Pandora
Anne Rice
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No han pasado veinte minutos desde
que me dejaste aquí, en el café, desde que respondí «no» a tu petición; jamás
escribiría para ti la historia de mi vida mortal, jamás te contaría cómo me
había convertido en un vampiro, cómo había conocido a Marius pocos años después
de que él hubiera perdido su vida mortal.
Ahora estoy aquí con tu libreta
abierta ante mí, utilizando una de las plumas afiladas y eternamente cargadas
de tinta que me dejaste, deleitándome con la sensual sensación que me produce
contemplar cómo la tinta negra se fija sobre el costoso papel inmaculadamente
blanco.
Nada más natural, David, que me
dejaras algo elegante, una hoja que invita a ser escrita. Esta libreta
encuadernada en cuero negro y acharolado, adornada con suntuosas rosas, sin
espinas pero provista de hojas, un diseño que en última instancia significa
sólo diseño pero que demuestra una autoridad. Lo que esté escrito debajo de
esta recia y bella encuadernación contará, afirma esta cubierta.
Las gruesas hojas tienen unas rayas
azul pálido; eres muy práctico, muy meticuloso, y probablemente sabes que ya
casi nunca tomo la pluma para escribir.
Hasta el sonido de la pluma posee
su encanto, ese sonido rasposo como el de las mejores plumas de ave en la
antigua Roma que utilizaba para escribir en un pergamino una carta a mi padre,
cuando anotaba en un diario mis lamentaciones...
Ah, ese sonido. Lo único que falta
aquí es el olor de la tinta, pero tenemos una estupenda pluma de plástico que
no se secará hasta dentro de varios volúmenes, con la que trazaré una marca
negra tan hermosa y profunda como quiera.
Estoy pensando en tu petición de
que escriba mi historia. Creo que acabarás por conseguirlo. Presiento que
comienzo a ceder a tus deseos, casi como cuando una de nuestras víctimas
humanas se doblega ante nosotros, comprobando, mientras fuera sigue lloviendo,
mientras persiste la ruidosa cháchara en el café, que quizás esto no resulte
tan traumático como había supuesto —el hecho de remontarme dos mil años—, sino
casi un placer, como el beber sangre.
En estos momentos persigo una
víctima que no me resultará fácil de vencer: mi pasado. Es posible que esta
víctima huya de mí a una velocidad equiparable a la mía. Sea como fuere, busco
una víctima a la que jamás me he enfrentado. Existe en ello la emoción de la
caza, lo que el mundo moderno llama investigación.
¿Cómo se explica si no el que
contemple estos tiempos con tanta nitidez? Tú no me has administrado una poción
mágica para estimular mis pensamientos. Para nosotros sólo existe una poción:
la sangre.
«Lo recordarás todo», dijiste en
cierto momento cuando nos dirigíamos hacia el café.
Tú, que eres tan joven entre
nosotros pero que eras tan viejo como mortal, y tan erudito. Quizá sea natural
que te hayas empeñado en recopilar nuestras historias.
Pero ¿por qué tratar de explicar
aquí esta curiosidad que te devora, este valor frente a la verdad manchada de
sangre? ¿Cómo has logrado convencerme de que acceda a remontarme dos mil años
exactamente, para referir mis días mortales en la tierra, en Roma, y cómo me
uní a Marius, y las escasas probabilidades que tenía de vencer contra la
Suerte?
¿Cómo es posible que unos orígenes
que han permanecido enterrados durante tanto tiempo, y que siempre me he negado
a reconocer, afloren de golpe en mi mente? Se abre una puerta. Brilla una luz.
Pasa.
Me reclino en la silla del café.
Me pongo a escribir, pero me
detengo y echo un vistazo a mi alrededor para observar a las personas de este
café de París. Veo los monótonos tejidos unisex de esta época, la lozana joven
americana con sus prendas militares verde oliva, con todas sus pertenencias en
una mochila que lleva colgada al hombro; veo al viejo francés que acude aquí
desde hace décadas con el simple afán de contemplar las piernas y los brazos
desnudos de las jóvenes, para alimentarse de sus gestos como si fuera un
vampiro, para esperar el exótico y mágico momento en que una mujer se reclina
en la silla y rompe a reír, cigarrillo en mano, y el tejido de su blusa de
fibra sintética se tensa sobre sus pechos y se le marcan los pezones.
Ah, los viejos. Es un hombre de
pelo canoso y lleva un abrigo caro. No representa una amenaza para nadie. Vive
sumido por completo en su mundo. Esta noche regresará a su
modesto pero elegante apartamento,
que mantiene desde la última gran guerra mundial, y se entretendrá mirando
viejas películas de la joven belleza Brigitte Bardot. Vive en sus ojos. No ha
tocado a una mujer desde hace diez años.
No desvarío, David. Arrojaré el
ancla aquí. No estoy dispuesta a que mi historia surja a borbotones como de un
oráculo ebrio.
Veo a estos mortales bajo una luz
más atenta. Estos mortales me parecen tan frescos, tan exóticos y apetitosos...
Tienen el aspecto que debían de tener las aves tropicales cuando yo era niña;
tan pletóricas de vida aleteante y rebelde que deseaba agarrarlas, sentir sus
alas agitarse en mis manos, capturar su vuelo y poseerlo y compartirlo. Ah, ese
terrible momento que se produce en la infancia cuando estrujas a un pájaro rojo
y lo matas accidentalmente.
Pero algunos de estos mortales
tienen un aspecto siniestro vestidos con esas ropas oscuras: el inevitable
traficante de cocaína —están por doquier, son nuestra mejor presa—, que es pera
a su contacto en la mesa del rincón, con el largo abrigo de cuero diseñado por
un renombrado modisto italiano, con el pelo rapado en las sienes y tupido en la
parte superior de la cabeza para ostentar el aire típico de esos individuos,
cosa que consigue, aunque no es necesario, pues basta con mirar sus enormes
pupilas negras y la dureza de lo que la naturaleza pretendía que fuera una boca
generosa. El hombre hace unos gestos bruscos, de impaciencia, con el encendedor
sobre el velador de mármol, la señal del adicto; se vuelve a un lado y a otro,
no cesa de moverse, se siente incómodo. No sabe que jamás volverá a sentirse
cómodo en su vida. Desea marcharse para esnifar la cocaína que ansía
ardientemente pero tiene que esperar a su contacto. Sus zapatos están demasiado
lustrosos, y sus manos largas y delgadas nunca envejecerán.
Creo que ese hombre morirá esta
noche. Siento que se apodera lentamente de mí el deseo de matarlo. Ha
suministrado mucho veneno a mucha gente. Lo perseguiría, lo estrecharía entre
mis brazos, ni siquiera tendría que envolverlo con visiones. Le dejaría ver que
la muerte ha aparecido en forma de una mujer demasiado pálida para ser humana,
demasiado alisada por los siglos para ser otra cosa que una estatua que ha
cobrado vida. Pero aquellos a quienes espera se proponen matarlo. ¿Por qué iba
a intervenir yo?
¿Cómo me ven estas personas? Como
una mujer con el pelo castaño, largo, limpio y ondulado que me cubre como el
manto de una monja, un rostro tan blanco que parece obra del maquillaje, y unos
ojos insólitamente brillantes, incluso semiocultos tras unas gafas doradas.
Ah, es muy de agradecer que en
nuestros días existan tantos modelos de gafas, pues si yo me quitara las mías
tendría que mantener la cabeza agachada para no asustar a la gente con el mero
juego de destellos amarillos, pardos y dorados que emiten mis ojos, que con los
siglos han adquirido el aspecto de unas gemas, de forma que parezco una mujer
ciega con unos topacios por pupilas, o mejor dicho, unos exquisitos globos
oculares formados por topacios, zafiros e incluso aguamarinas.
Mira, he llenado muchas hojas, y lo
único que digo es sí, te contaré cómo empezó mi historia.
Sí, te contaré la historia de mi
vida mortal en la antigua Roma, cómo llegué a amar a Marius y cómo llegamos a
unirnos y a separarnos.
Qué transformación se ha operado en
mí, al haber tomado esta decisión.
Qué poderosa me siento mientras
sostengo esta pluma, y qué ansiosa de situarnos en una perspectiva nítida y
precisa antes de empezar a satisfacer tu deseo.
Esto es París, en tiempos de paz.
Está lloviendo. Unos edificios altos y majestuosos con ventanas de doble hoja y
balcones de hierro forjado bordean este bulevar. Unos ruidosos
automóviles, diminutos y
peligrosos, circulan a gran velocidad por las calles. Los cafés como éste se
hallan atestados de turistas de todos los países. Antiguas iglesias se agolpan
junto a edificios de apartamentos, palacios convertidos en museos en cuyas
salas paso horas contemplando objetos procedentes de Egipto o Sumer, más viejos
incluso que yo. Por todas partes prolifera la arquitectura romana, réplicas
idénticas de templos de mi época que hacen las veces de bancos. Las palabras de
mi latín nativo invaden la lengua inglesa. Ovidio, mi amado Ovidio, el poeta
que predijo que su poesía perduraría más allá del Imperio Romano, tenía razón.
Si entras en cualquier librería lo
encontrarás en pequeños libros de bolsillo, diseñados para llamar la atención
de los estudiantes.
La influencia romana se fecunda a
sí misma, mostrando imponentes robles entre el bosque moderno de ordenadores,
discos digitales, microvirus y satélites espaciales.
Es fácil hallar aquí —como siempre—
un mal digno de abrazar, una desesperación digna de ser satisfecha con ternura.
En mi caso debo sentir siempre cierto amor hacia la víctima, cierta
misericordia, cierto autoengaño que me haga creer que la muerte que provoco no
desgarra el gran sudario de lo inevitable, tejido con árboles, tierra,
estrellas y acontecimientos humanos, que merodea siempre en torno a nosotros, a
punto de abatirse sobre todo lo creado, todo lo que conocemos. Anoche, cuando
diste conmigo, ¿qué te parecí? Estaba sola en el puente sobre el Sena,
caminando a través de la última y
peligrosa oscuridad anterior al
amanecer.
Me viste antes de que detectara tu
presencia. Llevaba puesta la capucha y dejé que mis ojos gozaran de un breve
momento de gloria bajo la tenue luz del puente. Mi víctima se hallaba junto al
pretil. No era más que una niña, pero estaba siendo asaltada y maltratada por
un centenar de hombres. Deseaba morir en el agua. No sé si el Sena es lo bastante
profundo para que alguien pueda ahogarse en él. Tan cerca de la calle St.
Louis. Tan cerca de Notre Dame. Quizá lo sea, si uno puede resistirse a un
último esfuerzo por aferrarse a la vida.
Pero yo sentí que el alma de esta
víctima semejaba un montón de cenizas, como si su espíritu hubiera sido
incinerado y sólo quedara su cuerpo, un cascarón roto, enfermo. La
rodeé con un brazo, y cuando vi
reflejarse el miedo en sus ojillos negros, cuando comprendí que iba a hacerme
la pregunta, la envolví con imágenes. El hollín que cubría mi piel no logró
impedir que yo pareciera la Virgen María, y ella sucumbió a los himnos y a su
devoción, incluso vio mis velos en los colores que había visto en las iglesias
de su infancia, al tiempo que se doblegaba ante mí, y yo —sabiendo que no
necesitaba beber, pero ansiando beber su sangre, ansiando saborear la angustia
que emanaría en sus momentos postreros, ansiando degustar el exquisito líquido
rojo que llenaría mi boca y haría que me sintiera humana por un instante en mi
monstruosidad— cedí a sus visiones, le doblé el cuello hacia atrás, deslicé mis
dedos sobre su piel suave y lacerada, y fue entonces, en el instante en que
clavé mis dientes en ella, en que bebí su sangre, cuando me di cuenta de que
estabas ahí, observando.
Lo supe, y lo sentí, y vi la imagen
de nosotras en tus ojos, lo cual me distrajo momentáneamente mientras
experimentaba un torrente de placer que me hacía creer que estaba viva,
conectada de alguna forma a los campos de tréboles o a los árboles que hunden en
la tierra unas raíces más largas que las ramas que se alzan hacia el
firmamento.
Al principio te odié. Me viste
mientras gozaba bebiendo la sangre de mi víctima. Me viste cuando cedí a la
tentación. No sabías nada de mis largos meses de abstinencia, en los que,
conteniéndome, vagaba como alma en pena. Sólo viste la repentina liberación de
mi impuro deseo de succionarle el alma, de alzar su corazón en su carne dentro
de ella, de arrancar de sus venas cada preciosa partícula de su ser que
anhelaba seguir viviendo.
Porque ella deseaba vivir. Envuelta
en santos, soñando de golpe con pechos que la amamantaban, su joven cuerpo se
debatió, revolviéndose contra mí, contra mi forma dura como una estatua, mis
pezones sin leche incrustados en mármol, sin poder ofrecerle consuelo. Deja que
vea a su madre, muerta, desaparecida y aguardándola. Deja que yo vea a través
de sus ojos moribundos la luz mediante la cual ella se dirigió hacia esta
incierta salvación.
Entonces me olvidé de ti. No estaba
dispuesta a dejar que me robaras este instante. Empecé a beber más despacio,
dejando que ella suspirara, que sus pulmones se llenaran con fría agua del río,
al tiempo que su madre se aproximaba cada vez más, de forma que la muerte se
convirtió para ella en un lugar tan seguro como el útero materno. Le chupé
hasta la última gota de sangre.
Sostuve su cuerpo inerte como si lo
hubiera rescatado, como si hubiera ayudado a una joven borracha, débil y
enferma a bajar del puente. Introduje la mano dentro de su cuerpo, destrozando
su carne con gran facilidad pese a tener los dedos tan finos, le agarré el
corazón, lo acerqué a mis labios y lo succioné, con la cabeza sepultada junto a
su rostro, lo succioné como si fuera una fruta, hasta no dejar una gota de
sangre en ninguna fibra ni ventrículo. Y entonces, lentamente —tal vez en un
gesto dirigido a ti—la levanté y la arrojé al agua que tanto había ansiado.
Ella ya no lucharía mientras sus
pulmones se llenaban de agua del río. Ya no se debatiría desesperadamente en el
agua. Le chupé el corazón por última vez, hasta arrancarle incluso el color, y
lo arrojé tras su cadáver —como unas uvas estrujadas—, pobre niña, hija de un
centenar de hombres.
Luego me volví hacia ti, para que
supieras que yo me había dado cuenta de que me estabas observando desde el
paseo. Creo que traté de atemorizarte. Furiosa, te hice saber lo débil que
eras, que toda la sangre que te había dado Lestat no te serviría de nada si yo
decidía despedazarte, prender un fuego mortal en ti e inmolarte, o tan sólo
castigarte con una profunda cicatriz, sencillamente por haberme espiado.
En realidad, jamás he hecho nada
semejante a un vampiro más joven. Me compadezco de ellos cuando se echan a
temblar, aterrorizados, al ver a uno de nosotros, los viejos. Pero,
conociéndome como me conozco, debí de huir tan rápidamente que no pudiste
seguirme en la oscuridad.
Había algo en ti que me cautivó, la
forma en que te dirigiste a mí en el puente, tu joven cuerpo de piel tostada,
típicamente angloindia, dotado por tu auténtica edad mortal de una gracia
extraordinariamente seductora. Tu misma postura parecía inquirir, sin
humillación: «¿Podemos hablar, Pandora?» Quedé desconcertada. Quizá te
percataras de ello. No recuerdo si te aparté de mis pensamientos, y sé que no
tienes grandes dotes telepáticas. El caso es que de golpe quedé desconcertada,
quizá para no pensar en mí misma, quizás ante el temor de que me interrogaras.
Traté de pensar en todas las cosas que podía decirte, tan distintas de las
historias de Lestat, y de las de Marius relatadas a través de Lestat, y quise
prevenirte, prevenirte sobre los antiguos vampiros del Lejano Oriente que no
dudarían en matarte si penetrabas en su territorio, sencillamente por
encontrarte allí.
Quería asegurarme de que
comprendías lo que todos debemos aceptar, que la fuente de nuestra avidez
vampírica reside en dos seres, Mekare y Maharet, ambas tan ancianas que su
aspecto es ahora más horrible que bello. Y si se destruyen a sí mismas, todos
moriremos con ellas.
Quería hablarte sobre otros que no
nos conocieron como una tribu ni conocieron nuestra historia, que sobrevivieron
al terrible incendio que nuestra Madre Akasha hizo que se abatiera sobre sus
hijos. Quería decirte que existen unos seres que vagan por la tierra y que se
parecen a nosotros, aunque no pertenecen a nuestra especie ni a la humana. De
pronto sentí el profundo deseo de protegerte.
Quizá se debiera a tus preguntas.
Te observé plantado ante mi, el caballero inglés, luciendo tu decoro más
airosamente y con más naturalidad que todos los hombres que yo había conocido.
Tus elegantes ropas me maravillaron; me impresionó el que te hubieras concedido
el capricho de ponerte una fina capa de estambre negra, que te hubieras
permitido incluso el lujo de lucir una bufanda de seda roja, cosa que jamás
habrías hecho al poco de convertirte en vampiro.
Compréndelo, yo no era consciente
la noche en que Lestat te convirtió en vampiro. No sentí aquel momento.
No obstante, todo el mundo
sobrenatural había comenzado a vibrar semanas antes al conocer la noticia de
que un mortal se había apoderado del cuerpo de otro mortal; esas cosas las
sabemos, como si nos las comunicaran las estrellas. Una mente sobrenatural
capta las vibraciones de este corte incisivo en el tejido de lo ordinario, y
luego otra mente recibe la imagen, y así sucesivamente.
David Talbot, el nombre que todos
conocíamos por pertenecer a la venerable orden de detectives clarividentes, la
orden de Talamasca, había logrado trasladar toda su alma y su cuerpo etéreo a
los de otro hombre. Aquel cuerpo se hallaba en poder de un ladrón de cadáveres
al cual se lo arrebataste. Y una vez que hubiste logrado introducirte en el
joven cuerpo, con todos tus escrúpulos y valores, con todo el saber de tus
setenta y cuatro años, permaneciste anclado en las jóvenes células.
Y así fue como pasaste a ser David
el Reencarnado, con su exquisita belleza india y su recia y bien alimentada
fortaleza de linaje británico, que Lestat había transformado en un vampiro,
uniendo el cuerpo y el alma, mezclando el milagro con el Truco Diabólico,
consiguiendo una vez más un pecado que debería dejar pasmados a sus coetáneos y
a sus mayores.
¡Y eso te lo hizo tu mejor amigo!
Bienvenido a la oscuridad, David.
Bienvenido a los dominios de la «inconstante luna» de Shakespeare.
Haciendo gala de tu valor, te
dirigiste a través del puente hacia mí.
—Discúlpame, Pandora—dijiste
suavemente. El impecable acento británico de la clase alta y la habitual
cadencia británica que resulta tan seductora que parece decir: «Nosotros
salvaremos el mundo.»
Mantuviste una cortés distancia
entre nosotros, como si yo fuera una doncella virgen del siglo pasado y no
quisieras alarmarme ni herir mi tierna sensibilidad. Sonreí.
Entonces me permití el lujo de
examinarte detenidamente, de tomar la medida a este vampiro neófito que Lestat —desoyendo
las órdenes de Marius— se había atrevido a crear. Vi tus componentes como
hombre: un alma humana inmensa, valerosa, pero que se sentía irremediablemente
atraída por la desesperación, y un cuerpo que Lestat había tratado de hacer
increíblemente poderoso, incluso a costa de lastimarse a sí mismo. Te había
dado más sangre de la que suministrarte fácilmente durante tu transformación.
Había tratado de transmitirte su coraje, su inteligencia, su astucia; había
tratado de dotarte de un arsenal a través de la sangre.
Había hecho un excelente trabajo.
Tu fuerza era compleja y obvia. La sangre de Akasha, nuestra Reina Madre,
estaba mezclada con la de Lestat. Marius, mi antiguo amante, también le había
proporcionado sangre. Lestat, ah, ¿qué es lo que dicen ahora? Dicen que incluso
es probable que haya bebido la sangre de Cristo.
Fue el primer tema que comenté
contigo, dejándome llevar por mi curiosidad, pues recorrer el mundo en busca de
conocimientos a menudo supone provocar tales tragedias que me resulta odioso.
—Dime la verdad —dije—. Esta
historia de Memnoch el Diablo... Lestat afirma que visitó el cielo y el
infierno. Que trajo consigo el velo de la Verónica, ¡sobre el que aparecía
marcada la faz de Cristo! Que ese velo convirtió a miles de personas a la fe
cristiana, que curaba la locura y aliviaba el desconsuelo. Que hizo que los
otros Hijos de las Tinieblas alzaran los brazos hacia la siniestra luz
matutina, como si el sol fuera el fuego de Dios.
—Sí, todo eso ocurrió tal como yo
lo relaté —contestaste, agachando la cabeza con exagerada modestia—. Y algunos
de nosotros perecimos en este fervor, mientras la prensa y los científicos
recogían nuestras cenizas para examinarlas.
No pude por menos que admirar tu
sereno talante. Una sensibilidad del siglo XX. Una mente regida por una
incalculable riqueza de información, una gran facilidad de palabra y un
intelecto consagrado a la agilidad, la síntesis, las probabilidades, y todo
ello contra el telón de fondo de unas experiencias horrendas, guerras,
matanzas, lo peor que ha presenciado el mundo.
—Todo eso ocurrió —insististe—. Es
cierto que hablé con las ancianas Mekare y Maharet y, no temas, sé muy bien lo
frágil que es la raíz. Te agradezco tu interés en protegerme.
Me cautivó tu encanto.
—¿Qué opinas de este Velo Sagrado?—pregunté.
—Nuestra Señora de Fátima—respondiste
suavemente—.El sudario de Turín, un lisiado que se levanta de su silla de
ruedas curado por las aguas milagrosas de Lourdes. Debe de ser
un gran consuelo aceptar esto sin
reservas.
—Pero ¿tú no lo aceptas?
Negaste con la cabeza.
—Ni tampoco Lestat. Fue Dora, la
chica mortal, quien le arrebató el Velo y lo paseó por el mundo. Pero es un
objeto muy singular, hecho con una minuciosidad increíble, más digno del
término «reliquia» que ningún otro objeto de los que he visto.
De pronto añadiste con tristeza:
—Quienquiera que lo confeccionara,
puso mucho empeño en ello.
—Y el vampiro Armand, el delicado y
juvenil Armand, ¿creyó él en ese Velo? —pregunté— Armand lo miró y vio el
rostro de Cristo —añadí, buscando tu confirmación.
—Lo suficiente para morir por él —respondiste
en tono solemne—. Lo suficiente para abrir sus brazos al sol matutino.
Luego volviste la cara y cerraste
los ojos. Era un sencillo y escueto ruego para que no te obligara a hablar de
Armand y de cómo se había arrojado a aquel fuego matutino.
Yo suspiré, sorprendida y
gratamente fascinada al comprobar que eras un ser muy inteligente, escéptico,
aunque claramente conectado a los otros.
—Armand —proseguiste con voz
entrecortada, sin volverte hacia mí—. Qué réquiem. ¿Sabe ahora si Memnoch era
real, si Dios Encarnado, que tentó a Lestat, era en verdad el Hijo de Dios
Todopoderoso? ¿Quién puede saberlo?
Tu franqueza, tu pasión me
conmovieron. No estabas amargado ni eras un cínico. Tus sentimientos hacia esos
hechos y seres, las preguntas que planteabas transmitían una gran inmediatez.
—Encerraron el Velo bajo llave —dijiste—.
Está en el Vaticano. Se produjeron dos semanas de locura en la Quinta Avenida,
en la catedral de San Patricio, cuando la gente acudió a mirar a los ojos a
Nuestro Señor, y luego se lo llevaron y lo encerraron en una cámara acorazada.
Dudo de que exista una nación en la tierra que tenga el poder de echarle
siquiera un breve vistazo.
—¿Y Lestat? —pregunté—. ¿Dónde se
encuentra ahora?
—Paralizado, silencioso —contestaste—.
Lestat yace postrado en el suelo de una capilla de Nueva Orleans. No se mueve.
No dice nada. Su Madre ha ido a reunirse con él. Se llama
Gabrielle, tú la conociste. Lestat
la convirtió en vampiro.
—Sí, la recuerdo.
—Ni siquiera ella consigue hacer
que Lestat reaccione. Viera lo que viese en su viaje al cielo y al infierno, no
conoce la verdad ni de uno ni de otro; él mismo trató de decirle esto a Dora. Y
después de que hube escrito toda la historia para él, al cabo de unas noches se
sumió en ese estado.
»Tiene la mirada fija en el
infinito y el cuerpo relajado. Él y Gabrielle forman una curiosa Piedad en ese
convento y capilla abandonados. La mente de Lestat está cerrada, o peor aún,
vacía.
Tu forma de expresarte me complació
enormemente. De hecho, me dejó atónita.
—Dejé a Lestat porque era incapaz
de ayudarle, no podía hacer nada por él —proseguiste—, y debo averiguar si
algunos de los vampiros más ancianos desean acabar conmigo; debo realizar mis
peregrinajes y mis progresos para conocer los peligros de este mundo en el que
he penetrado.
—Admiro tu sinceridad. No te andas
con tapujos.
—Al contrario. Procuro ocultarte
mis cualidades más valiosas. —Esbozaste una sonrisa cortés—. Tu belleza me
confunde. ¿Estás acostumbrada a esto?
—Sí —repuse—, y desconfío de ello.
Pero hablemos de otra cosa. Permite que te advierta que existen unos ancianos a
quienes nadie conoce ni es capaz de explicar. Corren rumores de que has estado
con Maharet y Mekare, que actualmente constituyen la Mayor y la Fuente de la
que todos procedemos. Es evidente que han decidido apartarse de nosotros, de
todo el mundo, retirándose a un lugar secreto, y que rechazan toda autoridad.
—Tienes razón —dijiste—. Mi
audiencia con ellas fue maravillosa, aunque breve. No quieren gobernar sobre
nadie. Maharet se niega rotundamente; mientras perdure la historia del mundo y
sus descendientes físicos se encuentren en él (sus miles de descendientes humanos
procedentes de tiempos tan remotos que nadie los ha datado), Maharet jamás se
destruirá a sí misma ni destruirá a su hermana, acabando de paso con todos
nosotros.
—Sí —repuse—, cree absolutamente en
eso, en la Gran Familia, en las generaciones cuya trayectoria ha seguido
durante miles de años. La vi cuando nos reunimos todos. Ella no
nos considera unos seres malignos
(a ti, a Lestat, a mí), cree que somos naturales, como los volcanes o los
incendios que arrasan los bosques, o los relámpagos que se abaten sobre un
hombre y lo matan.
—Precisamente —apostillaste—. Ya no
existe la Reina de los Malditos. Sólo temo a otro ser inmortal, a tu amante,
Marius. Porque fue él quien antes de abandonar a los otros les prohibió
terminantemente que se siguieran creando seres bebedores de sangre. Según
Marius, yo soy un bastardo. Es decir, si Marius fuera inglés, ése es el término
que emplearía.
Yo sacudí la cabeza.
—No creo que Marius te lastimara.
¿No fue a ver a Lestat? ¿No fue a ver el Velo con sus propios ojos?
Tú respondiste que no a ambas
preguntas.
—Te voy a dar un consejo —dije—:
cada vez que intuyas su presencia, háblale. Háblale como lo has hecho conmigo.
Inicia una conversación que no sea capaz de interrumpir.
Tú sonreíste de nuevo.
—Es una forma muy hábil de
expresarlo—dijiste.
—Pero no creo que debas temerle. Si
Marius hubiera querido eliminarte, ya lo habría hecho. Lo que debemos temer es
lo mismo que temen los humanos: la existencia de otros seres de nuestra
especie, dotados de diversos poderes y creencias. Nunca podemos estar seguros
de quiénes son ni qué hacen. Éste es el consejo que te doy.
—Eres muy amable al dedicarme tanto
tiempo —respondiste.
Sentí deseos de llorar.
—Al contrario. No conoces el
silencio y la soledad que me rodean, y espero que nunca los conozcas; me has
procurado calor sin muerte, alimento sin sangre. Me alegro de que hayas venido.
Tú alzaste la vista al cielo, como
suelen hacer los jóvenes.
—Lo sé, debemos despedirnos.
Te volviste hacia mí súbitamente.
—Veámonos mañana por la noche —me
rogaste—, para seguir conversando. Me reuniré contigo en el café al que acudes
todas las noches para reflexionar. Quiero seguir charlando contigo.
—De modo que me has visto allí.
—Oh, sí, muchas veces —contestaste.
Luego apartaste de nuevo el rostro, imagino que para ocultar tus sentimientos.
Al cabo de unos instantes volviste a clavar tus ojos negros en mí y preguntaste—:
El mundo es nuestro, ¿no es cierto, Pandora?
—No lo sé, David. Pero me reuniré
contigo mañana por la noche. ¿Por qué no fuiste a verme al café? Es un lugar
cálido y bien iluminado.
—Me parecía una intromisión
intolerable invadir tu sacrosanta intimidad en un local atestado de gente. Las
personas acuden a esos lugares para estar solas, ¿no es así? Consideré que sería
más correcto abordarte aquí. No pretendía espiarte. Al igual que muchos
neófitos, tengo que alimentarme de sangre todas las noches. Fue una casualidad
el que nos encontráramos en aquel momento.
—Esto es delicioso, David —repuse—.
Hace mucho que nadie me cautiva como lo haces tú. Nos veremos allí... mañana
por la noche.
Entonces se apoderó de mí un deseo
perverso. Me acerqué a ti y te abracé, sabiendo que la dureza y la frialdad de
mi viejo cuerpo te inspirarían un profundo terror, ya que eras tan joven y
pasabas tan fácilmente por un mortal.
Pero tú no te apartaste, y cuando
te besé en la mejilla tú me besaste en la mía.
Ahora, mientras estoy sentada en
este café, escribiendo, tratando de darte con estas palabras más de lo que
quizá me hayas pedido... me pregunto qué habría hecho si no me hubieras besado,
si hubieras retrocedido impulsado por el temor que suelen sentirlos jóvenes.
David, eres un enigma para mí.
Como verás, no he comenzado a
relatar mi vida en estas páginas, sino lo que ha ocurrido entre tú y yo estas
dos noches. Permíteme, David, hablar de ti y de mí, y luego quizá consiga
recuperar mi vida perdida.
Cuando esta noche entraste en el
café, no le di importancia a las libretas. Llevabas dos. Muy gruesas.
El cuero de las libretas emanaba un
olor agradable, a viejo, y cuando las depositaste sobre la mesa detecté un
destello en tu disciplinada y controlada mente que me indicó que tenían que ver
conmigo.
Yo había elegido esta mesa en el
concurrido centro de la sala, como si deseara sentarme en medio de la algarabía
de aromas y actividad mortales. Tú parecías satisfecho, seguro de ti, a gusto.
Lucías otro magnífico traje de
corte moderno con una capa de estambre, muy elegante, muy Viejo Mundo, y con tu
piel dorada y tus radiantes ojos, hiciste que todas las mujeres que había en el
café, y algunos hombres también, se volvieran para mirarte.
Sonreíste. Yo debía de parecerte un
caracol, cubierta como iba con mi capa y capucha, buena parte del rostro oculto
tras mis gafas doradas, y en los labios un suave toque de carmín rosa violáceo
que me recordaba un moratón. Al contemplarme en el espejo de la tienda me vi
muy atractiva; me complacía el no tener que ocultar mi boca. Mis labios son
casi incoloros. Pintados de ese color podía sonreír.
Llevaba estos guantes de encaje
negro con las puntas cortadas para que mis dedos sintieran el tacto de las
cosas, y me había dado un poco de hollín en las uñas para que no relucieran
como el cristal dentro del café. Te tendí la mano y la besaste. Tú mostrabas la
prestancia y el decoro de siempre. Luego me dirigiste una sonrisa cálida, una
sonrisa en la que creo que dominaba tu antigua fisiología, porque parecías
demasiado sabio para alguien tan joven y fuerte. Me maravilló la perfección de
la imagen que te habías creado.
—No sabes cuánto me alegra que
hayas acudido —dijiste—, que me hayas permitido reunirme contigo en esta mesa.
—Hiciste que deseara hacerlo —respondí,
alzando las manos y observando que parecías deslumbrado por el brillo de mis
uñas, pese a que me había aplicado hollín sobre ellas.
Extendí las manos hacia ti,
imaginando que te apartarías para evitar el contacto, pero dejaste que mis
pálidos y fríos dedos aferraran tu mano cálida y tostada.
—¿Te parezco un ser vivo? —te
pregunté.
—Oh, sí, desde luego, un ser
radiante y absolutamente vivo.
Pedimos los cafés, tal como esperan
de nosotros los mortales, y gozamos con el calor y el aroma mucho más de lo que
éstos pueden llegar a imaginar, removiendo el contenido de nuestras tazas con
las cucharillas. Yo tenía ante mí un postre de color rojo. El postre sigue ahí,
por supuesto. Lo pedí sencillamente porque era rojo —fresas con almíbar— y
emanaba un aroma dulce que habría atraído a las abejas.
Tus halagos me hacían sonreír, me
complacían. Jugué un poco contigo, aunque sin mala fe. Dejé caer la ca—pucha
hacia atrás y sacudí la cabeza para que mi espesa cabellera castaño oscuro
resplandeciera bajo las luces del café.
Por supuesto, eso no constituye
ningún signo para los mortales, ni tampoco el pelo rubio de Marius o el de
Lestat. Pero reconozco que mi cabello me encanta, me encanta cuando me cae
sobre los hombros como un velo, y me encantó la expresión que vi en tus ojos.
—Dentro de mí hay una mujer—dije.
