La
Metamorfosis
Franz Kafka
I
Cuando
Gregor Samsa se despertó una mañana después de un sueño intranquilo, se
encontró sobre su cama convertido en un monstruoso insecto". Estaba
tumbado sobre su espalda dura, y en forma de caparazón y, al levantar un poco
la cabeza, veía un vientre abombado, parduzco, dividido por partes duras en
forma de arco, sobre cuya protuberancia apenas podía mantenerse el cobertor, a
punto ya de resbalar al suelo.
Sus
muchas patas, ridículamente pequeñas en comparación con el resto de su tamaño,
le vibraban desamparadas ante los ojos. «¿Qué me ha ocurrido?», pensó. No era
un sueño. Su habitación, una auténtica habitación humana, si bien algo pequeña,
permanecía tranquila entre las cuatro paredes harto conocidas.
Por
encima de la mesa, sobre la que se encontraba extendido un muestrario de paños
desempaquetados – Samsa era viajante de comercio –, estaba colgado aquel
cuadro, que hacía poco había recortado de una revista y había colocado en un
bonito marco dorado. Representaba a una dama ataviada con un sombrero y una
boa” de piel, que estaba allí, sentada muy erguida y levantaba hacia el
observador un pesado manguito de piel, en el cual había desaparecido su
antebrazo.
La
mirada de Gregor se dirigió después hacia la ventana, y el tiempo lluvioso se
oían caer gotas de lluvia sobre la chapa del alfeizar de la ventana – le ponía
muy melancólico.
«¿Qué pasaría – pensó – si durmiese un poco más y olvidase todas las chifladuras?» Pero esto era algo absolutamente imposible, porque estaba acostumbrado a dormir del lado derecho, pero en su estado actual no podía ponerse de ese lado.
«¿Qué pasaría – pensó – si durmiese un poco más y olvidase todas las chifladuras?» Pero esto era algo absolutamente imposible, porque estaba acostumbrado a dormir del lado derecho, pero en su estado actual no podía ponerse de ese lado.
Aunque
se lanzase con mu cha fuerza hacia el lado derecho, una y otra vez se volvía a
ba lancear sobre la espalda.
Lo intentó cien veces, cerraba los ojos para no tener que ver las patas que pataleaban, y sólo cejaba en su empeño cuando comenzaba a notar en el costado un dolor leve y sordo que antes nunca había sentido. «iDios mío!», pensó.
«iQué profesión tan dura he elegido! Un día sí y otro también de viaje. Los esfuerzos profesionales son mucho mayores que en el mismo almacén de la ciudad, y además se me ha endosado este ajetreo de viajar, el estar al tanto de los empalmes de tren, la comida mala y a deshora, una relación humana constantemente cambiante, nunca duradera, que jamás llega a ser cordial.
¡Que se vaya todo al diablo!» Sintió sobre el vientre un leve picor, con la espalda se desli zó lentamente más cerca de la cabecera de la cama para poder levantar mejor la cabeza; se encontró con que la parte que le picaba estaba totalmente cubierta por unos pequeños puntos blancos, que no sabía a qué se debían, y quiso palpar esa parte con una pata, pero inmediatamente la retiró, porque el roce le producía escalofríos. Se deslizó de nuevo a su posición inicial.
Lo intentó cien veces, cerraba los ojos para no tener que ver las patas que pataleaban, y sólo cejaba en su empeño cuando comenzaba a notar en el costado un dolor leve y sordo que antes nunca había sentido. «iDios mío!», pensó.
«iQué profesión tan dura he elegido! Un día sí y otro también de viaje. Los esfuerzos profesionales son mucho mayores que en el mismo almacén de la ciudad, y además se me ha endosado este ajetreo de viajar, el estar al tanto de los empalmes de tren, la comida mala y a deshora, una relación humana constantemente cambiante, nunca duradera, que jamás llega a ser cordial.
¡Que se vaya todo al diablo!» Sintió sobre el vientre un leve picor, con la espalda se desli zó lentamente más cerca de la cabecera de la cama para poder levantar mejor la cabeza; se encontró con que la parte que le picaba estaba totalmente cubierta por unos pequeños puntos blancos, que no sabía a qué se debían, y quiso palpar esa parte con una pata, pero inmediatamente la retiró, porque el roce le producía escalofríos. Se deslizó de nuevo a su posición inicial.
«Esto
de levantarse pronto», pensó, «le hace a uno desvariar. El hombre tiene que
dormir. Otros viajantes viven como pachás”. Si yo, por ejemplo, a lo largo de
la mañana vuelvo a la pensión para pasar a limpio los pedidos que he
conseguido, estos señores todavía están sentados tomando el desayuno.
Eso
podría intentar yo con mi jefe, en ese momento iría a parar a la calle. Quién
sabe, por lo demás, si no sería lo mejor para mí. Si no tuviera que dominarme
por mis padres, ya me habría despedido hace tiempo, me habría presentado ante
el jefe y le habría dicho mi opinión con toda mi alma. ¡Se habría caído de la
mesa! Sí que es una extraña costumbre la de sentarse sobre la mesa y, desde esa
altura, hablar hacia abajo con el empleado que, además, por culpa de la sordera
del jefe, tiene que acercarse mucho.
Bueno,
la esperanza todavía no está perdida del todo; si alguna vez tengo el dinero
suficiente para pagar las deudas que mis padres tienen con él – puedo tardar
todavía entre cinco y seis años – lo hago con toda seguridad. Entonces habrá
llegado el gran momento, ahora, por lo pronto, tengo que levantarme porque el
tren sale a las cinco», y miró hacia el despertador que hacía tictac sobre el
armario. «¡Dios del cielo!», pensó.
Eran
las seis y media y las manecillas seguían tranquilamente hacia delante, ya
había pasado incluso la media, eran ya casi las menos cuarto. ¿Es que no habría
sonado el despertador?» Desde la cama se veía que estaba correctamente puesto a
las cuatro, seguro que también había sonado. Sí, pero... Cera posible seguir
durmiendo tan tranquilo con ese ruido que hacía temblar los muebles? Bueno,
tampoco había dormido tranquilo, pero quizá tanto más profundamente. ¿Qué iba a
hacer ahora? El siguiente tren salía a las siete, para cogerlo tendría que
haberse dado una prisa loca, el muestrario todavía no estaba empaquetado, y él
mismo no se encontraba especialmente espabilado y ágil; e incluso si
consiguiese coger el tren, no se podía evitar una reprimenda del jefe, porque
el mozo de los recados habría esperado en el tren de las cinco y ya hacía
tiempo que habría dado parte de su descuido. Era un esclavo del jefe, sin
agallas ni juicio. ¿Qué pasaría si dijese que estaba enfermo? Pero esto sería
sumamente desagradable y sospechoso, porque Gregor no había estado enfermo ni
una sola vez durante los cinco años de servicio. Seguramente aparecería el jefe
con el médico del seguro, haría reproches a sus padres por tener un hijo tan
vago y se salvaría de todas las objeciones remitiéndose al médico del seguro,
para el que sólo existen hombres totalmente sanos, pero con aversión al
trabajo. ¿Y es que en este caso no tendría un poco de razón? Gregor, a
excepción de una modorra realmente superflua des pués del largo sueño, se
encontraba bastante bien e incluso tenía mucha hambre. ¡Mientras reflexionaba
sobre todo esto con gran rapidez, sin poderse decidir a abandonar la cama – en
este mismo instante el.despertador daba las siete menos cuarto –, llamaron
caute losamente a la puerta que estaba a la cabecera de su cama. Gregor –
dijeron (era la madre) –, son las siete menos cuarto. ¿No ibas a salir de
viaje? ¡Qué dulce voz! Gregor se asustó, al contestar, escuchó una voz que,
evidentemente, era la suya, pero en la cual, como des de lo profundo, se
mezclaba un doloroso e incontenible piar, que en el primer momento dejaba salir
las palabras con clari dad para, al prolongarse el sonido, destrozarlas de tal
forma que no se sabía si se había oído bien. Gregor querría haber contestado
detalladamente y explicarlo todo, pero en estas circunstancias se limitó a
decir: – Sí, sí, gracias madre, ya me levanto. Probablemente a causa de la
puerta de madera no se notaba desde fuera el cambio en la voz de Gregor, porque
la madre se tranquilizó con esta respuesta y se marchó de allí. Pero merced a
la breve conversación, los otros miembros de la familia se habían dado cuenta
de que Gregor, en contra de todo lo esperado, estaba todavía en casa, y ya el
padre llamaba suavemen te, pero con el puño, a una de las puertas laterales. – iGregor,
Gregor! – gritó –. ¿Qué ocurre? – tras unos instantes insistió de nuevo con voz
más grave –.¡Gregor, Gregor! Desde la otra puerta lateral se lamentaba en voz
baja la hermana. – Gregor, ¿no te encuentras bien?, ¿necesitas algo? Gregor
contestó hacia ambos lados: – Ya estoy preparado – y, con una pronunciación lo
más cuidadosa posible, y haciendo largas pausas entre las palabras, se esforzó
por despojar a su voz de todo lo que pudiese llamar la atención. El padre
volvió a su desayuno, pero la hermana susurró: Gregor, abre, te lo suplico –
pero Gregor no tenía ni la menor intención de abrir, más bien elogió la
precaución de ce rrar las puertas que había adquirido durante sus viajes, y
esto incluso en casa. Al principio tenía la intención de levantarse tranquilamente
y, sin ser molestado, vestirse y, sobre todo, desayunar, y des pués pensar en
todo lo demás, porque en la cama, eso ya lo veía, no llegaría con sus
cavilaciones a una conclusión sensata. Recordó que ya en varias ocasiones había
sentido en la cama algún leve dolor, quizá producido por estar mal tumbado, do
lor que al levantarse había resultado ser sólo fruto de su imagi nación, y
tenía curiosidad por ver cómo se iban desvaneciendo paulatinamente sus
fantasías de hoy. No dudaba en absoluto de que el cambio de voz no era otra
cosa que el síntoma de un buen resfriado, la enfermedad profesional de los
viajantes. Tirar el cobertor era muy sencillo, sólo necesitaba inflarse un poco
y caería por sí solo, pero el resto sería difícil, especial mente porque él era
muy ancho. Hubiera necesitado brazos y manos para incorporarse, pero en su
lugar tenía muchas pati tas que, sin interrupción, se hallaban en el más dispar
de los movimientos y que, además, no podía dominar. Si quería do blar alguna de
ellas, entonces era la primera la que se estiraba, y si por fin lograba
realizar con esta pata lo que quería, enton ces todas las demás se movían, como
liberadas, con una agita ción grande y dolorosa. «No hay que permanecer en la
cama inútilmente», se decía Gregor. Quería salir de la cama en primer lugar con
la parte inferior de su cuerpo, pero esta parte inferior que, por cierto, no
había visto todavía y que no podía imaginar exactamente, demostró ser difícil
de mover; el movimiento se producía muy despacio, y cuando, finalmente, casi
furioso, se lanzó hacia adelante con toda su fuerza sin pensar en las
consecuencias, había calculado mal la dirección, se golpeó fuertemente con la
pata trasera de la cama y el dolor punzante que sintió le enseñó que precisa
mente la parte inferior de su cuerpo era quizá en estos momentos la más
sensible.
Así
pues, intentó en primer lugar sacar de la cama la parte superior del cuerpo y
volvió la cabeza con cuidado hacia el borde de la cama.
Lo logró con facilidad y, a pesar de su anchura y su peso, el cuerpo siguió finalmente con lentitud el giro de la cabeza.
Pero cuando, por fin, tenía la cabeza colgando en el aire fuera de la cama, le entró miedo de continuar avanzando de este modo porque, si se dejaba caer en esta posición, tenía que ocurrir realmente un milagro para que la cabeza no resultase herida, y precisamente ahora no podía de ningún modo perder la cabeza, prefería quedarse en la cama.
Lo logró con facilidad y, a pesar de su anchura y su peso, el cuerpo siguió finalmente con lentitud el giro de la cabeza.
Pero cuando, por fin, tenía la cabeza colgando en el aire fuera de la cama, le entró miedo de continuar avanzando de este modo porque, si se dejaba caer en esta posición, tenía que ocurrir realmente un milagro para que la cabeza no resultase herida, y precisamente ahora no podía de ningún modo perder la cabeza, prefería quedarse en la cama.
Pero
como, jadeando después de semejante esfuerzo, seguía allí tumbado igual que
antes, y veía sus patitas de nuevo luchando entre sí, quizá con más fuerza aún,
y no encontraba posibilidad de poner sosiego y orden a este atropello, se decía
otra vez que de ningún modo podía permanecer en la cama y que lo más sensato
era sacrificarlo todo, si es que con ello existía la más mínima esperanza de
liberarse de ella.
Pero al mismo tiempo no olvidaba recordar de vez en cuando que reflexionar serena, muy serenamente, es mejor que tomar decisiones desesperadas.
En tales momentos dirigía sus ojos lo más agudamente posible hacia la ventana, pero, por desgracia, poco optimismo y ánimo se podían sacar del espectáculo de la niebla matinal, que ocultaba incluso el otro lado de la estrecha calle.
«Las siete ya», se dijo cuando sonó de nuevo el despertador, «las siete ya y todavía semejante niebla», y durante un instante permaneció tumbado, tranquilo, respirando débilmente, como si esperase del absoluto silencio el regreso del estado real y cotidiano. Pero después se dijo: «Antes de que den las siete y cuarto tengo que haber salido de la cama del todo, como sea. Por lo demás, para entonces habrá venido alguien del almacén a preguntar por mí, porque el almacén se abre antes de las siete.» Y entonces, de forma totalmente regular, comenzó a balancear su cuerpo, cuan largo era, hacia fuera de la cama.
Pero al mismo tiempo no olvidaba recordar de vez en cuando que reflexionar serena, muy serenamente, es mejor que tomar decisiones desesperadas.
En tales momentos dirigía sus ojos lo más agudamente posible hacia la ventana, pero, por desgracia, poco optimismo y ánimo se podían sacar del espectáculo de la niebla matinal, que ocultaba incluso el otro lado de la estrecha calle.
«Las siete ya», se dijo cuando sonó de nuevo el despertador, «las siete ya y todavía semejante niebla», y durante un instante permaneció tumbado, tranquilo, respirando débilmente, como si esperase del absoluto silencio el regreso del estado real y cotidiano. Pero después se dijo: «Antes de que den las siete y cuarto tengo que haber salido de la cama del todo, como sea. Por lo demás, para entonces habrá venido alguien del almacén a preguntar por mí, porque el almacén se abre antes de las siete.» Y entonces, de forma totalmente regular, comenzó a balancear su cuerpo, cuan largo era, hacia fuera de la cama.
Si
se dejaba caer de ella de esta forma, la cabeza, que pretendía levantar con
fuerza en la caída, permanecería probablemente ilesa. La espalda parecía ser
fuerte, seguramente no le pasaría nada al caer sobre la alfombra.
Lo
más difícil, a su modo de ver, era tener cuidado con el ruido que se
produciría, y que posiblemente provocaría al otro lado de todas las puertas, si
no temor, al menos preocupación.
Pero
había que intentarlo. Cuando Gregor ya sobresalía a medias de la cama – el
nuevo método era más un juego que un esfuerzo, sólo tenía que balancearse a
empujones – se le ocurrió lo fácil que sería si alguien viniese en su ayuda.
Dos personas fuertes – pensaba en su padre y en la criada – hubiesen sido más
que suficientes; sólo tendrían que introducir sus brazos por debajo de su
abombada espalda, descascararle así de la cama, agacharse con el peso, y
después solamente tendrían que haber soportado que diese con cuidado una vuelta
impetuosa en el suelo, sobre el cual, seguramente, las patitas adquirirían su
razón de ser.
Bueno, aparte de que las puertas estaban cerradas, ¿debía de ver dad pedir ayuda? A pesar de la necesidad, no pudo reprimir una sonrisa al concebir tales pensamientos.
Bueno, aparte de que las puertas estaban cerradas, ¿debía de ver dad pedir ayuda? A pesar de la necesidad, no pudo reprimir una sonrisa al concebir tales pensamientos.
Ya
había llegado el punto en el que, al balancearse con más fuerza, apenas podía
guardar el equilibrio y pronto tendría que decidirse definitivamente, porque
dentro de cinco minutos se rían las siete y cuarto, en ese momento sonó el
timbre de la puerta de la calle.
«Seguro que es alguien del almacén», se dijo, y casi se quedó petrificado mientras sus patitas bailaban aún más deprisa.
Du rante un momento todo permaneció en silencio. «No abren», se dijo Gregor, confundido por alguna absurda .esperanza. Pero entonces, como siempre, la criada se dirigió, con naturalidad y con paso firme, hacia la puerta y abrió.
«Seguro que es alguien del almacén», se dijo, y casi se quedó petrificado mientras sus patitas bailaban aún más deprisa.
Du rante un momento todo permaneció en silencio. «No abren», se dijo Gregor, confundido por alguna absurda .esperanza. Pero entonces, como siempre, la criada se dirigió, con naturalidad y con paso firme, hacia la puerta y abrió.
Gregor
sólo necesitó escuchar el primer saludo del visitante y ya sabía quién era, el
apoderado en persona. ¿Por qué había sido con denado Gregor a prestar sus
servicios en una empresa en la que al más mínimo descuido se concebía
inmediatamente la mayor sospecha? ¿Es que todos los empleados, sin excepción,
eran unos bribones? ¿Es que no había entre ellos un hombre leal y adicto a
quien, simplemente porque no hubiese aprove chado para el almacén un par de
horas de la mañana, se lo co miesen los remordimientos y francamente no
estuviese en condiciones de abandonar la cama? ¿Es que no era de verdad
suficiente mandar a preguntar a un aprendiz – si es que este «pregunteo» era
necesario? ¿Tenía que venir el apoderado en persona y había con ello que
mostrar a toda una familia inocente que la investigación de este sospechoso
asunto solamente podía ser confiada al juicio del apoderado? Y, más como
consecuencia de la irritación a la que le condujeron estos pen samientos que
como consecuencia de una auténtica decisión, se lanzó de la cama con toda su
fuerza.
