que los dirigía; era como la estatua de un dios dotada de vida humana. Pero he aquí que aquel hombre extraordinario venía a combatir a un niño que no tenía más que unas horas de vida.
Miró atrás para ver a su señora y la encontró dormida como la había dejado su marido el sacerdote bajo aquel cajón... ¡pobre mujer, nunca sabría nadie que dormía aquel sueño desgraciado cuando apenas acababa de dar a luz! Su marido no podía ni imaginar las dificultades que el destino iba a acarrear a aquel niño; si no, no habría deseado ser padre ni se hubiera casado con Radde Didit, veinte años más joven que él.
Sin embargo, se entristeció y pensó, lanzando un suspiro:
-Ojalá Dios me hubiera dado un hijo, aunque viniera acompañado de todas las desgracias del mundo.
Porque Zaya era estéril, y suspiraba por tener un hijo; lo pedía a los dioses como un ciego pide ver la luz del día.
Cuántos médicos había consultado, cuántos magos. Cuántas hierbas y brebajes había probado sin ninguna utilidad, sin ninguna esperanza. Temía además por su marido, Karda, quien se entristecía más y más al ver que los años pasaban sin que le llegara un niño que gatease por la casa, calentando así su ánimo y perpetuando su estirpe. La última vez que se despidió de ella, cuando se dirigía a Menfis donde trabajaba en la construcción de la pirámide, la amenazó con volverse a casar si no tenía un hijo. Pasaba un mes, dos, diez meses inspeccionando su cuerpo, buscando continuamente en él algún signo del embarazo; todo sin ningún resultado y sin la mínima esperanza. ¡Dios! ¿Por qué los dioses la privaban de la maternidad? ¿Para qué la habían creado mujer? Una mujer no es tal si no es madre, como un vino que no embriaga, una flor sin olor o un creyente sin fe. Qué desgracia.
Entonces oyó una voz débil que la llamaba: «Zaya», y corrió al cajón, lo levantó y lo apartó. Vio a su señora con el niño dormido en su regazo; estaba agotada y su rostro, normalmente moreno y hermoso, tenía un tono amarillento. Le preguntó: « ¿Cómo estáis, mi señora?».
Ella contestó débilmente:
-Bien, gracias a Dios... ¿Nos amenaza algún peligro ahora, Zaya?
La sirviente respondió:
-Tranquilizaos, mi señora, el peligro está lejos de vos y del niño.
La mujer respiró profundamente y preguntó:
-¿Nos queda todavía mucho tiempo de viaje?
Zaya señaló con delicadeza:
-Queda todavía una hora como mínimo, es mejor que durmáis, ¡y que Dios os guarde!
La mujer suspiró y se volvió hacia el pequeño que dormía a su lado; su rostro, pálido aunque hermoso, se llenó de cariño y ternura. A continuación cerró los ojos intentando dormir. Zaya los miraba a ella y al niño; veía la maternidad dulce y feliz a pesar del dolor y el miedo... ¡Qué hermosos! ¡Ojalá ella pudiera saborear la maternidad, aunque fuera una sola vez, aunque tuviera que dar la vida por ella! Pero los dioses no tenían compasión, de nada servían las súplicas y Karda no aceptaba excusas... ¡Quizá no pasaría mucho tiempo sin que él se divorciase, dejándola sola y abandonada! Su mirada pasó de la madre a los dos bueyes y dijo suspirando:
-Si yo tuviera un niño como éste. ¿Y si lo cogiera y lo adoptara, puesto que los dioses me han negado la maternidad natural?
Estas palabras no encerraban malas intenciones; sin embargo, a veces se desea lo imposible, aquello que no se puede realizar por miedo o por piedad.
Zaya deseaba, volaba feliz con las alas de su imaginación, se veía a sí misma llegando con aquel hermoso niño ante Karda y diciéndole: «He tenido este hermoso niño para ti». Veía a su marido arrebatado de alegría, besándola a ella y al pequeño Djedef y abrazándolos juntos. Embriagada de su felicidad imaginaria se tendió sobre el costado derecho, cogiendo con una mano las riendas de los bueyes y apoyando la cabeza en la otra, abandonándose al mundo de los sueños. Sin saberlo, el sueño cubrió suavemente sus párpados y se durmió, como la luz del sol que se desvanece en el horizonte de poniente.
Cuando Zaya recobró el sentido, pensó que se hallaba en su cama, en el palacio de su señor el sacerdote de Ra, por la mañana. Alargó la mano para cubrirse con la sábana al sentir una ligera corriente de aire frío; su mano se clavó en lo que parecía ser arena. Abrió los ojos sorprendida y vio un mundo en tinieblas y un cielo adornado de estrellas. Sintió un extraño escalofrío recorriendo su cuerpo... y recordó el carro, a su señora Radde Didit, a su hijito fugitivo y todos los recuerdos que el sueño había interrumpido.
Pero, ¿dónde estaban, y qué hora era?
Miró a su alrededor y vio que las tinieblas la rodeaban por tres lados mientras que por el cuarto se distinguía una luz débil en la lejanía que sin duda provenía de las aldeas diseminadas a lo largo del Nilo. Aparte de eso, no había ninguna otra señal de vida en el lugar en el que se habían perdido los bueyes.
Entonces, el miedo a la soledad se apoderó de ella, y se acurrucó temblando. Sus dientes castañeteaban mientras miraba las tinieblas, esperando lo peor.
Le pareció ver en el horizonte la silueta de una caravana de beduinos. Recordaba fragmentos de lo que se contaba sobre las tribus del Sinaí, sobre cómo pillaban las aldeas y atacaban a la gente que se extraviaba, sobre cómo asaltaban las caravanas. Sin duda, el carro lleno de trigo que ella guiaba constituía un botín atractivo, con los dos bueyes que tiraban de él y las dos mujeres que harían las delicias del jefe de la tribu. El miedo la hizo enloquecer, así que empezó a tantear la arena a su alrededor, hasta que su mirada recayó en la mujer dormida y su niño. Sus caras resplandecían bajo la luz débil de las estrellas. Tendió la mano inconscientemente hacia el pequeño y lo levantó con cuidado. Le arregló el pañal y echó a correr como el viento hacia las luces de la ciudad. Mientras corría, le pareció oír una voz que llamaba asustada; pensó que los beduinos habían rodeado a su ama y, todavía más asustada, redobló la velocidad sin que se lo impidieran ni las montañas de arena, ni su amada carga, ni el cansancio atroz; era como si estuviese cayendo por un precipicio, sin poderse controlar. Quizá se había adentrado poco o mucho en el desierto, o quizá había quemado etapas, más de lo que pudiera imaginarse, porque empezó a sentir tierra firme bajo sus pies, como la de un camino del desierto. Miró hacia atrás y no vio más que tinieblas; en aquel momento sus fuerzas enloquecidas se habían ya consumido y su marcha se hizo más lenta, sus pasos más pesados. Cayó sobre las rodillas jadeando intensamente. Todavía estaba asustada, pero no podía moverse, como presa de una pesadilla en la que los peligros la persiguieran sin que las piernas la obedeciesen, empezó a girarse a derecha e izquierda sin saber en qué lado estaba la salvación y dónde la acechaba la muerte.
Le pareció oír ruido de ruedas y relinchos de caballos. ¿Eran ruedas de carros y caballos con jinetes o tal vez la sangre que retumbaba en sus oídos y sus sienes? Sin embargo, las voces se hicieron más claras y se confirmaron, y aparecieron las siluetas de unos jinetes que venían del Norte. No sabía si traían su salvación o su ruina; sin embargo, no podía esconderse porque Djedef gritaba y gemía y, de rodillas en medio del camino como estaba, la hubieran atropellado las puedas de los carros. Así es que alzó la voz y gritó: «Socorro, jinetes».
Repitió varias veces su petición de ayuda, abandonándose a su destino. Un jinete llegó corriendo y se paró cerca de ella. Oyó una voz que preguntaba quién estaba gritando, una voz que le pareció conocida, y apretó al niño contra su pecho por precaución. Fingiendo un rudo acento de aldeana cambió su tono de voz:
-¡Estoy condenada! No tengo fuerzas para continuar el camino, y las tinieblas se me han echado encima. Este es mi hijo, casi muerto por el frío y la humedad de la noche.
El que había hablado antes le preguntó:
-¿Hacia dónde te diriges?
Zaya dijo, tranquilizada porque había reconocido a las tropas egipcias:
-Mi señor, me dirijo hacia Menfis.
El hombre rió y dijo sorprendido:
-¿Hacia Menfis, mujer? ¿No sabes que una caravana tarda dos horas en llegar?
Zaya dijo avergonzada:
-He caminado desde la tarde, he tenido que emigrar por falta de qué comer, y pensaba poder llegar a Menfis antes de medianoche.
-¿A quién tienes en Menfis?
-A mi marido, Karda, quien trabaja en la construcción de la pirámide de nuestro señor el faraón.
El hombre se inclinó hacia alguien que se encontraba en la carroza que había a la izquierda y le dijo unas palabras en voz baja. Entonces dijo:
-Lo mejor será que un soldado la acompañe hasta su pueblo.
El primero dijo:
-No, Jomini, en su pueblo no encontrará más que hambre y miseria. La llevaremos con nosotros a Menfis.
Jomini cumplió con las órdenes de su señor, se apeó de su carroza, se acercó a la mujer y la ayudó a levantarse. Dirigiéndose a la carroza más cercana la ayudó a montar con su hijo acompañados del soldado de aquella carroza.
El faraón se volvió hacia el ingeniero Mirabó y le dijo:
-Tu sensible corazón está afectado al haber tenido que contemplar la muerte de un niño inocente y su madre, degollados sin haber cometido ningún pecado; pero no acuses a tu señor de crueldad. Mira cómo me complazco en acompañar a una mujer hambrienta y a su bebé para protegerlos del frío y el hambre y llevarlos a un pueblo por el que no tenía intención de pasar. El faraón es misericordioso con sus súbditos. Y no lo era menos cuando salí para acabar con aquel desgraciado niño; los actos de los reyes son como los de los dioses, a veces brutales, pero en esencia nobles.
Intervino el príncipe Rejaef:
-Ingeniero Mirabó, debería asombrarte esa terrible fuerza de voluntad que ha triunfado sobre el destino.
Jomini volvió a la carroza y el rey ordenó al conductor de la suya que prosiguiera la marcha. La caravana se dirigió hacia Menfis surcando las tinieblas.
VII
Zaya llegó a Menfis poco antes de la medianoche en la caravana del faraón. El rey le había regalado dos lingotes de oro ella se postró a sus pies agradecida, pensando que se tratase de un gran general, pues le había despedido en las tinieblas de la noche sin ver su rostro ni que él viera el de ella. Se encontraba agotada físicamente y llena de temor, y suspiraba por hallarse a solas en su habitación. Preguntó a un policía dónde podía encontrar una humilde posada para pasar el resto de la noche, y cuando se encontró a solas con el niño suspiró profundamente y se echó en la cama. Fue como si al echarse hubiera soltado las riendas al dolor físico y a los temores de su corazón; sin embargo, éstos sobrepujaban al dolor físico y dominaban sus sentimientos. Sin ánimo, temblando de miedo, no dejaba de pensar en su ama, cuyo hijo había robado dejándola en un carro perdido en medio del desierto, rodeada por las tinieblas, sola a merced de los salteadores despiadados y sin compasión. Quizás en ese mismo momento fuera su prisionera, y la estuvieran sometiendo a toda clase de tormentos, a la esclavitud y a la servidumbre, y ella estuviera comunicando sus penas y aflicciones a los dioses, así como la traición que había sufrido.
Zaya se estremecía todavía más, y se retorcía en la cama a derecha e izquierda mientras los fantasmas de su desgracia la perseguían aguijoneándola dolorosamente. Intentó dormir para recuperarse de las desgracias de aquella noche terrible, pero le costó mucho conciliar el sueño. atormentada por aquel infierno.
Se despertó al oír los lamentos del niño. Los rayos del sol entraban por el tragaluz de la habitación tapizando el suelo de luz, se inclinó sobre el niño y lo movió delicadamente, besándole la boca con cariño. El sueño la había curado y tranquilizado, aunque su corazón estaba todavía angustiado. Sin embargo, el pequeño consiguió atraer su atención y liberarla de los tormentos de la noche. Intentó calmarlo, pero él lloraba aún más, y empezó a plantearse el problema de su alimentación, sin saber cómo resolverlo. Sin embargo, en seguida encontró una solución; se acercó a la puerta y dio una palmada. Pronto llegó una vieja que le preguntó qué quería; ella le pidió media libra de leche de cabra.
Cogiendo en sus brazos al niño, cruzaba la habitación de un lado a otro, hasta que finalmente le puso un pezón en la boca para distraerlo. Viendo su hermosa carita lanzó un repentino grito de alegría, como si ésta hubiera entrado en su corazón de hurtadillas, inadvertidamente: «Sonríe, Djedef, alégrate, porque pronto verás a tu padre».
Pero al momento suspiró y se dijo a sí misma con miedo:
-Después de todo, puedo quedarme con él: sus padres están muertos.
En cuanto a su madre, la habrían hecho prisionera los beduinos y ella -Zaya- no hubiera podido hacer nada por salvarla. Si hubiera tardado un instante más en huir, habría caído como ella en manos de los beduinos, y no podía cargar con el peso de un crimen que no había cometido ni tenía intención de cometer. En cuanto a su padre, sin duda lo habían matado las tropas del faraón como venganza por haber hecho escapar a su mujer y a su hijo.
Este pensamiento la tranquilizó y se lo repitió otra vez para satisfacer a su conciencia y eliminar los fantasmas del miedo y el dolor; se repetía que había obrado bien al huir llevándose al pequeño. Si se hubiera quedado al lado de su ama, no habría podido hacer nada por salvarla de los enemigos y hubiera perecido junto a ella. No podía cargarla y arrastrarla y no hubiera sido justo dejar al niño en su regazo para que lo matasen los hombres del Sinaí. Había hecho bien al huir y llevarse al niño. No debía tener miedo y no hacía falta que se entristeciera.
Pero ¡qué dulce era aquella idea! Sobre todo si pensaba que ahora era la única madre de Djedef. Ella y sólo ella, y Karda era su padre. Y como si quisiera reafirmarse en aquella verdad, empezó a llamarle canturreando:
-Djedefre , hijo de Karda, Djedefre, hijo de Zaya.
Llegó la vieja con la leche de cabra y la madre adoptiva se puso a alimentar artificialmente a su pequeño hasta que le pareció que estaba sacio. No le quedaba más que prepararse para salir a buscar a Karda; se bañó, se peinó, se puso el manto sobre los hombros y salió de la posada llevando a su hijo en brazos.
Como de costumbre, las calles de Menfis estaban repletas de gente de paso, a pie y a caballo, hombres y mujeres, nacionales, residentes y extranjeros. Zaya no conocía el camino hacia la meseta sagrada y se lo preguntó a un policía, quien le respondió que ésta se hallaba al sureste de las murallas de Menfis, a dos horas o más a pie o media hora a caballo. Sus manos estaban llenas de piezas de plata, así que alquiló una carroza de dos caballos y se sentó tranquila y feliz.
En seguida se dejó llevar por sus sueños, que la llevaron a un mundo de felicidad; su imaginación precedió a la carroza hasta Karda, su querido marido, con sus brazos fuertes y su rostro moreno. Qué bello, con su túnica corta que dejaba ver sus piernas de hierro. Cuánto amaba su rostro alargado con su frente estrecha y su nariz grande, sus ojos anchos y su voz ruda, con su puro acento tebano. Cuánto deseaba abrazarle, besar su boca, oír su voz. En ocasión de uno de aquellos besos tras una larga ausencia le había dicho en broma: «Ven, mujer... me siento como la tierra del desierto, que absorbe toda el agua, y en la cual no crece nada». Pero esta vez no iba a decir lo mismo, ¡cómo iba a decirlo cuando ella llevaba entre los brazos lo más bello que puede llevar una madre! Sin duda, la miraría desconcertado, y los duros músculos de su cara se aflojarían. Sus brillantes ojos la mirarían con ternura, deshechos de afecto y emoción, y exclamaría sin poder contener su alegría: « ¡Finalmente has tenido un hijo, Zaya! ¿Es en verdad mi hijo? Ven aquí... ven aquí».
Y ella le diría, levantando la cabeza con orgullo: «Coge a tu hijo, Karda, bésale el piececito y da gracias a Dios... es un varón y le he puesto Djedef». Juró que regresaría con su mando a Tebas, su lugar de origen, porque aún sentía miedo, sin saber por qué, del Norte y su gente. En la bella Tebas, bajo la protección del dios Amón, cuidaría de su hijo y de su marido, y viviría la vida de la que había sido privada durante tanto tiempo.
Un gran alboroto la despertó de sus sueños; miró hacia la carretera y vio que la carroza subía por una cuesta llena de curvas y que el hombre azotaba a los caballos. Desde su asiento no podía ver lo que había encima de la colina, pero llegaban a sus oídos ruido de voces y herramientas y los cánticos de los trabajadores. Entre éstos reconoció una canción que Karda canturreaba en los momentos de dicha:
Somos los hombres del Sur, nos traen las aguas del Nilo
De la tierra donde viven los dioses y los faraones Ante nosotros se extienden la fertilidad y los cultivos
Mira esas ciudades florecientes, las columnas de los templos
Antes de nuestra llegada eran pasto de las bestias y los cuervos
Dominamos el desierto y las poderosas aguas
Pregunta por nosotros a los nubios o a las tribus del Sinaí
Pregunta por nuestro coraje a nuestras mujeres que nos esperan castamente.
Escuchó a centenares repitiéndola juntos con entusiasmo, y su corazón voló hacia ese lugar como una tórtola al oír el arrullo de su compañero, cantando junto a ellos.
La carroza llegó a la cima de la colina después de cruzar el camino llamado «el valle de la muerte». Zaya se apeó y se dirigió hacia la gran concentración de gente que trabajaba allí como un imponente ejército. En su marcha pasó ante el templo de Osiris, la esfinge y las mastabas de los antepasados, quienes se hicieron merecedores por sus obras en este mundo de morar eternamente en aquella tierra inmaculada. Vio el largo río que los trabajadores estaban excavando hasta la colina. Lo cruzaban grandes barcazas cargadas de gigantescas rocas. En el muelle las esperaban los trabajadores en columnas de carros. A lo lejos se distinguían los fundamentos de la pirámide, inalcanzables con la mirada; en su superficie los trabajadores eran numerosos como las estrellas en el cielo... Los cánticos, las voces y los gritos de los jefes se mezclaban con las órdenes de los vigilantes y los golpes de las herramientas. Zaya se paró perpleja con el niño en las manos, girándose a derecha e izquierda; era inútil llamar en aquel vasto océano, sus ojos recorrían en vano los rostros de los trabajadores.
Un vigilante pasó por su lado y, extrañándose por su aspecto, se acercó y la interpeló con voz ronca:
-¿Qué habéis venido a hacer aquí, señora?
Le respondió inocentemente:
-Estoy buscando a mi marido, Karda.
El vigilante frunció el ceño, intentando recordar:
-¿Karda? ¿Es un vigilante o un ingeniero?
Respondió avergonzada:
-Es un trabajador, mi señor.
El hombre soltó una carcajada irónica y le dijo, señalándole un edificio cercano:
-Preguntad por él en la oficina del inspector.
Zaya se dirigió hacia allí. Era un edificio mediano, de hermoso aspecto. Un vigilante que hacia guardia ante la puerta le cortó el paso a Zaya, pero cuando ésta le informó de su propósito la dejó entrar. Era una habitación espaciosa en la cual se alineaban los escritorios de los empleados. La pared estaba llena de estantes con montones de papiros, y al fondo vio la puerta entreabierta que le indicaba el soldado con su bastón; la cruzó y entró en una habitación más pequeña, de mejor aspecto y con muebles más caros que la anterior. En un rincón, detrás de un gran escritorio, estaba sentado un hombre gordo de piernas rechonchas; le distinguía una gran cabeza y una nariz grande y corta en una cara llena, labios gruesos, mejillas hinchadas como dos odrecillos, ojos saltones y párpados pesados. Estaba sentado en una postura orgullosa y yana, inclinado sobre lo que tenía delante mostrando autoridad y altivez.
-¿Qué quieres, mujer?
Zaya se sintió llena de embarazo y temor, y dijo con voz agitada y débil:
-He venido a buscar a mi marido.
Le preguntó en el mismo tono:
-¿Y quién es tu marido?
-Un trabajador, mi señor.
Golpeó el escritorio con el puño y dijo con voz agresiva, como si resonase en una bóveda:
-¿Por qué motivo debes distraerlo de su trabajo y molestarnos a nosotros?
Zaya, asustada, se quedó sin saber qué responder. Él la miró y vio su linda cara alargada de tez oscura, sus ojos cálidos y dulces, su tierna juventud, y le dio pena leer el miedo en aquel rostro hermoso como la aurora, pues su vanidad y orgullo eran sólo una fachada tras la cual se escondían sentimientos delicados. Sintió simpatía por la mujer y le dijo con su voz hueca, pero en un tono tan delicado como pudo:
-¿Y por qué buscas a tu marido, mujer?
Zaya suspiró aliviada, su miedo desapareció y dijo, como en un reproche:
-Vengo de Awn, me he quedado sin medios de subsistencia. Señor, quiero que él sepa que estoy aquí.
El inspector vio al niño que llevaba en brazos y dijo en tono de duda:
-¿De verdad has venido por ese motivo, o más bien para anunciarle este nacimiento?
Zaya se ruborizó, el hombre la miró un instante extasiado y finalmente le preguntó:
-Bien... ¿de dónde es tu marido?
-De Awn, mi señor, pero vive en Tebas.
-¿Cómo se llama?
-Karda, hijo de An, mí señor.
El inspector llamó a un secretario y le dijo con la presuntuosa voz de mando que había dejado de lado debido a los ojos de Zaya:
-Karda, hijo de An, de Awn.
El secretario se fue a buscar entre sus cuadernos. Extrajo uno de ellos y hurgó entre sus hojas buscando la letra «ka» el nombre de Karda. Luego volvió hacia su superior, se inclinó hacia él y le murmuró algo al oído; a continuación regresó a su trabajo.
El aspecto del inspector se ensombreció, y miró largamente a la cara de la mujer. Luego dijo en voz baja y tranquila:
-Mi señora, siento tener que daros esta noticia, pero vuestro marido falleció en el campo de trabajo, cumpliendo con su deber.
La palabra muerte golpeó los oídos de la mujer, y de su pecho salió un grito de terror. Permaneció un instante como ausente y a continuación le preguntó al inspector con dolorosa resignación:
-¿De verdad ha muerto mi marido, Karda, hijo de An?
Le respondió con pesar:
-Sí, mi señora, tened paciencia.
-Pero, ¿cómo podéis saberlo?
-Es lo que me ha dicho mi secretario después de comprobar el registro de los trabajadores de Awn.
-Pero los nombres se parecen, la vista le puede haber engañado.
El inspector pidió que le trajeran el cuaderno y lo comprobó por sí mismo. Sacudió la cabeza con pesar y miró a la mujer, cuyo rostro se había teñido del color amarillo de la muerte. La esperanza dibujó en sus ojos una mirada de súplica y ruego:
-Tened paciencia, mi señora, acatad la voluntad de los dioses.
La débil luz de la esperanza se apagó, y la mujer rompió a llorar. El inspector pidió que le trajeran una silla, y empezó a decirle:
-Tened valor, tened valor.., es la voluntad de los dioses.
Sin embargo, a Zaya se le aparecía la esperanza como un espejismo al que tiene sed en el desierto, y le preguntó:
-Mi señor, ¿no podría ser el muerto otro que llevara el nombre de mi marido?
El inspector dijo, seguro de sus palabras:
-Karda, hijo de An es el único trabajador de Awn que ha muerto.
La mujer gritó con dolor:
-Para mi desgracia... ¿acaso el destino no ha encontrado otro objetivo contra el que lanzar sus flechas?
-Calmaos...
-No tenía a nadie más que a él, mi señor.
El inspector, de buen corazón, dijo como si quisiera tranquilizarla:
-El faraón no olvida a sus fieles siervos, y se compadece de los que mueren en el servicio... escuchadme; el rey ha mandado hacer unas casas para las familias de los trabajadores fallecidos durante el trabajo. Las casas han sido construidas en la ladera de la colina, y decenas de mujeres y niños se han refugiado en ellas. El rey les ha concedido una pensión mensual y ha decidido emplear a sus parientes como vigilantes... ¿tienes algún pariente que desees designar para vigilar a los trabajadores?
Zaya respondió sollozando:
-No tengo a nadie en este mundo más que a este niño.
-Se os dará una habitación limpia y no tendréis que mendigar.
Así fue como Zaya salió de la habitación del inspector, viuda y desesperada, llorando a su desgraciado marido.
VIII
Las casas que el faraón había mandado construir para los trabajadores muertos en acto de servicio se encontraban fuera de las blancas murallas de Menfis, al este de la colina sagrada. Eran casas medianas de dos pisos, con cuatro amplias habitaciones en cada uno. Zaya y su hijo ocupaban una de éstas. Se había acostumbrado a vivir entre aquella congregación de viudas, madres que habían perdido a sus hijos, y niños. Las había que todavía lloraban a sus muertos, mientras que otras ya tenían cicatrizadas las heridas y el tiempo había borrado sus tristezas. Formaban un grupo emprendedor y activo; los niños se ocupaban de distribuir el agua a los trabajadores mientras las mujeres comerciaban con las comidas y la cerveza. Aquel desgraciado barrio se convirtió en un mercado floreciente y barato que atraía a los trabajadores, anunciando su futuro de ciudad esplendorosa. Los primeros días de Zaya en su nueva vivienda transcurrieron en continuos llantos por su fallecido marido. Ni lo abundante de su pensión ni las atenciones de Bisharo, el inspector general de las pirámides, conseguían aligerar sus penas. Sin embargo, si los afligidos supieran que la muerte borra los recuerdos y que las tristezas desaparecen del corazón de los vivos con la misma rapidez con la que desaparece el muerto, se ahorrarían tantas tristezas en vano y tantas penas. Los problemas cotidianos le hicieron olvidar y la consolaron de la amargura de la muerte; se aburría en su nueva vivienda cuando apenas habían pasado unos pocos meses, convencida de que aquél no era el lugar apropiado para ella ni para su hijo, pero no tenía más remedio que tener paciencia y callar.
El inspector Bisharo la visitó a menudo durante aquellos meses, porque lo hacia cada vez que iba a inspeccionar el estado de las viviendas. Es verdad que visitaba a muchas viudas, pero con Zaya era diferente. Sin duda las había tan desgraciadas como ella o más todavía, pero ninguna tenía sus ojos dulces y cálidos ni su cuerpo esbelto y suave. Zaya se decía, sumida en sus reflexiones: «Qué hombre más bueno; bajito, gordito, de rasgos rudos, cuarenta años como mínimo, pero con un gran corazón». Había observado cómo se alteraba su expresión cuando miraba su cuerpo esbelto, y cómo la timidez sustituía a la presunción y el orgullo en su mirada. Cuando se intercambiaban frases amables se quedaba clavado en su sitio durante unos segundos como un jabalí rodeado. En el corazón de Zaya nacieron ciertas ambiciones, y desenvainó sus armas para hacerse con el gran inspector. En una ocasión aprovechó su visita para quejarse de la soledad y la tristeza de su situación. Le dijo:
-Quizá pudiera ser útil en otro lugar, mi señor, he servido durante un tiempo en el palacio de uno de los próceres de Awn, y conozco todo lo relativo al servicio doméstico.
El hombre arqueó las cejas y miró a la viuda con avidez:
-Entiendo, Zaya, no te quejas de la inactividad, sino de que estás acostumbrada a vivir en palacios y no puedes habituarte a esta vida miserable.
La muy astuta sonrió con coquetería y, descubriendo la linda carita de Djedef, dijo:
-¿Acaso un lugar así es adecuado para un rostro tan hermoso?
El inspector le respondió:
-Ni para él ni para ti, Zaya.
Ella se ruborizó. Dijo el inspector:
-Yo tengo ese palacio que quieres, y quizá él también te necesite a ti.
-Estoy a las órdenes de mi señor.
-Mi mujer murió dejándome dos niños; tengo cuatro sirvientas, ¿quieres ser la quinta?
Aquel mismo día, Zaya se mudó de aquella residencia de desgraciadas al harén del hermoso palacio del inspector de las pirámides Bisharo, cuyo jardín se extendía hasta el sagrado Nilo. Se mudó allí como sirvienta, pero era distinta de las otras. El ambiente estaba libre para desarrollar sus encantos y su magia, porque en el palacio no había ninguna ama que mandase, y en seguida se ganó el afecto de los dos hijos del inspector, que la ayudaron a ganar el corazón de su señor. Pronto triunfó y se casaron; se convirtió así en la mujer del inspector Bisharo, en la dueña del palacio y en la supervisora de la educación de sus dos hijos, Jana y Nafa. Su astucia no le falló nunca, y desde el principio se juró que no iba a descuidar el trato de aquellos dos niños y que iba a ser una madre buena y afectuosa para ellos, y así es como la fortuna sonrió a Zaya después de tantos malos tragos.
IX
El destino quiso que en aquel palacio transcurriera la holgada niñez de Djedef El niño gozó de una infancia inmaculada durante tres años -como era la costumbre en Egipto en aquellos tiempos-, durante los cuales no se separó de su madre más que para dormir. Aquellos años dejaron una huella imborrable en el pecho de Zaya, que lo colmó de amor materno y de ternura. Sobre la primera infancia de Djedef nada podemos contar que no sean superficialidades, porque constituye -como la de todos los niños- un secreto sellado, una felicidad encerrada en un frasco de perfume cuyo contenido sólo conocen los dioses, quienes los cuidan y los inspiran. Lo más que podemos decir es que creció rápidamente como los árboles de Egipto bajo el sol ardiente, y que su alma se abría mostrando su bondad como una flor por cuyo tallo corriera la savia de la vida, vivificada por el espíritu de la belleza, y que era la felicidad de Zaya y la luz de sus ojos, además de ser el juguete preferido de Nafa y de Jana, quienes lo cogían para besarlo y enseñarle a hablar y a caminar. Terminó su primera infancia sabiendo hacer no pocas cosas; decía «mamá» a Zaya y su madre le enseñó a llamar «papi» a Bisharo, que le besaba con alegría cada vez que lo hacía. Se alegraba al contemplar su linda cara, hermosa como la flor de loto. Su madre no paró hasta enseñarle a pronunciar el nombre de Ra, y se lo hacía decir cada noche antes de irse a la cama y al despertarse, para procurarle la simpatía del dios.
Cuando cumplió los tres años se separó del regazo de Zaya y empezó a gatear por la habitación de su madre y a caminar apoyándose en las sillas y otros muebles entre el corredor y las habitaciones. Su curiosidad le llevaba a fijarse en los colores de los cojines, los adornos de las mesas y los dibujos de las paredes, así como en todo tipo de objetos curiosos que encontraba por el suelo o en las lámparas colgadas del techo. Su manita jugaba con todo lo que podía alcanzar, e intentaba coger cualquier objeto precioso que veía y, si no podía alcanzarlo, gritaba «Ra» o lanzaba un suspiro profundo y continuaba caminando, jugando a buscar y a descubrir. A menudo, el inspector Bisharo le traía preciados tesoros: un caballo de madera, un cocodrilo con la boca abierta, un pequeño carro de guerra... Con ellos vivía en otro mundo al cual otorgaba la vida y donde era el dueño del futuro; decía ¡sed!, y las cosas eran: el caballo de madera tenía vida propia, así como el cocodrilo con la boca abierta, e incluso el carro de guerra tenía su vida y sus deseos. Les hablaba y le respondían, obedecían a sus órdenes y en todo momento le descubrían secretos de las cosas que a menudo están ocultos para los adultos.
En aquellos días nació Gamurka, de padres con pedigrí, y Djedef lo acogió en secreto y le dejó su habitación como refugio. Desde aquel primer momento se afianzó su amor mutuo. El afecto que Djedef sentía por su amiguito hizo que creciera desde el principio en su regazo, que lo vigilara durante el sueño como su misma sombra y que lo bautizara, con su dulce habla, «Gamurka». El primer ladrido del perrito fue para él y los primeros movimientos de su cola fueron para recibirle a él. Sin embargo, por desgracia, la vida de Gamurka no estaba exenta de pesares, pues el cocodrilo con la boca abierta le acechaba para turbar su ánimo; cada vez que lo veía ladraba, sus ojos brillaban y su colita se ponía tiesa, corriendo de un lado a otro, y no paraba hasta que Djedef escondía al terrible cocodrilo.
