EL LIBRO NEGRO - GIOVANI PAPINI
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--CRONICA OSCURA DE LA HUMANIDAD. SIGLO XX--
INDICE
Advertencia
1. Visita a Ernest O. Lawrence (O acerca de la bomba atómica)
2. Una fiesta pavorosa
3. El tribunal electrónico
4. El Poema del Hombre (De Walt Whitman)
5. Visita a Wright (O acerca de la arquitectura del futuro)
6. La Biblioteca de Acero
7. El astrónomo desilusionado
8. Visita a Molotov (O acerca del Comunismo)
9. Noticias del más allá
10. La Fábrica de Novelas
11. El enemigo de la naturaleza
12. El padre de cien hijos
13. El pianista célebre
14. La Ignorática
15. Del músculo al espíritu
16. Una visita a Lin-Yutang (O del peligro amarillo)
17. Verdugos voluntarios
18. El mercado de niños
19. Una visita a Otorikuma (O las paradojas de la guerra)
20. El desquite del salvaje
21. El Instituto de regresión
22. El entontamiento progresivo
23. El ejército de Baadur
24. El navegante aéreo solitario
25. Las Venus feas
26. El elogio del fango
27. La interrogante del monje
28. El Museo de los Despojos
29. La Universidad del Homicidio
30. Retiro marino
31. La muerte de la isla
32. Ascenzia
33. El congreso de los Panclastas
34. Muerte a los muertos
35. La predicación de la soberbia
36. El fin de los perseguidores
37. La juventud de Don Quijote (De Cervantes)
38. Coloquio con García Lorca (O de las corridas)
39. El Primero y el Ultimo (De Miguel de Unamuno)
40. La revuelta de los actores
41. Visita a Salvador Dalí (O acerca del genio)
42. La Venganza
43. El gran sabio
44. El único habitante del mundo
45. El optimismo de Leopardi
46. Visita a Marconi (O acerca del fin del movimiento)
47. La humanidad de mármol
48. Italia es despojada de su belleza
49. Visita a Picasso (O acerca del fin del arte)
50. Visita a Voronov (O de la transformación del hombre).
51. El abate y las pecadoras
52. ¿Quieres la paz?
53. Muerto por el amor
54. La resurrección de la materia
55. Una conversación con Paul Valery (O acerca de la filosofía y la poesía)
56. La poesía del octogenario (De Víctor Hugo)
57. Del Odio (De Stendhal)
58. Todo por rehacer
59. El regreso (De Franz Kafka)
60. Ancianos y niños (De León Tolstoi)
61. La Historia Universal a vuelo de cuervo
62. Visita a Hitler (O de la dictadura)
63. La sublevación de los Dioses (De Goethe)
64. Vida igual a Muerte (De Kierkegaard)
65. El Neocosmos
66. La conversación del Papa (De Roberto Browning)
67. Visita a Huxley (O la muerte del individuo)
68. El Masculinismo
69. Los vendedores de imposibles
70. El Paraíso hallado nuevamente (De William Blake).
ADVERTENCIA
Hace un año me llegó para antes de Navidad una carta firmada por Gog. Procedía de un puerto de
Escocia y decía así:
Querido amigo:
El que le escribe no es un fantasma, sino aquel extraño nómada enfermo de los nervios,
siempre enfermo y siempre nómada, a quien conoció usted hace ya veinte años en una
casa de salud escondida entre los árboles.
Hace muchos años leí en la edición norteamericana la selección que usted hiciera de las
cartas por mí remitidas. Juzgo que la selección fue bastante buena, y he de confesar que
en esas viejas páginas volví a hallar gustosamente una lejana imagen de mí mismo, así
como también el recuerdo vivo de algunos seres humanos a los que conociera en tiempos
pasados. Su libro hizo que me dedicara otra vez a escribir el diario, labor abandonada
por las recaídas en mi malestar habitual.
Continué recorriendo la tierra sin meta ni objetivo, tal como antes lo hacía, tomado nota,
sin mayor orden, de lo que veía y oía en mis caprichosas y desvariadas peregrinaciones.
Le ruego me haga saber si le agradará leer esta segunda parte de mi diario. También de
ella podrá hacer el uso que le agrade, traduciendo y publicando lo que juzgue mejor.
Escriba o telegrafíe a la dirección abajo indicada. Sinceramente, de Ud. Atto. y S. S.
Gog.
Telegrafié en seguida al New Parthenon, la casa de campo del excéntrico multimillonario,
haciéndole saber que me agradaría muchísimo recibir y leer lo que tan cortésmente me brindaba.
No obtuve respuesta ninguna, pero al cabo de tres meses y desde un puerto de Méjico, me llegó
un voluminoso paquete lleno de hojas escritas o máquina. Lo leí todo con suma atención y
curiosidad y, al igual que la vez primera, hice una especie de antología de aquel original y
abundante diario.
Esa selección es la que ofrezco ahora a los innumerables lectores de Gog esparcidos en todos los
Países del mundo, y la titulo: EL LIBRO NEGRO.
Le puse ese título, elegido exclusivamente por mí, porque las hojas del nuevo diario
corresponden casi todas a una de las edades más negras de la historia humana o sea a los años de
la última guerra y del período postbélico. Haré notar que prescindí de algunos fragmentos que me
parecieron demasiado escandalosos y dolorosos. Hay en la naturaleza de míster Gog, junto a una
morbosa avidez intelectual, un no sé qué de sádico, y de esta su crueldad, aunque más no sea
teórica y platónica, quedan trazas incluso en las páginas por mí traducidas.
Procediendo igual que en el pasado, Gog se ha acercado a los hombres más célebres y
representativos de nuestro tiempo y las conversaciones mantenidas son casi siempre
sorprendentes y reveladoras. En este volumen podrán conocer los lectores, por ejemplo, el
pensamiento de Molotov y de Hitler, de Voronov y de Ernest 0. Lawrence, de Pablo Picasso y de
Salvador Dalí, de Marconi y de Valery, de Aldous Huxley y de Lin Yutang.
La mayor novedad de esta segunda parte del diario es, si no me equivoco, el descubrimiento de
muchas obras de escritores famosos, hasta ahora desconocidas. Gog ha tenido siempre el placer,
más aún, la manía de coleccionar. Nos dice que compró en Inglaterra una colección de autógrafos
de Lord Everett, colección que sólo contenía trozos y esbozos de obras inéditas, y por su parte, el
mismo Gog se ha esforzado por enriquecer esa preciosa colección con otras adquisiciones. Así,
pues, los lectores hallarán aquí, por vez primera, noticias referentes a obras, ignoradas por
completo hasta el presente, de Cervantes y de Goethe, de William Blake y de Robert Browning,
de Stendhal y de Víctor Hugo, de Kierkegaard y de Miguel de Unamuno, de Leopardi y de Walt
Whitman. Estas solas e inauditas revelaciones bastarían para que EL LIBRO NEGRO fuera uno
de los acontecimientos literarios más singulares de estos tiempos.
Además, e igual que en tiempos pasados, Gog ha encontrado en su camino seres humanos
paradojales y lunáticos, preconizadores de nuevas ciencias y nuevas teorías, a cerebrales
maniáticos y locos sueltos, a cínicos delincuentes y visionarios. En su conjunto esos seres ofrecen
un retrato fantástico y pavoroso, satírico y caricaturesco, pero más que nada, me parece, un
retrato sintomático y profético de una época enferma y desesperada más que nunca. Esto que
parece diversión, para los espíritus más vigilantes puede ser un saludable adoctrinamiento.
Esta selección hecha en la nueva cosecha de las experiencias de Gog, me parece mucho más
sabrosa e importante que la realizada veinte años ha. Me agradaría que esta misma opinión fuera
compartida, una vez llegados a la última página, por todos los lectores de EL LIBRO NEGRO.
Giovanni Papini.
Florencia, 5 de noviembre de 1951.
INTRODUCCIÓN
El genio inagotable del gran escritor italiano Giovanni Papini, que con su sola presencia llena
casi medio siglo de la literatura europea, nos ofrece, con EL LIBRO NEGRO, una muestra
insuperable de su prodigioso talento, que sabe armonizar la más desenfrenada sátira con un
lirismo conmovedor; el humor más hiriente con el diagnóstico exacto de los males de nuestra
época.
EL LIBRO NEGRO es un desfile de personajes verídicos (Molotov, Picasso, Wright, Dalí, Hitler,
Valery, Huxley, Marconi, Lorca, Voronov) y de otros totalmente imaginarios: su trama es la
exposición de problemas políticos, morales, sociales, psicológicos y teológicos, desarrollados con
la perspicacia y la hondura del autor de la "Historia de Cristo" y de "El Diablo".
Papini, en su Advertencia preliminar, justifica el título de su obra, que guarda cierta relación con
las páginas de "Gog": "Le puse ese título, elegido exclusivamente por mí, porque las hojas del
nuevo diario corresponden casi todas a una de las edades más negras de la historia humana, o sea
a los años de la última guerra y del período postbélico.".
EL LIBRO NEGRO es una obra que se lee con verdadera pasión, que subyuga desde el principio,
y que no es posible abandonar hasta que no hemos finalizado este maravilloso viaje a través del
tiempo y del espacio.
Conversación 1
VISITA A ERNEST O. LAWRENCE
(O ACERCA DE LA BOMBA ATÓMICA)
Los Angeles, 2 de diciembre.
Han pasado ya bastantes meses desde la explosión de la bomba atómica en Hiroshima, y acabo de
conversar con el ilustre físico al que se debe principalmente esa terrorífica invención.
No es nada fácil acercarse al Profesor Ernest Lawrence, porque los sabios atómicos, como los
más famosos gángsters, son celosamente custodiados. Pero tenía un grandísimo deseo de
conversar con el inventor del ciclotrón, con el descubridor, junto con Oppenheimer, del nuevo
método que logró la escisión de los átomos y que permitió la fabricación de la flamígera bomba.
Después de varios intentos fracasados logré conversar con Lawrence. Más que nada, anhelaba
conocer o adivinar si se había planteado el problema de la responsabilidad moral que implica el
espanto invento en el que participó con otras pocas personas. No perdí mi tiempo pidiéndole
dilucidaciones científicas que él se habría negado a hacer y que por mi parte no hubiera sido
capaz de comprender. En cambio, y con franqueza brutal, le pregunté
- ¿Qué experimenta usted, mister Lawrence, ante el pensamiento de los estragos debidos a su
descubrimiento, y de los otros, quizá más vastos, que sobrevendrán en el futuro?
El mortífero profesor no se alteró lo más mínimo, me respondió con una calma angelical:
- Quiero suponer, mister Gog, que usted sabe, por lo menos de un modo general, qué es la ciencia
y cómo ha sido siempre, al menos desde Tales en adelante, la pasión de los sabios. Éstos no se
preocupan en lo más mínimo de las posibles consecuencias prácticas, sean útiles o nocivas, de sus
investigaciones y de sus teorías. Tan sólo se proponen elaborar hipótesis y módulos capaces de
dar una representación aproximada y una interpretación plausible del universo y de sus leyes. Los
fundadores de la nueva Física nuclear: Rutherford, Niels Bohr y demás, no pensaban ni preveían
que sus descubrimientos darían a los hombres, más adelante, la capacidad de fabricar una bomba
capaz de aniquilar, en pocos segundos a millares y millares de vidas. Tan sólo querían penetrar
los secretos del átomo, de esa última parte de la materia que por espacio de tantos siglos había
parecido ser indivisible, mostrándose refractaria a cualquier análisis. Resumiendo: querían
conocer y no destruir. Yo mismo, con el ciclotrón, me proponía simplemente acelerar los
movimientos de esas partes electrificadas, y esto para una finalidad exclusivamente experimental.
Luego vinieron los militares los políticos, quienes quisieron servirse de nuestros descubrimientos
para uno de los objetivos máximos de las competencias mundiales: la abolición rápida y en masa
de las vidas humanas.
Esta es la eterna tragedia del hombre: no puede menos que indagar, explorar, conocer, y casi
siempre sus descubrimientos hacen sobrevenir catástrofes y muerte. La física nuclear es el acto
más trágico de esta tragedia: por haber querido revelar los secretos del átomo el hombre tiene
ahora en sus manos el medio para destruirse a sí mismo, para destruir la vida en todas sus formas,
quizá para destruir al mismo planeta.
- Comprendo perfectamente, le respondí, pero a pesar de todo ello, ¿no experimentan alguna vez
el escalofrío del remordimiento? ¿No estaría mejor renunciar al deseo del conocimiento a fin de
ahorrar las vidas de los seres humanos?
- Le haré observar, replicó el profesor Lawrence con su voz tranquila, que la hecatombe de vidas
humanas no debida a las enfermedades y a la vejez, es mucho mayor, en años de paz, que la
debida a la bomba atómica. Esta hace muchas víctimas en un minuto, mientras que las otras
causas hacen muchísimo más, pero diseminadas y esparcidas tanto en el espacio como en el
tiempo. Hagamos algunos números. Sume a todos los que mueren asesinados por sus semejantes
con armas o con venenos, a los que se matan con sus propias manos, a los que son deshechos por
los automóviles, a las víctimas de choques y siniestros ferroviarios, a los que arden en los
aeroplanos incendiados, a los que se ahogan en los ríos o en los naufragios marítimos, a los
obreros que son triturados por las máquinas, a los mineros que se asfixian sepultados en las
minas, a los que son ahorcados o fusilados por sus delitos, a los que son alcanzados por los tiros
de la policía en los movimientos o motines y a los que son barridos por las ametralladoras, a los
que mueren carbonizados en los incendios y explosiones, a los que fallecen de golpe en los
certámenes de box o en las carreras de automóviles, a los fulminados por la corriente eléctrica y a
los alcanzados por los tóxicos en los experimentos científicos. Y tenga en cuenta que dejo a un
lado a las víctimas de los terremotos, de las erupciones volcánicas, de los rayos, de los
deslizamientos de tierra y de los aludes. Cuente tan sólo los seres humanos que mueren por
causas estrictamente humanas, y verá que cada año y en todo el mundo alcanzan a varios
millones, que son muchísimos más que los muertos por la condenada bomba atómica. Pero, como
esos pobres cadáveres se hallan diseminados en todos los países, y son segados por muerte no
natural y violenta en distintos días y meses, entonces, únicamente los estudiosos de la estadística
llegan a tener conocimiento de los pavorosos totales; por eso es que el hombre común se
conmueve y excita ante el episodio de Hiroshima, y no piensa en esas otras calamidades, mucho
mayores, que acontecen todos los días y en toda la superficie de la tierra. La compasión no
alcanza a ser homeopática, sino que es suscitada únicamente por el exterminio simultáneo y en
masa.
Y, sin embargo, también en las innumerables atroces muertes de cada, día hay siempre
responsables: fabricantes, técnicos, conductores, criminales, perezosos, descuidados, ignorantes,
etc. Por lo tanto, ¿por qué únicamente yo habría de sentir remordimiento, yo que trabajé antes que
nada para acrecentar los conocimientos del universo que posee el hombre, yo, que únicamente
por obligaciones de ciudadano colaboré en la construcción de un arma que debía vindicar y
proteger a mi patria?
La conversación ya había durado demasiado tiempo, y el profesor Lawrence me despidió con
breves palabras.
Conversación 2
UNA FIESTA PAVOROSA
Miami, 3 de mayo
Mi ex socio Samuel Puppenheim, que continuó en los negocios hasta hace poco tiempo, me
invitó a una fiesta por él ideada para inaugurar su grandiosa y suntuosa villa de Florida.
Cené con él y con su esposa; me causó la impresión de que estaba gozosamente nervioso. Me dijo
repetidas veces
- Verás algo que jamás se ha visto; abre bien los ojos y aguza bien los oídos a fin de no perder
nada de este espectáculo único.
Comenzaron a llegar los invitados; eran pocos, pero hombres que, sumados en conjunto,
representaban varios miles de millones de dólares.
Samuel nos condujo al teatro de la villa: un vastísimo anfiteatro con gradas de mármol y
almohadones de terciopelo, rodeado enteramente por espesas hileras de coníferas oscuras. La
fiesta comenzaría con un ballet que tenía este curioso nombre: Tríada, terceto, terno.
Sobre un palco situado en medio del anfiteatro, y que de golpe fue inundado con rayos de luz
solar, aparecieron tres figuras multicolores, inmóviles, enigmáticas.
La primera tenía el rostro dorado, la cabellera verde y una mórbida capa de color tórtola. El rostro
de la segunda era de color plateado, la cabellera azul y la capa verde cobre. La tercera tenía un
rostro blanquísimo, como yeso, el cabello de color rojo fuego y la capa con los colores del pavo
real. No se les veían ni los brazos ni los pies, porque las tres figuras estaban envueltas en amplias
túnicas que llegaban hasta el suelo. Ni siquiera se podía saber si eran hombres o mujeres aquellos
espectros coloreados agigantados por la cálida luz de los proyectores.
Se oyeron los primeros compases de una música tejida con disonancias quejosas, y las tres
comenzaron a moverse, a inclinarse, a girar sobre sí mismas, a perseguirse y agruparse; ya se
ubicaban triangularmente, ya retrocediendo con lentitud, el busto echado hacia atrás. Se oyó un
fragoroso golpe seco, causado por un instrumento irreconocible pero diabólico, y los tres
espectros cayeron juntamente, extendidos, supinos, y así permanecieron inmóviles, como
cadáveres, hasta que se apagaron las luces.
Al cabo de breves momentos el anfiteatro fue bañado por una claridad cándida, como producida
por muchas lunas. Se vio entonces una red de delgados hilos de acero, red que se sostenía entre
negros y elevados pilares. Cada uno de esos hilos se parecía a los que se tienden en los circos
para las proezas de los equilibristas, pero eran muchos y estaban dispuestos en direcciones varias,
formando diagonales y multitud de ángulos.
Junto a mí estaba Samuel, quien me susurró al oído
- Ahora verás y oirás recitar el último acto de Lucifer, de Vondel, por actores funambulescos.
Sabes que en esa famosa tragedia del máximo poeta holandés, todos los personajes son ángeles y,
por lo tanto, está bien que la representación se desarrolle allá arriba, por encima de la tierra.
En efecto, en aquel instante aparecieron algunos jóvenes con aspecto de ángeles. Tenían en las
espaldas grandes alas, sus rostros eran luminosos; se movían sobre aquella tenue red de acero,
suspendidos sobre el vacío y a gran altura, y comenzaron a declamar los apretados y elocuentes
versos de Vondel. Pronto reconocí a Lucifer, más alto que los otros, provisto de inmensas alas de
terciopelo negro; escuchaba impertérrito, erguido hacia lo alto, los reproches y menosprecios de
Rafael y Miguel. Los ángeles rebeldes podían ser reconocidos porque llevaban máscaras de líneas
faciales más crueles y se movían furiosamente de un lado para otro, caminando sobre los hilos del
fondo, como condenados prestos para precipitarse en los abismos.
Escuché con paciencia los poéticos apóstrofes del gran Vondel, mas, para ser sincero, diré que no
hallaba en ello una gran diversión. La única emoción era causada por la temblorosa espera, como
suele acontecer en las exhibiciones acrobáticas, ante la posibilidad de ver que alguno de aquellos
audaces actores cayera cabeza abajo y se hiciera pedazos en el suelo.
