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viernes, 30 de marzo de 2007

EL HORLA // GUY DE MAUPASSANT


EL HORLÁ
GUY DE MAUPASSANT



8 de mayo.— íQué día tan espléndido! He pasado toda la mañana tumbado en la hierba, delante de mi casa, bajo el enorme plátano que la cubre, la abriga y la sombrea por entero. Me gusta esta región, y me gusta vivir en ella porque aquí tengo mis raíces, esas profundas y delicadas raíces que ligan a un hombre a la tierra donde sus abuelos han nacido y han muerto, que lo ligan a lo que allí se piensa y se come, lo mismo a las costumbres que a los alimentos, a las locuciones locales, las entonaciones de los campesinos, los olores del suelo, de los pueblos y del propio aire.
Me gusta la mansión donde he crecido. Desde mis ventanas, veo correr el Sena a lo largo de mi jardín, detrás de la carretera, casi dentro de casa, el grande y ancho Sena, que va de Ruán al Havre, cubierto de barcos que pasan.
A la izquierda, allá al fondo, Ruán, la dilatada ciudad de tejados azules, bajo una puntiaguda multitud de campanarios góticos. Son innumerables, frágiles o anchos, dominados por la aguja de hierro de la catedral, y llenos de campanas que tocan en el aire azul de las hermosas mañanas, lanzando hasta mí su dulce y remoto bordoneo de hierro, su canto de bronce que me llega, ora más fuerte ora más debilitado, según que la brisa despierte o se adormezca.
¡Qué buen tiempo hacía esta mañana!
Hacia las once, un largo convoy de navíos, arrastrados por un remolcador del tamaño de una mosca y que jadeaba de fatiga vomitando un humo espeso, desfiló ante mi verja.
Detrás de dos goletas inglesas, cuyo pabellón rojo ondeaba sobre el cielo, venía una soberbia corbeta brasileña, totalmente blanca, admirablemente limpia y reluciente. La saludé, no sé por qué, porque me agradó mucho verla.
12 de mayo.— Tengo algo de fiebre desde hace unos días; me siento indispuesto, o mejor dicho me siento triste.
¿De dónde vienen esas misteriosas influencias que mudan en desánimo nuestra felicidad y nuestra confianza en desamparo? Se diría que el aire, el aire invisible está lleno de incognoscibles Poderes, cuya misteriosa vecindad sufrimos. Me despierto pleno de gozo, con ganas de cantar en la garganta. —¿Por qué?—. Bajo hasta la orilla del río; y de pronto, tras un corto paseo, regreso desolado, como si alguna desgracia me esperase en casa. —¿Por qué?—. ¿Es un escalofrío que, rozándome la piel, ha roto mis nervios y ensombrecido mi alma? ¿Es la forma de las nubes, o el color del día, el color de las cosas, tan variable, que, al pasar por mis ojos, ha perturbado mis pensamientos? ¡Quién sabe! Todo lo que nos rodea, todo lo que vemos sin mirarlo, todo lo que rozamos sin conocerlo, todo lo que tocamos sin palparlo,
¡Qué profundo es este misterio de lo Invisible! No lo podemos sondear con nuestros miserables sentidos, con nuestros ojos que no saben percibir ni lo demasiado pequeño ni lo demasiado grande, ni lo demasiado próximo ni lo demasiado remoto, ni los habitantes de una estrella ni los habitantes de una gota de agua... con nuestros oídos que nos engañan, pues nos transmiten las vibraciones del aire como notas sonoras. Son duendes que hacen el milagro de cambiar en ruido ese movimiento y que gracias a esa metamorfosis engendran la música, que convierte en cántico la muda agitación de la naturaleza... con nuestro olfato, más débil que el de un perro... ¡con nuestro gusto, que apenas puede discernir la edad de un vino!
¡Ah! Si tuviéramos otros órganos que realizaran en nuestro provecho otros milagros, ¡cuántas cosas podríamos descubrir a nuestro alrededor!
16 de mayo.— Estoy enfermo, ¡no cabe duda! ¡Me encontraba tan bien el mes pasado! Tengo fiebre, una fiebre atroz, o mejor dicho un enervamiento febril que me atormenta el alma tanto como el cuerpo. Tengo sin cesar la espantosa sensación de un peligro inminente, la aprensión de una desgracia que se acerca o de la muerte que se avecina, un presentimiento que es sin duda efecto de un mal todavía ignorado, que germina en la sangre y en la carne.
18 de mayo.— Vengo de la consulta del médico, pues ya no podía dormir. Me encontró el pulso alterado, ojos dilatados, nervios vibrantes, pero sin ningún síntoma alarmante. Tengo que darme duchas y tomar bromuro de potasio.
25 de mayo.— ¡Ningún cambio! Mi estado es verdaderamente raro. A medida que se acerca la noche, me invade una inquietud incomprensible, cual si la oscuridad escondiese una terrible amenaza. Ceno pronto, después intento leer; pero no entiendo las palabras; apenas distingo las letras. Camino entonces de acá para allá por mi salón, oprimido por un temor confuso e irresistible, temor al sueño y temor a la cama.
Hacia las diez, subo a mi habitación. En cuanto entro, cierro con dos vueltas de llave y corro los cerrojos; tengo miedo... ¿de qué?... Hasta ahora no temía nada... abro los armarios, miro debajo de la cama; escucho, escucho... ¿qué?... ¿No es extraño que un simple malestar, un trastorno circulatorio acaso, la irritación de un nervio, un poco de congestión, una mínima perturbación del funcionamiento tan imperfecto y delicado de nuestra máquina viviente, pueda convertir en melancólico al más alegre de los hombres, y en cobarde al más valiente? Después me acuesto, y espero al sueño como quien espera al verdugo. Lo espero con el espanto de que llegue, y mi corazón late, y mis piernas tiemblan; y todo mi cuerpo se estremece entre el calor de las sábanas, hasta el momento en que me hundo de repente en el descanso, como quien se hundiera, para ahogarse, en una sima de agua estancada. No lo siento venir, como antes, a ese sueño pérfido, oculto cerca de mí, que me acecha, que va a atraparme por la cabeza, a cerrarme los ojos, a aniquilarme.
Duermo —mucho tiempo— dos o tres horas, y después un sueño —no, una pesadilla— me abruma. Noto perfectamente que estoy acostado y que duermo... lo noto y lo sé.. y noto también que alguien se acerca a mí, me mira, me palpa, se sube a mi cama, se arrodilla sobre mi pecho, coge mi cuello entre sus manos y aprieta... aprieta... con todas sus fuerzas, para estrangularme.
Yo me debato, encadenado por esa impotencia atroz que nos paraliza en los sueños; quiero gritar —no puedo—; quiero moverme —no puedo—; intento con horrorosos esfuerzos, jadeante, darme la vuelta, rechazar ese ser que me aplasta y me ahoga —¡no puedo!—.
Y de pronto, me despierto, enloquecido, bañado en sudor. Enciendo una vela. Estoy solo.
