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miércoles, 26 de marzo de 2008

COLECCION : LIBROS SANGRIENTOS - LOS MUERTOS TIENEN AUTOPISTAS - CLIVE BARKER

LOS MUERTOS TIENEN AUTOPISTAS
CLIVE BARKER
Coleccion: LIBROS SANGRIENTOS





Discurren –vías infalibles de trenes fantasmas, de vagones de sueños– a través del erial
que está más allá de nuestras vidas, acarreando un tráfico sin fin de almas que han muerto.
Puede oírse su traqueteo y zumbido en los lugares quebrados del mundo, a través de grietas
abiertas por actos de crueldad, violencia y depravación. Su cargamento –los muertos
errantes– puede entreverse cuando el corazón está a punto de estallar y se vuelvan claramente
visibles visiones que deberían permanecer ocultas.
Estas autopistas tienen señales indicadoras, y puentes, y zonas de aparcamiento. Tienen
peajes e intersecciones.
En estas intersecciones, donde las masas de muertos se mezclan y cruzan, es más
probable que esta autopista prohibida irrumpa en nuestro mundo. El tráfico es intenso en los
cruces y las voces de los muertos alcanzan su mayor estridencia. Aquí las barreras que
separan una realidad de la siguiente las desgasta el paso de innumerables pies.
Una intersección parecida a la autopista de los muertos se encontraba en el número 65 de
la plaza Tollington. Tan sólo una casa independiente, con la fachada de ladrillos, imitación
del estilo georgiano, el número 65 no destacaba por nada más. Era una casa vieja, anodina,
olvidable, despojada de la grandeza barata a la que una vez aspiró, y que había permanecido
vacía durante una década o tal vez más.
No era la humedad lo que mantenía alejados a los inquilinos del número 65. No era la
podredumbre de los sótanos, o el hundimiento que había abierto en la fachada de la casa una
grieta que iba desde el umbral hasta los aleros; era el ruido de sus huéspedes. En el piso de
arriba el estrépito de ese trajín no cesaba nunca. Rajaba el yeso de las paredes y cuarteaba las
vigas. Hacía temblar las ventanas. También hacia temblar la mente. El número 65 de la plaza
Tollington era una casa encantada, y nadie podía ser el propietario mucho tiempo sin conocer
la locura.
En algún momento de su historia se había cometido un horror en ella. Nadie sabía
cuándo o cuál. Pero incluso al observador no experimentado le resultaba inconfundible la
atmósfera opresiva de la casa, especialmente del piso de arriba. Había un recuerdo y una
promesa de sangre en la atmósfera del número 65, un aroma que flotaba en los recodos y
revolvía el estómago más resistente. Los bichos, los pájaros, hasta las moscas rehuían el
edificio y sus alrededores. Ninguna cochinilla se arrastraba por la cocina, ningún estornino
había construido su nido en el ático. Fuera cual fuese el acto violento cometido allí, había
hendido la casa con la misma firmeza con que un cuchillo rasga la tripa de un pez; y por ese
corte, esa herida en el mundo, los muertos se asomaban y tomaban la palabra.
Eso se decía, en cualquier caso...
Era la tercera semana de investigaciones en la plaza Tollington, 65. Tres semanas de
éxito sin precedentes en el reino de lo paranormal. Utilizando como médium a un recién
llegado al oficio, un hombre de veinte años llamado Simon Mc Neal, el departamento de
Parapsicología de la Universidad de Essex había recogido pruebas casi indiscutibles de vida
después de la muerte.
En la habitación superior de la casa, un pasillo claustrofóbico de una habitación, el joven
Mc Neal había conjurado aparentemente a los muertos, que ante su demanda habían dejado
pruebas abundantes de su visita, escribiendo con centenares de manos diferentes sobre las
paredes ocre pálido. Escribían, al parecer, lo primero que se les ocurría. Sus nombres,
naturalmente, y sus fechas de nacimiento y de muerte. Retazos de recuerdos y buenos deseos
para sus descendientes vivos, extrañas frases elípticas que insinuaban sus tormentos actuales
y añoraban sus alegrías pasadas. Algunos de los trazos eran recios y feos, otros, delicados y
femeninos. Había dibujos obscenos y chistes a medio acabar, junto a versos de poesía
romántica. Una rosa mal dibujada. Un juego de tres en raya. Una lista de compras.