Concluyó el acto y se apagaron las luces. Siguió luego una larga pausa de silencio y oscuridad y
finalmente se vio una gran luz rojiza, de incendio, que parecía llover sobre el palco situado en el
centro del anfiteatro, y de repente se vio la orquesta más extravagante que fantasía humana pueda
imaginar. El vasto palco estaba completamente ocupado por una pequeña multitud de desechos
humanos, de miserables fantasmas de la decadencia y la miseria. Pude descubrir a viejos
jorobados vestidos con harapos, a mutilados y enfermos cubiertos con deshilachados gabanes
negros, a mujeres viejas y deformes con desesperados rostros de epilépticas e histéricas, brujas
con las greñas enredadas y la mirada feroz, enanos deformes haciendo contorsiones de payasos,
viejos ciegos que alzaban al cielo sus pupilas muertas. Cada uno de aquellos despojos humanos
llevaba un instrumento musical, uno de esos viejos y seculares instrumentos que ahora se ven
solamente en los grabados de Callot o en los caprichos de Goya; violas panzonas, flautas más
largas que un telescopio, trompas enormes arrancadas de quién sabe qué orquesta infernal,
tambores altos y estrechos como columnas quebradas, arpas africanas, guitarras sesquipedales,
atabales y putipú napolitanos, castañuelas de marfil y salvajes tam-tam de bronce.
Apareció el director, semejante a un esqueleto, vestido con atuendo de noche, y en vez de la
batuta común alzó en el aire un grueso palo de billar. A ese movimiento, todos aquellos
haraposos y revueltos músicos comenzaron a tocar, cada uno por su lado, y el anfiteatro se llenó
de silbidos, de sollozos, estruendos, estertores, acordes estridentes, de frases musicales rabiosas y
lacerantes que hacían pensar en un concierto demoniaco. Miré lleno de espanto aquellos rostros
transfigurados y desesperados, algunos pálidos como los de los agonizantes, otros húmedos y
colorados como de dementes delirantes. Y cuanto más tocaban más se sacudían y agitaban; los
mutilados golpeaban sobre la tarima con sus muletas o pies de madera, los jorobados enarcaban
la cerviz como gatos enormes dispuestos a combatir, las mujeres parecían sacudidas por crisis
convulsivas.
Y en un momento dado no se contentaron con tocar sus desarmónicos instrumentos sino que
comenzaron a cantar, a gritar, a aullar, a silbar, a ulular, como pretendiendo transformar aquella
satánica sinfonía en la exasperación de un crescendo frenético y demoniaco.
Algunas de las mujeres rodaban por tierra, los lisiados pretendían danzar en medio de aquel
conglomerado de carne repugnante, el esquelético director, siguiendo un ritmo imaginario,
golpeaba las cabezas calvas y tiñosas de los músicos más próximos a si.
Como Dios quiso concluyó aquella bacanal sonora de endemoniados contrahechos; se apagaron
las luces y callaron las voces. No podía más con el disgusto y el horror que sentía. Me levanté
para huir, mi amigo Samuel se dio cuenta y me preguntó
- ¿No te gustó mi fiesta?, ¿no ha sido quizás el espectáculo más original que se haya realizado en
este país?
Le respondí que la fiesta había sido magnifica y sorprendente, pero que sentía necesidad de
descansar. Corrí a mi automóvil y a gran velocidad regresé a mi hotel. El ruido del mar me
pareció una melodía dulcísima.
Conversación 3
EL TRIBUNAL ELECTRONICO
Pittsburg, 6 de octubre.
La construcción de máquinas pensantes ha progresado muchísimo durante los últimos años,
especialmente en nuestro país, que ostenta ahora el primado de la técnica así como Italia tuvo en
sus tiempos el primado del arte, Francia el de la elegancia, Inglaterra el del comercio y Alemania
el de las ciencias militares.
En estos días se realizan en Pittsburg los primeros experimentos para utilizar máquinas en la
administración de la justicia. Después de haberse construido cerebros electrónicos matemáticos,
dialécticos, estadísticos y sociológicos, ya se ha fabricado en esta ciudad, fruto de dos años de
trabajo, el primer aparato mecánico que juzga.
Tal aparato gigante, con un frente de siete metros, se alza en la pared de fondo del aula mayor del
tribunal. Los jueces, abogados y oficiales de justicia no ocupan sus lugares habituales, sino que se
sientan como simples espectadores entre las primeras filas del público. La máquina no tiene
necesidad de ellos, es más segura, precisa e infalible que sus reducidos cerebros humanos. Como
único ayudante el enorme cerebro tiene a un joven mecánico que conoce los secretos de las
innumerables células fotoeléctricas y de las quinientas teclas de interrogación y comando. El
único recuerdo del pasado que se ve en la máquina es una balanza de bronce que corona
platónicamente al metálico cerebro jurídico.
La primera audiencia del novísimo tribunal comenzó hoy por la mañana, a las nueve horas. El
primer imputado fue un joven obrero de la industria siderúrgica, acusado de haber asesinado a
una jovencita que se le resistía. El acusado narró a su modo el hecho, y otro tanto hicieron los
testigos. Luego, el técnico oprimió un botón para preguntar a la máquina cuáles eran los artículos
del código que debían aplicarse en el caso. En un cuadrante iluminado aparecieron
inmediatamente los números pedidos. El mismo cerebro, debidamente manejado por su secretario
humano, concedió las atenuantes genéricas, y pocos segundos después, en otro cuadrante,
apareció la sentencia: veintitrés años de trabajos forzados para el joven asesino. Un distribuidor
automático vomitó un cartoncito en el que estaba repetida la sentencia, el inspector de policía
recogió este cartoncito y condujo fuera al condenado.
Apareció luego una mujer, quien de acuerdo con la acusación había falsificado la firma de su
patrón para apoderarse de algún millar de dólares. Este segundo proceso se despachó aún con
más facilidad y rapidez: se encendieron algunos ojos amarillos y verdes en la frente del cerebro
jurisconsulto, y al cabo de un minuto y medio apareció la sentencia: dos años y medio de cárcel.
El tercer proceso fue más importante y duró algo más. Se trataba de un espía reincidente, que
vendió a una potencia extranjera documentos secretos referentes a la seguridad de nuestro país. El
interrogatorio, hecho por la máquina mediante señales acústicas y luminosas, duró por espacio de
varios minutos. El acusado solicitó ser defendido, y el cerebro mecánico, después de reconocer el
buen derecho de la demanda, mediante un disco parlante enumeró las razones que podían
alegarse para atenuar la vergonzosa culpa. Se siguió una breve pausa y en seguida otro disco
respondió punto por punto, en forma concisa y casi geométrica, a aquellas tentativas de disculpa.
El asistente consultó a diversas secciones de la máquina, y las respuestas, expresadas inmediata y
ordenadamente mediante signos brillantes, fueron desfavorables al acusado.
Finalmente, después de algunos segundos de silencio opresivo, se iluminó el cuadrante más
elevado de toda la máquina: apareció, primeramente, el lúgubre diseño de una calavera, y luego,
un poco más abajo, las dos terribles palabras: «silla eléctrica».
El condenado, un hombre de edad mediana, muy serio, de aspecto profesoral, al ver aquello
profirió una blasfemia, y luego cayó hacia atrás contorsionándose como un epiléptico. Aquella
blasfemia fue la única palabra genuinamente humana que se oyó en todo el proceso. El traidor fue
tendido en una camilla de mano y gimiendo desapareció de la sala silenciosa.
No tuve voluntad ni fuerza para asistir a otros cuatro procesos que debían ventilarse aquella
misma mañana. No me sentía bien, una sensación de náuseas amenazaba hacerme vomitar. ¿Era
aquello el efecto de algún manjar indigesto tomado en el desayuno, o tal vez consecuencia del
siniestro espectáculo que implicaba aquel nuevo tribunal?
Regresé al hotel y me tendí en la cama pensando en lo que había visto. He sido siempre
favorecedor de los prodigiosos inventos humanos debidos a la ciencia moderna, pero aquella
horrible aplicación de la cibernética me confundió y perturbó profundamente. Ver a aquellas
criaturas humanas, quizá más infelices que culpables, juzgadas y condenadas por una lúcida y
gélida máquina, era cosa que suscitaba en mí una protesta sorda, tal vez primitiva e instintiva,
pero a la que no lograba acallar. Las máquinas inventadas y fabricadas por el ingenio de los
hombres habían logrado quitar la libertad y la vida a sus progenitores. Un complejo conjunto
mecánico, animado únicamente por la corriente eléctrica, pretendía ahora resolver, en virtud de
cifras, los misteriosos problemas de las almas humanas. La máquina se convertía en juez del ser
viviente; la materia sentenciaba en las cosas del espíritu... Era algo demasiado espantoso, incluso
para un hombre entusiasta por el progreso, como yo me jacto de serlo.
Necesité una dosis de whisky y algunas horas de sueño para recuperar un poco mi serenidad. El
tribunal electrónico tiene, sin duda, un mérito: el de ser más rápido que cualquier tribunal
constituido por jueces de carne humana.
Conversación 4
EL POEMA DEL HOMBRE
(DE WALT WHITMAN)
Cambridge (Mass.), 3 de febrero.
Me llegué hasta esta Universidad para consultar a un célebre estudioso del poeta Walt Whitman.
Entre los manuscritos inéditos que hay en mi colección figura el primer esbozo de un
desconocido poema del famoso autor de Hojas de Hierba.
El sinfónico vate de Manhattan, hoy en día algo relegado a la sombra, pero que según mi juicio
continúa siendo la voz más potente e inspirada de la América del Norte, como él mismo lo decía,
era "el poeta de lo universal". Y un día pensó en traducir en un grandioso canto la historia
universal de los hombres, la dolorosa, ardua, vergonzosa y gloriosa aventura del género humano,
desde los moradores de las cavernas a los redentores de continentes "Poseemos, escribe Walt
Whitman en una anotación, el poema de Aquiles y de Ulises, de Eneas y de César, de Tristán y de
Orlando, de Sigfrido y del Cid, pero hasta ahora ninguno ha cantado el poema del Hombre, del
hombre en todas las tierras y de todas las épocas, del que venció en milenios de gestas, a sus
grandes guerras, desde la guerra contra la naturaleza hasta la guerra contra sí mismo. Cantaré la
epopeya que no es de un solo héroe ni de un solo pueblo, sino la de todas las naciones y de todos
los hombres. Quiero ser el primero en cantar el canto de los hijos de Adán, quiero ser el Homero
de la especie humana toda.
"Los historiadores, escribe Walt Whitman en otra anotación, incluso los más grandes
historiadores, narran los acontecimientos de los seres humanos, así como un buen
periodista describe los delitos perpetrados en la noche y las ceremonias realizadas
durante el día. Son escritores diligentes, tranquilos, plácidos, fríos; no olvidan ni un
nombre ni un episodio, pero olvidan lo que es más importante: las profundas pasiones y
las terribles locuras de los príncipes y de la plebe, aquellas locuras que son el drama y la
unidad de las historias particulares y separadas. La historia universal no es una
colección de crónicas y de panoramas, es una tragedia humana y divina que se desarrolla
en millares de actos, una tragedia tumultuosa y sublime con sus protagonistas y sus
antagonistas, con sus apoteosis y sus catástrofes; un gigantesco poema épico en períodos
de llanto y de tripudio que ha tenido un prólogo, pero todavía no ha alcanzado su
epílogo."
Este manuscrito propiedad mía tiene por título El Poema del Hombre, y juzgando por el rápido
sumario que tengo ante mis ojos, hubiera sido la obra más amplia y ambiciosa de Walt Whitman.
En su Prólogo en el Cielo, que tan sólo por el título recuerda al Fausto de Goethe, el poeta habría
querido cantar el nacimiento y la juventud de la tierra desde que se separó del sol, astillas
separadas de fuego rutilante y errante, hasta que a través de transmutaciones y revoluciones se
cubrió con vapores y barro, con océanos ilimitados e islas inmensas. Aquel llameante fragmento
de la estrella madre llegó a ser, como lo vemos hoy en día, la habitación y el reino del hombre.
La verdadera historia del planeta comienza con la aparición del hombre. Los primeros seres
humanos viven en cavernas como los animales, se cubren con pieles de animales, se alimentan
con carne de animales, se muerden y despedazan entre si como animales, se unen libremente
como animales, pero poco a poco se elevan del medio animal, se iluminan con la inteligencia,
transforman la piedra en arma, el arma en arnés, la caverna en casa y en templo, convierten el
abrazo ciego en amor, el brujo se hace sacerdote, el sacerdote se convierte en monarca, los
cazadores se transforman en pastores, éstos en agricultores, las primitivas hordas salvajes se
reducen a tribus ordenadas, las tribus llegan a ser los pueblos y naciones.
El hombre llega a ser dueño del fuego, del buey, inventa la rueda y el arado, aprende a sembrar, a
pintar, ennoblece los gritos guturales convirtiéndolos en lenguaje articulado; los símbolos
diseñados llegan a ser escritura inteligible.
Pero el hombre debe combatir, combatir siempre, combatir eternamente. Su guerra primera se
libra contra el hambre, contra las bestias, contra la naturaleza misteriosa y amenazadora, contra
las tribus rivales, contra los que abusan del poder para aprovecharse de él y oprimirlo. El hombre
siempre será guerrero, combatiente, héroe: deberá combatir contra los hielos y las heladas, contra
las marismas y las corrientes, contra la oscuridad y el terror nocturnos, contra la selva venenosa y
la furia de los mares; finalmente combatirá contra sus reyes e incluso contra sus dioses.
Los hombres trazan con caminos los desiertos y las selvas, vencen y pasan las montañas, se
enseñorean del viento y con los remos golpean las olas para navegar velozmente sobre los ríos y
los mares, alzan pilastras de material y columnas de mármol, construyen las casas de Dios y las
moradas de los monarcas, modelan en piedra las imágenes de los muertos y de los númenes,
construyen las metrópolis. Pero, la guerra entre el hombre y el mundo, entre el hombre y el
hombre, jamás se interrumpe, nunca cesa. Las ciudades coligadas o conquistadas se dilatan
transformándose en reinos e imperios, los imperios luchan entre sí para lograr el dominio sobre
las ciudades, y los reinos crecen, florecen, triunfan, decaen, se derrumban. Se levantan otros
imperios que a su vez se pudren y se arruinan.
El Occidente se encrespa con el Oriente, éste se lanza contra el primero, Asia contra Europa,
Europa contra Africa, continente contra continente, raza contra raza, religiones contra religiones.
Las migraciones de los nómadas provocan nuevas guerras, las invasiones de los bárbaros obligan
a nuevas luchas, los pueblos vírgenes e incultos que se asoman por vez primera al teatro de la
historia se abren camino mediante guerras. Menfis y Tebas quedan destruidas, Babilonia y
Persépolis son incendiadas, Atenas y Roma se ven asediadas y saqueadas; desde el Norte y el
Este acuden ríos humanos de caballeros velludos, hambrientos de trigo, de lujo y de sol, salvan
los confines, cruzan los mares, someten y despojan a los antiguos señores ahora reblandecidos.
Mientras tanto, los emperadores hacen asesinar y son asesinados, los nuevos reyes ordenan
carnicerías y a su turno concluyen siendo sacrificados.
Y a pesar de todo, a pesar de esa sangre y ese odio, de esa ferocidad y esas traiciones, los
hombres sobreviven y se renuevan. Se levantan nuevas metrópolis en el lugar de las que cayeron
o fueron destruidas, se hallan y reaparecen las obras maestras que yacían sepultadas, los poetas
cantan las gestas de los dioses victoriosos y de los héroes vencidos, los filósofos procuran hallar
la esencia del mundo y la del alma paseando a lo largo de las orillas del Iliso o en los pórticos de
Atenas, coros de vírgenes y de ancianos cantan en teatros abiertos, bajo el cielo mediterráneo,
lamentando la inexorabilidad del Hado, se alzan anfiteatros, curias y basílicas semejantes a
moradas para cíclopes. Sobre los milagros esparcidos acá y allá se levanta ya el canto armonioso
de los rapsodas, ya el resonar de las trompetas, ya el alarido de empenachados depredadores.
Pero... un día, en el establo oscuro de un escondido pueblecillo, en medio de un pueblo
despreciado y esclavizado, nace un nuevo Dios que con su sangre rescata al mundo, que con su
palabra renueva al mundo, que con su muerte abre el horizonte hacia una nueva vida.
Desgraciadamente, el manuscrito de Walt Whitman se detiene aquí, sin tener en cuenta que mi
descarnado resumen le ha hecho perder lo mejor de su luminosidad. Quedan todavía algunos
otros fragmentos, pero tan desligados y tan lacónicos que no es posible reconstruir el conjunto del
poema que habría sido la obra maestra de un titán, y tal cual lo tengo es tan sólo la sombra de un
sueño demasiado grande.
¿Habrá alguna vez en la tierra un poeta tan inspirado y heroico, capaz de retomar y llevar a
término la "sinfonía inconclusa" de Walt Whitman?
Conversación 5
VISITA A WRIGHT
(O ACERCA DE LA ARQUITECTURA DEL FUTURO)
Taliesin (Wisconsin), 15 de noviembre.
Vine a esta áspera y fría región sólo para conocer personalmente al viejo arquitecto Frank Lloyd
Wright. Los yanquis, compatriotas suyos y míos, lo admiran poco y lo quieren todavía menos,
quizá porque tiene el valor, inconcebible en esta nación, de declararse enemigo de las grandes
metrópolis y de los rascacielos. Y es precisamente a esa clase de hombres, de los que combaten a
la imbecilidad universal, a los que yo procuro conocer, de modo que he realizado un largo e
incómodo viaje para encontrar a Wright.
Apenas supo que lo buscaba me invitó a tomar el té en su escuela. Estaba solo. Es un anciano
alto, andará por los ochenta años, de aspecto sano, hombre resuelto, muy serio, de ojos vivaces en
los que brilla un malicioso orgullo. Me habló así:
"Ya que procura verme sabrá sin duda, por lo menos aproximadamente, cuáles son las
ideas básicas de mi revolución arquitectónica. Todo lo que los arquitectos han hecho
hasta hoy, con muy pocas excepciones en el Medievo y en el Japón, ha sido un ridículo
error. Es preciso renunciar y suprimir todo lo que se superpone a la naturaleza, lo que es
fruto de la vanidad y de la estupidez del hombre: las fachadas, las moles, las simetrías, el
gusto, el fasto, la ornamentación, la grandiosidad, la ostentación, la acumulación, el
edificio que tiene por objeto causar un estupor estético, la ciudad destinada a la
convivencia sofocante y gregaria. Todo lo que deforma, enmascara y sobrepasa a la
naturaleza, es un delito. Si usted acepta el parangón, yo vengo a ser el Rousseau de la
arquitectura.
Mis edificios se insertan hábil y amablemente en el ambiente natural y agreste,
inspirándose en las creaciones naturales; he hecho una casa que se parece a un bosque,
otra que imita a un pájaro con las alas desplegadas.
Pero ahora quiero adelantarme aún más, como solía cantar mi viejo amigo Walt
Whitman. La arquitectura, incluso tal cual yo la entiendo, no es más que un aditamento a
la naturaleza, una violación impertinente y parasitaria del paisaje. El género humano
debe cesar ya de obstaculizar y de afear los santos y libres campos con sus desmañadas
construcciones de piedra, de hierro y de cemento. Y tenga presente que en esta
condenación no exceptúo ni siquiera a mis construcciones del pasado. De ahora en
adelante es preciso buscar las habitaciones del hombre en la naturaleza misma, donde
existen desde antes, prontas y hospitalarias: bastarán unos pocos retoques y algunas
adaptaciones. Una cueva montañesa alisada y ampliada, un antro acomodado con
oportunos trabajos, una bella caverna provista de las comodidades indispensables, una
grieta razonablemente ajustada, el cráter de un volcán apagado bien dispuesto con di
visiones de lava, una gruta espaciosa repartida sabiamente con muros secos, de roca, el
cálido hueco del tronco de un árbol gigante y secular; he ahí las moradas de hace cien
siglos, he ahí las moradas del futuro. Hasta ahora admiré a los medievales y a los
japoneses, hoy en día ya los rechazo y solamente admiro a los divinos primitivos, a los
geniales paleolíticos y neolíticos. Los rascacielos son un insulto lanzado a la naturaleza,
o sea a Dios; las cavidades naturales, insertadas de tal modo en la naturaleza que formen
parte natural de la misma, son las únicas habitaciones perfectas, porque significan
nuestra renuncia total a la jactancia humana que quiere levantar moles de murallas,
enfáticas y superfluas, sobre la sagrada virginidad de los prados, de los bosques y de las
montañas.