Después de esta crisis, que se renueva todas las noches, duermo por fin, en calma, hasta la aurora.
2 de junio.— Mi estado se ha agravado aún más. ¿Qué es lo que tengo? El bromuro no sirve de nada; las duchas no sirven de nada. Hace un rato, para fatigar mi cuerpo, tan abatido ya, fui a dar una vuelta por el bosque de Roumare. Al principio creí que el aire fresco, ligero y suave, lleno de olor a hierbas y a hojas, llenaría mis venas de una sangre nueva, mi corazón de una nueva energía. Seguí un ancho camino de cazadores, después tomé hacia La Bouille, por una estrecha avenida, entre dos ejércitos de árboles desmesuradamente altos que ponían un techo verde, espeso, casi negro, entre el cielo y yo.
Un temblor me estremeció de pronto, no un escalofrío, sino un extraño temblor de angustia.
Apresuré el paso, inquieto de hallarme sólo en aquel bosque, atemorizado sin razón, estúpidamente, por la profunda soledad. De repente, me pareció que me seguían, que me pisaban los talones, muy cerca, hasta tocarme.
Me volví bruscamente. Estaba solo. No vi a mis espaldas sino la recta y ancha avenida, vacía, alta, temiblemente vacía; y por el otro lado también se extendía hasta perderse de vista, toda igual, pavorosa.
Cerré los ojos. ¿Por qué? Y empecé a girar sobre un talón, muy deprisa, como un trompo. Estuve a punto de caer, volví a abrir los ojos; los árboles bailaban, la tierra flotaba; tuve que sentarme. Y después, ¡ay!, ya no sabía por dónde había venido. ¡Extraña idea! ¡Extraña! ¡Extraña idea! No lo sabía en absoluto. Eché a andar hacia el lado que se encontraba a mi derecha, y regresé al camino que me había llevado al centro del bosque
23 de junio.— La noche ha sido horrible. Voy a ausentarme durante unas semanas. Un viajecito, sin duda, me repondrá.
2 de julio.— Regreso. Estoy curado. Y además he hecho una excursión encantadora. Visité el Monte Saint-Michel, que no conocía.
¡Qué visión cuando uno llega, como yo, a Avranches, al caer el día! La ciudad está sobre una colina; y me llevaron a los jardines públicos, en un extremo de la población. Lancé un grito de asombro. Ante mí se extendía una bahía desmesurada, hasta muy lejos, entre dos costas alejadas que se perdían de vista entre brumas; y en el centro de esa inmensa bahía amarilla, bajo un cielo de oro y de claridad, se alzaba oscuro y picudo un extraño monte, en medio de las arenas. El sol acababa de desaparecer, y sobre el horizonte aún llameante se dibujaba el perfil de esa fantástica roca que lleva en su cima un fantástico monumento.
En cuanto amaneció, marché hacia allá. La marea estaba baja, como la víspera, y yo miraba alzarse ante mí, a medida que me acercaba a ella, la sorprendente abadía. Tras varias horas de marcha llegué al enorme bloque de piedras donde se halla el pueblecito dominado por la gran iglesia. Tras subir por la calle estrecha y empinada, entré en la más admirable morada gótica construida para Dios sobre la tierra, vasta como una ciudad, llena de salas bajas aplastadas bajo bóvedas y altas galerías que sostienen frágiles columnas. Entré en esa gigantesca joya de granito, tan leve como un encaje, cubierta de torres, de esbeltos pináculos, hacia donde ascienden retorcidas escaleras, y que lanzan al cielo azul de los días, al cielo negro de las noches, sus extravagantes cabezas erizadas de quimeras, de diablos, de animales fantásticos, de monstruosas flores, enlazados entre sí por finos arcos labrados.
Cuando estuve en la cima, le dije al fraile que me acompañaba: «Padre, ¡qué a gusto estarán ustedes aquí!».
Respondió: «Hace mucho viento, caballero»; y nos pusimos a charlar mientras mirábamos cómo subía la marea, que corría por la arena y la cubría con una coraza de acero.
Y el fraile me contó historias, todas las viejas historias del lugar, leyendas, siempre leyendas.
Una de ellas me impresionó. La gente del pueblo, la del Monte, pretende que por la noche se oye hablar en las arenas, y también que se oyen balar dos cabras, una con voz fuerte, otra con voz débil. Los incrédulos afirman que son los gritos de las aves marinas, que unas veces parecen balidos, otras, quejas humanas; pero los pescadores rezagados juran haber encontrado, merodeando por las dunas, entre dos mareas, en torno al pueblecito tan apartado del mundo, a un viejo pastor, cuya cabeza tapada por la capa nunca se ve, y que conduce, marchando ante ellos, un macho cabrío con rostro de hombre y una cabra con rostro de mujer, ambos con largos cabellos blancos y que hablan sin cesar, peleándose en una lengua desconocida, y después dejan de pronto de chillar para balar con todas sus fuerzas.
Le dije al fraile: «¿Y usted lo cree?»
Murmuró: «No sé».
Proseguí: «Si existieran en la tierra seres distintos de nosotros, ¿cómo no íbamos a conocerlos desde hace mucho tiempo? ¿Cómo no iba a haberlos visto usted? ¿Cómo no iba a haberlos visto yo?»
Respondió: «¿Acaso vemos la cienmilésima parte de lo que existe? Mire, ahí tiene el viento, que es la mayor fuerza de la naturaleza, que tira al suelo al hombre, que derriba edificios, desarraiga árboles, levanta en la mar montañas de agua, destruye los acantilados, y arroja contra los rompientes a los grandes navíos, el viento que mata, que silba, que gime, que brama, ¿lo ha visto usted, y puede usted verlo? Y, sin embargo, existe».
Callé ante tan sencillo razonamiento. Aquel hombre era un sabio o quizás un tonto. No habría podido asegurarlo con exactitud; pero me callé. Lo que estaba diciendo, yo lo había pensado a menudo.
3 de julio.— He dormido mal; no cabe duda; aquí hay una influencia febril, pues mi cochero sufre del mismo mal que yo. Al regresar ayer, me fijé en su singular palidez. Le pregunté:
— ¿Qué le pasa, Jean?
— Me pasa que no puedo descansar, señor, las noches se me comen los días. Desde que se marchó el señor, tengo como un mal de ojo.
Los otros criados están bien, sin embargo, pero tengo mucho miedo de que me vuelva a dar a mí.
4 de julio.— No cabe duda, me ha vuelto a dar. Retornan las antiguas pesadillas. Esta noche, he notado a alguien agazapado sobre mí y que, con la boca pegada a la mía, se me bebía la vida entre mis labios. Sí, la sorbía de mi garganta, como hubiera hecho una sanguijuela. Después se levantó, ahíto, y yo me desperté, tan magullado, roto, aniquilado, que no podía moverme. Si esto continúa unos días más, seguramente volveré a marcharme.
5 de julio.— ¿Habré perdido la razón? ¡Lo que ha ocurrido, lo que he visto la noche pasada es tan extraño que mi cabeza se extravía cuando pienso en ello!