Apenas se separaban. Cuando Djedef se iba a la cama, Gamurka se dormía a su lado, y cuando él se sentaba para descansar -lo cual no sucedía casi nunca- se sentaba ante él y estiraba las patas o le lamía las mejillas y las manos en señal de afecto. Le seguía cuando paseaba por el jardín y montaba con él en el barquito de juguete cuando Zaya quería entretenerlos en la alberca del palacio. Asomaban la cabeza por la borda, mirando sus imágenes reflejadas en el agua; Gamurka no paraba de ladrar, y Djedef se asombraba al ver a aquel pequeño tan lindo que tanto se le parecía y que vivía dentro de la alberca.
Cuando llegaba la primavera, en el cielo resonaban los cantos de los pájaros, el grueso manto del invierno se rompía para dejar paso a la espléndida luz del sol, y la creación celebraba la fiesta de la primavera; los árboles se vestían sus brocados y los arbustos se cubrían de rosas y mirtos. El amor penetraba en los corazones. Entonces practicaban a menudo con la barca en el agua; dejaban a los niños en taparrabos y Jana y Nafa saltaban al agua, nadaban y jugaban a pelota. Djedef se quedaba mirándoles al lado de Gamurka con alegría y envidia; a veces preguntaba a su madre si podía hacerlo él también. Ella le cogía por debajo de los brazos y lo sumergía en el agua hasta la cintura, entonces él jugaba con los pies y lanzaba gritos de alegría.
Cuando se cansaban de jugar regresaban todos juntos a su pabellón veraniego en el jardín, donde Zaya se sentaba en su diván, y ante ella Djedef, Jana y Nafa, con Gamurka que estiraba las patas, y les contaba la historia del marinero cuya embarcación se había estrellado contra las rocas y a quien las olas habían arrastrado, sobre un tablón de madera, hasta una isla abandonada. Les contaba cómo se le había aparecido el terrible dragón propietario de la isla y cómo estuvo a punto de acabar con él, pero al saber que era un hombre honrado y creyente, súbdito del faraón, le había regalado una nave cargada de preciosos tesoros con la que regresó sano y salvo a su casa. Djedef no entendía sus palabras, pero las seguía con sus ojos negros y hermosos; era amado y feliz. ¡Quién podía dejar de amarlo, con aquellos ojos negrísimos, aquella nariz larga y recta y aquel ánimo alegre y jovial! Era encantador cuando hablaba y cuando estaba callado, cuando jugaba y cuando reposaba, cuando estaba contento y cuando se enojaba. Su vida estaba hecha de amor, diversión y fantasía. Vivía como los inmortales, sin importarle el mañana.
Cuando cumplió cinco años, la vida empezó a mostrarle alguno de sus secretos. En aquel tiempo Jana tenía once años y Nafa diez, y habían terminado la escuela primaria. Jana decidió estudiar en la escuela de Ptah para continuar su educación y especializarse en religión y ética, ciencias y política, porque el muchacho sentía inclinación por los estudios y amaba la sabiduría, y deseaba ocupar un cargo religioso o en la justicia. En cuanto a Nafa, no dudó en escoger la escuela de bellas artes de Keops, porque amaba el dibujo y la pintura.
A Djedef le tocó el turno de frecuentar la escuela primaria, lo cual le obligó a alejarse de Zaya y de Gamurka y de su mundo de sueños durante cuatro horas al día, que pasaba con otros niños y con extraños, aprendiendo a leer y a escribir, así como rudimentos de aritmética, geometría, religión, ética y educación patriótica.
Lo primero que le dijeron el primer día fue:
-Tenéis que estar extremadamente atentos. El que no quiera, que sepa que los oídos se encuentran encima de las mejillas, y que le aguzaremos el oído a bofetadas.
Por primera vez, el bastón entraba a formar parte de la educación de Djedef, aunque él mostraba una particular disposición para aprender, atendiendo con grande anhelo a las lecciones de lengua jeroglífica y sobresaliendo en cuestiones de aritmética.
El profesor de ética influyó mucho en él; tenía una personalidad fuerte y encantadora, sonreía dulcemente e infundía amor y tranquilidad en sus alumnos. Además, Djedef le encontraba un parecido con su padre Bisharo en el volumen de su cuerpo, en sus labios hinchados y en la voz gruesa y potente. Ponía toda su atención en sus explicaciones cuando decía: «Mirad lo que dice nuestro sabio Qaqimna -santificado sea su espíritu que está en los cielos-: "Guárdate de perseverar en la rebeldía, pues te ganarás el castigo de los dioses", y también: "la poca educación no es más que estupidez y bajeza" y "si te invitan a un banquete y te ofrecen los más delicados manjares, no te abalances sobre ellos o te considerarán un glotón, pues un sorbo de agua sacia al que tiene sed y un pedazo de pan basta para alimentar el cuerpo"». Luego les contaba fábulas e historias y a menudo les decía: «Vosotros, niños, no debéis olvidar lo que han sufrido por vosotros vuestras madres; os llevaron en el vientre durante nueve meses y os tuvieron en el regazo durante tres años, alimentándoos con su leche. No las hagáis enfadar, pues dios escucha sus quejas y responde a sus súplicas».
Djedef asistía a sus clases muy atento, le gustaban sus historias, que le afectaban mucho. Estuvo siete años en la escuela primaria, durante los cuales aprendió los rudimentos de las ciencias y dominó la lectura y la escritura.
Durante aquellos años se afianzaron los lazos de amistad que le unían a su hermano Nafa; se sentaba a su lado mientras éste dibujaba, siguiendo con sus seductores ojos aquellos trazos que al unirse formaban las más bellas formas y los más audaces conceptos. Nafa se apoderaba de su corazón con su infatigable sonrisa, con su espíritu alegre y sus graciosos chistes.
También Jana influía claramente en su carácter, a medida que su sabiduría crecía y aprendía teología y ciencias superiores. A Jana le gustaba la caligrafía de Djedef, y le dictaba los apuntes de sus clases, iluminando su joven mente con la luz de Qaqimna, las revelaciones del libro de los muertos y los sortilegios de la poesía de Taya. Éstos se filtraban en su mente delicadamente, pero con un halo de oscuridad que le despertó de su inocencia y le colmó de angustia, de perplejidad y de vida.
También quería a Jana -a pesar de su adustez- y cuando se cansaba de jugar iba a su habitación, siempre con Gamurka, para escribirle sus apuntes o para hojear los dibujos de sus libros. Conocía, a pesar de su corta edad, la figura de Ptah, señor de Menfis, con su cetro con los tres símbolos que representan la energía, la vida y la eternidad, así como a Apis, el becerro sagrado en el cual habitaba el espíritu sagrado de Ptah. Lanzaba sobre Jana un diluvio de preguntas, que éste respondía con paciencia contándole aquellas leyendas que tanto le gustaban. Djedef se sentaba en cuclillas escuchando a su hermano con Gamurka delante, mirándole a él y dando la espalda al maestro y a las lecciones de religión.
Aquella etapa provechosa y feliz terminó. Djedef aprendió todo lo que pudo e incluso superó lo que correspondía a su edad. Era como un rosal en el que crecen hermosas flores aunque no tenga más que unos palmos de altura.
X
Pero el tiempo avanza siempre sin mirar atrás, imponiendo su voluntad a todas las criaturas, que es la del cambio y la renovación: esa es su única manera de soportar el tedio de la eternidad. Unas se consumen y otras se renuevan, unas viven y otras mueren, a unas les sonríe la juventud y otras se marchitan con la edad, algunas se abren a belleza y a la ciencia mientras que otras deben sufrir los embates de la muerte.
La acción del tiempo se dejó sentir en Bisharo: el hombre había cumplido los cincuenta años, su cuerpo estaba fofo y su cabeza se había cubierto de canas. Poco a poco decía adiós a su fuerza y a su juventud y sus nervios se volvían más sensibles. Gritaba cada vez más y reñía a menudo a los trabajadores, pero era como un buey egipcio que muge mucho pero es inofensivo, porque conservó su carácter de siempre, su orgullo y su buen corazón. El era el inspector general de Keops, y ¡ay de quien le hablara olvidando su cargo y su fama! No se cansaba de hablar de sí mismo cada vez que se presentaba la ocasión, y nada lo alegraba tanto como repetir los elogios y alabanzas que recibía. Cuando, a causa de su cargo, debía presentarse ante el faraón, la noticia se difundía hasta el último rincón al que llegaba su propaganda; se enteraban en su casa grandes y pequeños y también sus amigos, y no le bastaba eso, sino que les decía a Jana, Nafa y Djedef: «Venga, difundid la buena noticia entre vuestros compañeros, tenéis que luchar para llegar a donde ha llegado vuestro padre con su lealtad, su esfuerzo y sus altas dotes». Sin embargo, continuó siendo, como siempre, aquel hombre de buen corazón incapaz de hacer daño a nadie y cuyos enfados eran sólo de palabra.
Zaya ya había llegado a los cuarenta, pero la acción del tiempo se veía poco en ella; conservaba su belleza y su lozanía, y la nobleza y el señorío se habían afirmado en su carácter. Quien la viera en el palacio de Bisharo no reconocería a la mujer de aquel trabajador Karda ni a la sirvienta de Radde Didit. Ella misma había enterrado los recuerdos del pasado e impedía a la memoria que se escabullera por los pliegues de la historia para poder dedicarse libremente a su mayor gozo: ser la madre de Djedef. En verdad lo amaba como si lo hubiera llevado nueve meses en su vientre, y su mayor esperanza era verlo crecer y convertirse en un hombre noble y feliz.
En aquellos años Jana había terminado una larga etapa de su enseñanza superior y no le faltaban más que los tres años de especialización. Como el joven sentía inclinación por el estudio y por profundizar en los secretos de la creación, había escogido teología para seguir luego la carrera sacerdotal. Ello no dependía sólo de su elección, porque el sacerdocio requiere una ciencia abundante que no se adquiere sino después de haber superado -tras haber finalizado los estudios superiores incluyendo la especialización difíciles y numerosas opciones teóricas y científicas realizadas durante largos años de estancia en un templo. De todos modos, Jana fue aceptada sin problemas debido a la inteligencia y buen carácter que había mostrado durante sus años escolares. Era como sí no hubiera heredado de su padre más que su voz áspera y hueca; era delgado, de rasgos delicados, tranquilo. Recordaba más bien a su madre, piadosa y religiosa.
En eso era todo lo contrario de su hermano Nafa, quien había heredado de su padre su cuerpo gordito, su cara rechoncha y gran parte de su carácter; era tranquilo y alegre y, afortunadamente, sus rasgos faciales eran un poco más delicados que los de su padre, gruesos y pesados. El joven había obtenido un titulo de dibujo y pintura y, con la ayuda de su padre, había alquilado una casita en la calle Snefru -la principal calle comercial de Menfis-, donde había instalado su taller de pintura y exponía las muestras de su arte. Puso un anuncio en escritura jeroglífica: «Nafa, hijo de Bisharo. Licenciado en el instituto Keops de bellas artes». Trabajaba soñando largas filas de compradores y admiradores.
Tampoco Gamurka había escapado a la acción del tiempo; había crecido y engordado y su pelo negro era más corto. En su cara y en sus colmillos se leían su fuerza y su fiereza, su voz se había hecho áspera y ruda y sus ladridos resonaban con potencia asustando a gatos, zorros y lobos, anunciando hasta la saciedad que el guardián del palacio del inspector estaba despierto. Sin embargo, a pesar de su fiereza era tan delicado como la brisa con su dueño, su amado Djedef, y el tiempo había afianzado aún más los lazos de amor que los unían. Cuando lo llamaba acudía inmediatamente, cuando se le mandaba obedecía y cuando lo reñía él aceptaba en silencio. No necesitaban hablar para entenderse. Gamurka sentía secretamente la llegada de Djedef y corría a recibirle cuando todavía no se le veía. Se percataba asombrosamente de sus secretos, incluso de cosas que escapaban a la mayoría de la gente, y sabia cuándo estaba contento y podía jugar con él y saltar sobre él poniéndole las patas encima del cinturón y cuándo estaba cansado o enfadado, en cuyo caso se sentaba delante de él limitándose a mover la cola.
En cuanto a Djedef, había cumplido doce años, y había llegado el momento de decidir qué dirección tomar en la vida. La verdad es que hasta poco tiempo antes no había pensado en aquella importante cuestión. Hasta entonces se había dedicado a todo un poco, engañando a Jana, quien estaba seguro de que su futuro era el sacerdocio. Pero Nafa, quien, debido a su arte, tenía mejor vista para estas cosas, le observaba mientras nadaba, corría o bailaba; su cuerpo era esbelto y, en su imaginación, lo vestía de militar. «Qué buen soldado», pensaba. Nafa ejercía una gran influencia sobre Djedef debido al amor que los unía, y lo encaminó en aquella dirección, que Zaya aprobaba, y desde aquel día nada atrajo tanto la atención de Zaya como la visión de los soldados, jinetes y escuadrones del ejército.
No iba a ser Bisharo quien se opusiera a la elección de Djedef, pues nunca se había inmiscuido en las decisiones de Jana y Nafa sobre su futuro, pero reflexionaba sobre ello, y un día le dijo, dándose golpecitos en la barriga, mientras estaban todos sentados en su pabellón veraniego:
-Djedef, Djedef, ¡hace cuatro días todavía gateaba! Ahora está estrujándose la cabecita para elegir su camino en la vida, como una persona responsable. Cómo han cambiado los tiempos. Que el destino se apiade de Bisharo hasta que esté terminada la pirámide, pues no será fácil encontrarle un sustituto.
Zaya hizo públicos sus deseos:
-No hace falta pensar mucho; basta mirarle a la cara y observar su cuerpo esbelto y sus piernas bien torneadas para ver inmediatamente a un oficial del ejército del faraón.
Djedef miró a su madre, cuyas palabras expresaban sus propios deseos. Recordaba el escuadrón de carros que había visto cruzando las calles de Menfis el día de la fiesta de Ptah, en filas paralelas y ordenadas, en las que nadie sobresalía más que su vecino ni a derecha ni a izquierda, ni adelante ni atrás, los jinetes montados en sus corceles, erguidos e inmóviles como agujas, con todas las miradas clavadas en ellos, en particular las mujeres.
Sin embargo, Jana no estaba de acuerdo con la decisión de Zaya, y dijo con voz áspera como la de su padre:
-No, madre, Djedef tiene espíritu de sacerdote. Hace mucho que he observado su capacidad para aprender y su inclinación por la ciencia y el conocimiento. Hace tiempo que me somete a sus inteligentes preguntas; el lugar adecuado para él es la universidad de Ptah, no la escuela militar. ¿Qué piensas tú, Djedef?
Djedef era valiente y sincero, y no dudó en exponer su punto de vista:
-Siento decepcionarte esta vez, hermano, pero la verdad es que me atrae la carrera militar.
Jana permaneció en silencio, pero Nafa soltó una carcajada y le dijo a Djedef:
-Has elegido bien, Djedef, tienes aspecto de militar, mi imaginación no me engañaba... si hubieras elegido otra cosa, me habrías decepcionado y habría perdido la confianza en mi mismo.
Bisharo sacudió los hombros mostrando indiferencia:
-A mí me da igual que seas sacerdote o militar; en cualquier caso te quedan algunos meses para pensártelo. Es cosa vuestra, hijos míos. Supongo que difícilmente podréis superar a vuestro padre, y que ninguno de vosotros volverá a desempeñar el importante papel que yo he representado en la vida.
Los meses pasaron sin que Djedef cambiara de opinión, y la familia decidió matricularlo en la escuela militar.
Durante aquel periodo, Bisharo pasó por una crisis de conciencia a causa de su paternidad adoptiva de Djedef. El hombre se preguntaba confuso si debía continuar manteniendo el secreto o si debía confesarle la verdad. Jana y Nafa conocían la verdad, pero nunca habían hablado de ello, ni en público ni en privado, por amor al chico.
Bisharo suponía el impacto que ello podría causar al muchacho, inocente y feliz, y temblaba sólo al pensarlo. Pensaba también en Zaya, imaginando su enfado y su consternación, y callaba por respeto. No pensaba en ello con malas intenciones ni porque no quisiera a Djedef, sino porque creía que la verdad se iba a revelar por si sola si no lo decía nadie, y que era mejor decírselo ahora, porque cuanto más tarde más dolorosa iba a ser. El buen hombre dudaba y no hallaba el coraje necesario y, como tenía que tomar una decisión antes de que Djedef entrara en la escuela militar, le comunicó el secreto a su hijo Jana, pero a éste le asustó el asunto, y le dijo a su padre con profundo dolor y tristeza: -Djedef es nuestro hermano. Es más, el amor que nos une es aún más fuerte que el que hay entre hermanos naturales. ¿Qué mal hay en dejar las cosas tal como están, sin darle al pobre ese golpe tan bajo?
Lo único que le preocupaba en la cuestión de la paternidad era la herencia; sin embargo, los únicos bienes terrenales de Bisharo eran un buen sueldo y un gran palacio, y su paternidad hacia Djedef no afectaba ni a lo uno ni a lo otro. Por eso, temiendo el enfado de Jana, se defendió diciendo:
-Nunca le daré ese golpe, siempre le he llamado hijo mío y continuaré haciéndolo. Le inscribiré en la escuela militar como Djedef, hijo de Bisharo.
En seguida soltó una carcajada y dijo frotándose las manos:
-He ganado un hijo militar.
Y Jana dijo, secándose una lágrima que corría por su mejilla:
-Te has ganado la satisfacción y el perdón de los dioses.
XI
Faltaban solamente unos pocos días para que terminara el mes de Thoth, los últimos que iba a pasar Djedef en casa de Bisharo antes de irse a la escuela militar. Aquellos días fueron cruciales para Zaya, dominada por el desconcierto y la amargura debido a los dos largos meses durante los cuales Djedef desaparecería y los largos años durante los cuales no podría verle más que una vez al mes. La privarían de contemplar su hermoso rostro y de escuchar su querida voz, desaparecería de su corazón aquella tranquilidad que le inspiraba su presencia, aquella felicidad que dominaba todo su ser... ¡Qué dura era la vida! Su corazón estaba lleno de tristeza antes de que le dieran motivo. Nubes de pena cubrían su existencia, como aquellas nubecillas dispersas que el viento arrastra ante los negros nubarrones de los meses de Athyr y Choiak. Cuando cantó el gallo, al alba, anunciando la llegada del nuevo día del mes de Paophi, Zaya se despertó inmediatamente y se sentó en la cama, alterada y triste. Lanzando un cálido suspiro se levantó del lecho y se dirigió con presteza a la habitación de Djedef para despertarle y despedirse de él. Entró de puntillas para no molestarlo y la recibió Gamurka desperezándose. La decepcionó comprobar que el muchacho ya se había levantado sin su ayuda y estaba canturreando el himno «Somos los hijos de Egipto, descendientes de los dioses». El muchacho se había despertado solo, respondiendo al primer toque de su vida militar. Se dio cuenta de la presencia de su madre y acudió lleno de júbilo como un pájaro que recibe la luz de la mañana, se colgó de su cuello y la besó con ternura. Ella le besó en la mejilla, lo levantó por los aires y le besó las piernas. Después lo llevó fuera diciéndole:
-Ven a despedirte de tu padre.
Encontraron a Bisharo todavía durmiendo, roncando y lanzando silbidos desafinados. Ella lo movió con la mano y él se estremeció gritando:
-¿Quién? ¿quién?... ¿Zaya?
Ella se rió y le gritó:
-¿Quieres despedirte de Djedef?
Se sentó en la cama y se frotó los ojos. Luego miró al muchacho a la débil luz de la lámpara y le dijo:
-Djedef... ¿Ya te vas? Ven, dame un beso... Ahora ve y que Ptah te proteja.
Le besó de nuevo con sus gruesos labios y continuó:
-Todavía eres un niño, Djedef, pero llegarás a ser un gran soldado... lo presiento... y los presentimientos de Bisharo, el siervo del faraón, se cumplen siempre... vete en paz, rogaré por ti en el templo.
Djedef besó la mano de su padre y salió en compañía de su madre. Una vez fuera se encontró con Jana y Nafa ya preparados. Nafa se rió y dijo:
-Vamos, valiente soldado, el carro nos espera.
Zaya se inclinó hacia él, afectada, y él levantó hacia ella su cara rebosante de alegría y amor. ¡Ay!, los meses habían pasado de prisa y había llegado el momento del adiós, y ni los besos, ni los abrazos, ni las lágrimas servían para aliviar el dolor. Djedef bajó las escaleras junto a sus hermanos y ocupó su lugar en el carro al lado de ellos. El carro se alejó con sus amados pasajeros, mientras ella les miraba envuelta en lágrimas hasta que desaparecieron en el azul del alba.
XII
El carro «el pasto de Apis» llegó al barrio más hermoso de Menfis, donde se encontraba la escuela militar. Era el momento de la salida del sol, y sin embargo encontraron la vasta explanada que había delante de la escuela abarrotada de gente que deseaba entrar acompañados de uno o más parientes. Todos esperaban que les llegara el turno de ser llamados para ir a ver. Algunos se quedaban dentro de la escuela, otros salían por donde habían entrado.
Aquella mañana era como si la escuela fuera una muestra de caballos de raza y carrozas de lujo, porque no iban a la escuela militar más que los hijos de militares y la flor y nata de los más ricos. Djedef se giraba a derecha e izquierda, encontrando rostros que no le eran extraños porque los reconocía de la escuela básica, lo cual le llenó de alegría y de coraje.
La voz no paraba de llamar y el flujo de estudiantes que entraban por la puerta grande de la escuela era interminable; los había que permanecían dentro, mientras que otros volvían a salir tristes y avergonzados.
Jana contemplaba con frialdad aquella muchedumbre. A Djedef le preocupaba su aspecto, así que le preguntó:
-¿Estás enfadado conmigo, hermano?
Dándole una palmadita en la espalda, le respondió:
-¡Dios me libre, querido Djedef! La vida militar es un proyecto sublime, a condición de que sea considerada como un deber común que hay que cumplir hasta un cierto punto para luego volver a la vida civil. El soldado no debe olvidar ninguna de sus nobles dotes, no debe permitir que se echen a perder. Djedef, estoy seguro de que no olvidarás ninguna de las expectativas que iluminaban tu espíritu en mi habitación. Emprender la carrera militar y dedicarle la vida significa desistir de la condición humana, destruir la vida intelectual y degradarse al rango de animales.
Nafa se echó a reír como de costumbre y dijo:
-La verdad, hermano, es que tú buscas la vida pura y sabia del sacerdote. La gente como yo buscamos la belleza y el placer, pero hay otros -son estos militares- a quienes irrita la reflexión y adoran la fuerza. Alabada sea la madre Isis, que me ha dotado de una inteligencia capaz de percibir la belleza en cada uno de estos animales, pero al fin y al cabo no puedo elegir más que mi vida. La verdad es que la diferencia entre ellos la puede percibir sólo un sabio imparcial, y no creo que exista ese juez.
No tuvieron ocasión de ver a Djedef durante mucho más tiempo, porque la voz llamó «Djedef, hijo de Bisharo». Su corazón palpitó con fuerza, y oyó que Nafa le decía:
-Despídete de nosotros, Djedef, pues es inimaginable que regreses hoy con nosotros.
El muchacho abrazó a sus hermanos y se dirigió hacia la impresionante puerta. Luego entró en una habitación a la derecha, donde le recibió un soldado y le ordenó que se quitara la ropa. Así lo hizo, y se quedó en pie delante de un médico de avanzada edad con una larga barba blanca que lo examinó miembro a miembro y dio un vistazo general a su aspecto, después de lo cual le dijo al soldado: «Aceptado». El muchacho se vistió de nuevo, alegre y contento. El soldado le acompañó al patio de la escuela, donde se unió a los que habían sido aceptados antes que él.
El patio era una vasta explanada tan grande como una aldea entera. Estaba rodeado en tres de sus lados por una gran muralla adornada con relieves de tema militar y con figuras de soldados, batallas y prisioneros. En el cuarto lado se encontraban los cuarteles, los depósitos de munición y armas, las oficinas de los oficiales, los establos de los animales y el recinto de los carros; parecía un castillo. El muchacho lo miraba asombrado, y se acercó al grupo en el que se encontraban los otros, quienes en aquel momento estaban alardeando de sus apellidos y de sus padres y sus abuelos. Uno de ellos le preguntó a Djedef:
-¿Tu padre es militar?
El muchacho se intimidó y negó con la cabeza, pero dijo en tono orgulloso:
-Mi padre es Bisharo, inspector general de la pirámide del rey.
Su interlocutor no pareció muy convencido de la grandeza del oficio de inspector y dijo:
-Mi padre es Saka, general del escuadrón de lanceros «los halcones».
Djedef se molestó y no quiso entrar en la conversación. Su espíritu juvenil juró que les alcanzaría y les superaría. La inspección continuó durante tres horas seguidas; los que tenían éxito esperaban hasta que llegaba el oficial de los cuarteles, les lanzaba una mirada severa y les gritaba:
-Desde este momento tenéis que abandonar completamente la anarquía y esforzaros en ser ordenados y obedientes. De ahora en adelante todo se someterá al orden más estricto, incluida la comida, la bebida y el dormir.
El oficial los puso en fila india y los condujo a los cuarteles, mandándoles bajar de uno en uno. Pasaban por la trampilla de un almacén, donde les daban un par de sandalias, una túnica corta y un manto blanco. A continuación les distribuían en unos barracones que contenían veinte camas cada uno, en dos filas enfrentadas. Detrás de cada cama había un armario mediano y encima de él una tablilla en la que debían escribir su nombre.
Todos percibían aquel ambiente extraño, donde dominaban la severidad y la rudeza. El oficial les increpó y les ordenó que se quitaran sus ropas habituales y se pusieran su ropa militar, y les advirtió que debían salir al patio al oír la sirena. Todos obedecieron inmediatamente la orden; un rápido movimiento recorrió el barracón, la primera actividad militar que realizaban aquellos pequeños. Les alegró ponerse aquellas ropas blancas, y cuando oyeron la sirena corrieron raudos al patio, donde el oficial les dispuso en dos filas.
Inmediatamente apareció el director de la escuela, un oficial superior con el rango de general, vestido con el uniforme oficial local lleno de condecoraciones y medallas, rodeado de los oficiales más importantes de la escuela. Les observó con atención y luego se paró delante de ellos y pronunció un discurso:
-Hasta ayer erais niños libres, hoy empezáis la verdadera vida de los hombres, representada en la lucha y el esfuerzo. Vuestra alma era propiedad vuestra y de vuestros padres y madres; ahora es propiedad de la patria y del faraón. Debéis saber que la vida militar es esfuerzo y sacrificio. Debéis ser disciplinados y obedientes para cumplir con vuestro deber sagrado con Egipto y el faraón.
Entonces el director vitoreó el nombre de Keops, el faraón de Egipto, y los pequeños soldados respondieron a sus vítores. A continuación les ordenó entonar el himno «Dios mió, cuida a tu siervo adorado y a su feliz reino, desde las fuentes del Nilo hasta el delta». El aire del vasto patio se llenó de voces de pajarillos que cantaban con entusiasmo y gran belleza, uniendo a los dioses, al faraón y a Egipto en un solo canto.
Aquella noche en que Djedef durmió por vez primera en un lecho extraño y en un nuevo ambiente, tuvo insomnio y sintió nostalgia. Suspiró desde lo más profundo de su alma, y su imaginación invocó, desde el fondo del barracón, felices fantasmas del palacio de Bisharo. Le parecía ver a Zaya acariciándole, a Nafa con su alegre risa, a Jana hablándole con su lógica desencadenada. Se imaginaba a Gamurka lamiéndole las mejillas y saludándole con la cola. Cuando se hubo saciado de recuerdos, el sueño cerró sus párpados y durmió profundamente, pues no se despertó hasta que sonó la sirena, al alba. Se sentó en la cama inmediatamente y miró a su alrededor confundido. Vio a sus compañeros luchando contra el poder del sueño con dificultad, mientras resonaban en el aire bostezos y quejas mezclados con alguna risa...
Después de aquel día no habría descanso, pues había empezado una vida de acción y de perseverancia.
XIII
En aquellos días el ingeniero Mirabó había pedido audiencia ante el faraón. El rey lo recibió en el salón oficial de recepciones. Su alteza estaba sentado en el trono que había ocupado durante veinticinco años repletos de obras excelsas. Era temible, poderoso, severo, la vista no conseguía abarcar su grandeza, como no habían conseguido cincuenta años de vida influir en su fuerte constitución ni en su vitalidad; conservaba la misma agudeza de visión, el mismo pelo negro y el mismo buen sentido que de costumbre.
Mirabó se postró a sus pies y besó la orla de sus reales vestiduras. El rey dijo afectuosamente:
-Bienvenido, Mirabó, levántate y cuéntame a qué has venido.
El ingeniero se paró ante el monarca, que resplandecía de alegría:
-Mi señor, dador de vida, fuente de luz. Hoy se ha culminado mi lealtad hacia vuestra alta esencia con mi noble obra, se ha coronado mi obra eterna a vuestro servicio y en una sola y feliz hora mi lealtad y mi arte me han dado lo máximo que puede esperar una persona leal y un artista. Los dioses, de cuya voluntad depende todo, han querido que pudiera dar a vuestra adorada esencia la noticia de la culminación del mayor monumento construido sobre la tierra desde el tiempo de los dioses, el mayor edificio que ha aparecido sobre el sol de Egipto desde que ilumina este valle. Y estoy seguro de que durará por muchas generaciones asociado a vuestro sagrado nombre, atribuido a vuestra noble era, guardando vuestro divino espíritu, anunciando el esfuerzo de millones de manos egipcias trabajadoras y la genialidad de decenas de ilustres cabezas. Hoy es una gran obra, incomparable, mañana será la morada eterna del espíritu que reinó sobre la tierra de Egipto, pasado mañana y por toda la eternidad el templo ante el cual se congregarán los corazones de millones de siervos vuestros venidos del norte y del sur.
El eterno artista permaneció en silencio por un instante hasta que la sonrisa del faraón lo impulsó a continuar:
-Mi señor, hoy ha terminado la construcción del emblema eterno de Egipto, su símbolo más auténtico, nacido de la fuerza que liga el sur con el norte, de la paciencia que anida en todos sus hijos, desde aquel que surca la tierra con el arado hasta el que surca las páginas con su pluma. Inspirados por la religión que palpita en los corazones de sus gentes, ejemplo de la genialidad que ha hecho de nuestra patria señora de las tierras que recorre el sol en su sagrada nave. Ella será siempre su inspiración, y les dará energía, paciencia y creatividad.
El rey escuchaba al artista con una sonrisa de satisfacción, escrutando con mirada penetrante su rostro, rebosante de alegría y entusiasmo. Cuando terminó de hablar le dijo:
-Ingeniero, te felicito como te mereces por tu incomparable talento y te agradezco la noble obra que has construido para el rey y para tu patria. Lo celebraré como corresponde a su magnificencia.
El ingeniero hacia reverencias, escuchando al faraón como si se tratara de una voz divina.
El faraón convocó oficialmente una impresionante fiesta popular en la pirámide, en ocasión de la cual se congregaron en la colina sagrada el doble de los trabajadores que la construyeron, pero esta vez no llevaban sus estacas ni sus herramientas, sino banderas y ramas de olivo, palmas y mirtos, y entonaban himnos sagrados y puros. El ejército se abrió paso entre la muchedumbre, desfilando desde el valle eterno hacia levante para luego rodear la pirámide y torcer hacia poniente hasta volver al valle eterno. Los estamentos oficiales circunvalaban, durante este trayecto, el gran edificio, precedidos por sacerdotes de diversas categorías, nobles y altos cargos. A continuación venían los jinetes y la infantería del ejército de Menfis. Luego apareció el cortejo del faraón y los príncipes. Sus súbditos, apenas lo vieron, empezaron a vitorearle desde lo más hondo de sus corazones, postrándose todos juntos como en una oración dirigida a él. El faraón saludó a la pirámide con un breve discurso y Jomini la bendijo. Luego el cortejo faraónico regresó, los estamentos oficiales se dispersaron y quedó sólo el pueblo, girando alrededor de la gran pirámide, vitoreando y entonando himnos hasta que la belleza del alba difundió su aliento mágico sobre la tierra color topacio del valle.
Aquella noche, el faraón mandó llamar a los príncipes y parientes próximos a su ala privada. El aire era fresco, y los recibió en su gran salón de recepciones, donde se sentaron en tronos de oro puro.