Se
produjo un golpe fuerte, pero no fue un auténtico ruido. La caída fue amortigua
da un poco por la alfombra y además la espalda era más elásti ca de lo que
Gregor había pensado; a ello se debió el sonido sordo y poco aparatoso.
Solamente no había mantenido la ca beza con el cuidado necesario y se la había golpeado, la giró y la restregó contra la alfombra de rabia y dolor. – Ahí dentro se ha caído algo – dijo el apoderado en la ha bitación contigua de la izquierda.
Solamente no había mantenido la ca beza con el cuidado necesario y se la había golpeado, la giró y la restregó contra la alfombra de rabia y dolor. – Ahí dentro se ha caído algo – dijo el apoderado en la ha bitación contigua de la izquierda.
Gregor
intentó imaginarse si quizá alguna vez no podría ocurrirle al apoderado algo
parecido a lo que le ocurría hoy a él; había al menos que admitir la
posibilidad.
Pero, como cruda respuesta a esta pregunta, el apoderado dio ahora un par de pasos firmes en la habitación contigua e hizo crujir sus botas de charol.
Pero, como cruda respuesta a esta pregunta, el apoderado dio ahora un par de pasos firmes en la habitación contigua e hizo crujir sus botas de charol.
Desde
la habitación de la derecha, la hermana, para advertir a Gregor, susurró:
Gregor, el apoderado está aquí. « Ya lo sé», se dijo Gregor para sus adentras,
pero no se atrevió a alzar la voz tan alto que la hermana pudiera haberlo oído.
– Gregor Dijo entonces el padre desde la habitación de la derecha –, el señor apoderado ha venido y desea saber por qué no has salido de viaje en el primer tren.
No sabemos qué debe mos decirle, además desea también hablar personalmente con tigo, así es que, por favor, abre la puerta.
El señor ya tendrá la bondad de perdonar el desorden en la habitación. – Buenos días, señor Samsa – interrumpió el apoderado amablemente. – No se encuentra bien – dijo la madre al apoderado mien tras el padre hablaba ante la puerta –, no se encuentra bien, créame usted, señor apoderado.
¡Cómo si no iba Gregor a perder un tren! El chico no tiene en la cabeza nada más que el negocio.
A mí casi me disgusta que nunca salga por la tarde; aho ra ha estado ocho días en la ciudad, pero pasó todas las tardes en casa. Allí está, sentado con nosotros a la mesa y lee tranqui lamente el periódico o estudia horarios de trenes.
– Gregor Dijo entonces el padre desde la habitación de la derecha –, el señor apoderado ha venido y desea saber por qué no has salido de viaje en el primer tren.
No sabemos qué debe mos decirle, además desea también hablar personalmente con tigo, así es que, por favor, abre la puerta.
El señor ya tendrá la bondad de perdonar el desorden en la habitación. – Buenos días, señor Samsa – interrumpió el apoderado amablemente. – No se encuentra bien – dijo la madre al apoderado mien tras el padre hablaba ante la puerta –, no se encuentra bien, créame usted, señor apoderado.
¡Cómo si no iba Gregor a perder un tren! El chico no tiene en la cabeza nada más que el negocio.
A mí casi me disgusta que nunca salga por la tarde; aho ra ha estado ocho días en la ciudad, pero pasó todas las tardes en casa. Allí está, sentado con nosotros a la mesa y lee tranqui lamente el periódico o estudia horarios de trenes.
Para
él es ya una distracción hacer trabajos de marquetería. Por ejemplo, en dos o
tres tardes ha tallado un pequeño marco, se asombrará usted de lo bonito que
es, está colgado ahí dentro, en la habita ción; en cuanto abra Gregor lo verá
usted enseguida. Por cier to, que me alegro de que esté usted aquí, señor
apoderado, no sotros solos no habríamos conseguido que Gregor abriese la
puerta; es muy testarudo y seguro que no se encuentra bien a pesar de que lo ha
negado esta mañana. – Voy enseguida – dijo Gregor, lentamente y con precau
ción, y no se movió para no perderse una palabra de la con versación. – De otro
modo, señora, tampoco puedo explicármelo yo dijo el apoderado –, espero que no
se trate de nada serio, si bien tengo que decir, por otra parte, que nosotros, los
comer ciantes, por suerte o por desgracia, según se mire, tenemos sencillamente
que sobreponernos a una ligera indisposición por consideración a los negocios.
– Vamos, ¿puede pasar el apoderado a tu habitación? – preguntó impaciente el
padre. – No – dijo Gregor. En la habitación de la izquierda se hizo un penoso
silencio, en la habitación de la derecha comenzó a sollozar la hermana.
¿Por
qué no se iba la hermana con los otros? Seguramente acababa de levantarse de la
cama y todavía no había empezado a vestirse; y ¿por qué lloraba? ¿Porque él no
se levantaba y de jaba entrar al apoderado?, ¿porque estaba en peligro de
perder el trabajo y porque entonces el jefe perseguiría otra vez a sus padres
con las viejas deudas? Estas eran, de momento, preocu paciones innecesarias.
Gregor
todavía estaba aquí y no pensa ba de ningún modo abandonar a su familia.
De momento ya cía en la alfombra y nadie que hubiese tenido conocimiento de su estado hubiese exigido seriamente de él que dejase entrar al apoderado.
Pero por esta pequeña descortesía, para la que más tarde se encontraría con facilidad una disculpa apropiada, no podía Gregor ser despedido inmediatamente. Y a Gregor le parecía que sería mucho más sensato dejarle tranquilo en lugar de molestarle con lloros e intentos de persuasión.
De momento ya cía en la alfombra y nadie que hubiese tenido conocimiento de su estado hubiese exigido seriamente de él que dejase entrar al apoderado.
Pero por esta pequeña descortesía, para la que más tarde se encontraría con facilidad una disculpa apropiada, no podía Gregor ser despedido inmediatamente. Y a Gregor le parecía que sería mucho más sensato dejarle tranquilo en lugar de molestarle con lloros e intentos de persuasión.
Pero
la verdad es que era la incertidumbre la que apuraba a los otros y ha cía
perdonar su comportamiento. – Señor Samsa – exclamó entonces el apoderado
levantan do la voz –.¿Qué ocurre? Se atrinchera usted en su habita ción,
contesta solamente con sí o no, preocupa usted grave e inútilmente a sus padres
y, dicho sea de paso, falta usted a sus deberes de una forma verdaderamente
inaudita.
Hablo
aquí en nombre de sus padres y de su jefe, y le exijo seriamente una ex
plicación clara e inmediata. Estoy asombrado, estoy asombra do. Yo le tenía a
usted por un hombre formal y sensato y aho ra de repente parece que quiere
usted empezar a hacer alarde de extravagancias extrañas. El jefe me insinuó
esta mañana una posible explicación a su demora, se refería al cobro que se le
ha confiado desde hace poco tiempo.
Yo
realmente di casi mi palabra de honor de que esta explicación no podía ser cier
ta.
Pero
en este momento veo su incomprensible obstinación y pierdo del todo el deseo de
dar la cara en lo más mínimo por usted, y su posición no es, en absoluto, la
más segura.
En
prin cipio tenía la intención de decirle todo esto a solas, pero ya que me hace
usted perder mi tiempo inútilmente no veo la ra zón de que no se enteren
también sus señores padres. Su ren dimiento en los últimos tiempos ha sido muy
poco satisfacto rio, cierto que no es la época del año apropiada para hacer
grandes negocios, eso lo reconocemos, pero una época del año para no hacer
negocios no existe, señor Samsa, no debe existir. – Pero señor apoderado –
gritó Gregor fuera de sí, y en su irritación olvidó todo lo demás –, abro
inmediatamente la puerta. Una ligera indisposición, un mareo, me han impedido
levantarme.
Todavía
estoy en la cama, pero ahora ya estoy otra vez despejado. Ahora mismo me
levanto de la cama. ¡Sólo un momentito de paciencia! Todavía no me encuentro
tan bien como creía, pero ya estoy mejor. ¡Cómo puede atacar a una persona una
cosa así! Ayer por la tarde me encontraba bastante bien, mis padres bien lo
saben o, mejor dicho, ya ayer por la tarde tuve una pequeña corazonada, tendría
que habérseme notado.
¡Por
qué no lo avisé en el almacén! Pero lo cier to es que siempre se piensa que se
superará la enfermedad sin tener que quedarse. ¡Señor apoderado, tenga
consideración con mis padres! No hay motivo alguno para todos los reproches que
me hace usted; nunca se me dijo una palabra de todo eso; quizá no haya leído
los últimos pedidos que he enviado.
Por
cierto, que en el tren de las ocho salgo de viaje, las pocas horas de sosiego
me han dado fuerza. No se entretenga usted, señor apoderado; yo mismo estaré
enseguida en el almacén, tenga usted la bondad de decirlo y de saludar de mi
parte al jefe.
Y
mientras Gregor farfullaba atropelladamente todo esto, y apenas sabía lo que
decía, se había acercado un poco al arma rio, seguramente como consecuencia del
ejercicio ya practica do en la cama, e intentaba ahora levantarse apoyado en
él.
Quería
de verdad abrir la puerta, deseaba sinceramente dejarse ver y hablar con el
apoderado; estaba deseoso de saber lo que los otros, que tanto deseaban verle,
dirían ante su presencia. Si se asustaban, Gregor no tendría ya responsabilidad
alguna y podría estar tranquilo, pero si lo aceptaban todo con tranquili dad
entonces tampoco tenía motivo para excitarse y, de hecho, podría, si se daba
prisa, estar a las ocho en la estación.
Al
prin cipio se resbaló varias veces del liso armario, pero finalmente se dio con
fuerza un último impulso y permaneció erguido; ya no prestaba atención alguna a
los dolores de vientre, aunque eran muy agudos.
Entonces
se dejó caer contra el respaldo de una silla cercana, a cuyos bordes se agarró
fuertemente con sus patitas. Con esto había conseguido el dominio sobre sí, y
en mudeció porque ahora podía escuchar al apoderado.
¿Han entendido ustedes una sola palabra? – preguntó el apoderado a los padres –.¿O es que nos toma por tontos? – ¡Por el amor de Dios! – exclamó la madre entre sollo zos –, quizá esté gravemente enfermo y nosotros le atormen tamos. ¡Grete! ¡Grete! – gritó después. ¿Qué, madre? – dijo la hermana desde el otro lado. Se co municaban a través de la habitación de Gregor –. Tienes que ir inmediatamente al médico, Gregor está enfermo.
Rápido, a buscar al médico. ¡Acabas de oír hablar a Gregor? – Es una voz de animal – dijo el apoderado en un tono de voz extremadamente bajo comparado con los gritos de la madre. – ¡Anna! iAnna! – gritó el padre en dirección a la cocina, a través de la antesala, y dando palmadas –.¡ Ve a buscar inmediatamente un cerrajero! Y ya corrían las dos muchachas haciendo ruido con sus faldas por la antesala ¿cómo se habría vestido la hermana tan deprisa? – y abrieron la puerta de par en par.
No se oyó cerrar la puerta, seguramente la habían dejado abierta como suele ocurrir en las casas en las que ha ocurrido una gran desgracia.
Pero Gregor ya estaba mucho más tranquilo. Así es que ya no se entendían sus palabras a pesar de que a él le habían parecido lo suficientemente claras, más claras que antes, sin duda como consecuencia de que el oído se iba acostumbrando.
¿Han entendido ustedes una sola palabra? – preguntó el apoderado a los padres –.¿O es que nos toma por tontos? – ¡Por el amor de Dios! – exclamó la madre entre sollo zos –, quizá esté gravemente enfermo y nosotros le atormen tamos. ¡Grete! ¡Grete! – gritó después. ¿Qué, madre? – dijo la hermana desde el otro lado. Se co municaban a través de la habitación de Gregor –. Tienes que ir inmediatamente al médico, Gregor está enfermo.
Rápido, a buscar al médico. ¡Acabas de oír hablar a Gregor? – Es una voz de animal – dijo el apoderado en un tono de voz extremadamente bajo comparado con los gritos de la madre. – ¡Anna! iAnna! – gritó el padre en dirección a la cocina, a través de la antesala, y dando palmadas –.¡ Ve a buscar inmediatamente un cerrajero! Y ya corrían las dos muchachas haciendo ruido con sus faldas por la antesala ¿cómo se habría vestido la hermana tan deprisa? – y abrieron la puerta de par en par.
No se oyó cerrar la puerta, seguramente la habían dejado abierta como suele ocurrir en las casas en las que ha ocurrido una gran desgracia.
Pero Gregor ya estaba mucho más tranquilo. Así es que ya no se entendían sus palabras a pesar de que a él le habían parecido lo suficientemente claras, más claras que antes, sin duda como consecuencia de que el oído se iba acostumbrando.
Pero
en todo caso ya se creía en el hecho de que algo andaba mal respecto a Gregor,
y se estaba dispuesto a prestarle ayuda. La decisión y seguridad con que fueron
tomadas las primeras disposiciones le sentaron bien.
De
nuevo se consideró incluido en el círculo humano y esperaba de ambos, del
médico y del cerrajero, sin distinguirlos del todo entre sí, excelentes y
sorprendentes resultados.
Con
el fin de tener una voz lo más clara posible en las decisivas conversaciones
que se avecinaban, tosió un poco esforzándose, sin embargo, por hacerlo con
mucha moderación, porque posiblemente incluso ese ruido sonaba de una forma
distinta a la voz humana, hecho que no confiaba poder distinguir él mismo.
Mientras tanto en la habitación contigua reinaba el silencio. Quizá los padres estaban sentados a la mesa con el apoderado y cuchicheaban, quizá todos estaban arrimados a la puerta y escuchaban.
Mientras tanto en la habitación contigua reinaba el silencio. Quizá los padres estaban sentados a la mesa con el apoderado y cuchicheaban, quizá todos estaban arrimados a la puerta y escuchaban.
Gregor
se acercó lentamente hacia la puerta con la ayuda de la silla, allí la soltó,
se arrojó contra la puerta, se mantuvo erguido sobre ella – las callosidades de
sus patitas estaban provistas de una substancia pegajosa – y descansó allí,
durante un momento, del esfuerzo realizado. A continuación comenzó a girar con
la boca la llave, que estaba dentro de la cerradura.
Por
desgracia, no parecía tener dientes propiamente dichos ¿con qué iba a agarrar
la llave? –, pero, por el contrario, las mandíbulas eran, desde luego, muy
poderosas, con su ayuda puso la llave, efectivamente, en movimiento, y no se
daba cuenta de que, sin duda, se estaba causando algún daño, porque un líquido
parduzco le salía de la boca, chorreaba por la llave y goteaba hasta el suelo.
–
Escuchen ustedes – dijo el apoderado en la habitación contigua –, está dando la
vuelta a la llave. Esto significó un gran estímulo para Gregor; pero todos de
bían haberle animado, incluso el padre y la madre. «iVamos Gregor! – debían
haber aclamado –. ¡Duro con ello, duro con la cerradura!» Y ante la idea de que
todos seguían con expecta ción sus esfuerzos, se aferró ciegamente a la llave
con todas las fuerzas que fue capaz de reunir. A medida que avanzaba el giro de
la llave, Gregor se movía en torno a la cerradura, ya sólo se mantenía de pie
con la boca, y, según era necesario, se colgaba de la llave o la apretaba de
nuevo hacia dentro con todo el peso de su cuerpo. El sonido agudo de la
cerradura, que se abrió por fin, despertó del todo a Gregor. Respirando profun
damente dijo para sus adentros: «No he necesitado al cerraje ro», y apoyó la
cabeza sobre el picaporte para abrir la puerta del todo. Como tuvo que abrir la
puerta de esta forma, ésta estaba ya bastante abierta y todavía no se le veía.
En
primer lugar tenía que darse lentamente la vuelta sobre sí mismo, alrededor de
la hoja de la puerta, y ello con mucho cuidado si no quería caer torpemente de
espaldas justo ante el umbral de la habitación. Todavía estaba absorto en
llevar a cabo aquel difícil movi miento y no tenía tiempo de prestar atención a
otra cosa, cuando escuchó al apoderado lanzar en voz alta un «¡Oh!» que sonó
como un silbido del viento, y en ese momento vio tam bién cómo aquél, que era
el más cercano a la puerta, se tapaba con la mano la boca abierta y retrocedía
lentamente como si le empujase una fuerza invisible que actuaba regularmente.
La
madre – a pesar de la presencia del apoderado, estaba allí con los cabellos
desenredados y levantados hacia arriba de haber pasado la noche – miró en
primer lugar al padre con las ma nos juntas, dio a continuación dos pasos hacia
Gregor y, con el rostro completamente oculto en su pecho, cayó al suelo en me
dio de sus faldas, que quedaron extendidas a su alrededor.
El padre cerró el puño con expresión amenazadora, como si qui siera empujar de nuevo a Gregor a su habitación, miró insegu ro a su alrededor por el cuarto de estar, después se tapó los ojos con las manos y lloró de tal forma que su robusto pecho se estremecía por el llanto.
El padre cerró el puño con expresión amenazadora, como si qui siera empujar de nuevo a Gregor a su habitación, miró insegu ro a su alrededor por el cuarto de estar, después se tapó los ojos con las manos y lloró de tal forma que su robusto pecho se estremecía por el llanto.
Gregor
no entró, pues, en la habitación, sino que se apoyó en la parte intermedia de
la hoja de la puerta que permanecía cerrada, de modo que sólo podía verse la
mitad de su cuerpo y sobre él la cabeza, inclinada a un lado, con la cual
miraba hacia los demás. Entre tanto el día había aclarado; al otro lado de la
calle se distinguía claramente una parte del edificio de enfren te, negruzco e
interminable era un hospital'º , con sus ventanas regulares que rompían
duramente la fachada.
Toda
vía caía la lluvia, pero sólo a grandes gotas, que se distinguían una por una,
y que eran lanzadas hacia abajo aisladamente so bre la tierra. Las piezas de la
vajilla del desayuno se extendían en gran cantidad sobre la mesa porque para el
padre el desayu no era la comida principal del día, que prolongaba durante ho
ras con la lectura de diversos periódicos.
Justamente
en la pa red de enfrente había una fotografía de Gregor, de la época de su
servicio militar, que le representaba con uniforme de te niente, y cómo, con la
mano sobre la espada, sonriendo des preocupadamente, exigía respeto para su
actitud y su unifor me.