Al igual que hago ahora cada noche, había cerrado la puerta con llave; después, como tenía sed, bebí medio vaso de agua, y por casualidad me fijé en que la botella estaba llena hasta el tapón de cristal.
Me acosté enseguida y me sumí en uno de mis sueños espantosos, del que me sacó al cabo de unas dos horas una sacudida más horrorosa aún.
Imagínense ustedes un hombre dormido, a quien asesinan, y que se despierta con un cuchillo en los pulmones, y que jadea cubierto de sangre, y que ya no puede respirar, y que va a morir, y que no entiende nada —pues eso era.
Habiendo recobrado por fin el juicio, tuve sed de nuevo; encendí una vela y fui hacia la mesa donde estaba la botella. La levanté inclinándola sobre el vaso; no cayó nada. ¡Estaba vacía! ¡Estaba totalmente vacía! Al principio, no entendía nada; después, de repente, sentí una emoción tan terrible que tuve que sentarme, o mejor dicho, ¡caí sobre una silla! Después, ¡me levanté de un salto para mirar a mi alrededor! Después volví a sentarme, enloquecido de asombro y de miedo, ante el cristal transparente. Lo contemplaba clavando en él los ojos, tratando de adivinar. ¡Mis manos temblaban! Conque ¿habían bebido el agua? ¿Quién? ¿Yo? ¡Yo, sin duda! ¡Sólo podía ser yo! Entonces, yo era sonámbulo, vivía, sin saberlo, esa doble vida misteriosa que hace dudar si hay dos seres en nosotros, o si un ser extraño, incognoscible e invisible, anima, a veces, cuando nuestra alma está embotada, nuestro cuerpo cautivo que obedece a ese otro, como a nosotros mismos, más que a nosotros mismos.
¡Ay! ¿Quién comprenderá mi abominable angustia? ¿Quién comprenderá la emoción de un hombre, sano de mente, perfectamente despierto, lleno de juicio y que mira espantado, a través del vidrio de una botella, un poco de agua desaparecida mientras él duerme? Me quedé allí hasta el amanecer, sin atreverme a volver a la cama.
6 de julio.— Me vuelvo loco. Alguien ha bebido de nuevo toda mi botella esta noche —o, mejor dicho, ¡me la he bebido yo!
Pero, ¿soy yo? ¿Soy yo? ¿Quién iba a ser? ¿Quién? ¡Oh! ¡Dios mío! ¿Me estoy volviendo loco? ¿Quién podrá salvarme?
10 de julio.— Acabo de hacer unas sorprendentes pruebas.
No cabe duda, ¡estoy loco! Aunque...
El 6 de julio, antes de acostarme, dejé sobre la mesa vino, leche, agua, pan y fresas.
Se bebieron —me bebí— toda el agua, y un poco de leche. No tocaron el vino, ni el pan, ni las fresas.
El 7 de julio, repetí la misma prueba, que dio el mismo resultado.
El 8 de julio, suprimí el agua y la leche. No tocaron nada.
El 9 de julio, por último, volví a dejar sobre la mesa el agua y la leche solamente, teniendo buen cuidado de envolver las botellas en muselina blanca y de atar los tapones con un bramante. Después me froté los labios, la barba y las manos con grafito, y me acosté.
El sueño invencible me asaltó, seguido pronto por el atroz despertar. No me había movido; las propias sábanas no tenían manchas. Me lancé hacia la mesa. La muselina que cubría las botellas seguía inmaculada. Desaté los cordones, palpitante de temor. ¡Se habían bebido toda el agua! ¡Se habían bebido toda la leche! ¡Ay, Dios mío!...
Me marcho ahora mismo a París.
12 de julio.— París. ¡Conque había perdido la cabeza los días pasados! Debí de ser juguete de mi imaginación debilitada, a menos que sea realmente sonámbulo, o que haya sufrido una de esas influencias, comprobadas aunque inexplicables hasta ahora, que se denominan sugestiones. En cualquier caso, mi extravío rayaba en la demencia, y veinticuatro horas de París han bastado para dejarme como nuevo.
Ayer, después de unas compras y visitas, que han hecho pasar por mi alma un aire nuevo y vivificante, rematé la noche en el Teatro Francés. Representaban una pieza de Alejandro Dumas hijo; y ese ingenio alerta y poderoso terminó de curarme. No cabe duda, la soledad es peligrosa para una inteligencia que trabaja. Necesitamos a nuestro alrededor hombres que piensen y hablen. Cuando estamos solos demasiado tiempo poblamos de fantasmas el vacío.
Regresé al hotel muy contento, por los bulevares. Al codearme con la muchedumbre pensaba, no sin ironía, en mis terrores, en mis suposiciones de la semana pasada, pues he creído, sí, he creído que un ser invisible habitaba bajo mi techo. ¡Qué débil es nuestra cabeza, y cómo se espanta, y se extravía enseguida, en cuanto una menudencia incomprensible nos impresiona!
En lugar de llegar a la sencilla conclusión de que «no lo entiendo porque la causa se me escapa», nos imaginamos al punto espantos, misterios y poderes sobrenaturales.
14 de julio.— Fiesta de la República. He paseado por las calles. Los petardos y las banderas me divertían como a un niño. Y sin embargo es muy idiota estar contento, en fecha fija, por decreto del gobierno. El pueblo es un rebaño imbécil, unas veces estúpidamente paciente y otras ferozmente rebelde. Le dicen: «Diviértete». Y se divierte. Le dicen: «Vete a luchar contra el vecino». Y va a luchar. Le dicen: «Vota por el Emperador». Y vota por el Emperador. Y luego le dicen. «Vota por la República». Y vota por la República.
Los que lo dirigen son igual de tontos; pero en vez de obedecer a unos hombres, obedecen a unos principios, los cuales no pueden ser sino necios, estériles y falsos, por el mero hecho de ser principios, es decir ideas tenidas por ciertas e inmutables, en este mundo donde nadie está seguro de nada, puesto que la luz es una ilusión, puesto que el ruido es una ilusión.
16 de julio.— Ayer he visto cosas que me han perturbado mucho.
Cenaba en casa de mi prima, la señora de Sablé, cuyo marido mandó el 76º de Cazadores en Limoges. Me encontré allí con dos señoras jóvenes, una de ellas casada con un médico, el doctor Parent, que se ocupa mucho de enfermedades nerviosas y de las manifestaciones extraordinarias que producen en estos momentos las experiencias sobre el hipnotismo y la sugestión.
Él nos habló un buen rato de los prodigiosos resultados obtenidos por los sabios ingleses y por los médicos de la escuela de Nancy.
Los hechos que expuso me parecieron tan extravagantes, que me declaré totalmente incrédulo.