Los famosos habían visitado este muro de las lamentaciones –ahí estaban Mussolini,
Lennon y Janis Joplin– y también los don nadies, gente olvidada, habían firmado al lado de
los grandes. Era una lista de muertos, y crecía día a día, como si la palabra se extendiera entre
las tribus perdidas y las sedujera para que rompieran el silencio y sellaran esa habitación
desnuda con su presencia sagrada.
Después de trabajar toda su vida en el campo de la investigación psíquica, la doctora
Florescu estaba acostumbrada a los desengaños del fracaso. Casi le había resultado cómodo
hacerse a la idea de que no volvería a haber pruebas. Y ahora, al verse ante un éxito súbito y
espectacular, se sintió al mismo tiempo satisfecha y confusa.
Se sentó, como se había sentado durante tres increíbles semanas, en el salón del piso de
en medio, un tramo de escalera por debajo del despacho, y escuchó el clamor de ruidos
procedente de arriba con una especie de temor reverente, osando apenas creer que se le
permitiera presenciar ese milagro. Antes habían oído mordisqueos, aterradores indicios de
voces de otro mundo, pero ésta era la primera vez que esa región había insistido en ser
escuchada.
Arriba cesaron los ruidos.
Mary miró su reloj: eran las seis y diecisiete de la tarde.
Por alguna razón que los visitantes conocían mejor, el contacto no se prolongaba
demasiado después de las seis. Ella solía esperar hasta la media y luego se iba. ¿Qué ocurriría
hoy? ¿Quién habría venido a ese sórdido cuchitril y dejado su huella?
–¿Preparo las cámaras? –preguntó Reg Fuller, su ayudante.
–Por favor –murmuró, distraída por la espera.
–¿Te imaginas qué pasará hoy?
–Le concederemos diez minutos.
–De acuerdo.
Arriba, Mc Neal se había desplomado en una esquina de la habitación y observaba el sol
de otoño a través de la pequeña ventana. Se sintió un poco encerrado, solo en ese maldito
lugar, pero no por ello dejó de sonreírse con esa sonrisa triste, beatífica, que deshacía hasta el
corazón más académico. En especial, el de la doctora Florescu: sí, la mujer estaba locamente
enamorada de su sonrisa, sus ojos, la mirada perdida que ponía para ella...
Era un juego magnífico.
Efectivamente, al principio no fue más que eso: un juego. Ahora Simon sabía que
estaban en juego premios más importantes; lo que había empezado como una especie de
ensayo de detección de mentiras se había convertido en una contienda muy seria: Mc Neal
contra la Verdad. La verdad era sencilla: era un tramposo. Escribía todos esos «mensajes de
fantasmas» en la pared con pequeñas tiras de plomo que ocultaba bajo su lengua: daba
portazos, golpetazos y chillidos sin más motivo que la pura travesura: y los nombres
desconocidos que escribía –se reía al pensarlo– eran los que encontraba en los listines
telefónicos.
Sí, era ciertamente un juego magnífico.
Ella le había prometido tanto... Lo tentó con la fama, alentando todas las mentiras que
inventaba. Promesas de riqueza, de apariciones en programas de televisión, de una adulación
que nunca había conocido antes. Siempre que creara los fantasmas.
Sonrió de nuevo con aquella sonrisa. Ella lo llamaba su Intermediario: un inocente
transportista de mensajes. Estaría pronto arriba de las escaleras con los ojos sobre su cuerpo y
la voz de él a punto de romperse por la excitación patética que sentiría ella ante una nueva
sarta de palabras garabateadas y absurdas.