La
puerta del vestíbulo estaba abierta y, como la puerta del piso también estaba
abierta, se podía ver el rellano de la es calera y el comienzo de la misma, que
conducía hacia abajo.
Bueno dijo Gregor, y era completamente consciente de que era el único que había conservado la tranquilidad , me vestiré inmediatamente, empaquetaré el muestrario y saldré de viaje. ¿Queréis dejarme marchar? Bueno, señor apoderado, ya ve usted que no soy obstinado y me gusta trabajar, viajar es fa tigoso, pero no podría vivir sin viajar. ¿Adónde va usted, se ñor apoderado? ¿Al almacén? ¿Sí? ¿Lo contará usted todo tal como es en realidad? En un momento dado puede uno ser in capaz de trabajar, pero después llega el momento preciso de acordarse de los servicios prestados y de pensar que después, una vez superado el obstáculo, uno trabajará, con toda seguri dad, con más celo y concentración. Yo le debo mucho al jefe, bien lo sabe usted.
Bueno dijo Gregor, y era completamente consciente de que era el único que había conservado la tranquilidad , me vestiré inmediatamente, empaquetaré el muestrario y saldré de viaje. ¿Queréis dejarme marchar? Bueno, señor apoderado, ya ve usted que no soy obstinado y me gusta trabajar, viajar es fa tigoso, pero no podría vivir sin viajar. ¿Adónde va usted, se ñor apoderado? ¿Al almacén? ¿Sí? ¿Lo contará usted todo tal como es en realidad? En un momento dado puede uno ser in capaz de trabajar, pero después llega el momento preciso de acordarse de los servicios prestados y de pensar que después, una vez superado el obstáculo, uno trabajará, con toda seguri dad, con más celo y concentración. Yo le debo mucho al jefe, bien lo sabe usted.
Por
otra parte, tengo a mi cuidado a mis padres y a mi hermana. Estoy en un
aprieto, pero saldré de él. Pero no me lo haga usted más difícil de lo que ya
es. ¡Póngase de mi parte en el almacén! Ya sé que no se quiere bien al
viajante. Se piensa que gana un montón de dinero y se da la gran vida.
Es
cierto que no hay una razón especial para meditar a fondo sobre este prejuicio,
pero usted, señor apoderado, usted tiene una visión de conjunto de las
circunstancias mejor que la que tiene el resto del personal; sí, en confianza,
incluso una visión de conjunto mejor que la del mismo jefe, que, en su
condición de empresario, cambia fácilmente de opinión en perjuicio del
empleado.
También
sabe usted muy bien que el viajante, que casi todo el año está fuera del
almacén, puede convertirse fácilmente en víctima de murmuraciones, casualidades
y quejas infundadas, contra las que le resulta absolutamente imposible
defenderse, porque la mayoría de las veces no se entera de ellas y más tarde,
cuando, agotado, ha terminado un viaje, siente sobre su propia carne, una vez
en el hogar, las funestas consecuencias cuyas causas no puede comprender.
Señor
apoderado, no se marche usted sin haberme dicho una palabra que me demuestre
que, al menos en una pequeña parte, me da usted la razón. Pero el apoderado ya
se había dado la vuelta a las primeras palabras de Gregor, y por encima del
hombro, que se movía convulsivamente, miraba hacia Gregor poniendo los labios
en forma de morro, y mientras Gregor hablaba no estuvo quieto ni un momento,
sino que, sin perderle de vista, se iba deslizando hacia la puerta, pero muy
lentamente, como si existiese una prohibición secreta de abandonar la
habitación.
Ya
se encontraba en el vestíbulo y, a juzgar por el movimiento repentino con que
sacó el pie por última vez del cuarto de estar, podría haberse creído que
acababa de quemarse la suela.
Ya
en el vestíbulo, extendió la mano derecha lejos de sí y en dirección a la
escalera, como si allí le esperase realmente una salvación sobrenatural.
Gregor
comprendió que, de ningún modo, debía dejar marchar al apoderado en este estado
de ánimo, si es que no quería ver extremadamente amenazado su trabajo en el
almacén.
Los padres no entendían todo esto demasiado bien: durante todos estos largos años habían llegado al convencimiento de que Gregor estaba colocado en este almacén para el resto de su vida, y además, con las preocupaciones actuales, tenían tanto que hacer, que habían perdido toda previsión.
Los padres no entendían todo esto demasiado bien: durante todos estos largos años habían llegado al convencimiento de que Gregor estaba colocado en este almacén para el resto de su vida, y además, con las preocupaciones actuales, tenían tanto que hacer, que habían perdido toda previsión.
Pero
Gregor poseía esa previsión. El apoderado tenía que ser retenido, tran
quilizado, persuadido y, finalmente, atraído. iE1 futuro de Gre gor y de su
familia dependía de ello! ¡Si hubiese estado aquí la hermana! Ella era lista;
ya había llorado cuando Gregor toda vía estaba tranquilamente sobre su espalda,
y seguro que el apoderado, ese aficionado a las mujeres, se hubiese dejado lle
var por ella; ella habría cerrado la puerta del piso y en el vestí bulo le
hubiese disuadido de su miedo.
Pero
lo cierto es que la hermana no estaba aquí y Gregor tenía que actuar. Y sin pen
sar que no conocía todavía su actual capacidad de movimiento, y que sus
palabras posiblemente, seguramente incluso, no ha bían sido entendidas,
abandonó la hoja de la puerta y se deslizó a través del hueco abierto.
Pretendía
dirigirse hacia el apodera do que, de una forma grotesca, se agarraba ya con
ambas ma nos a la barandilla del rellano; pero, buscando algo en que apoyarse,
se cayó inmediatamente sobre sus múltiples patitas, dando un pequeño grito.
Apenas
había sucedido esto, sintió por primera vez en esta mañana un bienestar físico:
las patitas tenían suelo firme por debajo, obedecían a la perfección, como
advirtió con alegría; incluso intentaban transportarle hacia donde él quería; y
ya creía Gregor que el alivio definitivo de todos sus males se encontraba a su
alcance; pero en el mismo momento en que, balanceándose por el movimiento
reprimi do, no lejos de su madre, permanecía en el suelo justo enfrente de
ella, ésta, que parecía completamente sumida en sus propios pensamientos, dio
un salto hacia arriba, con los brazos exten didos, con los dedos muy separados
entre sí, y exclamó: – ¡Socorro, por el amor de Dios, socorro! Mantenía la
cabeza inclinada, como si quisiera ver mejor a Gregor, pero, en contradicción
con ello, retrocedió atropella damente; había olvidado que detrás de ella
estaba la mesa puesta; cuando hubo llegado a ella, se sentó encima precipita
damente, como fuera de sí, y no pareció notar que, junto a ella, el café de la
cafetera volcada, caía a chorros sobre la alfombra. – iMadre, madre! – dijo
Gregor en voz baja, y miró hacia ella.
Por
un momento había olvidado completamente al apode rado; por el contrario, no
pudo evitar, a la vista del café que se derramaba, abrir y cerrar varias veces
sus mándibulas al vacío. Al verlo la madre gritó nuevamente, huyó de la mesa y
cayó en los brazos del padre, que corría a su encuentro. Pero Gre gor no tenía
ahora tiempo para sus padres.
El
apoderado se encontraba ya en la escalera; con la barbilla sobre la barandilla
miró de nuevo por última vez.
Gregor tomó impulso para al canzarle con la mayor seguridad posible.
El apoderado debió adivinar algo, porque saltó de una vez varios escalones y desa pareció; pero lanzó aún un «iUh!», que se oyó en toda la esca lera.
Lamentablemente esta huida del apoderado pareció des concertar del todo al padre, que hasta ahora había estado rela tivamente sereno, pues en lugar de perseguir él mismo al apo derado, o, al menos, no obstaculizar a Gregor en su persecu ción, agarró con la mano derecha el bastón del apoderado, que aquél había dejado sobre la silla junto con el sombrero y el ga bán; tomó con la mano izquierda un gran periódico que había sobre la mesa y, dando patadas en el suelo, comenzó a hacer retroceder a Gregor a su habitación blandiendo el bastón y el periódico.
Gregor tomó impulso para al canzarle con la mayor seguridad posible.
El apoderado debió adivinar algo, porque saltó de una vez varios escalones y desa pareció; pero lanzó aún un «iUh!», que se oyó en toda la esca lera.
Lamentablemente esta huida del apoderado pareció des concertar del todo al padre, que hasta ahora había estado rela tivamente sereno, pues en lugar de perseguir él mismo al apo derado, o, al menos, no obstaculizar a Gregor en su persecu ción, agarró con la mano derecha el bastón del apoderado, que aquél había dejado sobre la silla junto con el sombrero y el ga bán; tomó con la mano izquierda un gran periódico que había sobre la mesa y, dando patadas en el suelo, comenzó a hacer retroceder a Gregor a su habitación blandiendo el bastón y el periódico.
De
nada sirvieron los ruegos de Gregor, tampoco fueron entendidos, y por mucho que
girase humildemente la cabeza, el padre pataleaba aún con más fuerza. Al otro
lado, la madre había abierto de par en par una ventana, a pesar del tiempo
frío, e inclinada hacia fuera se cubría el rostro con las manos.
Entre
la calle y la escalera se estableció una fuerte corriente de aire, las cortinas
de las ventanas volaban, se agitaban los periódicos de encima de la mesa, las
hojas sueltas revoloteaban por el suelo. El padre le acosaba implacablemente y
daba silbi dos como un loco. Pero Gregor todavía no tenía mucha prác tica en
andar hacia atrás, andaba realmente muy despacio.
Si
Gregor se hubiese podido dar la vuelta, enseguida hubiese es Tado en su
habitación, pero tenía miedo de impacientar al pa dre con su lentitud al darse
la vuelta, y a cada instante le ame nazaba el golpe mortal del bastón en la
espalda o la cabeza.
Finalmente,
no le quedó a Gregor otra solución, pues advirtió con angustia que andando
hacia atrás ni siquiera era capaz de mantener la dirección, y así, mirando con
temor constante mente a su padre de reojo, comenzó a darse la vuelta con la
mayor rapidez posible, pero, en realidad, con una gran lenti tud.
Quizá
advirtió el padre su buena voluntad, porque no sólo no le obstaculizó en su
empeño, sino que, con la punta de su bastón, le dirigía de vez en cuando, desde
lejos, en su movimiento giratorio. ¡Si no hubiese sido por ese insoportable
silbar del padre! Por su culpa Gregor perdía la cabeza por completo.
Ya
casi se había dado la vuelta del todo cuando, siempre oyendo ese silbido,
incluso se equivocó y retrocedió un poco en su vuelta. Pero cuando por fin,
feliz, tenía ya la cabeza ante la puerta, resultó que su cuerpo era demasiado
ancho para pasar por ella sin más.
Naturalmente, al padre, en su actual estado de ánimo, ni siquiera se le ocurrió ni por lo más remoto abrir la otra hoja de la puerta para ofrecer a Gregor espacio suficiente.
Naturalmente, al padre, en su actual estado de ánimo, ni siquiera se le ocurrió ni por lo más remoto abrir la otra hoja de la puerta para ofrecer a Gregor espacio suficiente.
Su
idea fija consistía solamente en que Gregor tenía que entrar en su habitación
lo más rápidamente posible; tampoco hubiera permitido jamás los complicados
preparativos que necesitaba Gregor para incorporarse y, de este modo, atravesar
la puerta.
Es
más, empujaba hacia adelante a Gregor con mayor ruido aún, como si no existiese
obstáculo alguno. Ya no sonaba tras de Gregor como si fuese la voz de un solo
padre; ahora ya no había que andarse con bromas, y Gregor se empotró en la
puerta – pasase lo que pasase.
Uno
de los costados se levantó, ahora estaba atravesado en el hueco de la puerta,
su costado estaba herido por completo, en la puerta blanca quedaron marcadas
unas manchas desagradables, pronto se quedó atascado y solo no hubiera podido
moverse, las patitas de un costado estaban colgadas en el aire, y temblaban,
las del otro lado permanecían aplastadas dolorosamente contra el suelo.
Entonces el padre le dio por detrás un fuerte empujón que, en esta situación, le produjo un auténtico alivio, y Gregor penetró profundamente en su habitación sangrando con intensidad. La puerta fue cerrada con el bastón y a continuación se hizo, por fin, el silencio.
Entonces el padre le dio por detrás un fuerte empujón que, en esta situación, le produjo un auténtico alivio, y Gregor penetró profundamente en su habitación sangrando con intensidad. La puerta fue cerrada con el bastón y a continuación se hizo, por fin, el silencio.
II
Hasta
la caída de la tarde no se despertó Gregor de su profundo sueño similar a una
pérdida de conocimiento. Seguramente no se hubiese despertado mucho más tarde,
aun sin ser molestado, porque se sentía suficientemente repuesto y descansado;
sin embargo, le parecía como si le hubiesen despertado unos pasos fugaces y el
ruido de la puerta que daba al vestíbulo al ser cerrada con cuidado.
El resplandor de las farolas eléctricas de la calle se reflejaba pálidamente aquí y allí, en el techo de la habitación y en las partes altas de los muebles, pero abajo, donde se encontraba Gregor, estaba oscuro.
El resplandor de las farolas eléctricas de la calle se reflejaba pálidamente aquí y allí, en el techo de la habitación y en las partes altas de los muebles, pero abajo, donde se encontraba Gregor, estaba oscuro.
Tanteando
todavía torpemente con sus antenas, que ahora aprendía a valorar, se deslizó
lentamente hacia la puerta para ver lo que había ocurrido allí.
Su
costado izquierdo parecía una única y larga cicatriz que le daba desagradables
tirones y le obligaba realmente a cojear con sus dos filas de patas. Por
cierto, que una de las patitas había resultado gravemente herida durante los
incidentes de la mañana – casi parecía un milagro que sólo una hubiese
resultado herida –, y se arrastraba sin vida.
Sólo
cuando ya había llegado a la puerta advirtió lo que le había atraído hacia
ella, había sido el olor a algo comestible, porque allí había una escudilla
llena de leche dulce en la que nadaban trocitos de pan.
Estuvo
a punto de llorar de alegría porque ahora tenía aún más hambre que por la
mañana, e inmediatamente introdujo la cabeza dentro de la leche casi hasta por
encima de los ojos. Pero pronto volvió a sacarla con desilusión, no sólo comer
le resultaba difícil debido a su delicado costado izquierdo – sólo podía comer
si todo su cuerpo cooperaba jadeando –, sino que, además, la leche, que siempre
había sido su bebida favorita, y que seguramente por eso se la había traído la
hermana, ya no le gustaba, es más, se retiró casi con repugnancia de la
escudilla y retrocedió a rastras hacia el centro de la habitación.
En
el cuarto de estar, por lo que veía Gregor a través de la rendija de la puerta,
estaba encendido el gas, pero mientras que, como era habitual a estas horas del
día, el padre solía leer en voz alta a la madre, y a veces también a la
hermana, el periódico vespertino, ahora no se oía ruido alguno. Bueno, quizá
esta costumbre de leer en voz alta, tal como le contaba y le escribía siempre
su hermana, se había perdido del todo en los últimos tiempos.
Pero todo a su alrededor permanecía en silencio, a pesar de que, sin duda, el piso no estaba vacío. «iQué vida tan apacible lleva la familia!», se dijo Gregor, y, mientras miraba fijamente la oscuridad que reinaba ante él, se sintiócansado; sin embargo, le parecía como si le hubiesen despertado unos pasos fugaces y el ruido de la puerta que daba al vestíbulo al ser cerrada con cuidado.
Pero todo a su alrededor permanecía en silencio, a pesar de que, sin duda, el piso no estaba vacío. «iQué vida tan apacible lleva la familia!», se dijo Gregor, y, mientras miraba fijamente la oscuridad que reinaba ante él, se sintiócansado; sin embargo, le parecía como si le hubiesen despertado unos pasos fugaces y el ruido de la puerta que daba al vestíbulo al ser cerrada con cuidado.
El
resplandor de las farolas eléctricas de la calle se reflejaba pálidamente aquí
y allí, en el techo de la habitación y en las partes altas de los muebles, pero
abajo, donde se encontraba Gregor, estaba oscuro. Tanteando todavía torpemente
con sus antenas, que ahora aprendía a valorar, se deslizó lentamente hacia la
puerta para ver lo que había ocurrido allí.
Su
costado izquierdo parecía una única y larga cicatriz que le daba desagradables
tirones y le obligaba realmente a cojear con sus dos filas de patas. Por
cierto, que una de las patitas había resultado gravemente herida durante los
incidentes de la mañana – casi parecía un milagro que sólo una hubiese
resultado herida –, y se arrastraba sin vida. Sólo cuando ya había llegado a la
puerta advirtió lo que le había atraído hacia ella, había sido el olor a algo
comestible, porque allí había una escudilla llena de leche dulce en la que
nadaban trocitos de pan.
Estuvo
a punto de llorar de alegría porque ahora tenía aún más hambre que por la
mañana, e inmediatamente introdujo la cabeza dentro de la leche casi hasta por
encima de los ojos. Pero pronto volvió a sacarla con desilusión, no sólo comer
le resultaba difícil debido a su delicado costado izquierdo – sólo podía comer
si todo su cuerpo cooperaba jadeando –, sino que, además, la leche, que siempre
había sido su bebida favorita, y que seguramente por eso se la había traído la
hermana, ya no le gustaba, es más, se retiró casi con repugnancia de la
escudilla y retrocedió a rastras hacia el centro de la habitación.
En
el cuarto de estar, por lo que veía Gregor a través de la rendija de la puerta,
estaba encendido el gas, pero mientras que, como era habitual a estas horas del
día, el padre solía leer en voz alta a la madre, y a veces también a la
hermana, el periódico vespertino, ahora no se oía ruido alguno.
Bueno,
quizá esta costumbre de leer en voz alta, tal como le contaba y le escribía
siempre su hermana, se había perdido del todo en los últimos tiempos. Pero todo
a su alrededor permanecía en silencio, a pesar de que, sin duda, el piso no
estaba vacío. «iQué vida tan apacible lleva la familia!», se dijo Gregor, y,
mientras miraba fijamente la oscuridad que reinaba ante él, se sintiómuy
orgulloso de haber podido proporcionar a sus padres y a su hermana la vida que
llevaban en una vivienda tan hermosa.