«Estamos», afirmaba él, «a punto de descubrir uno de los más importantes secretos de la naturaleza, quiero decir uno de sus más importantes secretos en este mundo; porque tiene con seguridad otros igualmente importantes, allá lejos, en las estrellas. Desde que el hombre piensa, desde que sabe expresar de palabra y por escrito su pensamiento, se ha sentido rozado por un misterio impenetrable para sus sentidos groseros e imperfectos, y ha tratado de suplir, con el esfuerzo de su inteligencia, la impotencia de sus órganos. Cuando esa inteligencia seguía aún en estado rudimentario, esta obsesión de los fenómenos invisibles adoptó formas trivialmente espantosas. De ahí nacieron las creencias populares en lo sobrenatural, las leyendas sobre espíritus errantes, sobre hadas, gnomos, aparecidos, e incluso diría yo que la leyenda de Dios, pues nuestras concepciones del obrero-creador, vengan de la religión que vengan, son de las invenciones más mediocres, más estúpidas, más inaceptables salidas del cerebro acobardado de las criaturas. Nada más cierto que esta frase de Voltaire: “Dios ha hecho el hombre a su imagen, pero el hombre se lo ha devuelto con creces”.
»Pero, desde hace algo más de un siglo, parece presentirse alguna cosa nueva. Mesmer y algunos otros nos han abierto un camino inesperado, y verdaderamente hemos llegado, sobre todo de cuatro o cinco años a esta parte, a resultados sorprendentes.»
Mi prima, muy incrédula también, sonreía. El doctor Parent le dijo:
«¿Quiere usted que intente dormirla, señora?
— Sí, no tengo inconveniente».
Se sentó en un sillón y él empezó a mirarla fijamente, fascinándola. Yo me sentí de pronto un poco turbado, el corazón palpitante, la garganta seca. Veía cargarse los ojos de la señora de Sablé, crisparse su boca, jadear su pecho.
Al cabo de diez minutos, dormía.
«Póngase detrás de ella», dijo el médico.
Y me senté detrás. Él le colocó entre las manos una tarjeta de visita diciéndole: «Esto es un espejo; ¿qué ve usted en él?»
Ella respondió:
«Veo a mi primo.
— ¿Qué hace?
— Se retuerce el bigote.
— ¿Y ahora?
— Saca del bolsillo una fotografía.
— ¿De quién es esa fotografía?
— Suya».
¡Era cierto! Y la fotografía me la acababan de entregar, esa misma tarde, en el hotel.
«¿Cómo está en ese retrato?
— De pie, con el sombrero en la mano.»
Conque ella veía en la tarjeta, en aquel cartón blanco, como hubiera visto en un espejo.
Las señoras, espantadas, decían: «¡Basta! ¡Basta! ¡Basta!»
Pero el doctor ordenó: «Mañana se levantará usted a las ocho; después irá al hotel a ver a su primo, y le suplicará que le preste cinco mil francos que su marido le pide y que le reclamará en su próximo viaje».
Después la despertó.
Al regresar al hotel, pensaba en aquella curiosa sesión y me asaltaron dudas, no sobre la absoluta, la indudable buena fe de mi prima, a quien conocía como a una hermana, desde la infancia, sino sobre una posible superchería del doctor. ¿No disimularía en su mano un espejo que mostraba a la joven dormida, al mismo tiempo que su tarjeta de visita? Los prestidigitadores profesionales hacen cosas mucho más singulares.
Regresé, pues, y me acosté.
Ahora bien, esta mañana, hacia las ocho y media, me despertó mi ayuda de cámara, que me dijo:
«Está aquí la señora de Sablé, que quiere hablar con el señor enseguida».
Me vestí a toda prisa y la recibí.
Se sentó, muy turbada, con los ojos bajos, y, sin alzar su velo, me dijo:
«Querido primo, tengo que pedirle un gran favor.
— ¿Cuál, prima?
— Me molesta mucho decírselo, aunque es preciso. Necesito, necesito indispensablemente, cinco mil francos.
— ¿Cómo? ¿Usted?
— Sí, yo, o mejor dicho mi marido, que me ha encargado que los consiga».
Me quedé tan estupefacto, que balbucee mis respuestas. Me preguntaba si realmente se habría burlado de mí con el doctor Parent, si no se trataría de una simple farsa preparada de antemano y muy bien representada.
Pero, al mirarla con atención, todas mis dudas se disiparon. Temblaba de angustia, pues aquel paso le resultaba muy doloroso, y comprendí que los sollozos se agolpaban en su garganta.
Sabía que era muy rica y proseguí.
«¿Cómo así? ¿Su marido no dispone de cinco mil francos? ¡Vamos, reflexione! ¿Está usted segura de que le ha encargado que me los pida?»
Vaciló unos segundos, como haciendo un gran esfuerzo para buscar en su memoria, después respondió:
«Sí..., sí..., estoy segura.
— ¿Le ha escrito?»
Ella vacilaba aún, reflexionando. Adiviné el trabajo torturador de su mente. No sabía. Sabía sólo que tenía que pedirme prestados cinco mil francos para su marido. Conque se atrevió a mentir.
«Sí, me ha escrito.
— ¿Y cuándo? No me dijo usted nada, ayer.
— Recibí su carta esta mañana.
— ¿Puede enseñármela?
— No... no... no... hablaba de cosas íntimas... demasiado personales... y la he... la he quemado.
— Entonces, es que su marido contrae deudas.»
Ella vaciló de nuevo, y después murmuró:
«No lo sé».
Declaré bruscamente:
«Es que no puedo disponer de cinco mil francos en este momento, mi querida prima».
Lanzó una especie de grito de dolor.
«¡Oh! ¡Oh! Por favor, por favor, búsquelos...»
Se exaltaba, ¡juntaba las manos como si estuviera suplicando! Yo oía cómo su voz cambiaba de tono; lloraba y tartamudeaba, acosada, dominada por la orden irresistible que había recibido.
«¡Oh! ¡Oh! Se lo ruego... si supiera usted cuánto sufro... los necesito hoy.»
Me apiadé de ella.
«Los tendrá en seguida, se lo juro.»
Exclamó:
«¡Oh! ¡Gracias! ¡Gracias! ¡Qué bueno es usted!»
Proseguí: «¿Recuerda lo que ocurrió ayer en su casa?»
— Sí.
— ¿Recuerda que el doctor Parent la durmió?
— Sí.
Pues bien, le ordenó que viniera hoy por la mañana a pedirme prestados cinco mil francos, y usted obedece en este momento a esa sugestión.»
Reflexionó unos segundos y respondió: «Pues es mi marido quien me los pide».
Durante una hora, intenté convencerla, pero no pude lograrlo.
Cuando se marchó, corrí a casa del doctor. Iba a salir; y me escuchó sonriendo. Después dijo:
«Y ahora, ¿cree usted?
— Sí, no tengo otro remedio.
— Vayamos a ver a su parienta».
Ella dormitaba ya en una tumbona, abrumada de cansancio. El médico le tomó el pulso, la miró algún tiempo, con una mano levantada hacia sus ojos que ella cerró poco a poco bajo la fuerza insostenible de aquel poder magnético.
Cuando estuvo dormida:
«Su marido ya no necesita cinco mil francos. Conque usted olvidará que le ha rogado a su primo que se los preste y, si él le habla de eso, no entenderá nada».