Le gustaba que ella mirara su desnudez, o casi desnudez. Efectuaba todas sus sesiones
vestido sólo con unos calzoncillos para impedir cualquier ayuda oculta. Una precaución
ridícula. Todo lo que necesitaba eran los plomos debajo de la lengua y la suficiente energía
para agitarse durante media hora, bramando a voz en grito.
Estaba sudando. El canal de su esternón estaba empapado de sudor y tenía el cabello
pegado a la pálida frente. El trabajo de hoy había sido duro: estaba deseando salir de la
habitación, lavarse con agua y dejarse admirar un rato. El Intermediario llevó su mano a los
calzoncillos y jugueteó, distraído. En alguna parte de la habitación estaba encerrada una
mosca, o tal vez varias. La estación estaba demasiado avanzada para que hubiera moscas,
pero las podía oír cerca, en alguna parte. Zumbaban y pasaban rozando la ventana, o
alrededor de la bombilla. Oía sus pequeñas voces de mosca pero no le extrañaban, absorto
como estaba pensando en el juego o en el simple placer de acariciarse.
Cómo zumbaban las voces de esos insectos inofensivos, zumbaban y cantaban y se
lamentaban. ¡Cómo se lamentaban!
Mary Florescu tabaleó la mesa con sus dedos. Su anillo de casada estaba suelto, lo
notaba moverse al ritmo de su tamborileo. Unas veces estaba apretado y otras suelto: uno de
esos pequeños misterios que nunca había analizado debidamente, sencillamente, lo aceptaba.
De hecho hoy estaba muy suelto: casi a punto de caerse. Pensó en la cara de Alan. En la
querida cara de Alan. Pensó en ella a través de un agujero hecho en su anillo de casada, como
del otro lado de un túnel. ¿Se había parecido a eso su muerte: fue arrastrado cada vez más
lejos por un túnel hacia las tinieblas? Se caló más firmemente el anillo. Con las yemas del
índice y el pulgar creía apreciar el sabor agrio del metal al tocarlo. Era una sensación curiosa,
una ilusión indefinible.
Para disipar la amargura pensó en el muchacho. Su cara se le hacia presente con
facilidad, con mucha facilidad, irrumpiendo en su conciencia con aquella sonrisa y aquel
físico corriente, aún no viril. Era realmente como una chica, con su redondez, la dulce
claridad de su piel, la inocencia.
Sus dedos todavía estaban posados sobre el anillo, y la amargura que había
experimentado creció. Miró hacia arriba. Fuller estaba organizando el equipo. Alrededor de
su calva cabeza brillaba y zigzagueaba una aureola de luz verde pálido.
De repente se sintió mareada.
Fuller no vio ni oyó nada. Su mente estaba inmersa en los preparativos, absorta. Mary se
quedó mirándolo, observando el halo que tenía a su alrededor, sintiendo nuevas sensaciones
despertarse en ella, correr por su interior. El aire pareció súbitamente vivo: las moléculas de
oxigeno, hidrógeno y nitrógeno se apretaban contra ella en un abrazo intimo. La aureola
crecía alrededor de la cabeza de Fuller, encontrando un brillo homólogo en cada objeto de la
habitación. La sensación antinatural de sus yemas también crecía. Podía ver el color de su
aliento al exhalarlo: era como un resplandor naranja rosado en el aire burbujeante. Podía oír
con toda claridad la voz de la mesa de despacho en que estaba sentada: el sordo quejido de su
sólida presencia.
El mundo se estaba resquebrajando: llevaba sus sentidos al éxtasis y, al halagarlos,
provocaba una tremenda confusión de sus funciones. Era capaz, de repente, de comprender el
mundo como un sistema, no político o religioso, sino como un sistema de los sentidos, un
sistema que abarcaba desde la carne viva a la madera inerte de la mesa de despacho, al oro
rancio de su anillo de bodas.