El faraón, a pesar de su fuerte constitución, sentía el peso de la carga que recaía sobre sus espaldas y, aunque en realidad su aspecto era el mismo de siempre, el paso de los años había hecho mella en su interior. Este hecho no escapaba a sus allegados, como Rejaef, Jomini, Mirabó o Arbó. Notaban, por ejemplo, que el rey se abstenía cada vez más del ejercicio físico, incluso de aquellas actividades que solían ser sus favoritas, como la caza o la pesca. Notaban que tendía al pesimismo, a la reflexión y a la lectura. A veces le sorprendía el alba en su alcoba, leyendo libros de teología y la filosofía de Qaqimna. Lo que antes era humor se transformó en ironía, no exenta de mala intención.
Lo más sorprendente aquella noche, lo impredecible, era la preocupación y la angustia que mostraba el rey, precisamente aquella noche en que celebraba la obra más grande de la historia.
El más apesadumbrado por ello era el ingeniero Mirabó, y no pudo abstenerse de preguntarle:
-¿Qué es lo que os preocupa, mi señor?
El rey le propinó una mirada irónica y dijo:
-¿Acaso ha habido en toda la historia un solo rey sin preocupaciones?
El artista no se dio por satisfecho con la respuesta del rey y dijo:
-Pero esta noche tenéis motivos para estar alegre.
-¿Y por qué debería alegrarse tu señor?
El artista enmudeció. Las preguntas irónicas del rey le habían hecho olvidar las alabanzas y los festejos. Sin embargo, el príncipe Rejaef, a quien no satisfacía la evolución espiritual del rey, intervino diciendo:
-Porque nuestro señor ha celebrado y bendecido hoy el mayor monumento de toda la historia de Egipto.
El rey soltó una carcajada y dijo:
-¿Te refieres a mi tumba, príncipe? ¿Acaso a un hombre debe alegrarle la construcción de su tumba?
El príncipe respondió:
-¡Que Dios dé larga vida al rey! Esta gran obra merece nuestros elogios y nuestros honores.
-¡Sí, sí, sí! Pero ¿no es lícita algo de tristeza ante el recuerdo de la muerte?
Mirabó intervino con entusiasmo:
-¡Mi obra os recuerda la eternidad, mi señor!
El faraón sonrió y dijo:
-No olvides que soy un admirador de tu arte, Mirabó, pero el anuncio de la muerte colma el alma de tristeza. Sí, comprendo el sentido de eternidad inspirador de tu gran obra, pero la eternidad representa el fin de nuestra amada vida terrenal.
Jomini intervino con buen juicio y fe:
-Mi señor, la tumba no es más que el umbral de la vida eterna...
El rey le respondió:
-Tienes razón, Jomini, pero el que está a punto de emprender un viaje debe reflexionar, y con más razón el que emprende el viaje eterno. Pensarás que el faraón tiene miedo... No, no, no. No hago más que asombrarme ante esta muela de molino que gira y gira sin parar triturando cada día a reyes y a súbditos.
El príncipe se preocupó por las reflexiones del rey, y dijo:
-Mi señor el rey piensa demasiado en ello. El faraón comprendía bien a su hijo, y dijo: -Entiendo que eso no te guste, hijo.
-Perdón, mi señor, pero la meditación es para los sabios. Los que deben gobernar en nombre de los dioses deben dedicarse de lleno a sus asuntos.
El faraón le preguntó irónicamente:
-¿Acaso crees, príncipe, que ya soy incapaz de gobernar?
Los compañeros se sorprendieron, y el primero de todos fue el príncipe:
-¡Dios me libre, padre!
El rey le dijo, riéndose pero en tono enérgico:
-No te preocupes, Rejaef, debes saber que tu padre todavía ejerce el poder con mano de hierro.
-Me congratulo por ello, mi señor, aunque no es nada que no supiese ya.
-¿O acaso crees que el rey no ejerce como tal más que cuando declara la guerra?
El príncipe Rejaef insistía siempre a su padre para que enviara un ejército a someter a las tribus del Sinaí. Comprendiendo la insinuación del rey, permaneció en silencio un momento, durante el cual intervino Jomini:
-La paz es más necesaria que la guerra para un rey fuerte y justo.
El príncipe intervino en un tono agresivo, adecuado a la dureza de sus facciones:
-Sin embargo, la política pacífica del rey no debe impedirle entrar en una guerra si ésta es necesaria.
El rey le respondió:
-Veo que vuelves a un viejo tema.
-Sí, mi señor, y no cejaré mientras siga existiendo el motivo. Las tribus del Sinaí destruyen cuanto encuentran y amenazan el buen gobierno.
-Las tribus del Sinaí... las tribus del Sinaí... Las fuerzas de la policía bastan por ahora para tenerlas a raya. Dedicar un ejército entero a atacar sus fortalezas es algo que las circunstancias todavía no permiten, debido a que el país se ha dedicado al esfuerzo de construir la pirámide eterna de Mirabó... Pronto llegará el día en que podré dedicarme a sus maldades y librar al país de sus ataques.
Durante unos minutos se hizo el silencio. Entonces el rey recorrió a los presentes con la mirada y dijo:
-Señores, os he mandado llamar esta noche para manifestaros un deseo que late en mi pecho.
Todos le miraron con interés, y añadió:
-Esta mañana me preguntaba a mí mismo: « ¿Qué has hecho por Egipto y qué ha hecho Egipto por ti?». No os ocultaré la verdad, amigos, hallé que lo que ha hecho el pueblo por mí es el doble de lo que yo he hecho por él; he sentido dolor -a menudo lo he sentido estos días- y me he acordado del adorado señor Menes, que unificó nuestro sagrado país y a quien el pueblo no dio tanto como a mi. Me he sentido empequeñecido y he jurado recompensarle por todo lo que ha hecho. El general Arbó dijo con entusiasmo:
-Su alteza es injusto consigo mismo.
Keops prosiguió sin dar importancia a las palabras del general:
-Los reyes son injustos con mucha gente aunque pretendan la justicia y la equidad. Perjudican a muchos aunque deseen el provecho y el bien, y no hay mejor obra que hacer el bien eterno, expiar las maldades y borrar las torpezas. El dolor me ha llevado a concebir una obra grande y útil.
Todos le miraron interrogativamente. Explicó:
-Señores, pienso escribir un gran libro en el que trataré de mis experiencias de gobierno y de los secretos de la medicina, que me han interesado desde mi niñez. Dejaré tras de mí un gran legado para el pueblo de Egipto que guiará a sus espíritus y protegerá a sus cuerpos.
Mirabó exclamó con alegría:
-Qué noble obra, mi señor. El pueblo de Egipto se regirá por ella durante siglos.
El rey sonrió, y el ingeniero prosiguió:
-Añadiréis uno más a nuestros libros sagrados.
El príncipe Rejaef sopesaba mentalmente las implicaciones de las palabras del rey: -Pero mi señor, ese es un trabajo que requiere largos años. El general Arbó dijo:
-Qaqimna tardó veinte años en escribir su libro.
El rey sacudió los hombros y dijo: -Le dedicaré todo lo que me queda de vida.
El rey permaneció un instante en silencio y luego prosiguió:
-Señores, ¿sabéis cuál es el lugar que he elegido para escribir mi obra, noche tras noche?
El faraón vio sus rostros interrogantes y dijo:
-La cámara mortuoria, en la pirámide que festejamos hoy.
Todos parecían sorprendidos, así que el faraón explicó:
-En los palacios terrenales reina el alboroto de esta vida perecedera; no son apropiados para realizar una obra eterna.
Llegados a ese punto, la reunión se dio por terminada porque el rey no quería discutir algo que consideraba asunto zanjado. Sus compañeros se fueron, y cuando el heredero montó en su carroza le dijo al jefe de sus chambelanes, muy enojado:
-El faraón prefiere la poesía al gobierno.
En cuanto al rey, se dirigió al palacio de la reina Mirtitafis. La encontró en su alcoba con la princesita Meresanj, la hermana de Rejaef, que todavía no había cumplido los diez años. La princesita corrió hacia él como una paloma, con sus ojos negros y hermosos relucientes de alegría.
El rostro de Meresanj tenía la forma de la luna llena, oscuro como el vino. La pureza de sus ojos curaba cualquier dolencia, y el rey no pudo evitar esbozar una sonrisa. Todas sus penas y pesares se desvanecieron, y la recibió con los brazos abiertos.
XIV
Aquel día, aires de alegría soplaban en el palacio de Bisharo. Su influencia se dejaba sentir en el rostro risueño de Zaya, en Nafa y en el propio inspector. Parecía como si incluso Gamurka presintiera la buena nueva y sintiera en su interior motivos de alegría, pues se desperezaba, ladraba y corría por los senderos del jardín como una flecha.
Todos estaban a la espera, hasta que se oyó un ruido en el jardín y la voz de uno de los sirvientes dijo con alegría:
-¡El señorito!
Zaya se levantó de un salto, corrió hacia las escaleras y las bajó sin detenerse un instante. Al final del recibidor vio a Djedef con su uniforme blanco y el tocado faraónico, hermoso como un rayo de sol. Le abrió los brazos, pero Gamurka era más rápido que ella y se abalanzó con fuerza sobre su dueño. Le abrazó con sus dos patas delanteras y le ladró, quejándose del dolor de la nostalgia que había sentido en su ausencia. Ella apartó al perro a un lado y abrazó a su querido hijo, colmándolo de besos:
-Me has devuelto la vida, hijo mío... ¡Qué sola me sentía, qué ganas tenía de verte, querido! Estás mucho más delgado que antes, y más moreno. Pareces muy cansado, hijo mío.
Nafa llegó riendo y alborotando y dijo, saludando a su hermano:
-¡Bienvenido sea el gran oficial!
Djedef sonrió y entró en compañía de su madre y su hermano, con Gamurka bailando alegremente entre ellos, cortándoles el paso por todas partes. El inspector le saludó con afecto y le besó en la mejilla. Luego le miró un momento con sus ojos saltones y dijo:
-Hijo mío, has cambiado mucho en estos dos meses. En verdad pareces todo un hombre. Te perdiste los festejos de la gran pirámide, pero no te preocupes, te la mostrare yo mismo. Todavía soy y seguiré siendo de por vida el inspector de toda aquella zona. Pero ¿por qué estás tan cansado, hijo mío? Djedef se rió y dijo, mientras jugueteaba con Gamurka:
-La vida militar es dura. En la escuela, la jornada transcurre normalmente corriendo, nadando y montando a caballo. ¡Ya soy un buen jinete!
La madre dijo:
-¡Que los dioses te guarden, hijo mío!
Nafa le preguntó:
-¿Sabes usar la lanza y el arco?
Djedef le describió la organización de la escuela con la prolijidad de un alumno fascinado:
-No... El primer año nos entrenamos en juegos, montar a caballo, nadar. El segundo aprendemos a luchar con espadas, cuchillos y jabalinas. El tercero aprendemos a usar la lanza, y nos dan lecciones de teoría. El cuarto, aprendemos a tirar con arco y las ciencias históricas, y el quinto nos entrenamos con carros de combate. En cuanto al sexto año, se dedica a las ciencias de la guerra y a visitar castillos y fortalezas.
-Me dice el corazón que vas a ser un gran general, Djedef. Tu rostro invita al entusiasmo, de eso no hay duda. Mi trabajo consiste en conocer el alma de la gente a partir de sus rasgos...
Djedef le preguntó, como si de pronto recordara algo importante:
-¿Dónde está Jana?
Bisharo respondió:
-¿No recuerdas que eligió la carrera sacerdotal? Ahora le retienen tras los muros del templo de Ptah para enseñarle las ciencias religiosas, moral y filosofía, lejos del mundanal ruido. Se está entrenando para un estilo de vida que es lo más parecido posible al militar. Se lava dos veces por la mañana y dos por la noche, lleva la cabeza y todo el cuerpo rapado, viste túnicas de lana, no come pescado ni carne de cerdo, ni ajo ni cebolla... Hijo mió, está pasando por una prueba durísima, mientras aprende secretos de la vida que están vedados al resto de los mortales. Debemos rogar a los dioses que guíen sus pasos y que hagan de él un siervo fiel a ellos y a sus súbditos, los creyentes.
Todos dijeron, con una sola voz:
-¡Amén!
Djedef preguntó:
-¿Y cuándo tendré la suerte de verle?
Nafa le respondió con pesar:
-No le verás hasta dentro de cuatro años, que son los que dura la gran práctica.
El rostro de Djedef se ensombreció de tristeza y nostalgia de su primer maestro. Zaya le preguntó:
-Y a ti, ¿cuándo te veremos?
-El primero de cada mes.
Ella frunció el ceño, pero Nafa se rió y dijo:
-No llames a la tristeza, madre... y veamos qué podemos hacer hoy. ¿Qué os parecería un paseo por la orilla del Nilo?
Zaya exclamó:
-¿En el mes de Choiak?
Nafa dijo irónicamente:
-¿Acaso le afecta a un soldado la dureza de las estaciones?
Pero Zaya le interrumpió:
-Pero yo no soporto ni el tiempo de Choiak ni el separarme un solo minuto de Djedef. Quedémonos todos en casa. Debo contarte una larga historia que no puedo guardar en mi pecho por más tiempo.
Todos notaron que Djedef no estaba particularmente alegre; hablaba poco y tenía un aspecto inusual, serio y adusto. Nafa le miraba a hurtadillas, y se preguntaba a sí mismo: « ¿Va a aferrarse siempre a ese nuevo carácter? Quizá no ha echado en falta a Jana debido a la adustez y la rudeza del ejército». De todos modos, intentaba hacer caso omiso a sus temores: «Todavía hace poco que está en el ejército. Será duro consigo mismo hasta que se acostumbre a la vida militar; entonces apartará la tristeza de su corazón y recuperará su alegría habitual». Pensó que si le acompañaba a su taller quizá se relajaría un poco, y le dijo:
-Oficial, ¿qué te parecería visitar un taller de pintura?
Pero Zaya intervino, enfadada:
-Siempre quieres separarle de mí. No señor, hoy no saldrá de casa.
Nafa suspiró y calló. Se le ocurrió una idea, trajo un lápiz y una tablilla y le dijo a su hermano:
-Voy a dibujarte con ese uniforme blanco tan bonito. Me guardaré el retrato como recuerdo; lo miraré con nostalgia cuando te impongan la banda de general.
Puso manos a la obra inmediatamente. La familia pasó un día feliz, contándose historias.
Visitas como aquélla tuvieron lugar una vez al mes, y pasaban con la velocidad de un relámpago. Los temores de Nafa se desvanecieron, y Djedef recuperó en seguida su naturaleza alegre y comunicativa, recuperó sus fuerzas y se hizo cada vez más apuesto y más fuerte.
El verano, durante el cual la escuela cerraba sus puertas, era el período más feliz para Zaya y Gamurka. La casa se llenaba de nuevo del alboroto y la alegría de la actividad. A menudo iban al campo o al norte del delta a cazar y a pescar. Se instalaban en su bote y surcaban las olas de las lagunas, sombreadas por las plantas de papiro y de loto. Bisharo se ponía en pie entre sus hijos Nafa y Djedef, y cada uno sujetaba un bastón de caza curvado. Cuando aparecía un pato sin saber lo que le esperaba los dos apuntaban bien a su blanco y lanzaban el bastón con todas sus fuerzas y destreza.
Bisharo era un hábil cazador, y cazaba el doble que sus dos hijos juntos. Miraba fijamente y con orgullo a Djedef y le decía con su voz ronca:
-Soldado, ¿ves cómo domina la lanza tu padre? No debería sorprenderte, pues fue oficial del ejército de Snefru. Su fuerza bastaba para destruir a una tribu de salvajes sin necesidad de combatir.
Las excursiones veraniegas transcurrían con alegría y gozo incomparables; sin embargo, Bisharo no se tranquilizó hasta que le acompañó a visitar la pirámide. El primer objetivo de la visita era mostrarle su poder y autoridad, y cómo le recibían los soldados y empleados.
Nafa quiso que visitara su taller, y le enseñó sus pinturas y dibujos. El joven no dejaba de trabajar con gran esfuerzo y sin recompensa, esperando ser llamado algún día para colaborar en alguna obra artística de valor en el palacio de algún rico o en casa de algún aficionado, o que algún visitante comprara alguna de sus obras expuestas... Djedef amaba a Nafa; le gustaban sus obras, y en particular aquel retrato con su uniforme militar blanco. Había algo mágico en sus rasgos y en su mirada.
En aquellos días, Nafa estaba dibujando un retrato del eterno ingeniero Mirabó, quien había diseñado la mayor maravilla de la creación. Mientras le mostraba un esbozo, le dijo a Djedef:
-Nunca había puesto tanto en un retrato, y es porque el retratado es para mí como un dios.
Djedef le preguntó:
-¿Lo dibujas de memoria?
-Si, Djedef, porque no puedo ver al gran artista más que en las fiestas y celebraciones oficiales en las que se deja ver el séquito del faraón, pero eso basta para esculpir su imagen en mi corazón y en mi mente.
La rueda del tiempo siguió girando, y Djedef regresó a la escuela. La vida de la familia de Bisharo avanzó por el camino que le estaba destinado; el padre hacia la vejez, la madre hacia la madurez, Jana hacia la sabiduría religiosa y Nafa hacia la perfección de su arte. Los propios pasos de Djedef hacia la consecución de su objetivo se fueron ensanchando, dominaba las artes de la guerra y en la escuela militar se hizo acreedor de una merecida fama.
XV
Djedef caminaba por la calle Snefru, en la cual la corriente de transeúntes era interminable, atrayendo las miradas de todos con su uniforme blanco de militar, su cuerpo esbelto y su belleza. Finalmente llegó ante la puerta de una casa donde ponía «Nafa, hijo de Bisharo, licenciado en el Instituto Keops de dibujo y pintura». Leyó el cartel con interés como si fuera la primera vez que lo hacia y en su boca resplandeció una dulce sonrisa. Luego cruzó el umbral y en el interior encontró a su hermano absorto en su trabajo, quien no se dio cuenta de lo que sucedía a su alrededor. Le gritó riendo:
-La paz sea contigo, gran pintor.
Nafa se volvió hacia él con rostro soñador y sorprendido y, cuando reconoció al que llegaba, se puso en pie y se dirigió hacia él para darle la bienvenida:
-Djedef, qué felicidad. ¿Cómo estás, hombre? ¿Has visitado nuestra casa?
Los dos hermanos se abrazaron. Djedef respondió mientras se sentaba en una silla que le ofrecía el artista:
-Sí, he estado allí, y luego he venido directamente a verte: ¡ya sabes que esta casa es mi paraíso predilecto!
Nafa soltó una carcajada; su rostro resplandecía de alegría.
-¡Qué feliz soy de tenerte aquí, aunque me sorprende que a un soldado pueda gustarle un tranquilo taller de dibujo. Cómo puede compararse a un campo de batalla, o a los castillos de Busiros o Barimis!
Djedef dijo:
-No debe sorprenderte, Nafa, es verdad que soy un soldado, pero me gustan las bellas artes como Jana tiene inclinación por la sabiduría y el conocimiento.
Nafa levantó las cejas sorprendido, y dijo:
-¡Es como si fueras el heredero del trono! Le educan enseñándole la sabiduría, las artes y la guerra. Es una noble política que ha convertido a los reyes de Egipto en dioses, y que hará de ti un general sin igual.
Djedef se ruborizó y dijo sonriendo:
-Tú, Nafa, eres como mi madre, que me atribuye todas las bondades.
Nafa soltó una carcajada prolongada y fuerte. Continuó riendo hasta despertar la sorpresa de Djedef:
-¿Qué te sucede? ¿Por qué ríes de ese modo?
El joven le respondió sin parar de reír:
-Me río, Djedef, porque me has comparado con tu madre.
-¿Qué hay de divertido en ello? Quiero decir...
-No hace falta que te excuses, sé lo que quieres decir; el caso es que es la tercera vez hoy que me comparan con una mujer. Mi padre me dijo esta mañana, triste: «Eres voluble como una mujer». Hace una hora, el sacerdote Shalba me dijo, comentando un retrato que le he hecho: «A ti, Nafa, te domina la sensibilidad como a las mujeres». ¡Y ahora tú me dices que me parezco a tu madre! ¿Qué te parece, soy un hombre o una mujer?
Djedef rió a su vez, y dijo:
-Eres un hombre, Nafa, pero eres delicado y sentimental. ¿No recuerdas que Jana me dijo una vez: «Los artistas son una raza aparte, entre el hombre y la mujer»?
-Jana cree que para ser artista hay que tener algo de femenino. Sin embargo, yo opino que la sensibilidad de la mujer es absolutamente contraria a la del artista, porque la naturaleza de la mujer es egoísta, y tiende a realizar sus objetivos terrenales utilizando todos los medios, mientras que el artista sólo tiende a extraer la esencia de las cosas. Esa es la belleza, porque la belleza consiste en hacer aparecer la esencia de los objetos, lo que hace de ellos y del resto de las criaturas una unidad armónica.
-¿Acaso crees que puedes convencerme con tus razonamientos de que eres un hombre? -rió Djedef.
Nafa le lanzó una mirada amenazadora:
-¿Todavía necesitas pruebas? Debes saber que voy a casarme.
Djedef le preguntó sorprendido:
-¿Es eso cierto?
Respondió riendo:
-¿Llegas a negar que pueda casarme?
-No, Nafa. Pero recuerdo cuánto se enojaba nuestro padre debido a tus reparos ante el matrimonio.
Nafa se llevó la mano al corazón y dijo seriamente:
-¡Me he enamorado, Djedef... me he enamorado de repente!
Djedef mostró gran interés y le preguntó: -¿Cómo, de repente?
-Si, era como un pájaro que revolotea en el cielo y de pronto he sentido que una flecha se clavaba en mi corazón y me he desplomado.
-¿Cuándo y cómo?
-Djedef, cuando se habla de amor, no preguntes cuándo ni como.
-¿Quién es ella?
Nafa dijo, con veneración, como si hablara en nombre de Isis:
-Mata, hija de Kamadi, en el Ministerio del Tesoro.
-¿Y qué vas a hacer?
-Me casaré con ella.
Djedef dijo con voz soñadora:
-¿Así que las cosas han cambiado?
-Más de lo que piensas; la flecha dio en el blanco, ¿qué puede hacer el pájaro?
El amor es en verdad una gran cosa. Djedef conocía el arte, la ciencia y la espada, pero el amor era un nuevo enigma. Cómo no iba a ser un enigma si podía hacer en una hora más que Bisharo en años. Sintió hervir sus sentidos, mientras su espíritu vagaba en un mundo de horizontes lejanos.
-La fortuna ha querido favorecerme en mí carrera artística; el señor Fani me ha contratado para decorar su salón de recepciones. Algunas de mis pinturas han pasado a valorarse en diez piezas de oro, y no quiero venderlas. ¡Mira este pequeño retrato! -continuó diciendo Nafa.
Djedef volvió su rostro soñador hacia donde le indicaba su hermano. Vio una figurita que representaba una joven campesina a la orilla del Nilo al atardecer. El crepúsculo había teñido el horizonte. Asombrado por la belleza de aquella imagen, que le arrastraba fuera del mundo de los sueños, se acercó a ella hasta la distancia de un brazo. Nafa se dio cuenta de su asombro y se alegró infinitamente:
-¿Verdad que es rica de colores y sombras? Mira el Nilo, mira el crepúsculo.
Djedef dijo con voz soñadora:
-Si, pero déjame ver a la campesina.
Nafa, reflexionando sobre el cuadro, dijo:
-La pluma inmortaliza el paso del venerable Nilo.
Djedef continuó sin importarle lo que decía el artista:
-Por los dioses... su cuerpo es delicado.., esbelto como una lanza.
-Mira esos campos, y las plantaciones inclinadas, ¿qué representa esa inclinación?
Djedef, como si no oyera lo que decía su hermano:
-¡Ese rostro hermoso, del color del vino, redondo como la luna llena!
-Representa el viento del sur.
-Qué bellos ojos negros, tienen una mirada divina.
-La alegría no lo es todo en el cuadro. Mira el crepúsculo, sólo los dioses saben cuánto me costó pintarlo.
Djedef le miró y dijo, enloquecido de entusiasmo:
-Está viva, Nafa. Me parece oír sus gritos, ¿cómo puedes vivir con ella bajo un mismo techo?
Nafa se frotó las manos con regocijo:
-Rechacé diez piezas de oro puro por ella.
-Este cuadro jamás será vendido.
-¿Y por qué?
-Es mió aunque tenga que pagarlo con mi vida.
Nafa se rió y dijo:
-¡Ay!, los diecisiete años. Son fuego que se agita, llama que consume. Dan vida a las piedras, al agua, a los colores. Nos hacen amar fantasmas, hacen de los sueños realidad; nos hacen arder en las llamas del infierno.
El joven se ruborizó, y permaneció en silencio. Nafa no quiso que se enojara y dijo:
-Como tú quieras, soldado.
Djedef le suplicó:
-No exageres, Nafa.
Nafa se levantó, cogió el cuadro y se lo ofreció a su hermano diciendo:
-Es tuyo, querido hermano.
Djedef se lo puso delante, sobrecogido, y dijo en tono agradecido:
-¡Gracias, Nafa!
Nafa se sentó satisfecho y Djedef permaneció inmóvil, absorto en la contemplación de la divina campesina:
-Qué hermosa es la imaginación creativa.
Nafa dijo, tranquilo:
-No es fruto de mi imaginación.
El corazón del joven dio un vuelco, y dijo en tono de súplica:
-¿Quieres decir que ella existe?
-Sí...
-¿Y es... es como la has pintado?
-Quizá sea aún más hermosa.
-¡Nafa!
El artista sonrió, y el joven seducido le preguntó:
-¿La conoces?
-La he visto algunas veces a la orilla del Nilo.
-¿Dónde?
-Al norte de Menfis.
-¿Y va siempre allí?
-Solía ir allí cada tarde con sus hermanas; se sentaban, jugaban y desaparecían cuando se ponía el sol... Yo me escondía detrás de un sicómoro a esperar su llegada, con toda la paciencia del mundo.
-¿Todavía van?
-No lo sé. No he vuelto desde que terminé el cuadro.
Djedef le miró con recelo y temor:
-¿Cómo pudiste?
Nafa sonrió:
-Es una belleza que yo adoro, pero a la que no amo.
Djedef dijo, sin preocuparse por sus palabras:
-¿Dónde se dejaba ver exactamente?
-Al norte del templo de Apis.
-¿Crees que todavía va allí?
-¿Por qué lo preguntas, oficial?
La mirada de Djedef era de fuego. Nafa le dijo:
-¿Acaso la flecha ha herido a los dos hermanos en una misma semana?
Djedef frunció el ceño y contempló de nuevo el cuadro.
Nafa le dijo:
-No olvides que es una campesina.
Djedef murmuró:
-No, es una hermosa dama.
Nafa rió:
-¡Ay!, querido Djedef, a mí me hirió la flecha y empecé a merodear por el palacio de Kamadi. Me temo que si te ha herido a ti empieces a merodear por una humilde cabaña.
XVI
Aquel día llevaba la impronta de los sueños; por la tarde, Djedef se puso el retrato en el pecho y alquiló una barca que le llevara hacia el norte... No era consciente de sus actos, ni había sopesado las consecuencias de su comportamiento; lo más que podía decir era que estaba como encantado y escuchaba y obedecía a la llamada de su inspiración. Se lanzó hacia su desconocido objetivo empujado por un sentimiento violento e irresistible. Le había dado un ataque de enamoramiento, y ese amor se había asentado en un corazón valiente que no temía la muerte; intrépido, no se detenía ante ningún peligro y por lo tanto era natural que se aventurase. No era su costumbre quedarse parado; que fuera lo que tuviera que ser.
La barca surcaba las olas empujada por la fuerza de la corriente y la de sus brazos musculosos. Djedef recorría la costa con la mirada buscando su árbol, y al principio no vio más que los jardines de los palacios de los ricos de Menfis que descendían hacia el río en escalinatas de mármol. Prosiguió durante algunas millas sin ver más que extensiones de campos hasta que avistó a lo lejos los jardines del palacio del faraón; se desvió hacia el centro del río para evitar la zona de vigilancia y luego giró de nuevo hacia la orilla, donde se encontraba el templo de Apis. Finalmente se adentró hacia el norte, bordeando una zona donde no iba nadie más que durante las fiestas y celebraciones. Estaba a punto de desistir cuando, cerca de allí, avistó a un grupo de campesinas sentadas en la orilla, con las piernas en la corriente. Su corazón dio un vuelco y en sus ojos brilló la esperanza. En un último esfuerzo, dirigió el bote hacia la orilla; a cada golpe de brazo se volvía hacia ellas con insistencia, y cuando estuvo en condiciones de distinguir sus rostros, un grito secreto de alegría escapó de sus labios, como el de un ciego que recuperase repentinamente el don de la vista. Experimentó la alegría del náufrago cuyos pies topan con una piedra cuando está a punto de ahogarse; vio a su deseada campesina, cuya imagen yacía en su corazón, sentada en la orilla y rodeada por un corro de compañeras. Como dijimos, todo estaba dotado de una atmósfera de ensueño; amarró el bote cerca de ellas y se puso en pie, alto como era, con su uniforme blanco y elegante, altivo como una estatua divina, bello y seductor como un dios del Nilo. Observaba, lleno de amor y deseo, a aquella muchacha de rostro angelical. La campesina, perpleja, recorría con la mirada los rostros de sus jóvenes compañeras, que a su vez observaban el rostro resplandeciente del joven. Pensaban que fuese alguien que estaba de paso, pero cuando le vieron en pie sacaron las piernas del agua y se pusieron las sandalias. Djedef saltó del bote, se acercó a la distancia de un brazo de ellas y le dijo a la campesina en tono delicado:
-Que tengas una tarde grata a los dioses, bella campesina.
Ella le miró con desaprobación y altivez. Varios de aquellos pajarillos que la rodeaban dijeron:
-¿Qué queréis de nosotras, señor? Seguid vuestro camino.
Les dirigió una mirada de crítica:
-¿No queréis saludarme?
Se apartó de él enojada, y todas gritaron:
-Seguid vuestro camino, joven, no hablamos con desconocidos.
-¿Es costumbre del buen país en el que habéis crecido el recibir al extraño con ese desdén?
Una de ellas intervino:
-Vos sois un desvergonzado, y no un extraño.
-Qué duras sois conmigo.
-Si sois de verdad un extraño, sabed que éste no es lugar para extraños. Volved hacia el sur, hacia Menfis o hacia el norte, hacia donde queráis y dejadnos en paz. No hablamos con desconocidos.
Djedef sacudió las espaldas con indiferencia y dijo señalando a la bella campesina:
-Mi señora me conoce bien.
Todas se volvieron hacia la bella con desaprobación. Ella le dijo, enojada:
-¡Me estáis calumniando!
El joven dijo:
-Jamás, por los dioses. Te conozco desde hace mucho tiempo, y sólo me he decidido a buscarte cuando me ha faltado la paciencia y la nostalgia se ha hecho insoportable.
La bella respondió enojada:
-¿Cómo podéis decir eso cuando no os he visto en mi vida?
Y dijo una de sus amiguitas:
-Y no quiere veros más después de hoy.
Y otra intervino amargamente:
-Está muy feo que los soldados asalten a las muchachas.
Sin embargo, él no se preocupó por sus palabras y le dijo a aquella de quien no podía apartar la mirada:
-Hace tiempo que te contemplo, hace tiempo que mi alma se llena de ti.
-Mentiroso... desvergonzado.
-No tengo intención de mentirte, pero acepto con amor tus duras palabras por respeto a los hermosos labios que las pronuncian.
-Sois un mentiroso y un presuntuoso, y seguís un camino deshonesto.
-No estoy mintiendo; he aquí la prueba.
Djedef pronunció esas palabras mientras se llevaba la mano al pecho para extraer el cuadro. Se lo mostró, diciéndole:
-¿Acaso hubiera podido dibujar eso sin tener los ojos llenos de tu resplandor?
La muchacha miró el cuadro y no pudo reprimir un grito de disgusto, enojo y miedo. Todas se enojaron, y una de ellas se abalanzó de pronto hacia él intentando arrebatárselo. Él levantó el brazo con la velocidad de un relámpago y sonrió triunfante:
-¿Ves como mí alma y mi imaginación están llenos de ti?
Ella respondió llena de ira:
-Eso es mezquindad y bajeza.
-¿Por qué? ¿Porque me deslumbró tu belleza y la dibujé?
Le pidió con energía, no exenta de humildad:
-¡Devolvedme ese cuadro!