Pero
¿qué ocurriría si toda la tranquilidad, todo el bienestar, toda la
satisfacción, llegase ahora a un terrible final? Para no perderse en tales
pensamientos, prefirió Gregor ponerse en movimiento y arrastrarse de acá para
allá por la habitación.
En
una ocasión, durante el largo anochecer, se abrió una pequeña rendija una vez
en una puerta lateral y otra vez en la otra, y ambas se volvieron a cerrar
rápidamente; probablemente alguien tenía necesidad de entrar, pero, al mismo
tiempo, sentía demasiada vacilación.
Entonces
Gregor se paró justamente delante de la puerta del cuarto de estar, decidido a
hacer entrar de alguna manera al indeciso visitante, o al menos, para saber de
quién se trataba; pero la puerta ya no se abrió más y Gregor esperó en vano.
Por
la mañana temprano, cuando todas las puertas estaban bajo llave, todos querían
entrar en su habitación, ahora que había abierto una puerta, y las demás habían
sido abiertas sin duda durante el día, no venía nadie y, además, ahora las
llaves estaban metidas en las cerraduras desde fuera. Muy tarde, ya de noche,
se apagó la luz en el cuarto de estar y entonces fue fácil comprobar que los
padres y la hermana habían permanecido despiertos todo ese tiempo, porque tal y
como se podía oír perfectamente, se retiraban de puntillas los tres juntos en
este momento.
Así
pues, seguramente hasta la mañana siguiente no entraría nadie más en la
habitación de Gregor; disponía de mucho tiempo para pensar, sin que nadie le
molestase, sobre cómo debía organizar de nuevo su vida.
Pero la habitación de techos altos y que daba la impresión de estar vacía, en la cual estaba obligado a permanecer tumbado en el suelo, le asustaba sin que pudiera descubrir cuál era la causa, puesto que era la habitación que ocupaba desde hacía cinco años, y con un giro medio insconciente y no sin una cierta vergüenza, se apresuró a meterse bajo el canapé, en donde, a pesar de que su caparazón era algo estrujado y a pesar de que ya no podía levantar la cabeza, se sintió pronto muy cómodo y solamente lamentó que su cuerpo fuese demasiado ancho para poder desaparecer por completo debajo del canapé.
Pero la habitación de techos altos y que daba la impresión de estar vacía, en la cual estaba obligado a permanecer tumbado en el suelo, le asustaba sin que pudiera descubrir cuál era la causa, puesto que era la habitación que ocupaba desde hacía cinco años, y con un giro medio insconciente y no sin una cierta vergüenza, se apresuró a meterse bajo el canapé, en donde, a pesar de que su caparazón era algo estrujado y a pesar de que ya no podía levantar la cabeza, se sintió pronto muy cómodo y solamente lamentó que su cuerpo fuese demasiado ancho para poder desaparecer por completo debajo del canapé.
Allí
permaneció durante toda la noche, que pasó, en parteinmerso en un semisueño,
del que una y otra vez le despertaba el hambre con un sobresalto, y, en parte,
entre preocupaciones y confusas esperanzas, que le llevaban a la consecuencia
de que, de momento, debía comportarse con calma y, con la ayuda de una gran
paciencia y de una gran consideración por parte de la familia, tendría que
hacer soportables las molestias que Gregor, en su estado actual, no podía evitar
producirles.
Ya
muy de mañana, era todavía casi de noche, tuvo Gregor la oportunidad de poner a
prueba las decisiones que acababa de tomar, porque la hermana, casi vestida del
todo, abrió la puerta desde el vestíbulo y miró con expectación hacia dentro.
No le encontró enseguida, pero cuando le descubrió debajo del canapé – ¡Dios
mío, tenía que estar en alguna parte, no podía haber volado! – se asustó tanto
que, sin poder dominarse, volvió a cerrar la puerta desde fuera.
Pero
como si se arrepintiese de su comportamiento, inmediatamente la abrió de nuevo
y entró de puntillas, como si se tratase de un enfermo grave o de un extraño.
Gregor había adelantado la cabeza casi hasta el borde del canapé y la
observaba.
¿Se daría cuenta de que se había dejado la leche, y no por falta de hambre, y le traería otra comida más adecuada? Si no caía en la cuenta por sí misma, Gregor preferiría morir de hambre antes que llamarle la atención sobre esto, a pesar de que sentía unos enormes deseos de salir de debajo del canapé, arrojarse a los pies de la hermana y rogarle que le trajese algo bueno de comer.
Pero la hermana reparó con sorpresa en la escudilla llena, a cuyo alrededor se había vertido un poco de leche, y la levantó del suelo, cierto que no lo hizo directamente con las manos, sino con un trapo, y se la llevó.
¿Se daría cuenta de que se había dejado la leche, y no por falta de hambre, y le traería otra comida más adecuada? Si no caía en la cuenta por sí misma, Gregor preferiría morir de hambre antes que llamarle la atención sobre esto, a pesar de que sentía unos enormes deseos de salir de debajo del canapé, arrojarse a los pies de la hermana y rogarle que le trajese algo bueno de comer.
Pero la hermana reparó con sorpresa en la escudilla llena, a cuyo alrededor se había vertido un poco de leche, y la levantó del suelo, cierto que no lo hizo directamente con las manos, sino con un trapo, y se la llevó.
Gregor
tenía mucha curiosidad por saber lo que le traería en su lugar, e hizo al
respecto las más diversas conjeturas. Pero nunca hubiese podido adivinar lo que
la bondad de la hermana iba realmente a hacer.
Para
poner a prueba su gusto, le trajo muchas cosas donde elegir, todas ellas
extendidas sobre un viejo periódico. Había verduras pasadas medio podridas,
huesos de la cena, rodeados de una salsa blanca que se había ya endurecido,
algunas uvas pasas y almendras”, un queso que, hacía dos días, Gregor había
calificado de incomible, un trozo de pan, otro trozo de pan untado con
mantequilla y otro trozo de pan untado con mantequilla y sal.
Además
añadió a todo esto la escudilla, que, a partir de ahora, probablemente estaba
destinada a Gregor, en la cual había echado agua.
Y por delicadeza, como sabía que Gregor nunca comería delante de ella, se retiró rápidamente e incluso echó la llave, para que Gregor se diese cuenta de que podía ponerse todo lo cómodo que desease.
Y por delicadeza, como sabía que Gregor nunca comería delante de ella, se retiró rápidamente e incluso echó la llave, para que Gregor se diese cuenta de que podía ponerse todo lo cómodo que desease.
Las
patitas de Gregor zumbaban cuando se acercaba el momento de comer. Por cierto,
que sus heridas ya debían estar curadas del todo, ya no notaba molestia alguna,
se asombró y pensó en cómo, hacía más de un mes, se había cortado un poco un
dedo y esa herida, todavía anteayer, le dolía bastante. ¿Tendré ahora menos
sensibilidad?, pensó, y ya chupaba con voracidad el queso, que fue lo que más
fuertemente y de inmediato le atrajo de todo.
Sucesivamente,
a toda velocidad, y con los ojos llenos de lágrimas de alegría, devoró el
queso, las verduras y la salsa; los alimentos frescos, por el contrario, no le
gustaban, ni siquiera podía soportar su olor, e incluso alejó un poco las cosas
que quería comer.
Ya
hacía tiempo que había terminado y permanecía tumbado perezosamente en el mismo
sitio, cuando la hermana, como señal de que debía retirarse, giró lentamente la
llave.
Esto
le asustó, a pesar de que ya dormitaba, y se apresuró a esconderse bajo el
canapé, pero le costó una gran fuerza de voluntad permanecer debajo del canapé
aún el breve tiempo en el que la hermana estuvo en la habitación, porque, a
causa de la abundante comida, el vientre se había redondeado un poco y apenas
podía respirar en el reducido espacio.
Entre
pequeños ataques de asfixia, veía con ojos un poco saltones, cómo la hermana,
que nada imaginaba de esto, no solamente barría con su escoba los restos, sino
también los alimentos que Gregor ni siquiera había tocado, como si éstos ya no
se pudiesen utilizar, y cómo lo tiraba todo precipitadamente a un cubo, que
cerró con una tapa de madera, después de lo cual se lo llevó todo.
Apenas
se había dado la vuelta, cuando Gregor salía ya de debajo del canapé, se
estiraba y se inflaba. De esta forma recibía Gregor su comida diaria una vez
por la mañana, cuando los padres y la criada todavía dormían, y lasegunda vez
después de la comida del mediodía, porque entonces los padres dormían un ratito
y la hermana mandaba a la criada a algún recado.
Sin
duda los padres no querían que Gregor se muriese de hambre, pero quizá no
hubieran podido soportar enterarse de sus costumbres alimenticias, más de lo
que de ellas les dijese la hermana; quizá la hermana quería ahorrarles una
pequeña pena porque, de hecho, ya sufrían bastante.
Gregor
no pudo enterarse de las excusas con las que el médico y el cerrajero habían
sido despedidos de la casa en aquella primera mañana, puesto que, como no
podían entenderle, nadie, ni siquiera la hermana, pensaba que él pudiera
entender a los demás, y, así, cuando la hermana estaba en su habitación, tenía
que conformarse con escuchar de vez en cuando sus suspiros y sus invocaciones a
los santos.
Sólo
más tarde, cuando ya se había acostumbrado un poco a todo – naturalmente nunca
podría pensarse en que se acostumbrase del todo –, cazaba Gregor a veces una
observación hecha amablemente o que así podía interpretarse: «Hoy sí que le ha
gustado», decía, cuando Gregor había comido con abundancia, mientras que, en el
caso contrario, que poco a poco se repetía con más frecuencia, solía decir casi
con tristeza: «Hoy ha sobrado todo.» Mientras que Gregor no se enteraba de
novedad alguna de forma directa, escuchaba algunas cosas procedentes de las
habitaciones contiguas, y allí donde escuchaba voces una sola vez, corría
enseguida hacia la puerta correspondiente y se estrujaba con todo su cuerpo
contra ella.
Especialmente
en los primeros tiempos no había ninguna conversación que de alguna manera, si
bien sólo en secreto, no tratase de él.
A lo largo de dos días se escucharon durante las comidas discusiones sobre cómo se debían comportar ahora; pero también entre las comidas se hablaba del mismo tema, porque siempre había en casa al menos dos miembros de la familia, ya que seguramente nadie quería quedarse solo en casa, y tampoco podían dejar de ningún modo la casa sola.
A lo largo de dos días se escucharon durante las comidas discusiones sobre cómo se debían comportar ahora; pero también entre las comidas se hablaba del mismo tema, porque siempre había en casa al menos dos miembros de la familia, ya que seguramente nadie quería quedarse solo en casa, y tampoco podían dejar de ningún modo la casa sola.
Incluso
ya el primer día la criada (no estaba del todo claro qué y cuánto sabía de lo
ocurrido) había pedido de rodillas a la madre que la despidiese inmediatamente,
y cuando, cuarto de hora después, se marchaba con lágrimas en los ojos, daba
gracias por el despido como por el favor más grande que pudiese hacérsele, y
sin que nadie se lo pi diese hizo un solemne juramento de no decir nada a
nadie.
Ahora
la hermana, junto con la madre, tenía que cocinar, si bien esto no ocasionaba
demasido trabajo porque apenas se co mía nada. Una y otra vez escuchaba Gregor
cómo uno anima ba en vano al otro a que comiese y no recibía más contestación
que: «¡Gracias, tengo suficiente!», o algo parecido.
Quizá
tam poco se bebía nada. A veces la hermana perguntaba al padre si quería tomar
una cerveza, y se ofrecía amablemente a ir ella misma a buscarla, y como el
padre permanecía en silencio, añadía, para que él no tuviese reparos, que
también podía mandar a la portera, pero entonces el padre respondía, por fin,
con un poderoso «no», y ya no se hablaba más del asunto.
Ya
en el transcurso del primer día el padre explicó tanto a la madre como a la
hermana toda la situación económica y las perspectivas. De vez en cuando se
levantaba de la mesa y reco gía de la pequeña caja marca Wertheim*, que había
salvado de la quiebra de su negocio ocurrida hacía cinco años, algún do cumento
o libro de anotaciones. Se oía cómo abría el compli cado cerrojo y lo volvía a
cerrar después de sacar lo que busca ba.
Estas
explicaciones del padre eran, en parte, la primera cosa grata que Gregor oía
desde su encierro. Gregor había creído que al padre no le había quedado nada de
aquel negocio, .al menos el padre no le había dicho nada en sentido contrario
y, por otra parte, tampoco Gregor le había preguntado.
En
aquel entonces la preocupación de Gregor había sido hacer todo lo posible para
que la familia olvidase rápidamente el de sastre comercial que les había sumido
a todos en la más com pleta desesperación, y así había empezado entonces a
trabajar con un ardor muy especial y, casi de la noche a la mañana, ha bía
pasado a ser de un simple dependiente a un viajante que, naturalmente, tenía
otras muchas posibilidades de ganar dine ro, y cuyos éxitos profesionales, en
forma de comisiones, se convierten inmediatamente en dinero contante y sonante,
que se podían poner sobre la mesa en casa ante la familia asombra da y feliz.
Habían
sido buenos tiempos y después nunca se habían repetido, al menos con ese
esplendor, a pesar de que Gregor, después, ganaba tanto dinero, que estaba en
situación de cargar con todos los gastos de la familia y así lo hacía. Se
habían acostumbrado a esto tanto la familia como Gregor, se aceptaba el dinero
con agradecimiento, él lo entregaba con gusto, pero ya no emanaba de ello un
calor especial.
Solamente
la hermana había permanecido unida a Gregor, y su intención secreta consistía
en mandarla el año próximo al conservatorio sin tener en cuenta los grandes
gastos que ello traería consigo y que se compensarían de alguna otra forma,
porque ella, al contrario que Gregor, sentía un gran amor por la música y
tocaba el violín de una forma conmovedora.
Con
frecuencia, durante las breves estancias de Gregor en la ciudad, se mencionaba
el conservatorio en las conversaciones con la hermana, pero sólo como un
hermoso sueño en cuya realización no podía ni pensarse, y a los padres ni
siquiera les gustaba escuchar estas inocentes alusiones; pero Gregor pensaba
decididamente en ello y tenía la intención de darlo a conocer solemnemente en
Nochebuena.
Este
tipo de pensamientos, completamente inútiles en su estado actual, eran los que
se le pasaban por la cabeza mientras permanecía allí pegado a la puerta y
escuchaba.
A
veces ya no podía escuchar más de puro cansancio y, en un descuido, se golpeaba
la cabeza contra la puerta, pero inmediatamente volvía a levantarla, porque
incluso el pequeño ruido que había producido con ello, había sido escuchado al
lado y había hecho enmudecer a todos.
¿Qué es lo que hará? – decía el padre pasados unos momentos y dirigiéndose a todas luces hacia la puerta; después se reanudaba poco a poco la conversación que había sido interrumpida.
¿Qué es lo que hará? – decía el padre pasados unos momentos y dirigiéndose a todas luces hacia la puerta; después se reanudaba poco a poco la conversación que había sido interrumpida.
De
esta forma Gregor se enteró muy bien – el padre solía repetir con frecuencia
sus explicaciones, en parte porque él mismo ya hacía tiempo que no se ocupaba
de estas cosas, y, en parte también, porque la madre no entendía todo a la
primera – de que, a pesar de la desgracia, todavía quedaba una pequeña fortuna,
que los intereses, aún intactos, habían hecho aumentar un poco más durante todo
este tiempo.
Además,
eldormía ni un momento, y se restregaba durante horas sobre el cuero.
O bien no retrocedía ante el gran esfuerzo de empujar una silla hasta la ventana, trepar a continuación hasta el antepecho y, subido en la silla, apoyarse en la ventana y mirar a través de la misma, sin duda como recuerdo de lo libre que se había sentido siempre que anteriormente había estado apoyado aquí.
O bien no retrocedía ante el gran esfuerzo de empujar una silla hasta la ventana, trepar a continuación hasta el antepecho y, subido en la silla, apoyarse en la ventana y mirar a través de la misma, sin duda como recuerdo de lo libre que se había sentido siempre que anteriormente había estado apoyado aquí.
Porque,
efectivamente, de día en día, veía cada vez con menos claridad las cosas que ni
siquiera estaban muy alejadas: ya no podía ver el hospital de enfrente, cuya
visión constante había antes maldecido, y si no hubiese sabido muy bien que
vivía en la tranquila pero central Charlottenstrasse, podría haber creído que
veía desde su ventana un desierto en el que el cielo gris y la gris tierra se
unían sin poder distinguirse uno de otra.
Sólo
dos veces había sido necesario que su atenta hermana viese que la silla estaba
bajo la ventana para que, a partir de entonces, después de haber recojido la
habitación, la colocase siempre bajo aquélla, e incluso dejase abierta la
contraventana interior.
Si
Gregor hubiese podido hablar con la hermana y darle las gracias por todo lo que
tenía que hacer por él, hubiese soportado mejor sus servicios, pero de esta
forma sufría con ellos. Ciertamente, la hermana intentaba hacer más llevadero
lo desagradable de la situación, y, naturalmente, cuanto más tiempo pasaba,
tanto más fácil le resultaba conseguirlo, pero también Gregor adquirió con el
tiempo una visión de conjunto más exacta.
Ya
el solo hecho de que la hermana entrase le parecía terrible. Apenas había
entrado, sin tomarse el tiempo necesario para cerrar la puerta, y eso que
siempre ponía mucha atención en ahorrar a todos el espectáculo que ofrecía la
habitación de Gregor, corría derecha hacia la ventana y la abría de par en par,
con manos presurosas, como si se asfixiase y, aunque hiciese mucho frío,
permanecía durante algunos momentos ante ella y respiraba profundamente.
Estas
carreras y ruidos asustaban a Gregor dos veces al día; durante todo ese tiempo
temblaba bajo el canapé y sabía muy bien que ella le hubiese evitado con gusto
todo esto, si es que le hubiese sido posible permanecer con la ventana cerrada
en la habitación en la que se encontraba Gregor.