Y que iba más lejos. Más allá de la madera, más allá del oro. Se había abierto la grieta
que conducía a la autopista. Oyó voces dentro de su cabeza que no procedían de ninguna
boca viviente.
Miró hacia arriba, o más bien una fuerza le empujó violentamente la cabeza hacia atrás y
se encontró mirando el techo. Estaba lleno de gusanos. No. ¡Era absurdo! Y sin embargo
parecía estar vivo, hormigueando de vida, vibrando, bailando.
Podía ver al muchacho a través del techo. Estaba sentado en el suelo, con el miembro
prominente en la mano. Tenía la cabeza echada hacia atrás, como la suya. Estaba tan perdido
en su éxtasis como ella. En su siguiente visión observó cómo la luz palpitante, dentro y
alrededor del cuerpo de Simon, indicaba que la pasión se había asentado en sus entrañas y
que su cabeza estaba deshecha por el placer.
Vio también otra cosa, la mentira en él, la ausencia de ese poder en el que ella pensó que
había algo maravilloso. No tenía talento para comunicarse con los fantasmas ni lo había
tenido nunca, lo comprendió claramente. Era un pequeño mentiroso, un niño mentiroso, un
dulce, blanco mentiroso, sin compasión o sabiduría para comprender lo que se había atrevido
a hacer.
Ahora ya estaba hecho. Se habían contado las mentiras, hecho las trampas, y la gente de
la autopista, hartos más allá de la muerte de que se burlaran de ellos y los desvirtuaran,
zumbaban en la grieta de la pared, exigiendo satisfacción.
Esa grieta que ella había abierto: en la que ella había metido los dedos y hurgado sin
saberlo, abriéndola poco a poco. Su deseo del muchacho lo había conseguido: el que no
dejara de pensar en él, su frustración, su acaloramiento –y su disgusto ante ese
acaloramiento– habían agrandado la grieta. Entre los poderes que hacían manifestarse al
sistema, el amor y su compañera, la pasión, y la compañera de ambos, la pérdida, eran los
más fuertes. Y ahí estaba ella, como un encarnamiento de los tres. Queriendo, deseando y
dándose cuenta cabal de la imposibilidad de conseguir ambas cosas. Llena de angustia por los
sentimientos que se había negado a sí misma, creyendo que sólo quería al muchacho como
Intermediario.
¡No era cierto! ¡No era cierto! Lo deseaba, lo deseaba ahora, quería sentirlo dentro de
ella. Sólo que ahora era demasiado tarde. No se podía aplazar el tráfico por más tiempo:
exigía, sí, exigía tener acceso al pequeño embustero.
Era incapaz de evitarlo. Todo lo que pudo hacer fue emitir un débil grito de horror al ver
abrirse ante ella la autopista, y comprendió que la intersección en la que se encontraban no
era corriente.
Fuller oyó el ruido.
–¿Doctor?
Levantó su mirada de los preparativos y su cara –teñida de una luz azul que ella podía
ver con el rabillo del ojo– adoptó una expresión interrogativa.
–¿Dijo usted algo? –preguntó.
Pensó con un retortijón de estómago cómo tenía que acabar todo aquello.
Las caras etéreas de los fantasmas se dibujaban con claridad ante ella. Podía ver la
profundidad de sus sufrimientos y entender que su dolor se hiciera oír.
Comprendió claramente que las autopistas que se cruzaban en la plaza Tollington no eran
vulgares calles. No estaba contemplando el tráfico alegre y despreocupado de los muertos
ordinarios. No, esta casa daba a un camino sólo hollado por las víctimas y los perpetradores
de violencias. Los hombres, mujeres y niños que habían muerto soportando todo tipo de
dolores nerviosos tuvieron la agudeza de reunirse, con las circunstancias de sus muertes
grabadas en sus espíritus. Elocuentes sin palabras, sus ojos narraban sus angustias, sus
cuerpos fantasmales aún llevaban las heridas que los habían matado. También podía ver,
mezclados libremente con los inocentes, a sus asesinos y torturadores. Estos monstruos
frenéticos, enloquecidos mensajeros sangrientos, miraban el mundo a hurtadillas: criaturas
sin par, inefables, milagros olvidados de nuestra especie, parloteaban y aullaban su algarabía.