Y es usted la primera persona a la que revelo el último y definitivo progreso de mi
revolución arquitectónica. La verdadera arquitectura, la arquitectura del futuro, de
acuerdo a mi juicio, consiste en la supresión de toda forma de arquitectura. Mi
revolución debía desembocar, lógicamente, en la destrucción de la arquitectura. A partir
de ahora el arquitecto no será mas que el descubridor y ajustador de las grutas y las
cavernas. La vieja arquitectura ha muerto... ¡viva la arquitectura eterna!
Apenas cesó de hablar, el viejo Frank Lloyd Wright comenzó a reír calladamente; era una risilla
sarcástica que hacía ver una especie de doble teclado en los que había teclas de marfil antiguo y
de oro nuevo. Luego me sirvió una segunda taza de té y me ofreció un bizcocho duro. Pero no
quiso decir una palabra más sobre sus teorías. Finalmente, sus ojos me dijeron con toda claridad
que deseaba estar solo.
Conversación 6
LA BIBLIOTECA DE ACERO
Boston, 20 de diciembre.
Una carta de recomendación firmada por mi viejo amigo Gabriel Pascal, me obligó a recibir y
escuchar a mister Harry Golding, profesor de papirología en no sé cuál universidad en los
Estados del Sur. Ese profesor es un hombrecillo bajo, más amarillo que un mongol, tiene
cabellera apretada, larga y blanca, que hace pensar en una peluca. Me dijo claramente que se
dirigía a mí después de haber sufrido rechazos de parte de muchas instituciones y gobiernos.
- Usted sabe bien cuál será la horrenda suerte reservada a todos los países del mundo, sin
exceptuar al nuestro, en el caso desgraciadamente no imaginario de una tercera Guerra Mundial.
Hoy en día los hombres disponen de medios tan espantosos, que ninguna ciudad, pequeña o
grande, podrá salvarse de la destrucción. Las bibliotecas privadas y públicas, receptáculos de
material precioso e inflamable, desaparecerán una después de otra, y si la guerra se prolonga
largamente se verán convertidos en nubes de polvillo negro los testimonios de tres milenios de
civilización, de pensamiento y de poesía. Del genio creador que existiera en el decurso de treinta
siglos no quedarán más que lacerados fragmentos o nombres huecos, y tal vez ni siquiera eso
quedará.
»Es preciso proveer desde ahora, desde hoy, si es que el Apocalipsis tiene una prórroga, para
poner a salvo por lo menos los frutos más famosos del ingenio humano, de modo que los
bárbaros futuros, cuando comiencen otra vez la obra de recivilización subsiguientemente al
cataclismo, puedan hallar esos frutos y nutrirse de los mismos. No es suficiente sepultar las
bibliotecas, porque el papel es materia muy perecedera y delicada: está demasiado sujeto a
muchas clases de destrucción.
»Por todo ello he pensado en proponer una biblioteca en que las obras esenciales de la humanidad
estén grabadas en una materia dura y duradera, o sea en acero. Algunos libros serán grabados
íntegramente; otros, menos importantes, en una selección o florilegio. Todos serán bilingües, o
sea que irán acompañados de traducciones fieles. Las obras griegas con su versión latina, las
latinas con su traducción italiana, las italianas con la francesa, las francesas con la inglesa, las
inglesas con la alemana, y así sucesivamente. Toda obra, grabada profundamente en sólidas
láminas de acero, con informaciones precisas acerca del autor y de la época, será amurallada
ordenada en vastos subterráneos acorazados y blindados, construidos en una región desértica,
alejada de las ciudades. Gruesas pilastras de acero inoxidable e indestructible señalarán el lugar
elegido, sirviendo de guías a los investigadores que sobrevivan al cataclismo.
»Un comité internacional elegirá las obras dignas de ser conservadas en la Biblioteca de Acero.
Por razones evidentes de espacio y de gastos no podrán ser más que unas pocas docenas. Por mi
parte ya he hecho mentalmente un catálogo provisional, y si no le es molesto le haré conocer
algunos de los títulos».
Interrumpí al profesor Harry Golding para decirle que no me molestaba, pero que, en lo referente
a la elección de los libros, confiaba por completo en su juicio, y añadí
- Soy un pobre ignorante, y mi opinión sobre ese tema, en caso de tener la osadía de elaborar una
opinión, no tendría utilidad ninguna.
- ¡De ninguna manera! - exclamó el ictérico hombrecillo. Usted está llamado a cargar con los
gastos de esta biblioteca y tiene el derecho de saber acerca de la misma. No le quitaré mucho de
su tiempo, puesto que necesariamente la lista es breve.
»El Antiguo y el Nuevo Testamento serán los primeros libros que se grabarán, versículo por
versículo, desde el primero hasta el último. En cambio, haremos una antología de los escritos de
Confucio, del Avesta y del Corán. El Oriente deberá ser sacrificado, ello me causa remordimiento
y dolor, pero no podemos proceder en otra forma: los Vedas, el Ramayana, el Mahabharata, los
Upanishad, Calidasa, Laotze, Chuang-Tze, Firdausi, requerirían miles y miles de planchas de
acero.
» Pero nos reabasteceremos en Grecia, madre de toda luz v de todo saber. Los dos poemas
Homéricos, una traducción de Esquilo y otra de Sófocles, dos o tres diálogos de Platón, los
Elementos de Euclides, la Introducción a la Metafísica de Aristóteles, los fragmentos de
Heráclito y de Epicuro, esto bastará para dar una pálida idea de lo que fue llamado «el milagro
griego». Roma nos dará menos trabajo: solamente la Eneida será grabada toda entera; de
Horacio, de Tácito y de Juvenal bastará hacer una sobria crestomatía. En cambio, brindaremos
una edición completa de las Confesiones de San Agustín y abundantes selecciones de la Summa
de Santo Tomás. Querría grabar íntegramente la Chanson de Roland, Tristán y la Divina
Comedia, así como también los sonetos más hermosos de Petrarca. En cuanto a los modernos, me
contentaría con el Elogio de la Locura de Erasmo de Rotterdam y El Príncipe, de Maquiavelo.
Tres o cuatro tragedias de Shakespeare harían compañía al Paraíso Perdido de Milton y al Don
Quijote de Cervantes. Añadiría con placer una selección de Ariosto y de Rabelais, grabando en
cambio el texto íntegro de la obra Nuove Scienze de Galileo y de los Principia de Newton. En lo
que respecta a Francia escogería las Máximas del Duque de la Rochefoucauld, los más hermosos
de los Pensées de Pascal, alguna novelita de Voltaire - quizás Cándido- y las Fleurs du Mal de
Baudelaire. En cuanto a Alemania bastarán el Fausto de Goethe y el Zarathustra de Nietzsche;
de la literatura rusa una novela de Dostoievski y otra de Tolstoi. No se deberá olvidar a la ciencia,
la que podrá estar dignamente representada por la obra Orígenes de las Especies, de Darwin, por
las Lecciones sobre Psicoanálisis, de Freud y por los ensayos fundamentales de Einstein. ¿Qué
impresión le causa mi breve catálogo?».
Le respondí que me parecía excelente, y que no sería capaz de aconsejar quitar alguna de las
obras ni añadir otras. Mister Harry Golding continuó diciendo:
- Por desgracia quedan todavía amplias lagunas, y me duele de corazón excluir, por ejemplo, a
Shelley, a Leopardi, a Hume y a Kant, así como también a Víctor Hugo y a Rimbaud. Pero, como
ya le dije anteriormente, el pensamiento de los enormes gastos me ha obligado a tan penosos
renunciamientos. Ya mandé hacer un cálculo aproximado: para la Biblioteca de Acero, tal cual la
he pensado, bastarán pocos millones de dólares. Usted es fabulosamente rico, según se dice, y es
amigo de la cultura y de la humanidad. Reflexione en que será a usted a quien corresponderá el
honor y la gloria de salvar, mediante un pequeño sacrificio de billetes, el tesoro más maravilloso
de la civilización humana. Tengo plena certeza de que demostrará ser más inteligente y generoso
que tantos otros engreídos magnates a los que me he dirigido hasta el presente, y siempre en
vano.
Dije al profesor Golding que su idea me parecía genial y grandiosa, pero que precisaba hacer
algunas serias reflexiones sobre el tema, antes de poder darle una respuesta. Al oírme, el amarillo
hombrecillo respondió con acento amargo
- Así me responden todos, y después no dan más señales de sí. Quiero esperar con toda sinceridad
que usted no se ha de comportar como los otros.
Nos despedimos algo fríamente. Y ahora pienso partir esta noche misma para Nueva York y
embarcarme mañana para Europa.
Conversación 7
EL ASTRONOMO DESILUSIONADO
Monte Wilson, 11 de julio.
Había subido hasta este observatorio, que posee el telescopio más poderoso de todo el mundo,
para obtener las últimas noticias sobre el universo, de labios de un astrónomo que, en tiempos
pasados, hizo sus estudios pagándole yo todos los gastos. No le había advertido mi llegada y no
lo hallé. Pero, en cambio, pude hablar con su asistente, el doctor Alf Wilkovitz, un joven polaco
de origen, que hasta me pareció demasiado inteligente para el puesto subalterno que ocupa.
Por ejemplo, ayer por la noche, mientras fumábamos y bebíamos en una de las terrazas del
observatorio, bajo un cielo densamente poblado de estrellas como pocas veces se le suele ver. Alf
Wilkovitz comenzó a hablar de improviso diciendo con voz cambiada:
Mister Gog, siento la necesidad de confesarle algo que hasta ahora no he confiado ni siquiera a
mis maestros. Pienso que usted me comprenderá mejor que ellos.
»Hasta hace algunos años la astronomía me parecía la más divina de las ciencias, fue mi primer
amor intelectual, apasionado y fuerte. Hoy en día, después de haber conocido más de cerca el
cielo, me siento perplejo, turbado, dudoso, a veces hasta atemorizado. La astronomía me ha
desilusionado. Compréndame bien: la astronomía, como ciencia exacta, es uno de los más
maravillosos edificios levantados por la mente humana en los últimos siglos, pero, en cambio, me
ha desilusionado su objeto: el universo sideral.
»Procedo de una familia religiosa, y desde la niñez resonó en mi alma el famoso versículo: «Los
cielos cantan la Gloria de Dios». Pero, ahora que conozco mejor el cielo, que conozco de cerca a
sus ocupantes y sus lugares, me parece que he sido traicionado. Me había imaginado al
firmamento como una arquitectura inmutable y racional, completamente diversa del caos
terrestre, como una esfera casi divina muy por encima de este planeta demasiado humano, y... en
cambio...».
Alf Wilkovitz arrojó con rabia el cigarrillo encendido un momento antes y levantó su mano hacia
el cielo estrellado
¿Qué sucede allá arriba?, esto: innumerables e inmensos fuegos huyen y se consumen. ¿Por qué
huyen?, ¿adónde huyen? Estamos acostumbrados a las rotaciones regulares de nuestros planetitas
alrededor de esa estrella mediana que es el sol. Pero la mayor parte de los astros huyen
vertiginosamente, tanto las nebulosas como las estrellas adultas, y no sabemos a dónde y no
sabemos por qué. Nuestras mediciones son ridículamente pobres, nuestros más poderosos
telescopios se pueden parangonar a los ojos de un insecto que observaran fijamente las excelsas
quebradas del Himalaya; el cielo que vemos no es el de hoy, el de este momento; en algunas
partes es el cielo de hace varios siglos, en otras partes es el cielo de hace milenios. Parece que las
nebulosas más lejanas se esfuerzan por alejarse cada vez más de la Vía Láctea, pero jamás
sabremos por qué huyen y a dónde van.
»Los astros huyen como desesperados perseguidos, y al huir se convierten en fuego, es decir, se
destruyen. Sus átomos se disgregan por millones cada vez, produciendo luz y calor, pero, ¿qué es
lo que se ilumina con esa luz?, ¿quién es calentado con ese calor?, ¿tal vez se disuelven con tan
loca prodigalidad a fin de que nuestras noches sean iluminadas con una pálida palpitación? Sería
tonta soberbia pensar así, e inconcebible locura el gasto gigantesco hecho para lograr un efecto
tan ínfimo. Los abismos siderales son tan enormes que ni siquiera esa gigantesca convulsión
calorífera puede elevar mucho su temperatura.
»Y sin embargo, millones de nebulosas, millares y millares de estrellas, desde hace siglos de
siglos no hacen más que huir y destruirse, sin una razón imaginable. El derroche de luz y calor
que se hace a cada instante en los inconmensurables golfos del firmamento, supera a toda
posibilidad de cálculo y de fantasía.
»¿Es posible que una Inteligencia superior y perfecta haya querido esa dilapidación enorme,
perenne y completamente inútil? ¿Para qué sirven esos innumerables y pavorosamente grandes
fuegos huidizos, que continuamente nacen y arden, destinados a consumirse vanamente aun
cuando demoren millones de años? Ante ese pensamiento la mente humana se confunde,
aterrorizada ante ese espectáculo absurdo. Algo semejante sucedería si los hombres iluminaran
todas las noches, con millones de lámparas y reflectores, el desierto del Sahara o los océanos
árticos, lugares donde nadie habita y por donde nadie anda.
»Pero esto no es todo. Hay en el cielo otros misterios que ningún entendimiento terreno podrá
desvelar. Durante un tiempo se acostumbró imaginar al cielo como la sede y el espejo de la
eternidad: otra ilusión y otra desilusión. Las investigaciones de la astronomía moderna han
demostrado que también la ciudad estelar está hecha, de úteros y de cadáveres, de infantes y de
moribundos. Las gigantescas nebulosas en espiral son las matrices o las placentas de nuevas
estrellas. Pero esos fuegos suicidas no son eternos: crecen, se dilatan, resplandecen con luz azul y
clara en los vigores de la juventud, y después, poco a poco se empobrecen, adquieren color
amarillento oro, luego el color de las brasas v finalmente se convierten en cuerpos negros e
invisibles, en tenebrosos espectros de muertos que deambulan en los tenebrosos ataúdes del
infinito. El cielo es una infinita incubadora de infantes, pero es también un infinito cementerio de
muertos. La ley del nacimiento, el crecimiento y la decadencia, que se creía propia de la efímera
vida terrestre, es la ley que reina también en lo alto del cielo. Lo que se dijo acerca de los seres
humanos: similares a hojas que se desarrollan frescas en la primavera y caen marchitas en el
otoño, es también verdad para las estrellas. Esos inútiles fuegos fugaces son, al igual que los
hombres, mortales, tan sólo hay una diferencia: que los hombres viven por espacio de millones de
segundos, y los astros viven millones de años, pero, respecto de la eternidad, ¿hay en ello alguna
diferencia?».
»Comprenderá usted ahora mi extravío y mi angustia. Donde creía hallar la perfección sublime de
lo racional no he hallado más que un desgaste inútil, una prodigalidad alocada, un movimiento y
una destrucción sin objetivo y sin razón. Donde creía hallar finalmente la majestad de lo
inmutable y de lo incorruptible he hallado las habituales alternativas de lo pasajero y lo
transitorio, del nacimiento trabajoso, de la juventud malgastada, de la decadencia senil y de la
muerte inevitable. En cuanto regrese mi maestro abandonaré el observatorio y la astronomía. Al
igual que los demás hombres me contentaré con ser un pobre insecto hambriento que se mueve
entre las hojas de hierba de los prados terrestres».
Así me habló el joven Alf Wilkovitz; se notaba en su voz el temblor de la ira y en sus ojos se
traslucía ese húmedo brillo que se asemeja al llanto.
Conversación 8
VISITA A MOLOTOV
(O ACERCA DEL COMUNISMO)
Washington, 12 de noviembre.
Jamás he hallado tantas dificultades y objeciones para entrevistarme con personas célebres
como en esta oportunidad, en que pretendía hablar con Molotov, quien se hallaba de paso en
los Estados Unidos. El poderoso vicario de Stalin se rehusó, durante muchos días, a
concederme una audiencia. Precisé recurrir a un jefe comunista muy influyente, del que había
sido amigo en tiempos pasados, para lograr que Molotov consintiera en recibirme, y esto tan
sólo por unos minutos.
La conversación se realizó bien entrada la noche, en el hotel ocupado por el Comisario del
Pueblo para los Asuntos Extranjeros. He aquí, en compendio, lo que me dijo:
»El terror al comunismo, reinante en América y en gran parte de Europa, es muy
extraño, y así lo califico para no emplear otros adjetivos demasiado fuertes. Vuestros
gobiernos, impulsados por la necesidad de las cosas, están preparando en sus propios
países un embrollo de «controles», vínculos, planes económicos, intromisiones
burocráticas y estatales, que concluirán por crear en todas partes regímenes del tipo
colectivista y conformista, los que a su vez no diferirán mucho del tan temido
comunismo. Y no pueden proceder diversamente a causa de la complejidad y de las
exigencias de la vida moderna, las que requieren una continua y progresiva
intervención del Estado en todos los campos de la actividad humana. Aun cuando
vuestros gobiernos continúen utilizando las viejas palabras del liberalismo y de la
democracia, la realidad cotidiana les obliga a imitar, aun cuando sea de un modo
gradual y disimulado, a los sistemas socialistas. Es completamente ridículo que
vosotros proclaméis el peligro comunista mientras con vuestras propias manos estáis
formando regímenes cada vez más similares, en sustancia, al comunista.
»Es una fatalidad histórica de la que ningún país moderno puede liberarse. Al cabo
de algunos lustros bastarán pocos cambios de estructura y nomenclatura, unos pocos
retoques, a fin de que vuestros países se conviertan en hermanos gemelos de los
países comunistas.
»Hoy en día en el Occidente toda la política se ha reducido a la economía. En el siglo
pasado aún se hablaba de principios, de ideas, de valores nacionales o ideales; ahora
vuestros señores no hablan más que de problemas financieros, de tarifas, salarios, reformas
agrarias, sindicatos y huelgas, hablan de exportaciones y de mercados, de
nacionalización de las industrias, de producción, ocupación y de otros temas
semejantes. Al mismo tiempo que declaran ser adversarios del marxismo están
demostrando día a día haberse convertido, prácticamente, a una doctrina genuinamente
marxista: la del «materialismo histórico». Así pues, incluso
ideológicamente ya estáis maduros para el comunismo.
