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miércoles, 2 de abril de 2008

AIRE FRÍO -- H. P. LOVECRAFT

AIRE FRÍO
H. P. Lovecraft

Me pides que explique por qué siento miedo de la corriente de aire frío; por qué
tiemblo más que otros cuando entro en un cuarto frío, y parezco asqueado y
repelido cuando el escalofrío del atardecer avanza a través de un suave día otoñal.
Están aquellos que dicen que reacciono al frío como otros lo hacen al mal olor, y
soy el último en negar esta impresión. Lo que haré está relacionado con el más
horrible hecho con que nunca me encontré, y dejo a tu juicio si ésta es o no una
explicación congruente de mi peculiaridad.
Es un error imaginar que ese horror está inseparablemente asociado a la oscuridad,
el silencio, y la soledad. Me encontré en el resplandor de media tarde, en el
estrépito de la metrópolis, y en medio de un destartalado y vulgar albergue con una
patrona prosaica y dos hombres fornidos a mi lado. En la primavera de 1923 había
adquirido un almacén de trabajo lúgubre e desaprovechado en la ciudad de Nueva
York; y siendo incapaz de pagar un alquiler nada considerable, comencé a caminar
a la deriva desde una pensión barata a otra en busca de una habitación que me
permitiera combinar las cualidades de una higiene decente, mobiliario tolerable, y
un muy razonable precio. Pronto entendí que sólo tenía una elección entre varias,
pero después de un tiempo encontré una casa en la Calle Decimocuarta Oeste que
me asqueaba mucho menos que las demás que había probado.
El sitio era una histórica mansión de piedra arenisca, aparentemente fechada a
finales de los cuarenta, y acondicionada con carpintería y mármol que manchaba y
mancillaba el esplendor descendiendo de altos niveles de opulento buen gusto. En
las habitaciones, grandes y altas, y decoradas con un papel imposible y
ridículamente adornadas con cornisas de escayola, se consumía un deprimente
moho y un asomo de oscuro arte culinario; pero los suelos estaban limpios, la
lencería tolerablemente bien, y el agua caliente no demasiado frecuentemente fría o
desconectada, así que llegué a considerarlo, al menos, un sitio soportable para
hibernar hasta que uno pudiera realmente vivir de nuevo. La casera, una desaliñada,
casi barbuda mujer española llamada Herrero, no me molestaba con chismes o con
críticas de la última lámpara eléctrica achicharrada en mi habitación del tercer piso
frente al vestíbulo; y mis compañeros inquilinos eran tan silenciosos y poco
comunicativos como uno pudiera desear, siendo mayoritariamente hispanos de
grado tosco y crudo. Solamente el estrépito de los coches en la calle de debajo
resultaban una seria molestia.
Llevaba allí cerca de tres semanas cuando ocurrió el primer incidente extraño. Un
anochecer, sobre las ocho, oí una salpicadura sobre el suelo y me alertó de que
había estado sintiendo el olor acre del amoniaco durante algún tiempo. Mirando
alrededor, vi que el techo estaba húmedo y goteante; aparentemente la mojadura
procedía de una esquina sobre el lado de la calle. Ansioso por detener el asunto en
su origen, corrí al sótano a decírselo a la casera; y me aseguró que el problema sería
rápidamente solucionado.
El Doctor Muñoz, lloriqueó mientras se apresuraba escaleras arriba delante de mí,
tiene arriba sus productos químicos. Está demasiado enfermo para medicarse -
cada vez está más enfermo - pero no quiere ayuda de nadie. Es muy extraña su
enfermedad - todo el día toma baños apestosos, y no puede reanimarse o entrar en
calor. Se hace sus propias faenas - su pequeña habitación está llena de botellas y
máquinas, y no ejerce como médico. Pero una vez fue bueno - mi padre en
Barcelona oyó hablar de él - y tan sólo le curó el brazo al fontanero que se hizo
daño hace poco. Nunca sale, solamente al tejado, y mi hijo Esteban le trae comida
y ropa limpia, y medicinas y productos químicos. ¡Dios mío, el amoniaco que usa
para mantenerse frío!
La Sra. Herrero desapareció escaleras arriba hacia el cuarto piso, y volví a mi
habitación. El amoniaco cesó de gotear, y mientras limpiaba lo que se había
manchado y abría la ventana para airear, oí los pesados pasos de la casera sobre mí.
Nunca había oído al Dr. Muñoz, excepto por ciertos sonidos como de un
mecanismo a gasolina; puesto que sus pasos eran silenciosos y suaves. Me pregunté
por un momento cuál podría ser la extraña aflicción de este hombre, y si su
obstinado rechazo a una ayuda externa no era el resultado de una excentricidad más
bien infundada. Hay, reflexioné trivialmente, un infinito patetismo en la situación
de una persona eminente venida a menos en este mundo.
Nunca hubiera conocido al Dr. Muñoz de no haber sido por el infarto que
súbitamente me dio una mañana que estaba sentado en mi habitación escribiendo.
Lo médicos me habían avisado del peligro de esos ataques, y sabía que no había
tiempo que perder; así, recordando que la casera me había dicho sobre la ayuda del
operario lesionado, me arrastré escaleras arriba y llamé débilmente a la puerta
encima de la mía. Mi golpe fue contestado en un inglés correcto por una voz
inquisitiva a cierta distancia, preguntando mi nombre y profesión; y cuando dichas
cosas fueron contestadas, vino y abrió la puerta contigua a la que yo había llamado.
Una ráfaga de aire frío me saludó; y sin embargo el día era uno de los más calurosos
del presente Junio, temblé mientras atravesaba el umbral entrando en un gran
aposento el cual me sorprendió por la decoración de buen gusto en este nido de
mugre y de aspecto raído. Un sofá cama ahora cumpliendo su función diurna de
sofá, y los muebles de caoba, fastuosas colgaduras, antiguos cuadros, y librerías
repletas revelaban el estudio de un gentilhombre más que un dormitorio de pensión.
Ahora vi que el vestíbulo de la habitación sobre la mía - la "pequeña habitación" de
botellas y máquinas que la Sra. Herrero había mencionado - era simplemente el
laboratorio del doctor; y de esta manera, su dormitorio permanecía en la espaciosa
habitación contigua, cuya cómoda alcoba y gran baño adyacente le permitían
camuflar el tocador y los evidentemente útiles aparatos. El Dr. Muñoz, sin duda
alguna, era un hombre de edad, cultura y distinción.
La figura frente a mí era pequeña pero exquisitamente proporcionada, y vestía un
atavío formal de corte y hechura perfecto. Una cara larga avezada, aunque sin
expresión altiva, estaba adornada por una pequeña barba gris, y unos anticuados
espejuelos protegían su ojos oscuros y penetrantes, una nariz aquilina que daba un
toque árabe a una fisonomía por otra parte Celta. Un abundante y bien cortado
cabello, que anunciaba puntuales visitas al peluquero, estaba airosamente dividido
encima de la alta frente; y el retrato completo denotaba un golpe de inteligencia y
linaje y crianza superior.
A pesar de todo, tan pronto como vi al Dr. Muñoz en esa ráfaga de aire frío, sentí
una repugnancia que no se podía justificar con su aspecto. Únicamente su pálido
semblante y frialdad de trato podían haber ofrecido una base física para este
sentimiento, incluso estas cosas habrían sido excusables considerando la conocida
invalidez del hombre. Podría, también, haber sido el frío singular que me alienaba;
de tal modo el frío era anormal en un día tan caluroso, y lo anormal siempre
despierta la aversión, desconfianza y miedo.
Pero la repugnancia pronto se convirtió en admiración, a causa de la insólita
habilidad del médico que de inmediato se manifiestó, a pesar del frío y el estado
tembloroso de sus manos pálidas. Entendió claramente mis necesidades de una
mirada, y las atendió con destreza magistral; al mismo tiempo que me reconfortaba
con una voz de fina modulación, si bien curiosamente cavernosa y hueca que era el
más amargo enemigo del alma, y había hundido su fortuna y perdido todos sus
amigos en una vida consagrada a extravagantes experimentos para su desconcierto y
extirpación. Algo de fanático benevolente parecía residir en él, y divagaba apenas
mientras sondeaba mi pecho y mezclaba un trago de drogas adecuadas que traía del
pequeño laboratorio. Evidentemente me encontraba en compañía de un hombre de
buena cuna, una novedad excepcional en este ambiente sórdido, y se animaba en un
inusual discurso como si recuerdos de días mejores surgieran de él.
Su voz, siendo extraña, era, al menos, apaciguadora; y no podía entender como
respiraba a través de las enrolladas frases locuaces. Buscaba distraer mis
pensamientos de mi ataque hablando de sus teorías y experimentos; y recuerdo su
consuelo cuidadoso sobre mi corazón débil insistiendo en que la voluntad y la
sabiduría hacen fuerte a un órgano para vivir, podía a través de una mejora
científica de esas cualidades, una clase de brío nervioso a pesar de los daños más
graves, defectos, incluso la falta de energía en órganos específicos. Podía algún día,
dijo medio en broma, enseñarme a vivir - o al menos a poseer algún tipo de
existencia consciente - ¡sin tener corazón en absoluto!. Por su parte, estaba afligido
con unas enfermedades complicadas que requerían una muy acertada conducta que
incluía un frío constante. Cualquier subida de la temperatura señalada podría, si se
prolongaba, afectarle fatalmente; y la frialdad de su habitación - alrededor de 55 ó
56 grados Fahrenheit - era mantenida por un sistema de absorción de amoníaco frío,
y el motor de gasolina de esa bomba, que yo había oído a menudo en mi habitación.
Aliviado de mi ataque en un tiempo asombrosamente corto, abandoné el frío lugar
como discípulo y devoto del superdotado recluso. Después de eso le pagaba con
frecuentes visitas; escuchando mientras me contaba investigaciones secretas y los
más o menos terribles resultados, y temblaba un poco cuando examinaba los
singulares y curiosamente antiguos volúmenes de sus estantes. Finalmente fui,
puedo añadir, curado del todo de mi afección por sus hábiles servicios. Parecía no
desdeñar los conjuros de los medievalistas, dado que creía que esas fórmulas
enigmáticas contenían raros estímulos psicológicos que, concebiblemente, podían
tener efectos sobre la esencia de un sistema nervioso del cuál partían los pulsos
orgánicos. Había conocido por su influencia al ancia no Dr. Torres de Valencia,
quién había compartido sus primeros experimentos y le había orientado a través de
las grandes afecciones de dieciocho años atrás, de dónde procedían sus desarreglos
presentes. No hacía mucho el venerable practicante había salvado a su colega de
sucumbir al hosco enemigo contra el que había luchado. Quizás la tensión había
sido demasiado grande; el Dr. Muñoz lo hacía susurrando claro, aunque no con
detalle - que los métodos de curación habían sido de lo más extraordinarios, aunque
envolvía escenas y procesos no bienvenidos por los galenos ancianos y
conservadores.
Según pasaban las semanas, observé con pena que mi nuevo amigo iba, lenta pero
inequívocamente, perdiendo el control, como la Sra. Herrero había insinuado. El
aspecto lívido de su semblante era intenso, su voz a menudo era hueca y poco clara,
su movimiento muscular tenía menos coordinación, y su mente y determinación
menos elástica y ambiciosa. A pesar de este triste cambio no parecía ignorante, y
poco a poco su expresión y conversación emplearon una ironía atroz que me
restituyó algo de la sutil repulsión que originalmente había sentido.
Desarrolló extraños caprichos, adquiriendo una afición por las especias exóticas y el
incienso Egipcio hasta que su habitación olía como la cámara de un faraón
sepultado en el Valle de los Reyes. Al mismo tiempo incrementó su demanda de
aire frío, y con mi ayuda amplió la conducción de amoníaco de su habitación y
modificó la bomba y la alimentación de su máquina refrigerante hasta poder
mantener la temperatura por debajo de 34 ó 40 grados, y finalmente incluso en 28
grados; el baño y el laboratorio, por supuesto, eran los menos fríos, a fin de que el
agua no se congelase, y ese proceso químico no lo podría impedir. El vecino de al
lado se quejaba del aire gélido de la puerta contigua, así que le ayudé a
acondicionar unas pesadas cortinas para obviar el problema. Una especie de
creciente temor, de forma estrafalaria y mórbida, parecía poseerle. Hablaba
incesantemente de la muerte, pero reía huecamente cuando cosas tales como
entierro o funeral eran sugeridas gentilmente.
Con todo, llegaba a ser un compañero desconcertante e incluso atroz; a pesar de
eso, en mi agradecimiento por su curación no podía abandonarle a los extraños que
le rodeaban, y me aseguraba de quitar el polvo a su habitación y atender sus
necesidades diarias, embutido en un abrigo amplio que me compré especialmente
para tal fin. Asimismo hice muchas de sus compras, y me quedé boquiabierto de
confusión ante algunos de los productos químicos que pidió de farmacéuticos y
casas suministradoras de laboratorios.
