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sábado, 22 de diciembre de 2007

LA MANO // GUY DE MAUPASSANT

GUY DE MAUPASSANT
LA MANO



Estaban en círculo en torno al señor Bermutier, juez de instrucción, que daba su
opinión sobre el misterioso suceso de Saint-Cloud. Desde hacía un mes, aquel
inexplicable crimen conmovía a París. Nadie entendía nada del asunto. El señor
Bermutier, de pie, de espaldas a la chimenea, hablaba, reunía las pruebas,
discutía las distintas opiniones, pero no llegaba a ninguna conclusión.
Varias mujeres se habían levantado para acercarse y permanecían de pie, con
los ojos clavados en la boca afeitada del magistrado, de donde salían las graves
palabras. Se estremecían, vibraban, crispadas por su miedo curioso, por la
ansiosa e insaciable necesidad de espanto que atormentaba su alma; las
torturaba como el hambre.
Una de ellas, más pálida que las demás, dijo durante un silencio:
-Es horrible. Esto roza lo sobrenatural. Nunca se sabrá nada.
El magistrado se dio la vuelta hacia ella:
-Sí, señora es probable que no se sepa nunca nada. En cuanto a la palabra
sobrenatural que acaba de emplear, no tiene nada que ver con esto. Estamos
ante un crimen muy hábilmente concebido, muy hábilmente ejecutado, tan bien
envuelto en misterio que no podemos despejarle de las circunstancias
impenetrables que lo rodean. Pero yo, antaño, tuve que encargarme de un
suceso donde verdaderamente parecía que había algo fantástico. Por lo demás,
tuvimos que abandonarlo, por falta de medios para esclarecerlo.
Varias mujeres dijeron a la vez, tan de prisa que sus voces no fueron sino una:
-¡Oh! Cuéntenoslo.
El señor Bermutier sonrió gravemente, como debe sonreír un juez de
instrucción. Prosiguió:
-Al menos, no vayan a creer que he podido, incluso un instante, suponer que
había algo sobrehumano en esta aventura. No creo sino en las causas naturales.
Pero sería mucho más adecuado si en vez de emplear la palabra sobrenatural
para expresar lo que no conocemos, utilizáramos simplemente la palabra
inexplicable. De todos modos, en el suceso que voy a contarles, fueron sobre
todo las circunstancias circundantes, las circunstancias preparatorias las que me
turbaron. En fin, estos son los hechos:
Entonces era juez de instrucción en Ajaccio, una pequeña ciudad blanca que se
extiende al borde de un maravilloso golfo rodeado por todas partes por altas
montañas.
Los sucesos de los que me ocupaba eran sobre todo los de vendettas. Los hay
soberbios, dramáticos al extremo, feroces, heroicos. En ellos encontramos los
temas de venganza más bellos con que se pueda soñar, los odios seculares,
apaciguados un momento, nunca apagados, las astucias abominables, los
asesinatos convertidos en matanzas y casi en acciones gloriosas. Desde hacía
dos años no oía hablar más que del precio de la sangre, del terrible prejuicio
corso que obliga a vengar cualquier injuria en la propia carne de la persona que
la ha hecho, de sus descendientes y de sus allegados. Había visto degollar a
ancianos, a niños, a primos; tenía la cabeza llena de aquellas historias.
Ahora bien, me enteré un día de que un inglés acababa de alquilar para varios
años un pequeño chalet en el fondo del golfo. Había traído con él a un criado
francés, a quien había contratado al pasar por Marsella. Pronto todo el mundo
se interesó por aquel singular personaje, que vivía solo en su casa y que no salía
sino para cazar y pescar. No hablaba con nadie, no iba nunca a la ciudad, y cada
mañana se entrenaba durante una o dos horas en disparar con la pistola y la
carabina.
Se crearon leyendas entorno a él. Se pretendió que era un alto personaje que
huía de su patria por motivos políticos; luego se afirmó que se escondía tras
haber cometido un espantoso crimen. Incluso se citaban circunstancias
particularmente horribles.
Quise, en mi calidad de juez de instrucción, tener algunas informaciones sobre
aquel hombre; pero me fue imposible enterarme de nada. Se hacía llamar sir
John Rowell.
Me contenté pues con vigilarle de cerca; pero, en realidad, no me señalaban