»Por todo ello, Rusia no tendrá necesidad ninguna de promover guerras para fundar
el comunismo mundial. Ante todo, nuestro gran Stalin no es un romántico, un soñador,
un impulsivo, como lo eran Mussolini, Hitler y Trotzski, por lo que no ama las
aventuras costosas y peligrosas. Es un asiático de buen sentido y conoce la difícil pero
preciosa virtud de saber esperar. Tiene la seguridad de que la doctrina marxista-
leninista es la verdad, y aguarda pacientemente a que las fuerzas inmanentes de la
economía capitalista cumplan su obra, sin necesidad de empeñar a su pueblo en una
lucha peligrosa y sangrienta. Conoce bien lo que sucede en el mundo: el régimen capitalista,
a causa de las leyes mismas de su desarrollo interno, tarde o temprano debe
llevar a una crisis mortal: desocupación creciente, desequilibrio entre la producción y
el poder adquisitivo, descontento y desorden, anhelo y espera de una edad nueva. Además,
Stalin sabe que en cada país enemigo puede contar con un número cada vez más
ponderable de aliados voluntarios y entusiastas, que no cuestan casi nada a nuestro
erario, mientras que los países capitalistas no pueden contar con ningún aliado serio
en los países comunistas. Por todas estas razones es inverosímil una guerra de
conquista querida por las Repúblicas Soviéticas, mientras que, más que probable es
casi cierto el triunfo definitivo del comunismo mundial. Estas son verdades
elementales que ya hubiera debido comprender el Occidente si no estuviera
ensordecido por fraseologías ya superadas y por temores injustificados. Pero, ya he
hablado quizá demasiado. No tengo nada más que decirle.»
Y Molotov, haciendo con la cabeza una señal de despedida salió prontamente de la sala.
Conversación 9
NOTICIAS DEL MAS ALLA
Edmonton (Canadá), 9 de agosto.
Un ministro de la Iglesia Adventista, al que conocí ocasionalmente hace pocos días, me
presentó al hombre más sorprendente que haya encontrado en todos mis viajes a través del
mundo.
Se llama George A. Gifford, tiene ochenta años de edad y me dijo ser el director general de
la «Sociedad para la Resurrección de los Muertos». Me habló en esta forma:
«Los espiritistas se contentan con entablar alguna que otra conversación con los desencarnados.
Nosotros, en cambio, nos proponemos realizar de hecho, antes del último juicio, una de las
promesas más grandiosas de la religión cristiana: la resurrección de la carne. Yo soy discípulo
del ruso Feodorov, quien en el siglo pasado sostuvo en su famoso libro Obra Común la
necesidad y la posibilidad de la resurrección de los antepasados. Pero Feodorov se contentó con
la teoría y la esperanza, como suele acontecer en los hombres de su raza. Yo soy
norteamericano y quiero que la sublime idea del profeta eslavo sea traducida en el reino
concreto y práctico de la realidad. Los obstáculos que se presentaron fueron innumerables he
debido cambiar los métodos y los sujetos, he debido crear una asociación que colaborase a la
gran obra, considerada humanamente imposible, con voluntad unánime y oración obstinada y
perseverante. Muchos me dicen: solamente Jesús tuvo el poder de resucitar a los muertos. Esto
no es verdad, la resurrección fue lograda también por los santos, quienes no eran más que
hombres como nosotros aun cuando estuvieran fortalecidos con una fe más vigorosa que la fe
de los fieles tibios y mediocres.
-¿Y ha logrado realmente resucitar a los muertos?
- Así es, aunque con infinito desgaste de espíritu y de tiempo. Nuestra sociedad cuenta con
varios millares de adherentes, y en un trabajo afanoso e incesante de veinticinco años tan sólo
hemos podido restituir la vida a seis muertos. Uno de ellos, el último, vive en esta ciudad, y he
venido a visitarlo, cosa que hago todos los años.
-¿Seria posible que también yo le viera y le interrogara?
- Míster Newborn (Renato) - éste es su nombre actual, no se negará a hablar con una persona
presentada y acompañada por mí.
-¿Sería posible ir en seguida?
- Iré a buscarle a su hotel esta noche, después de la cena, y estoy seguro de que míster Newborn
le contará cosas que ninguna fantasía humana sería capaz de inventar.
La casa del resucitado se hallaba ubicada en un extremo de la ciudad, en la cima de una colina
boscosa. Una mujer todavía joven nos hizo entrar, a mí y a míster Gifford, en una sala de
paredes recubiertas de madera, con rellenos de preciosas pieles canadienses, dispuestas con
mucho cuidado en sostenes de pino brilloso.
Esperamos en aquella sala por espacio de algunos minutos; ni siquiera se veía una silla. Luego
reapareció la mujer, la que nos llevó a un escritorio de aspecto comercial, donde frente a una
máquina de escribir cerrada, se hallaba sentado un hombre pálido, pensativo, que vestía un traje
de terciopelo negro. Era míster Newborn.
Gifford dijo mi nombre y le hizo conocer mi deseo, rogándole que quisiera relatarme algunos
episodios de su estada en la otra vida. El taciturno resucitado, que no se había alzado de su
poltrona, me miró fijamente con ojos tristes, grises, casi apagados. Luego comenzó a hablar en
voz lenta y baja
- No le diré nada acerca de mí, de mi partida y mi regreso a este mundo, puesto que míster
Gifford lo sabe todo y podrá decirle lo que considere útil para el progreso de nuestra sociedad.
Tan sólo le hablaré acerca del acontecimiento más notable al que asistí durante los largos años
de mi estada entre los muertos.
»Según me parece, los hombres creen que el mundo del más allá no tiene historia: todo es
determinado y fijado por la omnipotencia del Eterno, cada difunto tiene su nicho y su sentencia,
nada puede hacer cambiar su suerte, los condenados rechinan en las tinieblas, los
bienaventurados exultan en la luz, diablos y ángeles tienen a perpetuidad sus misiones y nada
cambia por los siglos de los siglos. Pues bien, puedo asegurarle que, muy al contrario, incluso
en el más allá hay una historia, o sea: el más allá tiene sus crisis y sus alternativas.
»Hacía ya mucho tiempo que yacía en las tinieblas exteriores, bajo el peso de mis culpas,
cuando repentinamente se difundió en el inmenso reino de los muertos una noticia inaudita: un
grupo de veteranos del infierno había dado la primera señal de la sublevación general de los
condenados. Multitudes cada vez más numerosas y alborotadoras de compañeros en la
desventura estaban listas para seguirlos. Los custodios y guardianes del infierno, considerando
que los condenados se hacían discípulos suyos imitando su pasado de rebelión contra Dios, les
dejaban hacer, y según se decía hasta instigaban a los tímidos y tibios.
»Uno de los jefes de la revuelta, el famoso Münzer, andaba de un lado para otro por las
interminables tinieblas, incitando a los pusilánimes y los dudosos. Les hablaba así
»Somos víctimas de una despiadada injusticia que se halla en abierta contradicción con el
mensaje de perdón anunciado por el Hijo de Dios. La eternidad de las penas no es conciliable
con el Dios todo amor proclamado por los santos y los teólogos. Un padre amoroso, que ama en
verdad a sus hijos, puede castigarlos por una culpa, pero no quitarles por toda la eternidad la
esperanza de la remisión del pecado. El hombre es un ser limitado, finito, que comete un error
limitado en el espacio y en el tiempo, y a veces lo comete arrastrado por la fatalidad de su
naturaleza, de lo cual no es siempre responsable. ¿Por qué, a la finitud del ser culpable y de su
culpa, debe corresponder la infinitud del castigo? ¿Por qué el error de una hora breve, de una
sola estación, y hasta de toda una efímera existencia, debe ser castigado con una tortura eterna e
infinita, sin conclusión?
»Se dice que si bien el pecador es finito, su pecado es infinito porque es una ofensa contra el
Ser Infinito. Pero Dios, que es perfección absoluta y amor perenne, ¿puede ser ofendido por
una pobre criatura, que en definitiva es obra suya?
»Reconocemos a la justicia divina el derecho de castigar a los malvados. Pero no podemos
admitir y tolerar que un pecado, finito por naturaleza, deba ser castigado con una pena sin fin.
Que el pecado de una hora sea castigado con la condenación a un siglo de tormentos, y que el
pecado de una vida entera sea expiado con milenios de exilio en el abismo, pero que en
definitiva haya una conclusión, un fin. Vosotros sabéis qué es la eternidad, cuán atroz es el
pensamiento de un dolor que jamás tendrá término, de las tinieblas que nunca tendrán un
resquicio de amanecer. Después de siglos en la cárcel y la oscuridad tan sólo pedimos una
liberación final, un retorno a la luz. Apelamos a la misericordia de Dios contra su cruel justicia.
Si Dios es amor y nada más que amor, que lo demuestre de un modo conclusivo perdonando a
sus enemigos. Nuestro movimiento no es una sublevación sino una santa cruzada hecha en
nombre de la caridad.
»Estas arengas suscitaban un gran entusiasmo entre los míseros sufrientes, y millones de
réprobos elevaban al cielo lejano coros de súplicas furiosas, de gritos y blasfemias, de gemidos
y clamores de angustia.
»Algunos demonios se habían plegado a sus víctimas y las exhortaban a la rebelión. Les decían:
No tenéis nada que perder, estáis condenados a los suplicios eternos y por lo tanto no os queda
lugar para temer algo peor, ya podéis estar seguros de la impunidad y, en cambio, podéis
alimentar la esperanza de una redención.
»Pero el cielo permanecía mudo, ninguna voz descendía desde lo alto, no apareció ningún ángel
para anunciar la confirmación de la sentencia o la pro mesa del indulto. Sin embargo, la
revuelta no se aplacaba y los desesperados gritos de los malditos continuaban golpeando las
invisibles paredes del abismo.
»Pero, no sé cómo, un día llegó al infierno una noticia increíble: hasta los bienaventurados del
paraíso amenazaban abrazar la causa de sus hermanos condenados. Se entiende que su
sublevación era completamente diversa de la infernal, adoptaba la forma de una inmensa,
cordial y reverente oración. Los justos pedían a Dios compasión para con los injustos. Cada uno
de ellos, decían, tenía en aquellas profundidades de oscuridad eterna algún hermano, amigo,
pariente, una mujer amada, un hijo extraviado. Su propia felicidad no era perfecta porque se
veía perturbada por el pensamiento de los tormentos infinitos que sufrían seres a los que habían
amado en la tierra. Se dirigían a Dios: Nos prometiste la felicidad eterna, pero esta felicidad no
puede ser plena y total mientras nos veamos entristecidos por la compasión que nos inspiran los
seres a los que destinaste al dolor eterno. La tortura de los condenados es una disminución de
nuestro gozo, y, consiguientemente, también nosotros somos castigados indirectamente por
culpas que no hemos cometido, y esto no se conforma con tu justicia y tu misericordia.
Ordenaste a los hombres que perdonaran a sus enemigos, ¿por qué no das el más sublime
ejemplo perdonando a los enemigos de tu Ley, después de tantas vigilias de horror?
»Pero Dios escuchaba y callaba. Entonces muchos bienaventurados, y entre los primeros los
santos más venerados, se ofrecieron para descender al infierno y ocupar el lugar de los infelices
desterrados. Decían así: Los sufrimientos de los inocentes podrán expiar en un tiempo menor
los pecados de los culpables, y en esta forma se verán satisfechas al mismo tiempo tu justicia y
tu misericordia. Concede, ¡Oh Señor!, que también en la segunda vida sea eficaz la Comunión
de los Santos. Nosotros, que gracias a tu benignidad estamos ciertos de la Luz Eterna, nos
ofrecemos a ti para ocupar el puesto de nuestros hermanos desesperados, que sufren desde hace
tanto tiempo en las tinieblas eternas, y ocuparemos su lugar todo el tiempo que te plazca.
»En el Empíreo habían cesado los cantos, ahora resonaban los gemidos y las súplicas; los
ángeles, asombrados y conmovidos, guardaban silencio con templando el rostro del Eterno.
Pero Dios escuchaba y callaba...».
Llegado a esas palabras de su relato, míster Newborn interrumpió de golpe aquel inaudito
acontecimiento.
-¿Y después? - preguntó míster Gifford pasados algunos instantes.
- Después, no supe más nada ni nada puedo decir - replicó el resucitado con voz débil.
Precisamente mientras todos los muertos, los que alababan y los que gritaban, esperaban la
decisión de Dios, fui llamado otra vez a la vida terrestre por mis hermanos vivientes. Tal vez,
cuando llaméis a un nuevo resucitado, éste podrá relataros la continuación de mi historia.
Poco después nos despedíamos del melancólico resucitado. Y desde entonces, incluso en este
momento, me he estado preguntando: ¿sueño?, ¿imaginación?, ¿verdad?
Conversación 10
LA FABRICA DE NOVELAS
Chicago, 2 de marzo.
Desde hace ya algún tiempo soy uno de los mayores accionistas de la Novel's Company Ltd., y
como estoy transitoriamente en Chicago quise visitar el laboratorio de la sociedad.
Entre todos los productos presentados en papel impreso y ofrecidos al público, la novela es el
más solicitado y el que más se vende, de modo que surgió en el cerebro de un joven amigo la idea
de levantar una verdadera industria cuyo objetivo seria ofrecer a los consumidores, y en grandes
cantidades, un material novelístico tipo standard. «La fantasía al servicio de la evasión», tal seria
la fórmula básica de la Novel's Company Ltd. La novela, que ha llegado a ser para muchas
personas un producto de consumo diario y de primera necesidad, no podía ser dejada a la
anticuada producción individual casi artesana, no podía quedar librada a la iniciativa privada.
El establecimiento donde se fabrican en serie las novelas, se levanta junto a las orillas del lago
Erie, y se compone de varios cuerpos distribuidos en un jardín, pabellones en los que se han
instalado las diversas reparticiones. La división del trabajo se aplica aquí rigurosamente, y es la
clave de la producción industrial en masa.
En uno de los pabellones trabajan los especialistas en paisajes agrestes y los de escenarios
urbanos; en otro los que preparan las descripciones de interiores y de mobiliarios: desde la
taberna negra hasta el castillo del multimillonario. En un tercer pabellón se afanan los creadores
de tipos femeninos de toda clase y medida: aventureras de mediana categoría, vírgenes ricas y
enamoradas, damas adúlteras, campesinas del Oeste, mulatas delincuentes y prostitutas fatales.
En otro pabellón próximo se elaboran los tipos masculinos: los gángsters, los cowboys, los
políticos, los bailarines profesionales, los conquistadores de salón y los aprovechadores de
mujeres. Luego está el pabellón donde se inventan nuevas modalidades y formas de delitos e
intrigantes alternativas tenebrosas; otro da cabida a los peritos en erotismo, en toda clase de
inversiones y perversiones sexuales, los que son asesorados por médicos psicoanalistas y
meretrices retiradas. No falta una biblioteca de novelas, de todos los tiempos y países, utilísima
para las imitaciones y plagios; en ella un lingüista adscrito a la sección vocabularios sugiere a los
obreros principiantes y menos expertos los términos de los diccionarios técnicos: el slang y el
argot.
En el centro del parque se alza el edificio de la dirección central, donde un grupo de ajustadores
bien pagados, utilizando las diversas partes proporcionadas por los repartos antes mencionados y
unificándolas, elaboran novelas bien confeccionadas, de acuerdo a los módulos y especies
preferidos por el gran público.
El director general, un viejo novelista que en tiempos pasados fue bastante popular en los Estados
Unidos, me dijo que ahora la producción se orienta, por razones económicas, hacia dos tipos de
novela: la Novela Venérea (con una juiciosa dosis pornográfica) y la Novela Criminal en dos
subespecies: aquella en la que triunfan los delincuentes y aquella en que triunfan los policías. La
Novela Sentimental y la Psicológica se hallan en el mercado en franco descenso, igual que la
Histórica y la Social, y añadió
- Nuestra producción media anda alrededor de unas doscientas novelas mensuales, pero
esperamos aumentarla en el año próximo. Los obreros que se ocupan de la fabricación suman
quinientos, en su mayor parte son jóvenes diplomados en las universidades, y también hay ex
periodistas y literatos fracasados. Pero no faltan mujeres, quienes han demostrado ser
trabajadoras diligentes e incansables. Naturalmente, tenemos una grandiosa tipografía dotada de
máquinas modernísimas, y una oficina comercial que por medio de agentes y representantes
distribuye nuestras novelas haciéndolas llegar hasta los lugares más remotos del país. Nuestros
productos standard han conquistado millones de lectores porque corresponden al tipo promedio
de los gustos. Sumadas en total, nuestras tiradas anuales ascienden a varios millones de
ejemplares, nuestro éxito es inmenso y seguro, la ganancia comienza a ser activa. En la próxima
asamblea de accionistas podremos proponer un dividendo del 12 por 100.
Salí muy satisfecho de la fábrica Novel's Company Ltd. El negocio se desenvuelve de una
manera inmejorable y estoy satisfecho por no haber invertido mal mis dólares.
Conversación 11
EL ENEMIGO DE LA NATURALEZA
New Parthenon, 18 de abril.
Pocos días hace, mientras paseaba por el jardín de mi villa marítima, advertí con el estupor
consiguiente, que el más bello de mis cerezos, que el día anterior estaba cubierto por una nube de
flores, no era más que un desnudo esqueleto de ramas, como si estuviéramos en enero. Las flores
y las hojas que lo adornaran hasta el día anterior, yacían por tierra como sucia hojarasca.
No había habido torbellinos ni golpes de viento durante la noche. Aquel delito había sido hecho
por una mano humana. ¿Quién podía haber realizado aquella sacrílega devastación?, ¿un loco o
un enemigo?
Al día siguiente experimenté otra sorpresa: todos mis tendales de narcisos, todas mis espalderas
de glicinas no tenían ni una flor; los setos de siempreverdes, laureles y boj, estaban transformados
en un entrelazamiento miserable de vástagos sin hojas. Llamé a Harry, el capataz de los jardines,
quien ya había advertido aquellas depredaciones y estaba más aterrorizado que yo. Me dijo que
también la huerta, donde hago cultivar legumbres y verduras de toda clase, estaba devastada,
pisoteada, con las plantas desenraizadas o cortadas a flor de tierra. Aquello era demasiado grave.
En seguida hablé por teléfono con el comisario quien poco después estaba en la villa y quedó
asombrado, lo mismo que yo, ante la comprobación de aquel insensato estrago. Me dijo
- Esta noche mandaré aquí dos vigilantes que harán guardia durante toda la noche, y en caso de
que vuelva el malhechor, lo sorprenderán.
Pero aquella noche y la subsiguiente los policías no vieron ni oyeron absolutamente nada. Al
amanecer del tercer día fui despertado por el ruido de armas de fuego y por gritos. Descendí al
jardín y vi venir hacia mí a un joven palidísimo, que era arrastrado violentamente por los dos
policías hacia la entrada de la casa. Cuando el joven estuvo encerrado en un cuarto de la planta
baja, con buena custodia, quise interrogarlo.
Al principio permaneció mudo e inmóvil, como si las preguntas no fueran dirigidas a él. Pude
entonces observarlo bien: era rubio y de aspecto delicado, tenía un rostro ascético de intelectual y
soñador, vestía pulcramente de color gris oscuro, sus manos eran mórbidas y finas, manos de
artista o de mujer. Me miraba con dos bellísimos ojos celestes, luminosos como los de un piadoso
novicio.
El comisario, advertido telefónicamente, llegó pocos minutos después e interrogó también al
desconocido, siendo más afortunado que yo, pues le respondió con voz dulce
- Me llamo David Bayton, tengo veinticinco años de edad y soy pintor. No tengo familia, vivo en
el Hotel Sanderson, en Fire Street. He estudiado en Boston y he expuesto obras en Filadelfia.
¿Quiere saber alguna otra cosa?
- Sí. Queremos saber lo más importante, ¿fue usted quien destruyó repetidas veces las flores y
plantas del jardín de míster Gog?
- Sí, he sido yo.