Una creciente e inexplicable atmósfera de pánico parecía elevarse alrededor de su
apartamento. La casa entera, como había dicho, tenía un olor rancio; pero el aroma
en su habitación era peor - a pesar de las especias y el incienso, y los acres
productos químicos de los baños, ahora incesantes, que él insistía en tomar sin
ayuda. Percibí que debía estar relacionado con su dolencia, y me estremecía cuando
reflexioné sobre que dolencia podía ser. La Sra. Herrero se apartaba cuando se
encontraba con él, y me lo dejaba sin reservas a mí; incluso no autorizaba a su hijo
Esteban a continuar haciendo los recados para él. Cuándo sugería otros médicos, el
paciente se encolerizaba de tal manera que parecía no atreverse a alcanzar.
Evidentemente temía los efectos físicos de una emoción violenta, aún cuando su
determinación y fuerza motriz aumentaban más que decrecía, y rehusaba ser
confinado en su cama. La dejadez de los primeros días de su enfermedad dio paso a
un brioso retorno a su objetivo, así que parecía arrojar un reto al demonio de la
muerte como si le agarrase un antiguo enemigo. El hábito del almuerzo,
curiosamente siempre de etiqueta, lo abandonó virtualmente; y sólo un poder
mental parecía preservarlo de un derrumbamiento total.
Adquirió el hábito de escribir largos documentos de determinada naturaleza, los
cuáles sellaba y rellenaba cuidadosamente con requerimientos que, después de su
muerte, transmitió a ciertas personas que nombró - en su mayor parte de las Indias
Orientales, incluyendo a un celebrado médico francés que en estos momentos
supongo muerto, y sobre el cuál se había murmurado las cosas más inconcebibles.
Por casualidad, quemé todos esos escritos sin entregar y cerrados. Su aspecto y voz
llegaron a ser absolutamente aterradores, y su presencia apenas soportable. Un día
de septiembre con un solo vistazo, indujo un ataque epiléptico a un hombre que
había venido a reparar su lámpara eléctrica del escritorio; un ataque para el cuál
recetó eficazmente mientras se mantenía oculto a la vista. Ese hombre, por extraño
que parezca, había pasado por los horrores de la Gran Guerra sin haber sufrido
ningún temor.
Después, a mediados de octubre, el horror de los horrores llegó con pasmosa
brusquedad. Una noche sobre las once la bomba de la máquina refrigeradora se
rompió, de esta forma durante tres horas fue imposible la aplicación refrigerante de
amoníaco. El Dr. Muñoz me avisó aporreando el suelo, y trabajé desesperadamente
para reparar el daño mientras mi patrón maldecía en tono inánime, rechinando
cavernosamente más allá de cualquier descripción. Mis esfuerzos aficionados, no
obstante, confirmaron el daño; y cuando hube traído un mecánico de un garaje
nocturno cercano, nos enteramos de que nada se podría hacer hasta la mañana
siguiente, cuando se obtuviese un nuevo pistón. El moribundo ermitaño estaba
furioso y alarmado, hinchado hasta proporciones grotescas, parecía que se iba a
hacer pedazos lo que quedaba de su endeble constitución, y de vez en cuando un
espasmo le causaba chasquidos de las manos a los ojos y corría al baño. Buscaba a
tientas el camino con la cara vendada ajustadamente, y nunca vi sus ojos de nuevo.
La frialdad del aposento era ahora sensiblemente menor, y sobre las 5 de la mañana
el doctor se retiró al baño, ordenándome mantenerle surtido de todo el hielo que
pudiese obtener de las tiendas nocturnas y cafeterías. Cuando volvía de mis viajes, a
veces desalentadores, y situaba mi botín ante la puerta cerrada del baño, dentro
podía oír un chapoteo inquieto, y una espesa voz croaba la orden de "¡Más, más!".
Lentamente rompió un caluroso día, y las tiendas abrieron una a una. Pedí a Esteban
que me ayudase a traer el hielo mientras yo conseguía el pistón de la bomba, o
conseguía el pistón mientras yo continuaba con el hielo; pero aleccionado por su
madre, se negó totalmente.
Finalmente, contraté a un desaseado vagabundo que encontré en la esquina de la
Octava Avenida para cuidar al enfermo abasteciéndolo de hielo de una pequeña
tienda donde le presenté, y me empleé diligentemente en la tarea de encontrar un
pistón de bomba y contratar a un operario competente para instalarlo. La tarea
parecía interminable, y me enfurecía tanto o más violentamente que el ermitaño
cuando vi pasar las horas en un suspiro, dando vueltas a vanas llamadas telefónicas,
y en búsquedas frenéticas de sitio en sitio, aquí y allá en metro y en coche. Sobre el
mediodía encontré una casa de suministros adecuada en el centro, y a la 1:30,
aproximadamente, llegué a mi albergue con la parafernalia necesaria y dos
mecánicos robustos e inteligentes. Había hecho todo lo que había podido, y
esperaba llegar a tiempo.
Un terror negro, sin embargo, me había precedido. La casa estaba en una agitación
completa, y por encima de una cháchara de voces aterrorizadas oí a un hombre rezar
en tono intenso. Había algo diabólico en el aire, y los inquilinos juraban sobre las
cuentas de sus rosarios como percibieron el olor de debajo de la puerta cerrada del
doctor. El vago que había contratado, parece, había escapado chillando y
enloquecido no mucho después de su segunda entrega de hielo; quizás como
resultado de una excesiva curiosidad. No podía, naturalmente, haber cerrado la
puerta tras de sí; a pesar de eso, ahora estaba cerrada, probablemente desde dentro.
No había ruido dentro a excepción de algún tipo de innombrable, lento y abundante
goteo.
En pocas palabras me asesoré con la Sra. Herrero y el trabajador a pesar de que un
temor corroía mi alma, aconsejé romper la puerta; pero la casera encontró una
forma de dar la vuelta a la llave desde fuera con algún trozo de alambre.
Previamente habíamos abierto las puertas de todas las habitaciones de ese pasillo, y
abrimos todas las ventanas al máximo. Ahora, con las narices protegidas por
pañuelos, invadimos temerosamente la odiada habitación del sur que resplandecía
con el caluroso sol de primera hora de la tarde.
Una especie de oscuro, rastro baboso se dirigía desde la abierta puerta del baño a la
puerta del pasillo, y de allí al escritorio, donde se había acumulado un terrorífico
charquito. Algo había garabateado allí a lápiz con mano terrible y cegata, sobre un
trozo de papel embadurnado como si fuera con garras que hubieran trazado las
últimas palabras apresuradas. Luego el rastro se dirigía al sofá y desaparecía.
Lo que estaba, o había estado, sobre el sofá era algo que no me atrevo decir. Pero lo
que temblorosamente me desconcertó estaba sobre el papel pegajoso y manchado
antes de sacar una cerilla y reducirlo a cenizas; lo que me produjo tanto terror, a mí,
a la patrona y a los dos mecánicos que huyeron frenéticamente de ese lugar infernal
a la comisaría de policía más cercana. Las palabras nauseabundas parecían casi
increíbles en ese soleado día, con el traqueteo de coches y camiones ascendiendo
clamorosamente por la abarrotada Calle Decimocuarta, no obstante confieso que en
ese momento las creía. Tanto las creo que, honestamente, ahora no lo sé. Hay cosas
acerca de las cuáles es mejor no especular, y todo lo que puedo decir es que odio el
olor del amoníaco, y que aumenta mi desfallecimiento frente a una extraordinaria
corriente de aire frío.
El final, decía el repugnante garabato, ya está aquí. No hay más hielo - el hombre
echó un vistazo y salió corriendo. Más calor cada minuto, y los tejidos no pueden
durar. Imagino que sabes - lo que dije sobre la voluntad y los nervios y lo de
conservar el cuerpo después de que los órganos dejasen de funcionar. Era una buena
teoría, pero no podría mantenerla indefinidamente. Había un deterioro gradual que
no había previsto. El Dr. Torres lo sabía, pero la conmoción lo mató. No pudo
soportar lo que tenía que hacer - tenía que meterme en un lugar extraño y oscuro,
cuando prestase atención a mi carta y consiguió mantenerme vivo. Pero los órganos
no volvieron a funcionar de nuevo. Tenía que haberse hecho a mi manera -
conservación - pues como se puede ver, fallecí hace dieciocho años.

lunes, 31 de marzo de 2008

ENIGMATICO GRIMORIO DE SANTO TOMAS DE AQUINO

EL ENIGMATICO GRIMORIO DE SANTO TOMAS
DE AQUINO
TRATADO DE TOMÁS DE AQUINO EN EL ARTE DE ALQUIMIA DADO
A SU COMPAÑERO FRAY REGINALDO

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I
Vencido de tus continuos ruegos, hermano queridísimo, te propongo describir en
ocho capítulos, de las partes que contiene, un breve tratado de nuestro arte, con ciertas
reglas, leves operaciones eficaces y tinturas muy verdaderas contenidas en él, y quiérote
rogar tres cosas: Lo primero, que no cuides mucho de las palabras de los modernos
filósofos y de los antiguos que hablan en esta ciencia, porque el arte de la alquimia
tiene su asiento y fundamento en la capacidad del entendimiento y en la demostración
de la experiencia.
Los filósofos, pues, queriendo encubrir la verdad de la ciencia, hablaron casi todas
las cosas en lenguaje figurado. Lo segundo: que no quieras apreciar multitud de
cosas, ni las composiciones de diversas especies, porque la naturaleza nunca produce
sino su semejante: porque así como del caballo y la pollina se engendra el mulo con
producción imperfecta, es como algunos imitadores de la ciencia producen de muchas
cosas cierta multiplicidad. Lo tercero, que no seas hablador, ni bachiller, más antes
bien, pon guarda en tu boca, y así como hijo de los sabios, no arrojarás las piedras
preciosas a los puercos.
Teniendo paz con Dios y teniendo tu fin ordenado en tu obra, siempre la llevaras
fijada en tu mente. Cree por cierto, que si tuvieras delante de los ojos las dichas reglas,
que me dio Alberto Magno, no tendrías necesidad de buscar el favor de los Reyes y de
los Grandes, sino antes bien, los reyes y los señores te darían toda honra.
Porque todo aquél que es reconocido en este arte sirviendo a los reyes y a los
Prelados, no sólo puede ayudar a los antedichos, sino tambien con buen orden a lodos
los necesitados, y lo que recibió de la gracia, jamás debe darlo a alguno con interés.
Estén pues signadas y selladas seguramente en el secreto de tu corazón las reglas
antedichas. porque en el libro y tratado que escribí antes de éste, hablé filosóficamente
para los del vulgo, mas a tí, hijo de gran secreto, escribo más claramente, confiado en
tu especial cuidado en el hablar.
II DE LA OPERACION
Porque según Avicena en una epístola al Rey Assa: Nosotros buscamos una
substancia verdadera y hacerla fija, compuesta de muchas, y que puesta sobre el fuego
lo soporte sin quemarse. Que será penetrante, generativa, que teñirá el mercurio y
otros cuerpos con una tintura verdaderisima y con el peso debido. La nobleza de esta
tintura excede al universo dichoso del mundo. Porque una cosa nuestra hace ser tres
cosas. Las tres, dos; las dos, finalmente, son una. Finalmente, así como conviene que
sea una substanciacomo dice Avicena, así también conviene tener paciencia, espera e
instrumentos.
Paciencia, porque según Pedro, la presura y el arrebatamiento vienen del Diablo.
Por eso quien no tiene paciencia aparte su mano de la operaclon. La espera tambien
es necesaria para toda acción natural, que sigue nuestro arte, ya que tiene su modo y
tiempo determinado. Los instrumentos, pues, también son necesarios, empero no muchos
como parecerá en lo siguiente, porque nuestra obra se perfecciona en una cosa,
con un vaso, en una operación según Hermes y por un camino. Esta medicina, ciertamente,
aunque es agregada de muchas cosas, con todo eso, es una sola materia que
no necesita de alguna otra hazaña, si no es del fermento blanco o rubio, por lo cual es
pura, natural, nunca puesta en alguna otra obra, y de la cual, en el régimen de la obra,
aparecerán diversos colores según los tiempos.
También conviene en los primeros días levantarse de mañana y ver si la viña floreció.
En los siguientes días se verá el corvino transmutado en la soledad del ciego, y
multiplicados colores, en todos los cuales se ha de esperar el color blanco, llegado el
cual esperemos sin error alguno a Nuestro Rey, elixir o polvo simple sin tacto, piedra
que tiene tantos nombres cuantas son las cosas en el mundo. Mas para explicarme en
breve nuestra materia o magnesia es nuestro argento único mineral, la orina de los muchachos
de doce años debidamente preparada, que viene luego de la vena y nunca fue
en ninguna obra grande que escribí para los vulgares; nuestra tierra de España, o antimonio.