El muchacho que estaba encima de ella se dio cuenta de su presencia. Lo vio moverse un
poco por la habitación silenciosa, sabiendo que las voces que oía no eran voces de moscas,
que los lamentos no eran lamentos de insecto. Comprendió de repente que había vivido en un
pequeño rincón del mundo y que el resto, los mundos tercero, cuarto y quinto, lo acosaban,
hambrientos e irrevocables, mientras estaba tumbado. La visión de su pánico fue también
para ella un sabor y un olor. Sí, gozó de él como siempre había deseado, pero no fue un beso
lo que unió sus sentidos, sino su creciente pánico. La colmó: su empatía era absoluta. Los dos
tenían la mirada espantada; sus secas gargantas emitieron con voz áspera la misma petición:
–Por favor...
Que el niño aprenda.
–Por favor...
Que reciba atenciones y regalos.
–Por favor...
Que hasta los muertos, ¡por supuesto!, que los muertos sepan y obedezcan.
–Por favor...
Esta vez no se concederían esos favores, lo sabía con seguridad. Estos fantasmas se
habían sumido en una desesperación afligida durante una eternidad en la autopista,
arrastrando las heridas por las que habían muerto y las locuras por las que habían asesinado.
Habían soportado su levedad o insolencia, sus estupideces, las maquinaciones que habían
trivializado sus sufrimientos. Querían decir la verdad.
Fuller, cuya cara flotaba ahora en un mar de luz naranja palpitante, la estaba observando
más de cerca. Notó que le ponía las manos sobre la piel. Sabían a vinagre.
–¿Estás bien? –le preguntó, con un aliento de hierro.
Ella agitó la cabeza.
No, no estaba bien, nada estaba bien.
La grieta se abría por segundos: a través de ella podía ver otro cielo, el cielo pizarroso
que encapotaba la autopista. Aplastaba la pequeña realidad de la casa.
–Por favor –dijo, dirigiendo sus ojos a la materia evanescente del techo.
Más profunda. Más profunda.
El frágil mundo que habitaba estaba tenso, a punto de romperse.
Súbitamente se rompió como un dique, y negras aguas irrumpieron inundando la
habitación.
Fuller sabía que algo no iba bien (el miedo repentino se le reflejaba en el color de su
aureola), pero no comprendía qué estaba pasando. Ella sintió erizarse su espina dorsal; podía
ver cómo daba vueltas el cerebro del hombre.
–¿Qué está ocurriendo? –dijo.
Lo patético de su pregunta hizo sonreír a Mary.
Arriba se destrozó el aguamanil del despacho.
Fuller la dejó tal cual y corrió hacia la puerta. Al acercarse a ella empezó a traquetear y
agitarse, como si todos los habitantes del infierno la estuvieran golpeando desde el otro lado.
El pomo daba vueltas y vueltas y más vueltas. La pintura se llenó de ampollas. La llave
brillaba, al rojo vivo.
Fuller miró de nuevo a la doctora, que todavía conservaba aquella grotesca postura, la
cabeza atrás y los ojos como platos.
Fue a coger el pomo, pero la puerta se abrió antes de que pudiera tocarlo. El vestíbulo
que se encontraba detrás también había desaparecido. Donde solía haber un interior familiar
la perspectiva de la autopista se extendía hasta el horizonte. Esta visión mató
instantáneamente a Fuller. Su mente no fue capaz de asimilar el panorama –no pudo controlar
la sobrecarga que se acumuló en cada uno de sus nervios–. Su corazón se detuvo; una
revolución trastornó el orden de su sistema; su vejiga falló, su intestino falló, sus miembros
se contrajeron y se desplomó. Según caía al suelo, su cara empezó a cubrirse de ampollas,
como la puerta, y su cadáver traqueteó como el pomo. Ya era materia inerte: tan apropiada
para ese ultraje como la madera o el acero.