El escribir ahora sobre esto —en
esta libreta, mientras me encuentro sola en este café— proporciona una
arquitectura a un momento banal, y parece tratarse de una penosa confesión.
A medida que escribo, David, a
medida que me siento atraída por el concepto de la narración, más firmemente
creo en el peso de una coherencia que es posible sobre una hoja pero no en la
vida.
Sin embargo, no me propuse tomar
esta pluma tuya. Estábamos conversando.
—Pandora, si alguien no reconoce
que eres una mujer, es que es imbécil —dijiste.
—Cómo se enojaría Marius conmigo
por sentirme halagada por estas palabras —repuse—. O no. Es probable que lo
considerara un punto a favor de su postura. Yo le abandoné, le dejé sin una
palabra, la última vez que estuvimos juntos, antes de que Lestat emprendiera su
pequeña aventura y mucho antes de que se encontrara con Memnoch el Diablo. Dejé
a Marius, y de golpe sentí deseos de localizarlo. Deseé hablar con él como tú y
yo lo estamos haciendo ahora.
Me miraste preocupado, y con razón.
Debiste de intuir que durante estos últimos, largos y tristes años nada había
despertado en mí entusiasmo alguno.
—¿Querrás escribir tu historia para
mí, Pandora? —me preguntaste de sopetón.
Tus palabras me sorprendieron.
—¿La escribirás en estas libretas? —insististe—.
Escribe sobre la época en que estabas viva, la época en que te uniste a Marius,
escribe lo que quieras sobre él. Pero lo que deseo ante todo es conocer tu
historia.
Me quedé atónita.
—¿A qué viene esta petición?
No respondiste.
—No habrás regresado a esa orden de
seres humanos, la Talamasca, ¿verdad?; saben demasiado...
Alzaste la mano.
—No, y jamás regresaré a ella; si
alguna vez tuve alguna duda acerca de esa orden, los archivos de Maharet se
encargaron de despejarla.
—¿Ella dejó que examinaras sus
archivos, los libros que ha conservado a lo largo del tiempo?
—Sí, fue extraordinario... un
verdadero almacén repleto de tablillas de arcilla, rollos de pergaminos, libros
y poemas de otras culturas cuya existencia el mundo desconoce. Libros
redactados en tiempos inmemoriales. Como es lógico, Maharet me prohibió que
revelara los datos que pudiera encontrar o que hablara detalladamente sobre
nuestro encuentro. Dijo que era arriesgado jugar con esas cosas, y confirmó tu
temor de que yo hubiera regresado a la Talamasca, a mis viejos amigos mortales
con dotes de clarividencia. Pero no lo he hecho ni lo haré nunca. No me cuesta
el menor esfuerzo mantener esta promesa.
—¿Y eso?
—Cuando vi esos antiguos escritos,
Pandora, comprendí que ya no era humano. Que la historia que yacía ante mí,
aguardando ser recogida por alguien, ya no era la mía. ¡No soy uno de esos
seres! —exclamaste recorriendo la habitación con la vista—. Supongo que habrás
oído estas palabras mil veces de boca de un vampiro neófito. Pero yo creía
fervientemente que la filosofía y la razón constituirían un puente entre ambos
mundos que me permitiría trasladarme de uno a otro sin mayores problemas. Sin
embargo, ese puente no existe. Ha desaparecido.
Tu tristeza refulgía alrededor de
ti, brillaba en tus juveniles ojos y en la suavidad de tu carne nueva.
—De modo que lo sabes —dije. No me
había propuesto pronunciar esas palabras. Brotaron espontáneamente—. Lo sabes —repetí,
soltando una leve pero amarga carcajada.
—Sí. Lo supe cuando examiné los
documentos de tu época, gran cantidad de ellos, de la Roma imperial, y otros
vetustos fragmentos de piedras inscritas con unos garabatos que ni siquiera
logré identificar. Lo supe, sí. ¡Pero esos documentos no me importan, Pandora!
Me importa lo que somos en estos momentos.
—Qué extraordinario —dije—. No
sabes cuánto te admiro y cuán atractiva me parece tu actitud.
—Me alegra saberlo —respondiste.
Luego te inclinaste hacia mí y añadiste—: No digo que no llevemos nuestra alma
humana, nuestra historia, dentro de nosotros; es evidente que sí.
»Recuerdo que en cierta ocasión,
hace mucho tiempo, Armand me contó que al preguntar a Lestat: "¿Qué puedo
hacer para comprender a la raza humana?", Lestat contestó: "Lee o ve
a ver todas las obras de Shakespeare y averiguarás cuanto precisas saber sobre
la raza humana." Armand siguió su consejo. Devoró los poemas, asistió a la
representación de sus obras teatrales, vio las nuevas y espléndidas películas
protagonizadas por Laurence Fishbourne, Kenneth Branagh y Leonardo DiCaprio. Y
cuando Armand y yo hablamos por última vez, me dijo lo siguiente sobre su
educación: "Lestat tenía razón. No me procuró libros sino el medio de
comprender a la raza humana. Ese hombre Shakespeare escribe (y cito a Armand y
a Shakespeare tal como lo expresó Armand, y yo te lo repetiré) como si brotara
de mi corazón:
Mañana, y al otro, y al otro,
los días transcurren a un monótono
ritmo,
hasta la última sílaba del tiempo
recogido en la Historia;
y todos nuestros ayeres han
indicado a los necios
el camino hacia la polvorienta
muerte.
Apágate, apágate breve candela.
La vida no es sino una sombra
errante;
un pobre actor que se mueve y agita
durante horas sobre el
escenario, y luego desaparece para
siempre;
es una historia relatada por un
idiota,
repleto de sonido y furia, que no
significa nada.
»"Este hombre escribió eso —prosiguió
Armand—, y todos sabemos que es la pura verdad y que todas las revelaciones han
sucumbido más pronto o más tarde ante ella, y sin embargo nos encanta la forma
en que lo expresó Shakespeare, deseamos oírlo una y otra vez. Deseamos
recordarlo. Deseamos no olvidar una sola palabra de lo que escribió."
Ambos guardamos silencio durante
unos instantes. Tú bajaste la mirada y apoyaste la barbilla sobre el puño. Yo
sabía que todo el peso de la aventura que había emprendido Armand hacia el sol
reposaba sobre ti, y me había encantado el modo en que habías recitado esas
palabras, y las palabras en sí mismas. Por fin dije:
—Y me produce placer, piensa en
ello, placer, el que me recites esas palabras.
Sonreíste.
—Deseo saber qué podemos averiguar —dijiste—.
Deseo conocer cuanto podamos ver. De modo que acudo a ti, un vampiro hembra.
Hija del Milenio, un vampiro que ha bebido de la misma reina Akasha, que ha
sobrevivido dos mil años, y te pido, Pandora, que escribas para mí, que
escribas tu historia, que la escribas como quieras.
Permanecí en silencio por unos
instantes.
Luego dije ásperamente que no podía
hacerlo. Pero unos recuerdos habían despertado en mí. Vi y oí unas discusiones
y peleas que se habían producido hacía siglos, vi brillar la luz del poeta
sobre unas eras que había conocido íntimamente a través del amor. Otras eras no
las he conocido, pues yo era un pobre espíritu errante, sumido en la
ignorancia.
Sí, ciertamente, existía una
historia que debía ser escrita; pero en esos momentos me negué a reconocerlo.
Tú te mostrabas muy afligido tras
haber pensado en Armand, tras haber recordado cómo se había dirigido hacia el
sol matutino. Añorabas a Armand.
—¿Existía algún vínculo entre
vosotros? —me preguntaste—. Disculpa mi atrevimiento, pero me refiero a si
existía algún vínculo entre vosotros cuando Armand y tú os conocisteis, puesto
que Marius os había dado a ambos el Don Oscuro. Sé que no sientes celos, me
consta. No habría mencionado el nombre de Armand si hubiera detectado cierto
resentimiento en ti, pero todo lo demás es una ausencia, un silencio. ¿No
existía un vínculo entre vosotros?
—El único vínculo era el dolor. Él
se dirigió hacia el sol, y el dolor es sin duda alguna el vínculo más sencillo y
seguro.
Soltaste una risita.
—¿Cómo puedo convencerte de que
accedas a mis deseos? Compadécete de mí, graciosa dama, confíame tu canción.
Esbocé una sonrisa indulgente, pero
pensé que eso era imposible.
—Es demasiado disonante, querido —repuse—.
Demasiado... —Cerré los ojos. Deseaba decir que mi canción era demasiado
dolorosa para cantarla.
De pronto alzaste la mirada. Tu
rostro mudó de expresión. Parecía como si quisieras hacerme creer que habías
caído en trance. Sacudiste la cabeza, señalaste algo, y luego dejaste caer la
mano sobre la mesa.
—¿Qué ocurre, David? —pregunté—.
¿Qué ves?
—Espíritus, Pandora, fantasmas.
—Pero eso es inaudito—contesté.
Sabía, no obstante, que David decía la verdad—. El Don Oscuro nos arrebata ese
poder. Incluso las antiguas brujas, Maharet y Mekare, nos aseguraron que una
vez que la sangre de Akasha penetró en ellas y se convirtieron en vampiros
hembras, no volvieron a oír ni ver a los espíritus. Tú has hablado con ellas
recientemente. ¿Les contaste que tenías ese poder?
David asintió. Era evidente que la
lealtad le obligaba a no decir que ellas no lo poseían. Pero yo lo sabía. Lo vi
en la mente de David, y lo comprobé personalmente cuando me entrevisté con las
ancianas gemelas que habían exterminado a la Reina de los Malditos.
—Veo unos espíritus, Pandora —dijiste
en tono de preocupación—. Si me esfuerzo puedo verlos por doquier, y en algunos
lugares muy específicos cuando ellos lo desean. Lestat vio el fantasma de
Roger, su víctima en Memnoch el Diablo.
—Pero eso fue una excepción
propiciada por un arrebato de amor que experimentó el alma de ese hombre, un
arrebato que desafió a la muerte, o que en todo caso demoró el fin del alma,
algo que nosotros no alcanzamos a comprender.
—Veo espíritus, pero no he venido
para agobiarte ni atemorizarte.
—Cuéntame más detalles —le rogué—.
¿Qué viste hace unos segundos?
—Un espíritu débil, incapaz de
herir a nadie. Es uno de esos tristes humanos que no saben que están muertos.
Constituyen una atmósfera en torno al planeta. Los llaman «espíritus errantes».
Pero yo tengo más dentro de mí mismo para explorar.
Tras una breve pausa, continuaste:
—Al parecer, cada siglo produce un
nuevo tipo de vampiro. Digamos que el curso de nuestro desarrollo no se
establece desde el principio, como tampoco el de los seres humanos. Tal vez una
noche te cuente todo lo que veo (esos espíritus que nunca logré ver claramente
cuando era mortal). Te contaré algo que me confesó Armand sobre los colores que
veía cuando se apoderaba de una vida, cuando el alma abandonaba el cuerpo
envuelta en unas ondas que irradiaban colores.
—¡Jamás había oído semejante cosa!
—Yo también veo eso —dijiste.
Observé que casi te dolía hablar de
Armand.
—Pero ¿cómo es posible que Armand
creyera en el Velo? —pregunté, asombrada de mi vehemencia—. ¿Por qué se dirigió
hacia el sol? ¿Cómo es posible que eso consiguiera aniquilar la razón y la
voluntad de Lestat? ¡La Verónica! ¿No sabían que ese nombre significa Vera
icon, que jamás existió tal persona, que un hombre que regresó al antiguo
Jerusalén el día en que Cristo recorrió las calles cargado con su cruz no logró
hallarla? La inventaron los sacerdotes. ¿Acaso no lo sabían?
Creo que yo había tomado ya la dos
libretas, pues al bajar la vista advertí que las sostenía en la mano. Es más,
las estreché contra mi pecho y examiné una de las plumas.
—La razón —murmuré—. ¡La preciosa
razón! ¡La conciencia psíquica dentro de un vacío! —Meneé la cabeza y te sonreí
amablemente—. ¡Y vampiros que hablan con los espíritus! Seres humanos capaces
de desplazarse de un cuerpo a otro... —Con un ímpetu que hasta a mí me pareció
insólito, añadí—: El alegre y moderno culto a los ángeles, tan de moda hoy en
día, la profunda devoción que se observa en todas partes. Y las personas que se
levantan de la mesa de operaciones para referir su experiencia de vida después
de la muerte, un túnel, un amor que las abraza. ¡Oh, sí, Lestat te creó en una
época propicia! Francamente, no me explico esos fenómenos.
Era evidente que mis palabras, o
mejor dicho la forma en que una mano invisible me había hecho exponer mi punto
de vista, te habían impresionado, tanto como a mí.
—No he hecho más que empezar —dijiste—,
y ya me codeo con brillantes Hijos del Milenio y adivinos callejeros que leen
el futuro en las cartas del Tarot. Estoy ansioso por examinar bolas de cristal
y espejos oscurecidos. Buscaré entre aquellos a quienes los demás consideran
locos, o entre nosotros mismos, entre seres como tú que han contemplado algo
que creen que no deben compartir con nadie. ¿No es cierto? Pero yo te pido que
lo compartas. Estoy harto del alma humana. Estoy harto de la ciencia y la
psicología, de los microscopios e incluso de los telescopios orientados hacia
las estrellas.
Yo estaba fascinada. ¡Con qué
convicción te expresabas! Noté que me ardían las mejillas debido a los
sentimientos que inspirabas en mí. Hasta creo que te miré boquiabierta.
—Yo mismo soy un milagro —añadiste—.
Soy inmortal, y deseo recabar más información sobre nosotros. Tú tienes una
historia que contar, eres muy vieja, y estás acabada. Siento amor por ti y
valoro que las cosas sean como son y, nada más.
—¡Qué frase tan extraña!
«El amor.» Te encogiste de hombros.
Alzaste la vista al techo y luego la clavaste en mí para conferir mayor énfasis
a tus palabras.
—Y llovió y llovió durante millones
de años, y los volcanes hirvieron y los mares se enfriaron, ¿y luego se produjo
el amor? —Te encogiste nuevamente de hombros, burlándote de ese concepto tan
absurdo.
No pude por menos que reírme de tu
pequeño gesto. «Demasiado perfecto», pensé; pero de pronto me sentí rota y
hundida.
—Esto es muy inesperado —comenté—,
porque aunque yo tenga una historia, una pequeña historia...
—¿ Sí?
—Bien, mi historia, suponiendo que
la tenga, está precisamente relacionada con los puntos que has destacado. —De
golpe me ocurrió algo muy extraño. Volví a soltar una breve risita y dije—: ¡Te
comprendo! No, no el que veas espíritus, pues éste es un tema demasiado
trascendente, pero ahora comprendo el origen de tu fuerza. Has vivido toda una
vida humana. A diferencia de Marius, a diferencia de mí, no se apoderaron de ti
en la plenitud de tu existencia, sino casi en el mismo momento en que se
produjo tu muerte natural. Es por ello por lo que no quieres saber nada de las
aventuras, y los defectos de los espíritus que vagan errantes por la tierra.
Estás decidido a seguir adelante con el coraje de un hombre que ha fallecido en
su vejez y comprueba que se ha alzado de la tumba. Has propinado una patada a
las coronas fúnebres. Estás preparado para el Olimpo, ¿no es así?
—O para Osiris, que habita en el
más profundo de los abismos —respondiste—. O para los fantasmas de Hades.
Ciertamente, estoy preparado para los espíritus, para los vampiros, para
aquellos que ven el futuro y afirman conocer el pasado, para ti, que posees una
inteligencia extraordinaria dentro de un envoltorio muy bello, que ha perdurado
un sinfín de años, una inteligencia que quizás ha destruido todo en ti salvo tu
corazón.
Te miré estupefacta.
—Perdóname. Ha sido una grosería por
mi parte —dijiste.
—No, explícate.
—Siempre les arrebatas el corazón a
tus víctimas, ¿no es cierto? Deseas su corazón.
—Tal vez. No esperes que pronuncie
unas frases tan sabias como haría Marius, o las ancianas gemelas.
—Me siento atraído por ti —dijiste.
—¿Porqué?
—Porque llevas una historia dentro
de ti; detrás de tu silencio y tu dolor yace una historia, perfectamente
articulada, que espera ser escrita.
—Eres demasiado romántico, amigo
mío —repuse.
Aguardaste con infinita paciencia.
Creo que sentiste el tumulto que se agitaba en mi interior, el modo en que mi
alma se estremecía ante tantas emociones nuevas.
—Es una historia insignificante —dije.
Vi unas imágenes, unos recuerdos, unos instantes, los elementos que incitan a
las almas a la acción y la creación. Vislumbré una minúscula posibilidad de
recuperar la fe.
Creo que ya conocías la respuesta.
Tú sabías lo que yo iba a hacer,
antes que yo misma. Sonreíste con discreción, pero estabas impaciente, sobre
ascuas.
Mientras te miraba, pensé en el
esfuerzo de narrar toda la historia...
—Quieres que me vaya, ¿no es
cierto? —dijiste. A continuación te levantaste, tomaste tu abrigo, un tanto
húmedo debido a la lluvia, y te inclinaste elegantemente para besarme la mano.
Yo seguía sosteniendo las libretas.
—No —contesté—. No puedo hacerlo.
Te abstuviste de hacer ningún
comentario.
—Vuelve dentro de dos noches —dije—.
Prometo devolverte las libretas, aunque sus páginas estén en blanco o sólo
contengan una explicación más satisfactoria sobre el motivo que me impide
recuperar mi vida perdida. No te decepcionaré. Acudiré a la cita y te entregaré
estas libretas, pero no esperes nada más.
—Dentro de dos noches —apostillaste—
volveremos a encontrarnos aquí.
Te observé en silencio mientras
abandonabas el café. Como ves, David, ya ha comenzado.
Y como ves, también, he utilizado
nuestro encuentro como introducción a la historia que me has pedido que narre.
2
LA HISTORIA DE PANDORA
Nací en Roma, durante el reinado de
César Augusto, en el año que según vuestros cálculos debió de ser el 15 a.C., o
quince años «antes de Cristo».
Todos los datos históricos romanos
y nombres romanos que cito aquí son rigurosamente ciertos. No los he falseado,
no he inventado historias ni acontecimientos políticos falsos.
Todo ello incidió de forma decisiva
sobre mi suerte y la suerte de Marius. No he incluido nada por amor al pasado.
He omitido el nombre de mi familia.
Lo he hecho porque tiene una historia y no deseo vincular su antigua
reputación, obras y epitafios a este relato. Por otra parte, cuando Marius le
confió su historia a Lestat, no le reveló el apellido de su familia romana. Yo
respeto esa decisión y tampoco la revelaré aquí. Hacía más de diez años que
Augusto había sido coronado emperador, y era una época fantástica para ser una
mujer educada en Roma, pues las mujeres gozábamos de total libertad. Yo tenía
un padre que era un rico senador y cinco hermanos prósperos. Me crié huérfana
de madre, pero querida y mimada por una legión de institutrices y tutores
romanos que me concedían cuanto deseaba.
Si realmente quisiera ponértelo
difícil, David, escribiría esta historia en latín clásico. Pero no lo haré. Y
debo decirte que, a diferencia de ti, adquirí mi educación en inglés de forma
casual; desde luego, no lo aprendí en las obras de Shakespeare.
He pasado por muchos estadios de la
lengua inglesa durante mis viajes y mis lecturas, pero buena parte de mis
conocimientos del inglés los adquirí en el siglo presente, y escribiré para ti
en un inglés coloquial.
Existe otro motivo para ello, que
sin duda comprenderás si has leído la traducción moderna del Satiricón, de
Petronio, o las sátiras de Juvenal. El inglés más moderno en realidad equivale
al latín de mis tiempos.
Las cartas oficiales de la Roma
imperial no te dirán esto, pero las inscripciones garabateadas sobre los muros
de Pompeya lo confirmarán. Poseíamos una lengua sofisticada, un sinfín de
hábiles atajos verbales y expresiones comunes.
Por consiguiente, voy a escribir en
el inglés que considero equivalente a mi antigua lengua, y natural para mí.
Déjame añadir —mientras la acción
se halla suspendida— que yo nunca fui, como dijo Marius, una cortesana griega.
Yo vivía como tal cuando Marius me dio el Don Oscuro, y quizás él me describió
así por respeto a viejos secretos mortales. O quizá lo hiciera por despecho. No
lo sé.
Pero Marius conocía todos los
detalles sobre mi familia romana, que era una familia senatorial, tan
aristocrática y privilegiada como su propia familia mortal, y que mi linaje se
remontaba a los tiempos de Rómulo y Remo, al igual que el linaje mortal de
Marius. Marius no sucumbió a mí porque yo poseyera «unos brazos hermosos»,
según le indicó a Lestat. Esta trivialización seguramente fue una provocación.
No les reprocho nada, ni a Marius
ni a Lestat. Ignoro si el primero erró al describir los hechos o si el segundo
los interpretó mal.
Mis sentimientos hacia mi padre han
sido tan fuertes hasta esta misma noche, mientras estoy sentada en este café,
escribiendo mi historia para ti, David, que me asombra el poder de la
escritura, de trazar unas palabras en un papel y evocar con tal intensidad el
amable rostro de mi padre.
Mi padre tuvo una muerte atroz. No
merecía ese fin. Pero algunos de nuestros parientes sobrevivieron y
posteriormente restituyeron el buen nombre de nuestra familia.
Mi padre era rico, uno de los
auténticos millonarios de aquella época, con capital en numerosos negocios.
Ejerció de soldado en más ocasiones de las que le fueron requeridas, era
senador, un hombre inteligente y de temperamento apacible. Y después de los
horrores de la guerra civil se convirtió en un acérrimo partidario de César
Augusto, y el emperador le tenía en gran estima.
Por supuesto que mi padre soñaba
con la restauración de la República romana; todos soñábamos con ello. Pero
Augusto había aportado paz y unidad al Imperio.
Durante mi juventud me encontré con
Augusto en muchas ocasiones, siempre en algún concurrido e intrascendente acto
social. Tenía el aspecto que mostraba en sus retratos; un hombre delgado con la
nariz larga y afilada, el pelo corto, un rostro corriente. Era una persona
racional y pragmática por naturaleza, desprovista de una crueldad anormal, y
para nada vanidosa.
El pobre tuvo la suerte de no ser
capaz de adivinar el futuro, de no intuir siquiera todos los horrores y la
locura que se desencadenarían con Tiberio, su sucesor, y que persistirían
durante tanto tiempo bajo otros miembros de su familia.
Yo no comprendí hasta más tarde la
singularidad y los logros del largo reinado de Augusto. ¿Fueron cuarenta y
cuatro años de paz en todas las ciudades de Europa?
Ah, nacer en aquella época
significaba hacerlo en una época de creatividad y prosperidad, cuando Roma
ostentaba el título de caput mundi, de capital del mundo. Cuando vuelvo la
vista atrás, soy consciente de la poderosa combinación que representaba poseer
una tradición e ingentes cantidades de dinero, valores antiguos y un poder
nuevo. Nuestra familia era conservadora, estricta, incluso un tanto anticuada,
pero gozábamos de todos los lujos imaginables. Con los años mi padre se
convirtió en un anciano aún más tranquilo y conservador. Disfrutaba con la
compañía de sus nietos, que nacieron cuando él era todavía un hombre vigoroso y
activo.
Aunque mi padre había combatido
sobre todo en las campañas del norte libradas junto al Rin, estuvo destinado en
Siria durante un tiempo. Había estudiado en Atenas. Había prestado tantos
servicios y con tanta eficacia al Imperio que le permitieron jubilarse anticipadamente
—mientras yo me hacía mujer—, una temprana retirada de la vida social que
bullía en torno al palacio imperial, aunque en aquel entonces yo no fuera
consciente de ello.
Mis cinco hermanos eran mayores que
yo, de modo que no se produjo un «duelo romano ritual» cuando vine al mundo,
como se dice que ocurría en las familias romanas cuando nacía una hembra. Todo
lo contrario.
Mi padre se había situado en cinco
ocasiones en el atrio —el patio interior principal, o peristilo, de nuestra
casa, con sus pilares y escalinatas y suntuosos mármoles—, ante toda la familia
que se había reunido allí, sosteniendo en brazos a un hijo recién nacido y,
tras examinarlo, había declarado que era un bebé perfecto y digno de criarse en
su hogar, de acuerdo con su prerrogativa. Como sin duda sabes, a partir de
aquel momento mi padre tenía el poder de decidir sobre la vida y la muerte de
sus vástagos.
Si mi padre no hubiera deseado esos
hijos varones por el motivo que fuere, los habría abandonado en la calle para
que murieran de hambre. La ley prohibía robar esos niños y convertirlos en
esclavos.
Dado que ya tenía cinco hijos,
algunos supusieron que se apresuraría a desembarazarse de mí. ¿Quién necesitaba
a una niña? Pero jamás abandonó ni rechazó a ninguno de los hijos de mi madre.
Cuando nací, mi padre, según me han contado, lloró de alegría.
«¡Loados sean los dioses! ¡Una
preciosa niña!» He oído esa anécdota ad nauseam de boca de mis hermanos,
quienes cada vez que me portaba mal —cuando cometía alguna travesura o me mostraba
rebelde y respondona— decían en tono burlón: «¡Loados sean los dioses, una
preciosa niña!» Esa frase se convirtió en un delicioso acicate.
Mi madre falleció cuando yo tenía
dos años, y lo único que recuerdo de ella es su bondad y su dulzura. Había perdido
tantos hijos como había parido, y la muerte precoz era muy corriente en aquella
época. Mi padre escribió un maravilloso epitafio para ella, y su memoria fue
honrada durante toda mi vida. Mi padre no trajo a ninguna otra mujer a nuestra
casa. Se acostaba con algunas de las esclavas, pero eso no era inusual. Mis
hermanos también lo hacían. Era una práctica común en las casas romanas. De
modo, pues, que mi padre no trajo a una nueva mujer perteneciente a otra
familia para que me educara.
No siento ningún dolor por haber
perdido a mi madre, porque yo era demasiado niña cuando ella murió, y si alguna
vez lloré su ausencia, no lo recuerdo.
Lo que sí recuerdo es que podía
corretear a mis anchas por una antigua, enorme y suntuosa casa romana, de
planta rectangular—con numerosas habitaciones rectangulares que daban al
rectángulo principal y que se comunicaban entre sí, rodeada por un gigantesco
jardín sobre la colina Palatina. La casa tenía los suelos de mármol y unos
muros bellamente pintados. El jardín serpenteaba y rodeaba cada estancia de la
vivienda.
Yo era la niña de los ojos de mi
padre. Recuerdo que me encantaba ver practicar a mis hermanos en el jardín con
sus espadas cortas de dos filos, o escuchar a sus tutores cuando les impartían
clase; yo tenía también unos excelentes maestros que me enseñaron a leer la
Eneída, de Virgilio, antes de que hubiera cumplido los cinco años.
Las palabras me fascinaban. Me
gustaba cantarlas y decirlas, y debo reconocer que incluso ahora gozo
escribiéndolas.
No habría podido confesarte eso
hace unas noches, David. Tú me has devuelto algo y es justo que lo reconozca.
Voy a procurar no escribir demasiado rápidamente en este café mortal, no sea
que los seres humanos se percaten de ello.
Pero sigamos con el tema que nos
ocupa.
A mi padre le parecía muy divertido
que yo supiera recitar versos de Virgilio a tan temprana edad, y nada le
complacía tanto como exhibirme en los banquetes a los que convidaba a sus
amigos senadores, tan conservadores y anticuados como él, y a veces al mismo
César Augusto. César Augusto era un hombre afable. Sin embargo, no creo que a
mi padre le gustara recibirlo en nuestra casa. Pero imagino que de vez en
cuando no tenía más remedio que agasajar al emperador con exquisitas viandas y
buenos vinos.
Yo solía aparecer con mi niñera
para ofrecer un recital que suscitaba los aplausos de los comensales, y
seguidamente me retiraba de nuevo a mi habitación, desde la que no podía con
templar a los orgullosos senadores romanos devorando sesos de pavo real y garum.
Supongo que sabes lo que es. Se trata de una salsa espantosa con que los
romanos aderezaban todos los platos, semejante al catsup de nuestros días. Esa
salsa anulaba el sabor de las anguilas o los calamares que tuvieras en el
plato, o los sesos de avestruz, o el cordero lechal, u otras absurdas
exquisiteces que contenían las gigantescas bandejas.
Quiero destacar que los romanos,
como sabes, albergaban en su corazón una pasión especial por la glotonería, y
esos banquetes se convertían inevitablemente en un espectáculo repugnante. Los
comensales se retiraban al vomitorio de la casa para arrojar los primeros cinco
platos del festín y así poder devorar los siguientes. Yo me divertía desde mi
cama, oyéndoles vomitar y reír estruendosamente.
A continuación se producía la
violación de todos los esclavos encargados de preparar y servir el banquete, ya
fueran chicos o chicas, o una mezcla de ambos sexos.
Las comidas familiares eran muy
distintas. En esas ocasiones nos comportábamos como miembros de una antigua
familia romana. Todos ocupaban su lugar a la mesa; mi padre era el jefe
indiscutible de la casa y no toleraba la menor crítica contra César Augusto,
quien era sobrino de Julio César, como ya sabes, y en realidad no gobernaba
como emperador de acuerdo con la ley. «Cuando llegue el momento oportuno, César
Augusto abdicará —decía mi padre—. Sabe que ahora no puede hacerlo. Es más
prudente y sabio que ambicioso. ¿Quién desea otra guerra civil?» En efecto, los
tiempos eran demasiado prósperos para que los prohombres del Imperio
organizaran una revuelta.
Augusto mantenía la paz. Sentía un
profundo respeto por el Senado romano. Mandó reconstruir los viejos templos
porque creía que la gente necesitaba la piedad religiosa que había conocido
bajo la República.
Nadie pasaba hambre en Roma, e
incluso se regalaba a Egipto maíz para los pobres. El emperador mantenía
vigentes una impresionante cantidad de festivales, juegos y espectáculos
tradicionales, suficientes para que uno se hartara, pero nosotros, como romanos
patriotas que éramos, teníamos la obligación de asistir a ellos con frecuencia.
No puede negarse que presenciábamos
escenas muy crueles en la arena. Se llevaban a cabo ejecuciones salvajes, y la
crueldad contra los esclavos era permanente.
Pero lo que hoy en día no comprende
la gente es que junto con esto coexistía en Roma, por parte incluso del
individuo más pobre, una gran sensación de libertad personal.
Los tribunales se tomaban el tiempo
necesario para llevar a cabo sus deliberaciones. Consultaban leyes antiguas.
Observaban las pautas de la lógica y las normas. La gente podía expresar su
opinión libremente.
Me interesa resaltar esto porque en
esta historia constituye un elemento clave, el que tanto Marius como yo
naciéramos en una época en que las leyes romanas, según decía Marius, se
basaban en la razón, en contraposición a la revelación divina.
Somos completamente distintos de
esos vampiros que habitan en las tinieblas en las tierras de la Magia y el
Misterio. No sólo confiábamos en Augusto cuando vivíamos, sino que creíamos en
el poder tangible del Senado. Creíamos en la virtud pública y en la firmeza de
carácter; observábamos un estilo de vida que no comportaba rituales, oraciones
ni magia, salvo de un modo superficial. La virtud formaba parte del carácter.
Ése era el legado de la República romana, que Marius y yo compartimos.
Por supuesto, nuestra casa estaba
repleta de esclavos. Había griegos brillantes y obreros que no paraban de
quejarse, y una legión de mujeres que limpiaban las estatuas y los vasos; toda
la ciudad estaba atestada de esclavos manumitidos —hombres libres—, algunos de
los cuales eran muy ricos.
Todos ellos eran nuestros
sirvientes, nuestros esclavos. Mi padre y yo permanecimos toda la noche en vela
cuando mi profesor griego agonizaba. Le sostuvimos las manos hasta que el
cadáver se enfrió. Nadie era azotado en nuestra mansión romana, a menos que mi
padre diera personalmente la orden. Los esclavos que trabajaban en nuestra
propiedad rural correteaban bajo los árboles frutales. Nuestros administradores
eran ricos, y exhibían su riqueza en las ropas que lucían. Recuerdo que durante
una época había siempre tantos viejos esclavos griegos en el jardín que yo me
entretenía oyéndoles discutir. No tenían otra cosa que hacer. Aprendí mucho de
ellos.
Yo me sentía más que feliz. Si
crees que exagero cuando digo que recibí una educación completísima, consulta
las cartas de Plinio u otras memorias y correspondencia de aquella época. Las
jóvenes de buena familia eran cultas y educadas; la mayoría de las romanas
modernas llevaban a cabo toda clase de actividades sin que los hombres se
interfirieran en sus asuntos. Gozábamos de la vida en la misma medida que los
varones.
Por ejemplo, yo apenas había
cumplido ocho años cuando me llevaron por primera vez al circo, junto con las
esposas de mis hermanos, para gozar del dudoso placer de ver a unos animales
exóticos, como las jirafas, correr despavoridas por la arena antes de sucumbir
bajo una lluvia de flechas. A este espectáculo le siguió el de un reducido
grupo de gladiadores cuya misión consistía en matar a hachazos a otros
gladiadores, y después presenciamos cómo un nutrido grupo de reos se convertía
en pasto de hambrientos leones.
Aún me parece oír los rugidos de
aquellos leones, David. Nada se interpone entre mí y el momento en que, sentada
en un banco de madera, en la segunda o tercera fila —los asientos más caros—
contemplé cómo esas fieras devoraban a unos seres humanos, tal como se suponía
que debía hacer, expresando un deleite destinado a testimoniar mi fortaleza de
carácter, mi entereza ante la muerte, en lugar de mostrarme horrorizada.