Con todo eso, no notes aquí el argento vivo común, del que usan algunos multiplicadores
y sofistas, del cual si algo se hace se llama solamente multiplicación, y con
todo eso tiñe un poco respecto del Magisterio. Aunque causara largos gastos y si agradare
trabajar con él, en él hallarás la verdad, mas requiere larga digestión. Sigue pues
al Santo Alberto Magno, mi Maestro, y trabaja con argento vivo mineral y el mismo es
de nuestra obra perfectivo por la combustión, salvificativo y efecto por la fusión, porque
cuando se fija es tintura de blancura o de rubio, de una compostura abundantísima, de
un esplendor resplandeciente y no se aparta de lo mezclado, porque es amigable a los
metales y un medio de juntar las tinturas, porque se mezcla con ellos entrando en lo
profundo y penetrando naturalmente, porque se junta conellos.
III DE LA COMPOSICION DEL MERCURIO, Y DE SU PREPARACION
Aunque nuestra obra se perfecciona de nuestro solo mercurio, a pesar de eso
necesita de fermento rojo o blanco, pues se mezcla más fácilmente con el sol y con la
luna, y se hace una sola cosa con él, siendo así que estos dos cuerpos participan más
de su naturaleza, luego son más perfectos que los demás.
La razón es porque los cuerpos son de tanta mayor perfección cuanto más contienen
de Mercurio. El sol, pues, y la luna, teniendo más de él, se conmezclan para la
rubio y para lo blanco, se fijan estando en el fuego, porque el mismo mercurio solo es el
que perfecciona la obra y en él hallamos todas las cosas de que necesitamos para la
Obra, al cual no se debe juntar cosa extraña. El Sol y la Luna no son extraños a él,
porque los mismos se vuelven en su primera naturaleza al principio de la obra, esto es
el mercurio, porque de él tomaron su origen.
Algunos, pues, porfían haciendo la obra con el solo Mercurio o con la magnesia
simple, lavándola en vinagre fuerte, cociéndolo en aceite, sublimando, asando, calcinando,
destilando la quintaesencia, sacando, con los elementos y otras infinitas martirizaciones,
atormentando al mismo Mercurio, y creyendo con sus operaciones que de
ellas han de hallar alguna cosa grande. Finalmente muy poco logro hallan.
Mas créeme, hijo, que todo nuestro Magisterio está y consiste en sólo el régimen
del fuego con la capacidad de la industria. Porque nosotros nada obramos, mas la virtud
del fuego bien regido con poco trabajo hace nuestra piedra, y con pocos gastos.
Juzga que cuando nuestra piedra fuese una vez suelta en su primera naturaleza, es a
saber, en la primera agua, o leche de virgen, o cola del dragón, entonces la misma piedra
ella se calcina, sublima, destila, reduce, lava, congela, y por la virtud del fuego proporcionado,
a sí misma se perfecciona en un solo vaso, sin operación manual de otro.
Conoce pues hijo, cómo los Filósofos hablaron figuradamente de las operaciones
manuales, pues para que estés seguro de la purgación de nuestro Mercurio, te enseñaré
que con una verdadera operación nuestro mercurio común es preparado levísimamente.
Recibe pues, Mercurio mineral o tierra hispánica, antimonium nostrum, o tierra
negra oculosa, todas las cuales cosas son una misma, no inferiores de su género, el
cual no se haya puesto antes en obra alguna, cinco libras y veinte a lo más, y haz que
pase por un paño de lino espeso tres veces. Después haz que pase por el cuero de
liebre.
Ultimamente haz que pase por un paño de lino espeso, y ésta es la verdadera
lavadura. Y atiende: si alguna cosa queda en el cuerpo de su grosura, o algún espesor
de porquería. o hediondez. entonces ese mismo mercurio no vale para nuestra obra.
Pero si nada aparece, bueno te es. Advierte que con este mercurio, sin añadirle ninguna
cosa, pueden hacerse la una y la otra obra.
IV DEL MODO DE AMALGAMAR
Puesto que nuestra obra puede completarse a partir de sólo el Mercurio sin añadir
ningún producto extraño, se deduce que se describa muy brevemente el modo de
componer la amalgama. Pero en cambio, algunos entienden mal a los filósofos porque
creen que a partir del solo mercurio, sin ninguna hermana como semejante, se puede
terminar la obra.
Yo sin embargo, te digo con seguridad, que cuando trabajes con el mercurio, no
añadas nada extraño a él, y sepas que el oro, y la plata, no son extraños al mercurio;
más aún, participan de su naturaleza de una manera más cercana que cualquier otro
cuerpo. Por lo cual, reducidos a su primera naturaleza, se llaman hermanos semejantes
al mercurio por su composición y por su fijación simultánea. Si esto lo entiendes con
claridad, emanará leche de la virgen, y si trabajas con el mercurio no añadiéndole ninguna
cosa extraña, conseguirás lo que deseas.
V DE LA COMPOSICION DEL SOL Y DEL MERCURIO
Recibe del sol común depurado, esto es, en el fuego calentado, porque es fermento
de la rubedez, dos onzas, y quiébralas en pedazos pequeños con la tenaza,
añadelo a catorce onzas de mercurio, y haz humear al mercurio en la teja y desata mi
sol y muévelo con una vara de palo, hasta que el sol se desate bien y se mezcle; entonces
échalo todo en agua clara y en una escudilla de vidrio, o de piedra, y lava muchas
veces, limpiando y mudando por tanto tiempo, hasta que la negrura toda se aparte
del agua.
Entonces si quieres advertir, la voz de la tortolilla se oye en nuestra tierra, la cual
limpia, haz que la amalgama o composición pase por el cuero, bien ligado por arriba,
exprimiendo toda la amalgama, sin dos onzas, y quedarán en el cuero catorce, y aquellas
catorce onzas son las cosas aptas para nuestra operación. Atiende que deben ser
ni más ni menos que dos onzas de toda la materia que queden en el cuero. Si fuesen
más, disminúyela. Y estas dos onzas exprimidas, que se llaman leche de la virgen,
guárdalas para la segunda operación. Póngase pues la materia desde el cuero en el
vidrio, y los vidrios en el hornillo arriba descripto, y encendida debajo una lámpara, de
manera que esté contínuamenteardiendo de noche y de día, que nunca se apague, y la
llama derechamente dé en lo una vez encerrado, con todo eso no toque la olla, y se
extienda semejantemente a todas las partes del hornillo, bien negras.
Mas si después de un mes o dos quisieses mirar, verás flores vivas y colores
principales, como negro, blanco, citrino y rubio, entonces, sin alguna operación de tus
manos, con el régimen del fuego sólo, lo manifiesto será abscondido y lo abscondido se
hará manifiesto. Por lo cual nuestra materia a sí misma se lleva al perfecto elixir volviéndose
en polvo sutilísimo, que se llama tierra muerta, o hombre muerto en el sepulcro,
o magnesia árida, porque el espíritu en él esta ocultado en el sepulcro, y del ánima
casi se apartó. Permítela pues estar entonces, desde el principio hasta veintiséis semanas,
y entonces lo grueso está hecho grácil, lo leve ponderoso, lo áspero suave, y lo
dulce amargo, por la conversión de las naturalezas, cumplidas ocultamente por virtud
del fuego. Cuando vieres pues tus polvos enjugados: et si proban, et expensas desideras
tingent. Después enseñaré una, o dos partes, porque una parte de nuestra obra
solamente teñirá siete de mercurio bien purgado.
VI DE LA AMALGAMACION DE LO BLANCO
Del mismo modo se procede para lo blanco, esto es, luna, esto es, fermento de
la blancura; cuando mezclares con siete partes de Mercurio purgado, en el mismo procederás
como hiciste el rubio. Porque en toda obra blanca nada entra sino blanco, y en
toda obra rubia, nada sino rubio debe entrar: porque de la misma agua nuestra se hace
lo rubio y lo blanco, empero añadiendo distinto fermento, y pasado el tiempo antedicho
puede teñir blanco sobre mercurio, como para rubio hiciste.
Empero nota que el argento foliado en esta materia, es más útil que el argento
en masa, porque tiene en sí mixtura de algunas heces de mercurio y se debe amalgamar
con mercurio frío y no caliente. De otra suerte gravísimamente yerran algunos
obrando esto, disolviendo la amalgama en agua fuerte para purgarla, y si quieren mirar
la naturaleza de la composición del agua fuerte, la misma por esto se destruye más.
Algunos tambien quieren obrar con sol o luna mineral, según las reglas de este libro, y
yerran diciendo que el sol no tienen humedad y es cálido de manifiesto, y por eso muy
bueno. Antes bien, se saca la quintaesencia con el ingenio sutil del fuego en el vaso de
circulación que se llama pelícano. Mas el sol mineral y la luna tienen en sí mezclada
tanta suciedad de hez, que la purificación de ellos, potente al nuestro, no sería obra de
mujeres y juego de niños, mas antes bien trabajos muy fuertes de varón anciano, desatando,
calcinando, insistiendo a otras operaciones del arte grande.
VII DE LAS OPERACIONES SEGUNDA Y TERCERA
Acabada esta primera obra, procedamos a la segunda práctica. Luego que se
hizo el cuerpo de nuestra primera obra con la cola del Dragón, esto es, la leche de la
virgen, añadidas siete partes de mercurio nuevo sobre la materia que queda, según el
peso de los polvos, Mercurio digo purificado y limpiado, haz pasar por el cuero y retén
siete partes del todo; lava y ponlo en el vidrio y en el hornillo, como hiciste en la primera
obra, controlando por todo el tiempo, o estando cerca hasta que hayas visto hechos los
polvos otra vez, los cuales por segunda vez toma o saca, y si quieres tiñe, y estos polvos
son mucho mas sutiles quelos primeros, porque están más digeridos, porque una
parte tiñe cuarenta y nueve en elixir.
Entonces, procede a la tercera práctica, como hiciste en la primera y segunda
operación, y pon sobre el peso de los polvos de la segunda obra, siete partes de mercurio
purgado, y pon en el cuerpo, de manera que las siete partes queden en el todo
como antes. Y por segunda vez cuece, y haz polvos, los cuales de verdad son polvos
sutilísimos, de los cuales una onza tiñe siete veces cuarenta y nueve, que son trescientos
cuarenta y tres y esto sobre mercurio. La razón es porque cuanto más se digiere
nuestra medicina, tanto más sutil se hace y cuanto más sutil fuere, tanto más penetrable,
y cuanto más penetrable tanto más profundo tiñe. Por fin, de esto se entienda, que
si no tienes argento vivo mineral, seguramente podrás trabajar con mercurio común,
porque aunque no valga tanto como éste, con todo eso da largas expensas.
VIII DEL MODO DE OBRAR EN LA MATERIA O MERCURIO
Más cuando quieras teñir mercurio, toma la teja de plateros de oro, y úntala un
poco por dentro con sebo, y pónlo en ella, según la proporción de la medicina, sobre
fuego lentísimo y cuando el Mercurio comenzare a humear, echa dentro de tu medicina
encerrada en cera limpia, o en papel, y ten carbón encendido fuerte y preparado para
esto, y pon sobre la boca de la teja. Y da fuerte fuego, y cuando todo se hubiera liquidado,
échalo según las reglas, untada con sebo, y tendrás sol o luna finísima, según la
adición del fermento.
Mas si quieres multiplicar tu medicina en el estiércol del caballo. haz esto como
boca a boca te enseñé, como sabes, lo cual no te escribo porque sería pecado revelar
este secreto a hombres seglares que buscan esta ciencia mas por vanidad que por el
debido fin y honra de Dios, al cual sea la honra y gloria en los siglos de los siglos.
Amén. Mas aquella obra que escribí para los vulgares con estilo bastante físico, vi trabajarla
una vez para siempre al Santo Alberto, de Antimonio y de tierra española a tí
conocida.
Mas porque es de más logro y tiempo, y para no caer en la indebida expensión,
ojalá te procure el obrar más ligero, aquella breve obra que escribí, en la cual ningún
error hay, con las expensas moderadas, levedad de la obra, brevedad de tiempo, y el
fin verdaderamente deseado. De lo cual tú y todos los tuyos percibiréis sin falsedad. No
quieras pues, queridísimo, ocuparte con mayor obra, porque por la salud y oficio de la
predicación de Cristo, y logrando el tiempo, desees más atender a las riquezas espirituales
que ansiar por los logros temporales

miércoles, 26 de marzo de 2008

COLECCION : LIBROS SANGRIENTOS - EL TREN DE LA CARNE DE MEDIANOCHE - CLIVE BARKER

EL TREN DE LA CARNE DE MEDIANOCHE
CLIVER BARKER
Coleccion: LIBROS SANGRIENTOS




Leon Kaufman ya no era un recién llegado a la ciudad. El Palacio de los Placeres, como
la había llamado siempre, en sus días de inocencia. Pero eso fue cuando vivía en Atlanta, y
Nueva York todavía era una especie de tierra prometida, donde era posible cualquier cosa,
todo.
Ahora había pasado tres meses y medio en la ciudad de sus sueños, y el Palacio de los
Placeres le parecía menos placentero.
¿Sólo había transcurrido realmente una estación desde que se bajó en la parada de
autobuses de Port Authority y miró por la calle 42 en dirección a la intersección de
Broadway? Un tiempo muy corto para perder tantas ilusiones acumuladas.