nada sospechoso respecto a él. Sin embargo, al seguir, aumentar y generalizarse
los rumores acerca de él, decidí intentar ver por mí mismo al extranjero, y me
puse a cazar con regularidad en los alrededores de su dominio.
Esperé durante mucho tiempo una oportunidad. Se presentó finalmente en
forma de una perdiz a la que disparé y maté delante de las narices del inglés.
Mi perro me la trajo; pero, cogiendo en seguida la caza, fui a excusarme por mi
inconveniencia y a rogar a sir John Rowell que aceptara el pájaro muerto.
Era un hombre grande con el pelo rojo, la barba roja, muy alto, muy ancho, una
especie de Hércules plácido y cortés. No tenía nada de la rigidez llamada
británica, y me dio las gracias vivamente por mi delicadeza en un francés con
un acento de más allá de la Mancha. Al cabo de un mes habíamos charlado unas
cinco o seis veces. Finalmente una noche, cuando pasaba por su puerta, le vi en
el jardín, fumando su pipa, a horcajadas sobre una silla. Le saludé y me invitó a
entrar para tomar una cerveza. No fue necesario que me lo repitiera.
Me recibió con toda la meticulosa cortesía inglesa; habló con elogios de Francia,
de Córcega, y declaró que le gustaba mucho esta país, y esta costa.
Entonces, con grandes precauciones y como si fuera resultado de un interés
muy vivo, le hice unas preguntas sobre su vida y sus proyectos. Contestó sin
apuros y me contó que había viajado mucho por África, las Indias y América.
Añadió riéndose:
-Tuve muchas aventuras, ¡oh! yes.
Luego volví a hablar de caza y me dio los detalles más curiosos sobre la caza
del hipopótamo, del tigre, del elefante e incluso la del gorila.
Dije:
-Todos esos animales son temibles.
Sonrió:
-¡Oh, no! El más malo es el hombre.
Se echó a reír abiertamente, con una risa franca de inglés gordo y contento:
-He cazado mocho al hombre también.
Después habló de armas y me invitó a entrar en su casa para enseñarme
escopetas con diferentes sistemas. Su salón estaba tapizado de negro, de seda
negra bordada con oro. Grandes flores amarillas corrían sobre la tela oscura,
brillaban como el fuego. Dijo:
-Eso ser un tela japonesa.
Pero, en el centro del panel más amplio, una cosa extraña atrajo mi mirada.
Sobre un cuadrado de terciopelo rojo se destacaba un objeto rojo. Me acerqué:
era una mano, una mano de hombre. No una mano de esqueleto, blanca y
limpia, sino una mano negra reseca, con uñas amarillas, los músculos al
descubierto y rastros de sangre vieja, sangre semejante a roña, sobre los huesos
cortados de un golpe, como de un hachazo, hacia la mitad del antebrazo.
Alrededor de la muñeca una enorme cadena de hierro, remachada, soldada a
aquel miembro desaseado, la sujetaba a la pared con una argolla bastante fuerte
como para llevar atado a un elefante. Pregunté:
-¿Qué es esto?
El inglés contestó tranquilamente:
-Era mejor enemigo de mí. Era de América. Ello había sido cortado con el sable
y arrancado la piel con un piedra cortante, y secado al sol durante ocho días.
¡Aoh, muy buena para mí, ésta.
Toqué aquel despojo humano que debía de haber pertenecido a un coloso. Los
dedos, desmesuradamente largos, estaban atados por enormes tendones que
sujetaban tiras de piel a trozos. Era horroroso ver esa mano, despellejada de esa
manera; recordaba inevitablemente alguna venganza de salvaje. Dije:
-Ese hombre debía de ser muy fuerte.
El inglés dijo con dulzura:
-Aoh yes; pero fui más fuerte que él. Yo había puesto ese cadena para sujetarle.
Creí que bromeaba. Dije:
-Ahora esta cadena es completamente inútil, la mano no se va a escapar.
Sir John Rowell prosiguió con tono grave:
-Ella siempre quería irse. Ese cadena era necesaria.
Con una ojeada rápida, escudriñé su rostro, preguntándome: "¿Estará loco o
será un bromista pesado?" Pero el rostro permanecía impenetrable, tranquilo y
benévolo. Cambié de tema de conversación y admiré las escopetas. Noté sin
embargo que había tres revólveres cargados encima de unos muebles, como si
aquel hombre viviera con el temor constante de un ataque.