-¿Y por qué lo hizo? ¿Tiene algún motivo personal de resentimiento contra míster Gog?
- Ningún motivo. Pocos minutos hace, y por primera vez, he visto a míster Gog.
- Pues entonces, ¿cómo explica su alocada acción?
- Será algo difícil que ustedes puedan comprender las razones que me han inducido a hacer lo que
he hecho.
- Esto no le compete a usted, señor Bayton. Diga todo cuanto pueda y pondremos nuestra mejor
voluntad a fin de comprenderle.
-¿Lograrán comprender que yo odie, desde mi niñez, a los poetas, a los que mienten en rima, a
los estafadores laureados? ¿Podrán comprender que los odie principalmente a causa de sus
insulsos lugares comunes acerca de la primavera? La verdadera primavera, la que conocí en mi
miseria, está hecha de lodo sucio, de viento áspero, de olor a estiércol. Vuestra primavera es una
estafa insultante de los literatos y de los jardineros.
- Sin embargo, usted mismo ha dicho que es pintor, ¿puede un artista blasfemar como usted lo
hace de las obras del Señor?
- Soy pintor, pero de los que se han liberado, y espero que para siempre, de la humillante
fidelidad a lo verdadero, a la naturaleza, a la belleza. Queremos representar un mundo nuestro, un
mundo nuevo, arbitrario y metafísico, que sea obra de nuestra mente y no creación de ese Dios
vuestro de las escuelas dominicales.
- No estoy aquí para discutir sobre las teorías de las bellas artes. ¿Tiene alguna otra declaración
que hacer?
- Sí. Deseo añadir que la vegetación es, ante mis ojos, una forma inferior de la vida terrestre, una
forma parasitaria, pasiva, inmóvil, muda. No puedo soportar el verla, y si me es posible la ataco.
- Bien, ¿y qué más?
- Puesto que me escuchan, quiero decirles que odio con especial intensidad a las flores, desde que
he sabido que son desvergonzadas exhibiciones sexuales hechas por las plantas para inducir a los
insectos a que actúen como intermediarios en la diseminación del polen. Esas poéticas flores que
vosotros, personas sabias y virtuosas, oléis con tanta dedicación y ofrecéis galantemente a las
castas doncellas, no son más que obscenos órganos genitales carnosos y viscosos.
- Hemos comprendido, ¿qué más?
- Declaro también que detesto y vomito con sinceras náuseas a vuestra bella naturaleza, que
incluso en el reino vegetal se reduce a una lucha atroz por la supervivencia, o sea a una perenne
guerra y a una mutua destrucción. Se admite por doquier que un hombre culto, civil, bien
educado, debe admirar a la santa, a la divina naturaleza. Siempre me he rebelado contra ese
hipócrita lugar común. Para mí la naturaleza es un caos sospechoso y misterioso, del que no
puedo huir pero que aprisiona y amenaza mi existencia, mi personalidad. Es algo impuesto y
enemigo, de lo que sólo puedo sustraerme con la revuelta y la destrucción. Pero no soy un loco,
un insano, como vosotros lo creéis, y puesto que no puedo desenraizar los montes o asesinar a las
ballenas, me desahogo contra los vivientes más frágiles e inermes, contra los vegetales.
-¿Ha concluido ya?
- Hay otra razón que me induce a todo esto, pero es demasiado íntima y personal. Jamás la
conoceréis.
- Prescindiremos de ella. Para mí, el único problema es éste: ¿debo meterle en una cárcel o
acompañarle a un manicomio?
- Entre un lugar y otro no hay mucha diferencia - replicó David Bayton, sonriendo. Lléveme al
lugar que esté más cercano.
El comisario y sus hombres hicieron que el joven subiera a un automóvil y se alejaron de la villa.
Al quedarme solo comencé a pensar en lo que había oído.
Ese pintor maniático, en el fondo no me desagrada. Querría hacer algo a fin de que lo pongan en
libertad.
Conversación 12
EL PADRE DE CIEN HIJOS
Pasadena, 17 de julio.
El gran neurólogo C. W. Carr, que me curó repetidas veces de mis perturbaciones, ha querido que
pasara dos semanas en su maravillosa villa, a donde vino a curar su propio sistema nervioso ya
fatigado. Además de mí tiene unos pocos huéspedes juiciosamente seleccionados y que hacen
buena compañía. Pero tan sólo uno, el más taciturno y pensativo, ha sido capaz de despertar al
viejo demonio de mi curiosidad.
Míster H. B. es un joven de unos treinta años de estatura equilibrada y de físico agraciado, tiene
un hermoso color rosado y ojos de flor de lis. Se sienta a la mesa con nosotros pero habla
poquísimo, únicamente lo necesario para no ser tenido por mudo o mal educado. Durante el resto
de las horas del día está casi siempre apartado y meditabundo. Jamás le he visto sonreír, varias
veces procuré iniciar una conversación, pero siempre, con excusas corteses y gentiles, me ha
eludido. Tampoco el profesor Carr quería darme datos precisos acerca de su melancólico huésped
--Es un actor cansado, un músico equivocado, un poeta que pasa sus vacaciones de tal.
No presté fe a esas evasivas, hasta que ayer, finalmente, Carr se decidió a decirme la verdad a fin
de obtener de mí una codiciable promesa.
- Ese joven es un semental humano afectado a objetivos científicos. Usted sabe cuánto se difunde
en Norteamérica el método de la fecundación artificial. El entusiasmo experimental de ciertos
biólogos y la renuencia de ciertas mujeres a los contactos sexuales, favorecen esa tendencia y la
propagan cada vez más. Hay muchísimas jóvenes que desean ardientemente ser madres, pero se
asustan ante la idea de los impetuosos y algo bestiales abrazos masculinos. Por esto se ha pensado
acudir en auxilio de ellas poniendo en acción las prácticas de la fecundación artificial que ya se
ha probado eficazmente en la producción de terneros. Naturalmente, estas mujeres quieren tener
hijos hermosos, sanos y robustos, de ahí la importancia que tiene la selección del semen. Por otra
parte, preocupados los biólogos por la progresiva decadencia física de la especie humana, se
convierten en promotores de esas experiencias de maternidad sin cohabitación, porque hacen
factible la selección racional e higiénica de los padres colectivos.
»Una comisión de fisiólogos, ginecólogos, eugenistas e higienistas, busca por todo el país
machos reproductores considerados los más idóneos para proporcionar un selecto licor seminal.
El señor H. B. ha sido descubierto por esa comisión, aceptando, por razones idealistas y sobre
todo financieras, formar parte en la reserva de padrillos humanos. Ha brindado voluntariamente
su semen a muchos centenares de mujeres a las que jamás ha visto ni conocido, y según las
estadísticas de la comisión hoy en día es padre de cien hijos que ignoran su existencia y a los que
jamás verá.
»Según el juicio de los especialistas posee los mejores requisitos, físicos e intelectuales, para
lograr excelentes ejemplares del horno sapiens. Y en realidad de verdad, según se asegura, los
hijos e hijas que proceden de sus espermatozoides han satisfecho plenamente a las que podremos
llamar sus esposas in incógnito. Pero ninguna de ellas ha querido encontrarse con él, todas han
rechazado la idea de hacerle ver el fruto de su colaboración.
»Podrá comprender ahora el porqué de su profunda tristeza: tiene cien hijos y está solo, ha hecho
madres a cien mujeres y no amó a ninguna. Durante estos últimos tiempos su melancolía se tornó
tan inquietante, que los médicos, sus propietarios, lo han confiado a mis cuidados, y ahora está
pasando aquí un período de absoluto reposo. El síntoma más grave es el siguiente: se ha
enamorado de una mujer, pero ésta no quiere ni marido ni hijos. En cuanto se cure deberá
retornar a su oficio de reproductor diplomado, pero me temo que su desesperación sentimental
haya alterado sus virtudes genésicas».
Esta mañana encontré en el parque a míster H. B. Miré fijamente su rostro pero no me atreví a
dirigirle la palabra. El solitario padre de cien hijos me causó la impresión de estar más abatido
que en los días anteriores. Cuando me vio hizo un distraído gesto de saludo y desapareció.
Conversación 13
EL PIANISTA CELEBRE
New Parthenon, 29 de septiembre.
Hace algunos días sucedió en mi casa una breve pero singular aventura que merece ser
mencionada en este diario.
A fin de agasajar a mis huéspedes de vacaciones, invité a uno de los más célebres pianistas de
todo el mundo, quien se encuentra de paso en los Estados Unidos. Es un alemán, el maestro
Rudolf Ebers, hombre de unos cuarenta años de edad, de cabellera estilo Liszt y de exterior
austero y reservado. Parco en el hablar, nunca se acercaba al gran piano Steinway, de concierto,
que tengo en el salón central de la villa.
Hacía ya tres días que vivía con nosotros y ni siquiera nos había hecho sentir un acorde. Aquella
noche languidecía ya la conversación y las mesas de juego, no sé por qué causa, estaban
desiertas. Una mujer bellísima, esposa del propietario más rico de Maryland, mujer alta, morena,
algo criolla y muy agresiva, rogó al maestro Ebers que tocara algo. Todos mis huéspedes, que
sumaban unos treinta, se plegaron a la magnífica mujer implorando del maestro que les brindara
una muestra de su decantado virtuosismo. Pero el alemán se encerraba en su torre de marfil y no
accedía. Había andado por las mayores ciudades de los Estados Unidos dando muchos conciertos,
y ahora necesitaba un reposo absoluto, pedía que lo disculparan, que leo perdonaran, que
aguardaran algún día más.
Entonces, la hermosa criolla tomó las delgadas manos del músico reluctante, las apretó y exclamó
- ¡Esta noche o nunca!
Y los demás clamaron a coro
- ¡Una sola sonata! ¡Un solo nocturno! ¡Una tocata! ¡Un impromptu!
Hasta ese momento yo no había abierto los labios a fin de que el desventurado artista no pensara
que quería aprovecharme de mi autoridad como dueño de la casa. Pero entonces, todos los
huéspedes dejaron al maestro y me rodearon insistiendo a grandes voces a fin de que uniese mis
súplicas a las de ellos.
Me acerqué a Ebers y le miré fijamente en los ojos. No me dio tiempo para decir una sola palabra
se levantó repentinamente de la poltrona de cuero en que estaba sentado y se dirigió a la brillante
mole negra del piano, lo abrió, se sentó en el taburete y sin decir palabra comenzó a tocar.
Todos callaron para escuchar al célebre pianista. Se oía ascender v descender los mágicos acordes
de la Apasionada, siendo una revelación incluso para los que ya la conocían. Cuando concluyó
estallaron los aplausos, pero el maestro ni siquiera se dio vuelta, y sin intervalo ninguno comenzó
a tocar el Claro de Luna. Los últimos compases de esa obra maestra resonaban todavía en el
ambiente cuando ya Ebers hacía surgir del instrumento los acordes patéticos de un Nocturno de
Chopin. Oímos después una Sonata de Debussy, una Suite de Albéniz y finalmente Las
Florecillas de San Francisco, de Liszt.
Esperábamos que, después de aquella orgía de sonidos maravillosos, que duraba ya casi dos
horas, el célebre virtuoso estaría seguro de haber complacido y conquistado el auditorio, cerraría
el instrumento y se iría a dormir.
Pero, nada de eso: parecía que Ebers estuviera encadenado a mi majestuoso y brillante Steinway
y que no se preocupara de nadie. Ejecutó otras sonatas que no supe reconocer y en seguida
comenzó a improvisar con renovado vigor.
Los huéspedes, que le habían inducido a aquel esfuerzo, estaban ya mucho más cansados que él.
Comenzaron las deserciones: una de las primeras en abandonar la sala, con los ojos soñolientos y
el rostro contraído a causa de los bostezos contenidos, fue precisamente la bellísima señora que
había despertado a aquel demonio musical, otros la siguieron en puntillas de pie, y el heroico
pianista, cada vez más exaltado, se abandonaba a insistentes y delirantes improvisaciones. Yo
estaba sentado cerca del piano y miraba su rostro: no daba señal ninguna una de cansancio; sus
manos, ágiles y frágiles, blanquísimas e incansables, se movían sobre el teclado cada vez más
rápidas y seguras; su rostro grave y severo se había transfigurado, adquiriendo un color subido,
como si tuviera una fiebre violenta; los ojos semicerrados miraban hacia arriba como si escuchara
los acordes v los temas de una música celestial que le fuera dictada por un dios.
Tenía un exterior tan extático, recluido, de rapto, que ninguno se atrevía a aproximarse y hablarle.
Ya eran las dos de la madrugada y casi todos los oyentes, saciados y llenos de sueño, habían
desaparecido. Tan sólo permanecían en el fondo de la sala dos fanáticos melómanos: un joven y
una muchacha que parecían ligados a las sillas por aquellos sortilegios sonoros. Pero pasadas ya
las tres de la madrugada también ellos hallaron fuerzas para levantarse e irse.
Tan sólo quedaba yo, entontecido por aquellas cataratas sonoras, escuchando al célebre pianista.
A pesar de todo lo que Ebers nos dijera al comienzo del concierto, no daba ninguna señal de
fatiga. Sus hermosas y delgadas manos continuaban acariciando y golpeando el teclado, como si
hubiera comenzado a hacerlo pocos minutos antes, y lograba de aquel perfecto instrumento
melodías angélicas, cabalgatas infernales, clamores alegres y lamentos ocultos de ternura
implorante. Su rostro se había transformado otra vez: ahora parecía el de un joven alucinado y
pálido, que sufre y se consume en un amor inútil.
Yo no podía más, me adormecí en mi poltrona, ¿durante un minuto o durante una hora? Cuando
me desperté ya se filtraban por los ventanales las luces del alba. Ebers continuaba tocando
siempre, inspirado y alucinado. Con mano suave le toqué el hombro, y entonces se conmovió, se
distendió, apoyó la frente en el teclado tocando un último acorde y repentinamente se quedó
dormido.
Me hizo la impresión de un hombre asesinado, caído en los escalones de un catafalco negro.
Conversación 14
LA IGNORÁTICA
Nueva York, Waldorf Astoria, 1 de junio.
En la primera audiencia de la tarde de hoy me han presentado al doctor Horeb Naim, quien
deseaba pedirme trescientos mil dólares para crear una nueva cátedra en la Universidad de Nuevo
Méjico. Ya me había escrito repetidas veces, pero sin querer decirme de qué doctrina o disciplina
se trataba. Esta vez le he obligado a hablar con franqueza. Comenzó a decir:
- Usted sabe que existen en nuestro país cátedras para todas las ciencias conocidas y posibles, e
incluso para muchas especialidades, subdivisiones y hasta para enseñanzas pragmatistas de
actividades prácticas, como la cocina y la vida conyugal. Pero también sabe usted que los
conocimientos conquistados y poseídos por el hombre no son más que una fracción minúscula
comparados con todo lo que ignoran hasta los más doctos. A pesar de las innumerables cátedras
que sustentan el honor de nuestros colleges y de nuestras universidades, aún falta una, tal vez la
más importante, la que debería ocuparse de lo que todavía no sabemos y que jamás llegaremos a
saber.
»A esta ciencia de la ignorancia he dado el nombre de Ignorática, y pido su protección a fin de
que sea creada por lo menos una cátedra para enseñarla. Y me permito añadir que ningún otro
podría ocupar esa cátedra con mejor preparación que la mía».
- ¡Idea maravillosa! - exclamé, y le agradezco que me haya elegido precisamente a mí, que estoy
mucho más provisto de dinero que de conocimientos, para que sea el mecenas de su Ignorática.
Pero, me agradaría que me dilucidara una pequeña y muy legítima curiosidad: si la Ignorática se
ocupa de lo que no sabemos, ¿cómo hará para enseñar exactamente aquello que todos ignoran, sin
excepción?
El doctor Horeb Naim se acarició la barbilla color sal y pimienta, sacó del bolsillo un espejo
redondo en el que contempló su rostro color oliva arabescado por graciosas arrugas y esbozó en
sus labios una elegante sonrisa. Luego, jugando con el espejo, me habló así:
- Querido míster Gog, su curiosidad confirma la utilidad de mi proposición. Reconozco que hasta
ahora he dicho muy, poco, pero aún quedan muchas flechas en mi carcaj. La Ignorática, como lo
expongo en un manual que todavía está inédito, tiene ante sí un vastísimo campo, de modo que
nunca faltará materia para mis futuros cursos.
»Ante todo deberá proceder a compilar un diligente inventario de lo que no sabemos. Esta
empresa puede parecer desesperada, pero nos atrevemos a realizarla. Hasta las ciencias más
adelantadas están saturadas de misterios y de preguntas sin respuesta. Las hipótesis más
afortunadas son tentáculos que palpan en el vacío. La astronomía ha realizado progresos
maravillosos, pero aún carecemos de una idea precisa y segura sobre el origen y la estructura del
universo.
Durante este medio siglo la medicina ha hecho milagros, pero todavía no sabemos cuáles son las
verdaderas funciones de ciertos órganos y humores de nuestro cuerpo. La biología ha logrado la
dignidad de verdadera ciencia, pero a pesar de todo aún estamos a oscuras respecto de las causas
que han determinado las innumerables formas de la vida vegetal y animal.
»Después de este inventario, la Ignorática se propone otro problema: dividir las cosas no
conocidas en dos grandes clases: las que presenten una fuerte posibilidad de ser descubiertas en
un futuro más o menos lejano y las que probablemente jamás serán conocidas, ya porque se
refieren a cuestiones absurdas o mal planteadas, o porque faltan a la inteligencia humana los
medios necesarios para descubrirlas.
»Queda una tercera misión para la Ignorática: investigar mediante la historia de las ciencias, de
qué modos y con qué métodos se han descubierto las verdades que en el pasado eran ignoradas
hasta por los hombres de ingenio poderoso. Esta investigación, de carácter histórico y analítico,
no será menos fundamental que las dos anteriores.
»Añadiré para edificación de usted, que la enseñanza oficial de la Ignorática tendrá grandísima
repercusión incluso en la esfera de la moralidad, aun cuando ello parezca contradictorio.
Demostrando que las cosas ignoradas son mucho más numerosas que las sabidas, se suscitará en
los hombres, y especialmente en los jóvenes, un saludable sentido de humildad. Y por otra parte,
enseñando cómo la mente humana ha sabido convertir lo ignoto en conocido, y de qué manera
podrá hacerlo aún mejor en el porvenir, la Ignorática robustecerá el justo orgullo del hombre
pensante.
»Creo haber dicho ya bastante como para responder a su cuestión y para lograr su
consentimiento».
He de confesar que el doctor Horeb Naim logró convencerme. Quizá me dejé ir demasiado lejos,
pero le entregué una orden de trescientos mil dólares, avalada por mi firma.
Conversación 15
DEL MÚSCULO AL ESPIRITU
New Parthenon, 30 de marzo.
Se me ha ocurrido repentinamente una pequeña observación que quiero registrar en este diario, a
fin de no olvidarla.
Los hombres, para conservar su vida y defenderse de las amenazas o resistencias hostiles del
ambiente en que viven, siempre han debido recurrir a la fuerza, a una forma más o menos dócil
de la energía física. Comenzaron utilizando el esfuerzo muscular propio; más adelante, una vez
lograda la domesticación de los animales, recurrieron a la potencia muscular de éstos. Por espacio
de muchos siglos la fuerza del viento fue tan sólo un auxiliar limitado y poco digno de confianza.
La revolución industrial del siglo XIX pudo tener a sus órdenes la fuerza del vapor obtenido del
agua, cosa que pareció, y fue una conquista maravillosa.