Ahora se sentía avergonzado sólo de pensar en su ingenuidad. Se le ponía mala cara al
recordar cómo se había parado y había declarado en voz alta: «Nueva York, te quiero».
¿Amor? Jamás.
Habla sido un enamoramiento como mucho.
Y ahora, después de sólo tres meses de vida con el objeto de su adoración, de pasar los
días y noches en su presencia, éste había perdido su aureola de perfección.
Nueva York tan sólo era una ciudad.
La había visto despertarse por la mañana como una mujerzuela y sacarse hombres
asesinados de entre los dientes y suicidios de la maraña de su pelo. La había visto a altas
horas de la noche, con sus sucios callejones cortejando sin pudor a la depravación. La había
observado en las tardes abrasadoras, perezosa y fea, indiferente a las atrocidades que se
cometían cada hora en sus ahogados pasadizos.
No era ningún Palacio de los Placeres.
Alimentaba la muerte, no el placer.
Siempre que se encontraba con alguien, éste huía violentamente; eran cosas de la vida.
Casi resultaba elegante haber conocido a alguien que hubiera muerto de forma violenta. Era
una prueba de que se vivía en esa ciudad.
Pero Kaufman había querido a Nueva York desde lejos durante casi veinte años. Había
planeado su aventura amorosa a lo largo de casi toda su vida de adulto. No le era fácil, por lo
tanto, sacarse la pasión de encima, como si nunca la hubiera sentido. Aún había ocasiones,
muy temprano, antes de que empezaran a sonar las sirenas de la policía, o al atardecer, en que
Manhattan era un milagro.
Por esos momentos, y en nombre de sus sueños, aún le concedía el favor de la duda,
aunque se comportara peor que una dama. Ella no hacía sencilla esa indulgencia. En los
pocos meses que Kaufman había pasado en Nueva York, sus calles se habían inundado con la
sangre vertida.
En realidad, no tanto las propias calles como los túneles bajo esas calles.
«Matanza en el metro» era la expresión de moda del mes. Sólo en la semana anterior se
había informado de tres asesinatos. Los cuerpos se descubrieron en uno de los vagones de
metro de la Avenida de las Américas, acuchillados y con las entrañas vaciadas en parte, como
si se hubiera interrumpido en plena labor a un eficiente empleado de un matadero. Los
asesinatos eran tan absolutamente profesionales que la policía interrogaba a cualquier hombre
que hubiera estado relacionado con el gremio de los carniceros. Eran vigiladas las plantas de
empaquetado de carne en el puerto, y registrados los mataderos en busca de pistas. Se
prometió un rápido arresto, aunque no se realizó ninguno.
Este reciente trío de cadáveres no iba a ser el único que se descubriera en ese estado; el
mismo día en que llegó Kaufman había aparecido una noticia en The Times que era la
comidilla de todas las secretarias morbosas en la oficina.
La historia contaba que un visitante alemán, perdido en la red de metros entrada la
noche, se había encontrado un cuerpo en un vagón. La víctima era una mujer de treinta años,
muy atractiva, de Brooklyn. La habían despojado por completo. De cada jirón de ropa, de
todo artículo de joyería. Hasta de los pendientes de sus orejas.
Más extraño que el hecho de que la desnudaran era la manera ordenada y sistemática en
que habían doblado la ropa y la habían colocado, en bolsas de plástico separadas, sobre el
asiento que estaba detrás del cadáver.
No era obra de ningún navajero irracional. Se trataba de un cerebro muy organizado: un
lunático con un gran sentido de limpieza.
Había más: más extraño aún que el cadáver hubiera sido desnudado cuidadosamente, era
el ultraje que se había cometido con él. Los informes pretendían –aunque el Departamento de
Policía no lo confirmó–, que lo habían afeitado minuciosamente. Le habían quitado todos los
pelos: de la cabeza, de las ingles, de los sobacos; todos cortados y quemados sobre la carne.
Le habían arrancado incluso las cejas y las pestañas.
Por último, habían colgado por los pies ese montón de carne absolutamente desnudo de
uno de los asideros del techo del vehículo y habían colocado un cubo negro de plástico,
forrado con una bolsa, también de plástico negro, para recoger la sangre que goteaba
lentamente de sus heridas.
En ese estado, desnudo, afeitado, colgado y prácticamente desangrado, se había
encontrado el cuerpo de Loretta Dyer.
Era repugnante, meticuloso y profundamente desconcertante.
No había habido violación, ni indicio alguno de tortura. Se había despachado rápida y
eficazmente a la mujer como si fuera un trozo de carne. Y el carnicero aún andaba suelto.
Los Padres de la Ciudad, en su sabiduría, declararon una suspensión completa de los
informes de la prensa sobre la matanza. Se dijo que el hombre que había encontrado el cuerpo
había sido objeto de detención preventiva en Nueva Jersey, fuera de la vista de los curiosos
periodistas. Pero la ocultación fracasó. Un policía codicioso había revelado los detalles
sobresalientes a un reportero de The Times. Todo el mundo conocía ahora en Nueva York la
horrible historia de las matanzas. Era un tema de conversación en todas las cafeterías y bares;
y, por supuesto, en el metro.
Pero Loretta Dyer fue sólo la primera.
Se habían encontrado otros tres cuerpos en circunstancias idénticas, aunque esta vez el
trabajo había quedado claramente interrumpido. No se habían afeitado todos los cuerpos, ni
les habían cortado las yugulares para desangrarlos. Había otra diferencia más significativa en
el descubrimiento: no fue un turista quien los descubrió por la noche; lo decía un informe de
The New York Times.
Kaufman examinó el informe que cubría la primera página del periódico. No tenía
ningún interés morboso por el asunto, a diferencia de su compañero de mostrador en la
cafetería. Sólo sentía una ligera repugnancia, que le hizo apartar su plato de huevos
demasiado cocidos. Era simplemente una prueba más de la decadencia de la ciudad. No podía
divertirse con su enfermedad.
Con todo, como ser humano no conseguía ignorar por completo los detalles sangrientos
de la página que tenía enfrente. El artículo no era sensacionalista, pero la sencilla claridad del
estilo hacía más espantoso el tema. Tampoco pudo evitar el imaginarse qué hombre habría
detrás de esas atrocidades. ¿Era un psicótico suelto, o eran varios, y cada uno de ellos
aspiraba a imitar el asesinato original? Tal vez ése sólo fuera el principio del horror. A lo
mejor le seguirían más asesinatos, hasta que por fin el asesino, confiado o exhausto,
cometiera una imprudencia y fuera apresado. Hasta entonces la ciudad, la adorada ciudad de
Kaufman, viviría en un estado intermedio entre la histeria y el éxtasis.
Al lado de su codo, un hombre con barba le tiró el café.
–¡Mierda! –dijo.
Kaufman se movió sobre su taburete para esquivar el goteo de café que caía de la barra.
–¡Mierda! –volvió a decir el hombre.
–No pasa nada –dijo Kaufman.
Miró al hombre con una expresión ligeramente desdeñosa. El torpe bastardo estaba
intentando achicar el café con una servilleta que se quedaba hecha pegotes.
Kaufman se encontró pensando si ese zoquete, con sus mejillas coloradas y su barba
descuidada, sería capaz de asesinar. ¿Había algún indicio en esa cara sobrealimentada, alguna
pista en la forma de su cabeza o en el movimiento de sus pequeños ojos que revelara su
auténtica naturaleza?
El hombre habló.
–¿Quiere otro?
Kaufman sacudió la cabeza.
–Café. Normal. Solo –le dijo el zoquete a la chica de detrás del mostrador. Ésta levantó
la mirada de la parrilla cuya grasa fría limpiaba.
–¿Huh?
–Café. ¿Estás sorda?
El hombre sonrió a Kaufman.
–Sorda –dijo.
Éste se dio cuenta de que le faltaban tres dientes en la mandíbula inferior.
–Tiene mala pinta, ¿eh? –dijo.
¿A qué se refería? ¿Al café? ¿A la ausencia de dientes?
–Tres personas así. Acuchilladas.
Kaufman asintió.
–Te hace pensar –dijo.
–Claro.
–Quiero decir, ¿es un encubrimiento, no? Saben quién lo hizo.
«Esta conversación es ridícula», pensó Kaufman. Se quitó las gafas y las guardó en el
bolsillo: la cara de la barba ya no estaba a la vista. Por lo menos eso era un progreso.
–Bastardos –dijo–. Jodidos bastardos, todos ellos. Le apostaría cualquier cosa a que es un
encubrimiento.
–¿De qué?
–Tienen las jodidas pruebas: simplemente nos están manteniendo en la jodida ignorancia.
Hay algo en todo esto que no es humano.
Kaufman comprendió. El zoquete estaba haciendo alarde de una teoría de conspiración.
Las había oído con frecuencia: una panacea.
–Mire, hacen experimentos genéticos y se les van de las manos. Podrían estar criando
jodidos monstruos por lo poco que sabemos. Hay algo en todo esto que no nos contarán.
Encubrimiento, como le digo. Me jugaría cualquier cosa.
A Kaufman le pareció atractiva la seguridad del hombre. Monstruos al acecho. Seis
cabezas: una docena de ojos. ¿Y por qué no?
Él sabía por qué no. Porque eso disculpaba a su ciudad: la sacaba del apuro. Y creía de
corazón que los monstruos que se iban a encontrar en los túneles eran perfectamente
humanos.
El hombre de la barba tiró el dinero sobre el mostrador y se levantó, deslizando su gordo
trasero del manchado taburete de plástico.
–Probablemente un jodido policía –dijo, como conjetura de despedida–. Intentó hacerse
el jodido héroe y, en vez de eso, se convirtió en un jodido monstruo. –Sonrió grotescamente–.
Me apostaría cualquier cosa –añadió, y salió fuera torpemente sin decir nada más.
Kaufman espiró despacio por la nariz, sintiendo que se aplacaba la tensión de su cuerpo.
Odiaba estas confrontaciones: le hacían sentirse mudo e inútil. Cuando se paraba a
pensar en ello, odiaba a este tipo de hombres: el bruto testarudo que Nueva York criaba tan
bien.
Iban a ser las seis cuando se despertó Mahogany. La lluvia matinal se había convertido
con el ocaso en una ligera llovizna. El aire era todo lo limpio que se podía esperar de
Manhattan. Se estiró en la cama, tiró la manta sucia y se levantó para ir al trabajo.
En el cuarto de baño la lluvia caía sobre la caja del acondicionador de aire, llenando el
piso de un rítmico sonido de palmadas. Enchufó la televisión para que cubriera el ruido, sin
interés por lo que pudiera ofrecer.
Se acercó a la ventana. La calle, seis pisos por debajo, estaba atestada de tráfico y de
gente.
Después de un duro día de trabajo, Nueva York regresaba a casa: a jugar, a hacer el
amor. La gente salía en tropel de las oficinas y se metía en sus coches. Algunos estaban
irritables después de un día de trabajo agotador en una oficina mal ventilada; otros, mansos
como corderos, erraban por las avenidas en dirección a casa, acompañados por una incesante
corriente de cuerpos. Otros, por último, entraban apretujados al metro, ciegos a las pintadas
de las paredes, sordos al parloteo de sus propias voces y al frío estruendo de los túneles.
A Mahogany le gustaba pensar en eso. Él no era, después de todo, uno del montón. Podía
asomarse a la ventana y mirar a un millar de cabezas por debajo suyo, sabiendo que era un
hombre escogido.
Tenía tareas que cumplir, por supuesto, como la gente de la calle. Pero su trabajo no era
como la faena absurda de éstos, se parecía más a una obligación sagrada.
También necesitaba vivir, dormir y defecar, como ellos. Pero no era la necesidad
pecuniaria lo que le motivaba, sino las exigencias de la historia.
Estaba dentro de una tradición, que se remontaba más allá de América. Era un cazador
nocturno: como Jack el Destripador, Gilles de Rais, una encarnación viviente de la muerte, un
espectro con cara humana. Atormentaba los sueños y provocaba terrores.
La gente que estaba por debajo de él no podía conocer su cara; ni se habría molestado en
mirarlo dos veces. Pero él los capturaba y calibraba con la mirada, seleccionando sólo a los
más maduros del desfile, escogiendo sólo a los sanos y jóvenes para que sucumbieran bajo su
cuchillo santificado.
A veces Mahogany deseaba revelar su identidad al mundo, pero tenía responsabilidades
y éstas pesaban mucho sobre él. No podía esperar la fama. La suya era una vida secreta, y
sólo por orgullo deseaba reconocimiento.
Después de todo, pensaba, ¿saluda la vaca al carnicero cuando late arrodillada ante él?
En resumidas cuentas, estaba contento. Formar parte de la gran tradición era suficiente, y
siempre debería serlo.
Recientemente, sin embargo, se habían producido descubrimientos. No eran culpa suya,
naturalmente. Nadie podía achacárselo. Pero fue una mala temporada. La vida no era tan fácil
como lo había sido hacia diez años. Era bastante viejo, por supuesto, y eso hacía más
agotador el trabajo; las obligaciones cada vez pesaban más sobre sus hombros. Era un
hombre escogido, y ése era un privilegio con el que resultaba difícil vivir.