Volví varias veces a su casa. Después dejé de visitarle. La gente se había
acostumbrado a su presencia; ya no interesaba a nadie.
Transcurrió un año entero; una mañana, hacia finales de noviembre, mi criado
me despertó anunciándome que Sir John Rowell había sido asesinado durante
la noche.
Media hora más tarde entraba en casa del inglés con el comisario jefe y el
capitán de la gendarmería. El criado, enloquecido y desesperado, lloraba
delante de la puerta. Primero sospeché de ese hombre, pero era inocente. Nunca
pudimos encontrar al culpable.
Cuando entré en el salón de Sir John, al primer vistazo distinguí el cadáver
extendido boca arriba, en el centro del cuarto. El chaleco estaba desgarrado,
colgaba una manga arrancada, todo indicaba que había tenido lugar una lucha
terrible.
¡El inglés había muerto estrangulado! Su rostro negro e hinchado, pavoroso,
parecía expresar un espanto abominable; llevaba algo entre sus dientes
apretados; y su cuello, perforado con cinco agujeros que parecían haber sido
hechos con puntas de hierro, estaba cubierto de sangre.
Un médico se unió a nosotros. Examinó durante mucho tiempo las huellas de
dedos en la carne y dijo estas extrañas palabras: -Parece que le ha estrangulado
un esqueleto.
Un escalofrío me recorrió la espalda y eché una mirada hacia la pared, en el
lugar donde otrora había visto la horrible mano despellejada. Ya no estaba allí.
La cadena, quebrada, colgaba.
Entonces me incliné hacia el muerto y encontré en su boca crispada uno de los
dedos de la desaparecida mano, cortada o más bien serrada por los dientes justo
en la segunda falange.
«Luego se procedió a las comprobaciones. No se descubrió nada. Ninguna
puerta había sido forzada, ni ninguna ventana, ni ningún mueble. Los dos
perros de guardia no se habían despertado.
Ésta es, en pocas palabras, la declaración del criado:
Desde hacía un mes su amo parecía estar agitado. Había recibido muchas
cartas, que había quemado a medida que iban llegando. A menudo, preso de
una ira que parecía demencia, cogiendo una fusta, había golpeado con furor
aquella mano reseca, lacrada en la pared, y que había desaparecido, no se sabe
cómo, en la misma hora del crimen.
Se acostaba muy tarde y se encerraba cuidadosamente. Siempre tenía armas al
alcance de la mano. A menudo, por la noche, hablaba en voz alta, como si
discutiera con alguien.
Aquella noche daba la casualidad de que no había hecho ningún ruido, y hasta
que no fue a abrir las ventanas el criado no había encontrado a sir John
asesinado. No sospechaba de nadie.
Comuniqué lo que sabía del muerto a los magistrados y a los funcionarios de la
fuerza pública, y se llevó a cabo en toda la isla una investigación minuciosa. No
se descubrió nada.
Ahora bien, tres meses después del crimen, una noche, tuve una pesadilla
horrorosa. Me pareció que veía la mano, la horrible mano, correr como un
escorpión o como una araña a lo largo de mis cortinas y de mis paredes. Tres
veces me desperté, tres veces me volví a dormir, tres veces volví a ver el odioso
despojo galopando alrededor de mi habitación y moviendo los dedos como si
fueran patas.
Al día siguiente me la trajeron; la habían encontrado en el cementerio, sobre la
tumba de sir John Rowell; le habían enterrado allí, ya que no habían podido
descubrir a su familia. Faltaba el índice.
Ésta es, señoras, mi historia. No sé nada más.
Las mujeres, enloquecidas, estaban pálidas, temblaban. Una de ellas exclamó:
-¡Pero esto no es un desenlace, ni una explicación! No vamos a poder dormir si
no nos dice lo que según usted ocurrió.
El magistrado sonrió con severidad:
-¡Oh! Señoras, sin duda alguna, voy a estropear sus terribles sueños. Pienso
simplemente que el propietario legítimo de la mano no había muerto, que vino
a buscarla con la que le quedaba. Pero no he podido saber cómo lo hizo. Este
caso es una especie de vendetta.
Una de las mujeres murmuró:
-No, no debe de ser así.
Y el juez de instrucción, sin dejar de sonreír, concluyó:
-Ya les había dicho que mi explicación no les gustaría.