Pero el vapor fue superado muy pronto, desde los últimos años del siglo, por las esencias
minerales y por esa energía multiforme invisible, misteriosa y obediente, que es la electricidad.
Hoy en día podemos prever que dentro de pocos años todas las fuentes de energía usufructuadas
hasta ahora por el hombre, serán sustituidas por otra energía aún más misteriosa y potente,
accesible para todos los pueblos la energía atómica.
En sus líneas esenciales ya está claro ese paso de las fuerzas individuales, bastas y débiles, hacia
las fuerzas cada vez más universales, inmateriales y poderosísimas. ¿Nos detendremos en la
utilización de la energía que se libera en la disgregación del átomo? ¿No hay tal vez en el hombre
una energía mal conocida pero prodigiosa, que comúnmente se llama "espíritu" y que, en ciertos
individuos y en determinados momentos, ha demostrado ser capaz de lograr efectos
sorprendentes que hasta hoy ninguna maquina es capaz de producir? ¿Acaso no será posible que
algún día tal vez lejano, esa energía espiritual, utilizada hasta ahora solamente para el trabajo del
pensamiento, cuando esté educada, desarrollada y debidamente guiada, logre hacer todo lo que es
necesario para la vida del hombre con la simple emanación y radiación de su voluntad? ¿No
sucederá que en el próximo milenio, la veleidosa ilusión mágica de los primitivos llegue a
convertirse en una realidad?
Conversación 16
UNA VISITA A LIN-YUTANG
(O DEL PELIGRO AMARILLO)
Cambridge (Mass.), 29 de octubre.
Finalmente he logrado conocer personalmente a Lin-Yutang, el chino más inteligente entre todos
los conocidos por mí. Había leído con grandísimo gusto algunos de sus libros, y me urgía saber
cuáles eran sus últimas opiniones acerca de su patria. Lin-Yutang es un hombre franco y cordial,
no tiene nada de profesoral, pedantesco ni diplomático; sonríe frecuentemente, incluso cuando
habla de cosas serias. Hasta respondió a mi pregunta sin anticipar los habituales preámbulos de
precaución. Me dijo así:
- El pueblo chino es el pueblo más peligroso que hay en el mundo, y por eso está destinado a
dominar la tierra. Por espacio de siglos permaneció encerrado en los confines del inmenso
imperio porque creía que el resto del planeta carecía de toda importancia. Pero los europeos, y
después los japoneses, le han abierto los ojos, los oídos y la mente. Han querido desanidarnos a la
fuerza, y ahora han de pagar caro su ambición y su curiosidad. Desde hace un siglo los chinos
aguardan la hora de vengarse, y se vengarán.
»La sublevación de los Boxers, del año 1900, no fue más que la primera tentativa, mal conducida
y mal lograda. Pero el pueblo chino, que es astuto y paciente, ha elegido otros caminos. En el año
1910 se convirtió a la democracia republicana, en 1948 al comunismo. En realidad, de verdad, los
chinos no son ni conservadores, ni democráticos ni comunistas. Son simplemente chinos, o sea:
una especie humana aparte, que quiere vivir y sobrevivir, que se multiplica y debe expandirse por
necesidad biológica más que por ideologías políticas.
»El pueblo chino es inmortal, siempre igual a sí mismo bajo todas las dominaciones. Ni los
tártaros, ni los japoneses, ni los norteamericanos, ni los rusos han logrado o lograrán
transformarlo. Pulula y se expande como un gigantesco pólipo tenaz y compacto, que ningún
extranjero logrará desarraigar.
»Las invasiones no lo han domeñado; las guerras perdidas no lo han vencido; las carestías no lo
han diezmado; el opio no lo ha embrutecido, las revoluciones no lo han sacudido. Ningún otro
pueblo puede tener esperanzas de superarlo y rechazarlo. Es un pueblo astuto y cruel, un pueblo
de gente mercante y embrollona, de bandoleros y verdugos, que sabe utilizar para sus fines ya el
engaño, ya la ferocidad. Por esto está destinado a convertirse en amo del mundo, porque los
demás pueblos son más ingenuos y más buenos que él. Transcurrirá el tiempo que sea necesario,
pero el futuro le pertenece.
»Cuando el emperador Guillermo II denunció hace ya cincuenta años el «peligro amarillo»,
demostró el mayor rasgo de genio de toda su vida. Se burlaron entonces de la imperial ave de mal
agüero, pero la Historia se prepara a darle la razón.
»Los chinos han comenzado por enviar vanguardias a todos los países del mundo: a la Malasia, a
la Indonesia, a casi todas las tierras del Asia; hay barrios chinos en San Francisco y en Nueva
York, en Londres y en París. En el primer período postbélico aparecieron vagos chinos por las
calles de Berlín, de Roma, de Madrid y de El Cairo; iban con la excusa de vender perlas falsas,
pero en realidad eran los primeros mensajeros del gran desborde.
»Los chinos se han servido de la república de Sun-Yat-Sen para librarse de los parásitos del
antiguo imperio manchó; utilizaron al bolcheviquismo para liberarse de los parásitos de la
república burguesa; un día u otro, bajo una bandera de conveniencia, se liberarán de los parásitos
del comunismo. Son un pueblo sin escrúpulos, que se sirve de las ideas pero se niega a ser
esclavo de las mismas; con el tiempo les pertenecerá la tierra.
»Para la interminable masa de chinos, lo esencial es engendrar hijos y tener arroz suficiente para
mantenerlos; el resto es ficción, máscara, pretexto. Su país es grande pero pobre, por lo cual y
poco a poco serán impulsados a ocupar otros países: el Tíbet, Corea, la Indochina, la península de
Malaca, tales serían los primeros bocados. Pero el apetito viene a medida que se come. Cuando
tengan cantidad suficiente de las armas más modernas, nadie será capaz de atajar a esos
quinientos millones de ladrones hambrientos y crueles, ni siquiera los doscientos millones de
eslavos. Ya en la Edad Media los mongoles invadieron a Rusia y llegaron hasta los confines de
Italia; en la nueva Edad Media que se prepara se difundirán como un diluvio por toda la Europa;
América logrará salvarse, pero no para siempre. Después de algunas generaciones, el «peligro
amarillo» se convertirá en el «dominio amarillo». El color amarillo, según vosotros, los
occidentales, es el color de la envidia y del odio; los amarillos no pueden tolerar la idea de que
haya razas superiores a la propia y las someterán. Su dominio no será dulce ni fácil, pero a pesar
de todo, el Imperio del Sol Naciente llegará a ser un día, aunque lejano, el Imperio donde el Sol
no se levantará ni se pondrá jamás».
-¿Habla seriamente? - pregunté a Lin-Yutang.
- Nada hay más serio, míster Gog - me contestó el genial chino, y estalló en una sonora carcajada,
tan alegre y prolongada que me espantó. Yo no lograba decir una palabra más, y cuando lo dejé
aun estaba riendo.
Conversación 17
VERDUGOS VOLUNTARIOS
Tung-Kwang, 6 de octubre.
Supe que en esta ciudad rige una costumbre que no se conoce en ningún otro lugar de la tierra,
costumbre que vale la pena consignar aquí.
Todos los condenados a muerte de las provincias cercanas, son enviados y reunidos en Tung-
Kwang, donde hay una prisión bastante grande, una de las más modernas de China. Mas las
ejecuciones capitales no son hechas por verdugos profesionales, sino por ciudadanos privados
que no sólo se ofrecen voluntariamente para ese trabajo de alta justicia, sino que además pagan
una suma bastante elevada para obtener el placer y el honor de ejecutar las sentencias con sus
propias manos.
Estas ejecuciones se realizan en días fijos, tres veces a la semana, pero con sistemas diversos. Los
lunes están reservados a la muerte por la horca; los miércoles a los fusilamientos y los viernes a
la silla eléctrica. Hay personas que prefieren uno u otro de esos sistemas, pero tampoco faltan los
que quieren probar ya uno, ya otro método de quitar la vida a los delincuentes.
En estos tiempos de perturbaciones y guerras civiles las condenas a muerte son numerosas, y
cada semana afluyen a Tung-Kwang verdaderas caravana de rebeldes, ladrones, traidores,
desertores y prevaricadores públicos. Me han asegurado que llegan a la ciudad por lo menos
treinta condenados por día. El verdugo jefe, a quien corresponde asignar las clases de
ajusticiamiento, los divide en tres grupos: los condenados políticos son reservados al
fusilamiento; los ladrones y bandoleros a la horca, y el resto de los delincuentes menores a la silla
eléctrica, considerada el método menos doloroso.
Los ciudadanos que desean ejercitar el oficio de verdugo voluntario, deben inscribirse una
semana antes y pagar los derechos determinados por la ley. Los postulantes abundan, más de lo
necesario, tanto es así que delante de la puerta del jefe de verdugos siempre hay cola, y los
retrasados deben esperar hasta dos y tres semanas para poder hacer ejecuciones. He podido
observar que esos verdugos voluntarios son hombres de todas las edades y condiciones sociales;
me han hecho saber que los pobres echan mano a préstamos gravosos a fin de procurarse la suma
requerida, bastante elevada. También se admite a las mujeres con tal que hayan alcanzado la edad
de veinte años y sean robustas, y me dicen que frecuentemente son ellas más entusiastas y
capaces que los hombres.
Pregunté a un viejo literato que sabe inglés y que dice ser taoísta, cuáles eran las razones de tan
singular costumbre, y me respondió:
- Se trata de una sabia estratagema ideada por nuestro gobernador para mejorar la moralidad
pública. Usted sabe que en nuestro pueblo está muy difundida y arraigada profundamente, la
necesidad de matar. Según la doctrina de Tao, los instintos demasiado reprimidos acaban por
vengarse, y así hemos hallado el secreto para encauzar, por lo menos en parte, esa manía
homicida, que se satisface así periódicamente sin daño de los inocentes y sin los temores y
remordimientos de los asesinatos clandestinos. Los hombres y mujeres que experimentan con
más fuerza esa necesidad de matar, tan común en nuestra naturaleza, pueden satisfacerla
impunemente, y en lugar de matar arbitrariamente, según los caprichos del odio personal, brindan
su trabajo para obtener la supresión de seres malvados que merecen la muerte por sus
desenfrenados delitos. Así hemos abierto una legitima vía de escape que no daña a nadie, y,
además, es muy útil para la comunidad.
Le hice observar que, si esa cura lograra plenamente sus efectos, gradualmente disminuirían los
verdaderos asesinos, con lo cual también seria menor el número de las condenas a muerte. Esta
objeción no conmovió lo más mínimo al literato.
- Nosotros condenamos a muerte no sólo a los asesinos, sino también a los ladrones, a los
revoltosos, a los violadores de mujeres y a los sacrílegos; gente de esa especie siempre habrá en
abundancia. Y nada impide cambiar los códigos de modo que se pueda aplicar condena capital
incluso por delitos que hoy son castigados únicamente con la cárcel. Finalmente, piense en los
beneficios que obtiene el erario; con dicho sistema el gobierno no sólo ahorra el salario que
correspondería a los verdugos de carrera, sino que, con las condenas a muerte, obtiene una
entrada bastante voluminosa.
La pasión de los ciudadanos de todas las clases sociales por esas macabras prestaciones de
servicios por las que se paga, es tan popular y poderosa, que un diario de Tung-Kwang está
realizando una campaña contra los jueces acusándolos de indulgencia exagerada y de venalidad
desenmascarada. Según parece los jueces no dictan suficientes condenas a muerte, con el
resultado de que muchos amantes del arte del verdugo no puedan comprar con la necesaria
frecuencia el derecho a matar legalmente a sus prójimos.
Conversación 18
EL MERCADO DE NIÑOS
Ming-Po, 15 de junio.
El amigo taoísta ha querido acompañarme a visitar el negocio más extraño y más famoso de la
ciudad, que está situado en la calle principal del suburbio oriental.
En la entrada hay uno de los habituales cartelones de latón, en el que se puede leer una serie de
ideogramas color escarlata.
El local consiste en un largo corredor que, para el paso de los compradores, tiene en medio un
estrecho pasadizo formado por dos divisiones de palos, paralelas, que a su vez forman con las
paredes dos galerías angostas y oblongas donde se halla la mercancía a vender.
Aproximándome a las divisiones de madera pude ver que, acurrucados en tierra, sentados en
pequeñas sillas o tendidos en pobres esteras de bambú, había allí decenas de niños de edad varia,
entre los cinco y los diez años; estaban inmóviles, silenciosos, como si fueran objetos inertes y no
criaturas humanas. La mayor parte de ellos estaban macilentos y agotados, pero no faltaban
algunos gordos y mofletudos aunque su color era triste. Casi todos tenían los ojos semicerrados y
no los abrieron ni siquiera al oír el ruido de los pasos y de la conversación. De ambas galerías,
cerradas y llenas de cuerpos infantiles, salía un acre olor a sudores y excrementos.
En aquel momento había allí tan sólo dos compradores, un viejo y una vieja. Pero mi amigo el
filósofo me dijo que el comercio de niños era por entonces próspero y beneficioso, tanto así que
el dueño de aquél había podido comprar todas las tierras de un pueblo cercano.
- Mas, ¿para qué compra la gente a estos niños?
- Son diversos los motivos - me respondió el amigo taoísta -. Hay quienes no tienen hijos y
quieren ver en su casa a un niño de su propiedad; los ricos compran alguno que otro para que sus
hijas tengan juguetes vivientes en lugar de muñecas de trapo o de porcelana. Los mendigos
invierten sus ahorros en la adquisición de un niño delgaducho y enfermizo para suscitar mayor
compasión en el corazón de la gente que pasa. También hay algunos que de vez en cuando se
valen de un niño en sus actividades de magia negra, sacrificándolo ocultamente a alguna
divinidad infernal; finalmente, y aunque son pocos, están los antropófagos clandestinos que para
sus festines de caníbales prefieren la tierna carne de los niños, y hasta se dice, aunque sin dar
pruebas, que algunos viciosos utilizan a niños comprados para satisfacer sus sucias perversiones.
- Y los padres que saben todo esto - pregunté aterrorizado -, ¿por qué continúan vendiendo a sus
hijos?
- En nuestros campos la miseria es espantosa. Son frecuentes las carestías causadas por la sequía
o la langosta. Hay padres que tienen un regimiento de hijos y no saben cómo alimentarlos;
venden entonces dos o tres, generalmente los más chicos, y con el dinero así obtenido compran
un poco de arroz para que los mayores no mueran de inanición. Las madres se rebelan y lloran,
pero después, ante el terror al marido y a la necesidad, concluyen por resignarse.
En ese momento salió de la oscuridad del fondo el infame comerciante, obsequioso y sonriente,
animado por la presencia de un cliente extranjero. Era un chino todavía joven, de rostro chato,
color azafrán; vestía una hermosa túnica de seda celeste. Se paró ante nosotros haciendo una
inclinación; inmediatamente le di la espalda y huí a grandes pasos de aquel horrible mercado. El
amigo taoísta me alcanzó en la calle y me preguntó con plácida voz
-¿Tal vez no le ha gustado la visita?
Conversación 19
UNA VISITA A OTORIKUMA
(O LAS PARADOJAS DE LA GUERRA)
Tokio, 3 de abril.
Hoy en día Otorikuma es considerado el historiador más genial del Japón, aun cuando desde hace
muchos años no haya publicado ninguna obra nueva.
Es un anciano modesto y pequeño, tiene setenta y cinco años de edad, y vive privadamente dando
lecciones a estudiantes de la Universidad.
Fui a verlo con la esperanza de saber por su medio qué piensan hoy, acerca del mundo, los
japoneses más inteligentes. Pero Otorikuma no gusta hablar acerca de su patria. Me habló en
perfecto inglés:
- Yo era contrario a la última guerra, y por muchas razones, algunas buenas y otras malas. El
Japón había vencido la vez primera a un coloso, la China; la segunda vez venció a otro coloso:
Rusia. Pero éstos eran gigantes avejentados, enfermos, todavía medievales. No debía ahora
enfrentarse contra un tercer coloso en pleno crecimiento de fuerzas y de ambiciones, como son
los Estados Unidos. Una vez que se han dado dos golpes con buen éxito es una locura arriesgarse
a dar un tercero y un cuarto. Ahí tenemos a Napoleón: había conquistado a Alemania e Italia,
pero no logró el mismo éxito contra Inglaterra y se vio arruinado en la campaña de Rusia.
»En el año 1853, los norteamericanos habían obligado al Japón, con amenazas, a abrir sus
fronteras a la civilización del Occidente, y nosotros, en lugar de resistir, nos convertimos en
alumnos e imitadores de Europa y de los Estados Unidos. Fuimos discípulos excelentes, pero es
muy difícil que el alumno pueda superar al maestro si continúa obrando en el mismo plano de la
enseñanza recibida. A pesar de las amenazas hubiéramos podido continuar siendo un pueblo de
samurai, de artistas y poetas; en cambio, quisimos convertirnos en un pueblo de fabricantes, de
ingenieros y navegantes. Traicionamos el espíritu antiguo de nuestras tradiciones nacionales y
finalmente sobrevino el castigo.
»Si un pueblo de ruiseñores siente envidia del águila y pretende parecerse a los gavilanes, acaba
por ser víctima del cóndor. Pero, le suplico que abandonemos este tema, demasiado doloroso para
mi viejo corazón».
-¿Qué piensa acerca de la tragedia actual del mundo?
- Si en verdad es una tragedia, no puede concluir más que en una catástrofe. Pero también puede
ser que sea una tragicomedia, y entonces también puede concluir en un contrato de bodas. Pero
yo soy historiador, no profeta. Ya que tiene la bondad de escucharme, deseo hablarle de las muy
extrañas paradojas que se han producido después de la última guerra.
»En otros tiempos, y bajo otras civilizaciones, las naciones derrotadas eran obligadas a ceder
territorios y a pagar indemnizaciones, pero los jefes de esas naciones, y menos aún los jefes
militares, no eran procesados por los vencedores. Los monarcas abdicaban a veces, pero por su
propia voluntad; los generales vencidos podían ser castigados por sus gobiernos, pero no por los
vencedores; el dolor y la vergüenza de la derrota ya eran de por sí un duro castigo. Ahora, en
cambio, los jefes políticos y militares de los países vencidos son considerados delincuentes, y
como tales son procesados y castigados. Este es un hecho completamente nuevo en la historia
moderna. Se ha hablado de «criminales de guerra», pero todos los ejércitos que están en guerra
cometen, en formas más o menos graves, lo que se llama «atrocidades». Si los vencidos hubieran
resultado vencedores, con los mismos pretextos hubieran podido declarar «criminales» a los
mismos hombres que han sido sus jueces. Si mañana hubiera otra guerra, cualquier general de
cualquier país puede correr el riesgo de morir ahorcado o fusilado si no tiene la fortuna - a veces
puramente fortuita -, de pertenecer al bando de los vencedores.
»Pero, hay otra paradoja aún más sorprendente. Los vencedores sacrifican millones de vidas ygastan
centenares de miles de millones para lograr la victoria, pero inmediatamente después se
apuran a gastar otros centenares de miles de millones para alimentar a los pueblos vencidos, para
darles los medios de reparar las ruinas de la guerra, para levantar otra vez las industrias, para
alcanzar un mejor nivel de vida y lograr una mayor prosperidad. Este singular espectáculo se vio
ya después de 1918, pero ahora es todavía más espectacular. El hombre común de la calle podría
pensar que era mucho más sencillo ahorrar los millones destinados a la destrucción, con lo cual
también se ahorrarían los destinados a la reconstrucción, millones todos que proceden de los
combatientes y de los contribuyentes del pueblo victorioso.