El público gritaba y reía mientras
los hombres y las mujeres corrían en un vano intento por escapar de las fieras.
Algunas víctimas no daban a los espectadores esa satisfacción. Se limitaban a
permanecer inmóviles ante el león que se disponía a atacarlas; las que eran
devoradas vivas parecían presas del más absoluto estupor, como si sus almas
hubiesen abandonado ya sus cuerpos, aunque las fauces del león no hubieran
alcanzado su cuello todavía. Recuerdo el olor de la multitud, pero sobre todo
su estruendo.
Yo pasé la prueba de la fortaleza
de carácter, pues era capaz de contemplar todos esos espectáculos. Presenciaba
cómo el gladiador campeón moría finalmente, postrado en la arena ensangrentada,
mientras la espada le atravesaba el pecho.
Pero también recuerdo con nitidez
que mi padre comentaba en voz baja que aquello le repugnaba. De hecho, toda la
gente que yo conocía compartía esa opinión. Al igual que otros, mi padre
afirmaba que el hombre corriente necesitaba esa sangre. Nosotros, la clase
alta, debíamos presidir esos espectáculos salvajes destinados al vulgo, que
poseían una cualidad religiosa.
La organización de esas atrocidades
se consideraba una especie de responsabilidad social.
En buena parte, la vida romana
consistía también en actividades realizadas al aire libre, las cuales
comportaban asistir a ceremonias y espectáculos, ser visto y compartir diversas
aficiones.
Uno se unía con otras gentes de
clase alta y clase baja que habitaban en la ciudad, formando una gigantesca
multitud, para presenciar una procesión triunfal, una importante ofrenda sobre
el altar de Augusto, una antigua ceremonia, unos juegos, una carrera de carros.
Ahora, en el siglo XX, cuando veo
las incesantes intrigas y matanzas en las pantallas de cine y televisión de
nuestro mundo occidental, me pregunto si la gente necesita realmente contemplar
esas carnicerías, la muerte bajo todas sus formas. La televisión constituye a
veces una interminable serie de combates de gladiadores y asesinatos en masa.
No hay más que ver la cantidad de grabaciones en vídeo de guerras actuales que
se emiten por televisión.
Los documentos bélicos se han
convertido en arte y espectáculo.
El narrador habla suavemente
mientras la cámara pasa sobre un montón de cadáveres, o unos niños esqueléticos
que lloran junto a sus madres desnutridas. Pero es importante. Uno puede
deleitarse con todas estas guerras mientras menea la cabeza con asombro. Las
veladas de televisión están consagradas a viejos documentales de hombres que
mueren empuñando sus fusiles.
Creo que contemplamos esos
espectáculos porque tenemos miedo. Pero en Roma uno tenía que contemplarlos
para endurecerse, y eso afectaba tanto a las mujeres como a los
hombres.
Lo que quiero destacar es que no
permanecí encerrada en mi casa como una griega en su hogar de Atenas. No sufrí
bajo las antiguas costumbres de la República romana.
Recuerdo con toda claridad la
absoluta belleza de esa época y la ciega convicción de mi padre de que Augusto
era un dios, y de que Roma jamás se había afanado tanto en complacer a sus
deidades.
Deseo ofrecerte ahora un recuerdo
muy importante. Permíteme antes que establezca el escenario. En primer lugar,
hablemos de Virgilio y del poema que escribió, la Eneida, en el que ampliaba y
glorificaba en grado sumo las aventuras del héroe Eneas, un troyano que huyó de
los horrores de la derrota a manos de los griegos y salió del célebre caballo
de madera para arrasar Troya, la ciudad de Elena.
Es una historia encantadora.
Siempre me ha gustado mucho. Eneas deja Troya agonizando y regresa, tras
desafiar toda clase de peligros, a la hermosa Italia, donde funda nuestra
nación. Pero lo cierto es que Augusto amaba y apoyaba a Virgilio, y éste era un
poeta respetado, decente y magnífico a quien todos se apresuraban a citar, un
poeta patriótico aceptado por todos. Era perfectamente normal que te gustara
Virgilio.
Virgilio murió antes de que yo
naciera. Pero cuando cumplí los diez años ya había leído todo cuanto él había
escrito, y también había leído a Horacio, a Lucrecio y buena parte de la obra
de Cicerón, además de todos los manuscritos griegos que poseíamos, los cuales
eran muy numerosos.
Mi padre no creó su biblioteca para
exhibirla. Era un lugar donde los miembros de la familia pasábamos muchas
horas. También era el lugar donde mi padre escribía sus cartas —lo que hacía
continuamente—, dirigidas al Senado, al emperador, a los tribunales, a sus
amigos, etcétera.
Pero volvamos a Virgilio. Yo había
leído también a otro poeta romano, que aún vivía, que había provocado las iras
de Augusto, el dios. Se trataba de nuestro poeta Ovidio, el autor de Las
metamorfosis y docenas de otras obras salaces pero muy divertidas.
Cuando yo era demasiado joven para
acordarme, Augusto la tomó con Ovidio, a quien también había admirado, y lo
desterró a un lugar horrible junto al mar Negro. Quizá no fuera tan horrible,
pero los cultos ciudadanos de Roma suponían que debía de serlo, alejado como
estaba de la capital en una zona habitada por bárbaros.
Ovidio residió allí mucho tiempo, y
sus libros estuvieron prohibidos en Roma. No se podían hallar en las librerías,
en las bibliotecas públicas ni en los puestos de libros del mercado.
Como sabes, en esos tiempos existía
una gran afición a la lectura; los libros proliferaban—en forma de rollos de
pergamino o en códices, esto es, en páginas encuadernadas— y muchos libreros
empleaban a equipos de esclavos que se pasaban el día haciendo copias
manuscritas para venderlos al público. Pero sigamos. Ovidio había caído en
desgracia con Augusto, y había sido desterrado, aunque algunos hombres, como mi
padre, no estaban dispuestos a quemar sus ejemplares de Las metamorfosis ni
ninguna otra de sus obras, y lo único que les impedía suplicar al emperador que
lo perdonara era el miedo. Aquel escándalo tenía algo que ver con Julia, la
hija de Augusto, una reconocida zorra. Ignoro qué circunstancias llevaron a
Ovidio a verse implicado en las historias amorosas de Julia. Es posible que el
emperador considerara que su obra El arte de amar, unos sensuales poemas que
Ovidio había escrito de joven, constituían una influencia perniciosa. Por otra
parte, durante el reinado de Augusto se hablaba mucho de la «reforma», de los
valores antiguos.
No creo que nadie conozca realmente
lo que ocurrió entre César Augusto y Ovidio, pero el caso es que éste fue
desterrado durante el resto de su vida de la Roma imperial.
Yo había leído El arte de amar y
Las metamorfosis en unos viejos y gastados tomos cuando sucedió el incidente
que quiero relatar. A muchos amigos de mi padre les preocupaba la suerte de
Ovidio.
Vayamos ahora al recuerdo que
quiero narrarte. Yo había cumplido diez años. Un día, después de estar jugando
en el jardín, entré en la gran sala de recepción de mi padre, cubierta de
tierra de pies a cabeza, con el pelo alborotado y el vestido roto, y me senté a
los pies del amplio diván para oír lo que decían, mientras mi padre se hallaba
tumbado en él, ostentando toda la dignidad de un destacado romano, charlando
con varios hombres que habían acudido a visitarlo.
Yo conocía a todos aquellos hombres
excepto uno, un individuo rubio con los ojos azules, muy alto, que en el
transcurso de la conversación —consistente en murmullos y gestos de asentimiento
con la cabeza— se volvió y me guiñó un ojo. Se trataba de Marius, con la piel
ligeramente tostada debido a sus viajes y unos ojos luminosos y muy bellos.
Tenía tres nombres, como todo el mundo. Pero insisto en que no deseo revelar el
nombre de su familia. Porque yo lo sabía. Sabía que Marius era un «bala
perdida» aunque profundamente intelectual, el «poeta» y el «haragán». Lo que
nadie me había dicho era que fuera tan hermoso. Aquel primer encuentro entre
nosotros, cuando Marius aún vivía, se produjo unos quince años antes de que se
convirtiera en vampiro. Calculo que no debía de tener más de veinticinco años,
aunque no estoy segura.
Pero continuemos. Los hombres no me
prestaron la menor atención, y yo, curiosa como siempre, no tardé en comprender
que habían ido a ver a mi padre para referirle noticias
sobre Ovidio, y que el joven alto
de extraordinarios ojos azules, a quien llamaban Marius, acababa de regresar de
la costa báltica y había llevado a mi padre, como regalo, unos hermosos tomos
de las obras de Ovidio, pasados y actuales.
Los hombres aseguraron a mi padre
que aún era demasiado peligroso implorar a César Augusto que perdonara a
Ovidio, y mi padre lo aceptó. Pero si no me equivoco, mi padre confió a Marius,
el joven alto y rubio, un dinero para que éste se lo entregara al poeta.
Cuando los caballeros se disponían
a marcharse, vi a Marius en el atrio, observé su gigantesca estatura, inusual
en un romano, y solté una infantil expresión de asombro seguida de una
carcajada. Marius volvió a guiñarme un ojo.
En aquel entonces Marius llevaba el
pelo corto, al estilo militar romano, con unos pocos rizos sobre la frente;
posteriormente, cuando se convirtió en vampiro, llevaba el pelo largo, al igual
que ahora, aunque en aquella época lucía el típico corte militar romano. Pero
era rubio, su cabello refulgía bajo el sol, y allí, de pie en el atrio, me
pareció el hombre más maravilloso e imponente que jamás había visto. Marius me
miró con una expresión llena de bondad.
—¿Cómo es que eres tan alto? —pregunté.
A mi padre le pareció una pregunta
muy cómica, y no le importó lo que los demás pensaran de su hijita despeinada
cubierta de tierra, colgada de sus brazos y hablando con aquel distinguido
caballero.
—Bonita mía, soy alto porque soy un
bárbaro —respondió, y se echó a reír, coqueteando conmigo como si yo fuera una
damita, tratándome con una deferencia a la que no estaba
acostumbrada.
De pronto abrió las manos como si
fueran garras y se precipitó hacia mí como un oso.
Yo me enamoré de él de inmediato.
—¡No, en serio! —exclamé—. No
puedes ser un bárbaro. Conozco a tu padre y a todas tus hermanas; viven un poco
más abajo, en la colina. Mi familia siempre habla de ti en la mesa, y sólo dice
cosas agradables, por supuesto.
—De eso estoy seguro—dijo, echándose
a reír.
Advertí que mi padre empezaba a
impacientarse.
Lo que yo no sabía era que una niña
de diez años podía comprometerse en matrimonio.
Marius se irguió y dijo con su voz
suave y hermosa, educada tanto para hablar en público como para pronunciar
palabras de amor:
—A través de mi madre desciendo de
celtas, mi pequeña beldad, mi pequeña musa, gentes altas y rubias del norte, de
la Galia. Mi madre era allí una princesa, según me han dicho. ¿Sabes quiénes
son esas gentes?
Respondí que lo sabía, por
supuesto, y empecé a recitar de memoria el relato de Julio César sobre la
conquista de la Galia, o tierra de los celtas: «La Galia se compone de tres
partes...»
Marius estaba francamente
impresionado, como los demás, así que continué:
—Los celtas están separados de
Aquitania por el río Garona, y la tribu de los belgas por los ríos Marne y
Sena...
Mi padre, un poco incómodo porque
su hija había acaparado toda la atención, me interrumpió para asegurar a sus
visitantes que yo era la alegría de su vida, que estaba muy consentida por
todos y que no dieran importancia a ese incidente.
Y yo, que era muy osada y díscola
por naturaleza, exclamé:
—¡Transmitid al gran Ovidio mi amor
y decidle que yo también deseo que regrese a Roma!
Luego recité algunos pasajes
atrevidos de El arte de amar:
Ella rió y le dio sus mejores y más
apasionados besos,
capaces de arrancar el rayo de tres
puntas de manos de Júpiter.
Era una tortura pensar que ese
joven recibía unos besos tan ardientes.
¡Ojalá no lo hubieran sido tanto!
Todos se echaron a reír, excepto mi
padre; Marius aplaudió, entusiasmado. Animada por su reacción, eché a correr
hacia él como un oso, al igual que él lo había hecho hacia mí momentos antes,
mientras seguía recitando las ardientes palabras de Ovidio:
Para colmo, esos besos eran mejores
que los que yo le había dado a ella,
quien parecía complacida con esa
nueva lección.
Extraordinariamente complacida...,
¡mala señal! Le besaba con la lengua,
y mi lengua también la besaba.
Mi padre me agarró del brazo y dijo:
—¡Basta, Lydia, es suficiente!
Eso provocó más carcajadas en los
amigos de mi padre, quienes lo abrazaron, condescendientes, sin parar de reír.
Pero yo tenía que obtener una última victoria sobre aquella pandilla de
adultos.
—Te lo ruego, padre, déjame
terminar con unas sabias y patrióticas palabras de Ovidio: «Me congratulo de no
haber llegado a este mundo hasta la época presente, que encaja con mis gustos.»
Marius parecía más asombrado que
regocijado ante esa afirmación. Pero mi padre me agarró por los brazos y dijo
con toda claridad:
—Lydia, Ovidio no diría eso ahora,
y quiero que tú, que eres... una experta en literatura y filosofía, asegures a
los estimados amigos de tu padre que sabes muy bien que Ovidio fue desterrado
de Roma por Augusto por una causa justificada y que nunca podrá regresar.
Dicho de otro modo, mi padre me
ordenó: «Deja de referirte a Ovidio.»
Pero Marius, sin dejarse arredrar,
se arrodilló delante de mí, me tomó la mano, la besó y dijo:
—Yo transmitiré a Ovidio tu amor, pequeña
Lydia. Pero tu padre está en lo cierto. Debemos aceptar la censura del
emperador. A fin de cuentas, somos romanos. —A continuación hizo algo muy
singular: me habló como si yo fuera una persona adulta—. César Augusto ha dado
más a Roma de lo que jamás pudimos imaginar. Y también es poeta. Escribió un
poema llamado Ayax, que él mismo quemó porque dijo que no valía nada.
Yo me lo estaba pasando en grande.
En aquel momento me hubiera fugado con Marius, pero tuve que contentarme con
bailar alrededor de él mientras salía del vestíbulo y se dirigía hacia el
portal.
Me despedí de él con la mano.
Marius se detuvo por un instante.
—Adiós, pequeña Lydia—dijo.
Luego dijo unas palabras a mi padre
en voz baja.
—¡Estás loco! —repuso mi padre.
Marius me miró sonriendo con
tristeza y se marchó.
—¿Qué te ha dicho? ¿Qué ha pasado? —pregunté
a mi padre—. ¿Qué ocurre?
—Escucha, Lydia —contestó mi padre—.
¿Te has tropezado alguna vez, en los libros que has leído, con la palabra
«comprometida»?
—Sí, padre, por supuesto.
—Pues bien, ese aventurero y
soñador pretende comprometerse en matrimonio con una niña de diez años porque
ésta es demasiado joven para casarse y así él podría disfrutar de unos años más
de libertad, sin la censura del emperador. Todos son iguales.
—No, no, padre —dije—. Nunca lo
olvidaré.
Creo que lo olvidé al día
siguiente.
No volví a ver a Marius hasta cinco
años después. Recuerdo que yo tenía a la sazón quince años; ya hubiera debido
estar casada, pero no quería casarme. Me las había arreglado para eludir el
matrimonio durante años, fingiendo estar enferma, padecer unos incontrolados
ataques de locura. Pero el tiempo apremiaba. De hecho, las niñas alcanzaban la
edad casadera a los doce años.
En aquellos momentos todos nos
encontrábamos al pie de la colina Palatina, presenciando una sacrosanta
ceremonia —la Lupercalia—, uno de los numerosos festivales tan comunes en Roma.
La Lupercalia era muy importante
para nosotros, aunque es imposible equiparar su significado al concepto que
tiene un cristiano de la religión. Demostrábamos nuestro fervor religioso
deleitándonos con esa ceremonia, participando en ella como ciudadanos y como
romanos ejemplares. Además, proporcionaba un gran placer.
De modo que allí estaba yo, no
lejos de la cueva del Lupercal, presenciando con otras muchachas cómo los dos
hombres elegidos aquel año eran untados con sangre procedente del sacrificio de
unas cabras y cubiertos con la pieles ensangrentados de éstas. Aunque no
alcancé a ver esos preámbulos con nitidez, los había presenciado en numerosas
ocasiones, y cuando hacía unos años dos de mis hermanos participaron en este
festival, me abrí camino entre la multitud para colocarme en primera fila y
contemplar el espectáculo.
En esta ocasión pude ver que cada
uno de los jóvenes comenzaba a correr alrededor del pie de la colina Palatina.
Me situé en primera fila porque tenía que hacerlo. Los jóvenes
golpeaban levemente en el brazo a
todas las muchachas con un pedazo de piel de cabra, para purificarnos y hacer
que fuéramos fértiles.
Yo avancé un paso y recibí el golpe
ceremonial, tras lo cual retrocedí de nuevo, deseando haber nacido varón para
correr alrededor de la colina con los hombres, un deseo bastante frecuente en
mí en aquella época de mi existencia mortal.
Yo tenía algunas ideas sarcásticas
sobre esa forma de «purificarnos», pero para entonces había aprendido a
comportarme en público y por nada del mundo habría humillado a mi
padre y a mis hermanos.
Esos trozos de piel de cabra, como
bien sabes, David, se llaman februa, y «febrero» proviene de esa palabra, lo
cual no deja de ser interesante sobre el lenguaje y la magia que contiene. Sin
duda la Lupercalia tiene algo que ver con Rómulo y Remo; quizás incluso se
basaba en un antiguo sacrificio humano. A fin de cuentas, untaban la cabeza de
los jóvenes con sangre de cabra. Al pensar en ello no puedo evitar
estremecerme, pues en los tiempos etruscos, mucho antes de que yo naciese, ésta
pudo haber sido una ceremonia mucho más cruel.
Quizá fuera en esta ocasión cuando
Marius contempló mis brazos, porque yo los llevaba desnudos para recibir el
azote ceremonial, y ya me había convertido, como habrás comprobado, en una
joven a quien le gustaba llamar la atención, riendo con los otros mientras los
hombres seguían corriendo.
Vi a Marius entre la multitud. Él
me miró y siguió con su libro. Qué extraño, estaba apoyado contra un árbol,
sosteniendo un libro en una mano y escribiendo con la otra. Junto a él había un
esclavo que aguantaba un tintero.
Reparé en el cabello de Marius; era
largo, rebelde, precioso.
—Mira, ahí está nuestro amigo, el
bárbaro Marius —le dije a mi padre—, ése tan alto, y está escribiendo.
Mi padre sonrió.
—Marius siempre está escribiendo.
Cuando menos hay que reconocer que eso lo hace bien. Vuélvete, Lydia, y estáte
quieta.
—Pero me ha mirado, padre. Quiero
hablar con él.
—¡Te lo prohíbo, Lydia! ¡No
permitiré que le sonrías siquiera!
De regreso a casa le pregunté:
—Si vas a casarme con alguien,
puesto que no hay nada que yo pueda hacer para evitar ese horrible trago salvo
suicidarme, ¿por qué no me casas con Marius? No lo comprendo. Soy rica. Él es
rico. Sé que su madre era una princesa celta salvaje, pero su padre lo ha
adoptado.
Mi padre me miró atónito.
—¿Dónde has averiguado esto? —preguntó
deteniéndose en seco, lo cual siempre era una mala señal.
Los espectadores que había cerca de
nosotros comenzaron a dispersarse.
—No sé, todo el mundo lo sabe. —Al
volverme vi a Marius a escasa distancia, observándome fijamente—. ¡Deja que
hable con él, padre! —le rogué.
Mi padre se arrodilló en el suelo.
Casi todo el mundo había emprendido el camino de vuelta a sus casas.
—Lydia, sé que esto es terrible
para ti. He cedido ante todos los reparos que has puesto a los jóvenes que te
cortejaban; pero créeme, el emperador no aprobaría que te casaras con un
historiador aventurero como Marius. No ha servido en el ejército, no puede
poner los pies en el Senado; es imposible. Cuando te cases, lo harás con un
hombre digno de ti.
Mientras nos alejábamos, me volví
de nuevo con el único fin de divisar a Marius entre la multitud, pero comprobé,
sorprendida, que permanecía inmóvil, mirándome. Con su larga cabellera,
guardaba un gran parecido con el vampiro Lestat. Es más alto que Lestat y tan
esbelto como él; también tiene los ojos azules, y una gran fuerza muscular y un
rostro que casi se podría considerar hermoso.
Me solté de la mano de mi padre y
eché a correr hacia Marius.
—Quiero casarme contigo —dije—,
pero mi padre no lo consiente.
Jamás olvidaré la expresión de su
rostro. Pero antes de que él pudiera decir algo, mi padre me agarró de la mano
y entabló con él una conversación en términos respetuosos pero tajantes.
—¿Cómo estás, Marius, y cómo le va
a tu hermano en el ejército? ¿Y cómo van tus trabajos de historia? Tengo
entendido que has escrito trece volúmenes.
Mi padre dio media vuelta y echó a
andar, arrastrándome de la mano. Marius no se movió ni dijo nada. Unos
instantes después mi padre y yo nos unimos a la gente que subía a toda prisa
por la colina.
Aquel momento cambió el curso de
nuestras vidas, aunque ni Marius ni yo podíamos adivinarlo, claro está.
Habían de transcurrir veinte años
antes de que nos encontráramos de nuevo.
Yo tenía entonces treinta y cinco
años. Puedo decir que nos encontramos en unos dominios tenebrosos en más de un
aspecto.
Pero deja que te cuente lo que
había ocurrido antes de nuestro encuentro.
Debido a las presiones de la Casa
Imperial, yo me había casado, y no una vez, sino dos. Augusto deseaba que todos
tuviéramos hijos. Pero yo no tuve ninguno. No obstante, mis
maridos implantaron su semilla en
numerosas jóvenes esclavas. Así pues, me divorcié legalmente y me liberé de mis
maridos en dos ocasiones, decidida a retirarme de la vida social para que el
emperador Tiberio, que había ascendido al trono imperial a los cincuenta años,
me dejara en paz, pues tenía unas ideas más puritanas que Augusto y era un
dictador doméstico más irritable que éste. Si me quedaba en mi casa, si me
abstenía de asistir a banquetes y a fiestas y frecuentaba la compañía de la
emperatriz Livia, esposa de Augusto y madre de Tiberio, quizá consiguiese que
no me obligaran a convertirme en una madrastra. De modo que decidí quedarme en
casa y atender a mi padre tal como merecía, pues aunque gozaba de excelente
salud era muy anciano.
Con todo respeto hacia mis maridos,
cuyos nombres constituyen algo más que una simple nota a pie de página en las
crónicas romanas, fui una esposa lamentable.
Tenía mucho dinero, que me había
dado mi padre. No hacía caso de nadie, y accedía a mantener relaciones sexuales
sólo bajo mis condiciones, cosa que lograba siempre, pues estaba dotada de la
suficiente belleza como para que los hombres sufriesen por mí. Me hice miembro
del culto de Isis para fastidiar a mis maridos y sacudírmelos de encima. Acudía
con frecuencia al templo de Isis, donde conversaba largamente con otras mujeres
interesantes, algunas más osadas y con menos prejuicios que yo. Las rameras me
fascinaban. Esas mujeres brillantes y liberadas que habían conquistado una
barrera que yo, la dulce hija de mi padre, jamás conquistaría.
Acudía periódicamente al templo. Al
poco tiempo me inicié en el culto a una ceremonia secreta y participé en todas
las procesiones de Isis que se celebraban en Roma.
Mis maridos detestaban eso. Quizá
por ello, cuando hube regresado a la casa de mi padre dejé de asistir al templo
de Isis. En cualquier caso, creo que fue una decisión acertada, aunque apenas
incidió en el curso de los acontecimientos.
Isis era una diosa importada de
Egipto, y los antiguos romanos recelaban tanto de ella como de la terrible
Cibeles, la Gran Madre del Lejano Oriente, quien inducía a sus adeptos
masculinos a castrarse. Toda la ciudad estaba repleta de esos «cultos
orientales», y la población conservadora los consideraba siniestros.
El típico romano conservador era
demasiado práctico para dejarse seducir por esas tonterías. Si a los cinco años
no sabías que los dioses eran unas criaturas ficticias y los mitos meras
fábulas, es que eras imbécil.
Pero Isis poseía una curiosa
característica, algo que la distinguía de la cruel Cibeles. Isis era una madre
devota de sus hijos y una diosa que perdonaba todo a sus fieles. Era más
antigua que la Creación. Era paciente y sabia.
Por este motivo hasta la mujer más
vil podía orar en el templo, y nadie se atrevía a expulsarla de allí.
Al igual que la Virgen María, una
figura muy conocida hoy en día en todo Oriente y Occidente, la reina Isis había
concebido su divino hijo por medios divinos. A través de su poder había
obtenido de Osiris, muerto y castrado, una semilla viva. Con frecuencia Isis
aparecía pintada o esculpida sosteniendo a su divino hijo, Horus, en su regazo,
con el pecho cándidamente desnudo para amamantar al joven dios.
Osiris gobernaba en la tierra de
los muertos, y de su falo, perdido para siempre en las aguas del Nilo, manaba
incesantemente el semen que fertilizaba los extraordinarios campos de Egipto
todos los años cuando el Nilo se desbordaba.
La música de nuestro templo era
divina. Utilizábamos el sistro, un pequeño instrumento rígido de metal parecido
a una lira, así como flautas y panderetas. Bailábamos y cantábamos juntos. La
poesía que contenían las letanías de Isis era muy bella y arrebatada.
Isis era la Reina de la Navegación,
como posteriormente la Virgen María ostentaría el título de Nuestra Señora del
Mar. Cada año, cuando transportaban su imagen hasta la playa, se formaba una
multitudinaria procesión. Todo Roma salía a la calle a contemplar a los dioses
egipcios con sus cabezas de animales, la enorme cantidad de flores y la estatua
de la Reina Madre. En el aire vibraban las notas de los himnos. Los sacerdotes
y las sacerdotisas lucían unas túnicas de lino blanco. La figura de Isis, hecha
de mármol, sostenida en alto y portando entre las manos su sagrado sistro, iba
majestuosamente vestida y peinada al estilo griego.
Ésa era mi Isis. Me alejé de ella
después de mi último divorcio. A mi padre no le gustaba ese culto, y yo había
empezado a cansarme de él. En cuanto me convertí en una mujer libre, dejaron de
seducirme las prostitutas. Mi situación era infinitamente más satisfactoria. Me
ocupaba de la intendencia de la casa de mi padre, el cual era lo bastante
anciano, pese a que conservaba su negra cabellera y una vista
extraordinariamente aguda, para que el emperador me dejara tranquila.
No puedo decir que me acordara o
pensara en Marius. Nadie lo había mencionado desde hacía años. Había
desaparecido de mi mente después de la Lupercalia. No existía fuerza en la
tierra capaz de interponerse entre mi padre y yo.
Todos mis hermanos habían tenido
suerte. Habían hecho unos buenos casamientos, habían tenido hijos y habían
regresado a casa después de las duras guerras en las que habían participado
para mantener las fronteras del Imperio.
Mi hermano menor, Lucius, no me
caía muy bien; siempre estaba nervioso y era aficionado a la bebida y al juego,
lo cual contrariaba profundamente a su esposa. Yo la quería mucho, al igual que
a todas mis cuñadas, sobrinas y sobrinos. Disfrutaba cuando los niños invadían
nuestra casa, chillando y correteando como locos con «el permiso de la tía
Lydia», lo cual no les estaba permitido hacer en su casa.
Antonio, mi hermano mayor, hubiera
podido ser un hombre importante. La suerte le había privado de alcanzar la
grandeza, aunque estaba preparado para ella, pues era un hombre culto, formado
y muy inteligente.
La única insensatez que me dijo en
cierta ocasión sin andarse por las ramas fue que Livia, la esposa de Augusto,
había envenenado a éste para que su hijo Tiberio pudiera reinar. Mi padre, que
también se hallaba en la habitación, le reprendió severamente.
—¡No vuelvas a decir esto jamás,
Antonio! Ni aquí ni en ningún sitio. —Se levantó y, sin proponérselo, resumió
perfectamente el estilo de vida que llevábamos él y yo—. Manténte alejado del
palacio imperial, manténte alejado de las familias imperiales, siéntate en la
primera fila cuando asistas a los juegos y nunca dejes de acudir al Senado,
pero no te metas en sus disputas e intrigas.
Antonio se puso furioso, pero no
por lo que le había dicho mi padre.
—Sólo se lo he dicho a las únicas
dos personas a quienes puedo decírselo: tú y Lydia. Detesto sentarme a cenar
junto a una mujer que ha envenenado a su marido. Augusto debería haber
restaurado la República. Sabía que la muerte le rondaba.
—En efecto, y sabía que no podía
restaurarla. Eso era imposible. El Imperio se había expandido hasta Britania en
el norte, más allá de Esparta en el este; cubre todo el norte de África. Si
quieres ser un buen romano, Antonio, ten el valor de expresar tus opiniones en
el Senado. Tiberio te invita a hacerlo.
—Qué engañado estás, padre —replicó
Antonio.
Mi padre puso fin a la discusión.
Pero ambos llevábamos exactamente
la clase de vida que él había descrito.
Tiberio no tardó en granjearse la antipatía
de los bullangueros romanos. Era demasiado viejo, demasiado seco, demasiado
rígido, demasiado puritano y déspota al mismo tiempo.
Sin embargo, poseía una cualidad.
Aparte de su gran pasión por la filosofía, había sido un buen soldado. Y ésa
era la característica más importante que debía tener un emperador. Las tropas
le respetaban.
Tiberio había reforzado la guardia
pretoriana en torno al palacio y había contratado a un hombre llamado Sejano
para que se ocupara de ella. Pero no trajo a las legiones a Roma, y tenía una
gran facilidad de palabra a la hora de hablar sobre los derechos personales y
la libertad, si uno lograba permanecer despierto para escucharle, claro. A mí
me parecía un hombre triste y solitario.
El Senado perdía la paciencia cuando
Tiberio se negaba a tomar una decisión. No querían ser ellos quienes la
tomaran. Pero todo eso parecía relativamente inocuo.
Entonces ocurrió un terrible
incidente que me hizo detestar al emperador con toda mi alma y perder la fe en
el hombre y su capacidad de gobernar.
El incidente estaba relacionado con
el templo de Isis. Un hombre astuto y perverso, que afirmaba ser Anubis, el
dios egipcio, había atraído al templo a una distinguida dama devota de la diosa
y se había acostado con ella, engañándola vilmente, aunque yo no me explico
cómo lo había conseguido. Aún hoy la recuerdo como la mujer más estúpida de
Roma. Pero probablemente había otros aspectos en esta historia. Sea como fuere,
ocurrió en el templo.
Más tarde ese individuo, ese falso
Anubis, se presentó ante la distinguida dama y le dijo sin rodeos que la había
engañado. Ella acudió llorando a su marido y se lo confesó todo. Fue un
escándalo sonado.
Hacía un año que yo había acudido
al templo por última vez, de lo cual me alegré.
Pero la reacción del emperador fue
más terrible de lo que hubiera podido imaginar.
El templo fue destruido hasta sus
cimientos. Todos los adeptos de Isis fueron desterrados de Roma, y algunos de
ellos ejecutados. Nuestros sacerdotes y sacerdotisas fueron crucificados, o
colgados del árbol, según la antigua expresión romana, para que murieran
lentamente y se pudrieran delante de todo el mundo.
Mi padre entró en mi habitación. Se
dirigió al pequeño altar de Isis, agarró la estatua y la estrelló contra el
suelo de mármol. Luego tomó los trozos grandes y los hizo añicos.
Yo asentí con la cabeza.
Supuse que mi padre me censuraría
por mis viejas costumbres. Me sentía muy triste y conmocionada por cuanto había
ocurrido. Nuestros cultos orientales eran perseguidos. El emperador había
decidido arrebatar el derecho de santuario a varios templos erigidos en todo el
Imperio.
—Ese hombre no desea ser emperador
de Roma —dijo mi padre—. Está cansado de tanta crueldad y tantas muertes. Es un
hombre rígido, aburrido y tiene miedo de que lo maten. En estos tiempos, un
hombre que no desea ser emperador, no debe serlo.
—Quizás abdique —repuse con
tristeza—. Ha adoptado al joven general Germánico julio César. Eso significa
que Germánico será su heredero, ¿no es así?
—¿De qué les sirvió a los antiguos
herederos de Augusto el haber sido adoptados? —inquirió mi padre.
—¿A qué te refieres? —pregunté.
—Utiliza la cabeza —respondió mi
padre—. No podemos seguir fingiendo que somos una república. Debemos definir
las funciones del emperador y los límites de su poder. Debemos establecer una
forma de sucesión que no sea el asesinato.
Yo traté de calmarlo.
—Marchémonos de Roma, padre.
Vayamos a nuestra casa en la Toscana. Es un lugar muy hermoso.
—No podemos hacerlo, Lydia —repuso—.
Debo permanecer aquí. Tengo que ser leal a mi emperador. He de hacerlo por toda
la familia. Debo ocupar mi puesto en el Senado.
Al cabo de unos meses, Tiberio
envió a su joven y apuesto sobrino Germánico Julio César a Oriente, para
alejarlo de la adulación del pueblo de Roma. Como te he dicho, la gente no
temía decir lo que pensaba.
Germánico era el legítimo heredero
de Tiberio, pero éste estaba demasiado reconcomido por los celos para escuchar
a la multitud que alababa a voz en grito las virtudes de Germánico por sus
victorias en el campo de batalla. Deseaba alejarlo de Roma.