Después la despertó. Yo saqué del bolsillo una cartera:
«Aquí tiene, mi querida prima, lo que me pidió esta mañana».
Se quedó tan sorprendida que no me atreví a insistir. Sin embargo, traté de reanimar su memoria, pero ella lo negó con fuerza, creyó que me burlaba de ella, y al final, a punto estuvo de enfadarse.
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¡Eso es todo! Acabo de regresar; y no he podido almorzar, tanto me ha trastornado la experiencia.
19 de julio.— Muchas personas a quienes he contado esta aventura se han burlado de mí. Ya no sé qué pensar. El sabio dice: ¿Puede ser?
21 de julio.— He ido a cenar a Bougival, y luego pasé la noche en el baile de los remeros. Decididamente, todo depende de los lugares y de los ambientes. Creer en lo sobrenatural en la isla de La Grenouillére, sería el colmo de la locura... pero ¿y en la cima del Monte Saint-Michel?... ¿y en la India? Sufrimos pasmosamente la influencia de cuanto nos rodea. Regresaré a casa la semana próxima.
30 de julio.— He vuelto ayer a mi casa. Todo va bien.
2 de agosto.— Nada nuevo; hace un tiempo soberbio. Me paso los días viendo correr el Sena.
4 de agosto.— Peleas entre mis criados. Aseguran que alguien rompe los vasos, por la noche, en los armarios. El ayuda de cámara acusa a la cocinera, la cual acusa a la doncella, que acusa a los otros dos. ¿Quién es el culpable? ¡Vaya usted a saber!
6 de agosto.— Esta vez, no estoy loco. He visto... he visto... ¡he visto!... No puedo dudarlo... ¡he visto!... Estoy aún helado hasta las uñas... tengo aún miedo hasta la médula... ¡he visto!...
Me paseaba a las dos, a pleno sol, en mi rosaleda... por el sendero de las rosas de otoño que empiezan a florecer.
Mientras me detenía a contemplar un géant des batailles que tenía tres flores magníficas, vi, vi con toda claridad, muy cerca de mí, doblarse el tallo de una de esas rosas, como si una mano invisible lo hubiera retorcido, y después romperse, ¡como si una mano lo hubiera cogido! Después la flor se elevó siguiendo la curva que habría descrito un brazo llevándola hacia una boca, y quedó suspendida en el aire transparente, sola, inmóvil, tremenda mancha roja a tres pasos de mis ojos.
Enloquecido ¡me arrojé sobre ella para cogerla! No encontré nada; había desaparecido. Entonces me acometió una furiosa cólera contra mí mismo; pues a un hombre razonable y serio no le son lícitas tales alucinaciones
Pero ¿era una alucinación? Me di la vuelta para buscar el tallo, y lo encontré inmediatamente en el arbusto, recién cortado, entre las otras dos rosas que seguían en la rama.
Entonces volví a casa con el alma trastornada; pero estoy seguro, ahora, tan seguro como de la alternancia de los días y las noches, de que existe junto a mí un ser invisible, que se alimenta de leche y de agua, que puede tocar las cosas, cogerlas y cambiarlas de sitio, dotado por consiguiente de una naturaleza material, aunque imperceptible para nuestros sentidos, y que habita, como yo, bajo mi techo...
7 de agosto.— He dormido tranquilo. Se ha bebido el agua de la botella, pero no ha turbado mi sueño.
Me pregunto si estaré loco. Al pasearme hace un rato, a pleno sol, por la orilla del río, me han entrado dudas sobre mi razón, y no dudas vagas como las que tenía hasta ahora, sino dudas concretas, absolutas. He visto locos; he conocido algunos que seguían siendo inteligentes, lúcidos, hasta clarividentes sobre todas las cosas de la vida, salvo sobre un punto. Hablaban de todo con claridad, con agilidad, con hondura, y de pronto su pensamiento, al tocar el escollo de su locura, se fragmentaba en pedazos, se diseminaba y se hundía en ese océano horrible y furioso, lleno de olas saltarinas, de nieblas, de borrascas, que se denomina «demencia».
Con certeza me creería loco, totalmente loco, si no fuera consciente, si no conociera perfectamente mi estado, si no lo sondeara y analizara con completa lucidez. No sería pues, en suma, sino un alucinado razonante. Un trastorno ignorado se habría producido en mi cerebro, uno de esos trastornos que los fisiólogos intentan observar y precisar hoy en día; y ese trastorno habría producido en mi espíritu, en el orden y la lógica de mis ideas, una profunda grieta. Fenómenos similares ocurren en el sueño que nos pasea a través de las más inverosímiles fantasmagorías, sin que nos sorprendamos, porque el aparato verificador, porque el sentido del control está dormido; mientras que la facultad imaginativa vela y trabaja. ¿No podría ocurrir que una de las imperceptibles piezas del teclado cerebral se encontrara paralizada en mí? Hay hombres que, a consecuencia de un accidente, pierden la memoria de los nombres propios o de los verbos o de las cifras, o solamente de las fechas. Las localizaciones de todas las parcelas del pensamiento están comprobadas hoy. Ahora bien, ¡no hay nada extraño en que mi facultad de dominar la irrealidad de ciertas alucinaciones se encuentre embotada en este momento!
Pensaba en todo eso siguiendo la orilla del agua. El sol cubría de claridad el río, convertía la tierra en una delicia, llenaba mi mirada de amor a la vida, a las golondrinas, cuya agilidad es un gozo para mis ojos, a las hierbas de la ribera, cuyo temblor es una felicidad para mis oídos.
Poco a poco, empero, me invadía un inexplicable malestar. Una fuerza, me parecía, una fuerza oculta me embotaba, me detenía, me impedía seguir adelante, me llamaba hacia atrás. Experimenté esa dolorosa necesidad de volver a casa que os oprime cuando habéis dejado en ella un enfermo amado, y os asalta el presentimiento de una agravación de su mal.
Así pues, regresé a mi pesar, seguro de que iba a encontrar, en casa, una mala noticia, una carta o un telegrama. No había nada; y me quedé más sorprendido e inquieto que si hubiera tenido de nuevo una visión fantástica.
8 de agosto.— Ayer pasé una noche terrible. Ya no se manifiesta, pero lo siento a mi lado, espiándome, mirándome, penetrando en mi interior, dominándome y más temible, al ocultarse así, que si señalase con fenómenos sobrenaturales su presencia invisible y constante.
He dormido, no obstante.
9 de agosto.— Nada, pero tengo miedo.
10 de agosto.— Nada; ¿qué ocurrirá mañana?
11 de agosto.— Nada de nada; no puedo quedarme en mi casa con este temor y esta idea metidos en el alma; voy a marcharme.
12 de agosto, a las 10 de la noche.— Durante todo el día he querido irme; no he podido. Quise realizar ese acto de libertad tan fácil, tan sencillo —salir—, subir al coche para dirigirme a Ruán —no he podido—. ¿Por qué?