»Pero hay todavía otra paradoja aún más increíble e inverosímil. Los vencedores han gastado
profusamente vidas y millones para aniquilar a las fuerzas armadas del adversario, y apenas
obtenida esta finalidad que parecía ser para ellos de importancia vital, se apresuran a
proporcionar fusiles, cañones, aeroplanos y miles de millones a los pueblos vencidos a fin de que
el día de mañana éstos se conviertan en sus aliados contra algunos de sus aliados de ayer. Sería
algo similar que la policía, después de desarmar a una banda de malhechores, pusiera en manos
de éstos armas más poderosas que las que antes tenían, y los invitara a combatir contra las
milicias auxiliares que participaron en su captura.
»Estas paradojas no son absurdos inventos de mi fantasía, podría leer las pruebas y
confirmaciones en los diarios de todos los países. Ciertamente, en estas paradojas hay una
necesidad dialéctica en vías de realización, pero deberá usted confesar que se trata de una
dialéctica diabólica o, mejor aún, demente. Según mi parecer, la verdad es que, desde 1914, el
género humano ha sido herido por una forma grave de locura colectiva, la que por el hecho de ser
común y universal no es advertida y reconocida como locura auténtica. Lo que sucede en los
últimos lustros no es juzgado fruto de la fiebre o del delirio, como es en realidad de verdad, sino
simplemente se le considera un desarrollo natural de la vida humana. Ninguno piensa o puede
pensar, consiguientemente, en una verdadera y apropiada curación. El frenesí y la obsesión
parecen estados normales y nadie se da cuenta de las alocadas paradojas a que se ven arrastrados
los hombres.
»Esta enfermedad, lo mismo que todas las enfermedades mentales, tiene un desarrollo caprichoso
y cíclico: a los ataques de furor homicida de los períodos 1914-1918 y 1939-1945, suceden
períodos menos violentos, pero en los que son evidentísimas y constituyen un pavoroso preludio
de otros ataques furiosos, las manías de persecución, de grandezas, la manía del suicidio, de la
destrucción y otras igualmente peligrosas. La humanidad tendría necesidad urgente de una cura
drástica y radical, pero, ¿dónde están los siquiatras titanes capaces de intentarla? Cuando la
Tierra toda es un manicomio hasta los médicos y enfermeros se ven reducidos a ser simples
espectadores impotentes o se vuelven locos igual que sus pacientes. Esta locura, colectiva e
incurable, conducirá probablemente a un exterminio total o a un suicidio universal. Solamente la
Divinidad podría curar y traer la salvación, pero hasta ahora Dios guarda silencio, y ese silencio
de Dios es quizá la más terrible condenación de los hombres».
Otorikuma cesó de hablar y me miró. Por la expresión de mi rostro debió darse cuenta de que sus
pensamientos me habían turbado y entristecido, pues me estrechó fuertemente la mano derecha
con sus dos pequeñas manos y me acompañó obsequiosamente hasta la puerta.
Conversación 20
EL DESQUITE DEL SALVAJE
Apia (archipiélago de Samoa), 4 de octubre.
El recuerdo más hermoso que me llevaré de estas islas es la conversación tenida pocos días ha
con un viejo polinesio, con quien hablé en la glorieta de un pastor metodista de quien yo era
huésped.
El viejo, que posee los mejores rasgos de su raza y un rostro abierto e inteligente, es, según me ha
dicho el pastor, un convertido al Cristianismo y ha viajado por Europa y América. Se llama
Wukaawa, cuenta unos setenta años de edad y habla con facilidad en muy buen inglés.
Se discurría acerca de la civilización anglosajona, de sus conquistas y de sus culpas, y entre otras
cosas se habló de la destrucción casi completa de las razas juzgadas «inferiores», «primitivas»,
por los cristianos burgueses de Londres y de Nueva York. Me dijo Wukaawa:
- La forma de ceguera más grave de aquellos señores es la que les induce a considerarse
«civilizados» al parangonarse con nosotros «salvajes». Si conocieran un poco mejor nuestra vida
y la historia de sus pueblos, comprobarían con estupor, vergüenza y remordimiento, que esa
distinción tan útil a sus intereses y tan favorecedora de su orgullo, en realidad no existe. Los
«civilizados» son todavía «salvajes», o si le place más así, los llamados «salvajes» se parecen en
los aspectos más comunes de la vida a los pretendidos «civilizados». Bastarán unos pocos hechos
para probarle que no soy un malabarista de paradojas sino un honrado observador de lo que
sucede en el mundo.
»Comencemos por uno de los hechos fundamentales de la historia humana: la guerra. La guerra
que hacen las tribus salvajes con finalidades de rapiña, podemos encontrarla, cambiando sólo las
proporciones, en todos los pueblos «civilizados», que asaltan a otras naciones para apropiarse de
territorios, ciudades, riquezas y otras presas.
»Se ha reprochado a los salvajes por hacer guerra improvisadamente, de sorpresa, sin razones ni
declaraciones. Pero, lo mismo ha sucedido en la última guerra mundial, por todas partes y por
obra de los civilizados, quienes procediendo como los primitivos, han dado muerte a los
prisioneros vivos o los han reducido a la esclavitud.
»Hoy en día, en todos los países «progresistas» se tiende en formas diversas, pacíficas o
violentas, a establecer la comunidad de bienes, con los nombres de socialismo o comunismo.
Pero se olvida que en las antiguas tribus salvajes la propiedad privada era desconocida; todo,
absolutamente todo, pertenecía al clan, o sea, a la comunidad.
»Los pueblos civilizados se jactan de que, al cabo de luchas seculares, han llegado a la
democracia. Pero, en todas las sociedades salvajes primitivas el gobierno era ejercido por un
consejo de ancianos, el que debía rendir cuenta de su actuación ante una asamblea de adultos.
»Se afirma que los salvajes no tienen conocimientos fuera de la magia, y es verdad, pero Sir
James Frazer ha demostrado las profundas afinidades que median entre la ciencia y la magia:
ambas se proponen poner al servicio del hombre las fuerzas de la naturaleza actuando sobre la
esencia universal de las cosas, llamada por nosotros mana y por vosotros materia o energía.
Además, si se quisiera hacer alusión a nuestros magos, bastaría recordar que todas las grandes
ciudades del Occidente e incluso en nuestros días, están llenas de magos y magas, de profetas y
ocultistas, de hechiceros y nigromantes, y que todos ellos hacen óptimos negocios. Hasta el
mismo Hitler se hacía aconsejar, en sus decisiones de guerra o de paz, por especialistas en
ciencias ocultas.
»Además, se dice que muy frecuentemente la religión de los salvajes se reducía al culto de los
muertos. Lo mismo acontece hoy en las naciones que se jactan de ser las más inteligentes y
positivas. Las religiones reveladas son reducidas cada vez más a un residuo de símbolos y
prácticas exteriores, sin un verdadero contenido de fe viva, mientras que el culto de los muertos
es vivísimo incluso entre los ateos y los indiferentes. Bastará citar la adoración de la momia de
Lenin, en Moscú, para probar que el culto de los difuntos y de sus reliquias es lo único que ha
sobrevivido a las negaciones del escepticismo y del materialismo.
»Las diversiones que prefieren las plebes pobres o ricas de los países civilizados, o sea el abuso
de líquidos fermentados, las danzas frenéticas, las fiestas de máscaras, las músicas ruidosas y
bestiales, son las mismas que se usan entre los salvajes.
»En cuanto a la promiscuidad sexual que a veces es reprochada a los primitivos, y casi siempre
erróneamente, será mejor que no insistamos. La difusión del adulterio, la multiplicación de todas
las formas de prostitución, la creciente fortuna de los invertidos y de los pervertidos, son hechos
reveladores de que la corrupción sexual de los civilizados supera en mucho a la de los salvajes.
»Los salvajes andan desnudos, muchas veces por exigencia del clima o por pobreza. Pero, basta
visitar vuestras playas durante las temporadas veraniegas, basta asistir a las exhibiciones de
criaturas semidesnudas en los teatros y estadios, aproximarse a las colonias nudistas que florecen
en los países nórdicos, para observar que los civilizados, también en esto, se parecen cada vez
más a los escandalosos salvajes.
»Finalmente, hasta la originalidad de los tocados femeninos mancomuna a la perfección en la
inconsciencia del ridículo, a los ricos civilizados y a los pobres salvajes. Algunas señoras de París
o de Nueva York nos parecen extravagantes y cómicas a nosotros los salvajes, de igual modo que
parecían tales a los viajeros europeos las mujeres de la Nigeria o las indígenas de la Tasmania.
»Y hasta los tatuajes de los polinesios están ahora de gran moda entre los delincuentes de Italia y
de Francia, entre las mujeres de negocios turbios y los dandies de Inglaterra y de los Estados
Unidos.
»Así, pues, querría saber cuáles son las diferencias esenciales y sustanciales entre los llamados
civilizados v los salvajes. Las formas exteriores, los enmascaramientos, los atuendos y las
denominaciones del salvajismo civilizado, son en gran parte diversos, y digamos también que son
más hipócritas y mortíferos, pero la estructura íntima de su existencia, los gustos, los hábitos y
los mitos, son por doquiera casi los mismos. El «civilizado» que desprecia al «primitivo»,
encarnece a su sosía, se condena a sí mismo».
El inteligente polinesio no habló más, pero ni yo ni el pastor metodista fuimos capaces de decir
algo para contradecir los irrefutables hechos puntualizados por Wukaawa.
Conversación 21
EL INSTITUTO DE REGRESION
Honolulu, 6 de marzo.
El Instituto Científico para la Regresión Humana ocupa un vallecito situado a dieciocho millas
de la ciudad. El director del mismo el conocidísimo biólogo australiano Austen Finlay, quien me
había escrito repetidas veces invitándome a visitar su Instituto, único en el mundo, y que tiene ya
varios años de vida. Finalmente pude aceptar y no me arrepiento de haber venido hasta acá sólo
para esta visita. Fui recibido por el doctor Finlay con una cortesía exquisita, tanto más
sorprendente por ser un hombre que a primera vista parece rudo, agresivo y extraño. Es
completamente calvo y lampiño, tiene grandes ojos grises, saltones, enorme nariz roma,
voluminosos labios pálidos y carnosos; viste como un empleado de tienda en vacaciones: una
camisa color turquí sin cuello y pantalones cortos de terciopelo negro. Me dijo así:
- Una de mis primeras lecturas de la juventud fue La Isla del Doctor Moreau, de Wells, obra que
me causó una impresión muy grande y fue el libro que me decidió a estudiar biología. Soñaba
con poder hacer en la realidad, muy pronto, lo que Wells había soñado con su fértil imaginación
de profeta científico. Usted conoce, ciertamente, esa obra de Wells; recordará que el doctor
Moreau intenta hacer humanos a varios animales que ha recogido en una isla educándolos y
transformándolos. Cuando concluí en Cambridge mis estudios de zoología comparada y de
biología general, regresé a mi patria y me fue fácil hallar los capitales necesarios para mi gran
experimento. Esta intentona continuada tenazmente durante muchos años, concluyó como la
imaginada por Wells, en un clamoroso fracaso. Hasta los perros y los monos, que parecen ser los
animales más reducibles al estado humano, se mostraron reluctantes y rebeldes. Podía lograr
perros sabios y monos amaestrados, pero todo exteriormente, de una manera automática y
mecánica; nada logré que se asemejase, ni siquiera desde lejos, a la mente y menos todavía al
alma del hombre. De un modo especial los felinos se mostraban refractarios a todos mis esfuerzos
de sublimación antropoide.
»Ese fracaso me hizo reflexionar llegando finalmente a una inversión total de mis conceptos.
Sólo Dios puede elevar a los seres de un estado inferior a otro superior, como lo demuestra la
teoría transformista que es aceptada ahora por todos los biólogos, incluso por los que militan en
las Iglesias cristianas.
»Pero el hombre, demiurgo principiante e indeciblemente lejano de la potencia divina, puede
tener éxito en el camino contrario: puede hacer una regresión del estado superior al inferior.
Indudablemente, esta empresa es más fácil puesto que no se trata de añadir, o sea, de crear, sino
de quitar, es decir empobrecer y rebajar, operaciones éstas que no son imposibles ni siquiera para
los monos de Dios.
»Guiado por este pensamiento, hace catorce años que fundé el Instituto Científico Para la
Regresión Humana, obra que me ha costado muchísimos esfuerzos y cuantiosos gastos, pero que
me ha permitido conseguir casi perfectamente la finalidad que me había propuesto. Usted sabe
que muchos hombres están disgustados y asqueados de su condición de seres humanos
conscientes y responsables. Desde los Cínicos de Grecia hasta los Materialistas del siglo XVIII,
son muchísimas las personas que han deseado la paz y la simplicidad de vida de los brutos. En
lugar de practicar el ejemplo del doctor Moreau procuré seguir con métodos prácticos y
científicos el mito de Circe, y recordará usted que no todos los compañeros de Ulises,
transformados en cerdos, aceptaron de su voluntad recuperar su condición de hombres.
»Por todo ello no me fue difícil hallar una docena de nuestros semejantes dispuestos a someterse
con alegría a mis experimentos, para un metódico embrutecimiento animal. Excluí
intencionalmente a los salvajes, puesto que su transformación en verdaderos animales se hubiera
prestado a polémicas malignas. Los ejemplares humanos que elegí fueron hombres de raza blanca
y bastante civilizados, hasta hubo entre ellos un profesor de filosofía idealista, que estaba saciado
y hastiado de las acrobacias mentales de sus maestros.
»Debo confesar que no todas las metamorfosis intentadas tuvieron un éxito satisfactorio, pero las
más logradas, seis en total, son una prueba innegable de mi afirmación primera básica: no se
puede transformar a los animales en hombres, pero sí se puede reducir perfectamente a los
hombres al estado de animales, al que están, naturalmente, inclinados inclusive sin la
intervención consciente de la biología. Además, debí contentarme con los modelos animales más
comunes, que se pueden observar fácilmente, in nuce, en la mayoría de nuestros semejantes. Así
pude lograr un oso, un lobo, un puerco, una hiena y hasta un chacal, pero la obra maestra de mi
Instituto es el hombre gorila, el que con excepción de algunas particularidades somáticas, es una
maravillosa imitación de ese simpático primate. Pero quiero que usted pueda juzgar por sí mismo
acerca del feliz éxito de mis facsímiles. Estos seis ex hombres gozan de óptima salud, han
renunciado a sus facultades humanas, como, por ejemplo, al lenguaje articulado, y casi siempre
están de buen humor. Con gruñidos que calificaría de afectuosos y casi amorosos, quieren
manifestarme su gratitud por el estado menos doloroso y angustioso al que los he hecho
retrogradar lentamente. Estos resultados tienen una importancia decisiva para el progreso de la
biología, pero desde el punto de vista moral pueden ser juzgados como una inesperada
contribución al aminoramiento de la infelicidad humana.
El profesor Finlay me llevó después a ver a sus seis ex hombres por los diversos recintos
dispuestos racionalmente en el valle. En el primero pude ver... (En el manuscrito del diario falta
la última parte de la descripción prometida por Gog.)
Conversación 22
EL ENTONTAMIENTO PROGRESIVO
Calcuta, 29 de noviembre.
En una revista que se publica en lengua inglesa en la ciudad de Bombay, Maya, hallé una
colaboración enviada desde Niza y firmada por Aurananda; dicha colaboración merece ser
considerada. El autor debe ser un joven hindú muy culto, y sostiene que los pueblos occidentales,
europeos y americanos, después de haber sido durante muchos siglos poseedores de la más
elevada inteligencia creadora y crítica, causan ahora la impresión de un entontamiento total casi
pavoroso, que año a año se vuelve más visible y más grave. Después de hacer notar, con agudeza
y sin prejuicios, los síntomas y las pruebas de ese decaimiento general, Aurananda enumera las
causas principales de ese inesperado fenómeno. Según su opinión, son las siguientes:
1) Las publicaciones semanales ilustradas, que se ocupan casi exclusivamente de los
escándalos mundanos, de los delitos y de las cosas extrañas, prevaleciendo las
imágenes fotográficas sobre las ideas y las discusiones criticas.
2) El cinematógrafo, que embrutece sistemáticamente a la gran masa de las clases medias
y proletarias con espectáculos de bestialismo feroz, de sentimentalismo idiota, de un
falso lujo y, en general, de una vida hueca, artificiosa y presuntuosa. El cine ayuda
también a sustituir el pensar por el ver.
3) Los deportes, en los que es evidente la supremacía de los valores puramente físicos y
musculares sobre los valores morales e intelectuales.
4) La difusión, siempre creciente en todas las clases sociales, de los estupefacientes:
opio, morfina, cocaína, heroína, etc., que terminan por embotar y ofuscar las
facultades superiores del alma y preparan generaciones de maniáticos, imbéciles y
neuróticos.
5) El abuso, también creciente y de un modo especial entre los jóvenes de ambos sexos,
de las bebidas alcohólicas y excitantes.
6) El auge universal de las danzas y músicas de origen primitivo y salvaje, que
entontecen el cerebro, desvigorizan la voluntad y crean un paroxismo afrodisíaco
debilitante. También el baile favorece los estímulos musculares y sexuales, todo con
desmedro de las actividades mentales superiores.
7) La radio, que transmite principalmente música, y generalmente música mala, incitando
a ensueños extenuantes y morbosos, alejando del estudio, de la meditación, del
ejercicio del pensamiento operante.
8) La exagerada importancia que tienen hoy en la vida occidental los muchachos, las
mujeres y los trabajadores manuales, los tres señores de la época, los tres sectores de
la humanidad menos capaces de un profundo y continuado trabajo de reflexión.
Aurananda se asombra de que los gobernantes de Europa y de América no se preocupen por ese
progresivo entontamiento de sus pueblos, y de que no intenten contenerlo o retardarlo en alguna
forma.
La experiencia obtenida por mí durante estos últimos años en mis viajes por esos pueblos,
confirma plenamente las conclusiones a que llega la colaboración del número 76 de la revista
Maya. Pero, ¿quién lee en París o en Nueva York esa humilde revista de jóvenes hindúes?
Conversación 23
Nipur (India), 24 de enero.
He aquí lo que me contó ayer por la noche un viejo Veda, de barba corta, mendigo, charlatán,
quien, según él mismo lo afirma, ha recorrido todos los países del Asia Central:
»El ejército del Sultán Baadur dejó sus campamentos del Valle Negro hacia fines de marzo. Era
un ejército inmenso, marchaba destinado a conquistar Cachemira, pero era completamente
diverso de los que hasta ese día se habían enfrentado y combatido. En realidad de verdad, no se
parecía a ningún ejército de los reinos e imperios de los hombres.
»El Sultán Baadur, convertido a las doctrinas del Profeta Muni, pensaba que la guerra no condice
con la dignidad de nuestra especie, creada por los dioses tan por encima de las demás especies.
Decía Baadur el Sabio que los hombres tienen misiones y oficios mucho más elevados que quitar
la vida a sus semejantes. Morder, despedazar, estrangular, envenenar, son operaciones que
corresponden mejor a la mayor parte de los animales, a quienes fueron dadas armas naturales
aptas: cuernos, dientes, garras, vesículas con veneno. Y el Sultán Baadur, ¡glorificado sea su
nombre!, fue el primer príncipe que formó un gran ejército compuesto por animales amaestrados
para la guerra.