GUY DE MAUPASSANT

jueves, 20 de diciembre de 2007

TRATADO DEL ARTE DE LA ALQUIMIA // SANTO TOMAS DE AQUINO

EL ENIGMATICO GRIMORIO DE SANTO TOMAS DE AQUINO



TRATADO DE TOMÁS DE AQUINO EN EL ARTE DE ALQUIMIA DADO A SU COMPAÑERO FRAY REGINALDO

I


Vencido de tus continuos ruegos, hermano queridísimo, te propongo describir en ocho capítulos, de las partes que contiene, un breve tratado de nuestro arte, con ciertas reglas, leves operaciones eficaces y tinturas muy verdaderas contenidas en él, y quiérote rogar tres cosas: Lo primero, que no cuides mucho de las palabras de los modernos filósofos y de los antiguos que hablan en esta ciencia, porque el arte de la alquimia tiene su asiento y fundamento en la capacidad del entendimiento y en la demostración de la experiencia.
Los filósofos, pues, queriendo encubrir la verdad de la ciencia, hablaron casi todas las cosas en lenguaje figurado. Lo segundo: que no quieras apreciar multitud de cosas, ni las composiciones de diversas especies, porque la naturaleza nunca produce sino su semejante: porque así como del caballo y la pollina se engendra el mulo con producción imperfecta, es como algunos imitadores de la ciencia producen de muchas cosas cierta multiplicidad. Lo tercero, que no seas hablador, ni bachiller, más antes bien, pon guarda en tu boca, y así como hijo de los sabios, no arrojarás las piedras preciosas a los puercos.
Teniendo paz con Dios y teniendo tu fin ordenado en tu obra, siempre la llevaras fijada en tu mente. Cree por cierto, que si tuvieras delante de los ojos las dichas reglas, que me dio Alberto Magno, no tendrías necesidad de buscar el favor de los Reyes y de los Grandes, sino antes bien, los reyes y los señores te darían toda honra.
Porque todo aquél que es reconocido en este arte sirviendo a los reyes y a los Prelados, no sólo puede ayudar a los antedichos, sino tambien con buen orden a lodos los necesitados, y lo que recibió de la gracia, jamás debe darlo a alguno con interés. Estén pues signadas y selladas seguramente en el secreto de tu corazón las reglas antedichas. porque en el libro y tratado que escribí antes de éste, hablé filosóficamente para los del vulgo, mas a tí, hijo de gran secreto, escribo más claramente, confiado en tu especial cuidado en el hablar.


II
DE LA OPERACION


Porque según Avicena en una epístola al Rey Assa: Nosotros buscamos una substancia verdadera y hacerla fija, compuesta de muchas, y que puesta sobre el fuego lo soporte sin quemarse. Que será penetrante, generativa, que teñirá el mercurio y otros cuerpos con una tintura verdaderisima y con el peso debido. La nobleza de esta tintura excede al universo dichoso del mundo. Porque una cosa nuestra hace ser tres cosas. Las tres, dos; las dos, finalmente, son una. Finalmente, así como conviene que sea una substanciacomo dice Avicena, así también conviene tener paciencia, espera e instrumentos.
Paciencia, porque según Pedro, la presura y el arrebatamiento vienen del Diablo. Por eso quien no tiene paciencia aparte su mano de la operaclon. La espera tambien es necesaria para toda acción natural, que sigue nuestro arte, ya que tiene su modo y tiempo determinado. Los instrumentos, pues, también son necesarios, empero no muchos como parecerá en lo siguiente, porque nuestra obra se perfecciona en una cosa, con un vaso, en una operación según Hermes y por un camino. Esta medicina, ciertamente, aunque es agregada de muchas cosas, con todo eso, es una sola materia que no necesita de alguna otra hazaña, si no es del fermento blanco o rubio, por lo cual es pura, natural, nunca puesta en alguna otra obra, y de la cual, en el régimen de la obra, aparecerán diversos colores según los tiempos.
También conviene en los primeros días levantarse de mañana y ver si la viña floreció. En los siguientes días se verá el corvino transmutado en la soledad del ciego, y multiplicados colores, en todos los cuales se ha de esperar el color blanco, llegado el cual esperemos sin error alguno a Nuestro Rey, elixir o polvo simple sin tacto, piedra que tiene tantos nombres cuantas son las cosas en el mundo. Mas para explicarme en breve nuestra materia o magnesia es nuestro argento único mineral, la orina de los muchachos de doce años debidamente preparada, que viene luego de la vena y nunca fue en ninguna obra grande que escribí para los vulgares; nuestra tierra de España, o antimonio.
Con todo eso, no notes aquí el argento vivo común, del que usan algunos multiplicadores y sofistas, del cual si algo se hace se llama solamente multiplicación, y con todo eso tiñe un poco respecto del Magisterio. Aunque causara largos gastos y si agradare trabajar con él, en él hallarás la verdad, mas requiere larga digestión. Sigue pues al Santo Alberto Magno, mi Maestro, y trabaja con argento vivo mineral y el mismo es de nuestra obra perfectivo por la combustión, salvificativo y efecto por la fusión, porque cuando se fija es tintura de blancura o de rubio, de una compostura abundantísima, de un esplendor resplandeciente y no se aparta de lo mezclado, porque es amigable a los metales y un medio de juntar las tinturas, porque se mezcla con ellos entrando en lo profundo y penetrando naturalmente, porque se junta conellos.