Su alma se unió a la autopista de los lacerados en alguna parte del Este, camino de la
intersección donde había muerto un momento antes.
Mary Florescu supo que estaba sola. Por encima de ella, el maravilloso muchacho, su
hermoso, tramposo niño se retorcía y chillaba mientras los muertos ponían sus manos
vengadoras sobre la piel fresca. Ella sabía su intención: la podía ver en sus ojos –no había
nada nuevo en ella–. Cada historia tenía en su tradición este tormento particular. Iba a ser
utilizado para grabar sus testamentos. Iba a ser su página, el receptáculo de sus
autobiografías. Un libro de sangre. Un libro hecho con sangre. Un libro escrito con sangre.
Pensó en los libros mágicos que se habían fabricado con piel de hombre muerto: los había
visto, los había tocado. Pensó en los tatuajes que había visto: algunos de ellos exhibían
monstruos, otros los llevaban simples trabajadores descamisados en la calle, con un mensaje
para sus madres grabado en la espalda. El hecho de escribir un libro de sangre no le era
desconocido.
Pero hacerlo sobre una piel parecida, una piel tan reluciente, ¡Dios mío, ése era el
crimen! Gritaba mientras los afilados trozos de cristal de la jarra rota lo torturaban, rebotaban
en su carne, abriendo surcos en ella. Sentía los sufrimientos del muchacho en su propia carne,
y no eran tan terribles...
Sin embargo, gritaba. Y luchaba, y lanzaba obscenidades a sus atacantes. Éstos no le
hacían caso. Hormigueaban a su alrededor, sordos a cualquier súplica o ruego, y trabajaban
sobre él con el entusiasmo de criaturas forzadas demasiado tiempo al silencio. Mary oyó
cómo iban remitiendo los lamentos de Simon y luchó contra el peso del miedo sobre sus
miembros. Por alguna razón sentía que debía subir a la habitación. No importaba qué hubiera
detrás de la puerta o en la escalera; él la necesitaba y eso era suficiente.
Se levantó y notó cómo le caía el pelo en remolinos, desgranándose como la pelambrera
de serpientes de la medusa Gorgona. Se dio cuenta de la situación: apenas podía ver el piso
que había debajo de ella. Los tablones eran de madera fantasmal y por detrás de ellos se
extendía ante su vista una tiniebla en ebullición que rugía. Miró a la puerta, sintiendo un
continuo letargo muy difícil de combatir.
Estaba claro que no la querían allá arriba. «A lo mejor –pensó– me tienen un poco de
miedo.» La idea le infundió resolución; ¿por qué se iban a molestar en intimidarla si su mera
presencia, una vez abierta esa brecha en el mundo, no era una amenaza para ellos?
La puerta llena de ampollas estaba abierta. Detrás de ella la realidad de la casa había
sucumbido por completo al caos estruendoso de la autopista. La atravesó concentrándose en
la forma en que sus pies aún tocaban terreno sólido, aunque sus ojos ya no pudieran verlo.
Por encima de ella, el cielo era azul prusia; la autopista, ancha y ventosa, y los muertos se
apelotonaban a ambos lados. Se abrió camino entre ellos como a través de una masa de
hombres vivos, mientras sus rostros boquiabiertos e idiotas la miraban maldiciendo su
invasión.
El «por favor» había desaparecido. Ahora no decía nada; sólo rechinaba los dientes y
fijaba los ojos en la autopista, avanzando a paso firme para encontrarse con la escalera que, lo
sabía, se encontraba ahí. Tropezó al tocarla y se alzó un aullido de la multitud. No pudo
distinguir si se reían de su torpeza o la advertían de que había ido demasiado lejos.
Primer escalón. Segundo. Tercero.