Una
vez, hacía aproximadamente un mes de la transformación de Gregor, y el aspecto
de éste ya no era para la hermana motivo especial de asombro, llegó un poco
antes de lo previsto y encontró a Gregor cuando miraba por la ventana, inmóvil
y realmente colocado para asustar.
Para
Gregor no hubiese sido inesperado si ella no hubiese entrado, ya que él, con su
posición, impedía que ella pudiese abrir de inmediato la ventana, pero ella no
solamente no entró, sino que retrocedió y cerró la puerta; un extraño habría
podido pensar que Gregor la había acechado y había querido morderla. Gregor,
naturalmente, se escondió enseguida bajo el canapé, pero tuvo que esperar hasta
mediodía antes de que la hermana volviese de nuevo, y además parecía mucho más
intranquila que de costumbre.
Gregor
sacó la conclusión de que su aspecto todavía le resultaba insoportable y
continuaría pareciéndoselo, y que ella tenía que dominarse a sí misma para no
salir corriendo al ver incluso la pequeña parte de su cuerpo que sobresalía del
canapé.
Para
ahorrarle también ese espectáculo, transportó un día sobre la espalda – para
ello necesitó cuatro horas – la sábana encima del canapé, y la colocó de tal
forma que él quedaba tapado del todo, y la hermana, incluso si se agachaba, no
podía verlo.
Si,
en opinión de la hermana, esa sábana no hubiese sido necesaria, podría haberla
retirado, porque estaba suficientemente claro que Gregor no se aislaba por
gusto, pero dejó la sábana tal como estaba, e incluso Gregor creyó adivinar una
mirada de gratitud cuando, con cuidado, levantó la cabeza un poco para ver cómo
acogía la hermana la nueva disposición. Durante los primeros catorce días, los
padres no consiguieron decidirse a entrar en su habitación, y Gregor escuchaba
con frecuencia cómo ahora reconocían el trabajo de la hermana, a pesar de que
anteriormente se habían enfadado muchas veces con ella, porque les parecía una
chica un poco inútil.
Pero
ahora, a veces, ambos, el padre y la madre, esperaban ante la habitación de Gregor
mientras la hermana la recogía y, apenas había salido, tenía que contar con
todo detalle qué aspecto tenía la habitación, lo que había comido Gregor, cómo
se había comportado esta vez y si, quizá, se advertía una pequeña mejoría.
Por
cierto, que la madre quiso entrar a ver a Gregor relativamente pronto, pero el
padre y la hermana se lo impidieron, al principio con argumentos racionales,
que Gregor escuchaba con mucha atención, y con los que estaba muy de acuerdo,
pero más tarde hubo que impedírselo por la fuerza, y si entonces gritaba.
«¡Dejadme entrar a ver a Gregor, pobre hijo mío! ¿Es que no comprendéis que tengo que entrar a verle?» Entonces Gregor pensaba que quizá sería bueno que la madre entrase, naturalmente no todos los días, pero sí una vez a la semana; ella comprendía todo mucho mejor que la hermana, que, a pesar de todo su valor, no era más que una niña, y, en última instancia, quizá sólo se había hecho cargo de una tarea tan difícil por irreflexión infantil. El deseo de Gregor de ver a la madre pronto se convirtió en realidad.
«¡Dejadme entrar a ver a Gregor, pobre hijo mío! ¿Es que no comprendéis que tengo que entrar a verle?» Entonces Gregor pensaba que quizá sería bueno que la madre entrase, naturalmente no todos los días, pero sí una vez a la semana; ella comprendía todo mucho mejor que la hermana, que, a pesar de todo su valor, no era más que una niña, y, en última instancia, quizá sólo se había hecho cargo de una tarea tan difícil por irreflexión infantil. El deseo de Gregor de ver a la madre pronto se convirtió en realidad.
Durante
el día Gregor no quería mostrarse por la ventana, por consideración a sus
padres, pero tampoco podía arrastrarse demasiado por los pocos metros cuadrados
del suelo; ya soportaba con dificultad estar tumbado tranquilamente durante la
noche, pronto ya ni siquiera la comida le producía alegría alguna y así, para
distraerse, adoptó la costumbre de arrastrarse en todas direcciones por las
paredes y el techo.
Le
gustaba especialmente permanecer colgado del techo; era algo muy distinto a
estar tumbado en el suelo; se respiraba con más libertad; un ligero balanceo
atravesaba el cuerpo; y sumido en la casi feliz distracción en la que se
encontraba allí arriba, podía ocurrir que, para su sorpresa, se dejase caer y
se golpease contra el suelo.
Pero
ahora, naturalmente, dominaba su cuerpo de una forma muy distinta a como lo
había hecho antes y no se hacía daño, incluso después de semejante caída.
La
hermana se dio cuenta inmediatamente de la nueva diversión que Gregor había descubierto
– dejaba tras de sí al arrastrarse por todas partes huellas de su substancia
pegajosa – y entonces se le metió en la cabeza proporcionar a Gregor la
posibilidad de arrastrarse a gran escala y sacar de allí los muebles que lo
impedían, es decir, sobre todo el armario y el escritorio, ella no era capaz de
hacerlo todo sola; tampoco se atrevía a pedir ayuda al padre; la criada no la
hubiese ayudado seguramente, porque esa chica, de unos dieciséis años, resistía
ciertamente con valor desde que se despidió la cocinera anterior, pero había
pedido el favor de poder mantener la cocina constantemente cerrada y abrirla
solamente a una señal determinada, Así pues, no leque sólo Gregor era dueño y
señor de las paredes vacías, no se atrevería a entrar ninguna otra persona más
que Grete.
Así
pues, no se dejó disuadir de sus propósitos por la madre, que también, de pura
inquietud, parecía sentirse insegura en esta habitación; pronto enmudeció y
ayudó a la hermana con todas sus fuerzas a sacar el armario.
Bueno,
en caso de necesidad, Gregor podía prescindir del armario, pero el escritorio
tenía que quedarse; y apenas habían abandonado las mujeres la habitación con el
armario, en el cual se apoyaban gimiendo, cuando Gregor sacó la cabeza de
debajo del canapé para ver cómo podía tomar cartas en el asunto lo más prudente
y discretamente posible.
Pero,
por desgracia, fue precisamente la madre quien regresó primero, mientras Grete,
en la habitación contigua, sujetaba el armario rodeándolo con los brazos y lo
empujaba sola de acá para allá, naturalmente, sin moverlo un ápice de su sitio.
Pero
la madre no estaba acostumbrada a ver a Gregor, podría haberse puesto enferma
por su culpa, y así Gregor, andando hacia atrás, se alejó asustado hasta el
otro extremo del canapé, pero no pudo evitar que la sábana se moviese un poco
por la parte de delante. Esto fue suficiente para llamar la atención de la
madre.
Ésta
se detuvo, permaneció allí un momento en silencio y luego volvió con Grete.
A pesar de que Gregor se repetía una y otra vez que no ocurría nada fuera de lo común, sino que sólo se cambiaban de sitio algunos muebles, sin embargo, como pronto habría de confesarse a sí mismo, este ir y venir de las mujeres, sus breves gritos, el arrastrar de los muebles sobre el suelo, le producían la impresión de un gran barullo, que crecía procedente de todas las direcciones y, por mucho que encogía la cabeza y las patas sobre sí mismo y apretaba el cuerpo contra el suelo, tuvo que confesarse irremisiblemente que no soportaría todo esto mucho tiempo.
A pesar de que Gregor se repetía una y otra vez que no ocurría nada fuera de lo común, sino que sólo se cambiaban de sitio algunos muebles, sin embargo, como pronto habría de confesarse a sí mismo, este ir y venir de las mujeres, sus breves gritos, el arrastrar de los muebles sobre el suelo, le producían la impresión de un gran barullo, que crecía procedente de todas las direcciones y, por mucho que encogía la cabeza y las patas sobre sí mismo y apretaba el cuerpo contra el suelo, tuvo que confesarse irremisiblemente que no soportaría todo esto mucho tiempo.
Ellas
le vaciaban su habitación, le quitaban todo aquello a lo que tenía cariño, el
armario en el que guardaba la sierra y otras herramientas ya lo habían sacado;
ahora ya aflojaban el escritorio, que estaba fijo al suelo, en el cual había
hecho sus deberes cuando era estudiante de comercio, alumno del instituto e
incluso alumno de la escuela primaria – ante esto no le quedaba ni un momento
para comprobar las buenas intenciones que tenían las dos mujeres, y cuya
existencia, por cierto, casi había olvidado, porque de puro agotamiento traba
jaban en silencio y solamente se oían las sordas pisadas de sus pies.
Y
así salió de repente – las mujeres estaban en ese momen to en la habitación
contigua, apoyadas en el escritorio para to mar aliento –, cambió cuatro veces
la dirección de su marcha, no sabía a ciencia cierta qué era lo que debía
salvar primero, cuando vio en la pared ya vacía, llamándole la atención, el cua
dro de la mujer envuelta en pieles, se arrastró apresuradamen te hacia arriba y
se apretó contra el cuadro, cuyo cristal le suje taba y le aliviaba el ardor de
su vientre.
Al
menos este cuadro, que Gregor tapaba ahora por completo, seguro que no se lo
llevaba nadie. Volvió la cabeza hacia la puerta del cuarto de es tar para
observar a las mujeres cuando volviesen.
No
se habían permitido una larga tregua y ya volvían; Grete había rodeado a su
madre con el brazo y casi la llevaba en vo landas. ¿Qué nos llevamos ahora? –
dijo Grete, y miró a su alre dedor. Entonces sus miradas se cruzaron con las de
Gregor, que estaba en la pared.
Seguramente
sólo a causa de la presen cia de la madre conservó su serenidad, inclinó su
rostro hacia la madre, para impedir que ella mirase a su alrededor, y dijo
temblando y aturdida: – Ven, ¿nos volvemos un momento al cuarto de estar?
Gregor veía claramente la intención de Grete, quería llevar a la madre a un
lugar seguro y luego echarle de la pared. Bue no, ¡que lo intentase! Él
permanecería sobre su cuadro y no re nunciaría a él. Prefería saltarle a Grete
a la cara.
Pero
justamente las palabras de Grete inquietaron a la ma dre, se echó a un lado,
vio la gigantesca mancha parduzca so bre el papel pintado de flores y, antes de
darse realmente cuen ta de que aquello que veía era Gregor, gritó con voz ronca
y estridente: – ¡Ay Dios mío, ay Dios mío! – y con los brazos extendi dos cayó
sobre el canapé, como si renunciase a todo, y se que dó allí inmóvil.
–¡Cuidado Gregor! – gritó la hermana levantando el puño y con una mirada penetrante.
Desde la transformación eran estas las primeras palabras que le dirigía directamente. Corrió a la habitación contigua para buscar alguna esencia con la que pudiese despertar a su madre de su inconsciencia; Gregor tam bién quería ayudar – había tiempo más que suficiente para sal var el cuadro –, pero estaba pegado al cristal y tuvo que des prenderse con fuerza, luego corrió también a la habitación de al lado como si pudiera dar a la hermana algún consejo, como en otros tiempos, pero tuvo que quedarse detrás de ella sin ha cer nada; mientras que Grete revolvía entre diversos frascos, se asustó al darse la vuelta, un frasco se cayó al suelo y se rom pió y un trozo de cristal hirió a Gregor en la cara; una medici na corrosiva se derramó sobre él. Sin detenerse más tiempo, Grete cogió todos los frascos que podía llevar y corrió con ellos hacia donde estaba la madre; cerró la puerta con el pie.
–¡Cuidado Gregor! – gritó la hermana levantando el puño y con una mirada penetrante.
Desde la transformación eran estas las primeras palabras que le dirigía directamente. Corrió a la habitación contigua para buscar alguna esencia con la que pudiese despertar a su madre de su inconsciencia; Gregor tam bién quería ayudar – había tiempo más que suficiente para sal var el cuadro –, pero estaba pegado al cristal y tuvo que des prenderse con fuerza, luego corrió también a la habitación de al lado como si pudiera dar a la hermana algún consejo, como en otros tiempos, pero tuvo que quedarse detrás de ella sin ha cer nada; mientras que Grete revolvía entre diversos frascos, se asustó al darse la vuelta, un frasco se cayó al suelo y se rom pió y un trozo de cristal hirió a Gregor en la cara; una medici na corrosiva se derramó sobre él. Sin detenerse más tiempo, Grete cogió todos los frascos que podía llevar y corrió con ellos hacia donde estaba la madre; cerró la puerta con el pie.
Gregor
estaba ahora aislado de la madre, que quizá estaba a punto de morir por su
culpa; no debía abrir la habitación, no quería echar a la hermana que tenía que
permanecer con la madre; ahora no tenía otra cosa que hacer que esperar; y,
afli gido por los remordimientos y la preocupación, comenzó a arrastrarse, se
arrastró por todas partes: paredes, muebles y te chos, y finalmente, en su
desesperación, cuando ya la habita ción empezaba a dar vueltas a su alrededor,
se desplomó en medio de la gran mesa. Pasó un momento, Gregor yacía allí
extenuado, a su alrede dor todo estaba tranquilo, quizá esto era una buena
señal. En tonces sonó el timbre.
La
chica estaba, naturalmente, encerra da en su cocina y Grete tenía que ir a
abrir. El padre había lle gado. ¿Qué ha ocurrido? – fueron sus primeras
palabras.
El aspecto de Grete lo revelaba todo. Grete contestó con voz ahogada, sin duda apretaba su rostro contra el pecho del padre: – La madre se quedó inconsciente, pero ya está mejor. Gre gor se ha escapado. – Ya me lo esperaba – dijo el padre –, os lo he dicho una y otra vez, pero vosotras, las mujeres, nunca hacéis caso. Gregor se dio cuenta de que el padre había interpretado mal la escueta información de Grete y sospechaba que Gregor ha bía hecho uso de algún acto violento.
El aspecto de Grete lo revelaba todo. Grete contestó con voz ahogada, sin duda apretaba su rostro contra el pecho del padre: – La madre se quedó inconsciente, pero ya está mejor. Gre gor se ha escapado. – Ya me lo esperaba – dijo el padre –, os lo he dicho una y otra vez, pero vosotras, las mujeres, nunca hacéis caso. Gregor se dio cuenta de que el padre había interpretado mal la escueta información de Grete y sospechaba que Gregor ha bía hecho uso de algún acto violento.
Por
eso ahora tenía que intentar apaciguar al padre, porque para darle
explicaciones no tenía ni el tiempo ni la posibilidad. Así pues, Gregor se
preci pitó hacia la puerta de su habitación y se apretó contra ella para que el
padre, ya desde el momento en que entrase en el vestíbulo, viese que Gregor
tenía la más sana intención de re gresar inmediatamente a su habitación, y que
no era necesario hacerle retroceder, sino que sólo hacía falta abrir la puerta
e inmediatamente desaparecería.
Pero el padre no estaba en si tuación de advertir tales sutilezas.
– ¡Ah! – gritó al entrar, en un tono como si al mismo tiem po estuviese furioso y contento. Gregor retiró la cabeza de la puerta y la levantó hacia el padre.
Pero el padre no estaba en si tuación de advertir tales sutilezas.
– ¡Ah! – gritó al entrar, en un tono como si al mismo tiem po estuviese furioso y contento. Gregor retiró la cabeza de la puerta y la levantó hacia el padre.
Nunca
se hubiese imaginado así al padre, tal y como estaba allí; bien es verdad que
en los últimos tiempos, puesta su atención en arrastrarse por todas partes,
había perdido la ocasión de preocuparse como antes de los asuntos que ocurrían
en el resto de la casa, y tenía realmen te cpe haber estado preparado para
encontrar las circunstan cias cambiadas.
Aun así, aun así.
¿Era este todavía el padre? El mismo hombre que yacía sepultado en la cama, cuando, en otros tiempos, Gregor salía en viaje de negocios? ¿El mismo hombre que, la tarde en que volvía, le recibía en bata sentado en su sillón, y que no estaba en condiciones de levantarse, sino que, como señal de alegría, sólo levantaba los brazos hacia él? ¿El mismo hombre que, durante los poco frecuentes paseos en común, un par de domingos al año o en las festividades más importantes, se abría paso hacia delante entre Gregor y la madre, que ya de por sí andaban despacio, aún más despacio que ellos, envuelto en su viejo abrigo, siempre apoyando con cui dado el bastón, y que, cuando quería decir algo, casi siempre se quedaba parado y congregaba a sus acompañantes a su alrede dor? Pero ahora estaba muy derecho, vestido con un rígido uniforme azul con botones, como los que llevan los ordenan zas de los bancos; por encima del cuello alto y tieso de la cha queta sobresalía su gran papada; por debajo de las pobladas ce jas se abría paso la mirada, despierta y atenta, de unos ojos ne gros.
Aun así, aun así.
¿Era este todavía el padre? El mismo hombre que yacía sepultado en la cama, cuando, en otros tiempos, Gregor salía en viaje de negocios? ¿El mismo hombre que, la tarde en que volvía, le recibía en bata sentado en su sillón, y que no estaba en condiciones de levantarse, sino que, como señal de alegría, sólo levantaba los brazos hacia él? ¿El mismo hombre que, durante los poco frecuentes paseos en común, un par de domingos al año o en las festividades más importantes, se abría paso hacia delante entre Gregor y la madre, que ya de por sí andaban despacio, aún más despacio que ellos, envuelto en su viejo abrigo, siempre apoyando con cui dado el bastón, y que, cuando quería decir algo, casi siempre se quedaba parado y congregaba a sus acompañantes a su alrede dor? Pero ahora estaba muy derecho, vestido con un rígido uniforme azul con botones, como los que llevan los ordenan zas de los bancos; por encima del cuello alto y tieso de la cha queta sobresalía su gran papada; por debajo de las pobladas ce jas se abría paso la mirada, despierta y atenta, de unos ojos ne gros.
El
cabello blanco, en otro tiempo desgreñado, estaba ahora ordenado en un peinado
a raya brillante y exacto.
Arrojó su gorra, en la que había bordado un monograma dorado, pro bablemente el de un banco, sobre el canapé a través de la habi tación formando un arco, y se dirigió hacia Gregor con el rostro enconado, las puntas de la larga chaqueta del uniforme echadas hacia atrás, y las manos en los bolsillos del pantalón. Probablemente ni él mismo sabía lo que iba a hacer, sin embargo levantaba los pies a una altura desusada y Gregor se asombró del tamaño enorme de las suelas de sus botas.