III
DE LA COMPOSICION DEL MERCURIO, Y DE SU PREPARACION


Aunque nuestra obra se perfecciona de nuestro solo mercurio, a pesar de eso necesita de fermento rojo o blanco, pues se mezcla más fácilmente con el sol y con la luna, y se hace una sola cosa con él, siendo así que estos dos cuerpos participan más de su naturaleza, luego son más perfectos que los demás.
La razón es porque los cuerpos son de tanta mayor perfección cuanto más contienen de Mercurio. El sol, pues, y la luna, teniendo más de él, se conmezclan para la rubio y para lo blanco, se fijan estando en el fuego, porque el mismo mercurio solo es el que perfecciona la obra y en él hallamos todas las cosas de que necesitamos para la Obra, al cual no se debe juntar cosa extraña. El Sol y la Luna no son extraños a él, porque los mismos se vuelven en su primera naturaleza al principio de la obra, esto es el mercurio, porque de él tomaron su origen.
Algunos, pues, porfían haciendo la obra con el solo Mercurio o con la magnesia simple, lavándola en vinagre fuerte, cociéndolo en aceite, sublimando, asando, calcinando, destilando la quintaesencia, sacando, con los elementos y otras infinitas martirizaciones, atormentando al mismo Mercurio, y creyendo con sus operaciones que de ellas han de hallar alguna cosa grande. Finalmente muy poco logro hallan.
Mas créeme, hijo, que todo nuestro Magisterio está y consiste en sólo el régimen del fuego con la capacidad de la industria. Porque nosotros nada obramos, mas la virtud del fuego bien regido con poco trabajo hace nuestra piedra, y con pocos gastos. Juzga que cuando nuestra piedra fuese una vez suelta en su primera naturaleza, es a saber, en la primera agua, o leche de virgen, o cola del dragón, entonces la misma piedra ella se calcina, sublima, destila, reduce, lava, congela, y por la virtud del fuego proporcionado, a sí misma se perfecciona en un solo vaso, sin operación manual de otro.
Conoce pues hijo, cómo los Filósofos hablaron figuradamente de las operaciones manuales, pues para que estés seguro de la purgación de nuestro Mercurio, te enseñaré que con una verdadera operación nuestro mercurio común es preparado levísimamente. Recibe pues, Mercurio mineral o tierra hispánica, antimonium nostrum, o tierra negra oculosa, todas las cuales cosas son una misma, no inferiores de su género, el cual no se haya puesto antes en obra alguna, cinco libras y veinte a lo más, y haz que pase por un paño de lino espeso tres veces. Después haz que pase por el cuero de liebre.
Ultimamente haz que pase por un paño de lino espeso, y ésta es la verdadera lavadura. Y atiende: si alguna cosa queda en el cuerpo de su grosura, o algún espesor de porquería. o hediondez. entonces ese mismo mercurio no vale para nuestra obra. Pero si nada aparece, bueno te es. Advierte que con este mercurio, sin añadirle ninguna cosa, pueden hacerse la una y la otra obra.