De vez en cuando se preguntaba si no sería hora de pensar en entrenar a un hombre más
joven para esos menesteres. Tendría que consultarlo con los padres, pero tarde o temprano
habría que encontrar a un sustituto; le parecía que era un desperdicio criminal de su
experiencia no tomar un aprendiz a su cargo.
¡Podía legar tantas alegrías! Los trucos de su extraordinario oficio. La mejor forma de
acechar, de cortar, de desnudar, de sangrar. Cómo encontrar la mejor carne requerida. El
modo más simple de disponer los restos. ¡Tantos detalles, tanta experiencia acumulada!
Mahogany entró en el cuarto de baño y abrió el grifo de la ducha. Al meterse en ella se
miró el cuerpo. La pequeña barriga, los pelos de su pecho hundido que encanecían, las
cicatrices y granos que salpicaban su pálida piel. Se estaba haciendo viejo. Sin embargo, esa
noche, como todas las demás, tenía un trabajo que hacer...
Kaufman se precipitó en la oficina con su bocadillo, ajustando el dobladillo del cuello y
quitándose del pelo el agua de la lluvia. El reloj que había encima del ascensor marcaba las
siete y dieciséis. Trabajaría sólo hasta las diez.
El ascensor lo llevó hasta el piso decimosegundo, a las oficinas de Pappas. Cruzó
descontento el laberinto de despachos vacíos y máquinas encapuchadas hacia su pequeño
territorio, que todavía estaba iluminado. Las mujeres que limpiaban las oficinas estaban
charlando en el pasillo: por lo demás, el local estaba desierto.
Se sacó el abrigo, sacudió la lluvia lo mejor que pudo y lo colgó.
Luego se sentó frente a los montones de pedidos con los que había estado lidiando casi
tres días y se puso a trabajar. Sólo le haría falta una noche más de dedicación, estaba seguro,
para hacer la parte más complicada, y le resultaba más fácil concentrarse sin el tableteo
incesante de mecanógrafas y máquinas de escribir por todos lados.
Desenvolvió el jamón en pan integral con mayonesa adicional y se dispuso a pasar la
tarde.
Ya eran las nueve.
Mahogany estaba vestido para la salida nocturna. Llevaba su sobrio traje habitual con la
corbata marrón bien anudada, los gemelos de plata (regalo de su primera esposa) puestos en
las mangas de su camisa inmaculadamente planchada, el pelo, fino, reluciente de brillantina,
las uñas cortadas y limadas y la cara lavada con colonia.
Su bolsa estaba a punto. Las toallas, los instrumentos y su delantal de mallas.
Comprobó qué aspecto tenía ante el espejo. Pensó que aún podía pasar por un hombre de
cuarenta y cinco años, cincuenta como máximo.
Al inspeccionarse la cara se acordó de su deber. Ante todo debía tener cuidado. Habría
ojos observándole a cada paso del camino, espiando su actuación nocturna y juzgándola.
Tenía que salir como un inocente, sin despertar sospechas.
Si sólo supieran..., pensó. La gente que andaba, corría y saltaba a su espalda en la calle:
que chocaban con él sin pedirle perdón: que se cruzaban con su mirada despreciándolo: que
se sonreían ante esa masa que parecía incómoda dentro de un traje que le quedaba mal. Si
ellos supieran lo que hacía, quién era y qué llevaba.
Cuidado, se dijo, y apagó la luz. El piso estaba a oscuras. Fue a la puerta y la abrió,
acostumbrado a andar entre tinieblas: era feliz en ellas.
Los nubarrones habían desaparecido por completo. Mahogany se dirigió por Amsterdam
hacia el metro de la calle 145. Esta noche volvería a coger la Avenida de las Américas, su
línea favorita, y a menudo la más productiva.
Bajó las escaleras del metro con el billete en la mano. Cruzó las puertas automáticas. El
olor de los túneles ya estaba en sus fosas nasales. No era el olor de los túneles profundos, por
supuesto; ése tenía un aroma exclusivo. Pero hasta en el aire viciado de esta línea poco
profunda se respiraba tranquilidad. La respiración regurgitada de un millón de viajeros
circulaba por ese laberinto, mezclándose con el de criaturas mucho mayores; cosas con voces
pastosas como la arcilla, cuyos apetitos eran abominables. Cuánto le gustaba. El aroma, la
oscuridad, el estruendo.
Se quedó de pie en el andén y escrutó críticamente a sus compañeros de viaje. Estuvo
contemplando uno o dos cuerpos, pero tenían tanta escoria encima que pocos merecían ser
perseguidos. Los estropeados físicamente, los obesos, los enfermos, los cansados. Cuerpos
destrozados por los abusos y la indiferencia. Como profesional le ponía enfermo, aunque
comprendía la debilidad que echaba a perder lo mejor de los hombres.
Se demoró en la estación más de una hora, paseando entre los andenes mientras los
trenes iban y venían, iban y venían, y la gente con ellos. Había tan poca calidad por todas
partes que era desalentador. Parecía que cada día tuviera que esperar más y más para
encontrar carne digna de uso.
Ya eran casi las diez y media y no había visto a una sola criatura que fuera ideal para el
sacrificio.
No importa, se dijo; todavía quedaba tiempo. Muy pronto saldría la riada del teatro.
Siempre proporcionaba uno o dos cuerpos robustos. La intelectualidad bien alimentada,
sosteniendo los resguardos de sus billetes y opinando sobre los entretenimientos del arte; sí,
habría algo ahí.
De lo contrario, y había noches en que parecía que no encontraría nunca nada apropiado,
tendría que ir al centro y arrinconar a una pareja de amantes noctámbulos, o encontrar a un
par de atletas recién salidos de un gimnasio. Siempre garantizaban un buen material, aunque
con especímenes tan sanos se corría el riesgo de encontrar resistencia.
Recordó haber capturado hacía un año o más a un par de machos negros, puede que con
cuarenta años de diferencia, a lo mejor padre e hijo. Se habían resistido con navajas y él tuvo
que permanecer seis meses hospitalizado. Había sido un encontronazo muy duro, que le hizo
dudar de sus habilidades. Peor aún, le hizo pensar qué habrían hecho sus amos con él de
haber sufrido una herida fatal. ¿Lo habrían mandado a su familia en Nueva Jersey y le
habrían dado un decente entierro cristiano? ¿O hubieran tirado su cadáver a las tinieblas, para
su propio uso?
El titular del New York Post abandonado en el asiento de enfrente le llamó la atención:
«Toda la policía movilizada para capturar al asesino». No pudo reprimir una sonrisa. Sus
ideas de fracaso, debilidad y muerte se evaporaron. Después de todo, él era ese hombre, ese
asesino, y esa noche la idea de que lo atraparan era ridícula. Al fin y al cabo, ¿no estaba su
profesión sancionada por las máximas autoridades posibles? Ningún policía podía apresarlo,
ningún tribunal juzgarlo. Las mismas fuerzas de la ley y el orden que armaban tanto alboroto
con su persecución servían a sus amos igual que él; estuvo por desear que algún policía
insignificante lo capturara y lo llevara en triunfo ante el juez, sólo para ver qué cara ponían
cuando les llegara la voz desde la oscuridad de que Mahogany era un hombre protegido por
encima de todas las leyes de los códigos.
Eran las diez y media pasadas. El desfile de los espectadores de teatro había empezado,
pero de momento no había nada prometedor. De todas formas le habría gustado dejar pasar al
gentío: seguir simplemente hasta el final de la línea a una o dos piezas escogidas. Esperaba el
momento oportuno, como cualquier cazador prudente.
Kaufman aún no había acabado hacia las once, una hora después de cuando se había
prometido irse. Pero la exasperación y el aburrimiento estaban haciendo más difícil el trabajo,
y las páginas de números que tenía delante empezaron a volverse borrosas. A las once y diez
tiró su pluma y admitió la derrota. Se frotó los ojos –irritados– con las palmas de las manos
hasta que la cabeza se le llenó de colores.
–¡Joder! –dijo.
Nunca decía tacos en público. Pero de cuando en cuando decirse joder a sí mismo era un
gran consuelo. Salió de la oficina con el abrigo empapado sobre el brazo y se dirigió al
ascensor. Sus miembros parecían drogados y apenas podía mantener abiertos los ojos.
Fuera hacía más frío de lo que había previsto, y el aire lo sacó un poco de su letargo.
Anduvo en dirección a la parada de metro de la calle 34. Cogería un expreso hacia Far
Rochaway. Estaría en casa en una hora.
Ni Kaufman ni Mahogany lo sabían, pero en la estación de la calle 96, la policía había
arrestado al que tomaron por el Asesino del Metro, acorralándolo en uno de los trenes de la
parte alta de la ciudad. Un hombre pequeño, de origen europeo, armado con un martillo y una
sierra, había arrinconado a una joven en el segundo vagón y la había amenazado con partirla
por la mitad en nombre de Jehová.
Parecía dudoso que fuera capaz de cumplir su amenaza. Tal como fueron las cosas, no
tuvo ocasión. Mientras el resto de los pasajeros (incluyendo a dos marines) observaban, la
presunta víctima asestó una patada al hombre en los testículos. Se le cayó el martillo. Ella lo
recogió y le rompió con él la mandíbula inferior y el pómulo derecho antes de que se
interpusieran los marines.
Cuando el tren paró en la 96, la policía estaba preparada para arrestar al Carnicero del
Metro. Se precipitaron al vagón en tropel, chillando como hadas y asustados como demonios.
El Carnicero yacía en un rincón del vagón con la cara hecha pedazos. Lo sacaron de ahí,
triunfantes. La mujer, después del interrogatorio, se fue a casa con los marines.
Iba a resultar una distracción útil, aunque Mahogany no lo pudo saber en su momento. A
la policía le costó la mayor parte de la noche determinar la identidad del prisionero,
especialmente porque con la mandíbula destrozada sólo podía babear. A las tres y media un
tal capitán Davis, que se incorporaba al trabajo, identificó al hombre como un vendedor de
flores jubilado del Bronx llamado Hank Vasarely. Hank, según parecía, era arrestado con
regularidad por conducta intimidatoria y ademanes deshonestos, todo en nombre de Jehová.
Las apariencias engañaban: era probablemente tan peligroso como el conejito de Pascua. Éste
no era el Asesino del Metro. No obstante, cuando los policías lo descubrieron, Mahogany ya
había acabado con su tarea desde hacía tiempo.
Eran las once y cuarto cuando Kaufman subió al expreso en dirección a Mott Avenue.
Compartió el vagón con dos viajeros más. Uno era una mujer negra de mediana edad con un
abrigo púrpura, el otro, un adolescente pálido, lleno de acné, que observaba con mirada
extraviada la pintada del techo: «Besa mi blanco culo».
Kaufman iba en el primer vagón. Tenía treinta y cinco minutos de viaje por delante. Dejó
que sus ojos se cerraran, tranquilizado por el bamboleo rítmico del tren. Era un viaje tedioso
y estaba cansado. No vio apagarse, parpadeando, las luces del segundo vagón. Tampoco vio
la cara de Mahogany, mirando por la puerta entre los vagones, buscando más carne.
En la calle 14 la mujer negra salió. No entró nadie.
Kaufman abrió un momento los ojos, reconociendo el andén vacío de la 14, y luego los
volvió a cerrar. Las puertas se cerraron con un silbido. Estaba vagando entre la conciencia y
el sueño y sentía un revoloteo de sueños nacientes en la cabeza. Era una sensación agradable.
El tren se puso otra vez en marcha, traqueteando por entre los túneles.
Quizá percibió a medias que detrás de su cabeza adormilada habían abierto las puertas
que separaban el segundo vagón del primero. Quizá sintió la ráfaga súbita de aire del túnel y
se dio cuenta de que el ruido de las ruedas fue más fuerte durante un rato. Pero decidió
ignorarlo.
Quizás oyó la pelea en que Mahogany sometió al joven de mirada extraviada. Pero el
ruido era demasiado lejano y la perspectiva de sueño demasiado tentadora. Siguió
adormecido.
Por alguna razón soñó con la cocina de su madre. Estaba cortando rábanos y sonriendo
con dulzura al cortarlos. Él aún era pequeño y le miraba la cara radiante mientras trabajaba.
Cortar. Cortar. Cortar.
De pronto abrió los ojos. Su madre se desvaneció. El vagón estaba vacío y el joven se
había ido.
¿Cuánto tiempo había dormitado? No se acordó de que el tren paraba en la calle 4, oeste.
Se levantó con la cabeza somnolienta y estuvo a punto de caerse cuando el tren se agitó
violentamente. Parecía que iba a una velocidad considerable. Tal vez el conductor quería
llegar a casa, arroparse en la cama con su mujer. Iba a todo gas; en realidad era sumamente
aterrador.
La ventana entre los dos vagones tenía una cortina bajada que antes no lo estaba, según
creía recordar. Una ligera inquietud se apoderó de la mente despierta de Kaufman. ¿Y si
hubiera dormido mucho rato y el vigilante no lo hubiera visto en el vagón? A lo mejor habían
pasado Far Rockaway y el tren se dirigía a toda prisa a donde quiera que los llevaran de
noche.