Arrojó su gorra, en la que había bordado un monograma dorado, pro bablemente el de un banco, sobre el canapé a través de la habi tación formando un arco, y se dirigió hacia Gregor con el rostro enconado, las puntas de la larga chaqueta del uniforme echadas hacia atrás, y las manos en los bolsillos del pantalón. Probablemente ni él mismo sabía lo que iba a hacer, sin embargo levantaba los pies a una altura desusada y Gregor se asombró del tamaño enorme de las suelas de sus botas.
Pero
Gregor no permanecía parado, ya sabía desde el primer día de su nueva vida que
el padre, con respecto a él, sólo consideraba oportuna la mayor rigidez.
Y así corría delante del padre, se paraba si el padre se paraba, y se apresuraba a seguir hacia delante con sólo que el padre se moviese. Así recorrieron varias veces la habitación sin que ocurriese nada decisivo y sin que ello hubiese tenido el aspecto de una persecución, como consecuencia de la lentitud de su recorrido.
Y así corría delante del padre, se paraba si el padre se paraba, y se apresuraba a seguir hacia delante con sólo que el padre se moviese. Así recorrieron varias veces la habitación sin que ocurriese nada decisivo y sin que ello hubiese tenido el aspecto de una persecución, como consecuencia de la lentitud de su recorrido.
Por
eso Gregor permaneció de momento sobre el suelo, especialmente porque temía que
el padre considerase una especial maldad por su parte la huida a las paredes o
al techo. Por otra parte, Gregor tuvo que confesarse a sí mismo que no
soportaría por mucho tiempo estas carreras, porque mientras el padre daba un
paso, él tenía que realizar un sinnúmero de movimientos.
Ya
comenzaba a sentir ahogos, bien es verdad que tampoco anteriormente había
tenido unos pulmones dignos de confianza. Mientras se tambaleaba con la
intención de reunir todas sus fuerzas para la carrera, apenas tenía los ojos
abiertos; en su embotamiento no pensaba en otra posibilidad de salvación que la
de correr; y ya casi había olvidado que las paredes estaban a su disposición,
bien es verdad que éstas estaban obstruidas por muebles llenos de esquinas y
picos.
En
ese momento algo, lanzado sin fuerza, cayó junto a él, y echó a rodar por
delante de él. Era una manzana; inmediatamente siguió otra; Gregor se quedó
inmóvil del susto; seguir corriendo era inútil, porque el padre había decidido
bombardearle.
Con
la fruta procedente del frutero que estaba sobre el aparador se había llenado
los bolsillos y lanzaba manzana tras manzana sin apuntar con exactitud, de
momento. Estas pequeñas manzanas rojas rodaban por el sueño como electrificadas
y chocaban unas con otras. Una manzana lanzada sin fuerza rozó la espalda de
Gregor, pero resbaló sin causarle daños.
Sin
embargo, otra que la siguió inmediatamente, se incrustó en la espalda de
Gregor; éste quería continuar arrastrándose, como si el increíble y
sorprendente dolor pudiese aliviarse al cambiar de sitio; pero estaba como
clavado y se estiraba, totalmente desconcertado.
Sólo
al mirar por última vez alcanzó a ver cómo la puerta de su habitación se abría
de par en par y por delante de la hermana, que chillaba, salía corriendo la
madre en enaguas, puesto que la hermana la había desnudado para proporcionarle
aire mientras permanecía inconsciente; vio también cómo, a continuación, la
madre corría hacia el padre y, en el camino, perdía úna tras otra sus enaguas
desatadas, y cómo, tropezando con ellas, caía sobre el padre, y abrazándole,
unida estrechamente a él – ya empezaba a fallarle la vista a Gregor –, le
suplicaba, cruzando las manos por detrás de su nuca, que perdonase la vida de
Gregor.
III
La
grave herida de Gregor, cuyos dolores soportó más de un mes – la manzana
permaneció empotrada en la carne como recuerdo visible, ya que nadie se atrevía
a retirarla –, pareció recordar, incluso al padre, que Gregor, a pesar de su
triste y repugnante forma actual, era un miembro de la familia, a quien no
podía tratarse como un enemigo, sino frente al cual el deber familiar era
aguantarse la repugnancia y resignarse, nada más que resignarse.
Y si Gregor ahora, por culpa de su herida, probablemente había perdido agilidad para siempre, y por lo pronto necesitaba para cruzar su habitación como un viejo inválido largos minutos – no se podía ni pensar en arrastrarse por las alturas –, sin embargo, en compensación por este empeoramiento de su estado, recibió, en su opinión, una reparación más que suficiente: hacia el anochecer se abría la puerta del cuarto de estar, la cual solía observar fijamente ya desde dos horas antes, de forma que, tumbado en la oscuridad de su habitación, sin ser visto desde el comedor, podía ver a toda la familia en la mesa iluminada y podía escuchar sus conversaciones, en cierto modo con el consentimiento general, es decir, de una forma completamente distinta a como había sido hasta ahora.
Naturalmente, ya no se trataba de las animadas conversaciones de antaño, en las que Gregor, desde la habitación de su hotel, siempre había pensado con cierta nostalgia cuando, cansado, tenía que meterse en la cama húmeda.
Y si Gregor ahora, por culpa de su herida, probablemente había perdido agilidad para siempre, y por lo pronto necesitaba para cruzar su habitación como un viejo inválido largos minutos – no se podía ni pensar en arrastrarse por las alturas –, sin embargo, en compensación por este empeoramiento de su estado, recibió, en su opinión, una reparación más que suficiente: hacia el anochecer se abría la puerta del cuarto de estar, la cual solía observar fijamente ya desde dos horas antes, de forma que, tumbado en la oscuridad de su habitación, sin ser visto desde el comedor, podía ver a toda la familia en la mesa iluminada y podía escuchar sus conversaciones, en cierto modo con el consentimiento general, es decir, de una forma completamente distinta a como había sido hasta ahora.
Naturalmente, ya no se trataba de las animadas conversaciones de antaño, en las que Gregor, desde la habitación de su hotel, siempre había pensado con cierta nostalgia cuando, cansado, tenía que meterse en la cama húmeda.
La
mayoría de las veces transcurría el tiempo en silencio.
El padre no tardaba en dormirse en la silla después de la cena, y la madre y la hermana se recomendaban mutuamente silencio; la madre, inclinada muy por debajo de la luz, cosía ropa fina para un comercio de moda; la hermana, que había aceptado un trabajo como dependienta, estudiaba por la noche estenografía y francés, para conseguir, quizá más tarde, un puesto mejor.
A veces el padre se despertaba y, como si no supiera que había dormido, decía a la madre: «¡Cuánto coses hoy también!», e inmediatamente volvía a dormirse mientras la madre y la hermana se sonreían mutuamente.
El padre no tardaba en dormirse en la silla después de la cena, y la madre y la hermana se recomendaban mutuamente silencio; la madre, inclinada muy por debajo de la luz, cosía ropa fina para un comercio de moda; la hermana, que había aceptado un trabajo como dependienta, estudiaba por la noche estenografía y francés, para conseguir, quizá más tarde, un puesto mejor.
A veces el padre se despertaba y, como si no supiera que había dormido, decía a la madre: «¡Cuánto coses hoy también!», e inmediatamente volvía a dormirse mientras la madre y la hermana se sonreían mutuamente.
Por una especie de obstinación, el padre se negaba a quitarse el uniforme mientras estaba en casa; y mientras la bata colgaba inútilmente de la percha, dormitaba el padre en su asiento, completamente vestido, como si siempre estuviese preparado para el servicio e incluso en casa esperase también la voz de su superior.
Como
consecuencia, el uniforme, que no era nuevo ya en un principio, empezó a
ensuciarse a pesar del cuidado de la madre y de la hermana. Gregor se pasaba
con frecuencia tardes enteras mirando esta brillante ropa, completamente
manchada, con sus botones dorados siempre limpios con la que el anciano dormía
muy incómodo y, sin embargo, tranquilo.
En cuanto el reloj daba las diez, la madre intentaba despertar al padre en voz baja y convencerle para que se fuese a la cama, porque éste no era un sueño auténtico y el padre tenía necesidad de él, porque tenía que empezar a trabajar a las seis de la mañana.
Pero con la obstinación que se había apoderado de él desde que se había convertido en ordenanza, insistía en quedarse más tiempo a la mesa, a pesar de que, normalmente, se quedaba dormido y, además, sólo con grandes esfuerzos podía convencérsele de que cambiase la silla por la cama.
Ya
podían la madre y la hermana insistir con pequeñas amonestaciones, durante un
cuarto de hora daba cabezadas lentamente, mantenía los ojos cerrados y no se
levantaba. La madre le tiraba del brazo, diciéndole al oído palabras cariñosas,
la hermana abandonaba su trabajo para ayudar a la madre, pero esto no tenía
efecto sobre el padre.
Se
hundía más profundamente en su silla. Sólo cuando las mujeres le cogían por
debajo de los hombros, abría los ojos, miraba alternativamente a la madre y a
la hermana, y solía decir: «¡Qué vida ésta! ¡Esta es la tranquilidad de mis
últimos días!», y apoyado sobre las dos mujeres se levantaba pesadamente, como
si él mismo fuese su más pesada carga, se dejaba llevar por ellas hasta la
puerta, allí les hacía una señal de que no las necesitaba, y continuaba solo,
mientras que la madre y la hermana dejaban apresuradamente su costura y su
pluma para correr tras el padre y continuar ayudándole.
¿Quién en esta familia, agotada por el trabajo y rendida de cansancio, iba a tener más tiempo del necesario para ocuparse de Gregor? El presupuesto familiar se reducía cada vez más, la criada acabó por ser despedida.
¿Quién en esta familia, agotada por el trabajo y rendida de cansancio, iba a tener más tiempo del necesario para ocuparse de Gregor? El presupuesto familiar se reducía cada vez más, la criada acabó por ser despedida.
Una
asistenta gigantesca y huesuda, con el pelo blanco y desgreñado, venía por la
mañana y por la noche y hacía el trabajo más pesado; todo lo demás lo hacía la
madre, además de su mucha costura.
Ocurrió
incluso el caso de que varias joyas de la familia, que la madre y la hermana
habían lucido entusiasmadas en reuniones y fiestas, hubieron de ser vendidas,
según se enteró Gregor por la noche por la conversación acerca del precio
conseguido.
Pero
el mayor motivo de queja era que no se podía dejar este piso, que resultaba
demasiado grande en las circunstancias presentes, ya que no sabían cómo se
podía trasladar a Gregor.
Pero
Gregor comprendía que no era sólo la consideración hacia él lo que impedía un
traslado, porque se le hubiera podido transportar fácilmente en un cajón
apropiado con un par de agujeros para el aire; lo que, en primer lugar, impedía
a la familia un cambio de piso era, aún más, la desesperación total y la idea
de que habían sido azotados por una desgracia como no había igual en todo su
círculo de parientes y amigos.
Todo
lo que el mundo exige de la gente pobre lo cumplían ellos hasta la saciedad: el
padre iba a buscar el desayuno para el pequeño empleado de banco, la madre se
sacrificaba por la ropa de gente extraña, la hermana, a la orden de los
clientes, corría de un lado para otro detrás del mostrador, pero las fuerzas de
la familia ya no daban para más.
La
herida de la espalda comenzaba otra vez a dolerle a Gregor como recién hecha
cuando la madre y la hermana, después de haber llevado al padre a la cama,
regresaban, dejaban a un lado el trabajo, se acercaban una a otra, sentándose
muy juntas.
Entonces
la madre, señalando hacia la habitación de Gregor, decía: «Cierra la puerta,
Grete», y cuando Gregor se encontraba de nuevo en la oscuridad, fuera las
mujeres confundían sus lágrimas o simplemente miraban fijamente a la mesa sin
llorar.
Gregor pasaba las noches y los días casi sin dormir. A veces pensaba que la próxima vez que se abriese la puerta él se haría cargo de los asuntos de la familia como antes; en su mente aparecieron de nuevo, después de mucho tiempo, el jefe y el encargado; los dependientes y los aprendices; el mozo de los recados, tan corto de luces; dos, tres amigos de otros almacenes; una camarera de un hotel de provincias; un recuerdo amado y fugaz: una cajera de una tienda de sombreros a quien había hecho la corte seriamente, pero con demasiada lentitud; todos ellos aparecían mezclados con gente extraña o ya olvidada, pero en lugar de ayudarle a él y a su familia, todos ellos eran inaccesibles, y Gregor se sentía aliviado cuando desaparecían.
Gregor pasaba las noches y los días casi sin dormir. A veces pensaba que la próxima vez que se abriese la puerta él se haría cargo de los asuntos de la familia como antes; en su mente aparecieron de nuevo, después de mucho tiempo, el jefe y el encargado; los dependientes y los aprendices; el mozo de los recados, tan corto de luces; dos, tres amigos de otros almacenes; una camarera de un hotel de provincias; un recuerdo amado y fugaz: una cajera de una tienda de sombreros a quien había hecho la corte seriamente, pero con demasiada lentitud; todos ellos aparecían mezclados con gente extraña o ya olvidada, pero en lugar de ayudarle a él y a su familia, todos ellos eran inaccesibles, y Gregor se sentía aliviado cuando desaparecían.
Pero
después ya no estaba de humor para preocuparse por su familia, solamente sentía
rabia por el mal cuidado de que era objeto y, a pesar de que no podía
imaginarse algo que le hiciese sentir apetito, hacía planes sobre cómo podría
llegar a la despensa para tomar de allí lo que quisiese, incluso aunque no
tuviese hambre alguna.
Sin
pensar más en qué es lo que podría gustar a Gregor, la hermana, por la mañana y
al mediodía, antes de marcharse a la tienda, empujaba apresuradamente con el
pie cualquier comida en la habitación de Gregor, para después recogerla por la
noche con el palo de la escoba, tanto si la comida había sido probada, como si
– y éste era el caso más frecuente – ni siquiera había sido tocada. Recoger la
habitación, cosa que ahora hacía siempre por la noche, no podía hacerse más
deprisa.
Franjas
de suciedad se extendían por las paredes, por todas partes había ovillos de
polvo y suciedad. Al principio, cuando llegaba la hermana, Gregor se colocaba
en el rincón más significativamente sucio para, en cierto modo, hacerle
reproches mediante esta posición. Pero seguramente hubiese podido permanecer
allí semanas enteras sin que la hermana hubiese mejorado su actitud por ello;
ella veía la suciedad lo mismo que él, pero se había decidido a dejarla allí.
Al
mismo tiempo, con una susceptibilidad completamente nueva en ella y que, en
general, se había apoderado de toda la familia, ponía especial atención en el
hecho de que se reservase solamente a ella el cuidado de la habitación de
Gregor.
En
una ocasión la madre había sometido la habitación de Gregor a una gran
limpieza, que había logrado solamente después de utilizar varios cubos de agua
– la humedad, sin embargo, también molestaba a Gregor, que yacía extendido,
amargado e inmóvil sobre el canapé –, pero el castigo de la madre no se hizo
esperar, porque apenas había notado la hermana por la tarde el cambio en la
habitación de Gregor, cuando, herida en lo más profundo de sus sentimientos,
corrió al cuarto de estar y, a pesar de que la madre suplicaba con las manos
levantadas, rompió en un mar de lágrimas, que los padres – el padre se despertó
sobresaltado en su silla –, al principio, observaban asombrados y sin poder
hacer nada, hasta que, también ellos, comenzaron a sentirse conmovidos; el
padre, a su derecha, reprochaba a la madre que no hubiese dejado al cuidado de
la hermana la limpieza de la habitación de Gregor, a su izquierda, decía a
gritos a la hermana que nunca más volvería a limpiar la habitación de Gregor;
mientras que la madre intentaba llevar al dormitorio al padre, que no podía más
de irritación, la hermana, sacudida por los sollozos, golpeaba la mesa con sus
pequeños puños, y Gregor silbaba de pura rabia porque a nadie se le ocurría
cerrar la puerta para ahorrarle este espectáculo y este ruido.
Pero incluso si la hermana, agotada por su trabajo, estaba ya harta de cuidar de Gregor como antes, tampoco la madre tenía que sustituirla y no era necesario que Gregor hubiese sido abandonado, porque para eso estaba la asistenta.
Pero incluso si la hermana, agotada por su trabajo, estaba ya harta de cuidar de Gregor como antes, tampoco la madre tenía que sustituirla y no era necesario que Gregor hubiese sido abandonado, porque para eso estaba la asistenta.
Esa
vieja viuda, que en su larga vida debía haber superado lo peor con ayuda de su
fuerte constitución, no sentía repugnancia alguna por Gregor.
Sin
sentir verdadera curiosidad, una vez había abierto por casualidad la puerta de
la habitación de Gregor y, al verle, se quedó parada, asombrada, con los brazos
cruzacios, mientras éste, sorprendido y a pesar de que nadie la perseguía,
comenzó a correr de un lado a otro. Desde entonces no perdía la oportunidad de
abrir un poco la puerta por la mañana y por la tarde para echar un vistazo a la
habitación de Gregor.
Al
principío le llamaba hacia ella con palabras que, probablemente, consideraba
amables, como: «¡Ven aquí, viejo escarabajo pelotero!» o «iMirad el viejo
escarabajo pelotero!».
Gregor
no contestaba nada a tales llamadas, sino que permanecía inmóvil en su sitio,
como si la puerta no hubiese sido abierta.
¡Si se le hubiese ordenado a esa asistenta que limpiase diariamente la habitación en lugar de dejar que le molestase inútilmente a su antojo! Una vez, por la mañana temprano – una intensa lluvia golpeaba los cristales, quizá como signo de la primavera, que ya se acercaba –, cuando la asistenta empezó otra vez con sus improperios, Gregor se enfureció tanto que se dio la vuelta hacia ella como para atacarla, pero de forma lenta y débil.