Él le dijo con una dulce sonrisa en los labios:
-Siempre cuidaré de él.
-Veo que sois de la escuela militar; sabed que vuestra mala educación os puede costar un terrible castigo.
Respondió tranquilamente:
-Al mirarte me expongo a una mayor crueldad.
-Me estáis poniendo a prueba.
-Yo soy aún más digno de compasión.
-¿Qué es lo que pretendéis con ese cuadro? ¿Qué queréis de mí ahora?
-Con el cuadro pretendía curarme de lo que me hicieron tus ojos, y ahora quiero que me cures de lo que me ha hecho el cuadro.
-Nunca soñé encontrarme con un hombre tan estúpido.
-¿Acaso podía yo ni soñar que ibas a robar mi mente y mi corazón en un instante pasajero?
Entonces le gritó otra campesina:
-¿Acaso habéis venido a estropear nuestra felicidad?
Y otra:
-Que joven feo y estúpido. Si no se marcha inmediatamente gritaré socorro.
Él miró con tranquilidad al espacio circundante y dijo:
-No creo que nadie pueda venir a atacarme.
La bella campesina le gritó:
-¿Acaso quieres obligarme a escucharte?
-No, sin embargo... desearía que tu corazón se ablandara y tuviera la bondad de escucharme.
-¿Y si mi corazón fuera duro como una roca?
-¿Acaso hay lugar para una roca en ese pecho delicado?
Se convierte en una roca ante la estupidez.
¿Y ante los lamentos de un enamorado?
Ella dio un golpe en el suelo con el pie y dijo con violencia:
-Se vuelve aún más duro.
-El corazón de la más cruel de las muchachas es como un pedazo de hielo, se derrite al contacto de un alma cálida y se convierte en agua pura.
Ella dijo con ironía:
-Esas palabras que os parecen delicadas son indicio de que sois un soldado libertino, que esconde su cuerpo de muchacho bajo el uniforme militar.., quizá lo habéis robado como robasteis mi imagen...
Djedef enrojeció:
-Dios te perdone, soy un soldado de verdad, y triunfaré en tu corazón como he triunfado en otros campos.
Insistió irónicamente:
-¿De qué campos habláis? El país está en paz desde antes de que entraseis en el ejército. Qué soldado es éste, que triunfa en tiempos de paz y tranquilidad.
Le respondió con embarazo:
-Bella, ¿no sabes que la vida del discípulo en la escuela militar es como la vida del soldado en el campo de batalla? Pero no te lo tendré en cuenta; mi corazón te perdona por reírte de mí...
Ella dijo llena de ira:
-De verdad soy muy criticable, pero por aguantar vuestras estupideces.
Ella estaba a punto de marcharse, pero él se interpuso en su camino sonriendo:
-No sé cómo ganar tu amor, tengo mala suerte... ¿te gustaría dar un paseo por el Nilo en el bote?
Las chicas se sorprendieron de su atrevimiento y le rodearon. Una de ellas le gritó:
-Dejadnos marchar, está a punto de ponerse el sol. Pero él no las dejaba marchar. Entonces una intentó distraerlo, y cuando tuvo ocasión cayó sobre él como una leona, se lanzó hacia su pierna, se colgó de ella y le dio un mordisco. Todas se abalanzaron sobre él, una se colgó de su otra pierna, otra se abrazó a él con fuerza. El las combatía con paciencia, sin defenderse, pero no podía moverse y vio –y casi enloqueció- cómo la bella campesina corría hacia los campos como una gacela que huye. La llamó y le suplicó, pero perdió el equilibrio y cayó sobre la verde hierba. Ellas continuaban atenazándole y no le soltaron hasta que estuvieron seguras de que su compañera había desaparecido. Él se levantó enojado y corrió por el camino que ella había emprendido, pero no vio más que aire. Volvió desilusionado, y pensó que quizá podría llegar a ella por mediación de sus amigas. Sin embargo, ellas eran listas y se sentaron tranquilamente sin abandonar sus puestos.
Una de ellas le dijo con ironía:
-Ahora haced lo que queráis, podéis marchar o quedaros.
Otra dijo con malicia:
-Quizá ésta sea vuestra primera derrota, soldado.
Él respondió muy enojado:
-¡La batalla todavía no ha terminado... os seguiré aunque sea hasta Tebas!
Y la que le había mordido:
-Pasaremos la noche aquí...
XVII
El mes que Djedef pasó en la escuela después de aquella hermosa tarde fue el más largo y el más duro. Al principio estaba muy dolido en su amor propio. Se preguntaba enojado: « ¿Cómo es posible esta desilusión cuando no me falta ni belleza ni juventud, ni fuerza, ni riqueza?». Se miraba continuamente al espejo buscando sus defectos; ¿qué era lo que enturbiaba su belleza? ¿Por qué le había sometido a un desdén tras otro? ¿Por qué había huido de él como de un sarnoso? Sentía un gran deseo de volver a verla, de estar junto a ella, pero recordaba el largo mes de reclusión en la escuela y se deshacía en lánguidos suspiros. Pensaba que, perseverando y haciéndole la corte día tras día, quizá pudiera conseguirla, ablandar su disposición y obtener su amor; pues ¿qué muchacha se resiste eternamente? Sin embargo, ¿cuándo podría hacerlo?, siendo prisionero de aquellas gruesas paredes, a prueba de arcos y flechas.
Pero a pesar de todo, seguía enamorado. El cuadro permanecía en su seno, para poder estar con ella cuando estuviera solo. Pero, ¿quién era aquella poderosa hechicera? ¿Una humilde campesina? ¿Cómo podían compararse los ojos de una campesina con aquellos ojos brillantes y mágicos? ¿Cómo podía compararse la sencillez de una campesina con su orgullo y obstinación? ¿Cómo podía compararse la inocencia de una campesina con su amarga ironía, con sus orgullosos sarcasmos? Si hubiera caído sobre una campesina, ésta habría huido o se hubiera entregado de buen gusto, pero ¡qué diferencia! No podía olvidar con qué intrepidez se había defendido. ¿Cómo olvidar cómo se quedaron delante de él, después de su huida, sin marcharse para que él no las siguiera, sin importarles el frío ni la oscuridad? ¿Hacían eso por una campesina como ellas? No, no. Quizá fuera una aldeana noble; debía serlo, para que Nafa no pudiera volver a decir que iba a parar a una humilde cabaña. Pero, ¿podía ponerse de acuerdo con ella para decirle eso a Nafa la próxima vez? Qué pena...
Fuera como fuera, aquel mes interminable pasó, y Djedef abandonó la escuela como quien sale de una terrible prisión, para dirigirse a su casa lleno de nostalgia, y no precisamente de su familia. Les abrazó con una alegría cuya causa no eran ellos y se sentó entre ellos con el corazón ausente, sin notar la rigidez ni el torpor de Gamurka. Esperaba impaciente aquella tarde, pues hacia un mes que contaba los minutos que le separaban de ella, y finalmente partió hacia aquella zona sagrada de Apis buscando con la mirada su amado rostro...
Era el mes de Pharmuti, y el aire era templado, suficientemente fresco para avivar y suficientemente templado para incitar al juego y al amor. El aire era transparente y delicado, y dejaba ver un cielo azul y brillante. Recorrió aquel lugar con una mirada tierna, buscando con afán a la campesina de ojos seductores. ¿Se acordaría de él? ¿Todavía estaría en su contra? ¿Seria tan difícil suplicarle? ¿Era imposible que su amor hallara un eco en su corazón?
Pero el lugar estaba vació y no halló respuesta a sus preguntas. Ningún remedio a sus penas, ningún grito de queja, y su corazón se sentía solo y decepcionado. El pesimismo y la desilusión le invadían.
Mientras todavía le quedaron esperanzas de que llegara, el tiempo transcurría muy lentamente, pero cuando le pareció que el momento ya había pasado, sintió el tiempo como una flecha, como si el sol se hubiera montado en una veloz carroza y corriera hacia el horizonte de poniente.
Continuó vagando por el lugar en el que la había visto por primera vez. Inspeccionaba la hierba verde deseando ver trazas de sus sandalias o de su velo, pero la hierba no conservaba más trazas de su esbelto cuerpo que el agua de sus piernas.
¿Continuaba visitando ese lugar como antes, o había desistido de sus paseos por no volver a verle? ¿Dónde estaría? ¿Cómo llegar hasta ella? ¿Por qué nombre llamarla? ¿Debía gritar al vacío? Daba vueltas, perplejo, por aquel amado lugar, desesperado, debatiéndose entre la esperanza y la desesperación. Se volvió hacia el cielo y vio el sol cerca del horizonte; su brillo estaba apagado y se le podía mirar directamente, como si fuera un poderoso gigante debilitado por la vejez, con quien se atreven los débiles. Sus esperanzas se desvanecieron y se hundió en un océano de desesperación.
Dirigiendo su mirada hacia los campos, vio el templo de una aldea y se dirigió hacia allí sin saber lo que hacía. A mitad del camino se encontró con un campesino que regresaba después de una dura jornada de trabajo, y le preguntó por aquella aldea. El hombre le respondió, observando con respeto su uniforme:
-Es la aldea de Ashir, mi señor.
Desesperado, estuvo a punto de enseñarle su cuadro y preguntarle por la muchacha.
Continuó su viaje sin un objetivo concreto, pero el caminar era un descanso mayor que el estar sentado o dando vueltas. Era como si la atractiva esperanza que le había seducido durante un rato a la orilla del Nilo hubiera volado hacia aquella aldea y él estuviera siguiendo sus pasos. Era una tarde inolvidable, y él cruzaba las calles de la aldea leyendo los rostros, interrogando las casas. Su aspecto despertaba la curiosidad, su belleza atraía las miradas; los ojos se dirigían hacia él desde todas partes. No tardó en caminar en medio de una nube de muchachas, jóvenes y niños. Las voces y los gritos se elevaban y seguía sin encontrar rastro de su objetivo.
Abandonó el pueblo rápidamente, apartando a la gente, y corrió hasta el Nilo con el alma envuelta en tinieblas como el mundo exterior.
Estaba triste, su pecho ardía de dolor, la pasión desgarraba su pecho; su estado le recordaba el drama de la diosa Isis cuando buscaba los pedazos de su marido Osiris dispersados por Set a los cuatro vientos, pero la madre Isis era más afortunada que él, porque si su amada hubiera sido un fantasma de sus sueños habría tenido mayores esperanzas de encontrarle.
El hermoso Djedef estaba enamorado, pero era un amor extraño, sin amante, un amor cuyo tormento no lo causaba la lejanía ni la traición, ni los oprobios del tiempo o las astucias de los hombres, sino el hecho de no tener amada. Su amada era como un espectro errante arrebatado por un viento violento que se lo hubiera llevado a un lugar desconocido. Su corazón estaba extraviado, no sabía dónde agarrarse; no sabía si estaba cerca o lejos, si estaba en Menfis o en la lejana Nubia. El cruel destino había hecho que se fijara en aquel cuadro que guardaba junto a su corazón. Un destino cruel impuesto por un espíritu perverso, de los que se complacen en atormentar a la especie humana.
Volvió a su casa y se encontró con su hermano Nafa en el jardín. El artista le dijo:
-¿Dónde has estado, Djedef? Has estado fuera mucho rato. ¿No sabes que Jana está en su habitación?
Djedef dijo, sorprendido:
-¡Jana! ¿De veras? Pero no lo vi cuando llegué.
-Hace dos horas que ha llegado y te está esperando.
Corrió hacia la habitación del sacerdote, a quien no veía desde hacía muchos años. Le encontró sentado, como solía encontrarle en otros tiempos, con un libro en la mano, y cuando le vio se levantó y le dijo con alegría:
-¡Djedef, cómo estás, gran oficial!
Se abrazaron y Jana le besó en las dos mejillas y le bendijo en nombre del dios Ptah:
-¡Qué rápidamente pasan los años, Djedef! Estás tan guapo como siempre... pero has crecido mucho. Me parece ver a uno de esos soldados valientes que el rey bendice después de cada batalla y cuyas heroicidades están inmortalizadas en las paredes del templo.., querido Djedef. Qué feliz soy de verte después de estos largos años.
Djedef, desbordante de alegría, dijo:
-Yo también soy muy feliz, querido hermano. ¡Por Dios! Tan delgado, con ese aspecto respetable, esa mirada penetrante; eres la viva imagen del sacerdote. ¿Ya has terminado tus estudios, hermano?
Jana sonrió y se sentó, dejándole espacio a su lado:
-El sacerdote no termina nunca de estudiar, porque la ciencia es interminable. Como dijo Qaqimna, «El sabio busca la ciencia desde la cuna hasta la tumba, y muere ignorante».
De todos modos, he terminado mis primeros estudios.
-¿Cómo fue tu vida en el templo?
El joven lo miró con ojos soñadores, y dijo:
-¡Ah, qué tiempos! Es como si te oyera hace diez años haciéndome preguntas, ¿te acuerdas, Djedef? No me sorprende, pues la vida del sacerdote transcurre entre preguntas y respuestas, o preguntas e intentos de respuestas. La pregunta es la esencia de la vida espiritual. Perdona, Djedef; ¿qué es lo importante en la vida en el templo? No todo se puede contar: basta que sepas que es una vida pura y esforzada. Nos entrenan para purificar y someter al cuerpo a nuestra voluntad y más tarde nos enseñan la ciencia divina porque ¿acaso puede nacer un amor puro en un terreno impuro?
-¿Y tú qué estás haciendo, hermano?
-Pronto trabajaré como sirviente en el sacrificio del dios Ptah, alabado sea su nombre. Me he ganado el afecto del gran sacerdote, y me ha informado de que antes de diez años seré elegido como uno de los diez jueces de Menfis.
Djedef dijo con entusiasmo:
-Creo que la profecía de su santidad se cumplirá antes... seres un gran hombre, Jana.
Jana sonrió tranquilamente:
-Te lo agradezco, querido Djedef. Y ahora dime: ¿estás leyendo algo interesante?
Djedef rió, y dijo:
-Si consideras que los planes de batallas y la historia del ejército egipcio son historias interesantes, pues sí, estoy leyendo cosas de interés.
-¿Y la sabiduría, Djedef? Hace diez años, en este mismo lugar, escuchabas con interés las sentencias de los sabios.
-La verdad es que tú plantaste la simiente de la sabiduría en mi corazón, pero la vida militar no me deja tiempo para leer lo que yo quisiera. De todos modos, estoy más cerca de la libertad.
Jana intervino irritado:
-La inteligencia superior no puede pasarse un día sin la sabiduría, como un estómago sano no puede estar un día sin comer. Debes completar tus carencias, Djedef, nunca lo olvides. La virtud de la vida militar consiste en que prepara al soldado para servir a la patria y a su señor con la fuerza, pero el espíritu no saca ningún provecho de ello. El soldado que ignora la sabiduría no es más que un animal fiel; puede ser útil si se lo mandan, pero si lo dejan solo no puede ayudarse ni a sí mismo. Los dioses nos han hecho distintos de los animales por nuestro espíritu, y si éste no se alimenta de sabiduría, descendemos al nivel de los animales. No lo olvides, Djedef, porque siento desde lo más hondo de mi corazón que tu espíritu es excelso, y puedo leer en tu hermosa frente la fama y la gloria. Que dios te bendiga en tus idas y venidas...
La conversación fluyó entre ambos como agua fresca para sus corazones. De lo último que hablaron fue de la boda de Nafa. Por primera vez, Jana aprendió de Djedef, y bendijo al marido y a la esposa. Djedef tuvo entonces una idea, y dijo:
-¿Y tú no te casas, hermano?
El sacerdote respondió:
-¡Cómo no, Djedef! El sacerdote no puede vivir toda la vida dedicado a la sabiduría sin casarse. ¿Acaso puede alguien mirar al cielo cuando hay algo en él que le tira hacia la tierra? La virtud del matrimonio es que satisface las pasiones y purifica el cuerpo.
Djedef abandonó la habitación de su hermano a media noche, se fue a la suya y empezó a desvestirse, recordando las palabras del sacerdote. Entonces retornó la tristeza y recordó las penas y decepciones de aquel día, y antes de acostarse oyó que alguien llamaba a la puerta. Entró Zaya, con rostro preocupado y le preguntó:
-¿Te he despertado?
El muchacho respondió ocultando su temor:
-No, madre; todavía no estaba durmiendo.
La mujer vaciló, intentó hablar mas su lengua no le respondía. Le hizo un signo para que la siguiera. La siguió, angustiado, hasta que llegaron a su aposento. Le indicó el suelo. Miró y vio a Gamurka tendido como si lo hubiera alcanzado una flecha mortal. No pudo evitar lanzar un grito de terror: -Gamurka... Gamurka... ¿Qué le pasa, madre?
La mujer dijo con voz ahogada:
-Ten valor, Djedef... Ten valor, querido.
El corazón le dio un vuelco y se arrodilló al lado de su querido perrito, que no lo recibió como de costumbre con saltos y alegría. Tocó ligeramente su cuerpo y no notó ningún movimiento. Miró a su madre con ojos tristes y le pregunto:
-¿Qué tiene, madre?
-Ten valor, Djedef, se está muriendo.
El joven se estremeció al oír aquella terrible palabra, y protestó:
-¿Cómo es posible? Esta mañana me recibió como siempre.
-No estaba como siempre, querido, aunque la alegría de verte borrara su dolor por un momento. Está muy viejo, Djedef, y estos últimos días estaba moribundo. Djedef, lleno de dolor, se volvió hacia su fiel amigo y le susurró al oído con profunda tristeza: -Gamurka... ¿No me oyes? Gamurka...
El fiel perito levantó la cabeza con dificultad. Miró hacia su dueño, pero sus ojos no veían nada, como si estuvieran dando su último adiós. Luego volvió a su pesado sueño. Empezó a gemir con voz ronca. Él lo llamó repetidas veces, pero no consiguió que se moviera. Pensó que el peso de la muerte había caído sobre su fiel amigo. Vio cómo jadeaba, abriendo y cerrando la boca. Se estremeció ligeramente y se quedó quieto para siempre. Gritó desde lo más profundo. de su corazón «Gamurka», y su grito se perdió en vano. Por vez primera en su vida de militar, las lágrimas fluyeron por sus mejillas. Sollozando, despidió al compañero de su infancia, al amigo de su niñez y de la juventud...
Su madre le ayudó a levantarse y le secó las lágrimas con sus labios. Le sentó a su lado en la cama y le consoló con palabras tiernas; sin embargo, aquella noche él no escuchaba sus palabras ni veía sus labios. Le dijo:
-Madre, quiero que sea disecado y enterrado en un ataúd en el jardín, en el lugar en el que solíamos jugar, hasta que sea trasladado a mi tumba cuando el Señor me llame.
Y así terminó aquel triste día.
XVIII
Pasó el sexto y último año de Djedef en la escuela militar. La escuela celebró la tradicional fiesta anual en la que competían todos los licenciados antes de ser distribuidos por las distintas secciones del ejército. La gran escuela relucía aquel día de alegría. Las murallas estaban adornadas con estandartes del ejército y en el aire resonaban himnos entusiastas.
Las puertas se abrieron para dejar paso a los invitados e invitadas, todos ellos familias de oficiales, generales y altos funcionarios.
Antes de mediodía llegaron los personajes más importantes del país, precedidos por los sacerdotes y los ministros, encabezados por Jomini, y los grandes generales del ejército, encabezados por el general Arbó, y muchos otros nobles funcionarios, secretarios y artistas. Todos estaban esperando a su alteza el príncipe Rejaef, heredero del reino, que acudía en representación del faraón para presidir la celebración. Llegado el momento, todos se apresuraron a la entrada de la escuela para recibirle entre hileras de soldados. No tardó en aparecer en la ancha plaza que había delante de la escuela el cortejo del heredero, precedido por un escuadrón de carrozas de la guardia faraónica. Se oyó la música de bienvenida, la muchedumbre se puso firmes en señal de respeto y se elevaron los vítores al faraón y a su heredero.
El cortejo del príncipe llegó a la entrada de la escuela y el director le recibió llevando una almohadilla de seda forrada de plumas de avestruz para que pisara su alteza faraónica al apearse. Acompañaba al príncipe su hermana, su alteza la princesa Meresanj, y sus hermanos los príncipes Rabaef, Hordef, Horsadef, Kaib, Seddef, Keops, Jof, Hata, Mirab...
Los notables se inclinaron ante el príncipe y éste avanzó, alto y de mirada cruel, más cruel todavía que unos años antes. A su derecha caminaba la princesa. El se sentó en el centro, la princesa y los príncipes a su derecha y Jomini, los ministros, generales y altos cargos a su izquierda. Después de la llegada del príncipe los vítores disminuyeron y los invitados se sentaron. Empezó la celebración; soplaron en los cuernos de caza y la música se dejó oír. Aparecieron por la parte de los cuarteles los oficiales licenciados, en grupos de cuatro en cuatro, encabezados por el director de los entrenadores portando la bandera de la escuela. Por primera vez vestían el uniforme de oficial con la túnica corta, la camisa verde y la chaqueta de piel de tigre. Cuando pasaron delante del trono en el que se sentaba su alteza desenvainaron sus espadas y extendieron sus brazos con ellas en vertical, hacia el cielo. Él devolvió el saludo poniéndose en pie.
Entonces empezó la gran competición, con las carreras de caballos. Los oficiales montaron en sus briosos corceles y se alinearon en filas. Sonaron los cuernos y se lanzaron como flechas; los cascos de los caballos hacían temblar la tierra, tan veloces que casi no les alcanzaba la vista. Los valerosos jinetes estaban como clavados a sus lomos. Empezaron en una fila y se iban distinguiendo a medida que avanzaba la carrera. Un jinete se destacó del grupo; parecía que montara un soplo de viento enloquecido, y fue el último en regresar a la salida... El entrenador anunció el nombre del jinete ganador: «Djedef, hijo de Bisharo», que fue recibido con un grito que se elevó hasta el cielo. Si el joven hubiera podido oír a su padre gritando «el hijo de Bisharo» no habría podido contener la risa. Al cabo de poco rato, empezó la carrera de carros. Los oficiales se alinearon y esperaron en hilera la señal. Cuando sonó el cuerno se lanzaron como poderosos gigantes, asombrando a todo el mundo a su paso. El ruido que producían parecía el de una roca cuando se rompe o una montaña cuando se desmorona. A lomos de sus carros se inclinaban sin inmutarse, como troncos de palmera golpeados por un huracán que intentara arrancarlos y que se retirara derrotado... Entonces se destacó del grupo un jinete que al correr hacía que los otros parecieran estar sentados; éste encaró la victoria hasta el fin. El entrenador anunció su nombre: «Djedef, hijo de Bisharo». Vitorearon su nombre y los asistentes lo aplaudieron.
A continuación anunciaron la carrera de salto de vallas. Los jinetes montaron en sus corceles y en medio del largo patio se levantaron unas vallas de madera cuya altura aumentaba progresivamente. Sonó el cuerno y los caballos se lanzaron a la carrera con energía. Volaron sobre la primera valía como águilas caídas, sobre la segunda como el agua de una catarata. Todos veían sus cabezas coronadas, pero la suerte traicionó a algunos, a otros no les respondieron sus caballos, otros cayeron entre gritos de pena. Sólo uno de ellos consiguió saltar todas las vallas, como sí ese fuera su destino, como si la victoria tomase cuerpo en él. Anunciaron su nombre entre vítores y aplausos.
La victoria le acompañó en todas las competiciones; ganó en tiro al arco y con la lanza, fue el vencedor en las competiciones de lucha con espadas y lanzamiento de jabalina. Los dioses le otorgaron una clara victoria que le convirtió en el único héroe de la jornada, en el genio sin igual de la escuela. Todo el mundo le admiraba.
Los vencedores debían presentarse ante el heredero para que les felicitara; aquel día fue sólo Djedef. Hizo el saludo militar al príncipe y éste le dio la mano y le dijo:
-Te felicito, valiente oficial: ante todo por tu victoria y en segundo lugar porque te he elegido como oficial de mi guardia de seguridad.
El rostro del joven desbordaba de alegría, saludó al príncipe y se volvió, feliz. Mientras caminaba escuchó que anunciaban a los presentes la felicitación y que le había elegido para la guardia. Su corazón latió y se acordó con alegría de su familia: Bisharo, Zaya, Jana y Nafa, que estaban escuchándolo y se alegrarían indescriptiblemente.
A continuación, la compañía de jóvenes oficiales se acercó al trono para escuchar su discurso. El príncipe se levantó y les dijo en tono enérgico:
-Quiero anunciar a todo el mundo mi admiración por vuestra habilidad, destreza y coraje, y por vuestro noble espíritu militar, y espero que sigáis siendo, como los que os precedieron, símbolo de la gloria de la patria y del faraón, señor de los mundos.
Los oficiales lanzaron un viva a la patria y al faraón y con ello se dio por concluida la celebración. El príncipe abandonó la escuela y el cortejo oficial y regresó al palacio del faraón, y los invitados se dispersaron.
En aquel momento Djedef se encontraba en un estado de tristeza que lo aislaba de lo que sucedía a su alrededor. Ello no era debido a la embriaguez de la victoria, sino a algo más importante para él; mientras escuchaba junto a sus compañeros sus ojos recayeron en el príncipe y en su camino se detuvieron en la princesa Meresanj y encontraron algo sorprendente que le arrebató el corazón de su pecho. La sorpresa fue tal que estuvo a punto de caer de bruces. ¡Dioses del cielo, qué es lo que vio! Era el rostro de la campesina cuyo retrato llevaba siempre en el corazón. Hubiera querido continuar mirándola pero no pudo por miedo a causar un escándalo, y fijó la vista en un punto sin moverla por nada. La celebración terminó, y cuando se repuso de la sorpresa y el asombro volvió a los cuarteles como si le hubiera dado un ataque.
¿Era posible que su bella campesina fuera su alteza la princesa Meresanj? ¡Era algo insospechado, inimaginable! Y, con todo, era imposible que existieran dos rostros con esa belleza seductora. No había olvidado el orgullo de la muchacha del cuadro; sus modales no eran los de una campesina. Sin embargo, no podía aceptar esa extraña hipótesis: ¡Ojalá pudiera comprobar los rasgos de su cara!
¿Y si ella era la princesa? Se había metido en algo muy importante, de resultados impredecibles. Entonces no pudo evitar echarse a reír irónica y amargamente, diciéndose a sí mismo: ¡Qué extraño! ¡Djedef hijo de Bisharo ama a la princesa Meresanj! Suspiró y dijo, mirando el cuadro con ojos tristes:
-¿De verdad eres la noble princesa? ¡Sé una humilde campesina: más vale campesina por conocer que princesa conocida!
XIX
Djedef se preparaba para abandonar el palacio de Bizarro como hombre independiente por vez primera. Esta vez dejaba en el ánimo de todos un poco de tristeza, entreverada de admiración y orgullo. Zaya lo besó hasta mojarle las mejillas con sus lágrimas. Jana le bendijo y rogó por él; él también se preparaba para dejar el hogar paterno y trasladarse al templo. Nafa le dio un apretón de manos y le dijo: «Mis profecías se están haciendo realidad, Djedef». También lo despidió un nuevo miembro de la familia, Mana, la hija de Kamadi, la esposa de Nafa. En cuanto al viejo Bisharo, puso su gruesa mano sobre su hombro y le dijo con arrogancia: «Soy feliz, hijo mío, porque estás siguiendo los pasos de tu gran padre». Djedef no olvidó poner una flor de loto sobre el ataúd de Gamurka antes de despedirse y dirigirse al palacio del príncipe Rejaef.
Una grata sorpresa le esperaba en los cuarteles de palacio: un viejo amigo de la infancia era su compañero de habitación. Era un joven adorable, de buen corazón, sincero y parlanchín. El también se alegró de ver a su viejo amigo y le recibió con afecto. Le dijo riéndose:
-¿Acaso me estás siguiendo?
Djedef sonrió y dijo:
-¡Sigues la carrera de la gloria!
-La gloria es tuya, Djedef. Ganaste las carreras de carros; eres un soldado incomparable y te felicito de todo corazón.
Djedef se lo agradeció. Por la noche, Snefru sacó de su armario una botella de vino de Maryut y dos copas de plata y dijo:
-Tengo costumbre de beber un vaso de vino dulce de Maryut antes de irme a la cama, es una sana costumbre... ¿no bebes?
-Bebo cerveza, pero no he probado nunca el vino.
Snefru soltó una carcajada y dijo:
-Bebe... el vino es la medicina de los soldados.
De repente se puso serio:
-Querido Djedef, ¡te espera una vida dura!
Djedef sonrió con algo de indiferencia y dijo:
-Ya me he acostumbrado a la vida militar.
-Todos nosotros estamos acostumbrados a la vida militar, pero su alteza es otra cosa.
Djedef pareció sorprendido y preguntó:
-¿A qué te refieres?
-Hermano, te aconsejo que te lo tomes con calma; servir al príncipe es algo de una dureza sin igual.
-¿Cómo?
-El príncipe es muy cruel, su corazón es más duro que una roca. Para él cualquier descuido es un crimen imperdonable. Egipto tendrá en él un gobernante severo; no curará las heridas con bálsamo como hace a veces su padre. No tendrá inconveniente en cercenar un miembro al mínimo defecto que le encuentre.
-Un buen rey debe tener algo de crueldad.
-¡Algo de crueldad! Pero no toda ella. Lo comprobarás a su debido tiempo. No hay día sin que ordene unos cuantos castigos: a los sirvientes, a los soldados, a sus delegados, e incluso a sus oficiales. Cada día que pasa es más fanfarrón y rudo.
-Lo normal es que el carácter de la gente se vuelva más dulce con el paso del tiempo. Eso es lo que dice Qaqimna.
Snefru soltó una carcajada y dijo:
-No está bien que un soldado cite las palabras de un sabio. ¡Eso es lo que dice su alteza! La vida de su alteza se aparta demasiado de las enseñanzas de Qaqimna. ¿Por qué? Porque es un cuarentón. Un heredero cuarentón. ¡Piensa!
El joven le miró con los ojos muy abiertos, y Snefru continuó en voz baja:
-A los herederos les gustaría gobernar jóvenes, y si el destino es cruel con ellos, ellos se vuelven crueles.
-¿Su alteza no está casado?
-Y tiene hijos e hijas.
-Y el trono está asegurado a sus descendientes.
-Eso no significa nada, y no es lo que el príncipe teme.
-Pues, ¿qué es lo que teme? Sus hermanos son fieles a las leyes del reino.
-No hay ninguna duda de ello, y quizá no tienen ninguna ambición, porque sus madres son del harén y su alteza la reina no tuvo más que al heredero y a su hermana Meresanj. Sin duda tienen derecho al trono. Pero lo que teme el príncipe es... ¡la salud de hierro del faraón!
-¿Todo el pueblo de Egipto adora al faraón?
El oficial le miró y dijo:
-Sin discusión, supongo que estoy manifestando mis temores subconscientes. Dios nos libre de un traidor en Egipto. Y ahora dime: ¿qué te parece el vino de Maryut? Yo soy de Tebas, pero no soy localista.
-Es lo mejor que haya probado jamás, Snefru.
Snefru se contentó con aquella conversación y se fue a la cama. Djedef no pudo dormir, porque la mención de Meresanj había reavivado su dolor como la comida que se echa a la superficie del agua atrae a los peces. Estaba excitado y confundido, y pasó toda la noche en vela.
XX
En el palacio del heredero sentía que se hallaba más cerca de aquel oscuro secreto, sentía que vivía en el oriente y que por fuerza le iluminarían sus ardientes rayos. Aguardaba lleno de esperanza, miedo y deleite. Se paseaba por los campos del palacio, que se asomaban al Nilo, antes del anochecer, cuando el sol del mes de Athyr derramaba su brillante luz devolviendo el mundo a su juventud. He aquí que un día vio una barca real atracar en la escalinata del jardín. Nadie la esperaba y él se apresuró -como era su deber- a dar la bienvenida al noble mensajero y se puso firmes en frente de la barca como una hermosa estatua.
Una figura noble y divina, vestida de princesa, bajó de la barca y subió la escalinata con magnificencia faraónica, con ideal elegancia, como si su peso la arrastrara hacia lo alto y no hacia la tierra. ¡Vio a su alteza, la princesa Meresanj!
Desenvainó su espada y le hizo el saludo militar. La princesa pasó a su lado como un hermoso sueño y en seguida se perdió en los senderos sinuosos del jardín.