De modo que el joven, encantador y
seductor general fue enviado a Oriente, a Siria; desapareció de la vista de los
romanos que lo adoraban, del rincón del Imperio donde la multitud ciudadana podía
decidir la suerte del mundo.
Todos supusimos que más tarde o más
temprano se libraría otra campaña en el norte. Germánico había atacado
duramente a las tribus germanas.
Mis hermanos me describieron la
batalla con todo lujo de detalles mientras cenábamos. Me dijeron que habían
regresado para vengarse de la salvaje matanza del general Varo y sus tropas en
el bosque de Teutoburgo. Ellos acabarían con el enemigo, si volvían a
llamarlos, y mis hermanos no dudarían en ir, por algo eran patricios de la vieja
guardia.
Entretanto, comenzaron a circular
rumores de que los Delatores, los conocidos espías de la guardia pretoriana, se
embolsaban un tercio de los bienes de aquellos contra quienes informaban. A mí
me pareció horrible.
—Eso comenzó durante el reinado de
Augusto —observó mi padre, meneando la cabeza.
—Sí, padre, pero en esos tiempos la
traición era juzgada por lo que uno hacía, no por lo que decía —señalé.
—Razón de más para no decir nada—replicó
con amargura—. Canta para mí, Lydia. Ve a buscar tu lira. Invéntate una de tus
cómicas epopeyas. Hace mucho que no te oigo cantar.
—Soy demasiado mayor para eso —repuse,
pensando en las absurdas y atrevidas sátiras sobre Homero que solía inventarme
de forma tan rápida y espontánea que todo el mundo se quedaba asombrado. No
obstante, la idea me atraía. Recuerdo esa noche tan vivamente que no puedo
dejar de relatar esta historia, aunque sé el dolor que me causará confesar
ciertos aspectos de la misma.
¿Qué significa escribir?
Comprobarás que repito esta pregunta en varias ocasiones, David, porque con
cada hoja mi comprensión aumenta, veo los esquemas que antes me eludían y me
llevaban a soñar en lugar de vivir.
Aquella noche me inventé una
epopeya muy divertida. Mi padre rió de buena gana. Al cabo de un rato se quedó
dormido en el diván. Y entonces, como si se hallara en un trance, dijo:
—Lydia, no vivas sola por mí.
¡Cásate por amor! ¡No renuncies a él!
Cuando me volví, mi padre seguía
respirando profundamente.
Dos semanas más tarde, o quizá
fuera un mes, ocurrió un acontecimiento imprevisto que puso fin a nuestra
apacible existencia.
Un día, al llegar a casa, la hallé
completamente vacía a excepción de dos aterrorizados y viejos esclavos —unos
hombres que formaban parte de la servidumbre de mi hermano Antonio—, quienes
después de franquearme la entrada cerraron la puerta a cal y canto.
Crucé el enorme vestíbulo y el
peristilo y me dirigí hacia el comedor. Al entrar en él contemplé un
espectáculo asombroso. Mi padre estaba ataviado con su uniforme de combate,
armado con su espada y su puñal; sólo le faltaba el escudo. Incluso llevaba
puesto su manto rojo. Su peto relucía.
Tenía la vista fija en el suelo, y
con razón, pues había sido levantado. El viejo hogar, construido hacía muchas
generaciones, había sido excavado. Aquélla había sido la primera habitación de
la casa en las épocas remotas de Roma, y la familia solía reunirse en torno al
hogar para rezar y comer.
Yo nunca lo había visto. Teníamos
unos altares en nuestra casa, pero jamás había contemplado aquel gigantesco
círculo de piedras renegridas. El orificio, que aparecía cubierto de cenizas,
presentaba a la vez un aspecto siniestro y sagrado.
—¡Por todos los dioses! ¿Qué ha
ocurrido? —pregunté—. ¿Dónde está todo el mundo?
—Se han marchado —respondió mi
padre—. He liberado a los esclavos, he dejado que se marcharan. Te estaba
esperando. Debes partir de inmediato.
—¡No me iré sin ti!
—¡Obedéceme, Lydia! —Jamás había
visto una expresión tan implorante y sin embargo tan digna en el rostro de mi
padre—. Te está aguardando un carro junto a la puerta trasera de la casa. Te
conducirá a la costa y un mercader judío, mi amigo más leal, te sacará en barco
de Italia. Quiero que vayas. Ya han cargado tu dinero en el barco, y tu ropa,
todas tus pertenencias. Confío plenamente en esos hombres. No obstante, llévate
esto. —Tomó un puñal que había sobre una mesa y me lo dio—. Has observado a tus
hermanos lo suficiente para saber utilizarlo —señaló—, y toma esto —añadió,
entregándome una bolsa—. Es oro, una moneda aceptada en todo el mundo. Tómalo y
vete.
Yo siempre llevaba un puñal, en un
estuche pegado a mi antebrazo, pero no quise revelárselo a mi padre para no
impresionarlo, de modo que me guardé el puñal y tomé la bolsa.
—Padre, no temo permanecer a tu
lado. ¿Quién quiere nuestro mal? Eres un senador romano. Si te han acusado de
algún delito, tienes derecho a ser juzgado ante el Senado.
—¡Ay, mi preciosa e inteligente
hija! ¿Crees que el perverso Sejano y sus Delatores acusan a los ciudadanos
abiertamente? Sus Especuladores han atacado por sorpresa a tus hermanos y a sus
esposas e hijos. Estos hombres son esclavos de Antonio. Él los envió para
prevenirme mientras peleaba, antes de morir. Vio cómo aplastaban a su hijo
contra la pared. Vete, Lydia.
Lógicamente, yo sabía que asesinar
a toda la familia del condenado era una costumbre romana. Incluso estaba
permitido por la ley hacerlo. Y en esos casos, cuando circulaba el rumor de que
el emperador le había vuelto la espalda a un hombre, cualquiera de los enemigos
de éste podía adelantarse a los asesinos.
—Ven conmigo —dije—. ¿Por qué te
empeñas en quedarte aquí?
—Moriré como un romano, en mi casa —respondió
mi padre—. Si me quieres debes marcharte, mi poetisa, mi cantante, mi
pensadora, mi Lydia. ¡Vete! No consiento que me desobedezcas. He dedicado la
última hora de mi vida a disponer tu salvación. Dame un beso y obedece.
Yo corrí hacia él, le besé en los
labios, y los esclavos me condujeron a toda prisa a través del jardín.
Conocía bien a mi padre. En estos
momentos no podía rebelarme contra él, desobedecer su último deseo. Yo sabía
que, según la antigua costumbre romana, mi padre probablemente se suicidaría
antes de que los Especuladores derribaran la puerta de la casa.
Cuando alcancé el portal, cuando vi
a los mercaderes judíos y su carro, no pude marcharme.
Esto es lo que vi.
Mi padre se había cortado las venas
de las muñecas y caminaba alrededor del hogar, dejando que la sangre cayera
sobre el suelo. Se había hecho unos cortes muy profundos. Estaba cada vez más
pálido. Sólo más tarde comprendí la expresión que vi en sus ojos.
De pronto oí un violento estruendo.
Los soldados golpeaban la puerta, tratando de derribarla. Mi padre se detuvo.
Entonces entraron dos guardias pretorianos, que se dirigieron hacia él y le
dijeron en tono burlón:
—¿Por qué no te matas de una vez,
Máximo, y nos ahorras el trabajo de hacerlo?
—¿Os sentís orgullosos? —inquirió
mi padre—. ¡Cobardes! ¿Os complace asesinar a familias enteras? ¿Cuánto dinero
os pagan por hacerlo? ¿Habéis peleado alguna vez en una auténtica batalla?
¡Moriréis conmigo!
Desenfundó su espada y su puñal y
consiguió abatir a los dos soldados cuando éstos se arrojaron sobre él. Los
remató de varias puñaladas.
Luego avanzó dando traspiés, como
si estuviera a punto de desmayarse. La sangre seguía manando de sus muñecas. De
pronto puso los ojos en blanco.
En aquel momento se me ocurrió un
arriesgado plan. Teníamos que subir a mi padre al carro, pero era todo un
romano, y jamás lo consentiría.
De pronto los hebreos, uno joven y
el otro anciano, me sujetaron por los brazos y me sacaron de la casa.
—Juré que te salvaría —dijo el
anciano—. No permitiré que me dejes por embustero delante de mi amigo.
—Soltadme —murmuré—. Quiero estar
con mi padre.
Aprovechando la educada timidez de
mis captores, logré soltarme, y al volverme vi el cuerpo de mi padre tendido
junto al hogar. Se había rematado con su puñal.
Cerré los ojos y me llevé la mano a
la boca para sofocar los sollozos. Los hebreos me arrojaron en el carro. Caí sobre
unos cojines mullidos y unos rollos de tejido mientras el carro comenzó a
avanzar lentamente por la serpenteante carretera de la colina Palatina.
Unos soldados nos gritaron para que
nos apartáramos.
—Estoy muy sordo, señor —dijo el
hebreo más anciano—, ¿qué habéis dicho?
El ardid dio resultado. Los
soldados siguieron su camino. El hebreo sabía muy bien lo que hacía. Siguió
conduciendo el carro muy despacio mientras la gente pasaba apresuradamente por
nuestro lado.
El más joven se trasladó a la parte
trasera del carro y me dijo:
—Me llamo Jacob. Toma, cúbrete con
estos velos blancos. Así parecerás una mujer oriental. Si te interrogan a las
puertas de la ciudad, alza el velo y haz como que no comprendes lo que dicen.
Atravesamos las puertas de Roma con
pasmosa facilidad.
—Salve, David y Jacob —dijeron los
guardias—. ¿Habéis tenido buen viaje?
Me ayudaron a subir a un enorme
barco mercante provisto de remos y velas, lo que no era extraordinario, y me
condujeron hasta un pequeño y destartalado camarote.
—Esto es cuanto podemos ofrecerte —dijo
Jacob—. Zarparemos de inmediato. —Tenía el pelo castaño, largo y ondulado, y
llevaba barba. Vestía una túnica a rayas que lo cubría
hasta los pies.
—¿En la oscuridad? —pregunté—.
¿Vamos a zarpar en la oscuridad?
Eso no era infrecuente.
Pero al salir del puerto, cuando
los marineros comenzaron a manejar los remos y el barco se encontró a la
distancia adecuada y puso rumbo al sur, vi hacia dónde nos dirigíamos.
Toda la maravillosa costa
suroccidental de Italia aparecía profusamente iluminada por centenares de
villas suntuosas. Sobre las rocas divisé unos faros.
—Jamás volveremos a ver la
República —comentó Jacob con nostalgia, como si se tratara de un ciudadano
romano, y probablemente lo fuese—. Pero el último deseo de tu padre se
ha cumplido. Estamos a salvo.
El anciano se acercó a mí, me dijo
que se llamaba David y se disculpó por no disponer de unas sirvientas para
atenderme. Yo era la única mujer a bordo.
—¡Os ruego que no os preocupéis por
esos detalles! ¿Por qué habéis aceptado correr estos riesgos?
—Hace tiempo que tenemos negocios
con tu padre —respondió David—. Años atrás, cuando unos piratas hundieron
nuestros barcos, tu padre se hizo cargo de la deuda. Confió de nuevo en
nosotros, y le devolvimos la cantidad que nos prestó multiplicada por cinco.
Nos entregó una cuantiosa suma de dinero para ti. El dinero está oculto entre
el cargamento, como si no tuviera el menor valor.
Yo me dirigí a mi camarote y me
tendí en el estrecho camastro. Al cabo de unos momentos entró el anciano,
tapándose decorosamente los ojos, y me entregó una manta.
De pronto caí en la cuenta de una
cosa. Había dado por supuesto que aquellos hombres me traicionarían.
No tenía palabras. No tenía gestos
ni sentimientos dentro de mí. Volví la cara hacia la pared.
—Procura dormir, señora —dijo el
anciano.
Tuve una pesadilla, un sueño que
jamás había tenido. Me encontraba junto a un río. Sentía deseos de beber
sangre. Aguardé entre la alta hierba para atrapar a un aldeano, y cuando logré
capturarlo sujeté al desdichado por los hombros y le clavé los colmillos en el
cuello. La boca se me llenó de su deliciosa sangre. Era tan dulce y potente que
no puedo describirla, e incluso en sueños lo sabía. Pero debía huir de allí. El
hombre estaba agonizando. Lo solté y cayó al suelo. Otros hombres, más
peligrosos, me perseguían. Pero había otra amenaza que ponía en peligro mi
vida.
Llegué a las ruinas de un templo,
lejos del río. Me hallaba en el desierto; en un abrir y cerrar de ojos había
pasado de un terreno húmedo a otro completamente árido. Estaba asustada. Pronto
amanecería. Tenía que ocultarme. Además, me perseguían unos hombres. Digerí la
deliciosa sangre y entré en el templo. Horrorizada, descubrí que no había donde
ocultarse. Me apoyé contra los fríos muros, que estaban cubiertos de grabados.
¡Pero no había un solo lugar, por pequeño que fuese, que pudiera servirme de
escondrijo!
Debía alcanzar las colinas antes
del amanecer, lo que era imposible. ¡Me dirigía directamente hacia el sol!
De pronto apareció sobre las
colinas una intensa y mortífera luz. Sentí que los ojos me escocían. La luz los
abrasaba.
«¡Mis ojos —grité, tratando de
tapármelos con las manos. El fuego me cubría—. ¡Amón Re, yo te maldigo! »,
exclamé. Grité otro nombre. Sabía que significaba Isis, pero no era ese nombre
sino otro título de la diosa el que brotó de mis labios.
Entonces desperté. Me incorporé en
el lecho, temblando.
El sueño había sido tan nítido como
una visión. Lo recordaba muy bien. ¿Había vivido yo otra vida?
Subí a cubierta. Todo estaba en
orden. Desde el barco, que seguía navegando, se distinguía con relativa
claridad la costa y los faros. Contemplé el mar, y sentí deseos de beber
sangre.
«Esto es imposible. Se trata de un
perverso y retorcido augurio», me dije. Sentí el fuego. No podía olvidar el
sabor de la sangre. Qué natural me había parecido, qué exquisita, qué perfecta
para calmar mi sed. Vi el cadáver del aldeano, tendido junto al río como si se
tratara de un pelele.
Aquello era un horror; no podía
escapar de lo que acababa de presenciar. Estaba muy alterada, febril.
Jacob, el hebreo joven y alto, se
acercó a mí. Iba acompañado de un joven romano. El muchacho se había afeitado
su barba incipiente, pero por lo demás parecía un niño de rostro rubicundo y
lustroso.
Me pregunté con tristeza si yo era
tan vieja a mis treinta y cinco años que todo el mundo me parecía hermoso.
—¡Mi familia también ha sido
traicionada! —exclamó el muchacho sollozando—. ¡Mi madre me obligó a marcharme!
—¿A quién debemos esta catástrofe? —pregunté.
Le acaricié las húmedas mejillas.
Su boca parecía la de un bebé, pero su incipiente barba era áspera al tacto.
Tenía unas espaldas anchas y fuertes, e iba vestido con una ligera y sencilla
túnica. ¿No tendría frío en la cubierta del barco? Quizá sí. El muchacho meneó
la cabeza. Poseía una belleza infantil, y con el tiempo se convertiría en un
hombre apuesto. Tenía el cabello negro y ondulado. No temía llorar en mi
presencia, ni
se disculpó por ello.
—Mi madre no murió hasta que me
hubo contado lo ocurrido. Al llegar a casa la encontré postrada en el suelo,
agonizando. Cuando los Delatores acusaron a mi padre de haber conspirado contra
el emperador, mi padre se echó a reír, en sus propias narices. Entonces le
acusaron de estar confabulado con Germánico. Mi madre no quiso morir hasta
habérmelo contado. Dijo que de lo único que habían acusado a mi padre había
sido de hablar con otros hombres sobre la forma en que serviría de nuevo al
Imperio bajo Germánico si volvían a enviarlos al norte.
Yo asentí con la cabeza, con
profunda tristeza.
—Comprendo. Mis hermanos
probablemente dijeron lo mismo. Germánico es el heredero del emperador e
Imperium Maius de Oriente. Sin embargo, consideran una traición hablar de
servir a Roma bajo un excelente general.
Me volví para marcharme. La
comprensión no es un consuelo.
—Os conducimos a ciudades distintas—dijo
Jacob—, para dejaros al cuidado de diversos amigos. Es preferible que no os
revelemos más detalles.
—No me dejes —suplicó el muchacho—.
Esta noche no.
—De acuerdo —contesté. Lo conduje a
mi camarote y cerré la puerta, tras despedirme con un educado gesto de Jacob,
quien nos observaba con el celo de un guardián.
—¿Qué quieres?—pregunté.
El joven me miró y meneó la cabeza.
Alzó las manos en un gesto de desesperación. Luego se volvió, me estrechó entre
sus brazos y me besó. Nos besamos con frenesí.
Me quitó la camisa y nos tendimos
sobre el camastro. Pese a su rostro infantil, era todo un hombre.
Y cuando llegó el momento de éxtasis,
lo que ocurrió muy pronto, dada la tremenda energía del joven, noté el sabor a
sangre. Me había convertido en el vampiro del sueño. Mi cuerpo se tensó, pero
no importaba. Él disponía de cuanto precisaba para concluir sus ritos de la
forma satisfactoria.
—Eres una diosa—dijo,
incorporándose.
—No —musité. El sueño cobraba vida.
Percibí el sonido del viento sobre la arena. El olor del río—. Soy un dios...
un dios que bebe sangre.
Realizamos los ritos amatorios
hasta que quedamos extenuados.
—Muéstrate discreto y cortés con
nuestros anfitriones hebreos —le dije—. Son incapaces de comprender esta clase
de cosas.
Él asintió con la cabeza.
—Te adoro —musitó.
—No es necesario. ¿Cómo te llamas?
—Marcellus.
—Bien, Marcellus, vete a dormir.
Marcellus y yo convertimos cada
noche en una orgía de placer hasta que al fin vimos el faro de Pharos y
comprendimos que habíamos llegado a Egipto.
Era obvio que Marcellus iba a
quedarse en Alejandría. Me explicó que su abuela materna, que era griega, como
todo el clan, aún vivía.
—No me cuentes tantas cosas, vete —lo
insté—. Sé prudente y cuídate.
Marcellus me rogó que lo
acompañara. Dijo que se había enamorado de mí, que deseaba casarse conmigo. No
le importaba que no pudiera darle hijos. No le importaba que yo hubiera
cumplido treinta y cinco años. Yo me reí compasivamente.
Jacob asistió a esta escena con la
vista fija en el suelo, y David volvió púdicamente el rostro.
Marcellus desembarcó en Alejandría
con un gran número de baúles.
—Ahora —dije a Jacob—, ¿quieres
decirme adónde me lleváis? Me gustaría expresar mi opinión al respecto, aunque
dudo que pueda mejorar los planes de mi padre.
Me pregunté si aquellos hombres
serían honrados conmigo. ¿Seguirían tratándome con respeto después de haberme
visto comportar como una puta con el muchacho? Eran unos hombres religiosos.
—Te llevaremos a una gran ciudad —respondió
Jacob—. No existe un lugar más hermoso. Tu padre tiene amigos griegos allí.
—Es imposible que sea más bella que
Alejandría —protesté.
—Oh, es mucho más hermosa —dijo
Jacob—. Pero deja que hable con mi padre antes de seguir conversando contigo.
Nos hallábamos en alta mar. El
horizonte se alejaba. Egipto. Comenzaba a oscurecer.
—No temas —dijo Jacob—. Pareces
aterrorizada.
—No tengo miedo —contesté—. Es que
dispongo de mucho tiempo para yacer en mi cama, pensar, recordar y soñar. —Lo
miré a los ojos y él apartó el rostro tímidamente—. Estreché al muchacho contra
mi pecho, como una madre, noche tras noche. —Era la mentira más grande que he
contado en mi vida—. Lo abracé como si fuera un niño. —¡Menudo niño!—. Y ahora
temo sufrir pesadillas. Dime... ¿cuál es nuestro destino? ¿Cuál es nuestra
suerte?
3
—Antioquía —dijo Jacob—. Antioquía
junto al Orontes. Te esperan unos amigos griegos de tu padre. También son
amigos de Germánico. Puede que al cabo de un tiempo... pero se mostrarán
leales. Vas a casarte con un griego de alcurnia y fortuna.
¡Casarme! ¿Con un griego
provinciano? ¡Un griego en Asia! Reprimí una carcajada y contuve las lágrimas.
Era imposible que eso me ocurriera a mí. ¡Pobre hombre! Si era realmente un
griego provinciano, tendría que experimentar de nuevo la conquista de Roma.
Seguimos navegando, de puerto en
puerto. Medité sobre mi situación.
Eran esas nauseabundas
trivialidades las que me protegían del tremendo dolor y de la conmoción que
sufría por lo que había sucedido. Comprueba si llevas bien ceñido el vestido.
No mires el cadáver de tu padre junto al hogar, con su propio puñal hundido en
el pecho.
En cuanto a Antioquía, yo había
estado demasiado inmersa en la vida romana para enterarme de las
características de aquella ciudad. Si Tiberio había enviado allí a Germánico,
su «heredero», para alejarlo de la popularidad que gozaba en Roma, Antioquía
debía de ser el fin del mundo civilizado.
Me pregunté por qué, en nombre de
todos los dioses, no había huido en Alejandría. Alejandría era la ciudad más
grande del Imperio, después de Roma. Era una ciudad joven, construida por
Alejandro, de ahí su nombre, pero también un puerto maravilloso. En Alejandría
nadie se atrevería nunca a destruir el templo de Isis. Ésta era una diosa
egipcia, esposa del poderoso Osiris.
Pero ¿qué tenía eso que ver con mi
situación? Supongo que ya había empezado a urdir un plan, aunque no permití que
éste se abriera paso hasta la conciencia y mancillara mi exquisita moralidad
romana.
Di las gracias a mis guardianes
hebreos por aquella información, que habían ocultado incluso al joven
Marcellus, el otro romano al que habían rescatado de manos de los asesinos del
emperador, y les rogué que respondieran con franqueza a unas preguntas sobre
mis hermanos.
—Todos fueron atacados por sorpresa—repuso
Jacob—. Los Delatores, esos espías de la guardia pretoriana, son muy rápidos. Y
tu padre tenía muchos hijos. Fueron los esclavos de tu hermano mayor quienes
saltaron la tapia a instancias de su amo y corrieron a avisar a tu padre.
Antonio. Espero que los mataras. Sé
que luchaste hasta el fin. Y mi sobrina Flora, ¿habría huido despavorida de sus
atacantes, o la habrían matado de forma misericordiosa? ¡La guardia pretoriana
nunca hacía nada de forma misericordiosa! Qué
estúpida por pensar siquiera en
ello.
No dije nada. Me limité a suspirar.
A fin de cuentas, al mirarme, los
dos mercaderes judíos contemplaban el cuerpo y el rostro de una mujer; mis
protectores sin duda debían de pensar que había una mujer dentro de mí. La
disparidad entre las apariencias externas y el talante interno siempre me había
turbado. ¿Por qué contrariar a Jacob y a David? Iría a Antioquía.
Pero no tenía la menor intención de
vivir con una familia griega chapada a la antigua, si es que existían familias
de ese tipo en la ciudad griega de Antioquía, familias en las que las mujeres
vivían separadas de los hombres, sin participar activamente en la vida.
Mis institutrices me habían
enseñado todas las virtudes femeninas, y yo era tan hábil con el hilo, la hebra
y la lanzadera como la que más, pero conocía las «viejas costumbres griegas» y
recordaba vagamente a mi abuela paterna, que había muerto cuando yo era una
niña. Era una virtuosa matrona romana que se pasaba el día hilando lana. Su
epitafio, y también el de mi madre, rezaba: «Administraba la casa. Hilaba
lana.»
Eso habían dicho de mi madre. ¡Las
mismas palabras insulsas!
Pues bien, nadie escribiría nada
semejante en mi epitafio. (Qué cómico pensar ahora, miles de años más tarde,
que no tengo epitafio.)
Lo que no se me ocurrió en aquellos
momentos, sin duda debido a la tristeza que me embargaba, era que el mundo romano
era enorme y que la parte oriental de éste difería mucho de las tierras
bárbaras del norte, donde habían peleado mis hermanos.
Hacía cientos de años que toda Asia
Menor, en dirección a la cual ahora nos dirigíamos, había sido conquistada por
Alejandro de Macedonia. Como bien sabes, Alejandro, que había sido alumno de
Aristóteles, deseaba difundir la cultura griega por todas partes. Y en Asia
Menor las ideas y los estilos griegos hallaron no unas simples poblaciones
rurales llenas de campesinos sino unas culturas antiguas, como el Imperio de
Siria, dispuestas a recibir las nuevas ideas, la gracia y la belleza de la
ilustración griega y a aportar, en consonancia con aquellos, sus propios siglos
de literatura, religión, estilos de vida y vestimenta.
Antioquía había sido construida por
un general de Alejandro Magno que pretendía que rivalizara con la belleza de
otras ciudades helénicas, con sus espléndidos templos, sus edificios
administrativos, sus bibliotecas que contenían libros escritos en griego y sus
escuelas donde impartían clase los filósofos.
Aunque se estableció un gobierno
helénico, relativamente ilustrado en comparación con el antiguo despotismo
oriental, debajo de todo ello subyacía la ciencia, las tradiciones y
posiblemente la sabiduría del místico Oriente.
Los romanos habían conquistado
Antioquía porque constituía un enorme centro comercial. En este sentido era
única, tal como me mostró Jacob, trazando un tosco mapa con un dedo húmedo
sobre la mesa de madera. Antioquía era un puerto del gran Mediterráneo porque
se hallaba emplazada a tan sólo treinta kilómetros aguas arriba, junto al
Orontes.
Sin embargo, por el lado oriental
se abría al desierto: todas las antiguas rutas de caravanas llegaban a
Antioquía; los mercaderes traían en sus camellos desde tierras fabulosas —India
y China—, fantásticas mercancías como sedas, alfombras y joyas que nunca
llegaban a los mercados romanos.
Otros muchos mercaderes pasaban por
Antioquía. Unas carreteras excelentes comunicaban en el este con el Éufrates y
el imperio de Partia, en el sur llegaban a Damasco y Judea, y en el norte con
todas las ciudades construidas por Alejandro, que habían prosperado bajo el
dominio romano.
A los soldados romanos les
encantaba estar allí, ya que llevaban una vida cómoda e interesante, y
Antioquía apreciaba a los romanos porque protegían las rutas comerciales y las
caravanas, y mantenían la paz en el puerto.
—Hallarás muchos lugares abiertos,
arcadas, templos, todo cuanto busques, y unos mercados increíbles. Verás
romanos por doquier. Confío en que el Altísimo impida que te reconozca alguien
de tu propia clase. Ése es un peligro que tu padre no tuvo tiempo de prever.
Yo resté importancia a su
comentario.
—¿Hay maestros y mercados de
libros?
—Procedentes de todas partes. Hallarás
libros que nadie es capaz de leer. Y allí todo el mundo habla el griego. Sólo
los campesinos no lo conocen. El latín también lo habla mucha gente.
»Los filósofos discuten
continuamente sobre Platón y Pitágoras, unos nombres que apenas significan nada
para mí; hablan sobre la magia caldea de Babilonia. Naturalmente, existen
templos dedicados a todos los dioses imaginables. —Jacob hizo una pausa y
prosiguió con aire pensativo—: En cuanto a los hebreos, creo que son
excesivamente mundanos, les gusta lucir túnicas cortas y codearse con los
griegos y acudir a los baños públicos. Se sienten fascinados por la filosofía
griega. El pensamiento griego lo invade todo. No es buena cosa. Pero una ciudad
griega es un mundo muy tentador.
Jacob alzó la vista. Su padre nos
estaba observando, y nosotros nos hallábamos sentados demasiado cerca, ante una
mesa en la cubierta del barco.
Jacob se apresuró a informarme de
otros pormenores: a Germánico Julio César, heredero de la corona imperial, el
hijo adoptado oficialmente por Tiberio, le había sido otorgado el Imperium
Maius en Antioquía, lo que significaba que controlaba todo aquel territorio. Y
Cayo Calpurnio Pisón era el gobernador de Siria.
Le aseguré que no hablaría a nadie
de mí ni de mi ilustre familia, ni de mi apacible y antigua casa en la colina
Palatina, rodeada de muchas otras suntuosas mansiones.
—En Antioquía impera el estilo
romano —se quejó Jacob—. Ya lo verás. Llegarás cargada de dinero. Y disculpa,
pero sigues siendo muy hermosa a pesar de tu edad. Tienes una piel tersa y te
mueves con la agilidad de una jovencita.
Lancé un suspiro y le di las
gracias. Había llegado el momento de dar por terminada nuestra charla si no
queríamos que su padre se encargara de hacerlo personalmente.
Contemplé las gigantescas olas
azules.
En el fondo me alegraba de que
nuestra familia hubiera dejado de acudir a fiestas y banquetes en el palacio
imperial, pero por otro lado sabía que nuestra vida retirada había sido la
culpable de nuestra desgracia.
Yo había visto a Germánico durante
su procesión triunfal a través de Roma, un joven extraordinariamente bello,
mucho más que Alejandro, y sabía por mi padre y mis hermanos que Tiberio,
temeroso de la popularidad de su heredero, le había enviado a Oriente para
alejarlo de las masas romanas.
¿El gobernador Pisón? Jamás lo
había visto. Se decía que lo habían enviado a Oriente para fastidiar a
Germánico. ¡Qué pérdida de talento!
Jacob regresó a mi lado.
—Llegarás como una persona anónima
y desconocida a esta gran ciudad —dijo—. Cuentas con unos protectores muy
influyentes que gozan de las simpatías de Germánico. Él es joven e impone un
tono de vitalidad y alegría a la ciudad.
—¿Y Pisón? —pregunté.
—Todo el mundo lo detesta, sobre
todo los soldados, y ya sabes lo que eso significa en una provincia romana.
Uno puede contemplar eternamente el
agitado oleaje desde la cubierta de un barco, o durante un determinado espacio
de tiempo.
Aquella noche tuve mi segundo sueño
referente a la sangre. Era muy parecido al primero.
Yo estaba sedienta de sangre. Me
perseguían unos enemigos que sabían que yo era un demonio al que debían
destruir. Yo no cesaba de correr. Mi familia me había abandonado, me había
arrojado sin protección a las supersticiones de la gente. Entonces vi el
desierto y comprendí que moriría; me desperté, incorporándome en la cama y
gritando, pero me apresuré a taparme la boca para que nadie oyera mis gritos.
Lo que me inquietaba profundamente
era mi sed de sangre. Despierta me parecía inimaginable, pero en esos sueños yo
era un monstruo que los romanos llamaban Lamia. O eso me pareció. La sangre era
dulce, la sangre lo era todo. ¿Tenía razón el viejo Pitágoras? ¿Emigran las
almas de cuerpo en cuerpo? Pero mi alma en esa vida pasada había pertenecido a
un monstruo.
Durante el día, de vez en cuando
cerraba los ojos y me deslizaba peligrosamente hasta el borde del sueño, como
si mi mente fuera una trampa dispuesta a engullir mi conciencia. Pero por las
noches esos sueños acudían con fuerza y nitidez.
«¡Tú me has servido antes!» ¿Qué
significaba eso? «Ven a mí.»
Sed de sangre. Cerré los ojos, me
incorporé en la cama y recé:
—Madre Isis, purifica mi mente de
esta loca avidez de sangre.
Entonces se me ocurrió recurrir al
simple y eficaz erotismo. ¡Acuéstate con Jacob! Pero no había manera. Yo no
sabía que los hebreos habían sido y seguirían siendo los hombres más difíciles
de seducir.
Jacob me lo dio a entender con gran
tacto y delicadeza. Pensé en los esclavos. Pero eso era imposible. En primer
lugar eran galeotes, y entre ellos no se hallaba encadenado el gran Ben Hur
esperando que yo lo rescatara. No eran sino la escoria de los reos pobres,
sujetos al estilo romano, de forma que si el barco se hundía se ahogarían
irremisiblemente, y además estaban medio muertos por culpa del esfuerzo y el
látigo. No era un espectáculo agradable bajar a la bodega y ver a aquellos
hombres doblar la espalda.
Pero mis ojos eran tan fríos como
los de un americano contemplando por la televisión en color imágenes de niños
que mueren de hambre en África, unos pequeños esqueletos negros con la cabeza
desproporcionadamente grande pidiendo agua a gritos. Interrupción de las
noticias para dar paso a los anuncios publicitarios, la CNN muestra ahora unas
imágenes de Palestina: la multitud arroja piedras, las fuerzas de seguridad
disparan balas de goma. La sangre servida en televisión.
El resto de la tripulación estaba
formado por unos aburridos marineros y los dos píos mercaderes que me miraban
como si fuera una puta, o algo peor, y volvían la cabeza cada vez que yo
aparecía en cubierta con mi larga túnica y mi larga cabellera agitadas por la
brisa.
Debía de parecerles una
desvergonzada. Pero qué estúpida fui, viviendo como en un trance, sin gozar de
la agradable travesía, pues el dolor y la rabia aún no se habían apoderado de
mí. Los hechos habían ocurrido demasiado precipitadamente.
Gozaba evocando la imagen de mi
padre liquidando a los soldados de Tiberio, aquellos asesinos miserables
enviados por un emperador débil y cobarde. Y el resto lo desterraba de mi
mente, adoptando la actitud del típico romano.
Yeats, un poeta irlandés moderno,
ha descrito como nadie la actitud romana oficial hacia el fracaso y la
tragedia.
Observad con frialdad la vida, la
muerte.
¡Pasad de largo, soldados de
caballería!
Cualquier romano se mostraría de
acuerdo con eso.