–¡Joder! –dijo en voz alta.
¿Debería ir a la cabina y preguntarle al conductor? Era una pregunta completamente
estúpida: ¿dónde estoy? A esas horas de la noche, ¿podía esperar algo más que una sarta de
insultos a modo de respuesta?
Entonces el tren empezó a aminorar la marcha.
Una estación. Sí, una estación. El tren salió del túnel a la sucia luz de la parada de la
calle 4, oeste. No se había pasado ninguna de largo.
Entonces ¿dónde se había metido el chico?
O había hecho caso omiso del aviso que había en la pared del vagón, que prohibía el
cambio de vagones durante el trayecto, o se había ido delante, a la cabina del conductor.
Probablemente estaría todavía entre sus piernas, pensó Kaufman, con los labios
abarquillados. Había precedentes. Éste era el Palacio de los Placeres, después de todo, y todo
el mundo tenía derecho a un poco de placer en la oscuridad.
Se encogió de hombros. ¿Qué le importaba dónde se hubiera metido el chico?
Las puertas se cerraron. No había subido nadie al tren. Cambió de vía después de la
estación, las luces parpadearon al utilizar el tren más corriente para recuperar un poco de
velocidad.
Kaufman notó que le volvían las ganas de dormir, pero el miedo súbito de haberse
perdido había inyectado adrenalina en su sistema y sus miembros hormigueaban de tensión
nerviosa.
Sus sentidos también se habían agudizado.
Incluso por encima del estrépito y del estruendo de las ruedas sobre las vías oía un ruido
de desgarrones de ropa procedente del vagón contiguo. ¿Alguien se estaría rasgando la
camisa?
Se levantó, agarrándose a una de las correas para conservar el equilibrio.
La ventana entre un vagón y otro estaba tapada del todo por la cortina, pero se quedó
mirándola, ceñudo, como si pudiera descubrir de repente la visión de rayos X. El vagón
avanzaba tambaleándose. Era como volver a viajar de verdad.
Otro ruido de desgarrones.
¿Sería una violación?
Con un vago interés de mirón se acercó por el oscilante vagón hacia la puerta intermedia,
esperando que la cortina tuviera alguna grieta. Sus ojos aún estaban fijos en la ventana, y no
se dio cuenta de las salpicaduras de sangre que estaba pisando.
Hasta que...
... su talón resbaló. Miró hacia abajo. Su estómago vio la sangre casi antes que su
cerebro, y el jamón con pan integral se le atascó a mitad de camino de la garganta. Sangre.
Tragó varias bocanadas de aire viciado y apartó la vista; miró de nuevo a la ventana.
Su cabeza no dejaba de repetir: sangre. No podía pensar en otra cosa.
Ahora no había más que un par de metros entre él y la puerta. Tenía sangre en el zapato y
había un pequeño reguero hasta el vagón de al lado, pero a pesar de todo tenía que mirar.
Tenía que hacerlo.
Dio dos pasos más en dirección a la puerta y escudriñó la cortina buscando un rasguño:
una hebra descosida sería suficiente. Había un pequeño agujero. Pegó el ojo a él.
Su cerebro se negaba a admitir lo que sus ojos estaban viendo al otro lado de la puerta.
Rechazaba el espectáculo por absurdo, como si fuera una ensoñación. Su razón decía que no
podía ser real, pero su instinto le decía que sí lo era. El cuerpo se le quedó rígido de terror.
Sus ojos no podían dejar de mirar sin pestañear lo que había detrás de la cortina. Se quedó en
la puerta mientras el tren seguía traqueteando; entretanto la sangre se le iba de las
extremidades y su cerebro se mareaba por falta de oxígeno. Se le encendieron manchas
brillantes en la vista, emborronando la atrocidad.
Luego se desmayó.
Estaba inconsciente cuando el tren llegó a Jay Street. Permaneció sordo al aviso del
conductor de que todos los que fueran más allá de esa parada tenían que cambiar de tren. Si
lo hubiera oído se habría preguntado qué quería decir. Ningún tren vomitaba todos sus
pasajeros en Jay Street; la línea seguía hasta Mott Avenue, pasando por el hipódromo del
Acueducto, después del aeropuerto JFK. Habría ido a preguntar qué clase de tren era ése.
Sólo que ya lo sabía. La verdad colgaba del vagón de al lado. Sonreía satisfecha desde detrás
de un delantal de mallas ensangrentado.
Éste era el tren de la carne de medianoche.
En un desmayo absoluto no se controla el tiempo. Pudieron pasar segundos u horas antes
de que los ojos de Kaufman volvieron a abrirse, parpadeando, y su espíritu recapacitó sobre
esta nueva situación.
Estaba tumbado bajo uno de los asientos, recostado a lo largo de la vibrante pared del
vagón, a salvo de miradas. El destino debía estar de su parte hasta ahora, pensó: de alguna
manera el tambaleo del vagón debía haber desplazado su cuerpo inconsciente.
Pensó en el horror del segundo vagón y volvió a tragarse el vómito. Estaba solo. Donde
quiera que estuviera el vigilante (tal vez asesinado), no tenía forma de pedir ayuda. ¿Y el
conductor? ¿Estaba muerto junto a los mandos? ¿Estaría el tren precipitándose ahora mismo
por un túnel desconocido, un túnel sin una sola estación que permitiera identificarlo, hacia su
destrucción?
Y, si no había ningún accidente en que morir, siempre quedaba el Carnicero, que todavía
daba puñaladas, separado tan sólo por una puerta de donde Kaufman estaba tumbado.
Mirara donde mirara, el nombre que estaba escrito en cada puerta era «muerte».
El ruido era ensordecedor, especialmente en el suelo. Los dientes le temblaban en los
alveolos y su cara estaba entumecida por las vibraciones; incluso el cráneo le dolía.
Poco a poco fue notando que le volvía la fuerza a los exhaustos miembros. Estiró con
cuidado los dedos y se apretó los puños para que la sangre corriera de nuevo.
Y a medida que volvía en sí sentía otra vez náuseas. Seguía representándose la espantosa
brutalidad del vagón contiguo. En ocasiones había visto fotografías de víctimas asesinadas,
por supuesto, pero éstos no eran asesinatos vulgares. Estaba en el mismo tren que el
Carnicero del Metro, el monstruo que colgaba de las correas a sus víctimas por los pies,
afeitadas y desnudas.
¿Cuánto tiempo pasaría hasta que el asesino cruzara esa puerta y lo encontrara? Estaba
seguro de que si no lo mataba el Carnicero lo haría la espera.
Oyó movimientos del otro lado de la puerta.
Venció su instinto. Kaufman se apretujó todavía más bajo el asiento y se arrebujó en una
pequeña bola, con la cara blanca y mareada vuelta hacia la pared. Luego se cubrió la cabeza
con las manos y cerró los ojos tan fuerte como un niño aterrorizado por el coco.
La puerta se abrió con un silbido. Clic. Shsss. Entró una bocanada de aire de los raíles.
Olía más raro que cualquier cosa que hubiera olido antes: y era más frío. Fue como un aire
primitivo para sus fosas nasales, un aire hostil e insondable. Le hizo estremecerse.
La puerta se cerró. Clic.
El Carnicero estaba cerca, Kaufman lo sabía. No podía estar más que a unos cuantos
centímetros de donde él se encontraba.
¿Estaría incluso ahora mirando hacia abajo, hacia su espalda? ¿Ahora mismo,
inclinándose, navaja en mano, para sacarlo de su escondite como a un caracol de su concha?
No pasó nada. No sintió ningún aliento sobre su cuello. Su espina dorsal no estaba
abierta en canal.
Sólo hubo un ligero ruido de pisadas cerca de su cabeza; luego, ese mismo sonido
disminuyó.
Kaufman expulsó la respiración –contenida en los pulmones hasta que le dolieron–, con
un chirrido entre los dientes.
Mahogany casi se sentía decepcionado porque el hombre dormido se hubiera bajado en
la calle 4, oeste. Estaba deseando un trabajo más esa noche para distraerse hasta que bajaran.
Pero no: el hombre se había ido. De todas formas, la víctima potencial no parecía demasiado
sana, pensó para sus adentros, probablemente era un anémico contable judío. La carne no
habría sido de calidad. Recorrió todo el vagón hasta la cabina del conductor. Pasaría ahí el
resto del viaje.
«¡Cielos!», pensó Kaufman, «va a matar al conductor.»
Oyó abrirse la puerta de la cabina. Luego la voz del Carnicero: baja y ronca.
–Hola.
–Hola.
Se conocían.
–¿Trabajo hecho?
–Trabajo hecho.
Le sorprendió la banalidad del diálogo. ¿Trabajo hecho? ¿Qué significaba «trabajo
hecho»?
Se perdió las pocas palabras restantes porque el tren pasó por un tramo especialmente
ruidoso de la vía.
No pudo resistirse más tiempo a mirar. Se desdobló cautelosamente y echó una ojeada
por encima del hombro hasta el fondo del vagón. Todo lo que pudo ver fueron las piernas del
Carnicero y la base de la puerta abierta de la cabina. ¡Maldición! Quería volver a ver la cara
del monstruo.
Se oyeron risas.
Kaufman meditó los riesgos de su situación: la matemática del pánico. Si se quedaba
donde estaba, tarde o temprano el Carnicero lo sorprendería, y él se convertiría en carne
picada. Por otra parte, si salía de su escondite, se arriesgaba a que lo vieran y le persiguieran.
¿Qué era peor: la inmovilidad, y encontrarse la muerte atrapado en un agujero, o la tentativa
de fuga, y enfrentarse a su Hacedor en mitad del vagón?
A Kaufman le sorprendió su propio arrojo: se movería.
Salió infinitesimalmente despacio de debajo del asiento, arrastrándose y vigilando
constantemente al hacerlo la espalda del Carnicero. Una vez fuera, empezó a reptar hacia la
puerta. Cada paso que daba era un tormento, pero el Carnicero parecía demasiado absorto en
la conversación para darse la vuelta.
Había alcanzado la puerta. Empezó a levantarse, intentando prepararse para lo que vería
en el vagón número dos. Agarró el pomo y abrió la puerta con suavidad.
El ruido de los raíles aumentó, y le llegó una ola de aire malsano, que no apestaba a nada
terrestre. Seguro que el Carnicero lo oía, ¿o lo olía? Seguro que se daría la vuelta...
Pero no. Kaufman se deslizó por la rendija que había abierto y se adentró en la cámara
sangrienta.
El alivio lo volvió imprudente. Se olvidó de echar el picaporte tras él y la puerta empezó
a abrirse suavemente con el zarandeo del tren.
Mahogany sacó la cabeza de la cabina y miró por el vagón hacia la puerta.
–¿Qué narices es eso? –dijo el conductor.
–No cerré bien la puerta. Eso es todo.
Kaufman oyó al Carnicero dirigirse hacia ella. Se agazapó, hecho una bola de
consternación, contra la pared intermedia, consciente de repente de cuán cargadas tenía las
tripas. La puerta se cerró desde el otro lado y los pasos se volvieron a alejar.
Salvado, al menos por un momento.
Abrió los ojos, intentando permanecer insensible al espectáculo de la matanza que tenía
delante.
No había forma de lograrlo.
Embriagaba cada uno de sus sentidos: el olor de entrañas abiertas, la vista de los cuerpos,
la sensación de líquido sobre el suelo, bajo sus pies, el ruido de las correas crujiendo por el
peso de los cadáveres, hasta el aire, que sabía salado de sangre. Estaba a solas con la muerte
en ese cuchitril, precipitándose por la oscuridad,
Pero ya no sentía náuseas, Sólo una repugnancia ocasional. Incluso se vio
inspeccionando los cuerpos con cierta curiosidad.
El cadáver más cercano a él eran los restos del joven cubierto de espinillas que había
visto en el vagón número uno. El cuerpo colgaba cabeza abajo, meciéndose adelante y atrás
al ritmo del tren al unísono con sus tres compañeros; una obscena danza macabra. Sus brazos
se columpiaban, fláccidos, de las articulaciones de los hombros, en las que se habían
practicado cuchilladas de una pulgada o dos de profundidad para que los cuerpos se
balancearan con más elegancia.
Todas las partes de la anatomía del muchacho oscilaban de forma hipnótica. La lengua,
colgando de la boca abierta. La cabeza, bailoteando del cuello rajado. Incluso el pene del
joven se sacudía de lado a lado de sus ingles desolladas. De la herida de la cabeza y de la
yugular aún manaba sangre en un cubo negro. Había cierta elegancia en el conjunto: la
impronta de un trabajo bien hecho.
Detrás de este cuerpo estaban los cadáveres ahorcados de dos jóvenes mujeres blancas y
de un hombre de piel oscura. Inclinó la cabeza a un lado para mirarles las caras. No tenían
expresión. Una de las chicas era una belleza. Decidió que el hombre era un puertorriqueño.