Era imposible que no fuera ella; la vista y el oído pueden engañar, pero el corazón nunca miente, y si no fuera ella no latiría con aquella intensidad como si estuviera a punto de salirse de su pecho, no sentiría aquella embriaguez que le invadía. Sin embargo, ¿era posible que ella no se diera cuenta de su presencia ni lo recordase? ¿Lo que había sucedido entre ellos dos merecía ser recordado? ¿Podía haber olvidado tan de prisa aquel extraño encuentro? ¿O fingía olvidarlo por orgullo?
Y de todos modos, ¿qué importaba que lo recordase o no? ¿Y qué más daba que la del cuadro fuera la princesa u otra parecida? Su corazón no latía de amor más que por aquella bella imagen, y seguiría haciéndolo tanto si ésta se personificaba en una princesa de estirpe de faraones como si lo hacia en una campesina. En cualquier caso, no tenía ninguna esperanza. Estaba forzado a amar y su destino era el desengaño.
Lanzó una mirada a la frondosa arboleda. Vio los pájaros que saltaban de rama en rama sin parar de cantar; su aspecto incitaba a la esperanza, y sintió por ellos un afecto que nunca antes había experimentado. Sintió envidia de sus juegos en libertad, de su amor libre de tormentos, de que estuvieran por encima de fantasías y dudas. Luego echo una mirada a su cinturón, a su túnica de colores, a su altivo bonete; sintió su pequeñez y le entraron ganas de reír con amargura.
Dominaba las armas, era un excelente jinete y vencía siempre en la lucha, tenía todo lo que podía desear un joven ambicioso, pero ¡qué lejos estaba de sentirse satisfecho! Nafa tenía más suerte que él; se había casado con Mana, de cuello largo y dulces ojos. Jana se iba a casar con calma y sencillez porque consideraba que el matrimonio era un deber religioso. En cuanto a él, continuaba llevando en su pecho un amor oculto y desesperado que marchitaba su corazón como se marchita un árbol frondoso cuando no le llega la luz del sol ni el agua del Nilo.
Permaneció inmóvil en su sitio deseando curar su espíritu viéndola por segunda vez. No le cabía ninguna duda de que la visita era extraoficial, de no ser así todos en palacio lo hubieran sabido y habrían recibido a la princesa como corresponde a alguien de la casa real. Por ello, no se podía descartar en absoluto que volviera sola a la barca. Parte de sus suposiciones se hicieron realidad, y la princesa regresó después de que la despidiera su alteza real a la entrada del palacio.
Djedef continuaba en su sitio, en pie junto a las escaleras del jardín, preparado, y cuando pasó ante él desenvainó su espada y le hizo el saludo. Repentinamente, la princesa se detuvo y se volvió hacia él con nobleza y altivez. Le dijo irónicamente:
-¿Conoces tus deberes, oficial?
Djedef respondió temblando:
-Sí, su alteza.
Ella le preguntó con amargura:
-¿Es uno de ellos atacar a las doncellas en tiempo de paz?
Él enmudeció, lleno de embarazo. Ella se quedó mirándole fija y duramente, y luego le dijo:
-¿La traición es uno de los deberes del soldado?
Su dolor era insoportable, y respondió:
-Mi señora, un soldado valiente nunca traiciona.
Ella le preguntó con ironía:
-¿Y qué me dices de alguien que acecha a unas confiadas muchachas desde detrás de un árbol para dibujarlas en secreto? -Su tono de voz se volvió más presuntuoso-:
¿Debes saber que quiero ese cuadro?
Djedef obedeció como era su costumbre y, sacando el cuadro de su pecho, donde lo llevaba escondido, se lo ofreció a la princesa.
Ella no se lo esperaba, y su rostro dejó ver su sorpresa, a pesar de su altivez. Sin embargo, en seguida se controló, y alargando su delicada mano, cogió el cuadro y reemprendió su camino hasta la barca, rodeada de gloria y magnificencia.
XXI
La vida de Djedef en el palacio del príncipe no sufrió ningún cambio hasta que hubo de conocer un nuevo dolor. Aquel día, su alteza el príncipe Rejaef salió en uniforme de gran gala precedido por un escuadrón de la guardia entre cuyos oficiales se encontraba su amigo Snefru. El príncipe regresó por la noche y Snefru volvió a su alcoba al mismo tiempo que Djedef terminaba su inspección de la guardia. Era natural que le preguntase a su amigo acerca de los motivos de la salida del príncipe en aquellas condiciones, que no se daban más que en los días de fiesta. Sin embargo, le conocía y sabia que no era capaz de callarse ningún secreto y, efectivamente, apenas hubo descansado un poco, le dijo:
-¿Sabes dónde hemos ido hoy?
Djedef respondió tranquilamente:
-No.
Snefru le dijo con interés:
-Hoy ha llegado a Menfis el príncipe Abur, gobernador de la provincia de Arsina, y el heredero fue a recibirle.
Djedef le preguntó:
-¿Su alteza no es primo del rey?
-Sí, dicen que su alteza llevaba un informe sobre las tribus del Sinaí, cuyas fechorías se están multiplicando en la zona oriental del delta.
-¿Entonces su alteza es un mensajero de guerra?
-Si, Djedef, ya sabes que el príncipe hace tiempo que tenía ganas de castigar a las tribus del Sinaí y que el general Arbó estaba de su parte, pero el rey prefería esperar hasta que el país recuperara sus fuerzas después del gran esfuerzo que ha realizado en la construcción de la pirámide real.
Pues bien, el tiempo de descanso ya ha pasado, y el príncipe ha pedido al rey que cumpla con su promesa. Sin embargo, dicen que su alteza real se encuentra en estos días enfrascado en la composición de un gran libro que desea que sirva a los egipcios como guía en este mundo y en el más allá, y que no está preparado para pensar en serio en la guerra. Por ello, el príncipe Rejaef ha pedido ayuda a su primo el príncipe Abur y se ha puesto de acuerdo con él para que venga a informar personalmente al rey sobre los juegos de las tribus y su desprecio por el gobierno, que se acrecentaría si no encontrasen oposición. Puesto que el príncipe ha venido, no se puede descartar una incursión del ejército en el noreste en el futuro más inmediato.
Por un instante reinó el silencio, y en seguida Snefru dijo, por hablar:
-El rey ha celebrado un banquete para el príncipe al que acudirán todos los miembros de la casa faraónica, encabezados por su alteza el príncipe y las princesas.
A Djedef le dio un vuelco el corazón al oírle mencionar a las princesas. Recordando a la seductora princesa, hermosa y orgullosa, soltó un suspiro que llegó a los oídos de Snefru.
El joven le lanzó una mirada de reproche y gritó:
-¡Por Dios que no me estás escuchando!
Djedef le respondió molesto:
-¿Por qué lo dices?
-Porque suspiras como alguien que está pensando en su amor.
Su corazón latió todavía más fuertemente e intentó decir algo; sin embargo, Snefru no le dejó y, soltando una carcajada, le dijo con curiosidad:
-¿Quién es? ¿Quién es, Djedef? ¿Censuras mi interés? No voy a insistir por ahora, ya la conoceré algún día cuando sea la madre de tus hijos. ¡Qué recuerdos! ¿Sabes, Djedef?, suspiré de ese modo en esta habitación durante dos años, pasaba la noche hablando en sueños, y al segundo año me casé y ahora es la madre de mis hijos, Jana. ¡Esta habitación está infectada por el amor! Pero, ¿no quieres decirme quién es?
Djedef le respondió con la energía que le dictaban las penas de su corazón:
-¡Estás soñando, Snefru!
-¿Yo, soñando? ¡Imposible!
-Es la verdad, Snefru.
-Como desees, Djedef, no insistiré más. Y ahora que hablamos de amor, déjame decirte que he oído un rumor en los pórticos del palacio del faraón. Dicen que puede haber otros motivos tras la visita del príncipe Abur, aparte de la cuestión de la guerra que te conté.
-¿A qué te refieres?
-Dicen que el príncipe tendrá ocasión de observar de cerca a la menor de las princesas, que es un ejemplo de belleza. Quizá den pronto la noticia al pueblo egipcio del compromiso entre el príncipe Abur y la princesa Meresanj.
Esta vez Djedef estaba estupefacto, pero se controló, escondió sus sentimientos y encajó el golpe con sorprendente paciencia. Su rostro no dejó ver lo que se debatía en su corazón, precaviéndose del peligro de la mirada penetrante de su amigo y de su lengua incansable y dolorosa. Se cuidó de no hacer ningún comentario a las palabras de Snefru y de no pedirle explicaciones, temiendo que su tono de voz pudiera traicionarle; se sumió en un pesado silencio como si fuera una alta montaña erguida sobre la boca de un volcán.
Snefru, no sabiendo lo que le pasaba a su amigo, se tumbó en la cama y le dijo bostezando:
-La princesa Meresanj es muy hermosa. ¿No la has visto? Es la más hermosa de todas. Es como su hermano el heredero, muy orgullosa y con una voluntad de hierro, y dicen que es la que el faraón tiene en más estima. El precio de su belleza será alto, sin duda... La belleza hace agachar la cabeza a los hombres.
Snefru bostezó de nuevo y cerró los ojos. Djedef lo miraba a la débil luz de la lámpara con dos ojos enturbiados por la tristeza y la pena, y cuando estuvo seguro de que se había dormido, se abandonó a su pasión. No pudiendo conciliar el sueño, por un intenso dolor, se levantó y, caminando de puntillas, salió de la habitación. Fuera, el aire era húmedo y la brisa fresca. Era una noche muy oscura, y las palmeras aparecían entre las tinieblas como fantasmas dormidos, o como espíritus miserables consumidos por el tiempo.
XXII
Al cabo de algunos días, todos en palacio sabían que su alteza el heredero había invitado al príncipe Abur, a su alteza la princesa Meresanj y a algunos príncipes y amigos a una cacería por el desierto oriental.
En la mañana del día señalado, llegó la princesa Meresanj. Su rostro era un halo de luz y belleza que iluminaba los corazones llenándolos de alegría. Tras ella llegó su alteza el príncipe Abur acompañado por su séquito. Tenía treinta y cinco años y era de complexión fuerte y de semblante temible.
Su aspecto indicaba su nobleza y valentía.
El jefe de los chambelanes de palacio inspeccionaba personalmente los preparativos para la caravana de la cacería y se ocupaba de aprovisionarla de todo lo necesario: agua, comida, armas y redes, y el jefe de la guardia escogió para acompañarla a cien soldados de la misma, al frente de los cuales puso a diez oficiales entre los cuales se encontraba Djedef. Todo ello sin contar a los sirvientes y a los ayudantes de caza. Cuando el heredero bajó a los jardines de palacio, la gran caravana se puso en marcha, encabezada por un escuadrón de jinetes con experiencia en la caza. Detrás de ellos iba su alteza el príncipe Rejaef, a su derecha la seductora princesa Meresanj, y a su izquierda el príncipe Abur, rodeados por un circulo de príncipes y princesas. Seguía a esta noble comitiva un carro que contenía los odres de agua, y otro que llevaba la comida, los cacharros para cocinar y las tiendas. Les seguían una tercera, una cuarta y una quinta que transportaban los instrumentos para cazar, los arcos y las flechas. Todos marchaban entre dos hileras de jinetes, y el resto de los jinetes de la guardia que acompañaban a la expedición iba detrás encabezado por sus oficiales, entre los cuales se hallaba Djedef. La caravana se dirigió hacia el este, dejando tras de ella la floreciente ciudad y el adorado Nilo y volviéndose hacia el desierto. Dondequiera que miraran no hallaban más que un vasto horizonte inalcanzable por mucho que durara la marcha, como si fuera la propia sombra que se extendiera ante ellos a medida que avanzaban.
Era una mañana fresca. El sol estaba saliendo y su resplandor cubría la tierra del desierto con una alfombra de luz, pero la fría brisa que recorría el aire les refrescaba y reparaba... eran como cachorros entre los colmillos de una leona.
La caravana avanzaba siguiendo a los guías...
De vez en cuando, Djedef miraba a su alrededor, y a lo lejos contemplaba a la princesita que tenía subyugado su corazón, montada en su brioso corcel, inclinada sobre sus lomos como una fresca rama. Sus rasgos denotaban altivez y orgullo. De vez en cuando miraba a su hermano, hablando con él o escuchando sus palabras, y entonces veía su perfil izquierdo, que parecía la madre Isis tal como está dibujada en los templos. Observaba al joven príncipe Abur erguido, recio, hablando con ella y sonriéndole. También ella le hablaba y le sonreía, y por primera vez vio cómo aquella altivez y aquella belleza se adornaban con una sonrisa clara, hermosa y tan infrecuente como la lluvia en Egipto.
En su corazón noble y puro se infiltró la envidia ponzoñosa, y lanzó una mirada encendida al feliz príncipe. Aquel príncipe afortunado que llegó como mensajero de guerra y se había convertido en mensajero de paz y amor... Una amargura que nunca antes había experimentado se apoderó de su corazón, y se encontró hablando consigo mismo, exaltado...
¿Era posible que estuviera enamorado, y que su corazón tuviera que derretirse ante el frío de la desesperación? ¿Era comprensible que estuviera abrasándose en las llamas del amor cuando su amada se encontraba a un salto de caballo? ¿Qué valor tenía la vida? ¿Qué valor tenía la esperanza, que era la que le confería la fuerza para perseverar? Cuánto se parecía su vida a la de una rosa fresca, todavía en su capullo, golpeada por el cálido viento del verano que la arranca de su rama y la empuja hacia las ardientes arenas del desierto...
¿Qué era aquella esclavitud llamada obediencia? ¿Quién era ese tirano opresor al que llaman deber? ¿Qué significaba ser príncipe y qué ser esclavo? Aquellos nombres le subyugaban y le sumían en un abismo de dolorosa desesperación. ¿Por qué no se liberaba de sus ligaduras y se lanzaba con su raudo corcel sobre aquella orgullosa y cruel, se la llevaba por la fuerza y desaparecía en el desierto? Le decía en voz alta: «Mírame, soy un hombre fuerte y tú eres una mujer débil. Deja de fruncirme el ceño al estilo del palacio del faraón. Baja ese mentón que acostumbras llevar tan alto, a la manera de las princesas. Aclara esa mirada tan soberbia que acostumbras lanzar de arriba abajo a tus siervos. Arrodíllate ante mí, y si es por las buenas te hablaré con amor. De lo contrario, con orgullo».
Deliraba, su interior hervía. Su enojo y su ansiedad no salían al exterior, y mientras la caravana avanzaba, el amor jugaba con los corazones, subyugando a todos con su magia. El vasto desierto lo presenciaba todo en su eterno silencio... ¡Qué desierto! A veces pensaba en aquel vacío, y su inmensidad lo arrebataba de aquel mar de sueños y esperanzas llenando su corazón de asombro. La caravana, en aquel magnífico desierto, era como un puñado de agua en un mar sin orillas; qué fácil de distinguir para el gavilán que gira en el aíre, como un montón de pollitos... ¿Qué significaba su amor? ¿Qué significaba su esperanza? ¿A quién le importaba en la inmensidad de aquel vasto espacio? Las voces se perdían en aquel espacio infinito: ¿quién era Djedef y quién era su amor?
El relincho de su caballo le despertó de sus ensoñaciones. La caravana avanzó sin parar hasta que llegó hasta Al-Riyyan, donde acampó. Al-Riyyan era uno de los mejores lugares del desierto para la caza. De él partían las montañas de Set, de norte a sur, refugio de distintas especies buscadas por los aficionados a la caza Desde el pico de la montaña hacia al este se extendían dos grandes colinas, que rodeaban una gran porción de desierto que se hacia estrecha hacia el este, hasta formar un desfiladero de veinte brazos de anchura.
Como los jefes estaban un poco cansados, los sirvientes y los soldados se apresuraron a levantar las tiendas. Y se ocuparon de preparar los cacharros para cocinar y encender el fuego. El trabajo procedía con interés para en pocos minutos preparar un ejército entero desde, amarraderos para los caballos y una cocina de leña. Los guardias ocuparon sus puestos y los príncipes se refugiaron en la tienda grande, que se levantaba sobre una tarima de madera chapada de oro puro... Los príncipes descansaron un rato y luego reemprendieron la actividad, preparándose para la caza.
Los ayudantes dispusieron una gran red en el lugar en que se unían las dos colinas y el ejército se dispersó por los lados del gran triángulo dibujado por la montaña desde las dos colinas unidas por la gran red. otros corrieron por la ladera de la montaña para ahuyentar a los tranquilos animales mientras los príncipes montaban sus corceles, echaban mano a sus armas y se distribuían por la explana preparados para la acción.
La princesa Meresanj montó en su noble corcel y espero ante su gran tienda para observar el esperado combate entre hombres y animales... Seguía los movimientos de los príncipes con interés, y aparentemente todo le parecía demasiado lento, así que le preguntó en voz alta, sin gritar a uno de los oficiales que estaban a su lado:
-¿Cómo es que no veo caza?
Una voz que ella conocía bien le respondió:
-Los soldados han ido a levantarla, pronto la veras, cuando baje por la ladera de la montaña mugiendo y rugiendo. Volvió los ojos hacia la ladera de la montaña de Set. El tenía razón, y no tardó en ver rebaños de gacelas, y antílopes descendiendo, cada uno a su paso, sin saber lo que les deparaba el destino. Los príncipes espoleaban sus caballos lanzándose hacia sus objetivos. La batalla empezó; la misión de los cazadores era perseguir a los animales y dirigirlos hacia el desfiladero entre las dos colinas, donde les esperaba la red. El príncipe Rejaef era el más hábil de todos; eran evidentes su presteza, su elegancia, su total control del caballo, su habilidad para rodear a las bestias y conducirlas ante él hasta altivo. Nunca perdía una pieza, y agotaba a sus perros y a sus numerosas víctimas. El príncipe Abur también mostró su rara destreza, y causo admiración de todos por la rapidez y la precisión en sus ataques y la ligereza incomparable de sus movimientos los príncipes se divertían con su violento deporte y las pasaban deprisa. La cacería habría terminado con venerable alegría si no hubiera sucedido algo terrible... El príncipe Rejaef estaba persiguiendo una gacela que huía de la montaña; al pasar por un montículo se cruzo en su camino un enorme león que iba detrás de la misma pieza. Numerosos soldados gritaron advirtiendo a su príncipe porque el príncipe no estaba preparado para un animal tan peligroso. Sin embargo, él era firme y decidido y echó mano a la lanza queriendo sacarla de su funda pero el león no le dio tiempo y, dando un gran salto, le dio zarpazo en el hocico al caballo pretendiendo alcanzar a su jinete. El caballo se quedó sin fuerzas, se tambaleó como borracho y estuvo a punto de caer. El león se agazapo preparándose para un salto más poderoso... los acontecimientos se sucedían con rapidez, y el príncipe consiguió desenvainar la lanza, apuntó hacia el león y la lanzó con fuerza mientras éste saltaba. En aquel momento el caballo perdió la vida como resultado del golpe asestado por el león, la lanza no alcanzó su objetivo y el león resultó ileso. El magnífico príncipe cayó de espaldas y quedó desarmado a merced del hambriento león.
En aquel momento los príncipes, soldados y oficiales corrían a rienda suelta hacia el príncipe en peligro, dispuestos a dar su vida por él. Djedef volaba como un pájaro en su caballo, cruzando rápidamente la distancia que le separaba del príncipe y todos le seguían. Llegó en el preciso momento en que el león daba el salto definitivo y, sin pararse, desenvainó su larga lanza, la cogió con ambas manos, saltó en marcha del caballo y cayó como una centella sobre el airado león. Su lanza se hundió en la boca de la bestia y la arrastró hasta el suelo, con su propietario colgado de ella sin soltarla ni un momento. Los príncipes y los soldados les alcanzaron y rodearon al príncipe; lanzaron sus flechas sobre el león expirante y acabaron con él. La princesa Meresanj llegó a lomos de su caballo, estaba asustada, y en su rostro se podía leer el miedo. Cuando vio a su hermano en pie, sano y salvo, se apeó y corrió hacia él para abrazarle, exclamando desde lo más hondo de su corazón:
-Alabado sea el señor Ptah, el misericordioso.
Todos se acercaron al heredero para felicitarle, elevando oraciones de agradecimiento al dios Ptah.
El príncipe Rejaef observó su caballo muerto con evidente tristeza y después fue a ver el cadáver del león; las flechas cubrían su cuerpo como si se tratara de las púas de un erizo. Luego se percató del jinete que estaba en pie a su lado como una hermosa estatua y en seguida reconoció a aquel héroe a quien había elegido él mismo como oficial de su guardia, como si los mismos dioses le hubieran elegido pensando en aquel importante momento. El príncipe sentía por él admiración y agradecimiento; se acercó y le dijo poniéndole la mano en la espalda:
-Valiente oficial, me has salvado de una muerte cierta, y sabré recompensar tu heroísmo incomparable como te mereces.
El príncipe Abur se acercó a Djedef. Era un hombre de buen corazón y le conmovían las hazañas nobles, así que le dio un caluroso apretón de manos:
-Valiente soldado, has hecho un servicio de valor incalculable a la patria.
Luego volvieron todos al campamento. Reinaba un pesado silencio; les separaba aquel estado de perplejidad que sucede a la salvación de un peligro inminente. Durante el camino, uno de los hombres del séquito del príncipe Abur dijo:
-Los dioses no han querido estorbar el ánimo de su alteza el rey, que se ha encerrado en una cámara inhóspita para escribir un mensaje de salvación del mal y de la enfermedad para su amado pueblo. La recompensa del bien no puede ser más que el bien.
Los nobles señores reposaron y luego se les ofreció la comida y vasos llenos de vino de Maryut. El príncipe ordenó a los sirvientes que distribuyeran vasos de vino entre la tropa para celebrar su salvación. Los soldados bebieron y rezaron una oración de agradecimiento al Señor. Luego todos juntos entonaron el himno al faraón, con voces que resonaban como truenos en el aire del desierto. Se quedaron allí un rato y después se prepararon para regresar. Se levantaron las tiendas, los fardos y el botín de caza, y la caravana se marchó en el mismo orden en el que había venido, salvo que el príncipe ordenó que el oficial Djedef marchara a su lado, anunciando con ello su intención de incluirlo entre sus más allegados.
El corazón del joven palpitaba con alegría, ebrio de gloria, pues aquél era un favor que no obtenían más que los príncipes y los hombres de Estado que sobresalían. Sintió una felicidad indescriptible marchando en un ala de un círculo en cuyo centro estaba la princesa Meresanj. Se imaginaba que ella podría oír los violentos latidos de su corazón...Sin necesidad de volverse hacia ella podía ver a simple vista su hermoso rostro, lo veía en el amplio espacio que se extendía ante él, observaba su resplandor a pesar de la oscuridad que enturbiaba el horizonte, presagiando el futuro.
¡Si al menos ella le dirigiera una palabra de agradecimiento tendría suficiente gloria para toda la vida!
XXIII
La intención del príncipe heredero de recompensar a Djedef como se merecía era firme, como si los dioses le hubieran elegido a él para allanarle al joven el camino de la gloria. Pocos días después de aquel incidente el faraón recibió al príncipe heredero en compañía del oficial Djedef, hijo de Bisharo. Fue una sorpresa para el joven que iba más lejos de lo que hubiera podido soñar, pero fue tras el príncipe Rejaef con ánimo decidido. Cruzaron juntos largos salones con altas columnas y fuertes guardianes hasta que se encontraron ante aquel cuyo rostro es demasiado excelso para ser contemplado.
El rey estaba recostado en su trono. Su edad no se notaba más que en algunos cabellos blancos que brillaban bajo la doble corona de Egipto y en cierta flojedad en sus mejillas. También su mirada había cambiado, de la energía y decisión de la juventud había pasado a la reflexión y la sabiduría.
El príncipe besó la mano de su padre, y dijo:
-Éste es Djedef, hijo de Bisharo, el valiente oficial que me salvó de una muerte segura. Le he traído ante vuestra presencia como es vuestro deseo.
El rey le mostró su afecto alargando su mano, que el joven tomó y besó, arrodillándose con profundo y religioso respeto. El rey le dijo:
-Tu valentía te ha hecho acreedor de mi simpatía, oficial.
Djedef respondió con humildad:
-Su alteza, como soldado del rey no conozco objetivo más noble que el de dar la vida por el trono y por la patria.
Llegados a este punto el príncipe intervino:
-Quiero el permiso del rey para nombrar a este joven jefe de mi guardia.
El joven, que no se esperaba aquella distinción, abrió los ojos como platos. Como respuesta, el rey le preguntó:
-¿Cuántos años tienes, oficial?
-Veinte años, su alteza.
El príncipe se percató de la intención de la pregunta de su padre, y dijo:
-La edad y la sabiduría son virtudes de los sacerdotes, mi señor. En cuanto al soldado, su valentía se resiente con la edad.
El faraón sonrió y dijo:
-Como quieras, Rejaef... eres el heredero y no me opondré a tus deseos.
Djedef se postró a sus pies, besó el cetro y el rey le dijo:
-Te felicito por la confianza de su alteza faraónica el príncipe Rejaef, general Djedef, hijo de Bisharo.
Djedef juró lealtad al rey y allí finalizó el encuentro. Djedef abandonó el palacio del faraón como general del ejército de Egipto.
Era un día de gran alegría en casa de Bisharo, y Nafa le dijo al joven general:
-Mi profecía se está haciendo realidad, general, déjame que te haga un retrato en uniforme.
Pero Bisharo gritó con su voz ronca, más extraña que nunca al haber perdido cuatro dientes:
-No es tu profecía la que ha hecho a Djedef, señor pintor, sino la tenacidad de su padre, porque los dioses han decidido que el hijo sea, como su padre, allegado del faraón.
Zaya no rió ni lloró nunca en su vida como en aquel feliz día. Recordó las tinieblas del pasado más lejano, veinte años antes. Recordó a aquel bebé cuyo nacimiento había sido objeto de tan importantes profecías, suscitando una pequeña guerra que le costó la vida a su padre. ¡Qué recuerdos!
Pero cuando por la noche Djedef se quedó solo, de nuevo le asaltó un extraño estado de tristeza y abatimiento, como si fuera una reacción a la gran alegría que le había invadido durante todo aquel día. Sin embargo, los motivos eran otros que todavía le laceraban el corazón como una llama ardiente. Mirando las estrellas del cielo, desde su ventana, dijo suspirando:
-Sólo vosotras, estrellas del cielo, sabéis lo que se esconde en el corazón de Djedef, el feliz general: unas tinieblas más oscuras que el eterno océano en el que vivís.
XXIV
Al día siguiente, Djedef, hijo de Bisharo, ocupó su alto cargo como jefe de la guardia del heredero. El príncipe lo había preparado muy bien y había trasladado a los grandes oficiales de su guardia a otra división del ejército, sustituyéndolos por otros. El nuevo jefe dio la bienvenida a los oficiales y apenas se acababa de sentar en su sillón de mando en su nueva habitación, el oficial Snefru pidió permiso para entrar. El oficial entró rebosante de alegría y le hizo el saludo militar:
-General, a mi corazón no le basta el saludo oficial, y he venido a expresarte por separado mi más sincero afecto y admiración.
Djedef sonrió con cariño y dijo:
-Valoro tus sentimientos en su justa medida, Snefru, y no hace falta decir que te lo agradezco.
Snefru manifestó con emoción:
-Eso me consuela de haber perdido un buen compañero de habitación.
El joven general le replicó sonriente:
-No dejaremos de ser compañeros, Snefru, porque desde el primer momento pensé en elegirte como secretario personal.
Snefru le dijo con alegría:
-No me separaré de ti, general, ni en las alegrías ni en las tristezas.
Al cabo de algunos días, Djedef fue llamado por el heredero, por primera vez como general de la guardia. También era la primera vez que se encontraba a solas con el príncipe y que podía observar de cerca la seriedad de su carácter y la dureza de sus rasgos. El príncipe tenía la costumbre de salirse con la suya, y le dijo con interés:
-General, te comunico que estás convocado, junto con los otros generales del ejército y los gobernadores de las provincias, a una reunión con su alteza real para discutir el asunto del monte Sinaí y dar la orden de combatir a las tribus. Existe la decisión firme, después de muchas dudas, de entrar en guerra. Los hijos de Egipto serán llamados a filas de nuevo, esta vez no para construir otra pirámide, sino para acabar con los beduinos del desierto que amenazan la seguridad de nuestro feliz valle.
Djedef respondió con entusiasmo:
-Permitidme, vuestra alteza, que os felicite por la victoria de vuestra política.
Sonriendo interiormente, dijo:
-Tengo una gran confianza en tu valentía, Djedef, y te guardo una sorpresa que te alegrará. Te la comunicaré después de que se anuncie la guerra.
Djedef volvió de la reunión feliz y contento. Se preguntaba cuál podía ser aquella alegre sorpresa que le había prometido el príncipe. La verdad es que ya le había ascendido en un abrir y cerrar de ojos de humilde oficial a gran general; ¿qué noticia aún mejor le podía tener reservada? ¿Acaso su suerte le tenía reservados motivos aún mayores de alegría?
Llegó el día de la gran reunión y acudieron los gobernadores y generales del alto y bajo Egipto. En el salón del trono se encontraban reunidos los principales jefes de Egipto, como perlas de un collar, a la derecha y a la izquierda del poderoso trono, los gobernadores en una fila y los generales en otra. Los príncipes y los ministros ocuparon sus asientos detrás del trono; el heredero ocupaba el lugar central entre los príncipes y el sacerdote Jomini hacía lo mismo entre los ministros. Encabezaba la fila de los gobernadores su alteza el príncipe Abur y en frente de él estaba sentado el comandante Arbó, cuya cabeza estaba ya recubierta de canas.
El chambelán mayor de palacio anunció la llegada de su alteza real y todos se pusieron en pie. Los generales le hicieron el saludo militar, y los gobernadores y ministros inclinaron la cabeza respetuosamente. El rey se sentó y dio permiso a todos para hacerlo. Llevaba sobre los hombros un cinturón de piel de león, y con ello supieron, los que aún no estaban informados, de que les había llamado para proclamar una guerra.
La reunión no duró mucho, pero a pesar de ello fue trascendental y definitiva. El rey tenía un aspecto fuerte y activo, sus ojos habían recuperado su brillo habitual y dijo a los grandes de su reino con su potente voz que inspiraba respeto:
-Gobernadores y generales, os he mandado llamar por un asunto de gran trascendencia del que depende la seguridad de la patria y la tranquilidad de nuestro leal pueblo. Su alteza el príncipe Abur, gobernador de Arsina, me ha comunicado que las tribus del monte Sinaí atacan continuamente las aldeas alejadas y son una amenaza para las caravanas de comerciantes. La experiencia nos dice que las fuerzas de la policía no tienen suficiente capacidad para librar a nuestro pueblo de ese mal, y que no tienen medios para atacar los castillos en los que se refugian sus hombres. Ha llegado el momento de destruir esos castillos y castigar a los rebeldes, librar de sus maldades a nuestro leal pueblo y hacer respetar la palabra del faraón.
Todos escuchaban estas palabras en reverencial silencio y con gran atención. El interés se podía leer en sus rostros; su buena disposición se leía en sus labios cerrados y en el brillo de sus ojos. Finalmente, el rey se volvió hacia el general Arbó y le preguntó:
-¿General, está preparado el ejército para cumplir con su deber?
El importante general se levantó y dijo:
-Su alteza, rey del alto y del bajo Egipto, manantial de fuerza y de vida, cien mil soldados entre los del norte y los del sur, plenamente equipados, están preparados para combatir, dirigidos por generales perfectamente adiestrados, y estamos en condiciones de movilizar el doble en poco tiempo.
El faraón enderezó la espalda y dijo:
-Yo, el faraón de Egipto, Keops, hijo del dios Janum, protector de Egipto y señor de los nubios, declaro la guerra a las tribus del monte Sinaí, y ordeno que sean destruidos sus castillos, castigados sus hombres y hechas prisioneras sus mujeres. Señores, os ordeno que volváis a vuestras provincias y que cada uno mande un escuadrón de la guarnición de su región.
El faraón hizo una señal al general Arbó y éste se acercó a su señor. El rey le dijo:
-Te hago saber que no quiero que haya más de veinte mil combatientes.
Luego el faraón se puso en pie. Todos hicieron lo mismo y vitorearon su nombre con entusiasmo, tras lo cual se dio por terminada la sesión.
Djedef regresó en la carroza del heredero, quien estaba inusitadamente contento y alegre. El joven dio por cierto que su alegría era debida al triunfo de su política, pues había conseguido lo que deseaba desde hacía mucho tiempo. Recordó la promesa que le había hecho y su corazón palpitó alegre y confuso. Le hubiera gustado poder recordársela, pero de todos modos el príncipe no le hizo esperar y, cuando estaban entrando en el castillo, le dijo:
-Te prometí una sorpresa: debes saber que he conseguido el beneplácito de mi padre el rey para elegirte general de la campaña que se dirigirá al Sinaí.