13 de agosto.— Cuando se padecen ciertas enfermedades, todos los resortes del ser físico parecen rotos, todas las energías aniquiladas, y todos los músculos flojos, los huesos se vuelven blandos como la carne y la carne líquida como el agua. Experimento esto en mi ser moral de una forma extraña y desoladora Ya no tengo la menor fuerza, el menor valor, el menor dominio de mí, ni siquiera la menor capacidad de poner en marcha mi voluntad. Ya no puedo querer; alguien quiere por mí; y yo obedezco.
14 de agosto.— ¡Estoy perdido! ¡Alguien posee mi alma y la gobierna! Alguien ordena todos mis actos, todos mis movimientos, todos mis pensamientos. Ya no soy nada en mí, nada sino un espectador esclavo y aterrado de todas las cosas que realizo. Deseo salir. No puedo. Él no quiere; y me quedo, enloquecido, trémulo, en el sillón al que me tiene clavado. Deseo simplemente levantarme, alzarme, con el fin de creerme dueño de mí. ¡No puedo! Estoy remachado a mi asiento; y mi asiento se adhiere al suelo, de tal suerte que ninguna fuerza podría alzarnos.
Después, de repente, es preciso, es preciso que vaya al fondo del jardín a coger fresas y comerlas. Y voy. Cojo fresas y las como. ¡Oh! ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Hay un Dios? Si lo hay, ¡libradme, salvadme! ¡Socorredme! ¡Perdón! ¡Piedad! ¡Merced! ¡Salvadme! ¡Oh! ¡Qué sufrimiento, que tortura, qué horror!
15 de agosto.— Sí, así estaba poseída y dominada mi pobre prima, cuando acudió a pedirme cinco mil francos. Experimentaba una voluntad extraña que había entrado en ella, como otra alma, como otra alma parásita y dominadora. ¿Es que va a acabarse el mundo?
Pero el que me gobierna, ese ser invisible, ¿quién es? ¿Ese incognoscible, ese merodeador de una raza sobrenatural?
¡Los Invisibles existen, pues! Entonces, ¿cómo es que desde el origen del mundo no se han manifestado aún de forma concreta como lo hacen ahora para mí? Nunca he leído nada parecido a lo que ha pasado en mi casa. ¡Oh! Si pudiera dejarla, si pudiera irme, huir y no regresar. Estaría salvado, pero no puedo.
16 de agosto.— He podido escaparme hoy durante dos horas, como un prisionero que encuentra abierta, por azar, la puerta de su calabozo. He sentido que era libre de repente y que él estaba lejos. Ordené que engancharan al momento y me dirigí a Ruán. ¡Oh! ¡Qué alegría poder decirle a un hombre que obedece: «Vamos a Ruán»!
Mandé parar ante la biblioteca y rogué que me prestaran el gran tratado del doctor Hermann Herestauss sobre los habitantes ignorados del mundo antiguo y moderno.
Después, cuando subí de nuevo a la berlina, quise decir: «¡A la estación!» y grité —no dije, grité— en voz tan alta que los transeúntes se volvieron: «¡A casa!», y me desplomé, enloquecido de angustia, sobre los cojines del carruaje. Él me había recobrado y poseído.
17 de agosto.— ¡Ay! ¡Qué noche! ¡Qué noche! Y sin embargo me parece que debería alegrarme. Hasta la una de la madrugada, ¡he leído! Hermann Herestauss, doctor en filosofía y teogonía, ha escrito la historia y las manifestaciones de todos los seres invisibles que merodean en torno al hombre o que éste ha soñado. Describe sus orígenes, su ámbito, su poder. Pero ninguno de ellos se parece al que me acosa. Se diría que el hombre, desde que piensa, ha presentido y temido un ser nuevo, más fuerte que él, su sucesor en este mundo, y que, al sentirlo cercano y no poder prever la naturaleza de este dueño, ha creado, en su terror, todo un pueblo fantástico de seres ocultos, fantasmas vagos nacidos del miedo.
Así, pues, habiendo leído hasta la una de la madrugada, fui a sentarme después ante mi ventana abierta para refrescar mi frente y mi pensamiento con el viento tranquilo de la oscuridad.
¡Qué buen tiempo, qué tibieza! ¡Cuánto me habría gustado esa noche antaño!
No había luna. Las estrellas titilaban estremecidas en el fondo del cielo negro. ¿Quién habita en esos mundos? ¿Qué formas, qué seres vivos, qué animales, qué plantas hay allá lejos? Los seres pensantes de esos universos remotos, ¿saben más que nosotros? ¿Pueden más que nosotros? ¿Qué ven que nosotros no conozcamos? Uno de ellos, un día y otro, ¿no aparecerá en nuestra tierra para conquistarla, atravesando el espacio como los normandos atravesaban antes la mar para someter a pueblos más débiles?
¡Somos tan achacosos, tan inermes, tan ignorantes, tan pequeños, nosotros, en este grano de lodo que gira diluido en una gota de agua!
Me adormecí soñando esto ante el viento fresco de la noche.
Ahora bien, habiendo dormido unos cuarenta minutos, abrí los ojos sin hacer un movimiento, despertado por no sé qué emoción confusa y rara. No vi nada al principio, y después, de repente, me pareció que una página del libro que había quedado abierto sobre mi mesa acababa de pasarse sola. Ningún soplo de aire había entrado por la ventana. Me sorprendió y esperé. Al cabo de unos cuatro minutos, vi, vi, sí, vi con mis propios ojos cómo otra página se alzaba y caía sobre la anterior, cual si un dedo la hubiera hojeado. Mi sillón estaba vacío, parecía vacío; pero comprendí que él estaba allí, sentado en mi sitio, y que leía. Con un brinco furioso, con un brinco de animal sublevado, que va a destripar a su domador, crucé la habitación para atraparlo, para sujetarlo, ¡para matarlo!... Pero el asiento, antes de que llegase a él, cayó como si alguien huyera delante de mí... la mesa osciló, la lámpara se volcó y se apagó, y la ventana se cerró como si un malhechor sorprendido se hubiera lanzado a la noche, agarrando con ambas manos los postigos.
Así, pues, había escapado; había tenido miedo, miedo de mí, ¡él!
Entonces... entonces... mañana... o después... o un día cualquiera, podría tenerlo bajo mis puños, ¡y aplastarlo contra el suelo! ¿Acaso los perros, algunas veces, no muerden y estrangulan a sus amos?
18 de agosto.— He meditado todo el día.¡Oh! Sí, voy a obedecerle, a seguir sus impulsos, a cumplir todas sus voluntades, a mostrarme humilde, sumiso, cobarde. Él es el más fuerte. Pero llegará una hora...
19 de agosto.— Sé... sé...¡lo sé todo! Acabo de leer esto en la Revista del Mundo Científico: «Una noticia bastante curiosa nos llega de Río de Janeiro. Una locura, una epidemia de locura, comparable con las demencias contagiosas que afectaron a los pueblos de Europa en la Edad Media, hace estragos en estos momentos en la provincia de Sao Paulo. Los habitantes enloquecidos dejan sus casas, desertan de sus pueblos, abandonan sus cultivos, diciéndose perseguidos, poseídos, gobernados como un rebaño humano por seres invisibles aunque tangibles, una especie de vampiros que se alimentan con sus vidas durante el sueño, y que además beben agua y leche sin tocar, al parecer, ningún otro alimento.