Ésta era mi posición, la única
sobreviviente de una gran casa, cuyo padre le había ordenado que «viviera». No
me atrevía a pensar en la suerte de mis hermanos, de sus bellas esposas y sus
hijitos. Era incapaz de imaginar la matanza de aquellas criaturas, unos niños
traspasados por unas espadas de doble filo, o bebés aplastados contra la pared.
Oh, Roma, tú y tu vieja y sangrienta sabiduría. Aseguraos de que no quede
ningún hijo vivo. ¡Matad a toda la familia!
Por las noches, cuando yacía en mi
cama, me sumía en otras angustiosas y sangrientas pesadillas. Parecían
fragmentos de una vida y una tierra perdidas. Unos profundos y vibrantes tonos
musicales dominaban esos sueños, como si alguien golpeara un gong, y otros
junto a él hacían sonar solemnemente unos tambores cubiertos de un suave
material. Vislumbré vagamente un mundo de cuadros rígidos, planos y extraños
que colgaban en las paredes. Estaba rodeada de ojos pintarrajeados. ¡Bebí
sangre! Chupé la sangre de un pequeño y tembloroso ser humano, arrodillado ante
mí como si yo fuera la
Madre Isis.
Me desperté para beber agua de una
gran jarra que había junto a mi lecho. Bebí agua para desafiar y saciar la sed
que experimentaba en mis pesadillas. Bebí agua hasta hartarme.
Me devané los sesos tratando de
recordar si de niña había sufrido alguna vez pesadillas como aquéllas.
No. Esos sueños contenían el calor
abrasador del recuerdo. De mi iniciación en el fatídico templo de Isis, cuando
ese culto estaba en boga. Ebria y empapada en la sangre de un toro, había
bailado alocadamente en círculos. Tenía la cabeza llena de las letanías de
Isis. ¡Nos habían prometido la reencarnación! «Jamás se lo cuentes a nadie,
jamás, jamás...» ¿Cómo podía un iniciado hablar de esos ritos, cuando estaba
tan borracho que apenas lo recordaba?
Isis me hizo evocar recuerdos de
una hermosa música de liras, flautas, panderetas, del agudo y mágico sonido de
las cuerdas metálicas del sistro, que la Madre sostenía en la mano. Recordaba
sólo unos retazos de la danza de sangre que había ejecutado desnuda, de la
noche alzándose hacia las estrellas, de contemplar el alcance de la vida en sus
ciclos, de aceptar durante unos breves momentos que la luna cambiaba
continuamente, y que el sol se ponía al igual que salía todos los días. Abrazos
de otras mujeres. El tacto de mejillas suaves y besos y cuerpos meciéndose al
mismo tiempo. «La vida, la muerte, la reencarnación, no se trata de unos
milagros —decía la sacerdotisa—. El comprenderlo y aceptarlo, ése es el
milagro. El milagro debe producirse en vuestro corazón.»
¡Me negaba a creer que hubiéramos
bebido sangre! Y el toro... era un sacrificio reservado a la ceremonia de
iniciación. No sacrificábamos animales indefensos sobre los altares cubiertos
de flores de Isis, no, nuestra Madre Bendita no nos pedía que hiciéramos eso.
Ahora, en alta mar, sola, yacía
despierta para evitar esos sueños de sangre.
Cuando el cansancio se apoderaba de
mí y caía dormida, la pesadilla se producía automáticamente, como si hubiera
estado aguardando a que se me cerraran los ojos.
Yo yacía en una habitación dorada.
Bebía sangre, una sangre que brotaba del cuello de un dios, o eso me parecía,
mientras unos coros cantaban y entonaban himnos, un sonido monótono y
reiterativo indigno de ser calificado como música, y después de haber saciado
mi sed de sangre, ese dios o quienquiera que fuere, ese ser orgulloso, con una
piel suave como la seda, me alzaba en brazos y me depositaba sobre un altar.
Sentí con toda nitidez el frío mármol
sobre el que yacía. Comprendí que estaba desnuda. Pero no sentí ningún pudor.
En alguna parte, a lo lejos, resonando a través de esas salas, oí sollozar a
una mujer. Yo estaba llena de sangre. Los que cantaban se acercaron a mí con
unas lamparitas de aceite hechas de arcilla. Estaba rodeada por unos rostros lo
suficientemente oscuros como para proceder de la lejana Etiopía o de India. O
Egipto. Mirad. ¡Unos ojos pintados! Me observé las manos y los brazos. Eran
oscuros. Pero yo era la persona que yacía sobre el altar, y digo persona porque
en el transcurso del sueño comprendí con meridiana claridad que la persona que
yacía sobre el altar, o sea yo, era un hombre. Sentí un dolor lacerante. El
dios dijo: «Es tan sólo el rito iniciático. Ahora beberás un poco de sangre de
cada uno de nosotros.»
Cuando me despertaba, esa breve
transición al género masculino me dejaba tan perpleja como todo lo demás. Me
sentía imbuida de una profunda sensación de arte egipcio, de misterio egipcio,
tal como lo había contemplado en las estatuas doradas en el mercado, o cuando
las bailarinas egipcias lo ejecutaban durante un banquete, como unas esculturas
andantes con sus ojos pintados de negro, y unas pelucas negras trenzadas,
murmurando en esa extraña lengua. ¿Qué opinaban de nuestra Isis, ataviada al
estilo romano?
Me atormentaba un misterio, algo
que me atacaba la razón. Me sentía embargada por aquello que los emperadores
romanos tanto temían en los cultos egipcios y los cultos orientales: un
misterio y una emoción superiores a la razón y la ley.
En realidad, mi Isis había sido una
diosa romana, una diosa universal, la Madre de todos nosotros; su culto se
había extendido por un mundo griego y romano mucho antes de llegar a la propia
Roma. Nuestros sacerdotes eran griegos y romanos, pobres hombres, y también lo
éramos todos los adeptos. En mi mente oía una persistente voz que decía:
«Recuerda.» Era una vocecilla desesperada dentro de mi cerebro que me exhortaba
a «recordar» por mi propio bien.
Pero recordar sólo conducía a unos
pensamientos confusos y desordenados. De golpe caía un velo entre la realidad
de mi camarote y el movimiento del mar, entre eso y un terrorífico mundo apenas
entrevisto, lleno de templos cubiertos con palabras que producían magia. De
rostros alargados y exquisitamente bronceados. Una voz susurró: «Desconfía de
los sacerdotes de Re; mienten.» Me estremecí. Cerré los ojos. Vi a la Reina
Madre maniatada y encadenada a su trono. ¡Estaba llorando! Eran sus sollozos
los que había oído. Increíble. «Ha olvidado cómo gobernar. Obedécenos.»
Me desperté sobresaltada. Deseaba
saber y al mismo tiempo no saber. La Reina lloraba bajo sus monstruosos
grilletes. Yo no podía verla con claridad. Todo aparecía distorsionado,
confuso. «El Rey está con Osiris. Observa, tiene la mirada como perdida en el
infinito; todo aquel a quien le chupes la sangre, se lo entregas a Osiris;
todos ellos se convertirán en Osiris.»
«Pero ¿por qué gritó la Reina?»
No, esto era una locura. Yo no
podía dejar que esta confusión me abrumara. No podía deslizarse deliberadamente
de la razón hacia esas fantasías o recuerdos, aun suponiendo que tuvieran una
raíz verídica.
No eran más que estupideces, unas
imágenes distorsionadas del dolor y el remordimiento, el remordimiento por no
haberme precipitado hacia el hogar junto al que yacía mi padre, y haber hundido
el puñal en mi pecho.
Traté de recordar la sosegada voz
de mi padre, cuando en cierta ocasión me explicaba que la sangre de los
gladiadores saciaban la sed de los muertos, los manes.
—Algunos afirman que los muertos
beben sangre —me había explicado un día mi padre, hacía muchos años, mientras
cenábamos—. Por eso nos mostramos temerosos esos días fatídicos, cuando dicen
que los muertos vagan por la tierra. Yo creo que son pamplinas. Debemos reverenciar
a nuestros antepasados...
—¿Dónde están los muertos, padre? —preguntó
mi hermano Lucius.
¿Quién había terciado desde el otro
extremo de la mesa, para citar a Lucrecio con una débil vocecilla femenina que
sin embargo logró imponer silencio sobre los hombres? Lydia:
Lo que pertenece a la tierra
regresa a la tierra,
pero toda partícula que cae del
cielo, asciende de nuevo,
reclamada por los elevados templos
celestiales.
La muerte no destruye los elementos
de la materia,
sólo rompe las combinaciones.
—No —contestó mi padre suavemente,
dirigiéndose a mí—. Es mejor que cites a Ovidio: «Los fantasmas piden poco;
valoran la piedad más que un regalo caro.» —Tras beber un trago de vino, agregó—:
Los fantasmas se hallan en el infierno, donde no pueden lastimarnos.
—Los muertos no están en ninguna
parte y no son nada —dijo Antonio, mi hermano mayor.
Mi padre alzó su copa.
—A Roma —dijo, y esta vez fue él
quien citó a Lucrecio—: «Con demasiada frecuencia, la religión engendra
crímenes y maldad.»
Todos suspiramos y nos encogimos de
hombros. La actitud romana. Incluso los sacerdotes y las sacerdotisas de Isis
se habrían hecho eco de las palabras de Lucrecio cuando escribió:
Nuestros terrores y nuestras
tinieblas mentales
serán disipados, no por los rayos
del sol,
no por esas resplandecientes
flechas de luz,
sino por la atenta observación de
la naturaleza
y un plan de contemplación
sistemático.
¿Ebria? ¿Drogada? ¿Sangre de toro?
¿Sistemático? En fin, todo se reducía a lo mismo. ¡Compréndelo! Dale las
vueltas que quieras a la poesía. Y el falo de Osiris vive eternamente en el
Nilo, y el agua del Nilo insemina eternamente a la Madre Egipto, la muerte
engendra vida con la bendición de la Madre Isis. Simplemente un esquema
particular y un método sistemático de contemplación.
El barco continuó navegando.
Yo languidecí otros ocho días en
este tormento, a menudo yaciendo despierta en la oscuridad, durmiendo sólo de
día para evitar las pesadillas.
De pronto, una mañana, Jacob llamó
insistentemente a la puerta de mi camarote.
Estábamos navegando aguas arriba
por el Orontes y pronto estaríamos en Antioquía.
Faltaban unos treinta kilómetros
para llegar a la ciudad. Me peiné con esmero (nunca lo había hecho sin ayuda de
una esclava), recogiéndome el cabello en un moño, oculté mis ropas romanas bajo
una amplia capa negra y me dispuse a desembarcar; parecía una mujer oriental,
con el rostro cubierto, protegida por unos hebreos.
Cuando divisamos la ciudad, cuando
el enorme puerto nos acogió y abrazó con todos sus mástiles y su fragor y sus
olores y sus gritos, subí apresuradamente a la cubierta del barco y contemplé
la espléndida ciudad.
—Ahí la tienes —dijo Jacob.
Me sacaron del barco en una litera
y me transportaron a toda prisa a través de los mercados del puerto hasta
llegar a una gran plaza, atestada de gente. Por doquier veía templos, pórticos,
vendedores de libros, incluso los elevados muros de un anfiteatro; todo cuanto
hubiera visto en Roma. No, ésta no era una ciudad provinciana.
Los muchachos se congregaban frente
a las barberías para someterse al afeitado de rigor y a los inevitables rizos
sobre la frente, que Tiberio había puesto de moda. Había un sinfín de
vinaterías. Vi las entradas a las calles dedicadas a diversos oficios: la calle
de los fabricantes de tiendas de campaña, la calle de los plateros...
Y allí, en todo su esplendor, en el
mismo centro de Antioquía, se alzaba el templo de Isis...
Mi diosa, Isis, cuyos adoradores no
cesaban de entrar y salir del templo, tranquilamente, y en gran número. Junto a
la puerta había unos sacerdotes de aspecto respetable vestidos
con túnicas de lino. El templo
estaba atestado de gente.
«En este lugar puedo escapar de
cualquier marido», pensé. Poco después advertí que en el foro, el centro de la
ciudad, se había producido un gran tumulto. Jacob ordenó a los hombres que
abandonaran de inmediato la amplia calle del mercado y se metieran en unas
callejuelas laterales. Los hombres que transportaban mi litera echaron a
correr. Jacob cerró las cortinas para que yo no pudiera ver lo que ocurría a mi
alrededor.
La noticia estaba siendo proclamada
en latín, griego y caldeo: asesinato, veneno, traición.
Asomé la cabeza por entre las
cortinas de la litera.
La gente lloraba y maldecía al
romano Cayo Calpurnio Pisón, y también a la esposa de éste, Placina. ¿Por qué?
Yo no sentía simpatías hacia ninguno de los dos, pero ¿a qué venía tanto
alboroto?
Jacob ordenó de nuevo a los
porteadores de mi litera que se dieran prisa.
Cruzamos precipitadamente la verja
y el vestíbulo de una espaciosa casa, cuyo aspecto y colorido me recordó mi
casa en Roma, aunque mucho más reducida. Observé los mismos detalles refinados,
el distante peristilo, los grupos de esclavos que sollozaban.
Los sirvientes depositaron
rápidamente la litera en el suelo. Me bajé de ella, molesta porque no me habían
detenido a la puerta para lavarme los pies, como era la costumbre. Se me había
soltado el cabello, que me caía por la espalda en bucles.
Pero nadie reparó en mí. Miré
alrededor, asombrada al contemplar las cortinas orientales que colgaban sobre
las puertas, los pájaros enjaulados que cantaban en sus pequeñas prisiones, las
alfombras tejidas que cubrían todo el suelo.
Dos damas, obviamente las señoras
de la casa, se acercaron.
—¿Qué ocurre? —pregunté.
Iban vestidas tan elegantemente
como cualquier romana rica, cargadas de pulseras y luciendo unos vestidos
ribeteados de oro.
—Te lo suplico —dijo una de las
mujeres—, por tu propio bien, vete. ¡Sube de nuevo a la litera!
Intentaron meterme en aquella celda
rodeada de cortinas que constituía mi litera, pero me negué a marcharme. Me
puse furiosa.
—No sé dónde me encuentro —dije—. Y
no sé quiénes sois. ¡No me empujéis!
El dueño de la casa, o alguien que
parecía serlo, se dirigió corriendo hacia mí; por sus mejillas rodaban unos
gruesos lagrimones, y su pelo corto y canoso presentaba un aspecto lamentable,
como si se hubiera arrancado unos mechones en un arrebato de dolor. Su larga
túnica estaba desgarrada. Tenía el rostro manchado de tierra. Era un anciano con
la espalda encorvada y una cabeza exageradamente grande, cargado de piel
y arrugas.
—Tu padre era mi joven colega —me
dijo en latín, agarrándome por los brazos—. Comí varias veces en tu casa cuando
eras una criatura que apenas gateaba.
—Qué cariñoso —me apresuré a decir.
—Tu padre y yo estudiamos en
Atenas, dormíamos bajo el mismo techo. —Las mujeres se quedaron inmóviles,
aterrorizadas, tapándose la boca con la mano.
»Tu padre y yo peleamos con Tiberio
durante su primera campaña contra esos repugnantes bárbaros.
—Qué valientes —repuse.
Mi capa negra cayó al suelo,
mostrando mi larga y alborotada cabellera y mi sencillo vestido. Pero nadie
pareció darle importancia.
—¡Germánico comió en esta casa
porque tu padre le habló de mí!
—Ah, comprendo—dije.
Una de las mujeres me indicó con
impaciencia que subiera a la litera. ¿Dónde se había metido Jacob? El anciano
se negaba a soltarme.
—Yo estaba con tu padre y con
Augusto cuando llegó la noticia de que nuestras tropas habían sido masacradas
en el bosque de Teutoburgo, de que el general Varo y todos sus
hombres habían sido asesinados. Mis
hijos lucharon con tus hermanos en las legiones de Germánico cuando éste
decidió castigar a las tribus del norte. ¡Dios!
—Sí, sí, es maravilloso —dije con
expresión grave.
—Sube a la litera y vete —dijo una
de las mujeres.
El anciano no me soltaba.
—¡Luchamos contra ese loco, el rey
Arminio! —dijo—. ¡Hubiéramos podido ganar! Tu hermano Antonio no era partidario
de capitular y regresar, ¿verdad?
—Yo... no...
—¡Lleváosla de aquí! —gritó un
joven patricio, que también había estado llorando. Se acercó y empezó a
empujarme hacia la litera.
—¡Apártate, imbécil! —protesté,
asestándole un bofetón.
A todo esto, Jacob había estado
hablando con los sirvientes, tratando de informarse de lo ocurrido.
Jacob apareció junto a mí, mientras
el griego de pelo canoso seguía sollozando y me besaba en las mejillas.
Jacob me condujo hasta la litera.
—Germánico ha sido asesinado —me
susurró Jacob al oído—.Todos los que le son leales están convencidos de que el
emperador Tiberio ordenó al gobernador Pisón que lo asesinara. Lo han
envenenado. La noticia se ha propagado como el fuego por toda la ciudad.
—¡Qué idiota eres, Tiberio! —murmuré,
alzando los ojos al techo—. ¡Un paso de cobarde tras otro!
Me sumí de nuevo en la oscuridad.
Los sirvientes alzaron la litera.
—Cayo Calpurnio Pisón tiene muchos
aliados aquí, como es natural —siguió diciendo Jacob—. Todo el mundo se pelea
entre sí. Un ajuste de cuentas. Violencia. Esta familia griega viajó a Egipto
con Germánico. Se han producido numerosos tumultos. ¡Debemos partir!
—Adiós, amigo—dije al anciano
griego mientras me sacaban de la casa en la litera, aunque creo que no me oyó.
Se había postrado de rodillas. Maldecía a Tiberio. Amenazaba con suicidarse y
gritaba pidiendo el puñal.
Nos hallábamos de nuevo en el
exterior, avanzando rápidamente a través de las calles.
Yo me tendí oblicuamente en la
litera, tratando de organizar mis pensamientos en la oscuridad. Germánico
estaba muerto. ¡Envenenado por Tiberio!
Yo sabía que este reciente viaje de
Germánico a Egipto había enfurecido a Tiberio. Egipto no se parecía a ninguna
provincia romana. Roma dependía de su grano, y por eso los senadores no podían
ir allí. Pero Germánico había ido «para contemplar las reliquias antiguas»,
habían dicho sus amigos en las calles de Roma.
«¡Una mera excusa! —pensé
desesperada—. ¿Dónde está el juicio? ¿Y la sentencia? ¡Envenenado! »
Los sirvientes que portaban mi
litera avanzaban apresuradamente. La gente no cesaba de gritar y sollozar
alrededor de nosotros.
—¡Germánico, Germánico!
¡Devolvednos a nuestro hermoso Germánico!
Antioquía había perdido la razón.
Por fin llegamos a una calle
estrecha, poco más que una callejuela, ya sabes cómo son pues hace poco
descubrieron un laberinto de callejuelas como ésa en Pompeya. Percibí el hedor
a orina masculina que contenían los jarros en la esquina.
Percibí el olor a comida que
exhalaban las altas chimeneas. Mis porteadores seguían corriendo y tropezando
con los adoquines.
En cierta ocasión nos arrojaron a
la cuneta cuando un carro pasó a toda velocidad junto a nosotros por la angosta
callejuela; sus ruedas hallaron sin duda los baches destinados a
ellas en la piedra.
Me di un golpe en la cabeza. Estaba
furiosa y asustada. Jacob me tranquilizó:
—Estamos contigo, Lydia.
Me tapé por completo con la capa,
de forma que sólo un ojo me permitía ver los rayos de luz que se filtraban a
través de las cortinas de la litera. Apoyé la mano en el puñal.
Los sirvientes depositaron la
litera en el suelo. Nos encontrábamos en un espacio interior y fresco. David,
el padre de Jacob, discutía con alguien. Yo no conocía el hebreo; ni siquiera
estaba segura de que hablara en hebreo.
Jacob terció por fin en el asunto.
Como hablaba en griego comprendí que los hebreos trataban de comprar una casa
para mí equipada con toda clase de comodidades, incluyendo unos elegantes
muebles, que había dejado recientemente una rica viuda que había vivido allí
sola, pero lamentablemente había vendido los esclavos. No había esclavos. Se
trataba de una operación rápida en dinero contante y sonante.
Al cabo de unos minutos oí decir a
Jacob en griego:
—Espero por tu propio bien que no
me hayas mentido.
Cuando los hombres alzaron de nuevo
la litera indiqué a Jacob que se acercara.
—Estoy en deuda contigo porque me
has salvado la vida en dos ocasiones. ¿Qué será de esos griegos que iban a
alojarme en su casa? ¿Corren peligro?
—Naturalmente —respondió Jacob—.
Cuando se producen disturbios, ¿qué importa lo que ocurra? Acompañaron a
Germánico a Egipto. Los hombres de Pisón lo saben. Cualquiera puede atacar,
asesinar y robar a otro con la excusa más nimia. ¡Mirad, un incendio! —exclamó
Jacob, ordenando a los hombres que se apresuraran.
—Bueno —dije—, no vuelvas a
pronunciar mi verdadero nombre. A partir de ahora debes llamarme por otro
nombre. Me llamo Pandora. Soy una griega recién llegada de Roma. Te he pagado
para traerme hasta aquí.
—Hay que reconocer que tienes
agallas, querida Pandora —repuso Jacob—. Eres una mujer fuerte. La escritura de
tu nueva casa contiene un nombre falso menos encantador, pero verifica que eres
ciudadana romana, viuda y emancipada. La obtendremos cuando paguemos el oro,
cosa que no haremos hasta que entremos en la casa. Y si el hombre no me entrega
la escritura con todos los requisitos necesarios para protegerte, lo
estrangularé.
—Eres muy listo, Jacob —dije con
tristeza.
El tenebroso y agitado viaje
continuó hasta que la litera se detuvo por fin. Oí girar una llave metálica en
la cerradura de la verja y penetramos en el largo vestíbulo de la casa.
Debí aguardar por respeto a mis
guardianes, pero me bajé precipitadamente de aquella odiosa y pequeña prisión
rodeada por unos velos negros, arrojé la capa y respiré hondo.
Nos hallábamos en el amplio
vestíbulo de una hermosa mansión, llena de encanto y cuya decoración revelaba
no poco ingenio.
Pese a que me sentía confusa, vi la
fuente con la cabeza de león junto a la verja que habíamos cruzado, y me lavé
los pies en el agua fresca.
La sala de recibimiento, o atrio,
era enorme, y más allá vi los suntuosos divanes del comedor en un extremo de un
amplio jardín cerrado, el peristilo.
No era mi gigantesca, opulenta y
antigua mansión de la colina Palatina, a la que a lo largo de muchas
generaciones habían añadido nuevos corredores y habitaciones que penetraban en
sus espaciosos jardines.
Se trataba de una casa demasiado
deslumbrante, pero elegante. Todas las paredes estaban recién pintadas, creo
que con un estilo oriental, con espirales y líneas sinuosas. ¿Cómo podía yo
juzgarlo? Estuve a punto de desmayarme de gozo. ¿Lograría allí que la gente me
dejara tranquila?
El escritorio estaba en el atrio, y
cerca de él había libros. Junto a los pórticos que flanqueaban el jardín vi
numerosas puertas; alcé los ojos y observé que las ventanas del segundo piso se
cerraban sobre los porches. Esplendor. Seguridad.
Los suelos de mosaico eran
antiguos; yo conocía el estilo, las figuras festivas de la Saturnalia
desfilando por las calles. Sin duda habían sido traídos desde Italia.
Un poco de mármol auténtico,
columnas de yeso, pero un gran número de murales de excelente factura en los
que aparecían las imprescindibles ninfas alegres.
Salí al húmedo y mullido césped del
peristilo y alcé la vista hacia el límpido cielo azul.
Sólo quería aspirar una bocanada de
aire fresco, pero entonces se produjo el momento de la verdad con respecto a
mis pertenencias. Me sentía demasiado desconcertada para preguntar qué era mío,
pero no fue necesario.
Jacob y David hicieron ante todo el
inventario de los muebles y demás objetos que habían adquirido para mí,
mientras yo los miraba incrédula por la paciencia que habían derrochado
ocupándose de todos los detalles.
Y cuando hubieron dado su
aprobación a cada habitación, y a un dormitorio situado en el extremo del
pasillo, a la derecha, y a un pequeño jardín abierto a la izquierda, más allá
de la cocina, subieron al segundo piso, y después de comprobar que todo estaba
en orden descargaron mis pertenencias. Baúl tras baúl.
Luego, ante mi estupefacción,
David, el padre de Jacob, sacó un pergamino y se puso a hacer el inventario de
todo cuanto me pertenecía, desde las horquillas hasta la tinta y el oro.
Entretanto, Jacob fue a hacer un recado.
Vi la apresurada letra de mi padre
en el inventario que David leyó en voz baja.
—Artículos de tocador —dijo David
resumiendo una parte del inventario—. Ropa, uno, dos, tres baúles, llevadlo
todo al dormitorio más grande. Los cubiertos a la cocina. ¿Los li—
bros aquí?
—Sí, por favor. —Yo me sentía tan
pasmada por su honestidad y meticulosidad que apenas podía hablar.
—¡Ah, cuántos libros!
—No los cuentes —dije.
—No puedo, verás, estos frágiles...
—Sí, lo sé. Continúa.
—¿Quieres que coloquemos tus
hermosas baldas de marfil y ébano aquí, en el salón delantero?
—Magnífico.
Me senté en el suelo, pero dos
eficientes esclavos asiáticos me alzaron en volandas y me acomodaron en una
silla romana de tijera. Me dieron una taza de agua fresca que olía a limpia.
Bebí con avidez, pensando en la sangre. Cerré los ojos.
—¿Tinta y objetos de escribir sobre
el escritorio? preguntó el anciano.
—Sí, por favor—contesté,
suspirando.
—Todo el mundo fuera —dijo el
anciano, repartiendo monedas rápida y generosamente entre los esclavos
asiáticos, quienes hicieron una profunda reverencia y se retiraron de la
habitación, casi tropezando los unos con los otros.
Yo traté de articular unas frases
coherentes de gratitud cuando apareció una nueva hornada de esclavos —quienes a
punto estuvieron de chocar con los que acababan de salir— portando unas cestas
que contenían todos los productos comestibles que vendían en un mercado,
incluyendo nueve clases de pan, varias jarras de aceite, melones, verduras y un
gran surtido de productos ahumados que durarían varios días: pescado, carne y
exóticas criaturas marinas que una vez desecadas ofrecían el aspecto de
pergamino.
—Llevad inmediatamente todo a la
cocina y traed un plato de aceitunas, queso y pan para la señora, ponedlo en
esa mesa, a su izquierda. Traedle también un poco de vino, del que le ha
enviado su padre.
Qué increíble. El vino de mi padre.
Luego David ordenó de nuevo a todos
que se retiraran entregándoles una generosa cantidad de monedas, y volvió a sus
inventarios.
—Acércate, Jacob. Cuenta este oro
mientras yo te leo la lista. Cubiertos, monedas, más monedas, joyas de un valor
excepcional. Monedas, lingotes de oro. Sí...
Ambos continuaron con el
inventario, apresurándose para terminar cuanto antes.
No lograba imaginar dónde había
ocultado mi padre aquella ingente cantidad de oro.
¿Qué iba a hacer yo con él?
¿Permitirían aquellos dos hebreos que me lo quedara? Eran unos hombres
honrados, pero todo aquel oro representaba una fortuna.
—Espera hasta que todo el mundo se
haya marchado —dijo David—, y entonces oculta el oro en diversos lugares de la
casa. Hay muchos escondrijos. Nosotros no podemos hacerlo, porque entonces
sabríamos dónde está. En cuanto a las joyas, será mejor que las ocultes, son
demasiado valiosas para que las exhibas entre el populacho durante los primeros
días de tu estancia aquí. —Abrió un cofre lleno de joyas—. ¿Ves este rubí? Es
soberbio. Fíjate en su tamaño. Podrá darte de comer por el resto de tu vida si
lo vendes por lo que vale a un hombre honrado. Todas las joyas de este cofre
son excepcionales, de primera calidad. Yo entiendo en esto. ¿Ves esas perlas?
Son perfectas. —Volvió a guardar el rubí y las perlas en el cofre y lo cerró.
—Sí —dije débilmente.
—Perlas, más oro, plata,
cubiertos... —murmuró David—. ¡Todo está aquí! Deberíamos tener más cuidado
pero...
—0h, no, habéis hecho maravillas —repuse.
Contemplé el pan y la copa de vino.
El vino de mi padre. Las ánforas, también de mi padre, estaban distribuidas por
la habitación.
—Pandora —dijo Jacob con expresión
seria—. Aquí tienes la escritura de la casa. Y este otro documento que describe
tu entrada oficial en el puerto bajo tu nuevo nombre, Julia y tal. Ahora
tenemos que despedirnos, Pandora.
El anciano meneó la cabeza y se
mordió el labio inferior.
—Hemos de partir para Egipto, hija
mía —dijo—. Me avergüenza dejarte, pero no tardarán en bloquear el puerto.
—Han prendido fuego a varios barcos
en el puerto —intervino Jacob—. Han destruido la estatua de Tiberio en el foro.
—El trato está cerrado —señaló el
anciano—. El hombre que nos vendió la casa nunca te ha visto y no conoce tu
verdadero nombre, del que no existen pruebas. Los hombres que te
trajeron aquí no eran esclavos
suyos.
—Te agradezco cuanto has hecho por
mí —contesté.
—A partir de ahora deberás valerte
por ti misma, mi querida princesa romana —me dijo Jacob—. Me duele en el alma
abandonarte.
—No nos queda otro remedio —apuntó
el anciano.
—Absténte de salir durante tres
días —me recomendó Jacob, acercándose a mí tanto como pudo, como si se
dispusiera a romper las reglas y besarme en la mejilla—. Aquí hay suficientes
legiones para sofocar esta sublevación, pero prefieren dejar que se extinga por
sí sola antes que matar a ciudadanos romanos. Olvida a esos amigos griegos. Han
prendido fuego a su casa.
Los dos hombres dieron media
vuelta, dispuestos a marcharse.
—¿Os pagó mi padre por estos
servicios? —pregunté—. Si no es así, llevaos una parte del oro.
—No pienses en eso —contestó el
anciano—; pero para tu tranquilidad, te recuerdo que tu padre me prestó dinero
en dos ocasiones cuando los piratas capturaron mis barcos en el Adriático. Tu
padre se asoció conmigo y yo gané mucho dinero, que nos repartimos entre los
dos. Los griegos debían dinero a tu padre. No te preocupes más por esas cosas.
¡Tenemos que irnos!
—Que Dios te proteja, Pandora—dijo
Jacob.
Las joyas. ¿Dónde estaban las
joyas? Me levanté de un salto y abrí el cofre. Había centenares de joyas,
perfectas, refulgentes y exquisitamente pulidas. Reparé en su valor, en su
transparencia y en el esmero con que habían sido trabajadas. Tomé el enorme
rubí en forma de huevo que David me había mostrado y otro parecido y se los
ofrecí a los hebreos.
Padre e hijo alzaron las manos para
rechazarlos.
—Debéis aceptarlos —dije—. Para
complacerme. Para confirmar que soy una romana libre y que viviré como mi padre
me pidió que hiciera. ¡Esto me dará valor! Aceptad estas joyas.
David meneó enérgicamente la
cabeza, pero Jacob tomó el rubí.
—Aquí tienes las llaves, Pandora.
Síguenos, y luego cierra la verja y las puertas que dan al vestíbulo. No temas.
Hay muchas lámparas en la casa. Dispones de aceite suficiente...
—Marchaos —dije cuando cruzaron el
umbral. Cerré la verja y me apoyé en los barrotes, mientras los observaba
alejarse—. Si no podéis salir, si me necesitáis, no dudéis en venir —dije.
—Aquí tenemos a gente de la nuestra
—me tranquilizó Jacob—. Te agradezco de todo corazón el magnífico rubí que nos
has dado, Pandora. Sobrevivirás. Entra en la casa y cierra las puertas.
Me acerqué a una silla pero no me
senté en ella, sino que me dejé caer en el suelo y recé:
—Lares familiares... espíritus de
la casa, ayudadme a hallar vuestro altar. Acogedme aquí, os lo ruego, no
pretendo hacer mal a nadie. Cubriré vuestro altar con flores y encenderé
vuestro fuego. Concededme el don de
la paciencia. Dejadme descansar.
Permanecí sentada en el suelo
durante horas, conmocionada, con los brazos fláccidos, mientras la luz del día
se iba apagando y las sombras penetraban en aquella pequeña y extraña casa.
Entonces empecé a tener un sueño de
sangre, pero lo rechacé. No quería saber nada de aquel extraño templo ni del
altar. ¡No! No más sangre. Lo desterré de mi mente e imaginé que estaba en mi
morada.
Yo era una niña. «Sueña con eso —me
dije—, sueña que escuchas a tu hermano Antonio mientras te relata anécdotas
sobre la guerra en el norte, cuando obligaron a los feroces germanos a
retroceder hacia el mar.» Antonio, al igual que mis otros hermanos, sentía gran
estima por Germánico. Lucius, el menor, tenía un carácter débil. Me partía el
corazón pensar que había gritado pidiendo clemencia a los soldados que se
disponían a matarlo.
El Imperio era el mundo. Más allá
estaba el caos, la desgracia, las luchas y peleas. Yo era un soldado. Era capaz
de pelear. Soñé que me ponía la armadura. Mi hermano dijo:
«Me alegra comprobar que eres un
hombre, siempre lo sospeché.»
No me desperté hasta la mañana
siguiente.
Entonces sentí un dolor y una
desesperación como jamás había experimentado.