IV
DEL MODO DE AMALGAMAR


Puesto que nuestra obra puede completarse a partir de sólo el Mercurio sin añadir ningún producto extraño, se deduce que se describa muy brevemente el modo de componer la amalgama. Pero en cambio, algunos entienden mal a los filósofos porque creen que a partir del solo mercurio, sin ninguna hermana como semejante, se puede terminar la obra.
Yo sin embargo, te digo con seguridad, que cuando trabajes con el mercurio, no añadas nada extraño a él, y sepas que el oro, y la plata, no son extraños al mercurio; más aún, participan de su naturaleza de una manera más cercana que cualquier otro cuerpo. Por lo cual, reducidos a su primera naturaleza, se llaman hermanos semejantes al mercurio por su composición y por su fijación simultánea. Si esto lo entiendes con claridad, emanará leche de la virgen, y si trabajas con el mercurio no añadiéndole ninguna cosa extraña, conseguirás lo que deseas.


V
DE LA COMPOSICION DEL SOL Y DEL MERCURIO


Recibe del sol común depurado, esto es, en el fuego calentado, porque es fermento de la rubedez, dos onzas, y quiébralas en pedazos pequeños con la tenaza, añadelo a catorce onzas de mercurio, y haz humear al mercurio en la teja y desata mi sol y muévelo con una vara de palo, hasta que el sol se desate bien y se mezcle; entonces échalo todo en agua clara y en una escudilla de vidrio, o de piedra, y lava muchas veces, limpiando y mudando por tanto tiempo, hasta que la negrura toda se aparte del agua.
Entonces si quieres advertir, la voz de la tortolilla se oye en nuestra tierra, la cual limpia, haz que la amalgama o composición pase por el cuero, bien ligado por arriba, exprimiendo toda la amalgama, sin dos onzas, y quedarán en el cuero catorce, y aquellas catorce onzas son las cosas aptas para nuestra operación. Atiende que deben ser ni más ni menos que dos onzas de toda la materia que queden en el cuero. Si fuesen más, disminúyela. Y estas dos onzas exprimidas, que se llaman leche de la virgen, guárdalas para la segunda operación. Póngase pues la materia desde el cuero en el vidrio, y los vidrios en el hornillo arriba descripto, y encendida debajo una lámpara, de manera que esté contínuamenteardiendo de noche y de día, que nunca se apague, y la llama derechamente dé en lo una vez encerrado, con todo eso no toque la olla, y se extienda semejantemente a todas las partes del hornillo, bien negras.
Mas si después de un mes o dos quisieses mirar, verás flores vivas y colores principales, como negro, blanco, citrino y rubio, entonces, sin alguna operación de tus manos, con el régimen del fuego sólo, lo manifiesto será abscondido y lo abscondido se hará manifiesto. Por lo cual nuestra materia a sí misma se lleva al perfecto elixir volviéndose en polvo sutilísimo, que se llama tierra muerta, o hombre muerto en el sepulcro, o magnesia árida, porque el espíritu en él esta ocultado en el sepulcro, y del ánima casi se apartó. Permítela pues estar entonces, desde el principio hasta veintiséis semanas, y entonces lo grueso está hecho grácil, lo leve ponderoso, lo áspero suave, y lo dulce amargo, por la conversión de las naturalezas, cumplidas ocultamente por virtud del fuego. Cuando vieres pues tus polvos enjugados: et si proban, et expensas desideras tingent. Después enseñaré una, o dos partes, porque una parte de nuestra obra solamente teñirá siete de mercurio bien purgado.