XXV
Todo Egipto, desde el extremo norte hasta el sur, se vio involucrado en una movilización de gran alcance. Los soldados llegaban de todas partes, las barcazas surcaban las aguas del Nilo, del norte y del sur, cargadas de soldados, armas y provisiones hasta la magnífica Menfis, la de las blancas murallas. Los cuarteles y los mercados de la capital estaban llenos, por doquier se oía el ruido de las armas pesadas y los cánticos entusiastas de los soldados. Todos, cerca y lejos de allí, sabían que se acercaba una guerra y que los hijos del Nilo se aprestaban a defender la seguridad de su patria.
En aquel período de preparación, el príncipe Abur regresó a su provincia por cuestiones relacionadas con la guerra. Djedef, cuyos deberes no le habían hecho olvidar sus penas y tristezas, recibió la noticia preguntándose si el príncipe habría tenido éxito en su misión privada tanto como en la pública, y si volvía a sus provincias feliz con la declaración de guerra y habiendo ratificado un tratado de amor. ¿Qué habría ocurrido entre él y la caprichosa y orgullosa princesa? ¿Qué aventuras amorosas habrían tenido lugar en el jardín? ¿Qué confesiones de amor habrían escuchado los pajarillos? ¿Habría decidido la engreída princesa someterse a aquella musa que no conoce la misericordia ni se apiada de los soberbios? Aquellos labios, acostumbrados a las órdenes y a los desdenes, ¿habrían proferido lamentos de amor? Armándose de paciencia, Djedef se preparó para el combate. Marchaba sin ningún temor a la muerte, deseando los peligros, anhelando las aventuras; ojalá consiguiese la victoria para su patria y diese la vida por esa victoria y por su honor, cumpliendo con su deber como soldado y encontrando la paz eterna que necesitaba su atormentado corazón. Qué hermoso y noble pensamiento al que dedicar la mente, seducida por el amor. Pero, ¿cómo podía despedirse definitivamente de la patria sin antes ver a su amada por última vez? ¿Acaso su amor era un juego, un divertimiento? Sentía una dolorosa necesidad de verla. Una sola imagen era para él más querida que sus sentidos, que su misma vida. ¿Acaso ésta tenía algún sentido sin la luz de su amado rostro? Tenía que verla y hablar con ella, algo importante para cualquier ser viviente, pero aún más para alguien que iba a morir.
El joven general no sabía cómo llevar a cabo sus deseos. Los pocos días de preparativos pasaron de prisa hasta que llegó la víspera del día en que debía partir. Los dioses quisieron darle algún alivio después de tantas penas y concederle lo que tanto deseaba, y la princesa fue por sorpresa a visitar a su hermano. El príncipe había salido a inspeccionar los cuarteles, y cuando el jefe de la guardia supo de su llegada voló a esperarla. La princesa no estuvo mucho tiempo dentro del palacio; su rostro seductor reapareció en seguida cuando la despidió el chambelán, y el joven corrió hacia ella con un atrevimiento que no había mostrado ante ella más que una vez, a la orilla del Nilo. Le hizo el saludo militar y luego la acompañó a solas después de que el chambelán se quedara a las puertas del palacio. Caminaba a menos de dos pasos de ella, llenándose la vista de su hermoso talle, de su elegancia, de la delicadeza de sus movimientos. Su pecho ardía de pasión; deseaba poner su corazón ante ella para que lo pisara, para sentir en su seno su huella, el contacto de sus dedos, de su aliento. ¡Qué delicia! A la sabiduría de la naturaleza no le falta ironía. ¡De qué manera ella sola pisoteaba las victorias de este jinete sobre otras poderosísimas fuerzas! Cómo aquella delicada y asombrosa criatura que no estaba hecha para combatir era capaz de subyugarle.
Avanzaban lentamente por aquel sendero, adornado con rosales, mirtos, estatuas y juegos de agua. La barca faraónica se veía a lo lejos, con la proa amarrada a la escalinata del jardín. La angustia se apoderó del joven, y le pareció insoportable separarse sin una palabra de adiós. Ansiaba decirle algo, pero su seriedad no le daba oportunidad de hablar. Veía que la distancia disminuía y la barca se acercaba. Su angustia aumentó, un arrebato le deshizo el nudo que tenía en la garganta y le dijo con voz humilde:
-Qué feliz soy, alteza, de haberos visto antes de partir. Ella pareció sorprendida por sus palabras, y lo miró extrañada y con dureza:
-General, has llegado a una posición muy alta; no creo que tengas ganas de poner en juego tu honor y tu futuro.
-¿E1 honor y el futuro, alteza? La muerte los deja en nada. Ella replicó con desprecio:
-Veo que mi padre ha puesto al frente de sus ejércitos a un general cuyo espíritu está dominado por la desesperación y la muerte, no por la victoria y la conquista.
A Djedef se le subieron los colores, y rectificó:
-Conozco mi deber, alteza, y cumpliré con él como corresponde a un general egipcio a quien los dioses han otorgado el obtener la confianza de su señor, y daré mi vida por ello.
Ella sacudió los hombros y dijo:
-El hombre valiente no olvida su pasado ni rompe con las tradiciones buscando refugio en la muerte.
A ese punto, presa de un arrebato, le respondió:
-Eso es cierto, alteza, pero ¿qué valor tiene mi vida si esas tradiciones me impiden expresar mis sentimientos? Mañana debo partir; les pedí a los dioses que me concedieran el veros antes de marcharme y lo han hecho. No podía contrariar la voluntad divina callándome como un cobarde.
-Debes aprender la virtud del silencio.
-Después de decir una última palabra.
-Qué quieres decir?
Adoptó una actitud soñadora y manifestó:
Os amo, mi señora. Os amo desde que os vi. Es la terrible verdad que jamás habría osado revelaros a no ser por su extraordinaria fuerza.
¿Es lo que tú llamas una sola palabra? No había necesidad de pronunciarla, porque ya la escuché un desgraciado día a la orilla del Nilo.
A el recuerdo le excitó, sobre todo cuando mencionó la orilla del Nilo.
Y no me cansaré ni un minuto de repetirlo, alteza, pues es lo más noble que haya dicho nunca y lo más bello que jamás haya escuchado.
Ya habían llegado a la escalinata de mármol, y él, angustiado le dijo:
¿Ahí una palabra de despedida?
Volviéndose hacía él, le respondió:
-Que los dioses te guarden, valiente general, rezaré al gruir Fiah para que nuestra amada patria conozca muchas vicarias de tus manos...
Luego descendió la escalinata hacia la barca con dignidad.
Djedef se quedó mirándola con ojos tristes, contemplando con el corazón palpitante cómo la barca se alejaba poco a poco. La princesa se quedó en cubierta, sin entrar en el camarote. El temía los ojos fijos en ella, hasta que desapareció en una curva del río.
Caminaba con pasos pesados, alicaído. En su pecho se mezclaba una excitación desbocada y cólera destructiva; sin embargo Djedef poseía una virtud que nunca le abandonaba en los momentos difíciles, y es que nunca se dejaba llevar por sus emociones hasta el punto de perder de vista sus objetivos. Su hermano le había enseñado a recuperarse y a atenerse a la verdad y la justicia, y excusó la frialdad y la dureza de la princesa diciéndose que si ella no se había inclinado ante sus quejas era debido solamente a que no lo amaba, ni estaba obligada a hacerlo, ni le afectaba su amarga decepción. Debía estarle agradecido, pues él le había dicho cosas que no se dicen a una princesa de la casa faraónica. Y ¿cuál había sido la respuesta de ella? No hacía más que escucharle y perdonarle. De haber querido podría haberle ignorado como a la más baja de las criaturas. Estas reflexiones calmaron su exaltación, pero no le consolaron de su decepción, y se recluyó en un silencio triste y doloroso.
Pasó aquella tarde en casa de Bisharo para despedirse de su familia, intentando tanto como pudo aparentar la alegría y la tranquilidad a las que les tenía acostumbrados. Se reunieron en torno a la mesa para cenar, Bisharo, Zaya, Jana, Nafa y su mujer, Mana. El joven general estaba en el centro. La comida era apetitosa y bebieron cerveza. Bizarro habló sin parar durante toda la comida sin preocuparse por los pedazos de comida que volaban desde su boca desdentada. Les contó muchas historias de batallas, en particular las que había librado en su juventud, como si quisiera tranquilizar a Zaya, cuya palidez delataba el miedo que sentía:
-La carga de la guerra recae siempre en los soldados. Los generales están a salvo pensando y haciendo planes.
Djedef comprendió a qué se refería y dijo:
-Tienes razón, padre, ¿pero tus méritos en la guerra de Nubia te los ganaste siendo un modesto oficial o un gran general?
El viejo se hinchó de orgullo y dijo:
-Entonces era un modesto oficial de lanceros... Mi comportamiento en la guerra es lo que me convirtió en candidato para el cargo de inspector general de la pirámide del faraón.
La charla de Bisharo era interminable, Djedef le escuchaba a ratos, y a veces el dolor le vencía y una mirada triste aparecía en sus ojos, como si Zaya le hubiera contagiado su tristeza, porque estaba silenciosa y apesadumbrada; no comió nada y se contentó con un vaso de cerveza.
Nafa quería que la fiesta se terminara con alegría, e invitó a su mujer, Mana, a tocar la cítara y a cantar «He vencido en la guerra y en el amor>'. Mana tenía una voz dulce y hermosa y tocaba muy bien, y la habitación se llenó con su canto seductor.
El pecho del joven ardía con un fuego que ninguno de los presentes imaginaba, y menos que nadie Nafa, pues se acercó a Djedef y le susurró al oído:
-Feliz augurio, Djedef, ayer venciste en el amor, y mañana vencerás en la guerra.
El joven se quedó perplejo y dijo:
-¿A qué te refieres?
El pintor sonrió con astucia:
-¿Crees que me he olvidado del cuadro de la hermosa campesina? Qué hermosa aquella campesina del Nilo... ¿Cuál de ellas no desearía yacer junto a un oficial del ejército sobre la hierba verde que cubre la orilla del Nilo? ¡Y más si ese oficial fuera el atractivo Djedef!
Él le respondió dolido:
-Cállate, Nafa, no sabes nada.
Las palabras de Nafa le sobresaltaron tanto como la canción de Mana, y sintió deseos de huir. Lo hubiera hecho de no haber sido por su madre; la miró y vio que ella no apartaba su mirada de él. Tuvo miedo de que leyera en su corazón con sus ojos inspirados, y de entristecería aún más con ello, así que le sonrió y avanzó hacia ella aparentando alegría y gozo.
XXVI
Amaneció el día siguiente. El general Djedef estaba sentado en su tienda, en el centro del campamento del ejército fuera de las murallas de Menfis, estudiando un plano de la península del Sinaí, sus grandes murallas y los caminos desérticos que llevaban a ella. En el campamento reinaba una ruidosa actividad; relinchos de caballos, retumbar de carros, ir y venir de soldados. Todo lo cubría la luz azul de la aurora.
El oficial Snefru entró a la presencia del general y le saludó con respeto:
-Ha llegado un mensajero de su alteza faraónica el príncipe Rejaef y pide audiencia.
Djedef pareció interesado:
-¡Que entre!
Snefru desapareció por un momento y en seguida apareció con el mensajero y les dejó a solas. El mensajero vestía los ropajes holgados de los sacerdotes, que cubren desde los hombros hasta los tobillos, un bonete negro cubría su cabeza y su espesa barba caía sobre su pecho. Djedef se sorprendió al verle, porque se esperaba ver una cara conocida. A pesar de que hablaba muy bajo, le pareció haber oído su voz en otra ocasión:
-General, vengo por un asunto de la máxima importancia. Deseo que ordenéis cerrar la tienda y prohibáis que entre nadie sin permiso previo.
Djedef escrutaba al mensajero, dudando, pero sacudió sus anchas espaldas y no le dio importancia. Llamó a Snefru y le ordenó que cerrara la tienda y no dejara entrar a nadie. Snefru obedeció, y cuando estuvieron a solas, Djedef miró al mensajero y le dijo:
-¿Qué es lo que te trae?
Cuando el mensajero estuvo seguro de que estaban solos, se quitó el bonete y apareció una cabellera negra y abundante que cayó sobre sus hombros, dibujando un halo alrededor de una cabeza extraordinariamente bella. Luego echó mano a la barba y tiró de ella con delicadeza, y abrió los ojos, que había mantenido entornados adrede; su rostro resplandecía en la tienda con los primeros rayos del sol en el aire del desierto.
El corazón de Djedef dio un vuelco, y gritó con voz humilde:
-¡Mi señora Meresanj!
Voló hacia ella como un pájaro asustado, se arrodilló y besó la orla de su holgada túnica. La princesa miraba fijamente hacia delante, avergonzada. Su delicado cuerpo se estremecía cada vez que sentía los ardientes suspiros del joven sobre sus perfumadas piernas a través del tejido de sus pantalones... Entonces le acarició la cabeza con los dedos y le susurró al oído: «Levántate». El joven se levantó con los ojos relucientes de alegría. Le dijo:
-¿Es cierto, mi señora? ¿Es cierto lo que oigo? ¿Es cierto lo que veo?
Ella le miró entregándose, como si le estuviera diciendo «Tú ganas, me rindo>'. El joven añadió:
-Todos los dioses de la alegría cantan en mí corazón en este momento. Su canto me hace olvidar los largos meses de tormento, las noches sin dormir, la amargura de la desesperación. ¡Dioses! ¡Quién diría que soy el mismo que ayer despreciaba la vida!
Ella pareció afectada, y dijo con voz delicada como el canto de una paloma:
-¿Es cierto que la vida no tenía ningún valor para ti?
Él respondió comiéndose con los ojos aquellos labios que le hablaban:
-Sí, deseaba morir. La muerte es deseable para quien ha perdido la esperanza. Nunca he sido un cobarde, mi señora, y seguí cumpliendo con mi deber, pero me atormentaba el hecho de que mis esfuerzos fueran inútiles.
Ella suspiró y dijo:
-Yo luchaba contra mi orgullo, me esforzaba, me atormentaba.
-¡Qué cruel fuiste conmigo!
-¡Todavía más cruel fui conmigo misma! ¿Recuerdas aquel día a la orilla del Nilo? Dejó una extraña angustia en lo más hondo de mi corazón. Más tarde supe que era mi destino que mí corazón despertara de su largo letargo al oír tu voz. Descubriendo esa verdad experimenté el placer del riesgo y el miedo a lo desconocido. Pensé en tu orgullo y en tu seguridad en ti mismo y me rebelé. Cada vez que te veía era cruel contigo y conmigo misma.
El suspiró y dijo con pesar:
-¡Cuánto me atormentó mi pasión! ¿Recuerdas la segunda vez que nos vimos, en el palacio de su alteza? Me despreciaste con violencia y con crueldad, y ayer mismo no escuchaste mis quejas, no me dedicaste ni una palabra de adiós. ¿Sabes cuánto me dolió? ¡Ojalá hubiera sabido leer el destino! Era uno de mis días más aciagos, precisamente cuando más merecía la felicidad. Me quejé ante los dioses de mi destino, y ellos se rieron de mi ignorancia.
Ella sonrió y respondió:
-Los dioses veían mi orgullo, y se reían de mi insignificancia. ¿Has conocido jamás dos juguetes como nosotros?
-¡Lamentables juguetes! ¡Cada vez que pienso en el tiempo precioso que hemos perdido!
Ella suspiró con tristeza.
-Ha sido por mi culpa.
Él la miró con ternura:
-Que todas tus culpas recaigan sobre mí.
Ella sonrió dulcemente:
-Ahora el tiempo va a ser cruel con nosotros.
Él suspiró y la miró con ojos tristes, y ella le dijo, para infundirle esperanzas:
-Tenemos un largo futuro lleno de esperanza... debes desear vivir como deseaste la muerte.
Él manifestó con alegría:
-Mi corazón no monta...
Ella puso un dedo sobre sus labios y dijo:
-¡No digas eso!
Pero él respondió con demencial entusiasmo:
-¿Qué puede la muerte contra un corazón que ha conocido la eternidad del amor?
-Permaneceré en palacio, sin salir, hasta que tenga noticias de tu victoria y de tu regreso.
-Que los dioses no alarguen nuestra separación.
-Sí, rezaré a Ptah, pero en palacio, no aquí, porque no tenemos tiempo.
Se puso el bonete, y a él le dolió ver desaparecer la negra cabellera. Le dijo:
-Esto es peor que perder un miembro de mi cuerpo.
Ella le miró. Sus ojos brillaban de amor y de esperanza, pero vio que el rostro de él se ensombrecía y que una oscura nube pasaba por su mente. Preocupada, le preguntó:
-¿En qué estás pensando?
-¡En el príncipe Abur!
Ella se rió y dijo:
-¿También te llegaron los rumores que circularon durante un periodo? ¡Es asombroso! En Egipto no se pueden ocultar ni los secretos del palacio del faraón. Pero sabes sólo una parte. El príncipe es un hombre de noble espíritu, y un día me habló en privado sobre ese asunto. Me excusé y le dije que prefería seguir siendo su amiga. Seguramente sufrió una decepción, pero sonrió y me dijo que amaba la sinceridad y la libertad. Odio tener que humillar a un espíritu noble, pero...
Djedef dijo con alegría:
-¡Qué hombre noble!
-Si, es honrado...
-¿No hay nada en nuestro futuro que llame al pesimismo? Me refiero.., al faraón.
Ella bajó la mirada tímidamente:
-Mi padre no será el primero que se emparenta con alguien del pueblo.
Su respuesta le encantó, y su pudor le pareció delicioso. La deseaba dolorosamente, y tendió la mano hacia ella -que estaba a punto de engancharse la barba postiza- apenado de ver desaparecer aquel rostro resplandeciente y hermoso. Dejó su mano en la de su amada, y su contacto fue un dulce tormento. Se arrodilló ante ella y le besó la mano, perdidamente enamorado. La mujer le dijo:
-¡Que los dioses te guarden!
Luego se pegó la barba postiza, se ajustó el bonete hasta que el borde le llegó a la frente, y volvió a ser el mensajero del príncipe heredero, pero antes de darle la espalda, se llevó la mano al pecho y sacó el pequeño retrato que la naturaleza había usado para provocar aquel amor. Se lo entregó sin decir nada. Él lo tomó con cuidado y lo besó, lo guardó en su seno, en el lugar en el que solía estar y la despidió con una sonrisa, como si deseara hacerla reír. Ella le hizo el saludo militar y salió al exterior marchando como un soldado.
El muchacho al que dejó aturdido, radiante de alegría, no era el mismo que había encontrado al llegar, triste, alicaído, desesperado: el amor lo había resucitado. En aquel feliz instante recorrían su imaginación fantasmas del pasado: la hermosa exposición de Nafa, la ancha y verde orilla del Nilo, aquel grupo de hermosas doncellas, la tristeza y la desesperación de su alma paciente y perseverante. Luego recordó la esperanza que brillaba en medio de aquellas tinieblas de desesperación y de tristeza. La verdad del amor y de la vida se le representó como un río que riega un fresco jardín donde brillan las flores y cantan los pájaros mientras corre su agua clara, pero cuando el manantial se seca, los nidos del jardín se quedan vacíos, su belleza se marchita y se convierte en un desierto abandonado.
La entrada de Snefru le despertó de sus ensoñaciones. El oficial le informó de que todo estaba preparado. Él le ordenó que tocase el cuerno para que empezara la marcha. Inmediatamente, un impresionante movimiento se difundió por el campamento, sonó la música y la vanguardia del ejército se puso en marcha. Djedef montó en la carroza de mando, conducida por Snefru. También montaron los grandes oficiales y todos juntos se dispusieron en medio del escuadrón de los carros. Tocaron de nuevo el cuerno y la carroza de Djedef se puso en marcha con la vanguardia, entre dos alas de grandes carros de oficiales. En filas paralelas le seguía el escuadrón de los carros, formado por tres mil carros de combate cargados de armas y detrás de ellos la infantería, cada uno con su batidera, precedidos por los arqueros y seguidos por los lanceros y los espadachines. Seguían al ejército los carros cargados con armas, provisiones y medicinas, rodeados por fuerzas de la caballería.
Todo aquel ejército cruzaba el desierto dirigiéndose a las murallas inexpugnables tras las cuales se escondían las tribus. El ardiente sol de mediodía quemaba sus rostros mientras hacían temblar la tierra como gigantes, y aunque ésta parecía quejarse de tener que soportar su peso, de sus labios no salió ninguna queja.
XXVII
Apareció el carro de inspección galopando hacia ellos. Todos lo siguieron con interés, hasta que su conductor se paró ante el general para informarle de que habían avistado un grupo de beduinos alrededor de Tell al-Duma. Los oficiales opinaban que había que enviar un escuadrón del ejército para combatirles. Djedef extendió ante ellos un mapa del Sinaí y buscó con atención Tell al-Duma. Luego les dijo:
-Tell al-Duma está al sur de nuestro camino. Sabemos que esos beduinos van en pequeños grupos para poder saquear y huir en seguida y nunca se les ocurriría enfrentarse a un gran ejército como el nuestro. No encontraremos ninguna resistencia en nuestro avance.
Uno de los oficiales intervino: -Señor, creo que no sería sabio dejarles...
Pero el joven replicó:
-Sin duda encontraremos en nuestro camino muchos grupos como ellos. Si enviamos un escuadrón detrás de cada uno nuestra fuerza se dispersará. Dirijámonos a nuestro objetivo principal, que es el de destruir sus murallas, golpearles en su misma guarida y capturar a su jefe Hanu.
De todos modos, Djedef consideró necesario reforzar la vigilancia de los carros de armas y provisiones. El ejército continuó avanzando sin encontrar ni rastro de los hombres de las tribus. Les llegó la noticia de que todos los que corrían por el desierto habían huido al oír que el ejército avanzaba hacia la península. Recorrieron un camino solitario y tranquilo hasta llegar a Arsina, donde acamparon para descansar un poco. El príncipe Abur se apresuró a visitarles; preparó una recepción oficial como correspondía a su alto rango e inspeccionó las unidades del ejército. Se quedó con el general y sus principales colaboradores conversando sobre asuntos relativos a la expedición, y les propuso que mantuvieran un contacto con Arsina para mantenerle informado y abastecerse de lo que les fuera necesario:
-Os informo de que todas las fuerzas de Arsina están preparadas para el combate y de que importantes refuerzos de Serapeum, Diqa y Mendes están a punto de llegar a Arsina.
-Alteza, roguemos a los dioses para que esas fuerzas no sean necesarias, con todos los respetos para su alteza, que se preocupa por las almas de sus siervos.
Los soldados durmieron profundamente aquella noche y se despertaron al sonar las trompetas, advertidas por el canto del gallo.
Prosiguieron su marcha hacia el este con estruendo y magnificencia, y no pararon de montar y desmontar las tiendas hasta que avistaron la gran muralla, que empezaba al sur del golfo de Hieropolís y giraba hacia el este dibujando un gran arco. El ejército se dirigió hacia el norte y un poco hacia el este y se apostó en un lugar inalcanzable por las flechas de los sitiados. Desde el campamento podían observar la solidez de las murallas y avistar a los vigilantes que las recorrían arco en mano, preparados para defenderse de aquel ejército vengador.
Djedef y los oficiales estuvieron de acuerdo en que, en su caso, la espera no era útil como hubiera podido serlo en el sitio de una ciudad -para hacer pasar hambre a sus habitantes-, y acordaron empezar con pequeñas escaramuzas para comprobar las fuerzas de sus enemigos.
Era peligroso emplear los carros en la primera batalla por miedo a perder sus caballos, así que avanzaron unos centenares de soldados con armaduras y armados con arcos formando una especie de semicírculo, dejando una separación de unos diez brazos entre uno y otro, hasta que llegaron a un lugar que el enemigo pensó que podía alcanzar con sus flechas. Ellos les respondieron con sus mismas armas y empezó la primera batalla. Las flechas caían espesas como nubes de saltamontes, pelo la mayoría se perdían debido a la distancia.
Djedef contemplaba la batalla con interés, observando con asombro la habilidad de los arqueros egipcios que les había valido su tradicional fama, y contemplando la gran puerta de la muralla dijo a Snefru:
-Esa puerta es tan grande como la del templo de Ptah. El oficial le respondió con entusiasmo:
-Espero que sea suficientemente grande para dejar pasar a nuestros carros, que la cruzarán tarde o temprano.
La escaramuza no fue en balde, pues Djedef observó que los hombres de las tribus no habían construido almenas para proteger a sus arqueros de las fuerzas enemigas, y no podían lanzar sus flechas sin exponerse al peligro. Le pareció útil un ataque con aquellas corazas llamadas “cúpulas”... Esas corazas eran parecidas a los nichos de las paredes de los templos, y debido a su gran tamaño protegían a un hombre de pies a cabeza y eran lo suficientemente gruesas como para resistir las flechas. El único lugar vulnerable eran unos pequeños agujeros en la parte superior.
Djedef dio la orden de que avanzaran unos centenares de hombres acorazados para combatir contra la guardia de la muralla. Se alinearon detrás de sus corazas en un ancho semicírculo y avanzaron hacia la muralla sin importarles la lluvia de flechas que caía sobre ellos. Luego apoyaron sus cúpulas en el suelo y empezaron a disparar sus flechas. Entonces se entabló una batalla violenta y sangrienta entre ellos y sus enemigos, en la cual los dos bandos se lanzaban mensajes de muerte. Los hombres de las tribus caían en cantidad, pero mostraron una rara entereza y valentía. Cada vez que un grupo caía le sustituía otro, y a pesar de las extrañas corazas de los egipcios, alcanzaron a muchos a través de los pequeños orificios, y hubo muchos heridos y muertos entre los egipcios.
Aquella violenta batalla continuó hasta que el horizonte occidental se tiñó comí la sangre del crepúsculo. Se dio la orden de retirada y regresaron extenuados.
XXVIII
Menfis esperaba con tranquilidad las noticias del combate debido a la gran confianza que tenían en su ejército y al gran desprecio que les inspiraban las tribus de beduinos salteadores de caminos, pero había algunos corazones que latían con ansia: amaban y temían. Uno de ellos era el del gran monarca del Nilo, que a pesar de su grandeza se había dedicado a la sabiduría para escribir con la tinta de su corazón un mensaje eterno para su amado pueblo. Otro era el de Zaya, dolido, temeroso, insomne. Otro, que conocía el dolor y el miedo por primera vez, era el de la princesa Meresanj, a quien los dioses habían otorgado la más esplendorosa belleza y a quien habían concedido todos los placeres de este mundo. Había sometido a su amor a los más grandes hombres, las fuerzas de la naturaleza no podían nada ante ella, pues no tenía frío en invierno ni calor en verano, ni tenía que soportar los embates del viento del sur ni la alcanzaban las lluvias del norte. Pasaba todo su tiempo en juegos hasta que el amor llegó a su corazón como el inocente niño que acerca sus dedos a la llama, se quemó con su fuego y abrió su pecho a sus tormentos...
Su estado no se les escapaba a sus sirvientas, y en particular a su sirvienta Nay. Un día le dijo mientras la observaba con mirada de duda y compasión:
-Mi señora, ¿suspiráis? ¿Y qué hará entonces quien no tiene el favor de los dioses y del faraón? ¿Os postráis implorando humildemente? ¿A quién podemos suplicar, a quién podemos implorar? ¿Bajáis la mirada, mi señora? ¿Y para quién está hecho el orgullo?
Pero la princesa no tenía paciencia para los juegos de su sirvienta, y en aquellos días prefería estar sola. Le hubiera gustado poder cumplir con la palabra que le diera a su amado de no abandonar el palacio hasta que se anunciase su regreso victorioso, pero se consolaba visitando el palacio de su hermano el heredero para saludar de corazón el lugar en el que su amado la recibía cada vez que iba allí.
El heredero la recibía y conversaba con ella, y pudo percatarse de una tendencia que antes ignoraba en él. Hablando sobre la política del rey, en una ocasión él le dijo, enojado:
-¡Nuestro padre está envejeciendo muy de prisa!
Ella le lanzó una mirada de desaprobación. El prosiguió:
-Es cierto que todavía conserva su integridad de juicio, pero empieza a chochear. ¿No ves que está dando la espalda a una política sabia, y que cada vez es más propenso a la reflexión y a la misericordia? ¡Pierde el tiempo escribiendo! ¿Acaso es ese uno de los deberes de un sabio gobernante?
Ella le respondió enfadada:
-La misericordia, como la fuerza, es una virtud del gobernante completo.
-Mi padre no me enseñó esa sabiduría, Meresanj, sino que, con sus grandes obras, me dio ejemplos de su extraordinario poder. Movilizó a todo un pueblo para construir la pirámide, trasladando montañas y dominando las rocas. Rugía como un león, y hacía que todos se arrodillasen ante él atemorizados. Todo el mundo se plegaba a su voluntad. Mataba a quien quería y perdonaba a quien quería. Ese es mi padre, a quien busco y no encuentro. No veo más que un viejo que se pasa las noches enteras en su cámara funeraria pensando y dictando. Un viejo que huye de la guerra y tiene compasión de los soldados, como si no estuvieran hechos para combatir.
Meresanj dijo:
-¡No hables del faraón en ese tono! Un día sirvió a la patria con su fuerza, y la servirá doblemente con su sabiduría.
Pero sus visitas a palacio no se limitaban a aquellas conversaciones. En un día memorable -habían pasado veinte días desde la partida del ejército-, encontró al príncipe contento y satisfecho. Sus duras facciones se adornaban con una sonrisa inusual. Ella se alegró, y su corazón voló hacia su amado.
Le preguntó a su hermano:
-¿Qué noticias hay, alteza?
-He sabido que nuestro ejército ha obtenido grandes victorias y que pronto asaltará el castillo del enemigo.
Ella exclamo:
-¡Cuéntame más!
-Dice el mensajero que nuestros soldados avanzan con corazas hasta llegar a unos pocos brazos de la muralla, y que los hombres de las tribus no pueden asomarse, pues nuestras flechas derriban inmediatamente a quien se arriesga a ello.
Esta noticia fue lo más alegre que oyó decir a su hermano en su vida. Salió del palacio del príncipe para dirigirse al templo de Ptah, donde rezó al gran dios y oró pidiendo la victoria del ejército y la salvación de su amado. Se sumió en la oración en un modo que sólo conocen los enamorados y luego regresó al palacio faraónico con el desasosiego de quien está a punto de alcanzar su fin.
XXIX
Los soldados egipcios se habían acercado a las murallas del castillo hasta poder tocarlas con las puntas de sus lanzas. Estaban rodeados por los arqueros, que apuntaban sus arcos y terminaban con todo aquel que asomaba, y el enemigo no podía hacer más que tirarles piedras y lanzar flechas a quien intentara trepar la muralla. Permanecieron así durante algún tiempo, cada parte acechando a su adversario, y al alba del vigésimo quinto día Djedef dio la orden a los arqueros de iniciar la ofensiva definitiva. Se dividieron en dos grupos: uno controlaba la muralla y el otro avanzaba, protegido por el primero, llevando escaleras de madera, largas corazas, arcos y flechas. Apoyaron las escaleras a la muralla y subieron levantando ante ellos las corazas como si fueran banderas. Entonces pusieron las corazas sobre la muralla, tomando la forma de las almenas de los castillos egipcios. Las flechas les llovían de todas las direcciones, y muchos de ellos cayeron. Las flechas de los enemigos silbaban en el aire y los gritos se alzaban hasta las nubes; gritos de victoria a los que se mezclaban otros de dolor y de miedo. Durante la ardiente lucha, un grupo de infantería, cargado con troncos de palmera, consiguió acercarse a la gran puerta y embestirla con fuerza. Se oyó un terrible estruendo...