Toma nota de esto. Porque en
aquellos momentos comprendí, más profundamente de lo que le es dado a un ser
humano, lo absurdo que es la Suerte y la Fortuna y la Naturaleza.
Quizá la descripción de estos
instantes, aunque breve, sirva de consuelo a otro. Lo peor tarda en aparecer y
en desaparecer. Lo cierto es que no puedes preparar a nadie para esto, ni
hacerle comprender a través del lenguaje la magnitud de ese tormento. Es
preciso vivirlo. Y no se lo deseo a nadie en el mundo.
Yo estaba sola. Recorrí todas las
habitaciones de la pequeña casa, golpeando las paredes con los puños y gritando
entre dientes, dando vueltas y más vueltas. Pero la Madre Isis no estaba allí.
No había dioses. ¡Los filósofos
eran unos imbéciles! Los poetas cantaban mentiras.
Sollocé y me mesé el cabello; me
desgarré el vestido con tanta naturalidad como si se tratara de una nueva
costumbre. Derribé sillas y mesas.
En ocasiones sentí una enorme
euforia, una liberación de todas las falsedades y prejuicios, todos los medios
a través de los cuales un alma o un cuerpo se convierten en rehenes.
Y entonces la tremenda naturaleza
de esa liberación se extendió en torno a mí como si la casa no existiera, como
si la oscuridad no conociera muros.
Pasé tres noches y tres días sumida
en aquel tormento. Me olvidé de comer. Me olvidé de beber agua.
No encendí ninguna lámpara. La
luna, casi llena, proporcionaba suficiente luz a este absurdo laberinto de
pequeñas estancias pintadas.
El sueño me había abandonado para
siempre.
Mi corazón latía con violencia. Los
músculos de mis extremidades se tensaban, se relajaban, volvían a tensarse.
A veces me tumbaba sobre la húmeda
y grata tierra del jardín, por mi padre, porque nadie había depositado su
cadáver sobre la húmeda y grata tierra, como deberían haber hecho después de su
muerte y antes de cualquier funeral.
De pronto comprendí por qué esa
falta, su cuerpo cosido a puñaladas y sin que nadie le hubiera dado sepultura,
era tan importante. Comprendí la gravedad de esa omisión como pocos han
comprendido jamás el significado de algo. ¡Era muy importante porque no lo era
en absoluto!
«Vive, Lydia.»
Contemplé los pequeños y frondosos
árboles del jardín y experimenté una curiosa gratitud por haber abierto mis
ojos humanos en la oscuridad de la tierra el tiempo suficiente para ver esas
cosas.
—¿Lo que proviene del cielo
asciende al cielo? —me pregunté, pensando en Lucrecio.
¡Qué locura!
¡Ay de mí! Como ya he dicho, vagué,
me arrastré, lloré y grité durante tres noches y tres días.
4
Por fin, una mañana en que el sol
penetraba a raudales a través del techo abierto, miré los objetos que había en
la habitación y comprendí que no sabía lo que eran ni por qué habían sido
creados. No sabía sus nombres. Ignoraba su definición. Ni siquiera conocía
aquel lugar.
Me incorporé y me di cuenta de que
estaba contemplando el lararium, el santuario de los dioses domésticos.
Aquél era el comedor, por supuesto,
y aquellos eran los divanes, y allí se hallaba el glorioso tálamo conyugal.
El lararium consistía en un altar
rodeado por tres elevados tabiques, un pequeño templo con tres frontones, en
cuyo interior se encontraban las figuras de los dioses domésticos. Nadie en
esta profana ciudad se los había llevado con la difunta. Las flores se habían
marchitado. El fuego se había extinguido. Nadie lo había apagado con vino, como
habría debido hacerse.
Me arrastré de rodillas, con el
vestido rasgado, por el patio del peristilo, recogiendo flores para aquellos
dioses. Encontré un poco de leña y encendí un fuego sagrado.
Los contemplé fijamente, durante
horas. Tuve la impresión de que jamás volvería a moverme.
Al rato anocheció.
—No te duermas —susurré—. Debes
velar toda la noche.
Esos egipcios te acechan entre las
sombras. Fíjate en la luna, dentro de un par de noches será luna llena.
Pero lo peor de mi tormento había
pasado y estaba agotada. El sueño se abatió sobre mí como diciendo: «Olvida tus
preocupaciones.»
Entonces soñé.
Vi a unos hombres ataviados con
ropajes dorados.
—Ahora te conducirán al
sanctasanctórum.
Pero ¿qué había allí? No quería
verlo.
—Nuestra Madre, nuestra amada Madre
de los Dolores —dijo el sacerdote.
Los cuadros de las paredes
representaban egipcios de perfil y palabras compuestas por ilustraciones. En
algún lugar de la casa ardía mirra.
—Ven —dijeron unos que me sujetaban—.
Todas las impurezas han desaparecido de tu cuerpo y participarás de la Fuente
sagrada.
Oí que una mujer lloraba y gemía.
Antes de entrar en la gran sala me asomé a ella. Allí estaban el Rey y la Reina
sentados en sus respectivos tronos, el Rey inmóvil y con la mirada fija, como
en el último sueño que yo había tenido, y la Reina debatiéndose para librarse
de sus grilletes de oro. Lucía la corona del Alto y Bajo Egipto, y una túnica
plisada de lino. No llevaba peluca, sino que se había trenzado el cabello. No
cesaba de llorar y sus pálidas mejillas estaban manchadas de rojo. El collar y
los pechos estaban teñidos de rojo. Ofrecía un aspecto sucio e ignominioso.
—Madre mía, mi diosa —dije—. Esto
es una abominación.
Intenté despertarme.
Me incorporé, apoyando una mano en
el lararium, y contemplé las telarañas y los árboles del patio, visibles bajo
el sol que trepaba por el cielo.
Me pareció oír a gente que hablaba
en voz baja en la antigua lengua egipcia.
¡No podía consentir aquello! No
quería volverme loca.
¡Basta! El único hombre al que
había amado, mi padre, me había dicho: «Vive.»
Había llegado el momento de pasar a
la acción, de levantarme y moverme. De pronto me sentí pletórica de fuerza y
resolución. Mis largas noches de duelo y lágrimas habían equivalido a la
iniciación en el templo de Isis; la muerte había sido la bebida tóxica; la
comprensión había sido la transformación.
Pero eso había terminado; ese mundo
absurdo resultaba tolerable y no era necesario explicarlo. Qué necia había sido
al pensar que podía explicarse...
La realidad de mi situación exigía
pasar a la acción.
Me serví una copa de vino y me
acerqué con ella a la verja. La ciudad parecía tranquila. La gente iba y venía
por la calle, apartando la vista de una mujer semivestida, con la ropa hecha
jirones, que se hallaba en el vestíbulo de su casa.
Por fin apareció un obrero cargado
con un saco de ladrillos. Le ofrecí la copa de vino.
—He estado enferma durante tres
días —dije—. ¿Qué sabes de la muerte de Germánico? ¿Cómo van las cosas en la
ciudad?
El hombre se mostró muy agradecido
por la copa de vino. El trabajo le había hecho envejecer prematuramente. Tenía
los brazos muy delgados, y las manos no paraban de temblarle.
—Gracias, señora —dijo, apurando el
vino como si éste no pudiera apagar su sed—. Colocaron el cadáver de nuestro
Germánico en la plaza pública para que todos pudiéramos contemplarlo. Qué
hermoso estaba. Algunos lo compararon con el gran Alejandro. La gente no se
ponía de acuerdo. ¿Le habían envenenado o no? Algunos decían que sí, otros que
no.
»Sus soldados lo querían. El
gobernador Pisón, gracias a los dioses, no se encuentra aquí y no se atreve a
regresar. La esposa de Germánico, la amable Agripina, conserva las cenizas de
su marido en una urna que lleva junto a su corazón. Se dispone a partir para
Roma, para vengarse de Tiberio. —Me devolvió la copa y añadió—: Os doy mis más
humildes gracias.
—De modo que la ciudad ha recobrado
la normalidad.
—Oh, sí, ¿qué podría perturbar a
esta espléndida ciudad mercantil? —contestó el obrero—. Todo sigue como si nada
hubiera ocurrido. Los leales soldados de Germánico mantienen la paz a la espera
de que se haga justicia. No dejarán que el asesino Pisón regrese, y Sentius ha
reunido a todos los hombres que estaban al mando de Germánico. La ciudad se
siente bien. La llama arde para Germánico. Si estalla una guerra, no será aquí.
No os preocupéis.
—Gracias, me has sido de gran
ayuda.
Tomé la copa de sus manos, cerré la
verja y el portal y me puse en movimiento.
Después de comer un poco de pan
para recobrar las fuerzas, pronuncié unas frases de Lucrecio cargadas de
sentido común e inspeccioné la casa. Tenía un amplio, suntuoso y luminoso baño
situado a la derecha del patio. El agua, que manaba continuamente de las valvas
que sostenían las ninfas sobre la pila revestida de yeso, tenía una temperatura
ideal. No era necesario encender un fuego para calentarla.
Tenía la ropa en el dormitorio.
La vestimenta romana era sencilla,
como sabes: llevábamos dos o tres largas camisas o túnicas, además de la túnica
con que nos cubríamos al salir, la stola, y finalmente la palla, o capa, que
nos llegaba a los tobillos e iba ceñida debajo del pecho.
Elegí las túnicas más hermosas,
tres capas de seda finísima, y luego una reluciente palla roja que me cubría de
pies a cabeza. Jamás me había calzado yo misma las sandalias, operación que me
pareció cómica y fastidiosa a un tiempo.
Todos los objetos de mi cuidado
personal habían sido dispuestos sobre unas mesas provistas de espejos bruñidos.
¡Qué desorden!
Me senté en una de las numerosas
sillas doradas, acerqué el espejo de metal pulido y traté de utilizar las
pinturas tal como había visto hacer a mis esclavas.
Conseguí oscurecerme las cejas,
pero el horror que me inspiraban los ojos pintarrajeados de las egipcias me
impidió pintarme los míos. Me apliqué carmín en los labios y unos polvos
blancos en la cara, y eso fue todo. Ni siquiera me empolvé los brazos, como me
habrían hecho mis esclavas en Roma.
No sé qué aspecto presentaba.
Después de conseguir trenzarme la maldita cabellera, me recogí las trenzas en
un enorme moño en la parte posterior de la cabeza. Utilicé suficientes
horquillas para veinte mujeres. Dejé que me cayeran unos rizos sobre la frente
y las mejillas, y al mirarme en el espejo vi a una mujer romana, modesta y
aceptable, peinada con raya en medio, las cejas negras y los labios rosados.
Lo más complicado fue ajustarme las
túnicas. Procuré que no asomara el borde de ninguna debajo de las otras.
Intenté colocarme la stola correctamente y ceñírmela debajo del pecho. Pero la
tarea de plegar y sujetar aquellas telas tan finas resultaba muy difícil.
Siempre me habían ayudado mis esclavas. Por fin, después de enfundarme dos
túnicas y una larga y fina stola roja, tomé una palla muy grande de seda,
ribeteada con un fleco y adornada con motivos dorados.
Me puse sortijas y pulseras, aunque
pensaba ocultarme cuanto pudiera debajo de la capa. Recuerdo a mi padre
maldiciendo cada día de su vida por tener que ponerse la toga, la indumentaria
oficial del romano de alcurnia. Sólo las prostitutas lucían togas. Al menos yo
no tenía ese problema.
Una vez vestida me dirigí a los
mercados de esclavos. Jacob estaba en lo cierto respecto a la gente. La ciudad
estaba llena de hombres y mujeres de todas las naciones. Muchas mujeres
paseaban en parejas, del brazo.
Las holgadas capas griegas
resultaban aceptables aquí, al igual que las largas y exóticas túnicas fenicias
o babilonias, tanto para los hombres como para las mujeres. Era frecuente ver a
los hombres con melenas y barbas. Algunas mujeres llevaban unas túnicas no más
largas que las de los hombres. Otras iban totalmente cubiertas por velos,
mostrando sólo los ojos, mientras caminaban por las calles acompañadas por
guardianes y sirvientes.
Las calles estaban más limpias que
las de Roma; los desperdicios eran engullidos por unas cloacas más anchas, y
llegaban más rápidamente a su destino.
Mucho antes de llegar al foro, o
plaza central, pasé por delante de tres portales en los que vi a ricas cortesanas
discutir sarcásticamente sobre el precio de sus servicios con jóvenes y
acaudalados griegos y romanos.
Al pasar, oí a una que decía a un
apuesto joven:
—¿Quieres acostarte conmigo? Estás
soñando. Puedes acostarte con cualquiera de las chicas, ya te lo he dicho. Pero
si me quieres a mí, vas a tener que irte a casa y vender todas tus cosas.
Vi a prósperos romanos, ataviados
con sus togas, en unas vinaterías situadas en las esquinas de las calles, los
cuales respondieron a mi pudoroso gesto de bajar la vista con una breve
inclinación de la cabeza.
Rogué que ninguno de ellos me
reconociera. Desde luego, no era probable, pues nos encontrábamos muy lejos de
Roma y yo había vivido muchos años recluida en casa de mi padre, contenta de no
tener que asistir a banquetes, cenas ni ceremonias.
El foro era mucho más grande de lo
que recordaba, tras haberlo vislumbrado sólo brevemente a mi llegada a la
ciudad. Cuando alcancé el borde del mismo y contemplé la gigantesca plaza
iluminada por el sol, flanqueada por pórticos, templos y edificios imperiales,
me quedé asombrada.
En los mercadillos cubiertos con
toldos, todo estaba en venta; los plateros se hallaban agrupados, los tejedores
ocupaban un espacio propio, los comerciantes en seda formaban una hilera, y al
volverme hacia la derecha vi un callejón dedicado a la venta de esclavos, los
de más calidad, que no solían venderse en subasta pública.
A lo lejos distinguí los elevados
mástiles de los barcos.
Percibí el olor del río. Frente a
mí se alzaba el templo de Augusto, con los fuegos encendidos y los legionarios
uniformados en actitud perezosa pero alerta.
Yo tenía calor y estaba nerviosa
pues mi capa de seda resbalaba continuamente sobre mis hombros. Había muchos
jardines donde servían vino, con grupos de mujeres que charlaban animadamente.
Hubiera podido acercarme a algún grupo para beberme tranquilamente una copa de
vino.
Pero necesitaba sirvientes. Tenía
que disponer de unos esclavos leales.
Como es natural, en Roma jamás
había acudido a un mercado de esclavos. No había tenido necesidad de hacerlo.
Además poseíamos tantas familias de esclavos en nuestra propiedad de la Toscana
y en Roma que rara vez comprábamos un nuevo esclavo. Por el contrario, mi padre
tenía la costumbre de heredar los esclavos decrépitos y sabios de sus amigos —mis
hermanos y yo nos burlábamos de él a propósito de la Academia—, los cuales no
hacían otra cosa en el jardín de los esclavos que hablar de historia.
Pero ahora debía comportarme como
una astuta mujer de mundo. Examiné a todos los esclavos de calidad expuestos en
el mercado y me decidí rápidamente por dos hermanas, muy jóvenes y atemorizadas
ante la perspectiva de ser vendidas en subasta pública o acabar en un burdel.
Pedí que nos trajeran unos taburetes y me senté a hablar con ellas.
Conversamos largo rato.
Las muchachas procedían de la
pequeña mansión de una ilustre familia de Tiro; habían nacido esclavas. No sólo
conocían bien el griego y el latín, sino que también hablaban arameo. Poseían
una dulzura angelical.
Tenían unas manos inmaculadas, y
poseían todos los conocimientos necesarios. Sabían peinar, pintar un rostro,
preparar la comida. Conocían recetas de platos orientales sobre
los que yo jamás había oído hablar;
nombraron distintas pomadas y carmines. Una de ellas me miró atemorizada y
dijo:
—Señora, puedo pintar vuestro
rostro con rapidez y perfección.
Sus palabras me dieron a entender
que yo lo había hecho rematadamente mal.
Las compré a las dos, lo que sin
duda debía de constituir la respuesta a sus oraciones; pedí unas túnicas
limpias, de longitud modesta, para ambas; me proporcionaron las túnicas, de
lino azul, aunque no eran de excelente calidad; luego vi un mercader que
portaba numerosas pallae y compré una capa azul para cada hermana. Las jóvenes
no cabían en sí de gozo. Eran reservadas y se cubrieron la cabeza.
Yo no tenía dudas sobre ellas. Se
habrían dejado matar por mí.
No se me ocurrió que estuvieran
famélicas hasta que, mientras recorría el mercado en busca de otros esclavos,
oí a un despótico vendedor de esclavos decir a un griego atrevido y educado que
no comería hasta que le hubiera vendido.
—Qué horror —comenté—. Imagino que
estaréis hambrientas. Id al puesto de comida que hay en el foro. Allí, en el
otro extremo de la calle, veréis unos bancos y unas mesas.
—¿Solas?—preguntaron asustadas.
—Bueno, no tengo tiempo para daros
de comer con la mano como si fuerais pájaros. No miréis a ningún hombre a los
ojos; comed y bebed cuanto queráis. —Les entregué una cantidad de dinero que
por lo visto les pareció exagerada—. Y no os mováis de allí hasta que vaya a
buscaros. Si se os acerca un hombre, mostraos aterrorizadas, agachad la cabeza
e insistid en que no habláis su lengua. Si las cosas se ponen feas, dirigíos al
templo de Isis.
Las jóvenes echaron a correr por la
angosta callejuela hacia el lejano banquete; aún me parece ver sus hermosas
capas, azules como el cielo, infladas por la brisa volando a través de la
apretada y sudorosa multitud debajo de los abigarrados toldos del mercado. Mia
y Lia. No eran unos nombres difíciles de recordar, pero yo no sabía
distinguirlas entre sí.
De pronto me sorprendió oír una
risotada burlona. Era el esclavo griego a quien su amo acababa de amenazar con
dejarlo morir de hambre.
—De acuerdo —le dijo el griego a su
amo—, puedes matarme de hambre; pero entonces, ¿a quién vas a vender? ¿A un
hombre enfermo y moribundo en lugar de a uno excepcional
y muy erudito?
¡Un hombre excepcional y muy
erudito!
Me volví hacia el griego. Estaba
sentado en un taburete y no se levantó para que yo lo examinara. No llevaba
puesto más que un sucio taparrabos, lo cual era una estupidez por
parte del tratante, pero esa
negligencia indicaba que el esclavo era un hombre muy apuesto, con un bello
rostro, el pelo suave y castaño, los ojos verdes y almendrados y una boca
bonita y de expresión sarcástica. Debía de tener unos treinta años, quizás algo
menos. Estaba fuerte para su edad, pues a los griegos les gustaba mantenerse en
forma, y poseía una buena musculatura.
Tenía el pelo sucio y parecía que
se lo hubieran cortado con un hacha, y de la soga que le rodeaba el cuello
colgaba un minúsculo letrero de madera con unas apretadas letras garabateadas
en latín.
Tras colocarme bien la capa por
enésima vez, me acerqué a él, un tanto divertida por la atrevida forma en que
aquel griego de imponente torso desnudo me miraba, y traté de leer lo que decía
el letrero.
Por lo visto aquel hombre era capaz
de enseñar toda clase de filosofías, todas las lenguas, todas las matemáticas,
lo sabía cantar todo, conocía a todos los poetas, podía preparar todo tipo de
banquetes, era paciente con los niños, había combatido con su amo romano en los
Balcanes, había ejercido de guardia armado, era obediente y virtuoso y había
vivido toda su vida en casa de una familia en Atenas.
Leí esos datos con cierto
escepticismo. Al observarlo, el esclavo me dirigió una mirada impertinente.
Cruzó los brazos debajo de su pequeña placa, en un gesto claramente despectivo,
y se apoyó contra la pared.
De pronto comprendí el motivo por
el que el comerciante, que merodeaba cerca de nosotros, no había obligado al
griego a incorporarse. El esclavo sólo tenía una pierna útil. La pierna
izquierda, a partir de la rodilla, era de marfil, excelentemente tallada, con
su pie, su sandalia y unos dedos perfectos. Como es lógico, pese a tratarse de
un excelente trabajo, la pierna y el pie de marfil no estaban ensamblados sino
que constituían tres secciones proporcionadas, cada una de las cuales era una
exquisita obra artesanal, y el pie estaba articulado en distintas secciones,
con las uñas bien definidas y los cordones de la sandalia exquisitamente
esculpidos.
Yo jamás había visto una prótesis
semejante; era una concesión al artificio en lugar de un modesto intento de
imitar a la naturaleza.
—¿Cómo perdiste la pierna? —pregunté
en griego al esclavo. Éste no contestó. Señalé su pierna. Silencio.
Le formulé la pregunta en latín,
pero siguió negándose a responder.
El comerciante, preocupado, se alzó
de puntillas.
—Señora —dijo estrujándose las manos—,
ese esclavo sabe llevar archivos, dirigir cualquier negocio. Escribe con una
caligrafía perfecta, es honrado con las cuentas...
¿Por qué no añadir que sabía
impartir clases a niños? Supuse que yo no tenía aspecto de esposa y madre.
Malo.
El griego esbozó una sonrisa
socarrona y desvió la mirada. Luego masculló entre dientes, en un latín
incisivo, que si yo decidía gastarme el dinero en él lo estaría invirtiendo en
un hombre muerto. Tenía una voz suave y melodiosa, aunque cansada y cargada de
desprecio, y se expresaba sin afectación y con elegancia.
Yo perdí la paciencia.
—¡Fíjate bien en mí, estúpido y
arrogante ateniense! —exclamé en griego, roja de ira por el hecho de que aquel
esclavo y aquel vendedor de esclavos me hubieran tomado por otra cosa—. Si
sabes escribir en griego y en latín, si has leído a Aristóteles y a Euclides,
cuyo nombre por cierto no has escrito correctamente, si has estudiado en Atenas
y has peleado en los Balcanes, si es cierta la mitad de esa gran epopeya, ¿por
qué no quieres pertenecer a una de las mujeres más inteligentes con la que te
has tropezado en la vida, que te tratará con dignidad y respeto a cambio de tu
lealtad? ¿Qué sabes tú de Aristóteles y Platón que yo ignore? Jamás he azotado
a un esclavo. Te niegas a servir a un ama dispuesta a recompensarte por tu
lealtad como jamás has soñado. ¡Lo que pone en esa placa es una sarta de
mentiras!
El esclavo me miró atónito, pero no
pareció enojado. Se inclinó hacia delante, tratando de examinarme más de cerca,
aunque con discreción. El comerciante le indicó, furioso, que se levantara,
cosa que el esclavo hizo, mostrando su imponente estatura. Tenía las piernas
fuertes y ágiles, incluso la de marfil.
—¿Por qué no me dices la verdad
sobre tus dotes y conocimientos? —pregunté en latín. Luego me volví hacia el
vendedor de esclavos—. Dame una pluma para que corrija esos
nombres. Esas incorrecciones
destruirán toda posibilidad de que ese hombre llegue a ser un maestro. Le hacen
parecer un idiota.
—¡No disponía de espacio suficiente
para escribir! —protestó el esclavo en un latín perfecto. Se inclinó hacia mí
para dar mayor énfasis a sus palabras.
»Fijaos en esta pequeña placa, ya
que sois tan inteligente. ¿No comprendéis la ignorancia de este comerciante? No
es lo bastante inteligente para darse cuenta de que posee una esmeralda; la
confunde con un pedazo de cristal verde. Es un desastre. Traté de escribir aquí
todos los datos que pude.
Yo me eché a reír. Aquel griego me
cautivaba y divertía. No podía contener la risa. La cosa era francamente
cómica. El vendedor de esclavos parecía confuso, sin saber qué hacer.
¿Castigar al esclavo y reducir su
valor, o dejar que él y yo resolviéramos el asunto?
—¿Qué podía hacer yo? —preguntó el
esclavo hablando en tono confidencial, pero esta vez en griego—. ¿Gritar a
cualquiera que desfilara ante mí «He aquí a un gran maestro, un gran
filósofo?». —Después de desahogarse, se calmó un poco—. En la Acrópolis de
Atenas están esculpidos los nombres de mis abuelos —añadió.
El comerciante no comprendía nada.
Pero yo estaba intrigada y me lo
estaba pasando muy bien. Noté que la capa había vuelto a resbalar sobre mis
hombros y le di un estirón. Qué ropas tan incómodas. ¿Es que nadie me había
dicho que la seda resbala sobre la seda?
—¿Y qué me dices de Ovidio? —inquirí,
respirando hondo. Me reía tanto que tenía los ojos llenos de lágrimas—. Aquí
has escrito el nombre de Ovidio. ¿Es muy conocido aquí Ovidio? En Roma nadie se
habría atrevido a escribir ese nombre en tu placa, te lo aseguro. Ni siquiera
sé si Ovidio aún vive, y es una pena. Cuando tenía diez años leí El arte de
amar; allí Ovidio me enseñó a besar. ¿Has leído esa obra?
El esclavo cambió de actitud. Su
expresión se fue suavizando y noté que empezaba a confiar en que yo fuera una
buena ama para él. Pero le costaba convencerse de ello.
El comerciante esperaba alguna
señal que le indicara qué debía hacer. Era evidente que no comprendía lo que
decíamos.
—Mira, insolente esclavo cojitranco
—proseguí—. Si creyera que eres capaz de leerme unos pasajes de Ovidio por las
noches, no dudaría en comprarte. Pero esta placa te hace pasar por una mezcla
de Sócrates y Alejandro Magno. ¿En qué guerra de los Balcanes peleaste? ¿Cómo
es que has ido a parar a manos de este vil tratante en lugar de trabajar en una
buena casa? ¿Cómo es posible que alguien se crea esas mentiras? Si el ciego
Homero hubiera cantado esa ridícula historia, la gente se hubiera levantado y
hubiera abandonado la taberna.
El griego comenzaba a mostrarse
enfadado, frustrado.
El comerciante alargó la mano en
señal de advertencia, para contenerlo.
—¿Qué diantres le ocurrió a tu
pierna? —pregunté—. ¿Cómo la perdiste? ¿Quién te hizo esta magnífica prótesis?
El esclavo bajó el tono de voz
hasta convertirlo en un elocuente murmullo:
—La perdí durante una cacería de
jabalíes, con mi amo romano —declaró pacientemente—. Él me salvó la vida.
Salíamos a cazar con frecuencia. Ocurrió en Pentélico, la montaña...
—Sé dónde se encuentra Pentélico,
gracias —repliqué.
La expresión del esclavo resultaba
elegante. Estaba totalmente confundido. Se pasó la lengua por los labios
resecos.
—Pedid a este comerciante que os
traiga un pergamino y tinta. —El esclavo se expresaba en un latín muy bello,
con la elegancia de un actor o un orador, pero sin el menor esfuerzo—.
Escribiré para vos El arte de amar, de memoria —dijo suavemente, implorando
entre dientes, lo cual no es empresa fácil—, y luego copiaré toda la historia
de los persas escrita por Jenofonte, si disponéis de tiempo; en griego,
naturalmente. Mi amo me trataba como a un hijo; luché con él, estudié con él,
aprendí con él. Yo le escribía las cartas. Su educación constituyó mi
educación, porque él lo quiso así.
—Ah —repuse en tono orgulloso,
aliviada.
El esclavo parecía ahora un
perfecto caballero, furioso, atrapado en unas intolerables circunstancias pero
digno, razonando con la suficiente vehemencia para reforzar su espíritu.
—¿Y en la cama? ¿Sabes hacerlo en
la cama? —pregunté. Ignoro qué rabia o desesperación me llevó a formular
semejante pregunta.
El esclavo me miró escandalizado.
Buena señal. Abrió los ojos como platos y frunció el ceño.
A todo esto el vendededor de
esclavos apareció con la tablilla, una banqueta, un pergamino y tinta, y lo
depositó sobre los calientes adoquines.
—Toma, escribe—ordenó al esclavo—.
Dibuja unas letras para esta mujer. Suma unos números, o te mataré y venderé tu
pierna.
Solté una carcajada. Miré al
esclavo, quien no salía de su asombro. Luego dirigió una mirada de desprecio al
comerciante.
—¿Respetarás a las esclavas? —pregunté
en tono condescendiente—. ¿Te gustan los muchachos?
—¡Podéis confiar plenamente en mí! —repuso
el esclavo—. Soy incapaz de cometer una falta contra mi amo.
—¿Y si deseo que te acuestes en mi
lecho? Soy la dueña de mi casa, dos veces viuda e independiente, y romana.
Su rostro se ensombreció. No pude
identificar las emociones que dejaba entrever su expresión, la tristeza, la
indecisión, la confusión y la perplejidad que lo transformaron.
—¿Y bien? —pregunté.
—Digamos, señora, que sin duda os
complacerá más mi forma de recitar a Ovidio que cualquier intento por mi parte
de interpretar sus versos.
—De modo que te gustan los
muchachos —dije asintiendo con la cabeza.
—Nací esclavo. Me contentaba con
los muchachos. No conocí otra cosa. Pero no necesitaba ni a las muchachas ni a
los muchachos. —Se sonrojó y bajó la vista.
Una hermosa muestra de modestia
ateniense.
Le indiqué que se sentara.
Me obedeció con una naturalidad y
una gracia asombrosas, teniendo en cuenta las circunstancias: el calor, la
suciedad, la multitud, la frágil banqueta sobre la que estaba sentado, y la
precaria mesa.
Tomó la pluma y escribió
rápidamente en un griego impecable: «¿He ofendido a esta dama de extraordinaria
erudición y paciencia excepcional? ¿He propiciado, con mi imprudencia, mi
propia desgracia?» Luego siguió escribiendo en latín: «¿Nos dice Lucrecio la
verdad cuando afirma que la muerte no tiene nada que temer?» Tras reflexionar
unos instantes escribió de nuevo en griego: «¿Son Virgilio y Horacio realmente
equiparables a nuestros grandes poetas? ¿Lo creen realmente los romanos, o sólo
confían en que sea cierto, sabiendo que sus logros resplandecen en otras
artes?»
Leí lo que había escrito con gran
atención, sonriendo complacida. Me había enamorado del esclavo. Observé su
nariz delgada, el hoyuelo de su barbilla y sus verdes ojos que me miraban
fijamente.
—¿Cómo has llegado a esto? —pregunté—.
Un mercado de esclavos en Antioquía. Según dices, te criaste en Atenas.
El esclavo trató de ponerse de pie
para responder, pero yo le obligué a sentarse de nuevo.
—No puedo deciros nada respecto a
eso —contestó—. Sólo que mi amo me quería mucho, que murió en su lecho rodeado
de su familia, y que yo me encuentro aquí.
—¿Por qué no te liberó tu amo en su
testamento?
—Lo hizo, señora, y con dinero.
—¿Qué pasó pues?
—No puedo deciros más.
—¿Por qué? ¿Quién te vendió?
—Señora —repuso el esclavo—, os
ruego que valoréis mi lealtad a la casa en que serví toda mi vida. No puedo
decir más. Si me convierto en vuestro sirviente, os ofreceré la misma lealtad.
Vuestra casa será mi casa, y sagrada para mí. Lo que suceda entre las paredes
de vuestra casa no saldrá de allí. Hablo de la virtud y la bondad de mi amo
porque es lo que debo decir. No deseo añadir nada más.
La antigua y sublime moral griega.
—¡Escribe más cosas, date prisa! —dijo
el tratante de esclavos.
—Déjalo en paz —le ordené—. Ya ha
escrito bastante.
El apuesto esclavo de cabello
castaño, aquel hombre cojo y extraordinariamente atractivo, había caído en una
profunda melancolía y dirigió la vista hacia el distante foro, a través de las
fugaces siluetas que iban y venían por la boca del callejón.
—¿Qué haría si fuera un hombre
libre? —se preguntó mirándome desde una postura de total soledad—. ¿Copiar textos
todo el día en las librerías de la ciudad por un jornal irrisorio? ¿Escribir
cartas a cambio de unas monedas? Mi amo arriesgó su vida para salvarme de aquel
jabalí. Combatí a las órdenes de Tiberio en Iliria, donde logró sofocar todas
las revueltas con quince legiones. Le corté la cabeza a un hombre para salvar a
mi amo. ¿En qué me he convertido ahora?
Sentí un inmenso dolor.
—¿En qué me he convertido ahora? —repitió
el esclavo—. Si fuera libre, apenas tendría qué comer, dormiría en una vivienda
inmunda y me cortarían y robarían la pierna de marfil.
Yo lancé una exclamación,
horrorizada, y me llevé una mano a los labios.
El esclavo me miró con ojos
arrasados en lágrimas, y su voz se dulcificó al tiempo que adquiría un tono más
enérgico y convincente.
—Oh, sí, podría enseñar filosofía
debajo de esos arcos, hablando sobre Diógenes y fingiendo que me gusta ir
vestido con harapos, como hacen sus seguidores hoy en día. ¡Menudo circo han
montado! ¿Os habéis fijado? ¡Jamás he visto tantos filósofos como en esta
ciudad! Echad un vistazo alrededor cuando regreséis a casa. ¿Sabéis qué
requisito se exige para enseñar filosofía aquí? Mentir. Lanzar unas palabras
sin el menor sentido lo más rápidamente posible a tus jóvenes alumnos, asumir
un aire sesudo cuando no sabes qué responder, inventarte una sarta de sandeces
y atribuirlas a los antiguos estoicos.
El esclavo se detuvo y trató de
recobrar la compostura. Sentí deseos de romper a llorar.
—Como habréis visto, no sé mentir —añadió—.
Eso ha sido lo que me ha perjudicado ante vos, ilustre señora.
Yo estaba destrozada por dentro, y
sus palabras reabrieron lentamente las heridas. El valor que me había obligado
a salir de mi voluntaria reclusión comenzó a disiparse. Él debió de ver mis
lágrimas.