Todos tenían la cabeza y el vello corporal rapado. En realidad aún había un olor acre en el
aire, de rapado. Kaufman se levantó deslizándose por la pared y, al hacerlo, el cuerpo de una
mujer se dio la vuelta, presentando la parte dorsal.
No estaba preparado para este nuevo horror.
Habían abierto la carne de la espalda en canal desde el cuello hasta las nalgas y separado
los músculos para exponer las vértebras relucientes. Era el triunfo final de la obra del
Carnicero. Ahí colgaban esas tajadas de humanidad, afeitadas, sangradas y rajadas, abiertas
como peces y listas para ser devoradas.
Estuvo a punto de sonreírse ante la perfección de ese horror. Sintió un arrebato de locura
en la base del cráneo, tentándolo al olvido, prometiéndole una absoluta indiferencia ante el
mundo.
Empezó a temblar incontrolablemente. Notó cómo sus cuerdas vocales trataban de
formar un grito. Era intolerable: y sin embargo, gritar era convertirse en poco tiempo en una
de las criaturas que tenía delante.
–Joder–dijo, más alto de lo que quería, y luego, apartándose de la pared, echó a andar por
el vagón entre los cadáveres oscilantes, observando los cuidadosos montones de ropas y
pertenencias depositados detrás de sus propietarios, en los asientos. Bajo sus pies, el suelo
estaba pegajoso de bilis secándose. Aun sin hacer caso de las rajas podía ver con demasiada
claridad la sangre de los cubos: estaba espesa y embriagadora, con grumos de coágulos
flotando dentro.
Ya había sobrepasado al chico y veía la puerta del vagón número tres ante él. Todo lo
que tenía que hacer era huir de ese montón de atrocidades. Se animó a seguir avanzando,
procurando ignorar esos horrores y concentrarse en la puerta que lo devolvería a la cordura.
Había pasado a la primera mujer. Unos pocos metros más, se dijo, diez pasos como
máximo, menos si andaba con tranquilidad.
Entonces se apagaron las luces.
–¡Dios mío! –exclamó.
El tren dio un bandazo y Kaufman perdió el equilibrio.
En la oscuridad más absoluta buscó un apoyo y, sacudiendo los brazos, abrazó el cuerpo
que tenía al lado. Antes de que pudiera evitarlo, notó que sus manos se hundían en la tibia
carne y sus dedos asían el borde de músculo que tenía la mujer abierto en la espalda, tocando
con las yemas el hueso de la espina dorsal. Su mejilla rozaba la carne pelada del muslo.
Gritó y, justo al gritar, las luces se volvieron a encender parpadeando.
Según volvía la luz y se apagaba su grito, oyó el ruido de los pasos del Carnicero
acercándose a lo largo del vagón número uno en dirección a la puerta intermedia.
Soltó el cuerpo al que estaba abrazado. Tenía la cara manchada por la sangre de la
pierna. Podía sentirla en la mejilla; era como pintura de guerra.
El grito le había despejado la cabeza, y sintió que le invadía una especie de fuerza. No
habría persecución por el tren, lo sabía: no habría cobardía, ahora no. Éste iba a ser un
enfrentamiento primitivo; dos seres humanos, cara a cara. Y utilizaría todos los trucos que se
le ocurrieran –todos– para vencer a su enemigo. Era, pura y simplemente, cuestión de
supervivencia.
El pomo de la puerta vibró. Kaufman buscó un arma a su alrededor, con una mirada
tranquila y calculadora. Su vista recayó en la pila de ropas que estaba detrás del cuerpo del
puertorriqueño. Ahí había una navaja tirada entre sortijas de diamantes falsos y cadenas de
oro de imitación. Un arma de filo largo, inmaculadamente limpia, probablemente motivo de
orgullo de ese hombre. Pasando el cuerpo musculoso, la arrancó del montón. Le reconfortó la
mano; sin duda era muy emocionante.
La puerta se abría, y asomó la cara del asesino.
Kaufman miró por entre el matadero a Mahogany. No era excesivamente corpulento;
sólo otro cincuentón medio calvo y demasiado gordo. Su cara era de rasgos duros; los ojos,
hundidos. Tenía la boca pequeña y de labios delicados. En realidad era una boca de mujer.
Mahogany no conseguía imaginar de dónde había salido ese intruso, pero se dio cuenta
de que se trataba de un nuevo descuido, otro signo de su creciente incompetencia. Debía
despachar inmediatamente a esa criatura que había pasado por alto. Después de todo no
podían estar más que a una milla del final del trayecto. Tenía que cortar al hombrecito y
colgarlo por los talones antes de que llegaran a destino.
Entró en el vagón número dos.
–Estabas durmiendo –dijo al reconocer a Kaufman–. Te vi.
Kaufman no dijo nada.
–Tendrías que haberte bajado del tren. ¿Qué intentabas hacer? ¿Esconderte de mí?
Kaufman siguió en silencio.
Mahogany sacó el mango de su cuchilla del cinturón de acero desgastado. Estaba sucio
de sangre, igual que su delantal de mallas, su martillo y su sierra.
–Tal como están las cosas –dijo– tendré que deshacerme de ti.
Kaufman levantó la navaja. Parecía algo pequeña al lado de toda la parafernalia del
Carnicero.
–Joder –dijo.
Mahogany se echó a reír ante las pretensiones de defensa del hombrecito.
–No deberías haber visto esto: no es para tipos como tú –dijo, dando otro paso hacia
Kaufman–. Es secreto.
«O sea que es del tipo inspirado por la divinidad, ¿no?», pensó Kaufman. «Eso explica
algo.»
–Joder –volvió a decir.
El Carnicero frunció el ceño. No le gustaba la indiferencia del hombrecito ante su
trabajo, ante su reputación.
–Todos tenemos que dormir un día, tarde o temprano –dijo–. Tendrías que estar
agradecido: no te van a quemar como a la mayoría: te puedo utilizar. Para dar de comer a los
padres.
La única respuesta de Kaufman fue una mueca. No le aterrorizaba nada ese energúmeno
gordo y arrastrado.
El Carnicero descolgó la cuchilla de su cinturón y la blandió.
–Un judío de mierda como tú –dijo–, debería alegrarse sólo de ser útil: la carne es lo
mejor a lo que puedes aspirar.
Sin previo aviso, lanzó una estocada. La cuchilla rasgó el aire a considerable velocidad,
pero Kaufman se echó atrás. Rajó la manga de su abrigo y se hundió en la espinilla del
puertorriqueño. El golpe partió a medias la pierna y el peso del cuerpo abrió aún más la
cuchillada. La carne del muslo, en exposición, era como un filete de primera, suculento y
apetitoso.
El Carnicero empezó a desclavar la cuchilla de la herida y en ese momento saltó
Kaufman. La navaja voló hacia el ojo de Mahogany, pero por un error de cálculo se hundió
en el cuello. Atravesó la columna y asomó con una pequeña gota de sangre coagulada por el
otro extremo. De lado a lado. De un solo golpe. De lado a lado.
Mahogany recibió la hoja en el cuello con una sensación de asfixia. Emitió un sonido
ridículo, una especie de tos poco entusiasta. Manó sangre de sus labios, pintándolos, como el
lápiz de labios a una boca de mujer. La cuchilla cayó al suelo con gran estrépito.
Kaufman arrancó la navaja. De las dos heridas chorrearon dos pequeños arcos de sangre.
Mahogany se desplomó sobre sus rodillas, mirando la navaja que lo había matado. El
hombrecito lo observaba pasivamente. Estaba diciendo algo, pero sus oídos estaban sordos a
los comentarios, como si se encontrara bajo el agua.
De repente se quedó ciego. Supo con nostalgia por sus sentidos que no volvería a ver ni a
oír. Esto era la muerte: la tenía encima, sin duda.
Sin embargo todavía palpaba con las manos la tela de los pantalones y las salpicaduras
calientes sobre su piel. La vida parecía temblarle en las yemas mientras sus dedos se
aferraban al último sentido... luego se desplomó, y sus manos, su vida y su deber sagrado se
doblegaron bajo el peso de una carne avejentada.
El Carnicero estaba muerto.
Kaufman introdujo bocanadas de aire viciado en sus pulmones y se agarró a una de las
correas para serenar su cuerpo tambaleante. Las lágrimas emborronaron la carnicería ante la
que se encontraba. Pasó un tiempo: no supo cuánto; estaba perdido en sueños de victoria.
Luego el tren empezó a reducir su velocidad. Notó y oyó cómo apretaban los frenos. Los
cuerpos colgantes se inclinaron hacia adelante al frenar la locomotora, sus ruedas chirriaron
sobre las vías, que rezumaban limo.
La curiosidad se apoderó de él.
¿Se desviaría el tren al matadero subterráneo del Carnicero, decorado con las carnes que
había reunido a lo largo de su carrera? ¿Y qué haría el risueño conductor, tan indiferente a la
masacre, cuando el tren se detuviera? Ahora podía ocurrir cualquier cosa. Podía enfrentarse a
todo: espérate y verás.
El altavoz crepitó. Se oyó la voz del conductor:
–Ya estamos, colega. Es mejor que te vayas a tu sitio, ¿no?
¿Irse a su sitio? ¿Qué quería decir eso?
El tren iba ahora a paso de caracol. Fuera de las ventanas todo estaba tan oscuro como
siempre. Las luces parpadearon y se apagaron. Esta vez no volvieron a encenderse.
Se quedó en la oscuridad absoluta.
–Llegaremos en media hora –anunció el altavoz, igual que un aviso de estación.
El tren se había detenido. De repente echó a faltar el ruido de las ruedas sobre los raíles,
la precipitación de su paso, a los que tan acostumbrado estaba. Todo lo que pudo oír fue el
zumbido del altavoz. Aún no podía ver nada.
Y de repente, un silbido. Las puertas se estaban abriendo. Penetró en el vagón un olor tan
cáustico que tuvo que apretarse las manos contra la cara para zafarse de él.
Permaneció en silencio, la mano en la boca, durante lo que pareció una eternidad.
Entonces hubo un parpadeo de luz fuera de la ventana. Dibujó el perfil del marco de la
puerta y se hizo progresivamente más intensa. Pronto hubo bastante luz en el vagón para que
viera a sus pies el cuerpo arrugado del Carnicero y trozos cetrinos de carne colgando a cada
lado de él.
También hubo un murmullo procedente de la oscuridad, fuera del tren, una congregación
de pequeñas voces parecidas a las de los escarabajos. En el túnel, andando con los pies a
rastras hacia el tren, había seres humanos. Kaufman pudo distinguir ahora su figura. Algunos
llevaban antorchas que brillaban con una mortecina luz amarronada. El ruido tal vez procedía
de su andar sobre el suelo húmedo, o del chasquido de sus lenguas, o de ambos.
No era tan ingenuo como lo había sido hacía una hora. ¿Podía haber alguna duda acerca
de la intención de esas cosas que salían de la oscuridad dirigiéndose hacia el tren? El
Carnicero había asesinado a hombres y mujeres para dar carne a esos caníbales; se acercaban,
como comensales al oír la campana de la cena, a comer en este vagón restaurante.
Se agachó y recogió la cuchilla que Mahogany había dejado caer. El ruido de criaturas
acercándose era cada vez mayor. Fue hacia el final del vagón, tratando de alejarse de las
puertas abiertas, sólo para descubrir que las de detrás también lo estaban, y también allí se oía
el rumor de pasos acercándose.
Se volvió a encoger detrás de uno de los asientos, y estaba a punto de refugiarse debajo
de ellos cuando una mano, delgada y frágil hasta el punto de transparentarse, apareció junto a
la puerta.
No pudo apartar la vista. No porque el terror lo helara, como había ocurrido junto a la
ventana. Simplemente quería observar.
La criatura entró en el vagón. Las antorchas que iban detrás de ella dejaron su cara en la
sombra, pero se podía ver claramente su figura.
No había nada demasiado especial en ella.
Como él, tenía dos brazos y dos piernas. Su cabeza no tenía forma anormal. El cuerpo
era pequeño, y el esfuerzo de trepar al tren había enronquecido su respiración. Tenía más de
geriátrico que de psicótico; generaciones de ficticios devoradores de hombres no habían
preparado a Kaufman para una vulnerabilidad tan angustiosa.
Detrás de aquello surgían criaturas similares de la oscuridad, entrando torpemente en el
tren. Entraban por todas las puertas.
Kaufman estaba atrapado. Sopesó la cuchilla en sus manos, buscando su equilibrio,
preparado para una batalla con esos monstruos antiguos. Habían metido una antorcha en el
vagón que iluminaba las caras de los líderes.
Eran completamente calvos. La carne cansada de sus rostros estaba estirada fuertemente
sobre sus cráneos, de forma que brillaba por la tirantez. Había manchas de descomposición y
enfermedad sobre su piel, y en algunas zonas el músculo se había podrido con un pus negro,
por el que sobresalía el hueso del pómulo o de la sien. Algunos estaban desnudos como
bebés, con los cuerpos pastosos y sifilíticos casi asexuados. Lo que una vez fueron pechos
eran como bolsas de cuero colgando del torso, los genitales habían encogido.