»El profesor don Pedro Henriquez, acompañado por varios ilustres médicos, ha salido hacia la provincia de Sao Paulo, con el fin de estudiar in situ los orígenes y manifestaciones de esta sorprendente locura, y de proponer al Emperador las medidas que considere más adecuadas para devolver la razón a estas poblaciones delirantes».
¡Ah!¡Ah! Recuerdo, recuerdo la hermosa corbeta brasileña que pasó ante mi ventana remontando el Sena, ¡el pasado 8 de mayo! ¡Me pareció tan bonita, tan blanca, tan alegre! El Ser iba en ella, llegando de allá lejos, ¡donde su raza había nacido! ¡Y me vio! Vio también mi blanca mansión; y saltó del navío a la orilla. ¡Oh, Dios mío!
Ahora sé, adivino. El reinado del hombre ha terminado.
Él ha venido. Aquel al que temían los primeros terrores de los pueblos ingenuos, Aquel al que exorcizaban los sacerdotes inquietos, a quien los brujos evocaban en las noches sombrías, sin verlo mostrarse aún, a quien los presentimientos de los dueños pasajeros del mundo atribuyeron todas las formas monstruosas o graciosas de los gnomos, de los espíritus, de los genios, de las hadas, de los trasgos. Después de las groseras concepciones del espanto primitivo, hombres más perspicaces lo presintieron con mayor claridad. Mesmer lo había adivinado, y los médicos, hace ya diez años, han descubierto, de forma concreta, la naturaleza de su poderío antes incluso de que lo ejerciera. Jugaron con esa arma del Señor nuevo, la dominación de una misteriosa voluntad sobre el alma humana esclavizada. Llamaron a eso magnetismo, hipnotismo, sugestión...¡yo qué sé! ¡Los he visto divertirse como niños imprudentes con ese horrible poder! ¡Desdichados de nosotros! ¡Desdichado del hombre! Él ha venido, el... el... ¿cómo se llama? ... el... parece que me grita su nombre, y no lo entiendo... el... sí... lo grita... Escucho... No puedo... repite... el... Horlá... Lo he entendido... el Horlá... es él... ¡el Horlá...ha venido!
¡Ay! El buitre se ha comido a la paloma; el lobo se ha comido al cordero; el león ha devorado al búfalo de agudos cuernos; el hombre ha matado al león con la flecha, con la espada, con la pólvora; pero el Horlá va a hacer con el hombre lo que nosotros hicimos con el caballo y el buey: su cosa, su servidor y su alimento, mediante el solo poder de su voluntad.¡Desdichados de nosotros!
Y sin embargo el animal, a veces, se rebela y mata al que lo ha domado... yo también quiero... podría...¡pero es preciso conocerlo, tocarlo, verlo! Los sabios dicen que los ojos de los animales, diferentes de los nuestros, no distinguen igual que los nuestros... Y mi ojo no puede distinguir al recién llegado que me oprime.
¿Por qué? ¡Oh! Ahora recuerdo las palabras del fraile del Mont Saint-Michel: «¿Acaso vemos la cienmilésima parte de lo que existe? Mire, ahí tiene el viento, que es la mayor fuerza de la naturaleza, que tira al suelo al hombre, que derriba edificios, desarraiga árboles, levanta en la mar montañas de agua, destruye los acantilados y arroja contra las rompientes a los grandes navíos, el viento que mata, que silba, que gime, que brama, ¿lo ha visto usted y puede usted verlo?¡ Y sin embargo, existe».
Y yo seguía meditando: mi ojo es tan débil, tan imperfecto,¡que no distingue siquiera los cuerpos duros, si son transparentes como el cristal! Si un espejo sin azogue me obstruye el camino, mi ojo se lanza contra él como el pájaro que ha entrado en una habitación se rompe la cabeza contra los cristales. ¡Y otras mil cosas más lo engañan y despistan! ¡Qué hay de extraño, entonces, en que no sepa percibir un cuerpo nuevo al que la luz atraviesa?
¡Un ser nuevo! ¿Por qué no? ¡Seguramente tenía que venir! ¿Por qué vamos a ser nosotros los últimos? ¡Y no lo distinguimos, al igual que a todos los demás seres creados antes de nosotros! Es porque su naturaleza es más perfecta, su cuerpo más sutil y acabado que el nuestro, que el nuestro tan débil, tan torpemente concebido, atestado de órganos perennemente fatigados, siempre forzados como resortes demasiado complejos, que el nuestro, que vive como una planta y como un animal, alimentándose penosamente de aire, de hierbas, y de carne, máquina animal presa de las enfermedades, de las deformaciones, de las putrefacciones, asmática, mal regulada, ingenua y rara, ingeniosamente mal hecha, obra grosera y delicada, esbozo de ser que podría convertirse en inteligente y soberbio.
Somos unos cuantos, tan poca cosa en este mundo, desde la ostra al hombre. ¿Por qué no uno más, una vez transcurrido el período que separa las sucesivas apariciones de todas las diversas especies?
¿Por qué no uno más? ¿Por qué no también otros árboles de flores inmensas, deslumbrantes y que perfuman regiones enteras? ¿Por qué no otros elementos que el fuego, el aire, la tierra y el agua? Son cuatro, nada más que cuatro, ¡estos padres nutricios de los seres! ¡Qué lástima! ¿Por qué no son cuarenta, cuatrocientos, cuatro mil? ¡Qué pobre, mezquino y miserable es todo! Avaramente dado, secamente inventado, pesadamente hecho. ¡Ah! ¡cuánta gracia en el elefante, en el hipopótamo! ¡Cuánta elegancia en el camello!
Pero, dirán ustedes, ¿y la mariposa? ¡Una flor que vuela! Yo sueño con una que fuera tan grande como cien universos, con alas cuya forma, belleza, color y movimiento no acierto a expresar. Pero la veo... va de estrella en estrella, refrescándolas y embalsamándolas con el soplo armonioso y leve de su carrera... ¡Y los pueblos de allá arriba la miran pasar, extasiados y encantados!...
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¿Qué me pasa? Es él, él, el Horlá, que me obsesiona, ¡que me he pensar estas locuras? Está en mí, se convierte en mi alma; ¡lo mataré!
19 de agosto.— Lo mataré. ¡Lo he visto! Ayer por la noche me senté a mi mesa; y fingí escribir con gran atención. Sabía que vendría a merodear a mi alrededor, muy cerca, ¿tan cerca que podría acaso tocarlo, atraparlo?...¡Y entonces!... entonces, yo tendría la fuerza de la desesperación; tendría mis manos, mis rodillas, mi pecho, mi frente, mis dientes para estrangularlo, aplastarlo, morderlo, desgarrarlo.
Y lo acechaba con todos mis órganos sobreexcitados.
Había encendido mis dos lámparas, y las ocho velas de la chimenea, como si hubiera podido, con tanta claridad, descubrirlo.