Se volvió de nuevo hacia el foro.
—Sueño con un amo o un ama
respetable, con una casa digna. ¿Puede un esclavo alcanzar el honor mediante la
contemplación del honor? La ley dice que no. Por consiguiente, cualquier
esclavo que sea llamado a declarar en un juicio debe ser torturado, puesto que
carece de honor. Pero la razón dice lo contrario. He aprendido y puedo enseñar
lo que representa la valentía y el honor. Y sí, todo cuanto dice esta tablilla
es cierto. No tuve tiempo ni ocasión de atemperar su estilo jactancioso.
El esclavo agachó la cabeza y miró
nuevamente hacia el foro, como si contemplara un mundo perdido. Luego se
enderezó en la silla para demostrar coraje, y nuevamente trató de ponerse en
pie.
—No, siéntate —le indiqué.
—Señora —dijo el griego—, si
queréis comprarme para utilizar mis servicios en una casa de mala nota,
permitidme que os diga... si es para torturar o violentar a esas jóvenes que
habéis adquirido, si me ordenáis que proclame sus encantos por la calle, me
niego a hacerlo. Me resulta tan deshonroso como remar o mentir. ¿Por qué
queréis comprarme?
Las lágrimas permanecían
simplemente suspendidas entre él y esa visión del mundo que lo rodeaba. Su
rostro mostraba una expresión serena.
—¿Te parezco una ramera? —pregunté
escandalizada—. ¡Por todos los dioses, me he puesto mis mejores ropas! He
procurado presentar un aspecto lo más asquerosamente respetable envuelta en
estas finas sedas. ¿Acaso ves crueldad en mis ojos? ¿Tan increíble te parece
que la gente con temple logre sobrevivir al dolor? No es necesario pelear en un
campo de batalla para tener coraje.
—¡No, señora, no! —protestó el
esclavo, quien lamentaba que me sintiera ofendida.
—Entonces, ¿por qué me insultas de
este modo? —inquirí, profundamente herida—. Y no estoy de acuerdo contigo en lo
que has escrito ahí, en que no se puede equiparar a nuestros poetas romanos con
los griegos. No conozco nuestro destino en cuanto imperio, y esto me aflige,
como afligía a mi padre y al padre de mi padre. ¿Por qué? ¡Lo ignoro! —Me
volví, dispuesta a marcharme, aunque en realidad no tenía intención de hacerlo.
Sus insultos habían ido demasiado lejos.
El esclavo se inclinó hacia mí
sobre la mesa de escribir.
—Señora —dijo, bajando la voz y
empleando un tono aún más solícito—, disculpad mis estúpidas palabras. Sois una
auténtica paradoja. Lleváis el rostro pintado de forma excéntrica, y creo que
no os habéis pintado correctamente los labios. Tenéis los dientes manchados de
carmín. No os habéis empolvado los brazos. Lleváis puestas tres túnicas de
seda, a través de las cuales puedo distinguir vuestras formas. Os habéis
peinado al estilo bárbaro con dos trenzas que se han desplomado sobre vuestros
hombros, y de vuestra cabeza cae una incesante lluvia de horquillas de plata y
oro. Fijaos en estas que se os acaban de caer. Procurad no pincharon con ellas.
Vuestra capa, más apropiada para la noche, ha caído al suelo, y lleváis los
dobladillos de vuestras túnicas arrastrando por el polvo.
Sin interrumpir ni por un instante
su discurso, el esclavo se agachó y recogió airosamente mi palla; luego se
levantó para ofrecérmela, rodeó la mesa y me la colocó sobre los hombros.
—Habláis con una velocidad
prodigiosa, y os expresáis de forma muy incisiva —continuó el griego—, pero
lleváis un enorme puñal en el ceñidor. Deberíais ocultarlo en vuestro
antebrazo, debajo de la capa. Y no hablemos de vuestra bolsa. Os vi sacar de
ella unas monedas de oro para comprar a las jóvenes esclavas. Es demasiado
grande y difícil, por ello, de ocultar. Y vuestras manos; tenéis unas manos muy
bellas, tan elegantes como vuestro latín y vuestro griego, pero están manchadas
de tierra, como si hubiérais estado excavando.
Yo sonreí. Había conseguido
contener las lágrimas.
—Eres muy observador —dije en tono
risueño. Me sentía cautivada por él—. ¿Por qué he tenido que herirte tan
profundamente para descubrir tu alma? ¿Por qué no podemos mostrarnos
sencillamente como somos? Necesito un administrador enérgico, un guardián capaz
de portar armas, administrar mi casa y protegerla, porque vivo sola. ¿De verdad
puedes ver mis formas a través de estas numerosas capas de seda?
Él asintió con la cabeza.
—Bien, ahora que he conseguido
colocaros la capa sobre los hombros y obligaros a ocultar el... puñal en
vuestro ceñidor... —El esclavo se sonrojó.
Al cabo de unos instantes, cuando
le sonreí tratando de recobrar la compostura y de impedir que me embargara de
nuevo la oscuridad, una oscuridad que me arrebataría toda la confianza en mí
misma, toda fe en mi tarea, el griego continuó:
—Señora, aprendemos a ocultar
nuestra alma porque otros la traicionan. Pero yo no dudaría en confiaros la
mía. Estoy convencido de ello, y os ruego que recapacitéis. Puedo protegeros.
Puedo administrar vuestra casa. No molestaré a vuestras jóvenes esclavas. Pero
desdichadamente, pese a las numerosas batallas en las que participé en Iliria,
sólo tengo una pierna. Regresé a casa después de tres años de constantes y
sangrientas batallas para perderla ante un jabalí porque una lanza, mal
templada y fabricada, se partió en el preciso momento en que la arrojé contra
el animal.
—¿Cómo te llamas? —pregunté.
—Flavius —respondió el esclavo. Era
un nombre romano.
—Flavius —dije.
—Señora, se os ha vuelto a caer el
manto de la cabeza. Y esos pequeños alfileres son muy puntiagudos, os haréis
daño.
Dejé que volviera a cubrirme con la
capa como si él fuera mi Pigmalión y yo su Galatea. Flavius la sostuvo con las
yemas de los dedos, pero la capa estaba ya muy sucia.
—Esas jóvenes que has visto —dije—
son mis sirvientas desde hace media hora. Debes comportarte con ellas como un
jefe benevolente. Pero si te vas a la cama con alguna mujer bajo mi techo, será
mejor que se trate de mi cama. ¡Soy de carne y hueso!
El esclavo asintió con la cabeza,
incapaz de articular palabra.
Abrí mi bolsa y saqué las monedas
que estaba dispuesta a pagar por él, un precio razonable comparado con los de
Roma, donde los esclavos siempre alardeaban de lo que les habían costado a sus
amos. Deposité el oro sobre la mesa, sin reparar en la efigie de las monedas,
calculando tan sólo su valor.
El esclavo me miró fascinado, y
luego dirigió rápidamente la vista hacia el vendedor.
El baboso, cruel y despreciable
comerciante de esclavos se infló como un sapo y me informó de que aquel valioso
y erudito griego iba a ser subastado por un precio elevado. Varios hombres de
fortuna habían manifestado su interés en comprarlo. Dentro de una hora toda la
clase de una escuela iba a formularle numerosas preguntas. Unos funcionarios
romanos habían enviado a sus administradores para examinarlo.
—No tengo fuerzas para seguir
discutiendo —dije, disponiéndome a abrir de nuevo la bolsa.
Pero Flavius, mi nuevo esclavo, se
apresuró a detenerme. Luego miró al vendedor con aire de gran autoridad y
desdén y exclamó entre dientes:
—¡Por un hombre cojo! ¡Ladrón!
¿Eres capaz de cobrarle ese precio a mi ama, aquí en Antioquía, donde existe
tal cantidad de esclavos que los barcos los llevan a Roma porque es el único
medio de que los vendedores obtengáis algunos beneficios?
Me quedé impresionada. Todo había
salido a pedir de boca. La oscuridad se había disipado, y por unos instantes se
me antojó que el calor del sol encerraba un significado divino.
—¡Has estafado a mi ama y lo sabes
de sobra! ¡Eres la escoria de la tierra! —continuó Flavius—. Señora, ¿pensáis
adquirir más esclavos a este canalla? ¡Os aconsejo que no lo hagáis!
El comerciante esbozó una sonrisa
bobalicona, una grotesca mueca de cobardía y estupidez, hizo una reverencia y
me devolvió un tercio del dinero que le había entregado.
Apenas logré reprimir otra
carcajada. La capa se me había vuelto a caer al suelo por enésima vez. Flavius
me la recogió. En esta ocasión me la anudé sobre el pecho.
Miré las monedas que me había
devuelto el comerciante, se las confié a Flavius y nos marchamos.
Cuando nos mezclamos entre la
multitud que circulaba por el centro del foro, me eché a reír ante lo cómico
del asunto.
—Ya has comenzado a protegerme,
Flavius, ahorrándome dinero y dándome unos consejos excelentes. Si hubiera más
hombres como tú en Roma, el mundo sería un lugar más agradable.
Mis palabras conmovieron al
esclavo. No podía hablar.
—Señora —murmuró tras no pocos
esfuerzos—, mi cuerpo y mi alma os pertenecen para siempre.
Yo me alcé de puntillas y lo besé
en la mejilla. Me di cuenta de que su desnudez, su mísero y sucio taparrabos,
era una humillación que él soportaba sin señal de protesta.
—Toma —dije, entregándole algo de
dinero—. Lleva a las muchachas a casa, ponlas a trabajar y luego ve a los
baños. Lávate. Lávate a fondo, como los romanos. Acuéstate con un muchacho, si
lo deseas. Luego cómprate ropa elegante, no ropa para un esclavo, sino la que
comprarías para un joven y rico amo romano.
—¡Os ruego que ocultéis esa bolsa,
señora! —dijo Flavius al tomar las monedas—. ¿Cómo se llama mi ama? ¿A quién
debo decir que pertenezco, en caso de que me lo pregunten?
—A Pandora de Atenas —respondí—.
Por cierto, tendrás que ponerme al corriente de la situación actual de mi lugar
de nacimiento, pues en realidad jamás he estado allí. Pero me gusta llevar un
nombre griego. Ahora vete. ¡Mira, las muchachas están observándonos!
No eran las únicas que nos
observaban. ¡Ay, esta seda roja! Y Flavius era un espléndido ejemplar
masculino.
Le volví a besar y le susurré al
oído, intencionadamente:
—Te necesito, Flavius.
Él me miró pasmado.
—Soy vuestro para siempre, señora —murmuró.
—¿Estás seguro que no podrías
acostarte conmigo?
—Oh, creedme, lo he intentado —confesó,
sonrojándose de nuevo.
Crispé la mano en un puño y le
propiné un cariñoso golpecito en su musculoso brazo.
—Muy bien—dije.
A un gesto mío, las jóvenes se
apresuraron a levantarse. Sabían que enviaba a Flavius a recogerlas. Entregué a
éste la llave de mi casa, le di las señas, describí las características de la
verja y de la vieja fuente con una cabeza de león de bronce situada a la
entrada.
—¿Y vos, señora? —preguntó Flavius—.
¿Acaso pensáis mezclaron entre la multitud, sola y sin protección? ¡Lleváis una
gran bolsa llena de oro!
—Espera a ver el oro que tengo en
casa —repuse—. Considérate la única persona autorizada a abrir las arcas, y
luego ocúltalas en unos escondrijos apropiados. Reemplaza todos los muebles que
destrocé en mi... soledad. Encontrarás muchas y magníficas piezas guardadas en
las habitaciones superiores.
—¿Que guardáis oro en la casa? —preguntó
Flavius, perplejo—. ¿Arcas llenas de oro?
—No te preocupes por mí —contesté—.
Ahora se a quién pedir ayuda si la necesito. Si me traicionas, si robas mi
legado y a mi regreso compruebo que has saqueado mi casa, supongo que lo tendré
bien merecido. Cubre las arcas de oro con alfombras. Mi casa está repleta de
pequeñas alfombras persas. Las hallarás arriba. ¡Y ocúpate del altar!
—Haré cuanto me habéis ordenado y
más.
—Eso he supuesto. Un hombre que no
sabe mentir, no puede robar. Este sol es insufrible. Ve a recoger a las
muchachas, te están esperando.
Tras estas palabras di media
vuelta. Pero Flavius se plantó frente a mí y dijo:
—Hay algo que debo deciros,
señora...
—¿De qué se trata? —pregunté con
expresión recelosa—. No irás a decirme que eres un eunuco. Los eunucos no
tienen esos músculos en los brazos y las piernas.
—No —me repuso Flavius. Luego se
puso serio—. Antes mencionasteis a Ovidio. Ovidio ha muerto. Falleció hace dos
años en la fatídica población de Tomis, en la orilla superior del mar Negro. El
emperador no pudo haber elegido un lugar más nefasto para su destierro, pues
estaba habitado por bárbaros.
—Nadie me había informado de ello.
¡Qué silencio tan repugnante! —exclamé, cubriéndome el rostro con las manos. La
capa cayó al suelo, Flavius la recogió. Apenas reparé en ello—. He rezado para
que Tiberio dejara regresar a Roma a Ovidio. —Me dije que no debía entretenerme
en esas cosas—. Ovidio. No tengo tiempo ahora para llorar por él...
—Sin duda sus libros abundan aquí —comentó
Flavius—. En Atenas es muy fácil encontrarlos.
—Bien, espero que tengas tiempo de
buscarme algunas obras de Ovidio. Me marcho, pese a mis horquillas, a mis
trenzas deshechas y a mi manto que no cesa de caer al suelo. No importa. Y no
me mires tan preocupado. Cuando salgas de casa, cierra la puerta con llave para
que nadie me robe a las muchachas y el oro.
Cuando me volví, vi a Flavius
dirigirse con paso ágil y airoso hacia las jóvenes esclavas. Los rayos del sol
realzaban los músculos de su espalda. Me fijé en su pelo rizado y castaño,
parecido al mío. El esclavo se detuvo un momento cuando un vendedor ambulante
le abordó con un montón de túnicas y capas baratas, además de otras prendas,
seguramente robadas, teñidas con un tinte que probablemente desaparecía con las
primeras gotas de lluvia. Flavius compró una túnica, que se apresuró a ponerse,
y luego un ceñidor rojo que se colocó alrededor de la cintura.
Qué transformación. La túnica le
llegaba a la mitad de las rodillas. Supongo que debió de ser un alivio para él
lucir una prenda limpia. Debería haber pensado en ello antes de despedirme de
él. Fue una estupidez por mi parte.
Yo lo admiraba. Desnudo o vestido,
nadie puede ostentar semejante belleza y dignidad a menos que haya sido amado.
Flavius llevaba el afecto que había recibido inscrito en el arte de su pierna
de marfil.
En nuestro breve encuentro, se
había forjado entre nosotros un vínculo perenne.
Flavius saludó a las muchachas.
Luego les pasó los brazos por los hombros y las guió por entre la multitud
hacia la salida. Yo me dirigí directamente al templo de Isis, dando con ello,
sin proponérmelo, el primer paso hacia una vil inmortalidad, una infausta e
inmerecida supernaturaleza, una suerte fatal y absurda.
5
Tan pronto como entré en el recinto
del templo fui recibida por varias prósperas romanas, quienes me acogieron con
generosidad. Todas lucían el maquillaje de rigor, los brazos y rostros pintados
de blanco, las cejas bien delineadas y carmín en los labios, los detalles que
yo había convertido en un desastre aquella mañana. Les expliqué que aunque
tenía medios, era una mujer independiente. Ellas me ofrecieron su ayuda sin
reservas. Cuando les informé de que me había iniciado en Roma, se mostraron
impresionadas.
—Da gracias a nuestra Madre Isis de
que no te descubrieran y ejecutaran —observó una de las romanas.
—Entra a hablar con la sacerdotisa —me
aconsejaron.
Muchas de ellas aún no se habían
sometido a las ceremonias secretas y aguardaban a que la diosa las convocara
para tan trascendental acontecimiento.
Había muchas otras mujeres allí,
algunas egipcias, otras quizá babilonias. Las joyas y las sedas estaban a la
orden del día. Llevaban unas capas ribeteadas con vistosos dibujos pintados en
oro; algunas vestían con sencillez.
Pero me pareció que todas ellas
hablaban griego.
No me atrevía a entrar en el
templo. Al levantar la vista tuve una visión de nuestra sacerdotisa crucificada
en Roma.
—Gracias a Dios que no te
identificaron —dijo una mujer.
—Mucha gente ha huido a Alejandría —comentó
otra.
—Yo me abstuve de protestar—repuse
débilmente.
La frase fue acogida con un coro de
exclamaciones de simpatía.
—¿Cómo ibas a protestar, bajo el
gobierno de Tiberio? Créeme, todos los que pudieron se escaparon.
—No te desanimes —dijo una joven
griega de ojos azules, vestida con ropas suntuosas.
—Yo me había apartado del culto—dije.
Se oyó de nuevo un coro de voces
dulces y tranquilizadoras.
—Anda, entra —dijo una mujer—, y
pide permiso para rezar en el santuario de nuestra Madre. Eres una iniciada. La
mayoría de las que estamos aquí aún no lo somos.
Asentí con la cabeza.
Subí los escalones del templo y
entré en él.
Me detuve para sacudir de mi capa
lo mundano, esto es, todas las frases banales que había oído. Mi mente se
centraba en la diosa, y deseaba creer en ella desesperadamente. Detestaba mi
hipocresía, el hecho de que yo utilizara ese templo y ese culto, pero en
aquellos momentos no me pareció importante. La desesperación que yo había
experimentado durante tres noches seguidas me había afectado profundamente.
Al entrar me llevé un sobresalto.
El templo era mucho más antiguo que
el nuestro en Roma, y sus muros aparecían cubiertos con pinturas egipcias. De
pronto sentí un escalofrío. Las columnas, de estilo egipcio, no eran estriadas
sino suavemente redondeadas, pintadas de naranja, y sus capiteles formaban unas
gigantescas flores de loto. El olor a incienso era muy potente y percibí una
música que emanaba del santuario. Oí las sutiles notas de la lira y de las
cuerdas metálicas del sistro al ser pulsadas, y oí también que entonaban una
letanía.
Pero era un lugar totalmente
egipcio, que me envolvió con tanta firmeza como mis sueños de sangre. Estuve a
punto de desmayarme.
Los sueños acudieron de nuevo, la
profunda y paralizadora sensación de hallarme en un santuario secreto en
Egipto, mi alma engullida por otro cuerpo.
Cuando la sacerdotisa se acercó, me
sobresalté.
En Roma, su vestimenta habría sido
puramente romana, y tal vez habría lucido un pequeño y exótico tocado que le
llegaría a los hombros.
Pero la mujer llevaba una túnica
egipcia de lino plisado, al viejo estilo, un magnífico tocado egipcio y una
peluca, cuya amplia y larga cabellera de trenzas negras caían rígidamente sobre
sus hombros. Presentaba un aspecto tan extravagante como Cleopatra.
Yo sólo había oído unas historias
sobre el amor de Julio César por Cleopatra, y después la relación de ésta con
Marco Antonio, y su muerte posterior.
Pero sabía que la fabulosa entrada
de Cleopatra en Roma había horrorizado el antiguo sentido de la moralidad
romana. Yo siempre había sabido que las viejas familias romanas temían las
artes mágicas egipcias. En la reciente y punitiva matanza romana, que ya he
descrito, se alzaron muchas voces de protesta contra las costumbres tolerantes
y la lujuria; pero por debajo de ello existía el secreto temor al misterio y al
poder que se ocultaban tras las puertas del templo.
Y ahora, al mirar a la sacerdotisa,
sus ojos pintados, sentí ese temor en mi alma. Lo sabía. Aquella mujer parecía
haber salido de mis sueños, pero no fue eso lo que me impresionó, pues a fin de
cuentas, ¿qué son los sueños?
Era una mujer egipcia, que me
resultaba totalmente extraña e inescrutable.
Mi Isis había sido grecorromana.
Incluso su estatua en el santuario estaba vestida con una preciosa túnica
griega y peinada al antiguo estilo griego, con unos suaves bucles que le
enmarcaban el rostro. Incluso sostenía un sistro y una urna. Era una diosa
romanizada.
Quizás había ocurrido lo mismo con
la diosa Cibeles en Roma. Roma tenía la costumbre de devorarlo todo y
transformarlo en romano.
Dentro de pocos siglos, aunque
entonces yo no había pensado en ello —¿cómo iba a hacerlo?—, Roma devoraría y
daría forma a los seguidores de Jesús de Nazaret, convirtiendo a sus cristianos
en la Iglesia católica romana.
Supongo que conoces la expresión
moderna de «cuando a Roma fueres, haz lo que vieres».
Pero allí, en aquella penumbra
rojiza, entre la luz oscilante de las velas y un incienso más acre e intenso que
el que había aspirado jamás, soporté mi timidez en silencio. Entonces se
abatieron de nuevo los sueños sobre mí, como múltiples velos, para envolverme.
Vi en un instante fugaz a la hermosa Reina Madre, que sollozaba. No. Gritaba
pidiendo auxilio.
—Apartaos de mí —murmuré al aire
que me rodeaba—. Alejaos de mí, seres impuros y malvados. Alejaos de mí cuando
me dispongo a entrar en la morada de mi bendita Madre.
La sacerdotisa me tomó de la mano.
Oí voces procedentes de mi sueño, que discutían violentamente. Me esforcé en
ver con mayor claridad, en ver a los fieles que se dirigían hacia el santuario
para meditar o hacer una ofrenda, y pedir algún favor. Traté de comprender que
era una nutrida multitud, apenas distinta de la de Roma.
Pero el contacto con la mano de la
sacerdotisa me debilitó. Sus ojos pintarrajeados me inspiraban terror. Su ancho
collar, compuesto por varias hileras de piedras lisas, me obligaba a pestañear
debido al resplandor que despedía.
Me condujo al aposento privado del
templo y me invitó a acomodarme en un suntuoso diván. Me tendí en él, exhausta.
—Alejaos de mí, seres malignos —murmuré—.
Y también los sueños.
La sacerdotisa se sentó junto a mí
y me abrazó con sus suaves brazos. Al alzar la vista contemplé una máscara.
—Hablad conmigo, eso aliviará
vuestro sufrimiento —dijo la sacerdotisa en latín, con un fuerte acento—.
Desahogaos.
De pronto, impulsivamente, le
relaté toda mi historia familiar, el exterminio de mi familia, mis
remordimientos, mi tormento.
—¿Y si yo fuera la causa del
infortunio de mi familia por haber rendido culto en el templo de Isis? ¿Y si
Tiberio lo hubiera tenido en cuenta? ¿Qué he hecho? Sacrificaron a los
sacerdotes y no moví un dedo. ¿Qué desea de mí la Madre Isis? Quiero morir.
—Eso no es lo que ella desea de vos
—respondió la sacerdotisa, mirándome fijamente. Tenía unos ojos enormes, o
quizá fuera efecto de la pintura. No, vi el blanco de sus ojos, reluciente y
puro. Su boca pintada de carmín desgranaba palabras como una leve brisa, en un
tono monocorde.
Me sumí en un estado delirante,
enajenado. Murmuré lo que pude sobre mi iniciación, los detalles que podía
revelarle a una sacerdotisa pues esas cosas eran secretas, pero le confirmé que
a través de esos ritos me había reencarnado.
Toda la debilidad que se había ido
acumulando en mi interior estalló como un torrente.
Entonces le relaté mi sentimiento
de culpa. Confesé que había abandonado el culto de Isis, hacía mucho tiempo,
que durante los últimos años sólo había desfilado en las procesiones que se
dirigían a la playa, cuando transportaban a la diosa hasta la orilla para que
bendijera a los barcos. Isis, la diosa de la navegación. Confesé que no había
llevado una vida piadosa.
No había movido un dedo cuando los
sacerdotes de Isis habían sido crucificados. Me había limitado a protestar
junto con muchos otros a espaldas del emperador. Entre mi persona y los romanos
que opinaban que Tiberio era un monstruo se había fraguado un vínculo de
solidaridad, pero no habíamos alzado nuestras voces en defensa de la diosa. Mi
padre me había ordenado que guardara silencio. Y yo había obedecido. El mismo
padre que me había ordenado que viviera.
Al volverme me caí del diván y
permanecí tendida en el suelo. No sé por qué. Oprimí la mejilla contra las
frías baldosas. Me gustaba sentir su frescor en la mejilla. Me hallaba en un
estado de enajenación, aunque no fuera de control. Clavé la vista en el techo.
Sabía una cosa. Quería salir de aquel templo. No me gustaba. No, me había
equivocado al ir allí.
De pronto me odié por haberme
mostrado tan vulnerable ante aquella mujer, a quien no conocía; me sentía
atraída por la atmósfera de los sueños de sangre.
Abrí los ojos. La sacerdotisa se
inclinó sobre mí. Vi a la sollozante Reina Madre de mis pesadillas. Volví la
cabeza y cerré los ojos.
—Podéis estar tranquila —dijo la
sacerdotisa en un tono calculado, perfecto—. No habéis hecho nada malo.
Me pareció extraño que aquella voz
emanara de un rostro pintarrajeado como el suyo, pero era una voz firme.
—En primer lugar —prosiguió la
sacerdotisa—, tened presente que nuestra Madre Isis todo lo perdona. Es la
Madre de Misericordia. —Luego agregó—: Por lo que me habéis contado, habéis
tenido una iniciación más completa que la mayoría de nosotras. Os habéis
sometido a un largo ayuno. Os habéis bañado en la sangre sagrada del toro.
Deduzco que bebisteis la poción. Soñasteis y visteis cómo renacíais.
—Sí —repuse, tratando de revivir el
viejo éxtasis, el valioso don de creer en algo—. Sí. Contemplé las estrellas y
los verdes prados sembrados de flores, unos prados...
Era inútil. Esa mujer me inspiraba
terror; ansiaba salir de allí, quería irme a casa, confesarle todo aquello a
Flavius y pedirle que me dejara llorar sobre su hombro.
—No soy piadosa por naturaleza —confesé—.
Yo era muy joven. Me fascinaban las mujeres emancipadas que acudían al templo,
las prostitutas de Roma, las dueñas de las casas de placer; me gustaban las
mujeres independientes, que seguían los avatares del Imperio.
—Aquí también podéis gozar de la
compañía de esas mujeres —respondió la sacerdotisa sin pestañear—. Podéis tener
la seguridad de que vuestros viejos vínculos con el templo no fueron los
causantes de vuestra desgracia en Roma. Por las noticias que nos han llegado,
sabemos que las personas de alcurnia no fueron perseguidas por Tiberio cuando
destruyó el templo. Los que sí tuvieron problemas fueron la puta callejera, el
modesto tejedor, el peluquero, el peón de albañil. Ninguna familia noble fue
perseguida en nombre de Isis. Ya lo sabéis. Algunas mujeres huyeron a
Alejandría porque se negaron a renunciar al culto, pero no corrían peligro
alguno.
Los sueños se aproximaban.
—Madre de Dios —murmuré.
La sacerdotisa continuó:
—Al igual que la Madre Isis, habéis
sido víctima de una tragedia. Y al igual que la Madre Isis, debéis sacar
fuerzas de flaqueza y caminar sola, como hizo Isis cuando su marido, Osiris,
fue asesinado. ¿Quién la ayudó cuando recorrió todo Egipto en busca del cadáver
de Osiris? Estaba sola. Es la diosa más grande que existe. Cuando recuperó el
cadáver de su marido y no halló en él un órgano de generación que pudiera
preñarla, extrajo su semen de su espíritu. Así fue como el dios Horus nació de
una mujer y un dios. Fue el poder de Isis el que extrajo el espíritu del
cadáver de su marido. Fue Isis quien engañó al dios Re para que le revelara su
nombre.
Eso decía la vieja leyenda.
Volví la cabeza. No podía
contemplar aquel rostro grotescamente maquillado. Supongo que ella debió de
advertir mi repugnancia. No debía ofenderla. Ella no obraba de mala fe. No
tenía la culpa de que me pareciera un monstruo. ¡Por qué se me habría ocurrido
ir allí!
Permanecí tendida, como en un
trance. La estancia se hallaba invadida por una luz suave y dorada que
penetraba a través de sus tres puertas, de estilo egipcio, más anchas en la
base que en la parte superior, y dejé que esta luz nublara mi vista. Le pedí
que lo hiciera.
Sentí la mano de la sacerdotisa,
una mano cálida y sedosa, de tacto muy agradable.
—¿Creéis en ello? —le pregunté de
pronto.
Ella hizo caso omiso de mi
pregunta. Su máscara pintada no dejaba traslucir sus creencias.
—Imitad a la Madre Isis. No
dependáis de nadie. No soportéis la carga de tener que recuperar el cadáver de
un marido o de un padre. Recibid en vuestra casa con amor a tantos hombres como
deseéis. No pertenecéis a nadie, salvo a la Madre Isis. Recordad que Isis es la
diosa del amor, la diosa que perdona, la diosa de una comprensión infinita
porque también ella ha conocido el sufrimiento.
—¡El sufrimiento! —Lancé un gemido,
un sonido muy infrecuente en mí durante buena parte de mi vida. Pero vi a la
sollozante Reina de mis pesadillas, encadenada a su trono—. Escuchad —dije—, os
relataré mis sueños, pero os ruego que luego me expliquéis el motivo de esto. —Me
di cuenta de que en mi voz había una nota de irritación, y lo lamenté—. Esos
sueños no son fruto del vino o de una poción, ni de largos períodos de vigilia
que alteran la mente.
Entonces, sin proponérmelo, le hice
otra confesión.
Le hablé de los sueños de sangre,
los sueños sobre el antiguo Egipto en los que yo había bebido sangre: el altar,
el templo, el desierto, el sol del amanecer.
—¡Amón Re! —exclamé. Era el nombre
egipcio del dios del sol, que yo jamás había pronunciado. Pero ahora lo hice—.
Sí, Isis le engañó para que le revelara su nombre, pero él me mató y me hizo
beber su sangre, ¿me oís? ¡Me convirtió en una especie de diosa sedienta de
sangre!
—¡No! —exclamó la sacerdotisa, que
permaneció sentada, inmóvil. Reflexionó durante un buen rato. Yo la había
atemorizado, y ahora ella me atemorizaba más que antes—. ¿Sabéis leer los
antiguos jeroglíficos egipcios? —me preguntó.
—No —contesté.
Entonces, en un tono más relajado y
vulnerable, dijo:
—Habláis de unas leyendas muy
antiguas, enterradas en la historia de nuestro culto de Isis y Osiris, según
las cuales antiguamente bebían la sangre de las víctimas como sacrificio. Aquí
se conservan unos pergaminos que lo afirman. Pero nadie sabe descifrarlos,
salvo una persona...
La sacerdotisa dejó la frase
inacabada.
—¿Quién es esa persona? —inquirí,
incorporándome sobre los codos. Me di cuenta entonces de que las trenzas se me
habían deshecho por completo. Mejor. Me gustaba sentir mi cabellera suelta y
limpia. Me pasé las manos por el pelo.
¿Qué sentiría una persona, sepultada
bajo una tonelada de pintura y una peluca corno la que llevaba la sacerdotisa?
—Decidme —insistí—, ¿quién es esa
persona que sabe leer esas leyendas? ¡Decídmelo!
—Se trata de unas historias infames
—respondió la sacerdotisa—, que sostienen que Isis y Osiris viven todavía, en
algún lugar desconocido, bajo una forma material, y siguen bebiendo la sangre
de sus víctimas. —La sacerdotisa hizo un gesto de rechazo y repulsión—. Pero
nuestro culto no es así. Aquí no sacrificamos a seres humanos. Egipto era viejo
y sabio mucho antes de que naciera Roma.
¿A quién trataba de convencer? ¿A
mí?
—Nunca he tenido esos sueños, de
forma sucesiva, basados en el mismo tema.
Observé que la sacerdotisa
comenzaba a alterarse mientras hacía esas afirmaciones.
—A nuestra Madre Isis no le gusta
la sangre. Ha derrotado a la muerte y ha confirmado a su esposo Osiris como Rey
de los Muertos, pero para nosotros representa la vida misma.
Ella no os envió esos sueños.
—Probablemente no. Estoy de acuerdo
con vos. Pero entonces, ¿quién lo hizo? ¿De dónde proceden? ¿Por qué me
atormentaron durante mi travesía? ¿Quién es esa persona que sabe leer los
antiguos jeroglíficos?
La sacerdotisa estaba visiblemente
trastornada. Me soltó la mano y clavó la vista en el infinito; sus ojos
adquirieron una aparente ferocidad debido a la pintura negra.
—Quizás alguien os contó en vuestra
infancia una antigua historia, posiblemente un viejo sacerdote egipcio. La
habíais olvidado y ahora ha aflorado de nuevo en vuestra torturada mente. Se
alimenta de un fuego al que no tiene derecho: la muerte de vuestro padre.
—Confío en que así sea, pero jamás
he conocido a ningún viejo sacerdote egipcio. Los sacerdotes del templo eran
romanos. Además, si analizamos los sueños, veremos un esquema muy preciso. ¿Por
qué llora la Reina Madre? ¿Por qué me mata el sol? La Reina está encadenada. La
Reina está prisionera. ¡La Reina padece un tormento atroz!
—Basta.
La sacerdotisa se estremeció. Luego
me abrazó, como si fuera ella quien me necesitara a mí. Sentí el rígido tacto
de su túnica de lino, la espesa mata de su peluca, y los acelerados latidos de
su corazón.
—No —dijo—. Estáis poseída por un
demonio al que podemos expulsar de vuestro cuerpo. Es posible que el vil
asesinato de vuestro padre junto al hogar abriera el camino a ese
demonio.
—¿Lo creéis realmente? —pregunté.