Más desagradables que los que iban desnudos eran los que se cubrían con ropas. Pronto
se dio cuenta de que la tela pútrida que les rodeaba los hombros o que llevaban atada en
mitad del diafragma estaba hecha de pieles humanas. No una, sino una docena o más,
amontonadas a la buena de Dios, como patéticos trofeos.
Los líderes de esta grotesca cola para comer ya habían llegado a los cuerpos y posaron
las manos gráciles sobre los pedazos de carne, acariciando de arriba abajo la piel afeitada, de
una forma que sugería placer sensual. Las lenguas bailoteaban fuera de las bocas, salpicando
de baba la carne. Los ojos de los monstruos se abrían y cerraban con hambre y excitación.
Por fin uno de ellos lo vio.
Sus ojos dejaron de pestañear un momento y se clavaron en él. Una mirada inquisitiva le
asomó a la cara, era como una parodia del desconcierto.
–Tú –dijo. Su voz estaba tan consumida como los labios de donde salía.
Kaufman levantó un poco la cuchilla, calculando sus posibilidades. Habría cerca de unos
treinta en el vagón, y muchos más afuera. Pero parecían muy débiles y no tenían más armas
que sus pieles y huesos.
El monstruo volvió a hablar con una voz bastante bien modulada cuando la recuperó; era
el gorjeo de un hombre antaño cultivado, antaño encantador.
–Viniste después del otro, ¿no es verdad?
Miró de reojo el cuerpo de Kaufman. Estaba claro que había comprendido muy
rápidamente la situación.
–Viejo, en cualquier caso –dijo, con sus húmedos ojos posados otra vez sobre Kaufman,
estudiándolo cuidadosamente.
–Que te jodan –dijo éste.
La criatura esbozó una sonrisa forzada, pero casi había olvidado la técnica y el resultado
fue una mueca que descubrió una boca con los dientes colocados sistemáticamente en fila.
–Ahora tienes que hacer esto para nosotros –dijo, con una sonrisa bestial–. No podemos
sobrevivir sin comida.
La mano dio unas palmaditas al trasero de carne humana. Kaufman no supo qué replicar
ante esa idea. Se limitó a observar con repugnancia cómo las uñas se deslizaban por la
hendidura de las nalgas, valorando la curvatura del tierno músculo.
–Nos repugna tanto como a ti –dijo la criatura–. Pero estamos obligados a comer esta
carne o si no moriremos. Dios sabe que no tengo ganas de hacerlo.
Sin embargo, esa cosa estaba babeando.
Kaufman recuperó la voz. Era débil, más por confusión de sentimientos que por miedo.
–¿Qué sois vosotros? –Recordó al hombre de la barba en la cafetería–. ¿Sois accidentes
de algún tipo?
–Somos los padres de la ciudad –dijo la cosa–. Y las madres, hijas e hijos. Los
constructores, los legisladores. Hicimos esta ciudad.
–¿Nueva York? –dijo Kaufman–. ¿El Palacio de los Placeres?
–Antes de que nacieras tú, antes de que naciera cualquier ser vivo.
Mientras hablaba, las uñas de la criatura acariciaban por debajo de la piel el cuerpo
destrozado y arrancaba la fina tira elástica del apetitoso músculo. Detrás de Kaufman las
otras criaturas habían empezado a descolgar los cuerpos de las correas, posando las manos
con la misma satisfacción sobre los suaves pechos y los costados de carne. También la habían
empezado a despellejar.
–Nos traerás más –dijo el padre–, más carne para nosotros. El otro era débil.
Kaufman lo miró con reticencia.
–¿Yo? –dijo–. ¿Daros de comer? ¿Por quién me tomas?
–Lo tienes que hacer por nosotros y por otros más viejos que nosotros. Para los que
nacieron antes de que se planeara la ciudad, cuando América era un bosque y un desierto.
La frágil mano señaló el exterior del tren.
La mirada de Kaufman siguió el dedo extendido en dirección a la penumbra. Fuera del
tren había algo que no descubrió antes; más grande que nada humano.
El montón de criaturas se apartó para permitirle examinar más de cerca lo que estaba ahí
fuera, pero sus pies no se movieron.
–Adelante –dijo el padre.
Kaufman pensó en la ciudad que había amado. ¿Eran éstos sus padres, sus filósofos, sus
creadores? Tuvo que creer que así era. A lo mejor había gente en la superficie –burócratas,
políticos y autoridades de todo tipo– que conocían este horrible secreto y cuyas vidas estaban
consagradas a proteger a estas abominaciones dándoles de comer, como los salvajes ofrecen
corderos a sus dioses. Había algo terriblemente familiar en este ritual. Pulsó una tecla, no en
la inteligencia consciente de Kaufman, sino en su personalidad más recóndita, más antigua.
Sus pies, que ya no obedecían a su cerebro, sino a su instinto de adoración, se movieron.
Atravesó el pasillo entre los cuerpos y bajó del tren.
La luz de las antorchas empezaba a iluminar débilmente la ilimitada oscuridad exterior.
El aire parecía sólido, se espesaba con el olor de tierra antigua. Pero Kaufman no olía nada.
Inclinó la cabeza, fue todo lo que pudo hacer para evitar tropezar de nuevo.
Ahí estaba el precursor del hombre. El americano primigenio, cuya tierra natal era ésta, y
no Passamaquody o Cheyenne. Sus ojos, si los tenía, estaban mirándolo.
Su cuerpo se estremeció. Le castañetearon los dientes.
Podía oír los ruidos de esa anatomía: latidos, crujidos y sollozos.
Se movió un poco en medio de la oscuridad.
El ruido de su movimiento fue doloroso. Como el de una montaña al levantarse.
Kaufman levantaba la mirada en dirección a él y, sin pensar qué estaba haciendo o por
qué, se postró de rodillas, sobre la mierda, ante el padre de los padres.
Todos los días de su vida estaban encaminados a éste, todos los momentos apresuraban
este momento imprevisible de terror sagrado.
Si hubiera habido bastante luz en este infierno para verlo entero, tal vez su tibio corazón
habría estallado. Con la que había, notó que su pecho se estremecía al ver lo que vio.
Era un gigante. Sin cabeza ni miembros. Sin un rasgo que fuera análogo al de un hombre,
sin un órgano que tuviera sentido, o sentidos. Era como un banco de peces, si es que se podía
comparar con algo. Miles de hocicos moviéndose al unísono, echando brotes, floreciendo y
marchitándose rítmicamente. Era iridiscente, como el nácar, pero más oscuro a veces que
cualquier color que Kaufman conociera o pudiera nombrar.
Eso fue todo lo que pudo ver; era más de lo que quería. Había mucho más en la
oscuridad, parpadeando, boqueando y aleteando.
Pero no pudo seguir mirando. Se dio la vuelta y, mientras lo hacía, tiraron desde el tren
una pelota que rodó hasta pararse delante del padre.
Por lo menos creyó que era un balón, hasta que se fijó con más atención y reconoció en
él a una cabeza humana, la cabeza del Carnicero. Le habían pelado la cara a tiras. Tirada
delante de su señor, relucía de sangre.
Kaufman apartó la mirada y volvió andando al tren. Todas las partes de su cuerpo
parecían llorar, menos sus ojos. Estaban demasiado calientes por lo que habían visto; hicieron
que sus lágrimas se evaporaran.
Dentro, las criaturas ya habían empezado a cenar. Vio a uno arrancar de su órbita el
dulce bocado azul de un ojo de mujer. Otro tenía una mano en la boca. A los pies de
Kaufman yacía el cadáver descabezado del Carnicero, que aún sangraba profusamente de las
heridas del cuello.
El pequeño padre que había hablado antes se puso delante de Kaufman.
–¿Nos servirás? –le preguntó suavemente, como se pide a una vaca que nos siga.
Él miraba fijamente la cuchilla, el símbolo del trabajo del Carnicero. Las criaturas ya
abandonaban el vagón arrastrando tras ellos cuerpos a medio comer. A medida que se
retiraban las antorchas del vagón volvía la oscuridad.
Pero, antes de que desaparecieran todas las luces, el padre alargó la mano y cogió por la
cabeza a Kaufman, y le hizo volverse para que se contemplara en el mugriento espejo de la
ventana del vagón.
Fue un reflejo rápido, pero pudo ver perfectamente lo cambiado que estaba. Más blanco
que cualquier ser vivo, cubierto de mugre y de sangre.
La mano del padre aún aferraba la cara de Kaufman; le metió el dedo índice en la boca y
se lo hundió en la garganta, agarrando con la uña la raíz de la lengua. La intromisión le dio
náuseas, pero no le quedaba voluntad para repeler el ataque.
–Sirve –dijo la criatura–. En silencio.
Se dio cuenta demasiado tarde de la intención de los dedos.
Aprisionaron repentinamente su lengua y la voltearon en la raíz. Conmocionado, dejó
caer la cuchilla. Intentó chillar, pero no emitió ningún sonido. Tenía sangre en la garganta,
oyó cómo le rasgaban la carne y se contorsionó de dolor.
Luego salió la mano de su boca, y los dedos escarlatas, cubiertos de baba, tenían su
lengua cogida entre el índice y el pulgar delante de su cara.
Kaufman estaba mudo.
–Sirve –dijo el padre, y se metió la lengua en la boca, mascándola con manifiesta
satisfacción. Kaufman cayó de rodillas, vomitando el bocadillo.
El padre ya se iba, arrastrándose, hacia las tinieblas; el resto de los ancianos se habían
escondido una noche más en su madriguera.
El altavoz crujió.
–A casa –dijo el conductor.
Las puertas silbaron al cerrarse, el tren vibró al volver a circular por él la corriente. Las
luces se encendieron parpadeando, se apagaron y se volvieron a encender.
El tren se puso en marcha.
Kaufman estaba en el suelo; le rodaban lágrimas por el rostro, lágrimas de desconsuelo y
resignación. Sangraría hasta morir –decidió–, donde yacía. No importaba que muriera. Al fin
y al cabo era un mundo loco.
El conductor lo despertó. Abrió los ojos. La cara que lo miraba era negra, y no hostil.
Sonreía. Kaufman intentó decir algo, pero su boca estaba sellada con sangre seca. Sacudió la
cabeza como un idiota tratando de escupir una palabra. No emitió más que gruñidos.
No estaba muerto. No se había desangrado.
El conductor lo puso de rodillas, hablándole como si tuviera tres años.
–Tienes trabajo que hacer, colega: están muy contentos contigo.
Se había chupado los dedos y le frotaba los labios inflamados, intentando separarlos.
–Tienes mucho que aprender antes de mañana por la noche...
Mucho que aprender. Mucho que aprender.
Sacó a Kaufman del tren. Nunca había visto antes esta estación. Tenía azulejos blancos y
era absolutamente prístina; el nirvana de un jefe de la estación. Ninguna pintada ensuciaba las
paredes. No había máquinas de billetes, pero tampoco puertas, ni pasajeros. Ésta era una línea
que sólo ofrecía un servicio: el Tren de la Carne.
Los limpiadores del turno de mañana ya estaban atareados eliminando la sangre de los
asientos y del suelo del tren. Alguien desnudaba el cuerpo del Carnicero, preparándolo para
despacharlo a Nueva Jersey. Alrededor de Kaufman todo el mundo trabajaba. Por una reja del
techo la luz del alba entraba a raudales.
De las vigas caían motas de polvo dando vueltas y vueltas. Las observó, absorto. No
había visto nada tan bonito desde que era niño. Precioso polvo. Vueltas y vueltas, vueltas y
más vueltas.
El conductor había conseguido separarle los labios. Tenía la boca demasiado herida para
poder moverla, pero por lo menos podía respirar fácilmente. Y el dolor ya empezaba a
calmarse.
El conductor le sonrió, y luego se volvió al resto de los trabajadores de la estación.
–Me gustaría presentaros al sustituto de Mahogany. Nuestro nuevo carnicero –anunció.
Los encargados de la limpieza miraron a Kaufman. Había cierto respeto en sus rostros,
cosa que a él le pareció conmovedora.
Levantó la vista a la luz del sol, que ahora caía a su alrededor. Agitó la cabeza, queriendo
decir que quería subir al aire libre. El conductor asintió y lo condujo a un conjunto de
escaleras y, a través de un pasadizo, hasta la calle.
Hacía un día precioso. El brillante cielo de Nueva York estaba rayado de filamentos de
nubes rosa pálido, y el aire olía a mañana.
Las calles y avenidas estaban prácticamente vacías. A lo lejos un taxi atravesaba de vez
en cuando un cruce, y su motor era un murmullo; un corredor pasaba sudando por el otro lado
de la calle.
Muy pronto aquellas aceras desiertas estarían atestadas de gente. La ciudad se dedicaría a
sus negocios en la ignorancia: sin conocer jamás sus cimientos ni saber a qué debía su vida.
Sin dudarlo, Kaufman se postró de rodillas y besó el sucio asfalto con los labios
ensangrentados, jurando en silencio eterna lealtad a su causa.
El Palacio de los Placeres acogió esta muestra de adoración sin un comentario.

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