Djedef estaba en pie sobre su carro de guerra, observando la batalla con preocupación. Observaba alternativamente a los que habían trepado la muralla y a los que estaban golpeando la gran puerta, que estaba empezando a resquebrajarse. Después de no poco rato vio cómo los arqueros se disponían a saltar al interior de la muralla. Los infantes empezaban a subir por las escaleras con sus lanzas desnudas y protegiéndose con sus corazas y comprendió que el enemigo estaba empezando a abandonar sus posiciones detrás de la muralla y se retiraba al interior de la península. Pasó todavía una hora de violentos combates y angustiada espera. Los carros, dirigidos por el joven general, esperaban alineados, y no tardaron en abrirse las puertas de par en par, cuando los soldados forzaron la cerradura desde el interior. Djedef dio a Snefru la orden de ataque y dieron rienda suelta a los caballos. Detrás de ellos iban los carros, causando un estruendo que parecía un terremoto y levantando tras de ellos un torbellino de tierra y polvo. Los carros cruzaron la puerta uno tras otro, girando alternativamente a derecha y a izquierda, dibujando dos anchas alas que se unían en el carro del general. Cayeron sobre el enemigo como un gigantesco puño que se estrechara sobre un pajarillo. Mientras tanto, los arqueros habían ocupado los lugares estratégicos y las colinas más altas y los lanceros cuidaban de proteger la retaguardia de los carros, combatiendo a quien pretendiera rodearlos.
Snefru guiaba el carro del general con decisión mientras Djedef disparaba sus certeras flechas. El enemigo emprendió la retirada, y los soldados caían sobre los rezagados con sus lanzas y los que no consiguieron huir resultaron muertos, heridos o fueron hechos prisioneros.
La batalla decisiva terminó en pocas horas y las aldeas de las tribus quedaron a merced de las tropas ocupantes. El campo de batalla estaba repleto de cadáveres y heridos de los dos bandos y los soldados estaban dispersos por todas partes. Los egipcios buscaban entre los muertos a sus compañeros caídos en el combate para llevarlos al campamento, fuera de la muralla. Otros amontonaban los cadáveres de los enemigos para contarlos y otros ataban con cuerdas a los prisioneros, se apoderaban de sus armas y los disponían en hileras. Después cogieron a todas las mujeres y a los niños de las aldeas y los agruparon al lado de los prisioneros mientras no paraban de gritar y aullar y la guardia los rodeaba por todas partes. Los soldados regresaron luego, cada uno a donde vio la bandera de su división y se dispusieron en filas, cada una encabezada por su oficial, si éste había sobrevivido a la batalla.
Llegó el general seguido por los otros jefes y paso revista al ejército vencedor, que le saludó con gran entusiasmo. Saludó a los oficiales y les felicitó por su victoria y por haber salido con vida, y bendijo el recuerdo de los que habían perecido como mártires. Luego se trasladó con los miembros del estado mayor hasta donde se encontraban los cadáveres enemigos. estos estaban tendidos uno al lado de otro, inmersos en un río de sangre. Un grupo de soldados con un oficial montaba guardia. Les preguntó:
-¿Cuál es el número de muertos y heridos?
El hombre respondió:
-Entre los enemigos hay tres mil muertos y cinco mil heridos.
-¿Y cuántas víctimas ha habido en nuestro ejército?
-Mil muertos y tres mil heridos.
Su rostro se ensombreció:
-Las tribus de beduinos nos han costado caras.
El general se trasladó al lugar donde se encontraban los prisioneros. Era una gran muchedumbre, ordenados por las cuerdas que los ataban, con las manos a la espalda, las cabezas bajas hasta que las barbas tocaban sus pechos. Djedef les miró y dijo a los que le rodeaban:
-En las minas de Qaft se alegrarán de recibir a estos hombres tan fuertes. Se quejan de la escasez de trabajadores.
Se trasladó con sus acompañantes a una zona con mucho alboroto, donde se encontraban las prisioneras que no habían conseguido huir. Sus hijos chillaban y berreaban, y ellas se abofeteaban y gemían. Sus hombres estaban muertos o heridos, eran prisioneros o fugitivos. Djedef no sabía su lengua, así que se limitó a mirarlas con compasión. Se fijó en un grupo que parecía gozar de cierta tranquilidad y le preguntó al oficial de guardia:
-¿Quiénes son estas mujeres?
-Son el harén del jefe de la tribu.
El general las miró sonriendo. Ellas le propinaron una mirada apagada, tras la cual se escondía sin duda un ardiente fuego. Hubieran querido dominar el corazón del general victorioso que había hecho prisionero a su señor y le había humillado. Una de ellas se separó del círculo de sus compañeras e intentó acercarse al general. Un soldado se interpuso en su camino, pero ella le dijo en lengua egipcia:
-General, deja que me acerque a ti para bendecirte en nombre del dios Ra.
Djedef se sorprendió al oír sus palabras, como todos los que estaban con él, y ordenó al soldado que la dejara pasar. Ella avanzó lentamente hasta llegar al lado del general y se inclinó respetuosamente. Era una mujer de unos cincuenta años, cuyo rostro adusto mostraba trazas de su antigua belleza, apenas borrada por el tiempo y las desgracias. Sus rasgos eran asombrosamente parecidos a los de las hijas del Nilo.
Djedef le dijo:
-Veo que conoces nuestra lengua.
Los ojos de la mujer, muy afectada, se cubrieron de lágrimas.
-¡Cómo no iba a conocerla si de joven no sabía otra! ¡Soy egipcia, mi señor!
El joven, sorprendido, sintió en seguida una gran simpatía por ella. Le preguntó:
-Es cierto que eres egipcia?
Ella respondió firme y tristemente:
-Si, mi señor, egipcia hija de egipcios.
-Y qué es lo que te ha traído hasta aquí?
-Tuve la desgracia de ser raptada cuando era joven por estos hombres despiadados que han recibido su merecido de vuestras manos. Me sometieron a los más duros castigos hasta que su cabecilla me salvó de sus manos para poder atormentarme él solo. Me encerró en su harén, donde he estado prisionera durante veinte años.
Djedef, muy impresionado, le dijo a la pobre mujer:
-Alégrate, pues hoy se ha terminado tu cautiverio.
La mujer, que tan dura suerte había corrido durante veinte años, suspiró e intentó arrodillarse ante el general, pero él la cogió de la mano con delicadeza y se lo impidió:
-Tranquilízate, mujer. ¿De qué pueblo eres?
-De Awn, mi señor, morada del dios Ra.
-No estés triste, el señor te ha impuesto tan largas penas por motivos que sólo él conoce, pero no te ha olvidado. Narraré tu historia al faraón y le rogaré que te deje en libertad para que puedas volver a tu pueblo sana y salva.
La mujer parecía preocupada, y dijo humildemente al general:
-Os ruego, mi señor, que me mandéis a mi pueblo inmediatamente por si los dioses me conceden el encontrar todavía a mi familia.
Pero el joven sacudió la cabeza y respondió:
-No antes de informar del asunto al faraón, porque ahora eres, como las otras prisioneras, propiedad del rey y es mi deber entregar la prenda a su propietario. Sin embargo, no te preocupes ni temas nada, pues el faraón es el señor de los egipcios, y nunca humillaría a sus siervos.
Luego, con la intención de tranquilizarla, la mandó al campamento con todos los honores.
Por la noche, cuando el ejército hubo terminado de enterrar a los muertos y vendar a los heridos, los soldados volvieron a sus tiendas para descansar después de aquel día agotador. Djedef se sentó a la entrada de su tienda, encendió un fuego y se puso a mirar a su alrededor con ojos soñadores. Sus pensamientos estaban dominados por aquellas banderas egipcias que ondeaban sobre la fortificación y por las estrellas que brillaban en el cielo como ojos sorprendidos ante el poder del creador y la belleza de su creación. Hermosos fantasmas recorrían su imaginación, como aquellas estrellas, representándole la bella Menfis, sus sueños y sus esperanzas. En sus sueños no olvidaba el momento que se avecinaba en que se encontraría ante el faraón para pedirle la mano de la criatura más hermosa de Egipto. ¡Qué terrible momento! Pero, ¡qué hermosa era aquella vida de victoria en victoria y de felicidad en felicidad! ¡Ojalá fuera siembre así! ¡Ojalá el destino se apiadara de los hombres! Sin embargo, la felicidad parecía bastante rara en el mundo: no podía olvidar el rostro de aquella desgraciada mujer raptada por los beduinos y humillada durante veinticinco años.
¡Pobre!
Si, en medio de la felicidad y la victoria, no podía olvidar la desgracia de aquella mujer...
Salió el sol en Menfis, la de las blancas murallas. Aquel día parecía que se celebrase la fiesta del dios Ptah; en todas las casas y palacios ondeaban las banderas, la muchedumbre se agolpaba en calles y plazas como las olas del Nilo durante la inundación. Los cánticos de bienvenida al faraón, al ejército victorioso y sus valientes soldados resonaban en el aire.
Se agitaban hojas de palma y ramas de olivo como alas de pájaros domesticados que jugasen sobre aquellas cabezas coronadas por la victoria, ebrias de alegría. Entre aquellas almas alegres se abría paso el cortejo de príncipes, princesas y sacerdotes, dirigiéndose hacia la puerta norte de la ciudad para recibir al ejército victorioso y su valiente general.
Cuando llegó el momento, la brisa trajo la música del ejército, y su avanzadilla apareció en el horizonte haciendo ondear sus banderas. Se levantó el clamor de vítores, aplausos y ramas de olivo; una ola de entusiasmo recorrió a la muchedumbre presente como un mar embravecido.
El ejército avanzó con su buen orden habitual, precedido por el grupo de prisioneros maniatados y con la cabeza gacha. Les seguían grandes carros que llevaban a las prisioneras, los niños y el botín. Luego apareció el escuadrón de carros guiados por el joven general, rodeado por los grandes señores del reino y seguidos por filas de impresionantes carros de guerra en un orden preciso y admirable. Inmediatamente después venían la infantería, los arqueros, y los que llevaban armamento ligero, que avanzaban en filas cada una al son de su música, dejando vacíos los lugares de los que habían caído en la guerra en memoria de su noble sacrificio por la patria y por el faraón.
XXX
Djedef, feliz y orgulloso, contemplaba al pueblo entusiasta con ojos relucientes y devolvía sus cálidos saludos con su espada. recorría con la vista a la muchedumbre buscando a su amada, pues no le cabía duda de que ella estaba allí invocando su nombre. Por un momento le pareció oír el nombre de su madre, Zaya, y los mugidos de su padre, Bisharo, soberbio y orgulloso. Luego el corazón le dio un vuelco y pensó si en aquel preciso instante le estarían viendo aquellos ojos que incitaban al amor como el sol brillante incitaba a los egipcios a adorar a Dios. ¿Le estaría viendo en aquellos momentos de gloria? ¿Oiría cómo miles de personas vitoreaban su nombre? ¿Estaría viendo su rostro, lleno de nostalgia?
El ejército avanzaba hacia el palacio del faraón. El rey y la reina se asomaron al balcón que daba al gran patio conocido como la plaza del pueblo. Delante de ellos desfilaron los prisioneros, el botín, las cautivas y el ejército.
Cuando Djedef se acerco al balcón real, desenvainó su espada y saludó con la mano y volvió su rostro hacia la {uíejaical. Las princesas Hanotis, Neferbatis, Heteb, Ilexes y Meresanj estaban en pie detrás del rey y la reina. Sintió la ilusión de aquellos ojos seductores que tenían más poder sobre él que ninguna otra cosa en el mundo. Los dos se intercambiaron un ardiente mensaje que hizo latir sus corazones, cargado de pasión y de nostalgia. Si ella hubiera tocado siquiera la orla de una de aquellas banderas, sin duda ésta habría ardido al instante.
El general Djedef fue llamado ante el faraón, y él acudió sereno y tranquilo. De nuevo se hallaba en su presencia; el rey se inclinó y le acercó su cetro. Lo besó postrándose ante él. Luego se puso en pie y depositó ante el trono la cerradura de la puerta de la muralla que el ejército había asaltado con éxito. Luego dijo:
-¡Mi señor, alteza faraónica del alto y del bajo Egipto, señor del desierto oriental y del desierto occidental, señor de la Nubia! Los dioses me han ayudado en tan alta empresa y en esta victoria, y hemos añadido a vuestros muchos reinos, uno nuevo. Hemos devuelto a vuestra obediencia a unas gentes que, si ayer eran rebeldes, hoy se inclinan sumisas ante las alas de la divinidad y, humilladas, han jurado lealtad al trono.
El faraón le respondió:
-El faraón te felicita, general victorioso, por tu lealtad y tu valentía, y espera que los dioses te den larga vida para que la patria pueda gozar largo tiempo de tus dotes.
El faraón se inclinó ante el joven general y le tendió la mano. Este la besó con profundo respeto, mientras su corazón latía con furia.
El rey le preguntó:
-¿Cuántos soldados han muerto por la patria y por el faraón?
Djedef respondió en voz baja:
-Han perecido mil héroes, mi señor.
-¿Y cuántos heridos?
-Tres mil, mi señor.
El rey permaneció en silencio un instante, luego prosiguió:
-Una vida grande exige grandes sacrificios. Alabado sea el señor, que crea la vida a partir de la muerte. El rey miró a Djedef largo rato, y luego le preguntó:
-Me has hecho dos grandes servicios, primero salvaste la vida al heredero y luego has salvado la tranquilidad de mi pueblo: ¿qué quieres a cambio?
¡Dioses! Había llegado el momento tan deseado, aquel momento que tanto había soñado. Djedef, que no se acobardaba en los momentos difíciles, dijo:
-Mi señor, en ambos casos no hice más que cumplir con mi deber de soldado, y no pido nada a cambio. Sin embargo, tengo un deseo que os presento como alguien que pide la merced de su señor.
-¿Cuál es ese deseo, general?
-Los dioses, por razones que sólo ellos conocen, han elevado mi humano corazón a la altura de vuestra alteza y se ha prendado de la princesa Meresanj.
El faraón lo miró extrañado e inquirió:
-¿Y qué han hecho los dioses con el corazón de la princesa?
Djedef permaneció en silencio, embarazado. El faraón sonrió y dijo:
-Dicen que ningún siervo entra en el santuario de los dioses si ellos no lo desean. Veamos si ello es cierto...
El faraón estaba satisfecho y parecía como si quisiera jugar un poco, así que mandó llamar a la princesa Meresanj. La princesa acudió en seguida y, cuando vio quién estaba delante de su padre, se mostró tímida y embarazada, como una gacela en presencia del hombre... El faraón la miró con cariño y le dijo con delicadeza y no sin cierta ironía:
-¡Princesa! Este general pretende haber conquistado dos fortalezas: la muralla del Sinaí y tu corazón.
Djedef protestó humildemente:
Le faltaron las palabras y se calló, vencido. El faraón, viendo a su general, dudó de su valentía. En cuanto a su hija, había perdido su altivez y se mostraba vergonzosa y ruborizada. La llamó a su lado y luego llamó a Djedef, quien se acercó con mucho respeto. El rey puso la mano de la princesa sobre la suya con delicadeza y dijo con su potente voz:
-¡Os bendigo en nombre de todos los dioses!
XXXI
Durante las doce horas que sucedieron a la feliz recepción faraónica tuvieron lugar algunos hechos sorprendentes e inesperados que iban a hacer zozobrar la vida de Djedef como las cataratas del Nilo, hechos graves e importantes...
¿Qué hizo Djedef en aquel breve tiempo lleno de sorpresas?
Cuando salió del palacio del faraón pidió audiencia al ministro Jomini para exponerle el caso de la prisionera egipcia, algo que estaba a punto de olvidársele. El ministro la soltó y se la entregó a Djedef.
Éste le dijo:
-Te felicito por haber recobrado la libertad después de un largo cautiverio. Como es algo tarde, serás mi huésped hasta mañana. Luego podrás dirigirte a Awn en compañía de los dioses.
Ella por toda respuesta le besó la mano con agradecimiento. Cuando levantó la vista, dos grandes lágrimas corrían por sus mejillas. La acompañó hasta su carroza, donde les esperaba Snefru, quien le saludó y le dijo:
-¡Su alteza faraónica el príncipe Rejaef me ha encargado que te lleve inmediatamente a su presencia!
Djedef le preguntó:
-¿Dónde se encuentra su alteza ahora?
-En su palacio.
Subió a la carroza con el oficial y la mujer y se dirigieron al palacio del oficial. La mujer tuvo que esperar fuera mientras Djedef entraba seguido del oficial. Pidieron audiencia al príncipe. Cuando les recibió, éste se encontraba, contrariamente a su costumbre, muy alterado, aunque intentara controlarse. Esta vez no se preocupó en devolverle el saludo y le acometió:
-General Djedef, siempre recordaré tu lealtad al salvarme la vida, como te ruego que recuerdes que gracias a mí has pasado de ser un humilde soldado a ser un gran general, con la cabeza coronada de eternos laureles.
Djedef dijo con entusiasmo:
-Lo recuerdo muy bien y no lo olvidaré jamás.
-En este momento necesito de tu lealtad. Obedece lo que se te ordene y sigue mis órdenes con atención. No permitas que la duda penetre en tu corazón. General, no licencies a tu ejército; déjalo como está ahora acampado a las afueras de Menfis y espera las órdenes que te llegarán al alba. ¡Ay de ti si dudas en ejecutarlas por extrañas que te parezcan! Recuerda siempre que un soldado valiente se lanza como una flecha a cumplir su objetivo sin preguntar el motivo.
Djedef respondió:
-A vuestras órdenes, alteza.
-Espera a mis mensajeros al alba y no olvides cuáles son mis órdenes.
Después de estas palabras, el príncipe hizo una señal dando por terminada la audiencia. Djedef se inclinó ante su alteza y abandonó la sala perplejo: ¿Por qué motivo le habría ordenado dejar el ejército acampado? ¿Cuáles serian las extrañas órdenes que debían llegarle al alba? ¿Qué enemigo amenazaba a la patria o qué sublevación amenazaba la seguridad? Todos los egipcios podían mostrar sus intereses particulares bajo la tutela del faraón, ¿qué necesidad había del ejército?
Regresó preocupado a la carroza y partió con la mujer que le acompañaba. A medida que se aproximaba a la casa de Bisharo su humor iba mejorando, pensando en su familia, que le aguardaba con anhelo después de tan larga separación. La carroza llegó a la casa, la mujer fue conducida a la habitación de los huéspedes y él subió corriendo a ver a su amada familia. Su madre, Zaya, le recibió con los brazos abiertos, cubriéndolo de besos y abrazos, y no le soltó hasta que Bisharo le arrancó de sus brazos diciéndole:
-Bienvenido sea el hijo victorioso, bienvenido el intrépido general.
Después de besarle en las mejillas y en la frente, Djedef abrazó a sus hermanos Jana y Nafa y saludó a la mujer de este último, que llevaba en sus brazos a un bebé. Se lo ofreció diciendo:
-Este es tu tocayo, el pequeño Djedef. Le hemos puesto tu nombre para que los dioses le hagan parecido a su tío.
Djedef miró a Nafa, cogió al pequeño en brazos y le dio un beso en sus delicados labios. Le dijo a su hermano:
-¡Qué carita más hermosa!
Nafa, quien estaba tan satisfecho de su hijo como de su arte, sonrió y cogió al niño.
Entonces Djedef tuvo ocasión de comunicarles su feliz compromiso, y le dijo a Nafa:
-¡No sólo tú serás padre, Nafa!
Todos estaban atentos a sus palabras, y Nafa exclamó con alegría:
-¿Ya has escogido a tu compañera, general?
Djedef dijo, inclinando la cabeza:
-Sí.
Su madre lo miraba con los ojos relucientes de alegría, y preguntó:
-¿Es eso cierto, hijo?
Él respondió tranquilamente:
-Sí, madre.
-¿Y quién es ella?
Y Mana quiso saber también con interés:
-¿Y quién es ella?
Nafa intervino:
-Vienes del campo de batalla, ¿acaso te has enamorado de una princesa?
El joven dijo con tranquilidad y orgullo:
-Es la princesa Meresanj.
Todos exclamaron:
-¡Meresanj! ¡La hija del faraón!
-Ninguna otra.
Todos estaban muy sorprendidos, incapaces de hablar de la alegría. Djedef les contó su historia y la bendición del faraón, llorando de alegría. Zaya tampoco pudo contenerse y lloró, rezándole a Ptah el todopoderoso. Bizarro se estremecía de alegría y paseaba arriba y abajo su corpachón gordo y fofo. En cuanto a Nafa, besó al feliz joven y se echó a reír a carcajadas. Jana le bendijo y le aseguró que los dioses no deciden estas gloriosas cuestiones si no es con alguna finalidad determinada que nunca había conocido antes hombre alguno. Todos expresaban la alegría y felicidad que sentían, cada uno a su manera.
Entonces Djedef se acordó de la mujer que había dejado en la habitación de los huéspedes, se levantó inmediatamente y les contó su historia.
Su madre le dijo:
-Voy a bajar a saludarla.
Djedef acompañó a su madre y bajaron juntos a la habitación de los huéspedes. Ella la saludó:
-Bienvenida, señora, estás en tu casa.
La mujer se levantó, inclinándose bajo el peso de los años y de las iniquidades sufridas, y tendió la mano a su noble anfitriona. Los ojos de las dos mujeres se encontraron por primera vez, y con la rapidez del relámpago se olvidaron de los saludos que estaban intercambiando y se miraron con estupor, como si hicieran esfuerzos por desgarrar el denso velo que el tiempo había corrido sobre el pasado. La extraña mujer abrió los ojos y exclamó fuera de sí:
-Zaya...!
Zaya parecía atemorizada, y miraba desconcertada a la mujer. Djedef miraba alternativamente a una y a otra, sorprendido al ver que aquella mujer conocía a su madre a pesar de haber pasado veinte años en el destierro. Le dijo:
-Cómo es que conoces a mi madre, mujer?
Pero la mujer no hizo caso a sus palabras, quizá ni tan siquiera las oyó, porque estaba concentrada en Zaya con todo su ser. No pudiendo resistir más en silencio, empezó a gritar:
-¡Zaya...! ¡Zaya...! ¿No eres tú Zaya...? ¿Por qué no hablas? ¡Habla, sirvienta traidora! Dime... ¿qué hiciste con mi hijo?
¿Dónde está mi hijo, mujer?
Zaya no hablaba, sus ojos no se apartaban de la enojada mujer, pero estaba atenazada por el miedo y empezó a temblar, pálida como la muerte. Djedef tomó su fría mano y la sentó en la primera silla que encontró. Entonces se volvió hacia la mujer y le amonestó con desdén:
-¿Cómo te atreves a dirigirle esas palabras a mi madre después de haberte salvado del cautiverio?
La mujer jadeaba como si estuviera agonizando. Afectada por las palabras del general que la había salvado intentó decir algo, pero tenia la lengua trabada. Lo único que pudo hacer fue señalar a su madre como diciendo: «Pregúntale a ella».
El joven se inclinó cariñosamente hacia su madre y le preguntó con delicadeza:
-Madre... ¿conoces a esta mujer?
Zaya no dijo nada, y la mujer no pudo permanecer en silencio. Enojada de nuevo, dijo:
-Pregúntale si conoce a Radde Didit, esposa de Ra. Pregúntale si conoce a la mujer con quien escapó hace veinte años, llevando a su hijito, huyendo del tirano. Habla, Zaya, cuéntale cómo huiste en las tinieblas, robándome a mi hijo. Cuéntale cómo me dejaste perdida e indefensa en medio del desierto, hasta que me encontraron los salvajes y me hicieron prisionera, imponiéndome toda clase de castigos y humillaciones durante veinte años... Habla, Zaya...
Cuenta qué has hecho con mi hijo.
Djedef, más confundido que nunca, susurró al oído a su madre, dolido:
-Madre, perdóname, yo soy quien te ha causado este dolor trayendo a esta mujer enloquecida por la tristeza.
¡La echaré!
Pero ella se lo impidió sujetándolo por la mano. Él le preguntó en tono de súplica:
-¿Por qué no hablas, madre? ¿Conoces a esta mujer?
Zaya gimió y dijo, por primera vez desde que había perdido el habla:
-Es inútil... mi vida está destrozada...
El joven rugió como un león:
-Madre, no digas eso. Yo daría mi vida por ti.
Ella suspiró con ardor y dijo:
-Por dios que nunca he hecho daño a nadie ni he tenido malas intenciones, pero el destino decidió lo que ningún hombre podía evitar. Mi vida se derrumba de un solo golpe.
El joven estaba enloquecido de dolor:
-Madre, estoy a tu lado para protegerte, ¿qué es lo que te atormenta? ¿Qué es lo que te entristece? Da igual lo bueno o lo malo que haya en tu pasado, no quiero saber nada; me basta que eres mi madre y yo soy tu hijo y te ayudaré en cualquier caso, en el bien y en el mal. Te lo ruego, no llores: estoy a tu lado.
-¡Tú no puedes ayudarme!
-Qué historias son esas, madre?
-No podrás ayudarme, querido Djedef. Cuántas esperanzas había construido, todas ellas sin fundamento. Cuando estaban a punto de hacerse realidad se han derrumbado dejando mi pobre corazón como unas ruinas sobrevoladas por los cuervos.
El joven, aún más afectado, se volvió hacia la mujer, pero ésta no sentía pena y continuaba gritándole a Zaya:
-Dime dónde está mi hijo. ¿Dónde está mi hijo?
Zaya se quedó atónita por un instante, y luego le gritó nerviosamente a la mujer:
-Crees que soy una traidora, Radde Didit? No, nunca te traicioné. Te velé durante todo aquel tórrido día, pero los beduinos nos asaltaron y no tuve más remedio que huir. Me dio pena el niño, lo cogí en brazos y eché a correr como una loca. Era natural que huyera, como era tu destino caer en sus manos. Luego cuidé a tu hijo y le dediqué mi vida. Le di todo mi amor y se convirtió en un hombre del que todo el mundo está orgulloso. Ahí lo tienes, delante de ti. ¿Acaso has visto antes a un hombre igual?
Radde Didit se volvió hacia su hijo. Quiso hablar, pero su lengua no le obedecía. Lo único que pudo hacer fue abrir los brazos, correr hacia su hijo y lanzarse a su cuello, repitiendo con labios temblorosos: «Hijo mió, hijo mío». El joven estaba aturdido, como si estuviera viviendo un extraño sueño, y se quedó quieto mirando alternativamente a Zaya, pálida como la muerte, y a la mujer que pendía de su cuello pretendiendo ser su madre. Zaya vio que se rendía y que le otorgaba una mirada de cariño y ternura y, gimiendo desconsolada, les dio la espalda y huyó de la habitación como una gallina que va a ser degollada.
Djedef se movió, pero la mujer se cogió todavía con más fuerza, suplicándole:
-Hijo mío.., hijo mío... ¿vas a abandonar a tu madre?
El joven se quedó inmóvil donde estaba, mirando largamente aquel rostro que le había conmovido desde el primer momento, y que ahora le parecía todavía más puro, bello y desdichado. Su corazón latía rebosante de ternura, inclinó la cabeza hacia ella inconscientemente y la besó en la mejilla. La mujer respiró con alivio, en sus ojos brilló una lágrima y empezó a sollozar. Cuando se calmó, él la sentó a su lado en el diván. Ella contuvo las lágrimas, y le dijo:
-¡ Llámame madre!
Él le dijo en voz baja:
-Madre...
Y luego añadió, perplejo:
-Pero todavía no entiendo nada...
-Pronto lo entenderás todo, hijo mío.
En seguida le contó su larga historia. Le habló de su nacimiento y de las profecías que lo rodearon y de los importantes hechos que le sucedieron, hasta el momento feliz en el que volvió a verle con vida, feliz y respetado.
XXXII
El destino quiso que Bisharo escuchara involuntariamente la historia de Radde Didit. Queriendo presentar sus respetos a la huésped de Djedef, bajó a recibirla personalmente y se encontró con Zaya que salía corriendo como loca. Sorprendido y perplejo, se acercó con cuidado a la puerta de la habitación y llegó a sus oídos la voz de Radde Didit contando su historia. Estaba tan nerviosa que no pensó en bajar la voz para que no la oyeran, y él pudo escuchar con Djedef la narración de la mujer de cabo a rabo.
Luego se retiró con cuidado a su habitación y sin detenerse para nada, con una expresión seria y severa que no mostraba más que en las reuniones oficiales. No podía estar sentado; iba y venia por la habitación, agitado y alterado, pensando y dándole vueltas a lo que había escuchado en la habitación hasta que, mareado de tanto meditar, se dijo a sí mismo en voz alta como si hablase con un extraño:
-¡Bisharo! ¡Pobre de ti! ¡Los dioses te someten a una gran prueba! ¡Y vaya una prueba!
Su querido, su hermoso Djedef, al que había acogido cuando era un bebé y había salvado del hambre y de la pobreza, a quien había cuidado como padre desde su niñez hasta su juventud, a quien había dado la misma educación que a sus hijos y a quien había preparado el camino del éxito, ¡un hombre que valía por todo un pueblo! Le había dado su amor paterno y había recibido su amor y su obediencia de hijo. El destino hacia que su querido, su hermoso Djedef, mostrara su verdadera naturaleza de enemigo del faraón. Por su mediación el dios Ra quería hacer tambalearse el sólido trono de Egipto, golpear a su excelso señor y usurpar los derechos del noble heredero. Pero el destino había querido que él -el leal siervo del faraón- se enterase de esta terrible verdad en un momento decisivo al que el hado había dado aspecto de casualidad. ¡Qué prueba!
Bisharo exclamó de nuevo, hablando consigo mismo:
-¡Bisharo! ¡Pobre de ti! ¡Los dioses te someten a una gran prueba! ¡Y vaya una prueba!
Muy apesadumbrado y angustiado, hablaba consigo mismo con tristeza:
-Djedef, querido: seas hijo del trabajador muerto o heredero del gran sacerdote de Ra, te quiero tanto como a Nafa y Jana, no conocerás otro padre como yo... Por eso te di mi nombre. Tu lealtad reluce como los rayos del sol, pero por desgracia los dioses se han servido de ti para la mayor traición de la historia, la traición al trono, a nuestro gran señor Keops, cuyo nombre hemos enseñado a nuestros hijos a bendecir desde antes de que aprendieran a escribir. ¡Es el destino! ¿Por qué se complace en torturarnos? ¿Por qué nos castiga con pruebas y desgracias en nuestros momentos de mayor felicidad? ¿Qué mal había en dejarme terminar mi vida como la empecé, tranquila y feliz?
Cada vez más dolido, oyó que se acercaba su familia. Se aproximó a su mujer y notó su expresión triste. Le dijo:
-¡Bisharo! ¡He aquí a un hombre que jamás en su vida ha hecho daño a nadie! ¿Acaso va a ser tu querido Djedef tu primera víctima? ¿Por qué todo este tormento? ¿Por qué no cierras la boca como si no hubieras oído nada? ¡La respuesta está clara! El corazón de Bisharo no está tranquilo porque es el corazón de Bisharo, inspector general de las pirámides y sirviente del rey. De Bisharo, el que sirve, ante todo, su deber. Es cierto que nunca has hecho daño a nadie, pero también lo es que nunca has dejado de cumplir con tu deber... ¿Cuál de las dos vías debes seguir ahora? ¿El deber o evitar el daño? Cualquier alumno de la escuela de Menfis podría responder a ello, y Bisharo no va a terminar su vida con una traición. No, no venderá a su señor... El faraón es primero, y Djedef después.
Suspiró triste y dolido y sintió una punzada envenenada. Intentó no pensar en Djedef ni en Zaya y empezó a vestirse de uniforme con decisión.
Después, abandonó la habitación con pasos pesados y bajó al jardín, pasando ante la habitación de los huéspedes, donde vio a Djedef en pie ante la puerta sumido en una profunda meditación. Su corazón palpitó extrañamente al verle. Todo en él temblaba, su aliento, su pecho, sus labios. Volvió la mirada hacia él y tuvo miedo de hablarle por no cambiar de opinión. El joven observó extrañado su uniforme oficial y le preguntó en voz baja:
-¿A dónde te diriges.., padre?
Bisharo le respondió apretando el paso:
-¡A cumplir con un deber inaplazable!
Luego montó en su carroza y le dijo al conductor:
-¡Al palacio del faraón!
La carroza se puso en camino. Los ejércitos de la noche se habían dado cita en el horizonte para acabar con el día, cuyo vigilante había desaparecido. Bisharo contemplaba el aire con mirada triste y compungida. Su corazón estaba cubierto de tinieblas, como la noche que se avecinaba. Se dijo suspirando:
-El deber proporciona placeres y pesares. A mí me toca sorberlo amargo, como un veneno instantáneo.
XXXIII
Radde Didit contó su triste historia sin dejar de llorar Djedef, sentado a su lado, escuchaba su voz temblorosa y sentía sus cálidos suspiros sobre su cara. Contemplando sus queridos ojos llorosos, su corazón palpitaba con ternura hasta casi salirse del pecho.
Cuando terminó de narrarle su dramática historia, le dijo:
-¿Quién es actualmente el sacerdote de Ra, hijo mío?
-Shudara.