—Escuchad —respondió la sacerdotisa
en un tono tan banal como el de las mujeres que se hallaban fuera—. Quiero que
os bañéis, que os cambiéis de ropa. ¿Podéis cederme una parte de ese dinero? Si
no es así, yo misma os procuraré lo que necesitéis. En este templo somos ricos.
—Aquí hay bastante dinero. Tomad
cuanto queráis —contesté, sacando la bolsa de mi ceñidor.
—Lo dispondré todo. Ropas nuevas.
Esta seda es demasiado frágil.
—¡Lo sé de sobra! —repliqué.
—Lleváis la capa desgarrada. Tenéis
el cabello alborotado.
Entregué a la sacerdotisa una
docena de monedas, más de las que había pagado por Flavius.
Al ver tanto dinero se quedó
impresionada, pero se apresuró a disimularlo. De pronto me miró fijamente y
consiguió esbozar una expresión a pesar de la gruesa capa de maquillaje que
cubría su rostro. Temí que fuera a resquebrajarse.
Pensé que iba a estallar en
sollozos. Yo me había convertido en una experta en hacer que la gente se echara
a llorar. Mia y Lia habían llorado. Flavius también. Ahora iba a echarse a
llorar la sacerdotisa. ¡La Reina del sueño estaba sollozando!
Me puse a reír como una loca,
echando la cabeza hacia atrás, pero entonces vi a la Reina Madre. La vi en una
imagen distante y borrosa, y experimenté una tristeza tan profunda que también
yo estuve a punto de llorar. Mis burlas eran una blasfemia. Me estaba engañando
a mí misma.
—Tomad este oro para el templo —dije—.
Empleadlo en comprarme ropas nuevas, en lo que creáis que necesito. Pero deseo
que mi ofrenda a la diosa consista en flores y pan, una pequeña hogaza recién
horneada.
—Muy bien —respondió la sacerdotisa
asintiendo con la cabeza—. Eso es lo que desea Isis. No desea sangre. ¡No!
¡Nada de sangre!
Luego me ayudó a levantarme.
—En el sueño —dije—, ella aparece
sollozando. No le gustan esos bebedores de sangre, protesta, mostrando su
indignación. No es ella quien bebe sangre.
La sacerdotisa me miró perpleja, y
luego asintió con un enérgico movimiento de la cabeza.
—Sí, eso es evidente.
—Yo también protesto y sufro —dije.
—Sí, venid conmigo —pidió la
sacerdotisa, conduciéndome a través de una puerta alta y recia y dejándome en
manos de las esclavas del templo. Me sentí aliviada y cansada a un tiempo.
Qué placer que otras manos lo
hicieran todo correctamente.
Durante un rato me pregunté si me
adornarían con pliegues de lino blanco y trenzas negras, pero optaron por un
estilo romano.
Las jóvenes me hicieron un hermoso
peinado con las trenzas, formando como un círculo y dejando que una generosa
cantidad de bucles me enmarcara el rostro.
Las ropas que me entregaron eran
nuevas, de un lino de excelente calidad. El dobladillo estaba bordado con
flores. Aquella obra de arte, tan precisa, tan minúscula, me pareció más
valiosa que el oro.
Ciertamente, me complacía más que
el oro. ¡Me sentía tan cansada! Y agradecida.
Las jóvenes me maquillaron el
rostro más artísticamente de lo que yo era capaz, al estilo egipcio, y al
mirarme en el espejo me llevé un sobresalto. No era tan exagerado como el
maquillaje de la sacerdotisa, pero
habían delineado mis ojos con pintura negra.
—Pero ¿cómo voy a quejarme? —murmuré.
Dejé el espejo sobre la mesa. Por
fortuna, una no tiene que verse.
Me dirigí a la gran sala del
templo, convertida en una respetable mujer romana, maquillada según el exótico
estilo oriental, lo cual era muy común en Antioquía.
Hallé a la sacerdotisa acompañada
por otras dos, vestidas tan formalmente como ella, y un sacerdote que lucía
también el antiguo tocado egipcio, aunque no llevaba peluca sino una capucha a
rayas. Vestía una túnica corta y plisada. Al volverse y ver que me dirigía
hacia ellos, me miró irritado.
Temor. Un temor aplastante. « ¡Huye
de este lugar! —me dije—. Olvida la ofrenda, o pídeles que la hagan ellos en tu
nombre. Vete a casa. Flavius te espera. ¡Sal de aquí!»
Estaba anonadada.
Dejé que el sacerdote me llevara
aparte.
—Prestad atención —dijo suavemente—.
Os conduciré al recinto sagrado. Dejaré que habléis con la Madre. Pero al salir
venid a verme. No os marchéis sin haber hablado conmigo. Debéis prometerme que
volveréis todos los días, y si esos sueños se repiten, debéis decírnoslo. Hay
una persona a quien debéis hablar sobre ello, a menos que la diosa los aparte
de vuestra mente.
—No tengo inconveniente en hablar
de ello con cualquiera que pueda ayudarme —repuse—. Odio esos sueños... Pero os
noto nervioso; ¿acaso me teméis?
El sacerdote negó con la cabeza.
—No os temo, pero debo revelaros
algo. Es preciso que hable con vos hoy o mañana. Ahora id a hablar con la
Madre, y luego venid a verme.
Las sacerdotisas me condujeron a la
cámara del sancta—sanctórum; delante del altar había unas cortinas de lino
blanco. Vi mi ofrenda ante él: una enorme guirnalda de flores perfumadas y la
hogaza de pan caliente.
Me postré de rodillas. Unas manos
invisibles descorrieron las cortinas y me encontré a solas en la cámara,
arrodillada ante la Regina Caeli, la Reina del Cielo.
Entonces me llevé otro sobresalto.
Era una antigua estatua egipcia de
nuestra Isis, tallada en basalto oscuro. Llevaba un tocado largo y estrecho,
sujeto detrás de las orejas.
Sobre la cabeza lucía un inmenso
disco entre unos cuernos. Sus pechos estaban desnudos. En su regazo aparecía
sentado el faraón adulto, su hijo Horus. Isis le ofrecía su pecho izquierdo
para que mamara.
Fui presa de la desesperación. Esa
imagen no significaba nada para mí. En vano traté de hallar la esencia de Isis
en esa imagen.
—¿Me has enviado tú esos sueños,
Madre? —murmuré.
Deposité las flores ante ella.
Partí el pan.
En el silencio que emanaba la
serena y antigua estatua no percibí el menor sonido.
Me postré en el suelo, con los
brazos extendidos, y en el fondo de mi alma traté de decir acepto, creo, soy
tuya, ¡te necesito!
Pero me eché a llorar. Lo había
perdido todo. No sólo Roma y a mi familia sino incluso a mi Isis. Aquella diosa
era la encarnación de la fe de otra nación, otro pueblo.
Sentí que recuperaba la calma, poco
a poco.
Entonces decidí que el culto de mi
Madre se hallaba en todas partes, en el norte, el sur, el este y el oeste. El
espíritu de aquel culto era lo que le confería su poder. Yo no necesitaba besar
literalmente los pies de aquella efigie. No se trataba de eso. Me incorporé
despacio y me senté en el suelo. Entonces tuve una revelación. No la recuerdo
con detalle, pero lo comprendí de inmediato.
Comprendí que todo aquello no era
sino símbolo de otras cosas. Comprendí que todos los ritos reproducían otros
acontecimientos. Comprendí que en nuestras prácticas mentes humanas concebíamos
esas cosas con una inmensidad de alma que no permitiría que el mundo quedara
desposeído de significado. Y aquella estatua representaba el amor. El amor
sobre la crueldad. El amor sobre la injusticia. El amor sobre la soledad y la
condenación. Eso era lo importante. Contemplé el rostro de la diosa y comprendí
que la conocía. Observé al pequeño faraón, el pecho que le ofrecía su madre.
—¡Soy tuya! —dije con frialdad.
Sus toscos y primitivos rasgos
egipcios no impedían que me llegara al corazón; contemplé su mano derecha, con
la que sostenía su pecho.
Amor. El amor nos exige fuerza, nos
exige resistencia, nos exige aceptar todo cuanto nos es desconocido.
—Madre bendita, aleja de mí esos
sueños —dije—, o revélame su propósito y el camino que debo seguir. Te lo
suplico.
Luego recité una antigua letanía en
latín:
Tú has hecho que se separen el
Cielo y la Tierra.
Tú eres quien se alza en la
estrella del Can Mayor.
Tú haces que los niños amen a sus
padres.
Tú has decretado misericordia para
todo aquel que la implore.
Yo creía en esas palabras, pero de
un modo profano. Creía en ellas porque veía que su culto había reunido las
mejores ideas que eran capaces de concebir los hombres y las mujeres.
Ésa era la función de una diosa;
ése era el espíritu del que obtenía su vitalidad.
El falo perdido de Osiris existe en
el Nilo. Y el Nilo insemina los campos. ¡Qué hermoso!
Lo importante era no rechazarlo,
como sugería Lucrecio, sino comprender lo que representaba su imagen. Extraer
de esa imagen lo mejor de mi alma.
Y cuando contemplé aquellas
preciosas flores blancas, pensé: «Es tu sabiduría, Madre, que las hace
florecer.»
Con ello quería decir que en el
mundo existían muchas cosas dignas de ser atesoradas, preservadas, honradas,
que nos producían un placer luminoso, y que ella, Isis, encarnaba esos
conceptos demasiado profundos para denominarlos ideas.
Yo la amaba, amaba la expresión de
bondad que constituía Isis.
Cuanto más contemplaba su rostro de
piedra, más me parecía que podía verme. Un viejo truco. A medida que permanecía
arrodillada allí, tuve la impresión de que me hablaba. Pero fui plenamente
consciente de que eso no significaba nada. Los sueños se habían alejado. Me
parecían un enigma al que encontraría una solución idiota.
Entonces me arrastré hacia ella y
le besé los pies con auténtico fervor.
La ceremonia había concluido.
Salí de allí sintiéndome
recuperada, jubilosa.
Ya no tendría aquellos sueños. Aún
no había anochecido. Me sentí feliz.
En el patio del templo hallé
numerosas amigas, y tras sentarme junto a ellas debajo de los olivos, les
sonsaqué toda la información práctica que necesitaba para vivir: cómo conseguir
cocineros, peluqueros, dónde adquirir tal o cual objeto. Dicho de otro modo,
mis ricas amigas me informaron de todo lo que necesitaba para dirigir mi casa
eficazmente sin llenarla de esclavos. Me las arreglaría con Flavius y las dos
muchachas. Excelente. Todo lo demás podía contratarlo o comprarlo.
Por fin, agotada, con la cabeza
llena de nombres y señas que recordar, después de haberme divertido con los
chistes y las historias de aquellas mujeres, admirada de la facilidad con que
se expresaban en griego —una lengua que siempre me había fascinado— decidí irme
a casa.
Ya podía ponerme manos a la obra.
El templo seguía atestado de gente.
Observé las puertas. ¿Dónde estaba el sacerdote? Bueno, regresaría al día
siguiente. No quería revivir de nuevo aquellos sueños. Muchas personas entraban
y salían con flores y panes, y algunos pájaros para que los liberara la diosa,
unos pájaros que saldrían volando por la elevada ventana del santuario.
Qué calor hacía allí. La tapia
estaba cubierta con gran profusión de flores. Siempre había pensado que era
imposible que existiera un lugar más bello que la Toscana, pero aquel lugar
también era muy hermoso.
Salí del patio, pasé ante los
escalones, y entré en el foro. Me acerqué a un hombre situado bajo los arcos,
que estaba enseñando a un grupo de muchachos todo cuanto Diógenes había
propugnado: que renunciáramos a la carne y a sus placeres, que lleváramos una
vida pura y rechazáramos el goce de los sentidos.
Era tal como Flavius lo había
descrito. Pero el hombre creía en cada palabra que decía, y era culto. Habló de
una resignación liberadora. Me sentí atraída por él pues supuse que eso era lo
que yo había experimentado en el templo.
Los muchachos que lo escuchaban
eran demasiado jóvenes para comprenderlo. Pero yo sí lo comprendí. Aquel hombre
me gustaba. Tenía el pelo entrecano y llevaba una túnica
larga y sencilla. No se exhibía con
ostentosos harapos.
Me apresuré a interrumpirle. Con
una humilde sonrisa le ofrecí el consejo de Epicuro, de acuerdo con el cual el
Señor no nos habría dado los sentidos si no fueran útiles. ¿No era así?
—¿Acaso debemos negar nuestros
sentidos? Fijaos en el patio del templo de Isis, mirad las flores que adornan
la tapia. ¿No es un espectáculo digno de ser disfrutado? Contemplad el intenso
rojo de esas flores que bastarían para animar a una persona deprimida. ¿Quién
puede afirmar que los ojos son más sabios que las manos o los labios?
Los jóvenes se volvieron hacia mí.
Discutí con algunos. Qué hermosos y lozanos eran. Había también hombres de pelo
largo, procedentes de Babilonia, e incluso hebreos de alcurnia, con los brazos
y el pecho muy peludos, y muchos romanos coloniales a quienes impresionaron mis
argumentos de que en los placeres de la carne y en el vino hallamos la verdad
de la vida.
—Las flores, las estrellas, el
vino, los besos de nuestro amante, todo forma parte de la naturaleza —dije. Me
sentía exultante después de mi visita al templo, donde había descargado todos
mis temores y había resuelto mis dudas. En aquel momento era invencible. El
mundo aparecía renovado.
El maestro, cuyo nombre era
Marcellus, salió de debajo del arco para saludarme.
—Ah, graciosa dama, me dejáis
asombrado —dijo—. Pero ¿de quién habéis aprendido esas creencias? ¿De Lucrecio?
¿De la experiencia? Tenéis que comprender que no debemos animar a la agente a
abandonarse a los sentidos.
—¿Quién ha hablado de abandonarse? —pregunté—.
Ceder no significa abandonarse. Significa honrar. Yo hablo de una vida
prudente, de escuchar la sabiduría de nuestro cuerpo. Hablo de la inteligencia
última de la bondad y el gozo. Y si deseáis saberlo, Lucrecio no me enseñó
tanto como suponéis. Siempre me pareció un tanto seco. Aprendí a abrazar la
gloria de la vida de los poetas como Ovidio.
Los muchachos aplaudieron mis
palabras.
—Yo aprendí de Ovidio —gritó una
voz tras otra.
—Muy bien, pero recordad vuestros
modales además de vuestras lecciones —dije con firmeza.
Más aplausos. A continuación los
jóvenes comenzaron a recitar unos versos de Las metamorfosis de Ovidio.
—Espléndido —dije—. ¿Cuántos sois?
Quince. ¿Por qué no venís a cenar a mi casa? —pregunté—. Dentro de cinco
noches, os espero. Necesito tiempo para prepararlo todo. Os enseñaré muchos
libros. ¡Prometo demostraros lo que un delicioso festín puede hacer por el
alma!
Mi invitación fue aceptada con
risas y exclamaciones de regocijo. Yo les indiqué las señas de mi casa.
—Soy viuda. Me llamo Pandora. Mi
invitación es seria, y en mi casa os aguarda un festín. No esperéis que amenice
la velada con bailarines y bailarinas, pues no los hallaréis bajo mi techo. Os
ofreceré unos platos suculentos. Poesía. ¿Quién de vosotros sabe cantar los versos
de Homero? Pero correctamente. ¿Quién de vosotros los canta de memoria, para
deleitarse con ellos?
Risas, un ambiente distendido.
Victoria. Todo el mundo podía conseguir eso, y no desaproveché la oportunidad.
Alguien mencionó de pasada a otra romana que se moriría de envidia al averiguar
que tenía una rival en Antioquía.
—Tonterías —observó otro—, su mesa
está siempre repleta de comensales. ¿Me permitís que os bese la mano, señora?
—Debéis decirme su nombre —le rogué—.
La invitaré a mi casa. Deseo conocerla, y aprender lo que pueda enseñarme.
El maestro sonrió. Yo le di unas
monedas.
Comenzaba a oscurecer. Suspiré. En
el cielo brillaban ya las estrellas del crepúsculo que precede a la noche.
Recibí los besos castos del joven y
repetí que los esperaba a todos en mi casa.
Pero algo había cambiado. Se
produjo en un abrir y cerrar de ojos. Ah, no se trataba de unos ojos pintados.
Quizás únicamente se debiera al siniestro manto del crepúsculo.
Sentí un escalofrío. «Soy yo quien
te ha llamado.» ¿Quién había pronunciado esas palabras? «Cuidado, porque tratan
de apoderarse de ti, y no consentiré que nadie robe lo que es mío.»
Me quedé estupefacta. Sostuve la
cálida mano del maestro. Éste recomendó moderación en todo.
—Mirad mi sencilla túnica —dijo—.
Estos jóvenes tienen tanto dinero que temo que se destruyan a sí mismos.
Los chicos protestaron.
Pero yo percibía sus palabras
vagamente. Agucé el oído. Eché un vistazo alrededor. ¿De dónde procedía aquella
voz? ¿Quién había pronunciado aquellas palabras? ¿Quién me había llamado y
quién trataba de robarme?
De pronto, pasmada, vi a un hombre,
con la cabeza cubierta con la toga, observándome. Lo reconocí al instante por
su frente y sus ojos. Reconocí su forma de caminar cuando se alejó con paso
rápido.
Era mi hermano menor, Lucius, a
quien yo despreciaba. Tenía que ser él. Al advertir que yo había descubierto su
presencia, huyó precipitadamente entre las sombras.
Yo conocía bien a esa persona.
Lucius. Me aguardaba al final de un largo pórtico.
No podía moverme, y empezaba a
anochecer. Todos los comerciantes habían cerrado sus puestos. Las tabernas
habían apagado sus linternas o antorchas. Quedaba abierta una librería, con
gran profusión de libros bajo las lámparas que la iluminaban.
Lucius, mi detestable hermano, no
se había acercado para saludarme con lágrimas en los ojos sino que se había
alejado sigilosamente entre las sombras del pórtico. ¿Por qué?
Me daba miedo saberlo.
A todo esto los jóvenes me rogaron
que los acompañara a una taberna que había en un parque no lejos de allí. Era
un lugar delicioso. Todos se peleaban por pagarme la cena.
«Piensa, Pandora —me dije—. Esta
amable invitación es una prueba para medir el grado de tu valor y libertad. No
deberías ir a una tosca taberna con esos jóvenes.» Pero muy pronto me quedaría
sola.
El foro estaba en silencio. Aunque
ante los templos ardían fuegos, grandes espacios permanecían sumidos en la
oscuridad. El hombre de la toga me acechaba.
—No, debo irme —dije.
«¿Dónde hallaré a un hachero?—me
pregunté, desesperada—. ¿Sería muy atrevido por mi parte pedir a estos jóvenes
que me acompañen a casa?» Vi que les aguardaban sus esclavos, quienes ya habían
encendido sus antorchas o linternas. Del templo de Isis brotaban unos cantos.
«Soy yo quien te ha llamado.
Cuidado... ¡por mí y mi propósito! »
—Esto es una locura —murmuré,
despidiéndome con la mano de los jóvenes que se marchaban en parejas o grupos
de tres. Me forcé a sonreír y a darles las buenas noches amablemente.
Miré enojada la figura distante de
Lucius, quien se había detenido al final de un pórtico frente a las puertas
cerradas. Su misma postura delataba su talante furtivo y cobarde.
De pronto noté una mano sobre el
hombro. La aparté al instante para imponer unos límites a tal familiaridad,
pero entonces advertí que un hombre me susurraba unas palabras al oído.
—El sacerdote del templo os ruega
que regreséis allí, señora. Desea hablar con vos. No quería que os fuerais sin
haber hablado con él.
Al volverme vi a un sacerdote junto
a mí, con el vistoso tocado egipcio, una impecable toga de lino blanco y un
medallón con la efigie de la diosa colgando del cuello.
Gracias al cielo.
Pero antes de que lograse salir de
mi estupor y responder, otro hombre se acercó a nosotros, arrastrando su pierna
de marfil. Le acompañaban dos hacheros. Nos abrazamos bajo la cálida luz de las
antorchas.
—¿Desea mi ama hablar con ese
sacerdote? —preguntó el recién llegado.
Era Flavius. Había cumplido mis
instrucciones. Iba vestido como un elegante caballero romano, con una larga
túnica y una amplia capa; como esclavo, no podía vestir una toga. Se había
lavado y cortado el pelo y presentaba un aspecto tan pulcro como cualquier
hombre libre, y además parecía muy seguro de sí. Marcellus, el maestro—filósofo,
dijo:
—Señora Pandora, sois muy amable, y
permitid que os asegure que la taberna que frecuentan estos jóvenes puede dar
origen a otro Aristóteles o Platón, pero no es un lugar adecuado para vos.
—Lo sé —reconocí—. No debéis
preocuparos.
El maestro miró con recelo al sacerdote
y al apuesto Flavius, cuya cintura rodeé con mi brazo.
—Éste es mi administrador, el que
os dará la bienvenida la noche que vengáis a cenar a mi casa. Os agradezco que
me hayáis permitido interrumpir vuestra lección. Sois muy amable.
El maestro, con expresión de
alarma, se inclinó hacia mí y dijo:
—En ese pórtico hay un hombre; no
lo miréis, pero necesitáis más esclavos que os protejan. Esta ciudad es
traicionera, peligrosa.
—De modo que vos también lo habéis
visto —repuse—. ¡Y qué toga tan elegante luce, sin duda es un hombre de
alcurnia!
—Está anocheciendo —intervino
Flavius—. Contrataré más hacheros y una litera. Allí veo a unos hacheros. —Luego
dio las gracias al maestro, quien se alejó de mala gana.
El sacerdote aguardaba mi
respuesta. Flavius hizo una señal a otros dos hacheros, que se acercaron a toda
prisa. Ahora disponíamos de luz suficiente.
Me volví hacia el sacerdote.
—Iré al templo, pero antes tengo
que hablar con ese hombre que aguada allí, entre las sombras —dije, señalando
osten tosamente. Estaba bañada por la luz de las antorchas, como si me hallara
sobre un escenario. La lejana figura retrocedió, como queriéndose fundir con la
pared.
—¿Por qué? —preguntó Flavius con la
humildad de un senador romano—. No me gusta la catadura de ese hombre. Parece
que nos esté acechando. El maestro tenía razón.
—Lo sé —admití. Oí el vago eco de
las risas de una mujer. ¡Por todos los dioses! Tenía que mantenerme serena para
llegar a casa. Miré a Flavius. Él no había oído las risas.
Sólo había un medio correcto de
hacer lo que tenía que hacer.
—Vosotros, acompañadme —ordené a
los cuatro hacheros—. Flavius, quédate aquí con el sacerdote mientras me acerco
a saludar a ese hombre. Lo conozco. No te acerques a menos que yo te llame.
—No me gusta —insistió Flavius.
—A mí tampoco —apostilló el
sacerdote—. Desean que acudáis al templo, señora, y disponemos de muchos
guardias para escoltaron a vuestra casa.
—No os defraudaré —repuse, pero
eché a andar hacia la figura envuelta en una toga, cruzando paso a paso la
plaza pavimentada, rodeada por la luz de las antorchas.
Al ver que me dirigía hacia él, el
hombre de la toga se sobresaltó visiblemente y avanzó unos pasos, alejándose
del muro. Yo me detuve sin salir de la plaza. El individuo tenía que aproximarse.
Yo no iba a moverme. Las cuatro antorchas oscilaban y se agitaban con la brisa.
Cualquiera que se hallara en las inmediaciones nos habría visto, pues
constituíamos un foco de luz en medio del foro. El hombre avanzó hacia mí,
primero con paso lento y luego rápidamente. La luz iluminó su rostro. Estaba
furioso.
—Lucius —murmuré—. Te veo, pero no
puedo creer lo que veo.
—Yo tampoco—replicó él—. ¿Qué
demonios haces aquí? —inquirió.
—¿Qué? —Estaba tan pasmada que fue
lo único que acerté a decir.
—¡Nuestra familia ha caído en
desgracia en Roma y tú te exhibes alegremente en el mismo centro de Antioquía!
¡Pintarrajeada y perfumada, y con el pelo untado con aceites! ¡Pareces una puta!
—¡Lucius! —protesté—. ¡Por todos
los dioses! ¡Nuestro padre ha muerto! Tus hermanos seguramente también. ¿Cómo
conseguiste huir? ¿No te alegras de verme? ¿Por qué no me llevas a tu casa?
—¡Cómo voy a alegrarme de verte! —masculló
Lucius—. ¡Nos hemos ocultado aquí, zorra!
—¿Quiénes? ¿Y Antonio? ¿Qué ha sido
de Flora?
Lucius, irritado, contestó en tono
despectivo:
—Los han asesinado, Lydia, y si no
te ocultas en un lugar seguro donde no pueda hallarte ningún ciudadano romano,
tú también morirás. ¡Cómo iba a imaginar que te encontraría aquí, disertando
sobre filosofía! Eres la comidilla de las tabernas. ¡Y ese esclavo con la
pierna de marfil! Te vi este mediodía, necia. ¡Maldita seas! Sus palabras
destilaban odio.
De nuevo percibí el lejano eco de
unas risas. Por supuesto, Lucius no lo oyó. Sólo yo podía oírlo.
—¿Dónde está tu esposa? —le
pregunté—. Deseo verla. ¡Llévame a tu casa!
—No.
—Lucius, soy tu hermana. Quiero ver
a tu esposa. Tienes razón, me he comportado como una necia. No he pensado en lo
que hacía. Antioquía está muy lejos de Roma. No se me ocurrió...
—De eso me quejo, Lydia, jamás
obras con prudencia y sensatez. Jamás lo has hecho. Eres una soñadora
impenitente, y además estúpida.
—¿Qué puedo hacer, Lucius?
Se volvió de derecha a izquierda,
examinando a los hacheros.
Luego entornó los ojos. Sentí su
odio. «Oh, padre —imploré en silencio—, confío en que no contemples esta escena
desde el cielo o el infierno. ¡Mi hermano me quiere muerta!»
—Sí —dije—, me acompañan cuatro
hacheros y estamos en el centro del foro. Y no olvides el hombre con la pierna
de marfil que está junto al sacerdote —añadí suavemente—. Y toma nota de los
soldados apostados frente al templo del emperador. ¿Cómo está tu esposa? Debo
verla, iré a tu casa en secreto. Estoy segura de que se alegrará al comprobar
que sigo con vida, pues la quiero como a una hermana. No temas, no te dirigiré
la palabra cuando me encuentre contigo en un lugar público. Reconozco que he
cometido un grave error.
—¡Déjate de historias! —le espetó
Lucius—. ¡Hermanas!
¡Mi esposa ha muerto! —Tras mirar
de nuevo a derecha e izquierda agregó—: Los mataron a todos. ¿No lo comprendes?
Aléjate de mí.
Lucius retrocedió unos pasos pero
yo avancé hacia él, rodeándolo de nuevo con el resplandor de las antorchas.
—¿Quién te acompaña? —pregunté—.
¿Quién huyó contigo? ¿Quién más logró sobrevivir?
—Priscilla —repuso Lucius—. Tuvimos
suerte de poder escapar.
—¿Qué? ¿Tu amante? ¿Has venido aquí
con tu amante? Y los niños, ¿también han muerto?
—Sí, supongo que sí. ¿Cómo iban a
escapar? Mira, Lydia, te doy una noche para que abandones esta ciudad y te
alejes de mí. Me he instalado aquí cómodamente y no tolero tu presencia.
Abandona Antioquía. Vete por tierra o por mar. No me importa. ¡Pero márchate!
—¿Dejaste a tu esposa y a tus hijos
para que murieran a manos de esos asesinos y viniste aquí con Priscilla?
—¿Cómo diablos lograste escapar,
zorra asquerosa? ¡Te comportas como una perra en celo! ¡Responde! Claro está
que tú no tienes hijos... ¡El famoso y estéril útero de nuestra familia! —Lucius
se volvió hacia los hacheros y gritó—: ¡Marchaos de aquí!
—No os mováis. —Me llevé la mano al
puñal. Aparté un poco la capa para que mi hermano viera el resplandor del
acero.
Lucius me miró pasmado y esbozó una
sonrisa grotescamente falsa. ¡Era nauseabundo!
—¡Lydia, yo no te haría daño por nada
en el mundo! —exclamó como si se sintiera ofendido—. Tan sólo me preocupa
nuestra seguridad. Nos enteramos de que habían matado a todos en casa. ¿Qué
podía hacer yo, regresar y morir para nada?
—Estás mintiendo. No me vuelvas a
acusar de que me comporto como una perra en celo, a menos que quieras convertirte
en un capón. Sé que mientes. Alguien te informó de la
situación y te faltó tiempo para
huir. ¿O fuiste tú quien nos traicionó a todos?
Ah, qué triste que mi hermano no
fuera más inteligente, más perspicaz. En lugar de mostrarse ofendido por mis
odiosas acusaciones, se limitó a ladear la cabeza y replicar:
—Eso no es cierto. Ven conmigo.
Despacha a esos hombres y a ese esclavo y yo te ayudaré. Priscilla te adora.
—¡Es una embustera y una zorra! Me
asombra que permanezcas impávido ante mis acusaciones. ¿Dónde está la furia que
mostraste cuando me viste? Acabo de acusarte de abandonar a tu esposa y a tus
hijos a manos de la guardia pretoriana. ¿No me has oído?
—Es una estupidez. jamás haría algo
semejante.
—Llevas la culpa escrita en la
cara. ¡Debería matarte aquí mismo!
Lucius retrocedió.
—¡Vete de Antioquía! —exclamó—. No
me importa el juicio que te merezca o lo que tuve que hacer para que Priscilla
y yo consiguiéramos salvarnos. ¡Vete de Antioquía!
No existían palabras para el juicio
que me merecía mi hermano. Aquello era más duro de lo que mi alma podía
soportar.
Lucius retrocedió unos pasos y echó
a andar hacia la oscuridad, desapareciendo antes de alcanzar el pórtico.
Percibí el eco de sus pasos sobre los adoquines.
—¡Por todos los cielos! —murmuré.
Estaba a punto de estallar en sollozos. Pero aún tenía la mano sobre el puñal.
Me volví. El sacerdote y Flavius se
habían acercado más de lo que yo les había ordenado. Me sentía totalmente perpleja,
desconcertada. No sabía qué hacer.
—Venid al templo de inmediato—dijo
el sacerdote.
—De acuerdo —respondí—. Acompáñame,
Flavius, con los cuatro hacheros. Quiero que os coloquéis junto a los guardianes
del templo y que vigiléis por si regresa ese hombre.
—¿De quién se trata, señora? —preguntó
Flavius en voz baja cuando eché a andar hacia el templo, delante de él y del
sacerdote.
Tenía un aspecto imponente, y la
prestancia de un hombre libre. Su túnica, de fina lana con listas doradas y un
cinturón también dorado, se ajustaba perfectamente al torso. Incluso había
lustrado su pierna de marfil. Me sentí más que satisfecha. Pero ¿iba armado?
Debajo de su talante sosegado,
Flavius se mostraba muy protector. Me sentía tan deprimida que no podía
articular las palabras necesarias para responderle.
En aquel momento vimos que varias
literas cruzaban la plaza, portadas por unos esclavos que avanzaban a toda
prisa mientras otros caminaban junto a ellos sosteniendo las antorchas. Del
gentío que llenaba la plaza emanaba un suave resplandor rosáceo. La gente se dirigía
a cenar o a alguna ceremonia privada. Algo ocurría en el templo.
Me volví hacia el sacerdote.
—¿Tendríais la bondad de vigilar a
mi esclavo y a mis hacheros?
—Desde luego, señora —repuso el
sacerdote.
Era noche cerrada. Soplaba una
agradable brisa. En los largos pórticos había unas linternas encendidas. Nos
aproximábamos a los braseros de la diosa.
—Ahora debo dejarte —anuncié—. Te
autorizo a proteger mis bienes, tal como tú mismo dijiste hace un rato, con tu vida.
No te muevas de aquí. No me marcharé sin ti ni me demoraré. No deseo hacerlo.
¿Llevas un cuchillo?
—Sí, señora, pero aún no lo he
utilizado. Lo encontré entre vuestras pertenencias, y al ver que no regresabais
a casa y se hacía tarde...
—No me cuentes la historia del
mundo —le interrumpí—. Cumpliste con tu deber. No dudo de que siempre lo harás.
—Me volví de espaldas a la plaza y
añadí—: Enséñamelo. Así sabré si está afilado o es un mero objeto decorativo.
Cuando Flavius sacó el cuchillo de
su vaina, que llevaba adherida al antebrazo, le pasé la yema del dedo por el
filo y me hice un corte del que brotaron unas gotas de sangre. Se lo de volví a
Flavius. Era un cuchillo de mi padre. ¡Mi padre había llenado mi baúl no sólo
con su fortuna sino también con sus armas para que yo pudiera sobrevivir! Flavius
y yo intercambiamos una última mirada.
El sacerdote estaba muy nervioso.
—Señora, os lo ruego, entrad de una
vez—dijo.
Me condujo a través de las
majestuosas puertas del templo, y al cabo de unos momentos me encontré con la
sacerdotisa y el sacerdote con los que había hablado antes.
—¿Qué deseáis de mí? —pregunté.
Respiraba con dificultad. Me sentía mareada—. Tengo muchas cosas que hacer.
¿No podemos dejarlo para otra
ocasión?
—¡No, señora! —respondió el
sacerdote.
Un escalofrío me recorrió el
cuerpo, como si alguien me estuviera espiando. Pero si había alguien, las
sombras del templo lo ocultaban.
—Muy bien —dije—. Supongo que se
trata de mis espantosas pesadillas, ¿no es cierto?
—Así es —contestó el sacerdote—. Y
más que eso.
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