¡Si se le hubiese ordenado a esa asistenta que limpiase diariamente la habitación en lugar de dejar que le molestase inútilmente a su antojo! Una vez, por la mañana temprano – una intensa lluvia golpeaba los cristales, quizá como signo de la primavera, que ya se acercaba –, cuando la asistenta empezó otra vez con sus improperios, Gregor se enfureció tanto que se dio la vuelta hacia ella como para atacarla, pero de forma lenta y débil.
Sin
embargo, la asistenta, en vez de asustarse, alzó simplemente una silla, que se
encontraba cerca de la puerta, y, tal como permanecía allí, con la boca
completamente abierta, estaba clara su intención de cerrar la boca sólo cuando
la silla que tenía en la mano acabase en la espalda de Gregor.
¿Con que no seguimos adelante? – preguntó, al ver que Gregor se daba de nuevo la vuelta, y volvió a colocar la silla tranquilamente en el rincón.
¿Con que no seguimos adelante? – preguntó, al ver que Gregor se daba de nuevo la vuelta, y volvió a colocar la silla tranquilamente en el rincón.
Gregor ya no comía casi nada. Sólo si pasaba por casualidad al lado de la comida tomaba un bocado para jugar con él en la boca, lo mantenía allí horas y horas y, la mayoría de las veces, acababa por escupirlo.
Al
principio pensó que lo que le impedía comer era la tristeza por el estado de su
habitación, pero precisamente con los cambios de la habitación se reconcilió
muy pronto.
Se habían acostumbrado a meter en esta habitación cosas que no podían colocar en otro sitio, y ahora había muchas cosas de éstas, porque una de las habitaciones de la casa había sido alquilada a tres huéspedes. Estos señores tan severos – los tres tenían barba, según pudo comprobar Gregor por una rendija de la puerta – ponían especial atención en el orden, no sólo ya de su habitación, sino de toda la casa, puesto que se habían instalado aquí, y especialmente en el orden de la cocina. No soportaban trastos inútiles ni mucho menos sucios. Además, habían traído una gran parte de sus propios muebles. Por ese motivo sobraban muchas cosas que no se podían vender ni tampoco se querían tirar.
Se habían acostumbrado a meter en esta habitación cosas que no podían colocar en otro sitio, y ahora había muchas cosas de éstas, porque una de las habitaciones de la casa había sido alquilada a tres huéspedes. Estos señores tan severos – los tres tenían barba, según pudo comprobar Gregor por una rendija de la puerta – ponían especial atención en el orden, no sólo ya de su habitación, sino de toda la casa, puesto que se habían instalado aquí, y especialmente en el orden de la cocina. No soportaban trastos inútiles ni mucho menos sucios. Además, habían traído una gran parte de sus propios muebles. Por ese motivo sobraban muchas cosas que no se podían vender ni tampoco se querían tirar.
Todas
estas cosas acababan en la habitación de Gregor. Lo mismo ocurrió con el cubo
de la ceniza y el cubo de la basura de la cocina.
La
asistenta, que siempre tenía mucha prisa, arrojaba simplemente en la habitación
de Gregor todo lo que, de momento, no servía; por suerte, Gregor sólo veía, la
mayoría de las veces, el objeto correspondiente y la mano que lo sujetaba.
La
asistenta tenía, quizá, la intención de recoger de nuevo las cosas cuando
hubiese tiempo y oportunidad, o quizá tirarlas todas de una vez, pero lo cierto
es que todas se quedaban tiradas en el mismo lugar en que habían caído al
arrojarlas, a no ser que Gregor se moviese por entre los trastos y los pusiese
en movimiento, al principio, obligado a ello porque no había sitio libre para
arrastrarse, pero más tarde con creciente satisfacción, a pesar de que después
de tales paseos acababa mortalmente agotado y triste, y durante horas
permanecía inmóvil.
Como los huéspedes a veces tomaban la cena en el cuarto de estar, la puerta permanecía algunas noches cerrada, pero Gregor renunciaba gustoso a abrirla, incluso algunas noches en las que había estado abierta no se había aprovechado de ello, sino que, sin que la familia lo notase, se había tumbado en el rincón más oscuro de la habitación.
Pero
en una ocasión la asistenta había dejado un poco abierta la puerta que daba al
cuarto de estar y se quedó abierta incluso cuando los huéspedes llegaron y se
dio la luz.
Se
sentaban a la mesa en los mismos sitios en que antes habían comido el padre, la
madre y Gregor, desdoblaban las servilletas y tomaban en la mano cuchillo y
tenedor. Al momento aparecía por la puerta la madre con una fuente de carne, y
poco después lo hacía la hermana con una fuente llena de patatas.
La
comida humeaba. Los huéspedes se inclinaban sobre las fuentes que había ante
ellos como si quisiesen examinarlas antes de comer, y, efectivamente, el señor
que estaba sentado en medio y que parecía ser el que más autoridad tenía de los
tres, cortaba un trozo de carne en la misma fuente con el fin de comprobar si
estaba lo suficientemente tierna, o quizá; la madre y la hermana, que habían
observado todo con impaciencía, comenzaban a sonreír respirando profundamente.
La familia comía en la cocina. A pesar de ello, el padre,antes de entrar en ésta, entraba en la habitación y con una sola reverencia y la gorra en la mano, daba una vuelta a la mesa.
Los huéspedes se levantaban y murmuraban algo para el cuellc de su camisa. Cuando ya estaban solos, comían casi en absolu to silencio. A Gregor le parecía extraño el hecho de que, de to dos los variados ruidos de la comida, una y otra vez se escuchasen los dientes al masticar, como si con ello quisieran mostrarle a Gregor que para comer se necesitan los dientes y que,aún con las más hermosas mandíbulas, sin dientes no se podía conseguir nada.
– Pero si yo tengo apetito – se decía Gregor; preocupa do –, pero no me apetecen estas cosas. ¡Cómo comen los huéspedes y yo me muero! Precisamente aquella noche ¿Gregor no se acordaba de haberlo oído en todo el tiempo – se escuchó el violín.
La familia comía en la cocina. A pesar de ello, el padre,antes de entrar en ésta, entraba en la habitación y con una sola reverencia y la gorra en la mano, daba una vuelta a la mesa.
Los huéspedes se levantaban y murmuraban algo para el cuellc de su camisa. Cuando ya estaban solos, comían casi en absolu to silencio. A Gregor le parecía extraño el hecho de que, de to dos los variados ruidos de la comida, una y otra vez se escuchasen los dientes al masticar, como si con ello quisieran mostrarle a Gregor que para comer se necesitan los dientes y que,aún con las más hermosas mandíbulas, sin dientes no se podía conseguir nada.
– Pero si yo tengo apetito – se decía Gregor; preocupa do –, pero no me apetecen estas cosas. ¡Cómo comen los huéspedes y yo me muero! Precisamente aquella noche ¿Gregor no se acordaba de haberlo oído en todo el tiempo – se escuchó el violín.
Los
hués pedes ya habían terminado de cenar, el de en medio había sa cado un
periódico, les había dado una hoja a cada uno de los otros dos, y los tres
fumaban y leían echados hacia atrás. Cuando el violín comenzó a sonar
escucharon con atención, se levantaron y, de puntillas, fueron hacia la puerta
del vestíbulo, en la que permanecieron quietos de pie, apretados unos junto a
otros.
Desde
la cocina se les debió oír, porque el padre gritó: ¿Les molesta a los señores
la música? Inmediatamente puede dejar de tocarse. – Al contrario – dijo el
señor de en medio –. ¿No desearía la señorita entrar con nosotros y tocar aquí
en la habitación, donde es mucho más cómodo y agradable? – Naturalmente –
exclamó el padre, como si el violinista fuese él mismo.
Los señores regresaron a la habitación y esperaron.
Los señores regresaron a la habitación y esperaron.
Pronto
llegó el padre con el atril, la madre con la partitura y la herma na con el
violín. La hermana preparó con tranquilidad todo lo necesario para tocar.
Los padres, que nunca antes habían al quilado habitaciones, y por ello exageraban la amabilidad con los huéspedes, no se atrevían a sentarse en sus propias sillas; el padre se apoyó en la puerta, con la mano derecha colocada en tre dos botones de la librea abrochada; a la madre le fue ofreci da una silla por uno de los señores y, como la dejó en el lugar en el que, por casualidad, la había colocado el señor, permane cía sentada en un rincón apartado.
Los padres, que nunca antes habían al quilado habitaciones, y por ello exageraban la amabilidad con los huéspedes, no se atrevían a sentarse en sus propias sillas; el padre se apoyó en la puerta, con la mano derecha colocada en tre dos botones de la librea abrochada; a la madre le fue ofreci da una silla por uno de los señores y, como la dejó en el lugar en el que, por casualidad, la había colocado el señor, permane cía sentada en un rincón apartado.
La
hermana empezó a tocar; el padre y la madre, cada uno desde su lugar, seguían
con atención los movimientos de sus manos; Gregor, atraído por la música, había
avanzado un poco hacia delante y ya tenía la cabeza en el cuarto de estar.
Ya
apenas se extrañaba de que en los últimos tiempos no tenía consideración con
los demás; antes estaba orgulloso de tener esa consideración y, precisamente
ahora, hubiese tenido mayor motivo para esconderse, porque, como consecuencia
del polvo que reinaba en su habitación, y que volaba por todas partes al menor
movimiento, él mismo estaba también lleno de polvo.
Sobre
su espalda y sus costados arrastraba consigo por todas partes hilos, pelos,
restos de comida... Su indiferencia hacia todo era demasiado grande como para
tumbarse sobre su espalda y restregarse contra la alfombra, tal como hacía
antes varias veces al día.
Y, a pesar de este estado, no sentía vergüenza alguna de avanzar por el suelo impecable del comedor.
Y, a pesar de este estado, no sentía vergüenza alguna de avanzar por el suelo impecable del comedor.
Por
otra parte, nadie le prestaba atención. La familia estaba completamente absorta
en la música del violín; por el contrario, los huéspedes, que al principio, con
las manos en los bolsillos, se habían colocado demasiado cerca detrás del atril
de la hermana, de forma que podrían haber leído la partitura, lo cual sin duda
tenía que estorbar a la hermana, hablando a media voz, con las cabezas
inclinadas, se retiraron pronto hacia la ventana, donde permanecieron
observados por el padre con preocupación.
Realmente
daba a todas luces la impresión de que habían sido decepcionados en su
suposición de escuchar una pieza bella o divertida al violín, de que estaban
hartos de la función y sólo permitían que se les molestase por amabilidad.
Especialmente
la forma en que echaban a lo alto el humo de los cigarillos por la boca y por
la nariz denotaba gran nerviosismo.
Y,
sin embargo, la hermana tocaba tan bien... Su rostro estaba inclinarlo hacia un
lado, atenta y tristemente seguían sus ojos las notas del pentagrama. Gregor
avanzó un poco más y mantenía la cabeza pegada al suelo para, quizá, poder
encontrar sus miradas.
¿Es que era ya una bestia a la que le emocionaba la música? Le parecía como si se le mostrase el camino hacia el desconocido y anhelado alimento. Estaba decidido a acercarse hasta la hermana, tirarle de la falda y darle así a entender que ella podía entrar con su violín en su habitación porque nadie podía recompensar su música como él quería hacerlo.
¿Es que era ya una bestia a la que le emocionaba la música? Le parecía como si se le mostrase el camino hacia el desconocido y anhelado alimento. Estaba decidido a acercarse hasta la hermana, tirarle de la falda y darle así a entender que ella podía entrar con su violín en su habitación porque nadie podía recompensar su música como él quería hacerlo.
No
quería dejarla salir nunca de su habitación, al menos mientras él viviese; su
horrible forma le sería útil por primera vez; quería estar a la vez en todas
las puertas de su habitación y tirarse a los que le atacasen; pero la hermana
no debía quedar se con él por la fuerza, sino por su propia voluntad; debería
sentarse junto a él sobre el canapé, inclinar el oído hacia él, y él deseaba
confiarle que había tenido la firme intención de en viarla al conservatorio y
que, si la desgracia no se hubiese cruzado en su camino la Navidad pasada –
probablemente la Na vidad ya había pasado – se lo hubiese dicho a todos sin
preo cuparse de réplica alguna.
Después
de esta confesión, la her mana estallaría en lágrimas de emoción y Gregor se
levantaría hasta su hombro y le daría un beso en el cuello, que, desde que iba
a la tienda, llevaba siempre al aire sin cintas ni adornos.
– iSeñor Samsa! – gritó el señor de en medio al padre, y se ñaló, sin decir una palabra más, con el índice hacia Gregor, que avanzaba lentamente. El violín enmudeció, en un princi pio el huésped de en medio sonrió a sus amigos moviendo la cabeza y, a continuación, miró hacia Gregor.
– iSeñor Samsa! – gritó el señor de en medio al padre, y se ñaló, sin decir una palabra más, con el índice hacia Gregor, que avanzaba lentamente. El violín enmudeció, en un princi pio el huésped de en medio sonrió a sus amigos moviendo la cabeza y, a continuación, miró hacia Gregor.
El
padre, en lu gar de echar a Gregor, consideró más necesario, ante todo, tranquilizar
a los huéspedes, a pesar de que ellos no estaban nerviosos en absoluto y Gregor
parecía distraerles más que el violín. Se precipitó hacia ellos e intentó, con
los brazos abier tos, empujarles a su habitación y, al mismo tiempo, evitar con
su cuerpo que pudiesen ver a Gregor.
Ciertamente
se enfada ron un poco, no se sabía ya si por el comportamiento del pa dre, o
porque ahora se empezaban a dar cuenta de que, sin sa berlo, habían tenido un
vecino como Gregor. Exigían al padre explicaciones, levantaban los brazos, se
tiraban intranquilos de la barba y, muy lentamente, retrocedían hacia su
habitación.
Entre
tanto, la hermana había superado el desconcierto en que había caído después de
interrumpir su música de una forma tan repentina, había reaccionado de pronto,
después de que durante unos momentos había sostenido en las manos caídas con
indolencia el violín y el arco, y había seguido mirando la partitura como si
todavía tocase, había colocado el instrumen to en el regazo de la madre, que
todavía seguía sentada en su silla con dificultades para respirar y agitando
violentamente los pulmones, y había corrido hacia la habitación de al lado, a
la que los huéspedes se acercaban cada vez más deprisa ante la insistencia del
padre.
Se
veía cómo, gracias a las diestras ma nos de la hermana, las mantas y almohadas
de las camas vola ban hacia lo alto y se ordenaban.
Antes
de que los señores hu biesen llegado a la habitación, había terminado de hacer
las ca mas y se había 'escabullido hacia afuera.
El padre parecía estar hasta tal punto dominado por su obstinación, que olvidó todo el respeto que, ciertamente, debía a sus huéspedes.
El padre parecía estar hasta tal punto dominado por su obstinación, que olvidó todo el respeto que, ciertamente, debía a sus huéspedes.
Sólo
les empujaba y les empujaba hasta que, ante la puerta de la habita ción, el
señor de en medio dio una patada atronadora contra el suelo y así detuvo al
padre.
– Participo a ustedes – dijo, levantó la mano y buscaba con sus miradas también a la madre y a la hermana – que, tenien do en cuenta las repugnantes circunstancias que reinan en esta casa y en esta familia – en este punto escupió decididamente sobre el suelo –, en este preciso instante dejo la habitación.
– Participo a ustedes – dijo, levantó la mano y buscaba con sus miradas también a la madre y a la hermana – que, tenien do en cuenta las repugnantes circunstancias que reinan en esta casa y en esta familia – en este punto escupió decididamente sobre el suelo –, en este preciso instante dejo la habitación.
Por
los días que he vivido aquí no pagaré, naturalmente, lo más mínimo; por el
contrario, me pensaré si no procedo con tra ustedes con algunas reclamaciones
muy fáciles, créanme, de justificar. Calló y miró hacia adelante como si
esperase algo.
En
efec to, sus dos amigos intervinieron inmediatamente con las si guientes
palabras: – También nosotros dejamos en este momento la habita ción. A
continuación agarró el picaporte y cerró la puerta de un portazo.
El
padre se tambaleaba tanteando con las manos en dirección a su silla y se dejó
caer en ella. Parecía como si se preparase para su acostumbrada siestecita
nocturna, pero la profunda inclinación de su cabeza, abatida como si nada la sos
tuviese, mostraba que de ninguna manera dormía. Gregor ya cía todo el tiempo en
silencio en el mismo sitio en que le ha bían descubierto los huéspedes.
la
decepción por el fracaso de sus planes, pero quizá también la debilidad causada
por el hambre que pasaba, le impedían moverse.
Temía,
con cierto fundamento, que dentro de unos momentos se desencadenase sobre él
una tormenta general, y esperaba.
Ni
siquiera se so bresaltó con el ruido del violín que, por entre los temblorosos
dedos de la madre, se cayó de su regazo y produjo un sonido retumbante.
queridos padres – dijo la hermana y, como introducción, dio un golpe sobre la mesa –, esto no puede seguir así.
queridos padres – dijo la hermana y, como introducción, dio un golpe sobre la mesa –, esto no puede seguir así.
Si
vosotros no os dais cuenta, yo sí me la doy. No quiero, ante esta bestia,
pronunciar el nombre de mi hermano, y por eso sola mente digo: tenemos que
intentar quitárnoslo de encima. hemos hecho todo lo humanamente posible por
cuidarlo y acep tarlo; creo que nadie puede hacernos el menor reproche.
– Tiene razón una y mil veces – dijo el padre para sus adentros. La madre, que aún no tenía aire suficiente, comenzó a toser sordamente sobre la mano que tenía ante la boca, con una expresión de enajenación en los ojos.
La
hermana corrió hacia la madre y le sujetó la frente. El padre parecía estar
enfrascado en determinados pensamientos; gracias a las palabras de la hermana,
se había sentado más de recho, jugueteaba con su gorra por entre los platos,
que desde la cena de los huéspedes seguían en la mesa, y miraba de vez en
cuando a Gregor, que permanecía en silencio.
– Tenemos que intentar quitárnoslo de encima – dijo en tonces la hermana, dirigiéndose sólo al padre, porque la ma dre, con su tos, no oía nada –.
– Tenemos que intentar quitárnoslo de encima – dijo en tonces la hermana, dirigiéndose sólo al padre, porque la ma dre, con su tos, no oía nada –.