Frente a mí, la cama, una vieja cama de roble con columnas; a la derecha, la chimenea; a la izquierda, la puerta cuidadosamente cerrada, tras haberla dejado un buen rato abierta, con el fin de atraerlo; a mis espaldas, un alto armario de luna, que me servía todos los días para afeitarme, para vestirme, y donde solía mirarme, de pies a cabeza, cada vez que pasaba ante él.
Así, pues, fingía escribir; para engañarlo, pues él me espiaba también; y de pronto, sentí, estuve seguro de que leía por encima de mi hombro, que estaba allí, rozando mi oreja.
Me levanté, con las manos extendidas, y volviéndome con tanta rapidez que estuve a punto de caerme. ¿Y qué?... Se veía como en pleno día, ¡y no me vi en mi espejo!... ¡Estaba vacío, claro, profundo, lleno de luz! Mi imagen no aparecía en él... ¡y yo estaba enfrente! Veía el gran cristal límpido de arriba abajo. Y miraba aquello con ojos enloquecidos; y no me atrevía a avanzar, no me atrevía a hacer un movimiento, aunque sintiendo perfectamente que él estaba allí, pero que se me escaparía de nuevo, él, cuyo cuerpo imperceptible había devorado mi reflejo.
¡Qué miedo tuve! Y después, de repente empecé a distinguirme entre una bruma, al fondo del espejo, entre una bruma como a través de una capa de agua; y me parecía que esa agua se deslizaba de izquierda a derecha, lentamente, perfilando más mi imagen de un segundo a otro. Era como el final de un eclipse. Lo que me ocultaba no parecía poseer contornos netamente definidos, sino una especie de transparencia opaca, que se aclaraba poco a poco.
Por fin pude distinguirme por completo, como lo hago cada día al mirarme.
¡Lo había visto! Y ha quedado en mí un espanto que aún me hace temblar.
20 de agosto.— Matarlo, ¿cómo? ¡No puedo llegar a él! ¿Con veneno?, me vería mezclarlo con el agua; y nuestros venenos, por lo demás, ¿surtirían efecto en su cuerpo imperceptible? No... no... no cabe duda... ¿Y entonces?... ¿entonces?...
21 de agosto.— He mandado venir un cerrajero de Ruán, y le he encargado para mi cuarto una de esas persianas de hierro, como las que tienen en París ciertos hoteles privados, en la planta baja, por miedo a los ladrones. Me hará, además, una puerta similar. He pasado por cobarde, ¡pero me trae sin cuidado!...
10 de septiembre.—
Ruán, hotel Continental... Ya está... ya está... Pero ¿habrá muerto? Tengo el alma trastornada por lo que he visto. .
Ayer, después de que el cerrajero instalara mi persiana y mi puerta de hierro, dejé todo abierto hasta medianoche, aunque empezaba a hacer frío.
De repente, sentí que él estaba allí y me asaltó una gran alegría, una alegría loca. Me levanté lentamente, y caminé a la derecha, a la izquierda, un buen rato, para que él no adivinase nada; después me quité los botines y me puse las zapatillas como al descuido; después cerré la persiana de hierro, y, volviendo a pasos tranquilos hacia la puerta, cerré también la puerta con doble vuelta. Regresando entonces a la ventana, la sujeté con un candado, cuya llave me metí en el bolsillo.
De repente, comprendí que él se agitaba a mi alrededor, que tenía miedo a su vez, que me ordenaba que abriese. A punto estuve de ceder; no cedí, y, adosándome a la puerta, la entreabrí, lo justo para pasar yo, andando hacia atrás; y como soy muy alto mi cabeza tocaba el dintel. Estaba seguro que no había podido escapar y lo encerré, solo, completamente solo.¡Qué alegría!¡Lo había atrapado! Entonces bajé, corriendo; cogí en el salón, debajo de mi cuarto, mis dos velones y derramé todo el aceite sobre la alfombra, los muebles, por todas partes, después le prendí fuego y escapé, tras haber cerrado bien, con doble vuelta, la gran puerta de entrada.
Y fui a esconderme al fondo del jardín, en un macizo de laureles. ¡Qué largo se me hizo!, ¡qué largo se me hizo! Todo estaba negro, mudo, inmóvil; ni un soplo de aire, ni una estrella, montañas de nubes que no se veían, pero que pesaban sobre mi alma mucho, muchísimo.
Miraba mi casa, y esperaba. ¡Qué largo se me hizo! Creía ya que el fuego se había apagado solo, o lo había apagado Él, cuando una de las ventanas de abajo reventó con el empuje del incendio, y una llama, una gran llama roja y amarilla, larga, acariciadora, ascendió a lo largo de la pared blanca y la besó hasta el tejado. Un resplandor corrió por los árboles, por las ramas, por las hojas, y un temblor, un temblor de miedo también. Los pájaros se despertaban; un perro empezó a aullar; ¡me pareció que amanecía! Otras dos ventanas estallaron al punto, y vi que toda la planta baja de mi morada no era sino una espantosa hoguera. Pero un grito, un grito horrible, muy agudo, desgarrador, un grito de mujer cruzó la noche, ¡y se abrieron dos bohardillas! ¡Me había olvidado de mis criados! ¡Vi sus rostros enloquecidos y sus brazos que se agitaban!...
Entonces, transido de horror, eché a correr hacia el pueblo gritando: «¡Auxilio!, ¡auxilio!, ¡fuego!, ¡fuego!» ¡Encontré gente que llegaba ya y regresé con ellos, para ver!
La casa, ahora, no era sino una pira horrible y magnífica, una pira monstruosa, que iluminaba toda la tierra, una pira donde ardían hombres y donde ardía también Él, Él, mi prisionero, el Ser nuevo, el nuevo dueño, ¡el Horlá!
De pronto el tejado entero se hundió entre los muros, y un volcán de llamas brotó hasta el cielo. Por todas las ventanas abiertas sobre aquel horno yo veía la cuba de fuego, y pensaba que él estaba allí, en aquella hoguera, muerto...
«¿Muerto? ¿Puede ser?... Su cuerpo, su cuerpo que la luz atravesaba ¿no será indestructible por los medios que matan los nuestros?
»¿Y si no hubiera muerto?... acaso sólo el tiempo tiene poder sobre el Ser Invisible y Temible. ¿Para qué ese cuerpo transparente, ese cuerpo incognoscible, ese cuerpo de Espíritu, si debiera temer, también él, las enfermedades, las heridas, las invalideces, la destrucción prematura?
»¿La destrucción prematura? ¡Todo el espanto humano procede de ella! Después del hombre, el Horlá. Después de aquel que puede morir cualquier día, a cualquier hora, en cualquier minuto, de cualquier accidente ¡ha venido aquel que no debe morir sino en su día, en su hora, en su minuto, porque ha llegado al límite de su existencia!
»No... no... no cabe duda, no cabe la menor duda... no ha muerto... Y entonces... entonces ¡va a ser preciso que me mate yo!...»
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Finis





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