¡No hay duda de que tu padre se sacrificó!
Djedef dijo atónito:
-Estoy tan asombrado que no sé qué decir, madre. Ayer mismo era Djedef, hijo de Bisharo, hoy soy un personaje completamente nuevo, con un pasado dramático. Acabo de nacer, de un padre muerto y una madre que ha estado cautiva veinte años. Mi nacimiento fue de mal agüero, madre.
-No digas eso, hijo querido, no pongas esa maléfica carga sobre tu corazón.
-¡Desgraciado! ¡Mi padre muerto y mi madre cautiva durante veinte años!
-¡Que los dioses se apiaden de nosotros, hijo mío! ¡Olvida tus tristezas y pensemos en nuestra salvación!... No estoy tranquila...
-¿A qué te refieres, madre?
-El peligro todavía se cierne sobre nosotros, hijo Quien ayer era tu benefactor ahora te amenaza.
-¡Djedef enemigo del faraón! ¡El faraón, que ayer me concedía todos sus favores, se ha convertido en el asesino de mi padre y torturador de mi madre!
-¡Que la sorpresa no nos detenga! Vamos, salvémonos, hijo. No quisiera perderte hoy después de tan largos sufrimientos.
-¿A dónde quieres ir, madre?
-¡Ancho es el mundo!
-¡Seria una locura huir sin haber cometido ningún pecado!
-¿Acaso cometió algún pecado tu padre?
-Mi naturaleza me impide huir.
-Ten piedad de mi corazón desgarrado de terror.
-No tengas miedo, madre. Mi lealtad al trono intercederá por mí ante el rey.
-Nadie podrá interceder por ti cuando sepa que eres su antiguo competidor, a quien los dioses han creado para heredar su trono.
El joven la miró con estupor:
-¿Heredar su trono? ¡Esa es una falsa profecía!
-Hijo, te lo ruego, obedéceme para que me quede tranquila.
La cogió de la mano y la apretó contra su pecho con ternura:
-Durante veinte años nadie, ni yo mismo, ha sabido mi secreto. He vivido en el olvido y eso no volverá a suceder.
-No sé por qué, pero tengo un mal presentimiento. Quizá Zaya...
-¡Zaya! Durante veinte años la he llamado madre, y si la maternidad es amor, compasión y entrega, ella también es mi madre. Nunca nos haría daño. Es una mujer desgraciada, como una reina destronada por sorpresa.
Antes de que pudiera abrir la boca entró corriendo un criado e informó al general de que su secretario Snefru deseaba verle al instante y sin demora. El joven se sorprendió porque hacía un momento que se había separado de Snefru. Tranquilizó a su madre, se excusó y salió al jardín para encontrarse con él. Encontró al oficial alterado, preocupado e impaciente. Cuando éste le vio corrió inmediatamente hacia él y, sin saludarle, le dijo:
-General... por casualidad han llegado a mis oídos cosas muy importantes: el mal se cierne sobre nosotros.
El corazón del joven dio un vuelco e involuntariamente se volvió hacia la habitación de los huéspedes, preguntándose qué les depararía el destino. Luego se volvió hacia su secretario y le preguntó:
-¿Qué sucede, Snefru?
El oficial, muy alterado, respondió:
-Hoy, al atardecer, entré en la bodega para coger una botella de buen vino, y mientras revolvía -estaba al lado del tragaluz que da al jardín- llegó a mis oídos la voz del chambelán del heredero hablando con un desconocido en tono bajo. No llegué a distinguir sus palabras, pero sí que oí claramente como al final rezaban por el príncipe Rejaef, quien, dijeron, iba a ser faraón al alba. Me estremecí aterrorizado, y di por cierto que su alteza el rey moraba al lado de Osiris. Olvidándome de lo que estaba haciendo, corrí a los cuarteles y encontré a los oficiales charlando y alborotando como hacen siempre cuando no están de servicio, y pensé que la terrible noticia todavía no les había llegado. No queriendo ser yo el funesto mensajero, me escabullí, monté en una carroza y me dirigí al palacio del faraón para ver si podía cerciorarme de la noticia. Encontré el palacio tranquilo, las luces relucían como estrellas y los sirvientes iban y venían como si nada. No me cupo la menor duda de que el señor del palacio gozaba de una salud inmejorable, y empecé a pensar en lo que había escuchado en la bodega. De pronto, pensé en ti, y ese pensamiento fue como el faro que guía a buen puerto las naves en medio de la tormenta y de las tinieblas, así que corrí hacia aquí, confiando en tu sentido común.
Djedef le preguntó, agitado, olvidando todas las sorpresas personales que aquel día le había deparado:
-¿Estás seguro de que tus oídos no te engañan?
-Tan seguro como que ahora estoy aquí ante ti.
-¿Estabas borracho?
-Hoy no he bebido en todo el día.
El joven le miró con seriedad y le preguntó, en un tono que le pareció extraño:
-¿Y tú qué consecuencias extraes de todo ello?
Snefru permaneció en silencio, como si no osara responder a su pregunta y dejara esa respuesta para el general. Djedef comprendió su silencio, y se quedó por un instante absorto, recordando las extrañas directivas del príncipe Rejaef, pidiéndole que no licenciara al ejército, que esperase sus órdenes al alba y que las obedeciera fueran cuales fueran. Recordó también la conversación que tuvo con Snefru el primer día en que se encontraron en la guardia del príncipe sobre el carácter del heredero, su impaciencia y su descontento. Todo eso pasó rápidamente por su cabeza. ¿Qué les deparaba el destino? ¿Estaba en peligro el faraón? ¿Existía una traición?
Oyó que Snefru decía con entusiasmo:
-Somos soldados de Rejaef, pero hemos jurado lealtad al faraón. Todos los soldados lo son del faraón, a menos que sean traidores.
Se dio cuenta de que los pensamientos de Snefru coincidían con los suyos, y contestó:
-Me temo que el faraón está en peligro.
-No me cabe la menor duda. ¡Debemos hacer algo, general!
-El rey pasa la mayor parte de la noche en el interior de la pirámide, dictándole a su ministro Jomini su gran libro. Debemos dirigirnos a la pirámide. Me temo que la traición tendrá lugar en la sala mortuoria.
-Eso es imposible, pues sólo tres personas saben cómo abrir la puerta de la pirámide: Jomini, Mirabó y el mismo rey, y la colina está llena día y noche de guardias y sacerdotes de Osiris.
-¿Acompaña al rey algún guardia en su carroza?
-No, el gran monarca que ha dedicado su vida a sus siervos no tiene necesidad de guardias en su patria, entre sus siervos. Snefru, si nuestros temores son fundados, creo que el peligro le espera en el valle de la muerte, ese camino largo y solitario donde el traidor puede acechar a su presa.
Snefru le dijo jadeando:
-¿Y qué debemos hacer?
-Tenemos una doble misión: proteger al rey y detener a los traidores.
-¿Aunque sean príncipes?
-Y aunque esté entre ellos el mismo heredero.
-General, no podemos fiarnos de la guardia del heredero.
-Hablas sabiamente, Snefru, y no nos hace ninguna falta. Tenemos a nuestros valientes soldados, que no dudarían en dar su vida por su señor.
El rostro del oficial se iluminó:
-¡Llamemos al ejército sin demora!
Pero el joven general puso su mano sobre el hombro de su entusiasta secretario y le dijo:
-¡Los ejércitos no sirven más que para combatir a otros ejércitos! Si no me equivoco, nuestros adversarios son un puñado de personas que se refugian en la oscuridad y organizan su traición por la noche. Debemos acecharles y asestarles el golpe definitivo antes de que lo hagan ellos.
-¿Mi señor el general no cree que deberíamos avisar al faraón?
-No creo que sea lo más apropiado, Snefru. No tenemos ninguna prueba de la traición, más que nuestras suposiciones. Podrían ser meras imaginaciones, y no podemos tramar una acusación tan grave contra el heredero basándonos en ellas.
-Entonces ¿qué hacemos?
-Lo más prudente será escoger a algunas decenas de oficiales de confianza, entre los cuales estarás tú, Snefru. Luego no dirigiremos, de uno en uno, al valle de la muerte y nos esconderemos cuidadosamente para esperar: no podemos perder el tiempo, debemos llegar antes que nuestros enemigos para poder verles sin ser vistos.
El joven no perdió el tiempo, pero a pesar de los importantes asuntos que tenía entre manos, no se olvidó de su madre, así que la acompañó hasta donde estaba Nafa y la encomendó a su mujer, Mana. Volvió a Snefru, montó con él en la carroza, y partieron hacia el campamento, fuera de las murallas de Menfis. Ahora comprendía por qué el heredero le había mandado esperar sus órdenes al alba, mientras él urdía sus tretas para matar a su padre; luego le habría ordenado entrar en la capital con el ejército para acabar con la guardia faraónica y con hombres del rey como Jomini, Mirabó, Arbó y otros leales al faraón. Así hubiera quedado libre para autoproclamarse rey de Egipto... ¡Qué baja traición!
Sin duda al príncipe se le había acabado la paciencia, pero su misma ambición iba a terminar con sus esperanzas, y eso estaba al caer... ¡iban a comprobar si sus temores eran ciertos o se trataba de su imaginación!
XXXIV
Al alba, la vida regresó a la sagrada colina de la pirámide. Los gritos de los vigilantes resonaban en el aire, así como los reclamos de las trompetas y los cánticos de los sacerdotes. Entonces se abrió la puerta, dejando salir al exterior a dos espectros, y luego se cerró de nuevo. Iban cubiertos con sendas gruesas capas, parecidas a las que visten los sacerdotes durante los sacrificios. El más bajo le dijo al otro:
-¡Alteza, os esforzáis demasiado!
-Jomini, cuanto más viejo me hago, más tengo la sensación de regresar a la infancia. Estoy tan entusiasmado por este noble trabajo como me entusiasmaban en el pasado la caza y la equitación. Debo duplicar mis esfuerzos, Jomini, no tengo mucho tiempo.
El ministro Jomini dijo, elevando las palmas de sus manos hacia el cielo:
-¡Que los dioses os den larga vida!
-¡Y que los dioses te escuchen hasta que termine mi obra!
-No quiero ser de mal agüero, pero espero que mi señor disfrute de tranquilidad eterna.
-No, Jomini, Egipto me ha construido una morada espiritual, y yo no le he dedicado más que mi vida terrenal.
Los dos hombres dejaron de hablar. El rey subió a la carroza real; el ministro montó también, tomó las riendas y los caballos se pusieron al trote. Cada vez que la carroza pasaba ante un grupo de sacerdotes o soldados se postraban para saludarle. Los caballos continuaron galopando hasta cruzar la colina en dirección al valle de la muerte, camino que conducía a las puertas de Menfis. Las tinieblas todavía eran densas y el cielo se veía lleno de estrellas que parecían estar a punto de caer a una esfera inferior. Su magia subyugaba y atraía al mismo tiempo a los corazones.
La carroza se hallaba en medio del valle eterno. El rey y su ministro estaban sentados, tranquilos y reflexionando. De repente, uno de los caballos relinchó y pegó un brinco, luego cayó al suelo. Su caída cortó el paso a la carroza, y el otro caballo también se paró. Los dos hombres se miraron extrañados, y el ministro bajó para ver lo que había sucedido, pero en seguida exclamó:
-Cuidado, mi señor... me han alcanzado.
El faraón se dio cuenta de que alguien había alcanzado al caballo y a su ministro. Pensando que se tratase de salteadores de caminos, gritó:
-Atrás, cobarde; ¿quién quiere atacar al faraón?
Sin embargo, en seguida se oyó una voz que retumbaba: «A mi, Snefru». Buscando el origen de la voz –mientras Jomini se apoyaba en él-, el faraón vio una sombra que se lanzaba como una flecha hacia él desde la parte derecha del valle. Le oyó gritar de nuevo:
-Mi señor, escondeos detrás de la carroza.
Entonces vio otra sombra que llegaba por la izquierda. Los dos se enzarzaron en una violenta lucha intercambiando mortales estocadas con sus espadas. Finalmente, uno de los dos cayó lanzando un aullido, sin duda muerto... ¿Quién había caído, amigo o enemigo? La confusión del rey no duró mucho, porque oyó la voz de su salvador:
-Mi señor, ¿estáis bien?
Respondió:
-Sí, valiente, pero han alcanzado a mi ministro.
El rey oyó de nuevo ruido de armas detrás de la carroza, se volvió en seguida y vio a un grupo de soldados que se enzarzaban en una terrible batalla. El valiente que le había salvado se unió a ellos y dio la victoria a uno de los dos grupos. El rey, desarmado, observaba la batalla con tristeza. Los hombres del rey derrotaron a sus enemigos uno a uno. Estos se asustaron al ver que se acercaba un escuadrón de caballería desde la colina sagrada llevando antorchas y gritando el nombre del faraón; se echaron a temblar e intentaron huir, pero su adversario era muy poderoso y no dejó vivo a ninguno se ellos.
Los jinetes rodearon la carroza del rey e iluminaron el valle con sus antorchas, mostrando los cadáveres y los rostros ensangrentados de los defensores del rey.
El jefe de los jinetes se acercó a la carroza real y cuando vio a su señor en pie, le dijo arrodillándose:
-¿Cómo está mi señor el rey?
El faraón se apeó sosteniendo a su ministro, y dijo:
-El faraón está bien gracias a los dioses y a la valentía de estos hombres... Pero, ¿cómo estás, Jomini?
El hombre respondió con voz débil:
-Bien, mi señor. La herida es en el brazo, y no es importante. Recemos todos una oración de gracias a Ptah, que ha salvado la vida del rey.
El rey miró a su alrededor y distinguió al general Djedef:
-¿Estás ahí, general Djedef? Es como si no hicieras nada más que servir a la familia real.
El joven se inclinó con profundo respeto, y dijo:
-Todas nuestras vidas son propiedad del faraón.
El rey le preguntó:
-Pero, ¿cómo ha sucedido todo esto? Parece que ha sido algo importante, y no un mero incidente fruto de la casualidad. Me huelo una traición abortada por vuestra lealtad y valentía. Pero, veamos quiénes son los muertos... Veamos a ése que nos disparó una flecha...
Se dirigió hacia la carroza, con Djedef, Snefru y el jefe de la caballería delante de él iluminándole el camino con sus antorchas. Jomini les seguía lentamente. Encontraron el cuerpo cerca de allí, tumbado boca abajo con una flecha mortal en el costado izquierdo. Gemía dolorosamente. El rey se alteró al escuchar sus gemidos, corrió hacia allí y le dio la vuelta, preocupado. Al ver su rostro gritó:
-¡Rejaef, hijo mió!
El faraón olvidó su majestad y miró a su alrededor en busca de ayuda para evitar lo inevitable. Observando de nuevo el rostro de su hijo, tumbado a sus pies, le dijo con tristeza:
-¿Eres tú quien ha intentado matarme?
Pero el príncipe agonizaba y estaba ya casi inconsciente, y no se dio cuenta de los ojos fijos en él. Empezó a gemir de dolor espantosamente, jadeando con violencia. Djedef estaba apesadumbrado y dolido como si aquella desgracia le cogiera por sorpresa, y todo el mundo permaneció en silencio. Jomini, olvidando el dolor de su brazo, miraba a hurtadillas, apenado, al rey, mientras rezaba a Ptah para que se terminaran las penas de aquel momento. El faraón se inclinó sobre el cuerpo de su hijo agonizante mirándole con ojos como dos lagunas de aguas tranquilas. Estaba alterado, en su alma se debatían sentimientos contradictorios y no sabía por cuál de ellos decidirse. Se quedó contemplando el rostro de su hijo, que había perdido su majestad y estaba rígido para siempre.
El rey permaneció inmóvil no poco rato, y finalmente recuperó su compostura y su firmeza, se puso en pie, se volvió hacia Djedef y le preguntó en un tono extraño:
-General, cuéntame todos los detalles que conozcas sobre este drama.
Djedef narró a su señor, con voz temblorosa y triste, lo que le había contado Snefru, las sospechas que tuvieron ambos y el plan que organizaron para salvarle.
Él iba y venía tranquilamente, y le sorprendió la traición de su querido hijo el heredero. Los dioses le salvaron de un gran mal, pero el alto precio fue el alma de su hijo, mancillada con el peor de los pecados que un hombre pueda cometer... Se había salvado, pero no podía felicitarse, pues el heredero estaba muerto. La vida le mostraba su peor rostro en sus últimos días...
XXXV
El faraón y sus compañeros regresaron a palacio. Lucía un sol espléndido, pero el gran monarca se sentía agotado, se retiró inmediatamente a sus aposentos y se tumbó en la cama. La triste e inquietante noticia se difundió por todo el palacio; la reina Miritatis ardía de dolor, de forma que ni toda el agua del Nilo hubiera bastado para apagar su fuego. La mujer corrió a su lado, intentando consolarlo y tranquilizarlo con su presencia. Él estaba durmiendo, o lo parecía, ella le tocó la frente con los dedos; estaba ardiendo de fiebre. Murmuró en voz baja:
-¡Mi señor!
Al oír su voz, abrió los ojos y se sentó en la cama con una extraña energía. La miró con los ojos echando chispas y le dijo, en un tono enajenado que nunca antes había oído:
-Reina, ¿lloráis por el pecador asesino?
Ella le respondió con lágrimas en los ojos:
-Lloro mi desgraciada suerte, ¡mi señor!
Él exclamó enloquecido:
-¡Me disteis un hijo asesino, mujer!
-¡Mi señor!
-La sabiduría divina ha querido que muriera, pues un criminal no debe ocupar el trono.
-¡Tened misericordia, mi señor! ¡Tened misericordia de mi pobre corazón y del vuestro! ¡No me habléis en ese tono! Necesito compasión. No olvidéis que era nuestro hijo, y también él merece ser llorado.
El rey sacudió los hombros con violencia:
-¡Veo que tenéis piedad de él!
-Debemos llorarle, mi señor. Se ha condenado en este mundo y en el otro.
El rey se llevó las manos a la cabeza y dijo, aturdido:
-Dioses, ¿qué es esta locura que ronda por mi cabeza? ¿Cómo puedo continuar llevando la corona de los dos Egiptos con todas las canas que el tiempo me ha legado? Reina, el faraón quiere empezar una nueva vida. Vuestro dolor es inútil. Que vengan mis hijos y mis hijas... que vengan todos mis amigos. Llamad a Jomini, Mirabó, Arbó y Djedef...
Todos acudieron rápidamente y en silencio a su llamada, como esperando un fatal desenlace. Entraron en el real aposento, y la cama no tardó en verse rodeada por dos filas formadas por la familia real y por sus compañeros. El rey todavía estaba muy excitado, con la mirada perdida, y cuando vio a su médico Kan le gritó con violencia:
-¿Por qué has venido, médico, sin que te llamara? Has estado a mi lado durante cuarenta largos años y no me he quejado ni una sola vez. ¡ Quien ha prescindido de médicos durante toda su vida más vale que prescinda de ellos también en su última hora!
Todos temblaron ante la mención de la muerte y ante la excitación y el nerviosismo del rey. El médico Kan sonrió con delicadeza y dijo:
-Mi señor necesita un jarabe...
El rey le interrumpió gritando:
-¡Deja a tu señor en paz y desaparece de mi vista!
El médico se entristeció y dijo en voz baja:
-Hay ocasiones en las que un médico no debe obedecer las órdenes de su señor.
El rey, todavía más enojado, gritó a los presentes:
-¿No oís lo que dice este hombre? ¿Nadie mueve un dedo? ¿Acaso sois todos unos traidores? ¿Acaso el faraón no le importa ni a sus hijos ni a sus amigos? Ministro Jomini, ¿cuál es el castigo para quien desobedece al faraón?
Jomini, visiblemente fatigado, se acercó al médico y le susurró algo al oído. El hombre hizo una reverencia ante el faraón, retrocedió hasta la puerta y abandonó la habitación. Jomini se acercó al lecho de su señor y dijo:
-Calmaos, mi señor, pues ese hombre no desea más que vuestro bien. ¿Mi señor quiere que le traiga un vaso de agua?
El ministro salió de la habitación antes de que le dieran permiso y el médico Kan le dio un vaso en el que había disuelto un calmante. El ministro se lo llevó a su señor y éste se lo bebió de un sorbo hasta el final. Sus efectos se hicieron sentir rápidamente, el rey se calmó y recuperó su mirada habitual. De todas maneras, estaba pálido y extenuado y, suspirando, dijo:
-La mayor desgracia del hombre es la vejez y la enfermedad, que se ríen del hombre más poderoso.
Mirando a los presentes, prosiguió:
-Señores... he sido un gobernante poderoso. Decidía la vida y la muerte, dictaba las leyes y obligaba a cumplirlas y no olvidé ni por un momento de inspirarme en el bien y en el provecho general. Deseando que mi muerte fuera de algún provecho a mis siervos, escribí una larga epístola sobre medicina y sabiduría que será útil mientras las enfermedades sigan sin tener piedad del hombre y mientras el hombre siga sin tener piedad de sí mismo... He envejecido, como veis, y los dioses han querido castigarme debido a algo que quise ignorar. Eligieron como instrumento a mi hijo, liberaron un maligno ejército en su corazón y se convirtió en mi enemigo. Me acechó en la oscuridad para matarme, pero estaba escrito que debía salvarme y mi desgraciado hijo pagó con su vida las pocas horas que quedan de la mía.
Todos dijeron en tono de súplica:
-¡Que los dioses den larga vida al rey!
El rey alzó la mano y todos se callaron:
-Señores, se acerca mi última hora, y os he llamado para que escuchéis mis últimas palabras. ¿Estáis preparados?
A Jomini se le escapó una lágrima, y replicó:
-Mi señor, no habléis de la muerte... Superaremos estas tristezas, y viviréis muchos años, por Egipto y por nosotros.
El faraón sonrió y dijo:
-Amigo Jomini, no estés triste. Aunque la muerte me obligue a dejar el trono de Egipto a cambio de la vida eterna, Keops no teme a la muerte ni se entristece... Pero estate tranquilo por lo que respecta a mi gran legado.
Luego se volvió hacia sus hijos y los miró de uno en uno, como si intentara leer sus pensamientos en sus rostros.
-Veo que intentáis ocultar vuestra angustia. Os miráis el uno al otro con sospechas y rencores. ¡Cómo no iba a ser así, cuando ha muerto el heredero y el rey está agonizando! Todos deseáis el trono, y yo no niego que todos sois nobles y capaces, pero quiero quedarme tranquilo en cuanto a mi herencia y en cuanto a vuestra concordia...
El príncipe Rabaef, el mayor, dijo:
-Señor padre, sean cuales sean nuestras ambiciones, éstas están por detrás de la obediencia que os debemos. Vuestra voluntad es ley sagrada para nosotros sin necesidad de ningún juramento.
El rey sonrió tristemente y se quedó absorto, con la mirada perdida:
-Dices bien, Rabaef. La verdad es que en esta hora terrible hallo en mi mismo una fuerza inesperada para estar por encima de los sentimientos humanos. Siento que mi paternidad sobre todos mis súbditos es más importante que la que tengo por mis hijos. Debo decir la verdad y es lo que voy a hacer.
Miró de nuevo a sus hijos y prosiguió:
-Veo que mis palabras no os sorprenden. No renuncio a mi paternidad, pero hay alguien que merece más que vosotros el trono. Se trata de un joven cuya misión le ha llevado prematuramente a ser general. Su valor le ha conducido a obtener una gran victoria para la patria y a salvar la vida del rey, amenazada por los traidores. No me digáis que no puede heredar el trono alguien por cuyas venas no corre sangre faraónica, pues es el marido de la princesa Meresanj, de sangre real. Djedef parecía sorprendido e intercambiaba miradas de estupefacción con la princesa Meresanj. Los príncipes y hombres de Estado se quedaron sin habla debido a la sorpresa. Todos dirigieron sus miradas hacia Djedef.
El príncipe Rabaef fue el primero en romper el silencio:
-Mi señor, salvar la vida del rey es un deber de todos, y nadie dudaría en hacerlo. ¿Cómo puede ser recompensado con el trono?
El rey le interrumpió:
-Veo que estás ya encendiendo chispas de desobediencia, después de haber entonado hace un momento cánticos de obediencia. Hijos míos, vosotros sois príncipes y señores del reino, tendréis gloria, poder y riqueza, pero el trono será para Djedef. Éste es el testamento del faraón para sus hijos y os exijo que lo acatéis; que lo escuche el ministro para hacerlo respetar con su poder y sus leyes, que lo escuche el general para hacerlo respetar con la fuerza del ejército. Este es el último testamento de Keops, pronunciado ante sus más queridos, ante quienes le han ayudado con buenas obras y ante quienes le han brindado su amor y su lealtad.
Se hizo un silencio reverencial que nadie osaba romper. Todos pensaban en sus cosas hasta que entró corriendo el jefe de los chambelanes, se postró ante el rey y dijo:
-Alteza, el inspector general de la pirámide, Bisharo, os ruega que le permitáis entrar ante vuestra presencia.
-Dejadle entrar, pues desde ahora es miembro de mi familia.
Bisharo, bajito y rechoncho, entró y se postró ante el faraón. Éste le mandó ponerse en pie y le dio permiso para hablar. El hombre dijo en voz baja:
-Mi señor, intenté veros anoche por una cuestión muy importante, pero cuando llegué ya habíais salido hacia la pirámide, y he debido esperar con angustia hasta esta mañana.
-Qué sucede, padre del valiente Djedef?
El hombre dijo en voz más baja todavía, mirando hacia el suelo:
-Mi señor, ni yo soy el padre de Djedef ni él es mi hijo.
El rey, sorprendido ante esta afirmación, dijo sarcásticamente:
-Ayer era un hijo quien rechazaba a su padre, hoy es el padre quien niega a su hijo.
Bisharo dijo con dolor:
-Mi señor, los dioses saben que amo a este joven como un padre, y no diría lo que he dicho si no fuera porque mi lealtad al trono es más fuerte que mis propios sentimientos.
Todos los presentes mostraron su interés, y en particular los príncipes, que querían mal al joven para salvarse de la decisión del rey. Todos miraban alternativamente al inspector general Bisharo y a Djedef, quien estaba pálido y con la mirada inerte.
El rey preguntó al inspector de la pirámide:
-¿A qué te refieres, inspector?
Bisharo respondió mirando al suelo:
-Mi señor, Djedef es hijo del anterior sacerdote de Ra, Man-ra.
El faraón le miró extrañado y con expresión soñadora. Los que escuchaban estaban todavía más interesados, y en particular Jomini, Mirabó y Arbó mostraban su preocupación en su mirada. El faraón buscaba entre los fantasmas del pasado y musitaba aturdido, hablando consigo mismo:
-Ra... ¡Man-ra...!
El ingeniero Mirabó era quien mejor recordaba aquel terrible día que tanto le había impresionado y dijo extrañado:
-¿El hijo de Man-ra? Eso no puede ser cierto, pues el hijo de Man-ra murió al mismo tiempo que su padre.
Entonces el faraón recuperó la memoria. Su débil corazón temblaba, y dijo:
-Sí, el hijo de Man-ra murió degollado en su misma cuna, ¿qué estás diciendo, hombre?
-Mi señor, no sé nada de ese niño degollado. Lo que sé es una historia antigua... de la que me enteré por casualidad o debido a algún oscuro designio de los dioses, y fue un duro golpe para mi, que amo a este joven como no podéis imaginaros. Pero mi lealtad al trono me fuerza a contárosla.
Bisharo le contó su historia al faraón, con los ojos inundados de lágrimas; su historia con Zaya y su bebé desde el momento en que la encontró hasta que escuchó a hurtadillas la extraña narración de Radde Didit. Cuando terminó de hablar, el pobre hombre inclinó la cabeza y permaneció en silencio.
Todos estaban atónitos. Los ojos de los príncipes relucían con una secreta esperanza. En cuanto a la princesa Meresanj, su corazón se debatía entre la esperanza, el dolor y el miedo. Su mirada estaba fija en el rostro de su padre... o en su boca, como si quisiera impedirle el pronunciar una palabra que pudiera dar al traste con su felicidad y con sus esperanzas.
El rey, pálido, se volvió hacia Djedef y le preguntó:
-General, ¿es cierto lo que dice este hombre?
Djedef respondió con su habitual valentía:
-¡Mi señor! Lo que ha contado el señor Bisharo es una verdad indudable.
El faraón miró hacia Jomini, Arbó y Mirabó como pidiéndoles ayuda, y luego dijo:
-¡Esto es sorprendente!
El príncipe Rabaef lanzó una mirada inflamada a Djedef diciendo:
-¡Al fin resplandece la verdad!
Sin embargo, el faraón no hizo caso de las palabras de su hijo, y prosiguió con voz débil y soñadora:
-Hace más de veinte años declaré la guerra al destino y amenacé la voluntad de los dioses. Organicé un pequeño ejército y lo encabecé yo mismo para combatir a un bebé. Nunca tuve la menor duda de que todo salía de acuerdo con mi voluntad. Pensaba que mis deseos eran la única verdad y que podía hacer prevalecer mi palabra. La realidad se ríe hoy de mi confianza, los dioses se ríen de mi orgullo y hoy habéis visto cómo he recompensado al hijo de Man-ra por haber matado a mi heredero eligiéndolo como mi sucesor al trono de Egipto. ¡Todo esto es sorprendente!
El faraón bajó la cabeza hasta que el mentón le llegó al pecho y se sumió en una profunda meditación. Todos sabían que el rey estaba a punto de proclamar su juicio irrevocable y por ello reinaba un gran silencio. Los príncipes aguardaban con angustia, debatiéndose entre el temor y la esperanza. La princesa Meresanj miraba a su padre, implorándole con los ojos de un ángel bueno. Todos miraban ora al rey ora al valiente joven que esperaba en pie ante él, entregándose al destino. Al príncipe Rabaef se le terminó la paciencia, y dijo angustiado:
-¡Mi señor, con una sola palabra podéis hacer cumplir vuestra voluntad!
El faraón levantó la cabeza como si despertara de un largo sueño, y miró largamente a su hijo y luego a todos los presentes. Finalmente dijo:
-Señores, la naturaleza del faraón es buena, como la tierra de su reino en el que florece la ciencia. De no haber sido por la ignorancia y la ceguedad de la juventud, no habría matado a un alma buena e inmaculada.
De nuevo se hizo el silencio. Algunos estaban amargamente decepcionados; habían recibido una puñalada envenenada. La hermosa princesa Meresanj suspiró desde lo más profundo de su corazón y su suspiro llegó hasta los oídos del rey, quien la miró con cariño y ternura. Le hizo un signo, ella corrió hacia él como una paloma que aprende a volar y se abalanzó a tomar su mano.
El rey miró a su ministro Jomini y dijo:
-Tráeme unas hojas de papiro para que selle mi legado con el mejor consejo que he aprendido en mi vida. Corre, pues no me queda mucho tiempo de vida...
El ministro trajo unos rollos de papiro y el faraón los puso sobre su regazo, cogió la pluma y escribió su último consejo. Meresanj permaneció arrodillada al lado de la cama y a su lado estaba la triste reina. Todos contenían la respiración, no se oía más que el ruido de la pluma.
El faraón terminó y dejó caer la pluma, extenuado. Apoyando la cabeza en la almohada, dijo:
-Aquí termina el mensaje de Keops a su amado pueblo.
El faraón suspiraba profunda y pesadamente, pero antes de entregarse miró a Djedef y le hizo un gesto. El joven se acercó al lecho real y se quedó inmóvil como una estatua. El faraón tomó su mano y la puso sobre la de la princesa Meresanj. Entonces él puso la suya sobre las de ambos y, mirando a la gente, dijo:
-Príncipes, ministros y amigos, saludad todos a mi nuevo rey.
Todos, sin dudarlo, dirigieron sus miradas hacia Meresanj y Djedef e hicieron una reverencia.
El faraón miró hacia el techo y se quedó absorto, inmóvil. La reina, preocupada, se acercó a él y vio su cara cubierta por una luz divina, como si estuviera viendo con los ojos de la mente el rostro espléndido de Osiris que le mirara desde lo alto.
miércoles, 27 de mayo de 2009
LA MALDICION DE RA ---- KEOPS Y LA GRAN PIRAMIDE
Publicado por Unknown el 5/27/2009 10:17:00 a. m.
Etiquetas: abath al-aqdar, gran piramide, keops, maldicion, ra
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1 comentario:
Hola...muy bueno el blog...
les dejo saludos sangrientos..
elaanticrist.blogspot.com
recien comence con este blog..
pienso abarcar el punto de vista de la sociedad desde nuestra mente oscura...y obvio temas de ocultimo
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