Os
va a matar a los dos, ya lo veo venir. Cuando hay que trabajar tan duramente
como lo ha cemos nosotros no se puede, además, soportar en casa este tormento
sin fin.
Yo
tampoco puedo más – y rompió a llorar de una forma tan violenta, que sus
lágrimas caían sobre el ros tro de la madre, del cual las secaba mecánicamente
con las manos. – Pero hija – dijo el padre compasivo y con sorprendente
comprensión –.
¡Qué podemos hacer! Pero la hermana sólo se encogió de hombros como signo de la perplejidad que, mientras lloraba, se había apoderado de ella, en contraste con su seguridad anterior. – Si él nos entendiese... – dijo el padre en tono medio inte rrogante.
¡Qué podemos hacer! Pero la hermana sólo se encogió de hombros como signo de la perplejidad que, mientras lloraba, se había apoderado de ella, en contraste con su seguridad anterior. – Si él nos entendiese... – dijo el padre en tono medio inte rrogante.
La
hermana, en su llanto, movió violentamente la mano como señal de que no se
podía ni pensar en ello. – Si él nos entendiese... – repitió el padre, y
cerrando los ojos hizo suya la convicción de la hermana acerca de la
imposibilidad de ello –, entonces sería posible llegar a un acuerdo con él,
pero así... – Tiene que irse – exclamó la hermana –, es la única posi bilidad,
padre.
Sólo
tienes que desechar la idea de que se trata de Gregor. El haberlo creído durante
tanto tiempo ha sido nuestra auténtica desgracia, pero ¿cómo es posible que sea
Gregor? Si fuese Gregor hubiese comprendido hace tiempo que una convivencia
entre personas y semejante animal no es posible, y se hubiese marchado por su
propia voluntad: ya no tendríamos un hermano, pero podríamos continuar viviendo
y conservaríamos su recuerdo con honor.
Pero
así esa bestia nos persigue, echa a los huéspedes, quiere, evidentemente, adue
ñarse de toda la casa y dejar que pasemos la noche en la calle. ¡Mira, padre –
gritó de repente –, ya empieza otra vez! Y con un miedo completamente
incomprensible para Gregor, la her mana abandonó incluso a la madre, se arrojó
literalmente de su silla, como si prefiriese sacrificar a la madre antes de
perma necer cerca de Gregor, y se precipitó detrás del padre que,
principalmente irritado por su comportamiento, se puso tam bién en pie y
levantó los brazos a media altura por delante de la hermana para protejerla.
Pero Gregor no prentendía, ni por lo más remoto, asustar a nadie, ni mucho
menos a la hermana.
Solamente
había empe zado a darse la vuelta para volver a su habitación y esto llama ba
la atención, ya que, como consecuencia de su estado enfer mizo, para dar tan
difíciles vueltas, tenía que ayudarse con la cabeza, que levantaba una y otra
vez y que golpeaba contra el suelo.
Se
detuvo y miró a su alrededor; su buena intención pareció ser entendida; sólo
había sido un susto momentáneo, ahora todos le miraban tristes y en silencio.
La
madre yacía en su silla con las piernas extendidas y apretadas una contra otra,
los ojos casi se le cerraban de puro agotamiento.
El padre y la hermana estaban sentados uno junto a otro, y la hermana ha bía colocado su brazo alrededor del cuello del padre.
«Quizá pueda darme la vuelta ahora», pensó Gregor, y em pezó de nuevo su actividad. No podía contener los resuellos por el esfuerzo y de vez en cuando tenía que descansar.
El padre y la hermana estaban sentados uno junto a otro, y la hermana ha bía colocado su brazo alrededor del cuello del padre.
«Quizá pueda darme la vuelta ahora», pensó Gregor, y em pezó de nuevo su actividad. No podía contener los resuellos por el esfuerzo y de vez en cuando tenía que descansar.
Por
lo demás, nadie le apremiaba, se le dejaba hacer lo que quisiera. Cuando hubo
dado la vuelta del todo comenzó enseguida a retroceder todo recto... Se asombró
de la gran distancia que le separaba de su habitación y no comprendía cómo, con
su debilidad, hacía un momento había recorrido el mismo camino sin notarlo.
Concentrándose
constantemente en avanzar con rápidez, apenas se dio cuenta de que ni una
palabra, ni una exclamación de su familia le molestaba. Cuando ya estaba en la
puerta volvió la cabeza, no por completo, porque notaba que el cuello se le
ponía rígido, pero sí vio aún que tras de él nada había cambiado, sólo la
hermana se había levantado.
Su
última mirada acarició a la madre que, por fin, se había quedado profundamente
dormida. Apenas entró en su habitación se cerró la puerta y echaron la llave.
Gregor
se asustó tanto del repentino ruido producido detrás de él, que las patitas se
le doblaron. Era la hermana quien se había apresurado tanto.
Había
permanecido en pie allí y había esperado, con ligereza había saltado hacia
adelante, Gregor ni siquiera la había oído venir, y gritó un «¡Por fin!» a los
padres mientras echaba la llave. «¿Y ahora?», se preguntó Gregor, y miró a su
alrededor en la oscuridad.
Pronto
descubrió que ya no se podía mover.
No se extrañó por ello, más bien le parecía antinatural que, hasta ahora, hubiera podido moverse con estas patitas.
No se extrañó por ello, más bien le parecía antinatural que, hasta ahora, hubiera podido moverse con estas patitas.
Por
lo demás, se sentía relativamente a gusto. Bien es verdad que le dolía todo el
cuerpo, pero le parecía como si los dolores se hiciesen más y más débiles y, al
final, desapareciesen por completo.
Apenas
sentía ya la manzana podrida de su espalda y la infección que producía a su
alrededor, cubiertas ambas por un suave polvo. Pensaba en su familia con cariño
y emoción, su opinión de que tenía que desaparecer era, si cabe, aún más
decidida que la de su hermana.
En
este estado de apacible y letárgica meditación permaneció hasta que el reloj de
la torre dio las tres de la madrugada. Vivió todavía el comienzo del amanecer
detrás de los cristales. A continuación, contra su voluntad, su cabeza se
desplomó sobre el suelo y sus orificios nasales exhalaron el último suspiro.
Cuando,
por la mañana temprano, llegó la asistenta – de pura fuerza y prisa daba tales
portazos que, aunque repetidas veces se le había pedido que procurase evitarlo,
desde el momento de su llegada era ya imposible concebir el sueño en todo el
piso –, en su acostumbrada y breve visita a Gregor nada le llamó al principio
la atención. Pensaba que estaba allí tumbado tan inmóvil a propósito y se hacía
el ofendido, le creía capaz de tener todo el entendimiento posible.
Como
tenía por casualidad la larga escoba en la mano, intentó con ella ha cer
cosquillas a Gregor desde la puerta.
Al no conseguir nada con ello, se enfadó y pinchó a Gregor ligeramente, y sólo cuando, sin que él opusiese resistencia, le había movido de su sitio, le prestó atención. Cuando se dio cuenta de las verdade ras circunstancias abrió mucho los ojos, silbó para sus aden tras, pero no se entretuvo mucho tiempo, sino que abrió de par en par las puertas del dormitorio y exclamó en voz alta ha cia la oscuridad: – ¡Fíjense, la ha diñado, ahí está, la ha diñado del todo! El matrimonio Samsa estaba sentado en la cama e intentaba sobreponerse del susto de la asistenta antes de llegar a com prender su aviso.
Al no conseguir nada con ello, se enfadó y pinchó a Gregor ligeramente, y sólo cuando, sin que él opusiese resistencia, le había movido de su sitio, le prestó atención. Cuando se dio cuenta de las verdade ras circunstancias abrió mucho los ojos, silbó para sus aden tras, pero no se entretuvo mucho tiempo, sino que abrió de par en par las puertas del dormitorio y exclamó en voz alta ha cia la oscuridad: – ¡Fíjense, la ha diñado, ahí está, la ha diñado del todo! El matrimonio Samsa estaba sentado en la cama e intentaba sobreponerse del susto de la asistenta antes de llegar a com prender su aviso.
Pero
después, el señor y la señora Samsa, cada uno por su lado, se bajaron
rápidamente de la cama, el se ñor Samsa se echó la colcha por los hombros, la
señora Samsa apareció en camisón, así entraron en la habitación de Gregor.
Entre
tanto, también se había abierto la puerta del cuarto de estar, en donde dormía
Grete desde la llegada de los huéspe des; estaba completamente vestida, como si
no hubiese dormi do, su rostro pálido parecía probarlo. ¿Muerto? – dijo la
señora Samsa, y levantó los ojos con gesto interrogante hacia la asistenta a
pesar de que ella misma podía comprobarlo, e incluso podía darse cuenta de ello
sin necesidad de comprobarlo.
– Digo, aya lo creo! – dijo la asistenta y, como prueba, em pujó el cadáver de Gregor con la escoba un buen trecho hacia un lado. La señora Samsa hizo un movimiento como si quisie ra detener la escoba, pero no lo hizo.
– Bueno – dijo el señor Samsa –, ahora podemos dar gracias a Dios – se santiguó y las tres mujeres siguieron su ejemplo. Grete, que no apartaba los ojos del cadáver, dijo: – Mirad qué flaco estaba, ya hacía mucho tiempo que no comía nada, las comidas salían tal como entraban.
– Digo, aya lo creo! – dijo la asistenta y, como prueba, em pujó el cadáver de Gregor con la escoba un buen trecho hacia un lado. La señora Samsa hizo un movimiento como si quisie ra detener la escoba, pero no lo hizo.
– Bueno – dijo el señor Samsa –, ahora podemos dar gracias a Dios – se santiguó y las tres mujeres siguieron su ejemplo. Grete, que no apartaba los ojos del cadáver, dijo: – Mirad qué flaco estaba, ya hacía mucho tiempo que no comía nada, las comidas salían tal como entraban.
Efectivamente,
el cuerpo de Gregor estaba completamente plano y seco, sólo se daban realmente
cuenta de ello ahora que ya no le levantaban sus patitas, y ninguna otra cosa
distraía la mirada.
– Grete, ven un momento a nuestra habitación – dijo la se ñora Samsa con una sonrisa malancólica, y Grete fue al dormi torio detrás de los padres, no sin volver la mirada hacia el ca dáver.
– Grete, ven un momento a nuestra habitación – dijo la se ñora Samsa con una sonrisa malancólica, y Grete fue al dormi torio detrás de los padres, no sin volver la mirada hacia el ca dáver.
La
asistenta cerró la puerta y abrió del todo la ventana. A pesar de lo temprano
de la mañana, ya había una cierta ti bieza mezclada con el aire fresco.
Ya
era finales de marzo. Los tres huéspedes salieron de su habitación y miraron
asombrados a su alrededor en busca de su desayuno; se habían olvidado de ellos:
¿Dónde está el desayuno? – preguntó de mal humor el señor de en medio a la
asistenta, pero ésta se colocó el dedo en la boca e hizo a los señores,
apresurada y silenciosamente, se ñales con la mano para que fuesen a la
habitación de Gregor.
Así
pues, fueron y permanecieron en pie, con las manos en los bolsillos de sus
chaquetas algo gastadas, alrededor del cadáver, en la habitación de Gregor.ya
totalmente iluminada.
Entonces se abrió la puerta del dormitorio y el señor Samsa apareció vestido con su librea, de un brazo su mujer y del otro su hija. Todos estaban un poco llorosos; a veces Grete apoyaba su rostro en el brazo del padre.
– Salgan ustedes de mi casa inmediatamente – dijo el señor Samsa, y señaló la puerta sin soltar a las mujeres.
¿Qué quiere usted decir? ¿ijo el señor de en medio algo aturdido, y sonrió con cierta hipocresía.
Entonces se abrió la puerta del dormitorio y el señor Samsa apareció vestido con su librea, de un brazo su mujer y del otro su hija. Todos estaban un poco llorosos; a veces Grete apoyaba su rostro en el brazo del padre.
– Salgan ustedes de mi casa inmediatamente – dijo el señor Samsa, y señaló la puerta sin soltar a las mujeres.
¿Qué quiere usted decir? ¿ijo el señor de en medio algo aturdido, y sonrió con cierta hipocresía.
Los
otros dos tenían las manos en la espalda y se las frotaban constantemente una
contra otra, como si esperasen con alegría una gran pelea que tenía que
resultarles favorable. – Quiero decir exactamente lo que digo – contestó el
señor Samsa; se dirigió en bloque con sus acompañantes hacia el huésped.
Al
principio éste se quedó allí en silencio y miró ha cia el suelo, como si las
cosas se dispusiesen en un nuevo or den en su cabeza. – Pues entonces nos vamos
– dijo después, y levantó los ojos hacia el señor Samsa como si, en un
repentino ataque de humildad, le pidiese incluso permiso para tomar esta
decisión.
El
señor Samsa solamente asintió brevemente varias veces con los ojos muy
abiertos. A continuación el huésped se dirigió, en efecto a grandes pasos hacia
el vestíbulo; sus dos amigos lleva ban ya un rato escuchando con las manos
completamente tranquilas y ahora daban verdaderos brincos tras de él, como si
tuviesen miedo de que el señor Samsa entrase antes que ellos en el vestíbulo e
impidiese el contacto con su guía.
Ya
en el vestíbulo, los tres cogieron sus sombreros del perchero, saca ron sus
bastones de la bastonera, hicieron una reverencia en silencio y salieron de la
casa.
Con
una desconfianza completa mente infundada, como se demostraría después, el
señor Sam sa salió con las dos mujeres al rellano; apoyados sobre la ba
randilla veían cómo los tres, lenta pero constantemente, baja ban la larga
escalera, en cada piso desaparecían tras un deter minado recodo y volvían a
aparecer a los pocos instantes.
Cuanto
más abajo estaban tanto más interés perdía la familia Samsa por ellos, y cuando
un oficial carnicero, con la carga en la cabeza en una posición orgullosa, se
les acercó de frente y luego, cruzándose con ellos, siguió subiendo, el señor
Samsa abandonó la barandilla con las dos mujeres y todos regresaron aliviados a
su casa.
Decidieron
utilizar aquel día para descansar e ir de paseo; no solamente se habían ganado
esta pausa en el trabajo, sino que, incluso, la necesitaban a toda costa.
Así
pues, se sentaron a la mesa y escribieron tres justificantes: el señor Samsa a
su dirección, la señora Samsa al señor que le daba trabajo, y Gre te al dueño
de la tienda.
Mientras
escribían entró la asistenta para decir que ya se marchaba porque había
terminado su tra bajo de por la mañana.
Los
tres que escribían solamente asin tieron al principio sin levantar la vista;
cuando la asistenta no daba sañales de retirarse levantaron la vista enfadados.
¿gué pasa? – preguntó el señor Samsa. La asistenta permanecía de pie junto a la
puerta, como si quisiera participar a la familia un gran éxito, pero sólo lo
haría cuando se la interrogase con todo detalle.
La
pequeña pluma de avestruz colocada casi derecha sobre su sombrero, que, des de
que estaba a su servicio, incomodaba al señor Samsa, se ba lanceaba suavemente
en todas las direcciones.
¿Qué
es lo que quiere usted? – preguntó la señora Samsa, que era, de todos, la que
más respetaba la asistenta. – Bueno contestó la asistenta, y no podía seguir
hablan do de puro sonreír amablemente –, no tienen que preocuparse de cómo
deshacerse de la cosa esa de al lado. Ya está todo arreglado.
La
señora Samsa y Grete se inclinaron de nuevo sobre sus cartas, como si quisieran
continuar escribiendo; el señor Sam sa, que se dio cuenta de que la asistenta
quería empezar a con tarlo todo con todo detalle, lo rechazó decididamente con
la mano extendida. Como no podía contar nada, recordó la gran prisa que tenía,
gritó visiblemente ofendida: «¡Adiós a todos!», se dio la vuelta con rabia y
abandonó la casa con un portazo tremendo.
– Esta noche la despido dijo el señor Samsa, pero no re cibió una respuesta ni de su mujer ni de su hija, porque la asis tenta parecía haber turbado la tranquilidad apenas recién con seguida.
– Esta noche la despido dijo el señor Samsa, pero no re cibió una respuesta ni de su mujer ni de su hija, porque la asis tenta parecía haber turbado la tranquilidad apenas recién con seguida.
Se
levantaron, fueron hacia la ventana y permanecie ron allí abrazadas. El señor
Samsa se dio la vuelta en su silla hacia ellas y las observó en silencio un
momento, luego las llamó: – Vamos, venid.
Olvidad
de una vez las cosas pasadas y te ned un poco de consideración conmigo.
Las mujeres le obedecieron enseguida, corrieron hacia él, le acariciaron y terminaron rápidamente sus cartas.
Las mujeres le obedecieron enseguida, corrieron hacia él, le acariciaron y terminaron rápidamente sus cartas.
Después,
los tres abandonaron el piso juntos, cosa que no habían hecho des de hacía meses,
y se marcharon al campo, fuera de la ciudad, en el tranvía.
El
vehículo en el que estaban sentados solos es taba totalmente iluminado por el
cálido sol.
Recostados
comó damente en sus asientos, hablaron de las perspectivas para el futuro y
llegaron a la conclusión de que, vistas las cosas más de cerca, no eran malas
en absoluto, porque los tres trabajos, a este respecto todavía no se habían
preguntado realmente unos a otros, eran sumamente buenos y, especialmente, muy
pro metedores para el futuro.
Pero
la gran mejoría inmediata de la situación tenía que producirse, naturalmente,
con más facili dad con un cambio de piso; ahora querían cambiarse a un piso más
pequeño y más barato, pero mejor ubicado y, sobre todo, más práctico que el
actual, que había sido escogido por Gregor. Mientras hablaban así, al señor y a
la señora Samsa se les ocurrió casi al mismo tiempo, al ver a su hija cada vez
más animada, que en los últimos tiempos, a pesar de las calamidades que habían
hecho palidecer sus mejillas, se había convertido en una joven lozana y
hermosa.
Tornándose
cada vez más silenciosos y entendiéndose casi inconscientemente con las
miradas, pensaban que ya llegaba el momento de buscarle un buen marido, y para
ellos fue como una confirmación de sus nuevos sueños y buenas intenciones
cuando, al final de su viaje, fue la hija quien se levantó primero y estiró su
cuerpo joven.
(Fin)
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