Aunque la atacaban por todas partes, estaba venciendo a la muchedumbre. Enfrente suyo
podía ver a través de la puerta de la habitación donde su pequeño mentiroso estaba tumbado,
rodeado de agresores. Los calzoncillos le colgaban de los tobillos: la escena se parecía a una
especie de violación. Ya no gritaba, pero sus ojos estaban desorbitados a causa del dolor y del
terror. Por lo menos todavía estaba vivo. Su joven cerebro, a pesar de su resistencia natural,
había aceptado a medias el espectáculo que se había desencadenado ante él.
De pronto sacudió la cabeza y la miró directamente a través de la puerta. En esa parte del
cuerpo había desarrollado un verdadero talento, una habilidad que era una fracción de la de
Mary, pero suficiente para ponerle en contacto con ella. Sus miradas se encontraron. En un
océano de oscuridad azul, rodeados por todas partes por una civilización que no comprendían
ni conocían, sus corazones llenos de vida se encontraron y se unieron.
–Lo siento –dijo en silencio. Daba una lástima infinita–. Lo siento, lo siento. –Miró a
otra parte, arrancó su mirada de la de ella.
Estaba segura de que tenía que estar en lo alto de la escalera, con los pies sobre el aire,
por lo que le decían sus ojos, y las caras de los viajeros encima, debajo y a cada lado de ella.
Pero podía ver, muy vagamente, el contorno de la puerta y los tablones y vigas de la
habitación donde yacía Simon. Ya era una masa de sangre, de la cabeza a los pies. Podía ver
las marcas, los jeroglíficos de la angustia en cada pulgada de su pecho, su cara, sus
miembros. Por un momento pareció brillar en una especie de epicentro, y pudo verlo en la
habitación vacía, con el sol en la ventana y la jarra rota a su lado. Entonces vacilaba su
concentración y, en lugar de eso, veía al mundo invisible vuelto visible; él colgaba en el aire
mientras le escribían por todas partes, arrancándole el pelo de la cabeza y el cuerpo para
limpiar la página, escribían en sus axilas, en sus párpados, en sus genitales, en los pliegues de
sus nalgas, en las plantas de sus pies.
Sólo las heridas coincidían en las dos visiones. Lo viera rodeado de torturadores o solo
en la habitación, sangraba y sangraba.
Ya había llegado a la puerta. Alargó una mano temblorosa para tocar la sólida realidad
del pomo, pero por mucho que se concentrara no podía conseguir que se volviera nítido;
aunque fue suficiente que se fijara en una mera imagen fantasmal. Agarró el pomo, le dio la
vuelta y abrió la puerta del despacho.
Ahí estaba, frente a ella. No los separaban más que dos o tres yardas de aire poseído. Sus
ojos se volvieron a encontrar e intercambiaron una elocuente mirada, común al mundo de los
vivos y de los muertos. Había compasión en esa mirada, y amor. Las ficciones
desaparecieron, las mentiras quedaron reducidas a cenizas. En lugar de las sonrisas
manipuladoras del chico había una auténtica dulzura, que tenía réplica en la cara de Mary.
Y los muertos, temerosos de esa mirada, apartaron la vista. Sus rostros se endurecieron,
como si les estuvieran tensando la piel sobre los huesos, su carne se volvió negra como una
magulladura, sus voces tristes ante la previsión de la derrota. Intentó tocarlo, pues ya no tenía
que luchar contra las huestes de los muertos; se estaban cayendo de cada lado de su presa,
como moscas muertas que se despegaron de una ventana.
Le tocó ligeramente la cara. Su caricia fue una bendición. Los ojos se le llenaron de
lágrimas, que cayeron por su mejilla desollada, mezclándose con la sangre.
Los muertos ya no tenían voz, ni siquiera boca. Estaban perdidos en la autopista; su
maldad había sido contenida.
Plano a plano, la habitación empezó a restaurarse. Las planchas del suelo, todos los
clavos, todos los tablones manchados, se hicieron visibles bajo su cuerpo sollozante.