VI
DE LA AMALGAMACION DE LO BLANCO


Del mismo modo se procede para lo blanco, esto es, luna, esto es, fermento de la blancura; cuando mezclares con siete partes de Mercurio purgado, en el mismo procederás como hiciste el rubio. Porque en toda obra blanca nada entra sino blanco, y en toda obra rubia, nada sino rubio debe entrar: porque de la misma agua nuestra se hace lo rubio y lo blanco, empero añadiendo distinto fermento, y pasado el tiempo antedicho puede teñir blanco sobre mercurio, como para rubio hiciste.
Empero nota que el argento foliado en esta materia, es más útil que el argento en masa, porque tiene en sí mixtura de algunas heces de mercurio y se debe amalgamar con mercurio frío y no caliente. De otra suerte gravísimamente yerran algunos obrando esto, disolviendo la amalgama en agua fuerte para purgarla, y si quieren mirar la naturaleza de la composición del agua fuerte, la misma por esto se destruye más. Algunos tambien quieren obrar con sol o luna mineral, según las reglas de este libro, y yerran diciendo que el sol no tienen humedad y es cálido de manifiesto, y por eso muy bueno. Antes bien, se saca la quintaesencia con el ingenio sutil del fuego en el vaso de circulación que se llama pelícano. Mas el sol mineral y la luna tienen en sí mezclada tanta suciedad de hez, que la purificación de ellos, potente al nuestro, no sería obra de mujeres y juego de niños, mas antes bien trabajos muy fuertes de varón anciano, desatando, calcinando, insistiendo a otras operaciones del arte grande.


VII
DE LAS OPERACIONES SEGUNDA Y TERCERA


Acabada esta primera obra, procedamos a la segunda práctica. Luego que se hizo el cuerpo de nuestra primera obra con la cola del Dragón, esto es, la leche de la virgen, añadidas siete partes de mercurio nuevo sobre la materia que queda, según el peso de los polvos, Mercurio digo purificado y limpiado, haz pasar por el cuero y retén siete partes del todo; lava y ponlo en el vidrio y en el hornillo, como hiciste en la primera obra, controlando por todo el tiempo, o estando cerca hasta que hayas visto hechos los polvos otra vez, los cuales por segunda vez toma o saca, y si quieres tiñe, y estos polvos son mucho mas sutiles quelos primeros, porque están más digeridos, porque una parte tiñe cuarenta y nueve en elixir.
Entonces, procede a la tercera práctica, como hiciste en la primera y segunda operación, y pon sobre el peso de los polvos de la segunda obra, siete partes de mercurio purgado, y pon en el cuerpo, de manera que las siete partes queden en el todo como antes. Y por segunda vez cuece, y haz polvos, los cuales de verdad son polvos sutilísimos, de los cuales una onza tiñe siete veces cuarenta y nueve, que son trescientos cuarenta y tres y esto sobre mercurio. La razón es porque cuanto más se digiere nuestra medicina, tanto más sutil se hace y cuanto más sutil fuere, tanto más penetrable, y cuanto más penetrable tanto más profundo tiñe. Por fin, de esto se entienda, que si no tienes argento vivo mineral, seguramente podrás trabajar con mercurio común, porque aunque no valga tanto como éste, con todo eso da largas expensas.


VIII
DEL MODO DE OBRAR EN LA MATERIA O MERCURIO

Más cuando quieras teñir mercurio, toma la teja de plateros de oro, y úntala un poco por dentro con sebo, y pónlo en ella, según la proporción de la medicina, sobre fuego lentísimo y cuando el Mercurio comenzare a humear, echa dentro de tu medicina encerrada en cera limpia, o en papel, y ten carbón encendido fuerte y preparado para esto, y pon sobre la boca de la teja. Y da fuerte fuego, y cuando todo se hubiera liquidado, échalo según las reglas, untada con sebo, y tendrás sol o luna finísima, según la adición del fermento.
Mas si quieres multiplicar tu medicina en el estiércol del caballo. haz esto como boca a boca te enseñé, como sabes, lo cual no te escribo porque sería pecado revelar este secreto a hombres seglares que buscan esta ciencia mas por vanidad que por el debido fin y honra de Dios, al cual sea la honra y gloria en los siglos de los siglos. Amén. Mas aquella obra que escribí para los vulgares con estilo bastante físico, vi trabajarla una vez para siempre al Santo Alberto, de Antimonio y de tierra española a tí conocida.
Mas porque es de más logro y tiempo, y para no caer en la indebida expensión, ojalá te procure el obrar más ligero, aquella breve obra que escribí, en la cual ningún error hay, con las expensas moderadas, levedad de la obra, brevedad de tiempo, y el fin verdaderamente deseado. De lo cual tú y todos los tuyos percibiréis sin falsedad. No quieras pues, queridísimo, ocuparte con mayor obra, porque por la salud y oficio de la predicación de Cristo, y logrando el tiempo, desees más atender a las riquezas espirituales que ansiar por los logros temporales

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