»El ejército, que en una mañana de marzo salió del Valle Negro, llevaba como vanguardia una
manada de lobos hambrientos; seguía a éstos una legión de leopardos atraillados, una tropa de
osos velludos y feroces, un lote de toros salvajes, un apretado regimiento de fieros leones y
finalmente, una larga hilera de grandes elefantes, destinados los últimos a pisotear y deshacer a
los enemigos que las bestias precedentes hubieran herido sin llegar a matar.
»Para guiar y vigilar a esas manadas de bestias, aun cuando ya estuvieran domadas y adiestradas
para prestar servicios de guerra, era necesario contar con un cierto número de hombres. Mas, el
prudente Baadur no había querido que para ese peligroso y desagradable oficio fueran llamados
hombres libres e inocentes. Había hecho salir de las cárceles a todos los condenados por
homicidio o intento de homicidio que eran huéspedes de las prisiones de su reino, concediéndoles
gracia y libertad con la condición de que amaestraran a las fieras en el arte de la guerra y las
condujeran contra el enemigo. Mas prohibió que esos hombres participaran en los combates: tan
sólo debían vigilar y azuzar a los animales puestos a sus órdenes. Afirmaba Baadur que ni
siquiera a los asesinos se les debía permitir dar la muerte.
»Algunos de esos hombres conducían, en carros tirados por mulas, muchos halcones con
capuchón, los que en el momento de la batalla serían liberados de los capuchones y, de acuerdo a
la enseñanza recibida, se lanzarían contra los enemigos arrancándoles los ojos. Otros delincuentes
indultados guardaban en amplias canastas cerradas serpientes que, en el momento oportuno,
serían arrojadas en medio del ejército enemigo, esparciendo la muerte a su alrededor.
»Así estaba formado y ordenado el ejército que el poderoso Sultán Baadur, amigo de los
hombres, hizo partir una mañana de marzo desde el Valle Negro. Y el ejército marchó por montes
y bosques, durante días 57 días, S, todos los seres vivientes se alejaban de su camino apenas oían
el aullido de los lobos, el rugido de los leones, el bramido de los osos, el mugido de los toros y
los clamores de los elefantes. Y el ejército de las fieras entró en Cachemira y fue lanzado contra
los aterrorizados defensores, hombres simples y débiles armados con lanzas y flechas. La
furibunda tropa de los animales famélicos anonadó, trastornó y devoró al poderoso ejército del
rey de Cachemira. Pero cuando los infelices guerreros humanos estuvieron todos muertos o
dispersos, sucedió algo horrible, sucedió lo que el sabio Baadur no había previsto: las fieras,
cebadas y ebrias de sangre y de exterminio, no obedecían más las órdenes y amenazas de sus
guardianes. Estos, profiriendo voces espantosas, repartiendo latigazos, dando golpes con mazas
de hierro y punzando con lanzas, intentaban reducir y alinear a sus animales, pero, ¡todo era en
vano! Ni siquiera los halcones querían volver a sus refugios, ni las serpientes oían los tañidos de
flauta de los encantadores. Más aún, se desató otra espantosa carnicería: las hordas
desencadenadas de las fieras, como enloquecidas por la libertad y el tumulto, se lanzaron contra
los malhadados domadores y conductores y en poco tiempo los deshicieron hasta el último.
Finalmente, una vez ahítas, se diseminaron y escondieron en la interminable selva.
»Así terminó la veloz conquista de Cachemira, así concluyó el ejército ferino del Sabio Baadur,
del Gran Sultán que no quería enviar a los hombres para que mataran a los hombres».
Escuché en silencio, con la gravedad que se estila en estos países orientales, la historia del viejo
Veda. Pero en mi interior no podía contener una risa invisible y prolongada. O el viejo de la
barba corta había inventado enteramente el relato, o el sabio Baadur había sido el más loco de
todos los sultanes.
Conversación 24
EL NAVEGANTE AEREO SOLITARIO
Ciudad del cabo, 22 de septiembre
Hace dos días conocí al famoso «navegante aéreo solitario», a quien un fallo del motor obligó a
detenerse, sólo por un día, en esta Ciudad del Cabo. Es un individuo de unos veinticinco años,
tiene un hermoso rostro oval, moreno, de mujer o de poeta, y ojos almendrados y opacos, de
enamorado o de santo. Se llama Udai Singh, y desde hace ya tres años vive casi siempre en el
cielo. Viaja de un continente a otro, pasa de un océano a un desierto, con un aeroplano privado;
tan sólo lleva consigo a un mecánico ayudante, obediente y callado.
Hace dos noches lo observé con curiosidad, en el salón del hotel, pues ya me habían hablado
acerca de él. Estaba triste, con la tristeza cerrada que es conde la desesperación, sus ojos húmedos
hacían juzgar que hubiese llorado.
Procuré darme ánimo y me acerqué a él con intención de brindarle un poco de alivio:
- Míster Udai Singh, le dije, sé quién es usted y cómo pasa su vida. Me imagino que esta
detención obligada será para usted una causa de sufrimiento. Cuente usted con toda mi simpatía y
reciba mis buenos deseos de que mañana pueda reanudar el vuelo hacia el mar.
- Le agradezco su simpatía, respondió el aviador, y le confieso que tengo mucha necesidad de
ella. Tener que descender y detenerme en la tierra es para mí una verdadera maldición. No puedo
vivir más en el barro y en la piedra, no puedo soportar la vida y el ruido de mis semejantes. No
tolero al planeta sino viéndolo desde lo alto: las fauces de sus cráteres, las gibas de sus montes,
los ojos de sus lagos, las serpientes plateadas de sus ríos. A los hombres, a esos desventurados y
agitados hombres, no los veo desde allá arriba, o todo lo más como insectos anónimos, como
hormigas que se mueven.
»Tan sólo soy feliz cuando me libero, solo en el cielo libre: el sol es mi compañero fiel, las nubes
son mis islas y mis etapas de viajes, las brumas mis lugares de ocultamiento, el viento es mi
música. Cuando estoy a varios miles de metros por encima de la dura corteza habitada, me siento
dueño del mundo y sobre todo me siento propietario único e imperturbable de mi alma. Usted,
esclavo terrestre, no puede imaginar la ebriedad pura y alocada de los navegantes del cielo. Los
pensamientos son más lúcidos y serenos, la mente está más libre, el corazón más seguro, el alma
es más divina. Un archipiélago de rosados cirrus a la hora del ocaso, es mi paraíso; las águilas
con sus alas desplegadas son mis hermanas; el espejo inmenso del mar reflejando la grandiosidad
del cielo es la pantalla de mis visiones. Solamente en la atmósfera elevada hallo la medida de mi
respiración y el ritmo de mi ser. El cielo es todo mío porque yo soy todo del cielo.
»Mis antepasados huían del engaño, de la falsa realidad visible refugiándose en la contemplación
del ser único, del ser indistinto, de Brahma. Estaban evadidos y ausentes, pero siempre apegados
a la tierra. Yo aprovecho un invento de los occidentales para mi liberación y transfiguración
ultraterrestre. Me repugnan las infamias de los pueblos y las miserias de los hombres, y por eso
elegí vivir donde no veo sus rostros tétricos y no oigo sus voces insensatas.
»Debo descender frecuentemente a la tierra para reaprovisionarme de alimento tanto para mí
como para mi motor. Pero todo descenso entre vosotros es para mí humillación y angustia, y
procuro que dure tan sólo unos pocos minutos. Allá en lo alto puedo prescindir del sueño por
espacio de varias noches seguidas, y si el cansancio me vence, entonces mi fiel servidor ocupa mi
lugar.
»Es verdad que hay allá tempestades y huracanes, pero los enfrento con menos terror del que
siento ante el alboroto y los olores repugnantes de las ciudades. Atravieso con más gusto los
mares que me inspiran temor, que las tierras habitadas. En el Atlántico hay una región espantosa
donde reinan siempre la oscuridad, la niebla y los vientos, la llamamos «el pozo de las tinieblas»;
siempre que pueden los aviadores la evitan, pero yo la sobrevuelo sintiendo la salvaje
voluptuosidad del peligro, y cuando me veo sumergido en aquel caos negro y rugiente me parece
estar en la espantosa vagina de un mundo que aún espera a su demiurgo. La he atravesado ya
cuatro veces y las cuatro he salido de ella con el ánimo de un resucitado victorioso que ha visto
con sus propios ojos el preludio de la creación».
Al hablar en esa forma, Udai Singh se había reanimado, brillaban sus ojos, su rostro había
adquirido nueva luz. Pero, en aquel momento se acercó su ayudante para decirle que lo llamaban
desde el aeropuerto
- ¡Podré partir al alba! - exclamó el joven hindú. Me saludó apresuradamente y desapareció en la noche.
Conversación 25
LAS VENUS FEAS
Mozambique (Africa Oriental), 28 de mayo.
He conocido aquí a un riquísimo negociante y armador portugués que vive en Mozambique,
durante varios meses del año, para vigilar sus negocios. Se llama Francisco de Azevedo, es una
persona afable, de maneras abiertas, de óptimo gusto y posee una hermosa cultura. Hace pocos
días me invitó a cenar en su residencia, situada un poco en las afueras de la ciudad, donde no
tiene más compañía que la de sus servidores y servidoras de color.
Después de tomar el café y una vez encendidos los cigarros, mi amable anfitrión me dijo con aire
de hacerme una confidencia preciosa
- A pesar de las apariencias paso aquí una vida melancólica. Ya ha muerto la mujer que amaba;
mis hijas se han casado en América, no tengo a nadie, no puedo querer a nadie. Las mujeres y los
hombres que viven en esta isla, de cualquier raza y color que sean, son personas horribles, de una
fealdad obtusa que ni siquiera tienen los rasgos monstruosos y encantados de los primitivos
auténticos. Son todos bastardos y mestizos, teniendo al mismo tiempo los vicios de la civilización
y las miserias de la barbarie. Los soporto, pero sufro. Para atenuar el horror de esta malhecha
humanidad he debido procurare una evasión y quiero hacerle ver en qué consiste.
Me hizo pasar por varios cuartos vacíos, y luego, con una llave de plata, abrió una gran puerta
taraceada con maderas raras. Encendió unas luces escondidas en el techo y me hallé en una
enorme sala redonda, cuyas paredes eran de rojo oscuro pompeyano, y que estaba llena de
blancas figuras inmóviles.
- Mirad - me dijo Francisco de Azevedo, ésta es quizá la más rica colección de Venus que hay en
todo el mundo. He querido reunir aquí, en fieles reproducciones, a todas las Venus que se
admiran en las diversas partes del viejo mundo, en los museos y palacios. Aproveché mis estadas
en las principales ciudades de Europa para ordenar a buenos artistas que me hicieran
reproducciones de estas imágenes famosas de la belleza ideal. ¿Qué os parece?.
Reconocí a las estatuas más célebres de Afrodita que había visto en mis viajes: la Venus de Milo,
la Venus de los Médicis, la Venus de Cirene, la Venus Capitolina, la de Cellini, la de Canova y
muchísimas otras a las que no pude situar o no fui capaz de reconocer. Algunas estaban sin
cabeza, otras sin brazos, pero todas mostraban el florecimiento de los senos, el suave escudo del
vientre, la bien torneada perfección de las piernas.
Aquello era un espectáculo desconcertante y casi molesto, una asamblea de mujeres cándidas y
desnudas, una junto a otra, algunas en actitudes lascivas, otras recogidas y púdicas, la mayor
parte erguidas y soberbias, con aire de desafío y de ofrecimiento. Bajo la clara luz eléctrica aquel
desfile inmóvil y cándido de cabelleras bien rizadas, de senos bien modelados, de caderas
perfectamente curvadas, de brazos bien torneados, todo ello no inspiraba ninguna idea de amor o
de excitación libidinosa, sino más bien una especie de extraña incomodidad que se parecía
confusamente al pudor.
No sabía qué decir, y nada dije, hasta que finalmente volvió a hablar mi anfitrión.
- Comprendo su silencio. Usted ha captado en seguida lo que yo, por un instinto de defensa, capté
muy tardíamente. Cuando en la sala de un museo contemplamos una de estas célebres Venus,
aislada en su esplendor, tenemos la ilusión de estar frente a un milagro de belleza antigua.
Cuando por vez primera vi en Roma, en el Museo de las Termas, a la Venus de Cirene, en la
estrecha sala que ocupa ella sola, sentí el casto éxtasis causado por la perfección de la belleza.
Pero, cuando más adelante pude reunir aquí, como en un templo secreto, a todas estas Venus, no
volví a encontrar la alegría pura que me prometía. Esperaba que estos monumentos del eterno
femenino me servirían de consuelo ante la vista real de seres degradados y contrahechos que
estoy obligado a hallar todos los días. Pero las Venus, reunidas todas ellas, no me han causado la
exaltación intelectual y no carnal que cada una de ellas, mirada durante unos pocos minutos, me
había causado anteriormente. La multitud congregada de los cuerpos perfectos engendra la
saciedad, y casi diría hasta la náusea.
»Durante estos años hice un doloroso descubrimiento. Las Venus, incluso las más afamadas y
celebradas, son feas. La mujer es juzgada por nosotros bella en cuanto es una promesa de placer y
de voluptuosidad. Pero si uno de nosotros, una vez anciano, equilibrado y sabio, supiese mirar a
estas Venus con la misma fría imparcialidad con que un sabio zoólogo examina a un ejemplar
común de la fauna terrestre, se daría cuenta de que también las Venus son animales que distan
mucho de causar admiración y maravilla: esa pequeña probóscide que es la nariz, esa hendidura
ferina que es la boca, esos dos abultamientos nutrientes que son los senos, esos glúteos indecentes
que hacen pensar en la defecación... Pero no quiero insistir más. Quizás hice mal al hacerle ver
estas hembras de mamíferos en mármol que los artistas han intentado transfigurar en armonía
abstracta para compensarnos por las otras, mucho más repugnantes, que debemos ver cada día en
carne y hueso. Perdone, míster Gog, y volvamos otra vez al salón para beber un poco más de
Oporto».
Y Francisco de Azevedo concluyó diciendo
-A pesar de la colección de las Venus mi vida continúa siendo triste y desconsolada. Me veo
obligado a aturdirme en los negocios así como otros se aturden en el juego o en la guerra.
Desde aquella velada no he vuelto a ver al negociante portugués, y no tengo deseo ninguno de
verlo nuevamente.
Conversación 26
EL ELOGIO DEL FANGO
El Cairo, 2 de febrero.
El profesor Denis Poissard, el más original de los egiptólogos vivientes, me invitó a escuchar una
conferencia que pronunciaría en el Liceo Francés de El Cairo. Más que el orador mismo, quien
por lo demás es un hombre de múltiples recursos, me atraía el tema de su conferencia: Les gloires
de la boue.
Comenzó el conferenciante con una vigorosa protesta contra el sentido despectivo que se atribuye
generalmente a la palabra «barro», «fango». Tirar fango, quiere decir acusar a un pueblo o a un
hombre; «el fango que sube» significa en la jerga de los catones puritanos la denuncia de los
progresos de la corrupción en la vida pública, en el modo de vestir o en las costumbres.
Declaró Poissard con acentos conmovidos que esas expresiones son un insulto a la verdad. Según
él, también las formas de la materia inerte tienen derecho al respeto y a la justicia. Manifestó que
el fango no puede ser sinónimo de fealdad o de vergüenza, porque la civilización humana no
habría sido posible sin él.
En todos los sitios del mundo, gran parte de los edificios está hecha con ladrillos, y éstos no son
más que porciones de barro endurecido y enrojecido por el fuego. Las hermosas casitas de
Holanda y los protervos rascacielos de Nueva York, no son más que conjuntos de barro cocinado
en los hornos. En la antigua Babilonia los ladrillos adquirieron aún mayor dignidad, puesto que
sirvieron como pergamino y papel para transmitir los poemas de los dioses y las gestas de los
reyes mediante caracteres cuneiformes grabados en los mismos.
Una de las artes más nobles y útiles, la escultura, ni siquiera sería concebible sin la creta, o sea
sin el barro. Las terracotas, como su nombre lo indica, no son más que fango plasmado
armoniosamente por las manos de los artistas o artesanos, y no sólo esto sino que, además, la
mayoría de las estatuas de bronce y de mármol fueron modeladas con barro antes de ser
traducidas a materiales más duraderos. El mismo Miguel Angel, que ha quedado en la
imaginación de la gente como el titán capaz de lograr sus estatuas en mármol con la violencia de
su cincel, siempre comenzaba recurriendo al limo de los ríos Arno o Tíber para hacer
previamente los modelos de sus creaciones. Y acaso, ¿no dice expresamente el Génesis, que el
primero y máximo estatuario, Jahveh, modeló a Adán con «el limo de la tierra»?
El país de los lotófagos, descrito por Homero, nos hace recordar que para algunos pueblos
primitivos, el barro fue un alimento. Y por lo demás, muchos de nuestros alimentos, ¿qué otra
cosa son sino barro transformado y sublimado por el calor del sol? La fertilidad fabulosa del
antiguo Egipto se debía, como ya lo escribía Heródoto, al fango del Nilo. Si algunas veces el lodo
dejado por el río, era escaso, los súbditos de los faraones se veían condenados al hambre.
El barro siempre ha estado en relación necesaria con las bebidas y los comestibles. Toda la
cerámica y vajilla de la antigüedad, muchas veces agraciada con la pintura, y también en gran
parte la alfarería moderna, tesoro de la gente pobre, no son más que trozos de barro que han
pasado por el torno y por los hornos. Las ánforas griegas y etruscas, los búcaros españoles, los
huacos peruanos, la vajilla del Renacimiento, todas son cosas que llenan los armarios y vitrinas
de todos los museos del mundo.
Pero tiene el barro una gloria, la más singular y significativa, que hasta ahora no ha sido captada
por la sutileza de los historiadores: «He descubierto - exclamó el profesor Poissard con aire
triunfal -, que las grandes civilizaciones de la tierra han nacido y han florecido en el barro. Los
emigrantes africanos que fundaron el Imperio Faraónico eligieron como sede el valle del Nilo,
inundado por el fango de ese río; Asiria y Babilonia crearon sus ciudades en medio de las
regiones palustres formadas por los ríos de la Mesopotamia; China tuvo su primer foco de vida
civilizada en los aguazales fangosos del Hwang-Ho; una gran parte de los actuales Países Bajos
no es más que cieno arenoso conquistado al mar».
»Las más famosas ciudades de Europa son hijas del barro. El valle donde nació Florencia era un
inmenso pantano situado entre el río Arno y el monte de Fiésole; París nació en las barrosas
orillas del Sena; su nombre antiguo, Lutecia, significa precisamente lodosa, fangosa; Venecia
surgió en las islitas barrosas de la laguna; Berlín, entre las aguas estancadas y fangosas del Spree;
San Petersburgo, en el fangoso estuario del Neva.
»La historia universal - concluyó diciendo el profesor Poissard -, podría ser compendiada en esta
breve fórmula: Las civilizaciones comienzan en el fango y concluyen en la sangre.»
Cuando el conferenciante cesó de hablar fueron poquísimos los aplausos que se oyeron. Yo me
había divertido mucho oyéndole, y fui el único que tuvo el valor necesario para aproximarse a la
cátedra y estrechar la mano del ingenioso reivindicador de las Gloires de la boue.
""" en construccion"""
1 comentario:
hola, no se ke tan ciertos sean esos relatos, pero ciertamente son interesantes, la del sr newborn me parecio muy interesante. no entiendo muy bien pero porke se denomina el libro negro? sera acaso porke revela cosas demoniacas ke nos rodean y con las ke vivimos???
el caso es ke te recomiendo le des una leida al libro "la rebelion de lucifer" del escritor juan jose benitez, no se si te llegue a interesar.
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