Reaparecieron las ventanas –y, fuera, la calle crepuscular repitió el eco del clamor de los
niños–. La autopista había desaparecido por completo de la vista de los vivos. Los viajeros
hablan vuelto la mirada hacia la oscuridad y se habían sumergido en el olvido, dejando sólo
sus signos y talismanes en el mundo tangible. En mitad del rellano del número 65, sus pies, al
pasar por la intersección, tropezaron casualmente con el cuerpo humeante y lleno de ampollas
de Reg Fuller. Por fin, el alma de Fuller pasó entre la muchedumbre y echó una ojeada a la
carne que había ocupado una vez, antes de que la multitud le empujara hacia el tribunal
donde sería juzgado.
Arriba, en la habitación que se ensombrecía, Mary Florescu se arrodilló al lado del joven
Mc Neal y acarició su cabeza pegajosa de sangre. No quería abandonar la casa en busca de
ayuda hasta que estuviera segura de que los torturadores no volverían. Ya no había más ruido
que el zumbido de un reactor buscando su camino por la estratosfera hacia la mañana. Hasta
la respiración del muchacho era silenciosa y regular. Ningún halo de luz lo rodeaba. Todos
los sentidos estaban indemnes. Vista. Oído. Tacto.
Tacto.
Lo tocó ahora como nunca se había atrevido a hacerlo antes, rozando ligerísimamente su
cuerpo con las yemas, haciendo correr los dedos por su piel levantada como una mujer ciega
que leyera Braille. Había palabras diminutas en cada milímetro de su cuerpo, escritas por una
multitud de manos. Incluso a través de la sangre podía distinguir con cuánta meticulosidad lo
habían desgarrado las palabras. Incluso podía leer, bajo la luz mortecina, alguna frase
ocasional. Era una prueba que estaba más allá de toda duda, y deseó, ¡oh, Dios, cuánto lo
deseó!, no haberla conseguido jamás. Y, sin embargo, después de esperarla toda una vida, ahí
estaba: la revelación de una vida más allá de la carne, escrita sobre la propia carne.
El muchacho sobreviviría, eso estaba claro. La sangre ya se iba secando y la miríada de
heridas sanaban. Después de todo, era sano y fuerte: no tendría ninguna lesión física grave.
Su belleza había desaparecido para siempre, por supuesto. A partir de ahora sería, en el mejor
de los casos, objeto de curiosidad y, en el peor, de repugnancia y horror. Pero lo protegería y,
con el tiempo, él aprendería a conocerla y confiar en ella. Sus corazones estaban
inextricablemente unidos.
Después de cierto tiempo, cuando las palabras de su cuerpo fueran costras y cicatrices,
ella lo leería. Seguiría, con amor y paciencia infinitos, las historias que los muertos habían
contado encima de él.
El cuento, escrito en su abdomen en un estilo agradable, fluido. El testimonio, impreso
con exquisitez y elegancia, que cubría su rostro y su cráneo. La historia en su espalda, en su
espinilla, en sus manos.
Las leería todas, las explicaría todas, hasta la última sílaba que reluciera y se deslizara
bajo sus dedos adoradores, para que el mundo conociera las historias que cuentan los
muertos.
Él era un Libro de Sangre, y ella su única traductora.
Al caer la oscuridad, abandonó la vigilia y lo guió, desnudo, hacia la noche reparadora.
He aquí, pues, las historias escritas en el Libro de Sangre. Léalas, si le gustan, y aprenda.
Son un mapa de esa oscura autopista que conduce más allá de la vida, a destinos
desconocidos. Pocos deberán seguirla. Los más andarán pacíficamente por calles iluminadas,
acompañados en su tránsito por rezos y caricias. Pero a unos pocos, los elegidos, les llegarán
los horrores, brincando para llevárselos a la autopista de los condenados.
Así que lea. Lea y aprenda.
Después de todo, es bueno estar preparado para lo peor y sabio aprender a andar antes de
perder el aliento.

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